Traducción de María Dolores Ábalos
Salamandra. Madrid, 2013
192 páginas. 15 €.
El personaje central de esta novela del alemán Arno Surminski
(Jäglack, 1934) es un tipo bajito, joven y medio calvo, pero sus rasgos
físicos son secundarios. Lo importante es que Hans Grote es un guardia de la SS
en el campo de concentración de Auschwitz aunque, contra lo que cabría esperar,
no es aparentemente un criminal insensible y despiadado. Es un ornitólogo amante de los pájaros, un biólogo con aspiraciones académicas interesado en
investigar la avifauna del campo de concentración y sus inmediaciones, un
amante esposo y un cariñoso padre de familia. Y estos rasgos son los que le
convierten en un personaje bien construido e inolvidable. Un malo perfecto en
su dualidad que es lo más redondo, a mi juicio, de esta novela que trata sobre
lo que psicólogo social Philip Zimbardo denomina El efecto Lucifer. Es decir,
sobre el porqué de la maldad o, más exactamente, sobre el porqué de la maldad
sistémica instaurada por los nazis.
Junto a Hans Grote tenemos al prisionero Marek Rogalski, un pacífico
y joven estudiante de arte de Cracovia deportado en el verano de 1940 en Auschwitz
por el solo delito de ser capaz de pensar, asignado a Marek para que ilustre con
dibujos su investigación ornitológica y elegido por el narrador para contar,
desde su punto de vista, la relación que establecen guardián y prisionero en
sus excursiones por el campo e iluminar las causas por las que doctores Jekyll
como el ornitólogo Grote, “un hombre
decente, incapaz de matar a un pájaro” pueden transformarse en míster Hyde, si le
ordenan matar a una persona.
Al principio, Marek se sorprende con la humanidad de Grote,
su capacidad para reír “como una persona normal” y su amor por los pájaros, que
le lleva a interceder para que nadie lastime a las crías de un petirrojo
anidado bajo una torre de vigilancia. Pero, al mismo tiempo, el prisionero
Marek se interroga una y otra vez sobre el porqué de la maldad de los nazis: “¿Cómo
es posible que teniendo unos poetas, unos filósofos y unos músicos tan
extraordinarios cometan estas atrocidades?” Y llega a una terrible y lúcida
conclusión: “Han aprendido a obedecer para no tener que pensar. Las órdenes son
las órdenes, dicen, cuando deben hacer algo a lo que como personas normales se
negarían”.