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jueves, 30 de junio de 2011
Frivolidad estival
Pensaba dedicar esta columna al debate sobre el estado de la nación, pero el calor me ha licuado las neuronas y no estoy para los “esfuerzos colectivos” que demanda Zapatero, ni para valorar el adelanto electoral que pide Rajoy. A cuarenta grados, hasta las ideas me caminan pegadas a la pared, buscando la sombra. Estoy harta de la temperatura económica, política y social, que nos mantiene asfixiados a todos. Más que con adelantos electorales, sueño con vacaciones anticipadas. Zapatero pide que seamos "más competitivos, más innovadores, más flexibles y más eficientes” y yo solo pienso en cómo me las apañaré para ser la primera en colocar la toalla en mi playa preferida, en renovar mi bikini, en la flexibilidad de las gambas del chiringuito y en la eficiencia de mi abanico. Lo reconozco. Tengo un ataque de frivolidad estival que me impide pensar en el euro, en la crisis, en Libia o en el rescate griego. No puedo. Mi termostato interior me impide semejante sobreesfuerzo. Solo me da para encender el ventilador y dejarme vencer por una siesta sin crisis, paro, ni ejecuciones hipotecarias. Que me despierten cuando la pesadilla haya pasado.
jueves, 9 de junio de 2011
Mariano Manostijeras
| Mariano Rajoy. Foto: PP. |
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jueves, 20 de enero de 2011
El niño que somos
Ana María Matute sostiene que cada adulto es lo que queda del niño que fue. Yo fui una niña de rodillas arañadas, novelera y cuestionadora. Volví loca a mi madre preguntándole el “po té” de las cosas antes de aprender a escribir “mi mamá me mima”. Luego, cuando fui capaz de pronunciar por qué en vez de po té, enloquecí con mis preguntas a las monjas de mi colegio, afines a la doctrina del ordeno y mando por los siglos de los siglos, amén. Aunque lo intentaron, no me doblegué y así me convertí en lo que hoy sigo siendo. Una preguntona impenitente. Así pues, me pregunto qué queda en nuestros políticos del niño que fueron. Siendo como son, imagino que Rajoy fue el típico niño acusica, proclive a señalar las faltas ajenas para ensalzar, así, su aparente virtud. Supongo que Zapatero fue un friki ensimismado con dificultades para discernir entre realidad y ficción, el rarito de la clase. Aznar, uno de esos niños permanentemente cabreados, con los que una prefería llevarse bien por miedo a que la tomara contigo en vez de con otro. Y González, el niño que bajaba a jugar a la calle con una canica en el bolsillo y volvía a casa con la bolsa llena.
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jueves, 4 de noviembre de 2010
Tengo miedo
Dicen que en Torredonjimeno, mi pueblo, ponían gachas en las cerraduras para evitar que los espíritus se colaran dentro, la noche de difuntos. De pequeña, en mi casa de la calle Salsipuedes, deseé mil veces tener un barreño de gachas para tapar la boca de la chimenea que, cuando hacía viento, aullaba como una condenada en los infiernos. Yo entreabría la puerta, comprobaba que no había nadie, porque mis padres estaban en el cementerio y mis hermanos comiendo castañas y batatas en casa de alguno de mis tíos, y me sobresaltaba el silbido pavoroso de la chimenea. Entonces, cerraba la puerta y recorría las calles heladas en busca de algún familiar que espantara mis miedos de niña.
Ahora, que los muertos beben gin tonic por la calle y las brujas se visten de Lady Gagá, lo que de verdad me aterra son los periódicos. Abro uno y leo que Rajoy quiere cargarse las actuales leyes del aborto y del matrimonio homosexual, aumentar el período de cálculo para jubilarse, y aplaude el plan de ajuste de David Cameron en Reino Unido. Si tuviera gachas, pegaría las hojas. Como no tengo, hago lo único que se puede hacer en estos casos. Cagarse de miedo.
| Foto: Marisol Pazos |
Dicen que en Torredonjimeno, mi pueblo, ponían gachas en las cerraduras para evitar que los espíritus se colaran dentro, la noche de difuntos. De pequeña, en mi casa de la calle Salsipuedes, deseé mil veces tener un barreño de gachas para tapar la boca de la chimenea que, cuando hacía viento, aullaba como una condenada en los infiernos. Yo entreabría la puerta, comprobaba que no había nadie, porque mis padres estaban en el cementerio y mis hermanos comiendo castañas y batatas en casa de alguno de mis tíos, y me sobresaltaba el silbido pavoroso de la chimenea. Entonces, cerraba la puerta y recorría las calles heladas en busca de algún familiar que espantara mis miedos de niña.
Ahora, que los muertos beben gin tonic por la calle y las brujas se visten de Lady Gagá, lo que de verdad me aterra son los periódicos. Abro uno y leo que Rajoy quiere cargarse las actuales leyes del aborto y del matrimonio homosexual, aumentar el período de cálculo para jubilarse, y aplaude el plan de ajuste de David Cameron en Reino Unido. Si tuviera gachas, pegaría las hojas. Como no tengo, hago lo único que se puede hacer en estos casos. Cagarse de miedo.
domingo, 18 de julio de 2010
La pesadilla
| Fotos: PP/Inma Mesa (PSOE) |
Soñé que Zapatero y Rajoy ocupaban el puesto del entrenador Vicente del Bosque y allí estaban, de pie en el banquillo, voceando consignas a los chicos de la selección. Zapatero le gritaba a Xavi que mantuvieran el balón en su poder. Rajoy, en cambio, animaba a Piqué a sacar la pelota en largo para buscar un desmarque sorpresa de Torres. Zapatero apostaba por esperar y dormir el balón en un tiqui-taca infinito. Rajoy, por sacar la artillería pesada y por pasar todos los balones a Villa para zanjar el asunto. Uno decía que para adelante. El otro, que para atrás. Uno, que abrieran el juego a la banda derecha. El otro, a la izquierda. Ante tanta orden y contraorden, los chicos de La Roja se cortocircuitaron. Empezaron a correr descontrolados, como si el espíritu del Jabulani les hubiera poseído, tropezándose entre sí, haciéndose falta los unos a los otros... Y en medio de tamaño desbarajuste, a Navas le dio la vena trotona y -mec-mec- puso, sin darse cuenta, rumbo ultrasónico hacia la meta de Iker, quien agarrado a uno de los palos, con cara de toro enamorado de la luna, cantaba a los cuatro vientos, para quien quisiera escucharle, aquello de “Besos, ternura, que derroche de amor, cuánta locura…”. Correcaminos Navas se la puso a Pedro y Pedro marcó un golazo impecable, si no fuera porque fue en propia meta…
Poco después, el árbitro pitó el final del partido y yo me desperté bañada en sudor, con el mando distancia clavado en las costillas. Parpadeé un par de veces para ubicarme y cuando el soniquete cansino de sus señorías me encharcó el cerebro, mi soberano dedo índice, no importa de qué mano, voló hacia el mando y, rencoroso como es, apretó el botón de apagado. La tele se quedó negra y yo, de nuevo, dormida como una bendita.
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