Los ulemas andalusíes eran conscientes de la necesidad de viajar a las tierras centrales del islam, no solo la península Arábiga, sino también Siria e Irak, a pesar de la reticencia a visitar Bagdad, sede del califato de los enemigos de los omeyas, los abasíes. Pero era allí donde los andalusíes podían aprender las ciencias religiosas islámicas tales como la exégesis del Corán, la tradición del Profeta, la teología y el derecho islámico, también la gramática, pues un buen conocimiento del árabe era imprescindible para el correcto entendimiento de las fuentes de la revelación. La convergencia en esos mismos lugares de viajeros procedentes de todas las regiones del mundo islámico garantizaba además la unidad religiosa. En efecto, sin la poderosa fuerza centrípeta activada por la peregrinación y por el viaje de estudios de los ulemas, la religión islámica hubiese podido verse fragmentada bajo la presión inevitable de las dinámicas locales en un siglo –el IV de la hégira, X de la era cristiana– caracterizado por el incremento en la curva de conversión al islam de las poblaciones conquistadas. Esos conversos entraban en la nueva religión cargados con las creencias, prácticas, expectativas y emociones del contexto religioso del que procedían, y era por ello preciso controlar y limitar los efectos que ello podía tener.
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