Los árboles tienen ventajas comparativas con respecto a otros organismos para ser utilizados como bioindicadores ambientales, incluyendo su tamaño, ciclo de vida, ubicuidad y nivel de sensibilidad a los cambios en condiciones locales. La longevidad de algunos de sus tejidos y órganos facilita detectar los cambios y el efecto acumulado de contaminantes; su tamaño permite mayor disponibilidad y facilidad para colectar las muestras con un menor costo de operación si se compara con los métodos químico-analíticos. La distribución amplia de algunas especies, en particular de especies “clave” en los ecosistemas, permite su uso en el monitoreo de regiones extensas sin ocasionar impactos negativos por la remoción de muestras. La investigación y el avance tecnológico en diferentes disciplinas han generado una gran cantidad de criterios usados como indicadores ambientales asociados al funcionamiento de los árboles, que varían desde aspectos bioquímicos de procesos metabólicos específicos, hasta aspectos tan generales como la condición de la copa y vigor del árbol. Entre los criterios que se han desarrollado como bioindicadores a nivel de individuo o de alguna de sus partes destacan las características morfológicas del follaje, la corteza, las características de los anillos de crecimiento, y la capacidad germinativa de los granos de polen, además de aquellos basados en respuestas fisiológicas, que tienen gran potencial como métodos rápidos de diagnóstico. A nivel de ecosistema también se han desarrollado algunos criterios de calidad ambiental, relacionados con cambios en la estructura y diversidad de especies, o en los procesos del ecosistema, como la productividad primaria y la tasa de descomposición de materia orgánica, entre otros. El principal reto en México es lograr una mayor interacción entre disciplinas para integrar los diferentes indicadores de calidad ambiental en un sistema operativo de monitoreo de la salud y vigor de los ecosistemas forestales.
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