Mitos

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EL BIBOSI EN MOTACÚ

Uno de los más curiosos y pintorescos casos de simbiosis vegetal que se presentan en
nuestra tierra es la del árbol llamado bibosi y la palmera motacú. Tan estrechamente se
enredan uno con otro y de tal modo viven unidos, que entre las gentes simples y de
sencillo pensar se da como ejemplo vivo de enlace pasional. Una vieja copla del acervo
popular lo expresa galanamente.

El amor que me taladra necesita jetapú; viviremos, si te cuadra, cual bibosi en motacú.

Quienes saben más acerca de ello señalan de que la palmera es el sustento y la base de la
unión, pese a su condición femenina, y el árbol es el que se arrima a ella en procura del
mantenimiento y firmeza, no obstante su ser masculino. En siendo verídica la especie, y la
observación del conjunto da a pensar que lo es, habría en ello material suficiente para
especulaciones de orden social y hasta moral si se quiere.

Dando al sugestivo asunto otro cariz y tratando de explicarlo por el lado de lo poético-
afectivo, el poeta don Plácido Molina Mostajo cantó:

El membrudo bibosi que a la palma


por entero rodea
con tal solicitud, que al fin la ahoga:
Celoso enamorado prefiriera
antes que en otros brazos a su amada,
entre los propios contemplarla muerta.

Es, precisamente, lo que dice la leyenda sobre la peregrina unión del árbol corpulento y la
grácil palmera.

Dizque por los tiempos de Maricastaña y del tatarabuelo Juan Fuerte, vivía en cierto
paraje de la campiña un jayán de recia complexión y donosa estampa. Amaba el tal con la
impetuosidad y la vehemencia de los veinte años a una mocita de su mismo pago, con
quien había entrado en relaciones a partir de un jovial y placentero "acabo de molienda".

La mocita era delgaducha y de poca alzada, pero bonita, eso sí, y con más dulzura que un
jarro de miel.

No tenía el galán permiso de los padres de ella para hacer las visitas de "cortejo" formal,
por no conceptuarle digno de la aceptación. Pero los enamorados se veían fuera de casa,
en cualquier vera de senderos o bajo el cobijo de las arboledas.

Entre tanto los celosos padres habían elegido por su cuenta, como futuro yerno, a otro
varón que reunía para serlo las condiciones necesarias. Un buen día de esos notificaron a
la hija con la decisión inquebrantable y la inesperada novedad de que al día siguiente
habrían de marchar al pueblo vecino para los efectos de la boda.

La última cita con el galán vino esa misma noche. No había otra alternativa que darse el
adiós para siempre. El tomó a ella en los brazos y apretó y apretó cuanto daban sus
vigorosas fuerzas... "Antes que ver en otros brazos a la amada, entre los suyos
contemplarla muerta".

Referían en el campo los ancianos, y singularmente las ancianas, que el primer bibosi en
motacú apareció en el sitio mismo de la última cita de aquellos enamorados.

EL MOJÓN CON CARA

Hasta mediados del siglo XVIII la calle hoy denominada Republiquetas era de las más
apartadas y menos concurridas de vecindario que había en esta ciudad. Las viviendas
edificadas sobre ambas aceras no seguían una tras de otra sino con la breve separación de
solares vacíos separados de la vía pública por cercos de cuguchi o follaje de lavaplatos.
Hacia la primera cuadra y con frente a la acera norte de dicha calle, vivía por aquella
época una moza en la flor de la edad, bonita, graciosa y llena de todos los atractivos. Su
madre la mimaba y cuidaba más que a la niña de sus ojos, reservándola en mente para
quien la mereciera por el lado de los bienes de fortuna, la buena posición y la edad del
sereno juicio.

Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo que, aparte la buena
estampa y los desenvueltos ademanes, nada más tenía a la vista. Cuando la celosa mamá
se hubo dado cuenta de que el fulano rondaba a su joya viviente, redobló la vigilancia
sobre ésta, a extremos de no dejarla salir un paso. Pero el galán resultó tan enamorado
como paciente y tan firme como tenaz en conseguir el logro de sus ansiedades amorosas.
Desde por la mañana hasta por la noche, ahí se estaba en la esquina, plantado y enhiesto,
a la espera de que la amada asomase al corredor o siquiera a la puerta, para cambiar con
ella algún tiroteo de miradas o recibir la dulce rociada de una sonrisa.

Por aquellos felices tiempos del rey había en todas las esquinas recios troncos de cuchi, a
ras de las aceras, para proteger las casas de los encontrones de un carretón o servir de
señal para la línea de lo edificado. Se les daba corrientemente el nombre de mojones.

La mamá de la chica, oscilando entre el celo y el recelo, apenas veía allí al quidam,
despachaba su malhumor con esta frase:

-¡Ya está ahí ese mojón con cara!.

Ignorando del mote con que la presunta suegra quería burlarse de su constancia y firmeza,
el enamorado, en sus largas esperas, dio en la práctica de distraerse con el mojón, mudo
compañero de sus expectativas. Con el filoso trasao que llevaba al cinto, como todos los
galanes de su tiempo y condición, empezó a labrar el duro palo, con miras a darle en la
parte superior la forma de una cabeza humana. Como disponía de sobrado tiempo, hizo
en ello cuanto pudo.

Una madrugada de ésas, advirtió la mamá, con el natural sobresalto, que la niña había
desaparecido de la casa. Creyendo hallarla en palique con el aborrecido, corrió a la
esquina. Pero la mimosa no estaba allí, ni en la otra, ni en las demás esquinas, ni en parte
alguna de la ciudad. Paloma con ansias de volar, había alzado el vuelo con el palomo, la
noche anterior.

Pero quedaba en la esquina el mojón con la cara que la paciente mano del galán había
tallado en sus horas de amante espera.

Junto con la tradición, el verdadero "mojón con cara" se conservó en la esquina de


Republiquetas y René Moreno, hasta el año 1947. Un tractor de Obras Públicas que
raspaba la calle, lo arrancó y arrojó en donde nadie pudo saber más de él. Para reponerlo
el alcalde municipal de ese entonces, don Lorgio Serrate, mandó labrar y colocar uno
parecido. Es el que hoy se levanta allí, y que Dios le guarde de Obras Públicas y de
modernistas y vanguardistas.

El Jichi

Para explicar lo que es el jichi conviene ante todo tomar el sendero que conduce a los
tiempos de hace ñaupas y entrar en la cuenta, para este caso parcial, de cómo vivían los
antepasados de la estirpe terrícola, antiguos pobladores de la llanura. Gente de parvos
menesteres y no mayores alcances, la comarca que les servía de morada no les era muy
generosa, ni les brindaba fácilmente todos los bienes necesarios para su subsistencia.

Para hablar del principal de los elementos de vida, el agua no abundaba en la región. En la
estación seca se reducía y se presentaban días en que era dificultoso conseguirla. Así en
los campos de Grigotá, en la sierra de Chiquitos y en las dilatadas vegas circundantes de
ésta.

De ahí que aquellos primitivos aborígenes pusieron delicada atención en conservarla,


considerándola como un don de los poderes divinos, y hayan supuesto la existencia de un
ser sobrenatural encargado de su guarda. Este ser era el jichi.

Es mito compartido por mojos, chanés y chiquitos que este genius aquae paisano vivía
más que todo en los depósitos naturales del líquido elemento. Para tenerle satisfecho y
bien aquerenciado había que rendirle culto y tributarle ciertas ofrendas.

Los españoles del reciente aposentamiento en la tierra recogieron la versión y


consintieron en el mito, con poco o ningún reparo. Con mayor razón sus descendientes los
criollos, tan consustanciados con la tierra madre como los propios aborígenes, y máxime si
tienen en las venas algunas gotas de la sangre de éstos.

Como todo ser mítico zoomorfo, el jichi no pertenece a ninguna de las clases y especies
conocidas de animales terrestres o acuáticos. Medio culebra y medio saurio, según
sostienen los que se precian de entendidos, tiene el cuerpo delgado y oblongo y chato, de
apariencia gomosa y color hialino que le hace confundirse con las aguas en cuyo seno
mora. Tiene una larga, estrecha y flexible cola que ayuda los ágiles movimientos y cortas y
regordetas extremidades terminadas en uñas unidas por membranas.

Como vive en el fondo de lagunas, charcos y madrejones, es muy rara la vez que se deja
ver, y eso muy rápidamente y sólo desde que baja el crepúsculo.

No hay que hacer mal uso de las aguas, ni gastarlas en demasía, porque el jichi se resiente
y puede desaparecer. Item más: No se debe arrancar las plantas acuáticas que crecen en
su morada, de tarope para arriba, ni apartar los granículos de pochi que cubren su
superficie. Cuando esto se ha hecho, pese a las prohibiciones tradicionales, el líquido
empieza a mermar, y no para hasta agotarse. Ello significa que el jichi se ha marchado.

EL GUAJOJÓ

En lo prieto de la selva y cuando la noche ha cerrado del todo, suele oírse de repente un
sonido de larga como ondulante inflexión, agudo, vibrante, estremecedor. Se diría un
llanto, o más bien un gemido prolongado, que eleva el tono y la intensidad y se va
apagando lentamente como se apaga la vibración de una cuerda.

Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiéndole al ondular de lúgubres


pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice que han habido personas que
quedaron con la razón en mengua y punto menos que extraviadas.
Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que nombran de guajojó por
supuestos motivos de onomatopeya. Son pocos los que la han visto, y esos pocos no
aciertan a dar razones de cómo es y en donde anida. Refieren, eso sí, la leyenda que corre
acerca de ella y data de tiempo antañones.

Erase que se era una joven india bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu que
moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma tribu,
apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.

Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez consumado hechicero,
no hallando al mozo merecedor de su hija, resolvió acabar con el romance del modo más
fácil y expedito. Llamó al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en
donde le dio alevosa muerte.

Tras de experimentar la prolongada ausencia del amado, la indiecita cayó en las sospechas
y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver a casa con la dolorosa evidencia, increpó al
padre entre sollozo y sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido.

El viejo hechicero la transformó al instante en ave nocturna, para que nadie supiera lo
ocurrido. Pero la voz de la infortunada pasó a la garganta del ave, y a través de ésta siguió
en el inacabable lamento por la muerte del amado.

Tal es lo que referían los comarcanos sobre el origen del guajojó y su flébil canto de las
noches selváticas.

LAS SIETE CALLES


En el pequeño espacio que queda frente al mercado que la malicia pueblera ha dado en
llamar "mercadito de oro", convergen tres calles: Una, la Suárez de Figueroa, que va de
naciente a poniente; otra, la denominada Vallegrande, que se dirige de norte a sud, y la
tercera, Isabel la Católica, que corta a ambas en sentido diagonal, de noreste a sudoeste.
Apreciadas las tres en sus entradas y salidas, desde el espacio de frente al "mercadito", el
viandante ve, pues, seis calles. A pesar de ser sólo seis, todo el mundo conoce este lugar y
el barrio circundante con el nombre de "Siete Calles".

Aquí va el origen de la denominación.

Desde los tiempos del rey hasta bien entrada la república, eran siete, bien contadas. La
séptima arrancaba precisamente de donde es hoy el "mercadito de oro" e iba hacia el
sudoeste, casi paralelamente a la prolongación de Isabel la Católica. Pero un buen día de
esos, hace ya un siglo, el propietario de los terrenos situados a uno y otro lado de la
séptima tomó la heroica decisión de cerrar la calle, o más bien dicho callejón, que no era
más por entonces, para consolidar su propiedad y hacer que ésta, en vez de dos, partidas
a lo sesgo, fuera solamente una e indivisible. Se trataba de un señor con bastante dinero
en los bolsillos, muchas vinculaciones en la sociedad cruceña de la época y muy bien
ubicado en la política, como que era nada menos que gobiernista de los más decididos.

Sabida la noticia de que aquel señor había cerrado la calle en su provecho, sin importarle
una pitajaya ni un guapomó los derechos y necesidades del vecindario, el presidente
municipal -no había por entonces alcalde- se vio obligado a tomar las medidas del caso.
Pero como era también gobiernista y muy amigo del cerrador de calles, vio por
conveniente no hacer las cosas en persona. Mandó a su intendente que fuera al lugar,
observara lo hecho y finalmente resolviera lo que correspondía en justicia.

Dizque el tal intendente era hombre de poca sal en la mollera y, a más de eso, timorato y
siempre dispuesto a dar la razón a quien gritase más fuerte. Llegó al sitio del estropicio y
como para cerciorarse legalmente de lo ocurrido, para luego dar fe pública, empezó a
contar solemnemente, llevando el índice en dirección de cada una de las calles: Una, dos,
tres, cuatro, cinco, seis... Nada más que seis.

Llegó en eso el propietario, y con la ironía por delante y la firme decisión por detrás,
espetó al intendente:
-Seis no más, ¿no...? Tuve un maestro de escuela, allá en La Enconada, que me enseñó,
entre otras cosas, la siguiente: Que las cinco vocales son cuatro: a, e, i, o. No u porque
ésta es de los cucus y los sumurucucus... Te paso la lección a vos: Las siete calles son seis.
Contálas bien y andaíte a tu despacho. Y no volvás a meterte en camisa de once varas.

Dizque el intendente volvió con la lección aprendida, a más no poder. Y la pasó a su vez al
pueblo, como quien le enseña una verdad incontrastable: Las Siete Calles no son más que
seis...

LA VIUDITA

En otros países de la América española y en el nuestro, aparte del Oriente, se dice


simplemente "La Viuda", así en forma simple y sin afijos ni sufijos que añadan o quiten
magnitud, calidad y aprecio del sujeto, o, para decirlo más adecuadamente, la sujeta. Acá
decimos "La Viudita", no ciertamente con la intención de empequeñecerla o rebajarla,
sino como expresión de que, pese a todo, nos cae simpática y, por tal razón, nos place
nombrarla en diminutivo.

Para explicar lo que es, o más bien dicho lo que fue, pues hace tiempo dejó de mostrarse,
conviene manifestar que no era, acá entre nosotros, el ente horrorizante, pavoroso y fatal
de otras partes. Temido, sí, pero sólo de parte masculina, y entre ésta únicamente de
cierta y determinada casta: La de los tunantes de mala fe (porque los hay de buena) y los
que andan a la caza de deleites femeninos sin reparo de conciencia.

Dizque aparecía por acá y allá, siempre sola, a paso ligero y sutil y no antes de media
noche. Vestía de negro riguroso, faldas largas a la moda antigua, pero talle ajustado en el
busto, como para que resaltasen las prominencias pectorales. Llevaba en la cabeza un
mantón cuyo embozo le cubría la frente y aquello que podían ser orejas y carrillos.

Nadie le vio jamás la cara. Cuando encontraba con varón de los comprendidos en su
campo de acción, y el tal no resistía a sus tácitos encantos, ella aceptaba que la
acompañase y aun le permitía ciertas liberalidades táctiles. Pero si el apetente le buscaba
el rostro en la oscuridad, se oponía al intento con rápidos movimientos de cabeza o
extendiendo los pliegues del mantón.

Hubiera o no convenio de ir adelante, era ella y no él quien señalaba el rumbo, con sólo
dar dirección a los pasos. La despaciosa marcha concluía invariablemente en las afueras de
lo entonces poblado, y había parajes por los que, al parecer, tenía predilección: Las
soledades del Tao, el islerío de la pampa del Lazareto, La Poza de las Antas y la cerrazón de
las riberas del Río Nuevo.

Llevado allí el pecador y presunto conquistador, la viudita se revelaba en su verdadera


esencia y actuaba según sus miras. Nada de horrores, desde luego, y nada de atrocidades
fantasmales. Simplemente que el quidam, en estado de alucinación, creyendo ser
introducido en edenes o en acogedoras estancias, lo era en rincones precisamente
contrarios, empujado por la Viudita que seguidamente desaparecía sin dejar rastro.

Cuando ya en las vecindades del día el malaventurado recuperaba el conocimiento, ahí


estaba la punzante, pringosa e ignominiosa realidad. Lo que había visto como suntuosa
sala no era sino envedijada ramazón llena de espinas, si es que no matorral de pica-picas
con frisas y cenefas de garabatás. Si sobre mullidos colchones y bajo sedeños cobertores
había creído acostarse, se encontraba tirado en un barrial y entre aguas no por cierto
perfumadas.

¡Ah, condenada Viudita!.

Menos mal que aparte de la burla oprobiosa (pero aleccionadora) ningún otro daño le
había inferido.
LA CRUZ DEL DIABLO

Sea perdonada la osadía de quién esto escribe al tomar el título de una de las más
hermosas leyendas de Bécquer, para encabezar la que seguidamente se refiere. Como
verá el paciente lector, y ello va en desagravio del Gran Romántico, la sustancia de esta
crónica difiere en un todo de aquélla, y el pecado, previa y espontáneamente confesado,
sólo estriba en la adopción del titulo. Por lo demás, asiste razón al recolector de
antiguallas locales para decidirse por la diabólica denominación.

Hecha la advertencia, habría convenido talvez insistir en la poco irreverente incursión,


reproduciendo el epígrafe de la leyenda becqueriana en aquello de "Que lo creas o no, me
importa poco", etc. Esto para manifestar la originalidad del cuento y su reproducción por
cuenta y riesgo del narrador. Releva de ello al escribiente la circunstancia de que suceso y
personajes están enraizados en la tradición popular, de donde los recogió, y que de uno y
otro se han ocupado en sendos escritos, cronistas paisanos como Durán Canelas, Ramírez
y Ramón Clouzet, entre los que por el momento recordamos.

Quien ha penetrado más en el asunto ha sido el animoso folklorista Alejo Melgar Chávez,
que tanto y tansabrosamente tiene escrito sobre casos y cosas del pueblo. Escarbando con
curiosidad y donosura en la tradición y haciéndose eco de ella aun en sus más privados
apartijos. Alejo ha llegado a reconstruir la vida del protagonista, al punto de dar cuenta de
los más de sus hechos y singularmente del lance que le dio la nombradía.
LA CASA SANTA

En la esquina formada por las calles Charcas y Campero y con frente principal sobre la
primera levántase una vieja edificación que es conocida en el pueblo con la curiosa y
sugestiva denominación de "La Casa Santa". Construida al parecer hacia la segunda mitad
del siglo pasado, conserva hasta hoy lo más sustancial del estilo característico de la
antigua vivienda cruceña: Paredes lisas, alta techumbre, puertas de cuatro manos,
ventanas con balaústres de madera y espacioso porche sostenido por columnas de
ladrillo. Parte de su largo frente ha sido "modernizado" ha pocos años, demoliéndose las
columnas que sostenían el porche y reduciendo este a la condición de un alero chato. A
pesar del atentado, queda en pie todavía una buena porción de su exterior primitivo.

Según refieren viejas consejas, esta casona tuvo la poco envidiable fortuna de que se
adueñaran de su recinto bultos, fantasmas y seres de la otra vida, apenas su edificación
fue terminada. Desde que se instalaron en ella los propietarios, dizque empezó una de
ruidos, ayes y otras manifestaciones de lo sobrenatural, más tétricas aún, que obligaron a
aquellos a abandonarla. Igual suerte corrieron inquilinos que vinieron sucesivamente.

Con el transcurso del tiempo la casona ganó fama de inhabitable, y ni el más guapetón de
los cruceños de entonces fue osado de ir a aposentarse allí, por mucho que el canon de
alquiler fuese disminuyendo, a medida que los ocupantes intrusos crecían en insolencia. A
tales extremos llegó ésta que dieron en espantar aun por fuera de los muros de su
sombrío habitáculo. En lo cerrado de la noche los vecinos oían sordos rechinos y confusos
estridores, que suscitaban largos aullidos de perros en varias cuadras a la redonda. Más de
un solitario viandante nocturno que pasó por la esquina sintió como algo le trababa los
pies o, pero aún, alguien le tomaba por el cuello de la chaqueta y le sacudía hórridamente.
Llegó en eso a la ciudad un gringo de recia estampa, fornidos miembros y pinta de
corajudo. Tomó la casa en alquiler y fue a ocuparla seguidamente, llevando consigo a un
arriero cochabambino y un montón de valijas y petacas de ignoto contenido. Entre las
razones que adujo para haberse decidido por la casa, cuya siniestra nombradía ignoraba, y
no por el hotel sito en la plaza principal, fue la más convincente la de que en tal hotel
abundaban los bebedores, bulliciosos y poco bien educados.

El Farol de la Otra Vida

Desde que alguien lo vio por primera vez, y esto fue hacia el primer tercio del extinto siglo,
hasta que todos consintieron en que había dejado de hacerse ver, allá entre la primera y la
segunda décadas del siglo pronto a extinguirse, el llamado "Farol de la otra Vida" fue
materia de testimonios a cual más fehaciente y objeto de comentarios a cual más
conmovedor.

Se trataba de un farol como cualquier otro de los que en aquella época se utilizaban ara
caminar de noche por estas calles de Dios privadas de toda lumbre, como no fuese la de
luna en su fase benéfica. Pero no llevado por manos de cristiano en actual existencia, a
juzgar por la forma como discurría y el profundo silencio que reinaba a su paso.

Cuando la última campanada del reloj de la catedral había anunciado la media noche, el
farol fantasma, o lo que sea, empezaba a hacerse ver en esta o aquellas calles de la ciudad
dormida. Era del tamaño corriente, y dejaba advertir a través de sus vidrios una
parpadeante llamita de vela que bien pudo ser de sebo o bien se cera. Se deslizaba por
debajo de los corredores, a la altura y en disposición de si fuese llevado por cualquier
persona, pero como si ésta anduviese muy paso a paso, con suma dificultad y
deteniéndose aquí y allá por instantes.

No tenía trayecto definido, pues unas veces era visto en una calle y otras en calle distinta.
No obstante, quienes lograron mejor expectación, aseguraban que salía de los trasfondos
de la Capilla (huerta de la casa parroquial de Jesús Nazareno), iba por acá o por allá y ya
cerca del amanecer volvía allí, si es que no se esfumaba repentinamente en algún rincón.

A diferencia de otras apariciones de más allá de la tumba, ni traía consigo rumor alguno, ni
suscitaba que se produjesen en su derredor. Ningún aullido de perros se dejaba oír y
asimismo ningún gañido de lechuza.

Que espantaba y empavorecía, no es necesario decirlo. Algunos al columbrarlo de lejos y


de repente, echaban a correr sin freno. Se contaban entre éstos los juerguistas, los mal
inclinados y los trasnochadores con propósitos vedados. Otros aguardaban a que se
aproximase un poco, entre ellos algún valentón y algún curioso de los que no faltan. Pero
aún éstos concluían por esquivarla, haciéndose cruces, y echar la carrera.

Corría la voz de que los buenos, los justos y los de conciencia limpia podían muy bien
encontrarlo, sin que nada malo les ocurriese. Pero nadie de los tenidos por tales se animó
a hacer la prueba, seguramente porque algo de sus adentros les advertía que no eran de
los llamados.

Dizque una vez cierta beata con fama de virtuosa, que madrugaba más de la cuenta para ir
a misa, advirtió de improviso que el farol discurría a corta distancia de ella. Se detuvo ahí
mismo aterrorizada y respetuosa, diose a balbucear un padre nuestro por las almas del
purgatorio y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el farol había desaparecido.

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