0% encontró este documento útil (0 votos)
87 vistas263 páginas

Document

El documento presenta una introducción al enfoque relacional en el estudio de la salud colectiva, destacando la importancia de los sujetos, saberes y estructuras en la atención de los padecimientos. A través de varios capítulos, se abordan temas como la biomedicina, la autoatención, la epidemiología sociocultural y la participación social en salud. La obra se enmarca dentro de la colección Cuadernos del ISCo y es una contribución significativa a la antropología médica en Latinoamérica.

Cargado por

msabatella
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
87 vistas263 páginas

Document

El documento presenta una introducción al enfoque relacional en el estudio de la salud colectiva, destacando la importancia de los sujetos, saberes y estructuras en la atención de los padecimientos. A través de varios capítulos, se abordan temas como la biomedicina, la autoatención, la epidemiología sociocultural y la participación social en salud. La obra se enmarca dentro de la colección Cuadernos del ISCo y es una contribución significativa a la antropología médica en Latinoamérica.

Cargado por

msabatella
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 263

SERIE SALUD COLECTIVA Estrategias de consumo: qué comen los SERIE CLÁSICOS

argentinos que comen


El médico y la medicina: autonomía Patricia Aguirre, 2023 Política sanitaria argentina
y vínculos de confianza en la práctica Ramón Carrillo, 2018
profesional del siglo XX La planificación en el laberinto: un viaje
Lilia Blima Schraiber, 2019 hermenéutico Medicina del trabajo al servicio de los
Rosana Onocko Campos, 2023 trabajadores
Gobernantes y gestores: las capacidades de Instituto de Medicina del Trabajo, 2019
gobierno a través de narrativas, puntos de El recreo de la infancia: Argumentos para
vista y representaciones otro comienzo Geopolítica del hambre: Ensayo sobre los
Hugo Spinelli, Jorge Arakaki, Leonardo Eduardo Bustelo, 2023 problemas de la alimentación y la población
Federico, 2019 del mundo
De hierro y flexibles: Marcas del Estado Josué de Castro, 2019
Morir de alcohol: saber y hegemonía médica empresario y consecuencias de la
Eduardo L. Menéndez, 2020 privatización en la subjetividad obrera La salud mental en China
Maria Cecília de Souza Minayo, 2023 Gregorio Bermann, 2020
Violencia obstétrica en América Lati- La enfermedad: Sufrimiento, diferencia,
Dispositivos institucionales: Democracia
na: conceptualización, experiencias, y autoritarismo en los problemas peligro, señal, estímulo
medición y estrategias institucionales Giovanni Berlinguer, 2022
Patrizia Quattrocchi, Natalia Mag- Gregorio Kaminsky, 2023
Natural, racional, social: razón médica y
none (comp.), 2020 Pensamiento estratégico y lógica de racionalidad científica moderna
Pensar en salud programación: El caso salud Madel T. Luz, 2022
Matio Testa, 2020 Mario Testa, 2023
Hospitalismo
Adiós, señor presidente Epidemiología en la pospandemia: De una Florencio Escardó, Eva Giberti, 2022
Carlos Matus, 2020 ciencia tímida a una ciencia emergente
Historia y sociología de la medicina:
Naomar de Almeida Filho, 2023
Método Paideia: análisis y cogestión de selecciones
colectivos Trabajo, producción de cuidado y Henry E. Sigerist, 2024
Gastão Wagner de Sousa Campos, 2021 subjetividad en salud
Teoría socialy salud
Túlio Batista Franco, Emerson Elias
Gestión en salud: en defensa de la vida Floreal Antonio Ferrara, 2024
Merhy, 2023
Gastão Wagner de Sousa Campos, 2021
Teoría social y salud
Desafíos para la salud colectiva en el siglo
Roberto Castro, 2023 SERIE TRAYECTORIAS
XXI
Jairnilson Silva Paim, 2021 Participación social, ¿para qué? Vida de sanitarista
Eduardo L. Menéndez, Mario Hamilton, 2021
Estado sin ciudadanos: seguridad social en
Hugo Spinelli, 2024
América Latina
Sonia Fleury, 2021 Los discursos y los hechos: Pragmatismo
capitalista, teoricismos y socialismos SERIE DIDÁCTICA
Teoría del juego social
distantes
Carlos Matus, 2021 Teorías dominantes y alternativas en
Eduardo L. Menéndez, 2024
epidemiología
La salud persecutoria: los límites de la
Acerca del riesgo: Para comprender la Marcelo Luis Urquía, 2019
responsabilidad
epidemiología
Luis David Castiel, Carlos Álvarez- Método Altadir de planificación popular
José Ricardo de Carvalho Mesquita
Dardet, 2021 Carlos Matus, 2021
Ayres, 2024
Salud: cartografía del trabajo vivo Búsqueda bibliográfica: Cómo repensar las
Locos y degenerados: Una genealogía de la
Emerson Elias Merhy, 2021 formas de buscar, recopilar y analizar la
psiquiatría ampliada
producción científica escrita
Sentirjugarhacerpensar: la acción en el Sandra Caponi, 2024
Viviana Martinovich, 2022
campo de la salud
Salud sexual y reproductiva y
Hugo Spinelli, 2022 pensar-escribir-pensar: Apuntes para
vulnerabilidad estructural en América
facilitar la escritura académica
Saber en salud: La construcción del Latina: Contribuciones de la antropología
Martín Domecq, 2022
conocimiento médica crítica
Mario Testa, 2022 Rubén Muñoz Martínez, Paola María Investigación social: Teoría, método y
Sesia, 2024 creatividad
El líder sin estado mayor: la oficina del
Maria Cecília de Souza Minayo
gobernante Meningitis: ¿una enfermedad bajo censura?
(organizadora), Suely Ferreira
Carlos Matus, 2022 Rita Barradas Barata, 2024
Deslandes, Romeu Gomes, 2023
La historia de la salud y la enfermedad Como se vive se muere: Familia, redes
Introducción a la epidemiología
interpelada: Latinoamérica y España (siglos sociales y muerte infantil
Naomar de Almeida Filho, Maria Zélia
XIX-XXI) Mario Bronfman, 2024
Rouquayrol, 2023
Gustavo Vallejo, Marisa Miranda,
Nuevas reglas de juego para la atención
Adriana Álvarez, Adrián Carbonetti,
médica en la Argentina: ¿Quién será el
María Silvia Di Liscia, 2022
árbitro? SERIE INFORMES TÉCNICOS
Precariedades del exceso: Información y Susana Belmartino, 2024
comunicación en salud colectiva Salud en cárceles: Informe de auditoría
Historias comparadas de la profesión de la situación sanitaria en el Servicio
Luis David Castiel, Paulo Roberto
médica: Argentina y EEUU Penitenciario Bonaerense, 2013-2014
Vasconcellos-Silva, 2022
Susana Belmartino, 2024 Instituto de Salud Colectiva, 2020
De sujetos, saberes y estructuras
Introducción al enfoque relacional
en el estudio de la salud colectiva

Eduardo L. Menéndez

Secretaría de Investigación y Posgrado


Ficha de catalogación
Menéndez, Eduardo L.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
De sujetos, saberes y estructuras : introducción al enfoque relacional en el estudio de la
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
salud colectiva : de sujetos, saberes y estructuras : introducción al enfoque relacional en el
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
estudio de la salud colectiva / Eduardo L. Menéndez. - 1a ed. - Remedios de Escalada : De la
xxxxxxxxxxxxxxxxxx
UNLa - Universidad Nacional de Lanús, 2025.
Libro digital, PDF - (Cuadernos del ISCo / Spinelli, Hugo, ; 54)
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Archivo Digital: descarga y online
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
ISBN 978-987-8926-81-0
xxxxxxxxxx
1. Antropología Medica. 2. Atención a la Salud. 3. Antropología Social. I. Título.
CDD 301

Colección Cuadernos del ISCo


Serie Salud Colectiva

Dirección científica: Hugo Spinelli


Dirección editorial: Viviana Martinovich
Edición ejecutiva: Carina Pérez, Jorge Arakaki, Mariano Vigo Deandreis
Coordinación editorial de esta obra: Ana Lucía Olmos Álvarez
Ilustración de tapa e interiores: Francescoch
Digitalización del texto: Guillermo Eisenacht
Corrección de estilo: Laura D. Forni
Diagramación: Martín Azcurra

Edición 2015, Lugar Editorial

© 2025, EDUNLa Cooperativa

ISBN 978-987-8926-81-0
DOI 10.18294/CI.9789878926810

La edición de este libro fue financiada por la Universidad Nacional de Lanús a partir de la Resolución SPU
329/23 y su rectificatoria SPU 394/23 que aprueban y asignan los fondos otorgados por el Programa de
Doctorados, de la Dirección Nacional de Programas de Ciencia y Vinculación Tecnológica (DNPCyVT), de la
Secretaría de Políticas Universitarias (SPU) del Ministerio de Educación de la Nación, 2023.

EDUNLa Cooperativa
Edificio “José Hernández”
29 de Septiembre 3901, B1826GLC Remedios de Escalada, Buenos Aires, Argentina
Teléfono: (54-11) 5533-5600 int. 5727. edunla@unla.edu.ar

Instituto de Salud Colectiva


Edificio “Leonardo Werthein”
29 de Septiembre 3901, B1826GLC Remedios de Escalada, Buenos Aires, Argentina
Teléfono: (54-11) 5533-5600 int. 5958. http://cuadernosdelisco.unla.edu.ar

Esta obra está bajo licencia internacional Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0.
Las y los autores conservan sus derechos autorales y les permiten a otras personas copiar y distribuir su obra
siempre y cuando reconozcan la correspondiente autoría y no se utilice la obra con fines comerciales.
Para Josep María Comelles y Oriol Romani, con quienes he compartido desde hace
casi 25 años no solo conocimientos, obsesiones y esperanzas, sino también una cons-
tante relación de amistad.

Supongo que volveré a ser sensata cuando me haya acostumbrado a todo


esto. Ayer pensaba en estas palabras. Acostumbrarnos a ello quiere decir ¿es
esto la vida? ¿Acostumbrarse a cosas que son realmente intolerables?

(D. Lessing, 2007, p. 464)

Hay muchas distorsiones, pero las personas se degradan más o menos según
sus coeficientes de resistencia, de acuerdo con su capacidad de involucrarse
en proyectos que los distinguen del deterioro dominante, y eso ocurre aun
cuando los objetivos posibles que son llevados a la práctica, son muy redu-
cidos y parciales

(G. Wagner de Sousa Campos, 2001, p. 29)


Eduardo L. Menéndez

Es doctor en Ciencias Antropológicas, investigador y profesor


emérito del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en
Antropología Social (CIESAS) de México y coordinador del Se-
minario Permanente de Antropología Médica (SPAM). Recibió el
título de Doctor Honoris Causa por la Universitat Rovira i Virgi-
li de Tarragona, España (2009); por la Universidad Nacional de
Rosario (2015) y por la Universidad Nacional de Lanús (2023),
ambas de Argentina. Su trayectoria de investigación se centra
en la epidemiología cultural y el proceso de salud, enfermedad
y atención; el desarrollo teórico de los materiales etnográficos; el
alcoholismo y las relaciones con la violencia en México, así como
la problemática de la antropología del siglo XX. Su prolífica pro-
ducción de artículos, capítulos y libros lo consagran como uno
de los principales exponentes de la antropología médica de Lati-
noamérica. Entre los libros publicados en Cuadernos del ISCo se
encuentran: Morir de alcohol: saber y hegemonía médica (2020) y, en-
tre sus artículos publicados en la revista científica Salud Colectiva,
se destacan “El modelo médico y la salud de los trabajadores” (2005);
“De racismos, esterilizaciones y algunos otros olvidos de la antropolo-
gía y la epidemiología mexicanas” (2009); “Modelo médico hegemóni-
co: tendencias posibles y tendencias más o menos imaginarias” (2020);
“Consecuencias, visibilizaciones y negaciones de una pandemia: los pro-
cesos de autoatención” (2020); “Orígenes y desarrollo de la medicina
tradicional: una cuestión ideológica” (2022); “De los usos pragmáticos
de la medicina tradicional por parte del sector salud a las exclusiones
ideológicas de las orientaciones antropológicas: el caso mexicano (1930-
2022)” (2022); “De omisiones especializadas: la biomedicina como parte
intrínseca de la vida de los pueblos originarios” (2023)”, entre otros.
Índice

Presentación: Algunas palabras sobre Eduardo I


Joan Luis Sariego Rodríguez

Introducción 1

Capítulo 1. Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos: De


exclusiones ideológicas y de articulaciones prácticas 3
Los conjuntos sociales como eje de la atención de los padecimientos 6
Biomedicina: algunos rasgos y limitaciones 12
Autoatención como proceso estructural 25
La biomedicina como generadora de autoatención 33
De algunas articulaciones posibles 39

Capítulo 2. Estilos de vida, riesgo y construcción social 43


Trayectorias y posibilidades iniciales 45
Convergencias, diferencias e incompatibilidades 52
Causalidad, riesgos y niveles de análisis 58
Las funciones de la ahistoricidad 64
Cultura y estilo de vida: algunos pormenores 69
Estilo de vida y clases sociales 73
Causas estructurales y riesgos individuales 79
Saber profesional y saber popular: ¿Qué es prevención? 83
Últimas consideraciones 89

Capítulo 3. Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 93


La venganza de sangre como problema epidemiológico 95
Algunas afirmaciones y varias propuestas 102
Modelos, experiencias y otras desventuras 107
Los peligros del olvido 115
Críticas mutuas 117
La epidemiología del alcoholismo: epistemología y sentido común 122
La necesaria búsqueda de complementaciones 127
Esquizofrenias metodológicas 133

Capítulo 4. Participación social como realidad técnica y como imaginario social 137
Una esquemática trayectoria de la participación social 138
La construcción teórico/práctica de un concepto 142
La polivalencia de la participación social 151
Participación social en salud: las representaciones y las prácticas 156
Las tendencias asistenciales de lo cotidiano 167
Microgrupos, comunidades, clases sociales: autonomía, dependencia o articulación 174
Discontinuidades e imaginarios 182
Capítulo 5 185
Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 185
¿De qué relaciones sociales hablamos? 187
Lo que no se busca no se encuentra 199
La constante reaparición de lo negado 209
Los rituales efímeros 214
¿Por qué las relaciones sociales son buenas para la salud? 223
De cómo pensamos la realidad 228

Bibliografía  235
Presentación: Algunas palabras sobre
Eduardo

Joan Luis Sariego Rodríguez

Quiero antes que nada decir que, aunque no me considero experto en la trayec-
toria académica de Eduardo Menéndez, no pude por menos de decir que sí cuando
me invitaron a participar con unas breves palabras en el homenaje realizado por
el Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas).
Acepté porque creo que debíamos hacernos eco del merecido reconocimiento que
la Universitat Rovira i Virgili le brindó el pasado mes de mayo en Tarragona, España,
al otorgarle el doctorado honoris causa. Lo hice, desde luego, porque creo que la
antropología mexicana le debe mucho a Eduardo y porque considero que esta no
podría hoy pensarse sin tomar en cuenta las múltiples aportaciones que él ha hecho
a los debates en torno a los procesos de salud y enfermedad, así como a los temas de
cultura e ideología. Pero, sobre todo, acepté la invitación porque mantengo con él
viejos lazos de amistad y yo diría que hasta de complicidad; lazos, que, a pesar de las
distancias geográficas con las que la vida nos ha separado, siempre han permanecido
firmes y vivos.
A él me une, en primer lugar –en el tiempo, y desde que lo conocí hace cerca de
30 años– un lazo de paisanaje y origen étnico, porque los dos llevamos en el cuerpo
sangre asturiana del norte de España. Recuerdo, en efecto, que en mis primeros
encuentros con Eduardo me confesó que provenía, por sus orígenes paternos, del
pueblo de Perlín, cerca de Trubia, Asturias, muy cerca de donde yo nací. Más me sor-
prendí aún cuando pude reconocer una de sus muchas sabidurías, poco conocida,
por cierto: la de saber conversar con naturalidad y pertinencia la lengua bable que
ambos aprendimos de nuestros padres. Bastó ese gesto para darme cuenta después
que Eduardo, como muchos otros descendientes y exiliados de origen asturiano, era
un hombre apasionado en sus convicciones y espacialmente ubicuo.
Su ubicuidad tiene sin duda que ver con su condición de transterrado a partir de
los horrores del Proceso Militar de la Argentina desde mediados de la década de 1970
hasta principios de la siguiente, pero, sobre todo, habla de la realidad de alguien que
ha sabido estar en muchas partes del mundo y e todas ellas dejar huella.
Me atrevo a pensar que la más reconocible de esas huellas es la de su figura y
su personalidad indiscutibles como maestro, en todo el sentido y con toda la carga
de significaciones que este término debería de tener entre nosotros. Maestro es el
que enseña conocimientos, el que difunde la cultura, pero sobre todo, en el caso de
Eduardo el que enseña a saber pensar, a ser crítico, a no dejarse obnubilar por las

Presentación I
modas académicas del momento y a entender la antropología como una tradición
del conocimiento donde uno recupera el pasado de muchos autores –y Eduardo
ha reconocido públicamente su deuda histórica, entre otros, con Durkheim, Lévi-
Strauss, Gramsci, Goffman, De Martino y otros muchos más–, pero, al mismo
tiempo, en donde uno está obligado a repensar y recrear la teoría a partir de su
propia experiencia histórica.
Esta imagen de Eduardo, como un maestro, me viene a la memoria cuando
recuerdo la vez en que lo conocí, a mediados de la década de 1970. Estaba enfundado
en una bata blanca, mitad de médico y mitad de antropólogo, e impartía sus cursos
en la Escuela de Salud Pública de México. Después lo escuché varias veces en semi-
narios del Ciesas (Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología
Social, entonces CISINAH, Centro de Investigaciones Superiores del Instituto
Nacional de Antropología e Historia) hablar de los procesos de la salud, enfermedad
y atención y del punto de vista que sobre ellos puede tener un antropólogo, a partir
de la aplicación crítica de conceptos como cultura, ideología, hegemonía, prácticas y
relaciones sociales, lo que desembocaba en un cuestionamiento a lo que Eduardo ha
llamado el modelo médico hegemónico. De ese quehacer surgirían sus primeros alumnos
en México, muchos de ellos en la frontera entre la medicina y la antropología.
Años más tarde, logré convencerlo para que abriera en la Maestría de Antropo-
logía Social de la ENAH (Escuela Nacional de Antropología e Historia) un taller de
antropología médica, probablemente el primer espacio escolar en México donde,
gracias al empeño de Eduardo, esta rama de nuestra disciplina adquirió carta de
ciudadanía dentro de un programa de formación de antropólogos, a nivel de pos-
grado. Ahí fue donde empecé a darme cuenta de una de las cosas que a mí siempre
me han admirado de Eduardo: su espíritu crítico que siempre lo lleva a cuestionar lo
que parece evidente. Recuerdo que, en uno de aquellos días, Eduardo estaba dando
una clase en la que revisaba con los alumnos sus proyectos de tesis y yo, desde mi
despacho, oía su voz firme, recia y la escucha de los alumnos. A la salida de la clase
le pregunté si había tenido algún problema con ellos. Me dijo muy tranquilo que esa
era su manera de enseñar, hacer que los alumnos comenzaran por poner en duda las
definiciones, categorías y conceptos que les parecían evidentes. Este modo socrático
de enseñar, aprender e investigar, creo ha sido, en muchos momentos de su historia
académica, el estilo de Eduardo de hacer antropología.
Después, tuve oportunidad de visitar su país natal y comprobar que, antes de que
lo conociéramos en México, Eduardo ya había fundado una escuela del pensamiento
antropológico. Sus alumnos así lo reconocían, y todos ellos añoraban su presencia en
las aulas de la Universidad Nacional de La Plata y de la Universidad de Buenos Aires.
Algo similar me sucedió años más tarde, cuando con ocasión de una corta
estancia académica en el Departamento de Antropología de la Universitat Rovira i
Virgili, no tardé en darme cuenta de que allí todo el mundo lo conocía y que muchos
de los profesores de ese departamento se ufanaban de estar al día con las teorías de
Eduardo y presumían de contar con sus libros, como efectivamente comprobé al
dar una rápida ojeada a sus libreros. De forma indirecta he sabido que otros más
alumnos y discípulos de Eduardo andan dispersos por todo el mundo y que su

II De sujetos, saberes y estructuras


influencia académica ha sido determinante en muchos de los jóvenes antropólogos
médicos en España, México, Argentina, Italia y de muchos otros países de América
Latina.
Tras un tiempo en que, por la distancia geográfica, dejé de ver a Eduardo, de
nuevo hace unos años tuve oportunidad de reencontrarlo cuando, gustoso y
generoso, aceptó venir a Chihuahua a darnos un curso en la Maestría de Antropo-
logía Social. En esa ocasión, me admiré al ver con qué dominio del oficio ejerció
su vocación de maestro al pedirme, con mucha antelación, detalles precisos de las
trayectorias de los estudiantes, a los que cautivó por la convicción y la pasión con las
que suele exponer sus teorías.
En ocasión de esta visita a Chihuahua, Eduardo fue generoso conmigo al querer
acompañarme a la Sierra Tarahumara, aprovechando que yo tenía que entrevistarme
con un grupo de ejidatarios rarámuri. Pido hoy públicamente disculpas, Eduardo,
por haberte hecho sufrir en carne propia los largos y tortuosos caminos de la Sierra
de Chihuahua, pero quiero al mismo tiempo decirte que para mí fue un honor
tenerte al lado en aquella coyuntura porque, como tú dirías, representaste para mí
un control epistemológico, una garantía de confiabilidad metodológica de esas que
tanto necesitamos a la hora de hacer trabajo de campo. Callado pero curioso, res-
petuoso y sumamente reflexivo, Eduardo escuchaba atentamente a los tarahumaras
de San Ignacio de Arareko reunidos en asamblea y, a través de sus gestos y de su
expresión corpórea, transmitía esa empatía hacia el Otro que caracteriza a los antro-
pólogos de oficio como él.
El hecho de que Eduardo haya sido para muchos de nosotros un gran maestro
no solo se debe a su estilo pedagógico, que convence y apasiona, sino sobre todo al
enorme y sólido bagaje de conocimientos que transmite.
Para él, su campo predilecto es la antropología médica o, más específicamente,
el estudio de los procesos de salud, enfermedad y cura. En una ocasión, me acuerdo
que me explicó el porqué de esa preferencia, al hacerme entender que los hechos que
tienen que ver con la enfermedad y la salud atraviesan a todos los grupos sociales,
clases, etnias, géneros y estratos. También me dijo algo así como que la vida, y por
ende la muerte, son un sustrato primario que subyace a toda forma de existencia
más allá de cualquier diferencia social.
El propio Eduardo es enfático en sus textos al destacar el carácter de hecho total,
en términos de Durkheim, que la salud-enfermedad y cura tienen en el ámbito de
la sociedad. En sus propias palabras, “la enfermedad, los padecimientos, los daños a
la salud constituyen algunos de los hechos más frecuentes, recurrentes, continuos e
inevitables que afectan a la vida cotidiana de los sujetos” y, por otra parte y como él
mismo dice, “el proceso de salud/enfermedad/atención ha sido y sigue siendo una
de las áreas de la vida colectiva donde se estructuran la mayor cantidad de simboli-
zaciones y representaciones en todas las sociedades, incluidas las sociedades actuales

Presentación III
de mayor desarrollo socioeconómico”1. Los padecimientos, dirá Eduardo, son metá-
foras y síntomas de una sociedad en cada uno de los momentos de su historia.
Desde estos postulados, Eduardo lleva más de treinta años ofreciéndonos
estudios originales y cada vez más sólidos y profundos sobre temas como el proceso
de alcoholización y los modelos médicos, la autoatención y la participación social
en la salud. Todas esas obras conforman ya un corpus de conocimientos del que
podríamos decir que vino a romper con un cierto provincialismo predominante
en la antropología médica mexicana hasta antes de la presencia de Eduardo. En
nuestro país, yo me atrevería a decir que él vino a sacar esta disciplina de su casi
exclusiva obsesión por el tema de las etnomedicinas –tema que, por lo demás, nunca
está ausente de las preocupaciones de Eduardo–, logrando reposicionarla, a ella y
a sus especialistas, en el centro de debates sobre los grandes problemas de la salud
nacional, planteando una visión sumamente crítica frente a la epidemiología dura
y las tendencias salubristas. En suma, hoy creo que podemos decir que, gracias a
Eduardo, la antropología médica mexicana tiene muchas más ambiciones temá-
ticas, teóricas y metodológicas de las que tenía hace tres décadas, se hace eco de
los debates internacionales sobre sus temas de estudio y ha adquirido un merecido
reconocimiento fuera del país.
Decir que Eduardo es uno de los grandes antropólogos médicos es referirse solo a
una parte de su trayectoria académica, el resto sería afirmar simple y llanamente que
Eduardo es un gran antropólogo. Porque, cuando uno lo lee, tiene la impresión de
estar frente a uno de los pocos antropólogos de nuestro entorno, que aún conserva
y mantiene una visión global y holista de la antropología, transitando sin dificultad y
con soltura en la enmarañada selva histórica del pensamiento antropológico desde
los tiempos remotos del evolucionismo hasta las candentes polémicas de nuestros
días en torno a la cultura, la estructura social o la perspectiva del actor. En sus obras
son constantes las referencias a autores clásicos como Durkheim, Frobenius, Mali-
nowski, Margaret Mead, Nadel, pero también son recurrentes las citas de Foucault,
Braudillard, Lévi-Strauss, Geertz, Ruth Benedict, Foster, Hallowell, Ralph Linton,
Merton, así como de Warman, Bonfil Batalla, Julio de la Fuente y un sinfín de antro-
pólogos médicos del más variado origen académico y nacional. Francamente, me
impresiona darme cuenta, cuando leo a Eduardo, de cómo alguien puede circular,
al mismo tiempo y sin provocar colisiones, por tantos carriles y veredas del saber
antropológico, relacionando de forma dinámica autores, escuelas, teorías y métodos.
No quiero ni imaginar las horas de trabajo, asimilación y reflexión que hay detrás
de este enorme bagaje de conocimientos, pero es evidente que sus textos reflejan la
visión de alguien que no se deja engatusar con las modas en boga, que no se des-
lumbra ante la última novedad bibliográfica y, sobre todo, que entiende la antro-
pología como una tradición del conocimiento en la que los ires y venires no deben
hacernos olvidar que existe, aunque de forma contradictoria y dialéctica, una conti-
nuidad no exenta, desde luego, de polémicas y diatribas.

1
Citas tomadas de Eduardo Menéndez, La parte negada de la cultura. Relativismo, diferencias y racis-
mo, Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2002, pp. 309 y 311.

IV De sujetos, saberes y estructuras


Así que, quienes pretendan ver en la obra de Eduardo una voz aislada e inconexa
de la tradición antropológica están confundidos. Encontrarán en sus textos algo
así como lo que él denomina un modo relacional de hacer antropología, en el que
ningún concepto, ninguna teoría y ninguna aproximación metodológica tiene
sentido y explicación sin tomar en cuenta la arqueología y el devenir del saber, lo
que nos obliga a aceptar, con la misma humildad y nobleza con la que él lo hace, que
la ciencia, y la antropología en particular, es un saber construido socialmente a lo
largo de una tradición. Es por ello que a Eduardo le gusta hablar de los autores que
le hicieron mella y le sirvieron de fuente de inspiración, y es por ello también que
acercarse a la obra de Eduardo exige del lector la osadía de querer a cada momento
contrastar cualquier nuevo hallazgo teórico con el amplio e histórico bagaje del
saber antropológico.
Estoy por ello convencido de que aunque a Eduardo se le conozca fundamental-
mente como un antropólogo médico, en realidad nos encontramos ante alguien que
es, nada más y nada menos, que un antropólogo a secas, uno de los raros casos en
la especie profesional de la antropología en los que la especialización y la fragmen-
tación de los saberes no ha hecho mella, o como dirían los sociólogos franceses del
trabajo, un obrero profesional de la antropología que no ha perdido la destreza y la
habilidad para conjugar saberes y conocimientos que para la mayoría de nosotros
se encuentran ya dispersos, atomizados, desarticulados y desigualmente repartidos.
Pienso incluso que para Eduardo los temas de la salud, la enfermedad y la
atención curativa son solo el principal motivo y quizá son solo una excusa para llegar
a construir todo un sistema explicativo de una envergadura y de una complejidad
tales que trasciende los ámbitos de la salud para llegar a adquirir el estatus de una
auténtica teoría crítica de la sociedad y de una propuesta original de cómo abordarla
metodológicamente. Y todo ello, a pesar de que Eduardo se empeña siempre, al
inicio de sus textos, en aclararnos que su ámbito de referencia es básicamente el de
la antropología médica. Quizá por ello cometemos un grave error cuando recomen-
damos solo a los estudiantes de antropología médica leer los textos de Eduardo y nos
olvidamos que esos textos son hoy ya un punto de referencia obligado para entender
la antropología a secas, para descifrar en claves antropológicas la realidad latinoame-
ricana, trascendiendo no solo el empirismo contra el que Eduardo no ahorra ningún
descalificativo, sino también las explicaciones inmediatistas que tienden a lo que él
llama el desuso-olvido de los conceptos y la desmemoria disciplinaria.
Si la construcción teórica, hecha a partir de un reconocimiento y al mismo
tiempo de una crítica de la tradición antropológica se ha ido convirtiendo cada
día de manera más clara en el tema de predilección de Eduardo –y estoy seguro
de que tenemos aún mucho que esperar de él–, la metodología de la investigación
casi me atrevería a decir que lo obsesiona. Porque pocos autores como él reclaman
la necesidad de la coherencia entre las teorías que predicamos y los modos como
aprehendemos la realidad. No se puede, dirá Eduardo, defender la perspectiva del
actor social y, al mismo tiempo, no adentrase en su lengua y lenguajes, recortando
los tiempos y la profundidad del trabajo de campo; no es coherente pretender, en
aras de una supuesta neutralidad científica, acercarse a la realidad sin hipótesis cual

Presentación V
“intérprete desnudo”, y mucho menos aún cabría pensar en la posibilidad de sos-
tener un enfoque relacional de la aproximación antropológica sin tomar en cuenta
la diversidad del sujeto colectivo y la preeminencia de las prácticas sobre las repre-
sentaciones sociales.
Con esa misma agudeza de análisis, Eduardo también llama la atención frente
a la tendencia creciente de convertir a la ciencia en una empresa de producción y
venta de servicios y a la vida académica en un espectáculo.
En su reciente intervención en el homenaje que se le rindió en la Universitat
Rovira i Virgili, Eduardo concluía diciendo que, a fin de cuentas, para él lo más
importante de su carrera académica era el hecho de que, retomando los versos de
Machado, lo consideráramos simplemente como “un hombre más o menos bueno”.
No me cabe la menor duda, Eduardo, que lo eres. Eso y muchas cosas más.
La amistad fiel y solidaria con que nos has honrado por largo tiempo a muchos
de nosotros, Eduardo, nos lleva a verte como un hombre fuera de lo común. A mí
no me cabe la menor duda de que has demostrado por años ser un maestro crítico
y dedicado siempre a enseñar, un incesante provocador del pensamiento, dueño
de una envidiable imaginación sociológica, como diría Charles Wright Mills; una
persona noble siempre consecuente con tu pensar y un ejemplo cuando descu-
brimos en ti las virtudes de un trabajador intelectual tesonero y dedicado.
Pero como tú mismo dirías, nadie puede ser entendido, representado y cons-
truido sino en un contexto de relaciones sociales. El tuyo es indudablemente el de
las instituciones del saber y de la ciencia, pero primariamente es el de tus seres más
cercanos con quienes has construido por años la relación más profunda a la que
todos podemos aspirar, la del amor. Este homenaje es por ello también un reconoci-
miento de todos nosotros a Renée, a Moira y a Nadia, tus tres amores, como las tres
almas que dicen los tarahumaras que tenemos todos los hombres, sin las cuales no
serías para nosotros el Eduardo que conocemos.
Quiero concluir diciéndote, Eduardo, que, aunque en este acto no seamos contigo
tan solemnes y ceremoniales como lo fueron nuestros colegas de Tarragona, aunque
no nos hayamos puesto toga ni birrete, podemos en cambio decirte, mirándote a los
ojos, que nos sentimos profundamente orgullosos de haber coincidido contigo en la
vida y que nos preciamos de ser parte de aquellos que conforman el círculo de tus
lealtades primarias. Y bueno, aunque no entonemos, como en Tarragona, el viejo
himno universitario alemán Gaudeamus igitur, al fin y al cabo, bien podemos cantarte
un tango con bandoneón o una asturianada con gaita… Como tú prefieras.

VI De sujetos, saberes y estructuras


Introducción

Este libro reúne una serie de textos producidos en los últimos quince años, y que en
gran medida expresan mis ideas y propuestas respecto de toda una serie de procesos
y de problemáticas que considero importantes en términos de salud colectiva.
En estos textos analizo ciertos aspectos teóricos, prácticos e ideológicos de los
procesos de salud/enfermedad/atención que me han preocupado a través de gran
parte de mi trayectoria académica e ideológica, y que he tratado de aclararme –y tal
vez de aclarar a los demás– para no solo comprender la realidad sino también para
ayudar a modificarla.
Desde esta perspectiva, he tratado de formular y aplicar un enfoque relacional
que supere las disputas en torno al papel del sujeto y la estructura (o cultura) o de
las representaciones sociales y de las experiencias, disputas en las cuales muchos de
los que nos dedicamos a la salud colectiva estamos enredados desde hace un largo
tiempo. He cuestionado y formulado propuestas alternativas respecto de nuestra
tendencia a describir y analizar los procesos de salud/enfermedad/atención en
términos de polarizaciones organizadas en torno a lo cualitativo/estadístico, eco-
nómico-político/simbólico, local/global, micro/macrosocial, biológico/cultural, o
teórico/práctico, lo cual ha conducido a que frecuentemente los procesos sean des-
criptos y analizados a través de oposiciones y no de articulaciones.
Los textos que presento tratan sobre problemas que me han acompañado desde
hace años y sobre los cuales vuelvo una y otra vez, como son los de la participación
social e individual en los procesos de salud/enfermedad/atención; la significación
decisiva de la autoatención, a la cual considero el real primer nivel de atención de los
padecimientos; la estructura y especialmente las funciones de los modelos médicos;
la discusión sobre el uso de conceptos como estilo de vida, así como las relaciones
entre biomedicina, epidemiología y antropología como partes necesarias del desa-
rrollo de una epidemiología sociocultural.
Dentro de lo posible he tratado de describir y pensar dichos procesos y pro-
blemas en términos de historicidad, que no solo tiene que ver con la posibilidad de
comprender mejor las realidades, actores o procesos sociales con los cuales solemos
trabajar exclusivamente en términos sincrónicos, sino también con la pequeña
lucha que he dado contra el olvido en muy diferentes campos y sentidos. Considero
además que la historicidad no solo posibilita entender los procesos de salud/enfer-
medad/atención como procesos y no como variables, sino que constituye uno de
los más fuertes antídotos contra los diferentes narcisismos que nos caracterizan casi
irremediablemente.
En los diversos capítulos existen algunas referencias y análisis que se reiteran res-
pecto de ciertas problemáticas, debido básicamente a dos razones. Una, subrayar las
fuertes conexiones que existen entre los diferentes procesos de salud/enfermedad/
atención y la mayoría de los conceptos y metodologías utilizados para entenderlos.

Introducción 1
Y la segunda, observar cómo los mismos procesos pueden ser analizados desde pro-
blematizaciones y conceptos diferentes, aunque complementarios.
Me formé en Argentina como antropólogo social y como salubrista en México,
aunque me identifico profesionalmente con el trabajo antropológico, no solo porque
es el que conozco y manejo mejor, sino porque considero que por lo menos algunos
enfoques de la antropología social pueden ser de notable utilidad para comprender e
intervenir sobre los procesos de salud/enfermedad/atención. Desde esta perspectiva,
por ejemplo, el trabajo sobre lo obvio, sobre el sentido común, sobre lo paradojal
que opera en los diferentes saberes legos, técnicos y científicos; así como la búsqueda
de los rituales, las relaciones sociales o los efectos del poder y de los micropoderes en
los espacios, sujetos y grupos donde no se los busca, posibilita comprender procesos
y comportamientos, así como sus posibles usos respecto de diferentes problemáticas
de salud.
Los materiales que presento surgieron de mis trabajos de investigación sobre
diversos procesos de salud/enfermedad/atención iniciados en Argentina en la década
de 1960 y continuados en México desde 1976 hasta la actualidad. Pero además ha sido
parte fundamental de dichos escritos su reelaboración a través de mis cursos sobre
antropología médica, educación para la salud y epidemiología sociocultural desa-
rrollados en varias instituciones y países, pero básicamente en la Escuela Nacional
de Antropología e Historia, en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en
Antropología Social y en la vieja Escuela de Salud Pública de México; en la Univer-
sitat Rovira i Virgili de Tarragona (Catalunya) y en el Centro Universitario de Salud
Pública de Madrid, situados en España, y en la Universidad Nacional de Lanús y en el
Instituto Juan Lazarte de Rosario, ambos localizados en Argentina. Es decir que estos
escritos fueron en gran medida también hablados, lo cual tal vez se exprese a través
de mis formas coloquiales de escritura.
Los textos que integran este libro han sido publicados a lo largo de varios años,
y todos han sido reelaborados y actualizados para esta edición, indicando que he
reducido significativamente el material bibliográfico que puede ser consultado en
los trabajos originales. Espero que estos trabajos sean de utilidad, que aclaren algunas
malas interpretaciones de mis propuestas sobre el modelo médico hegemónico,
sobre autoatención y sobre los usos de conceptos como hegemonía/subalternidad,
así como que los mismos impulsen aún más los intercambios y convergencias entre
los salubristas y antropólogos que trabajan en salud colectiva.

Coyoacán (México DF), agosto de 2008

2 De sujetos, saberes y estructuras


Capítulo 1

Modelos, saberes y formas de atención


de los padecimientos: De exclusiones
ideológicas y de articulaciones
prácticas 1

Desde una perspectiva antropológica, cuando hablamos de modelos, saberes y


formas de atención y prevención de padecimientos no solo pensamos en los de tipo
biomédico, sino en todos los saberes y formas de atención que en términos intencio-
nales buscan prevenir, dar tratamiento, controlar, aliviar y/o curar un padecimiento
determinado, lo cual implica asumir una serie de puntos de partida que contextua-
lizan nuestra perspectiva.2
En primer lugar, asumimos que, por lo menos en las sociedades europeas y
americanas actuales, existe toda una variedad de saberes y formas de atención a los
padecimientos que utilizan diferentes indicadores y técnicas diagnósticas para la
detección de problemas de salud, así como variados tipos de tratamiento e incluso
diferentes criterios de curación.
Pero, además de reconocer esta diversidad, cuando nos referimos a los saberes y
formas de atención lo prioritario para nosotros no es solo pensarlos en términos de
eficacia técnica o de significaciones culturales, sino reconocer su existencia, dado que
el sector salud (SS) y la biomedicina tienden a negar, ignorar y/o marginar la mayoría
de los saberes y formas no biomédicos de atención a los padecimientos, pese a ser

1
Una versión anterior de este texto fue publicada bajo el título “Modelos de atención de los pa-
decimientos: de exclusiones teóricas y de articulaciones prácticas”. En: Spinelli, H., compilador,
Salud Colectiva. Cultura, instituciones y subjetividad, Epidemiología, gestión y políticas. Buenos Aires,
Lugar Editorial, 2004, pp. 11-47.

2
Los conceptos de forma, saber y modelo corresponden a diferentes niveles de abstracción, y
son complementarios. En términos esquemáticos, por saberes nos referimos a las representacio-
nes y prácticas organizadas como un saber que operan a través de curadores o sujetos y grupos
legos. Por formas nos referimos a las experiencias utilizadas por sujetos y grupos, y donde el
interés está en obtener las trayectorias y experiencias individuales. Y por modelo nos referimos
a una construcción metodológica que refiere a los saberes tratando de establecer provisional-
mente cuáles son sus características y funciones básicas. Subrayamos que los tres conceptos son
construcciones generadas por el investigador.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 3


utilizados frecuentemente por diferentes sectores de la población, y constituyendo
la autoatención la forma más generalizada de atención de los padecimientos.
Los diversos saberes y formas de atención a la enfermedad que actualmente
operan en una sociedad determinada tienen que ver con las condiciones religiosas,
étnicas, económico/políticas, técnicas y científicas que han dado lugar al desarrollo
de formas y saberes diferenciados que suelen ser considerados antagónicos, espe-
cialmente entre la biomedicina y la mayoría de los otros saberes. Para gran parte de
los antropólogos, la medicina tradicional americana presenta características que no
solo se diferencian, sino que se oponen a determinadas concepciones y técnicas de
la biomedicina. Y lo mismo sustentan los representantes de la denominada medicina
científica respecto de la medicina tradicional y de la mayoría de los saberes popu-
lares, generando una visión antagónica y excluyente entre estos saberes.
Si bien dichas diferencias existen, generalmente las mismas tienden a ser regis-
tradas y analizadas por los investigadores a través de las representaciones sociales e
ideológicas, y mucho menos de las prácticas sociales de los sujetos y grupos invo-
lucrados, lo cual refuerza una concepción dominante de antagonismos más que de
articulaciones transaccionales entre los diferentes saberes y formas de atención. Más
aún, considero que el reconocimiento de estas oposiciones suele darse sobre todo a
través de las representaciones técnicas y sociales de los curadores de los diferentes
saberes, pero mucho menos a nivel de las prácticas de los sujetos y conjuntos sociales
que se atienden con ellos, quienes tienden a integrar las diferentes formas y saberes
más que a antagonizarlos, excluirlos o negar unos en función de otros.
Lo que domina en las sociedades actuales, dentro de los diferentes conjuntos
sociales estratificados que las constituyen y más allá de la situación de clase social
o de la situación étnica, es lo que se conoce como pluralismo médico, término que
refiere a que, en nuestras sociedades, la mayoría de la población utiliza potencial-
mente varios saberes y formas de atención no solo para diferentes problemas, sino
para un mismo problema de salud.
En los países de la denominada sociedad occidental, y especialmente en los más
desarrollados, se está incrementando actualmente el uso de las medicinas alterna-
tivas o paralelas, y si bien dicho incremento sería en cierta medida una reacción a
determinadas características de las orientaciones biomédicas, este no es sin embargo
el factor decisivo, por lo menos respecto de determinados procesos. Por ejemplo,
se suele decir que el desarrollo de ciertas medicinas alternativas es debido en gran
medida al tipo de relación médico/paciente que ha ido configurando e imponiendo
la biomedicina, el cual excluye, niega o subordina la palabra del paciente. Si bien esta
afirmación es en parte correcta, debe subrayarse que varias de las medicinas alter-
nativas y de las denominadas “tradicionales” se caracterizan por ser tan asimétricas y
excluyentes de la palabra del paciente como la biomedicina, y algunas mucho más.
Para varias de estas medicinas la asimetría –incluso en el uso de la palabra– es con-
dición necesaria para atender los padecimientos y por lo tanto para “curar”.
El incremento constante de las denominadas medicinas alternativas y la recupe-
ración de formas de la medicina popular no constituyen solo reacciones contra la
biomedicina. Si bien no niego la existencia de procesos reactivos hacia la medicina

4 De sujetos, saberes y estructuras


alopática, éstos no constituyen los únicos ni frecuentemente los principales factores
de este desarrollo. Más aún, en ciertos casos observamos el desarrollo de procesos
aparentemente paradójicos.
Así, por ejemplo, en el caso de los saberes denominados tradicionales y popu-
lares, observamos que algunas de sus actividades más emblemáticas han sido impul-
sadas en las últimas décadas por actores que constituyen uno de los pilares de la
biomedicina. Me refiero a la industria químico/farmacéutica que en las últimas tres
décadas ha desarrollado una notable y creciente elaboración de productos herbo-
larios, dado el incremento del consumo de estos productos por los sectores sociales
de mayores ingresos. Más aún, en varios países latinoamericanos, incluido México,
varios estudiosos de la medicina herbolaria se han convertido en productores y ven-
dedores de dichos productos como tarea central de sus actividades.
En cada sociedad los diferentes grupos sociales utilizan formas de atención tra-
dicionales/populares específicas, pero me interesa subrayar que la mayoría de ellas
están dejando de ser patrimonio exclusivo de determinados sectores sociales, cul-
turales o étnicos. Este es un proceso constante, pero que ha cobrado una dinámica
más acelerada en las últimas décadas debido a procesos como la expansión de la
industria químico/farmacéutica, las migraciones nacionales e internacionales y la
globalización de los medios de comunicación masiva.
Otro proceso importante a considerar es la presencia en las sociedades denomi-
nadas occidentales de saberes y formas de atención a la salud que corresponden a
saberes académicos de otros sistemas culturales muy distintos del occidental. Los
casos más conocidos son los de la acupuntura y de la digitopuntura3, pero debe sub-
rayarse que en varios países europeos y americanos se han asentado y desarrollado
la medicina mandarina y la medicina ayurvédica en contextos donde previamente
no existían estas tradiciones académicas. Y algo similar podemos decir del budismo
zen, que fue apropiado en términos de posibilitar una mejor “salud mental”, y que
tempranamente fue impulsado en esa dirección por autores de enorme impacto
como E. Fromm en las décadas de 1950 y 1960.
Si bien una parte de este desarrollo se debe a procesos migratorios de masa, que
implican el asentamiento no solo de trabajadores migrantes, sino también de sus
sistemas de atención, en otros casos se debe a un proceso de apropiación generado
por determinados sectores sociales de los propios países “occidentales”, como es el
caso de las estrategias de vida tipo new age.
Estos y otros procesos han impulsado una constante diversidad de saberes y de
formas de atención que, por supuesto, adquieren una dinámica y diferenciación
específica en cada contexto, pero cuyo eje está en la enfermedad y no en la salud. Si
bien casi todas las formas y saberes se preocupan por la salud, e incluso la biome-
dicina habla de producir salud, de salud positiva o de estilos de vida saludables, lo
cierto es que la casi la totalidad de las actividades de los diversos saberes y formas

3
Reconocemos, no obstante, tanto en países americanos como europeos, la existencia de téc-
nicas de digitopuntura propias y que son previas a las actuales técnicas difundidas desde países
asiáticos, y que conviven y se interrelacionan con ellas.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 5


de atención actúan básicamente respecto de los padecimientos y enfermedades y no
respecto de la producción de salud. Y esto no solo porque lo proponen e impulsan
los curadores, sino porque además lo solicitan los sujetos y grupos sociales, ya que
demandan básicamente acciones sobre sus padeceres más que sobre su salud.4
Lo señalado no ignora que, especialmente en las sociedades capitalistas de más
alto grado de desarrollo, se incrementa la población que realiza diferentes tipos de
acciones en busca de mejorar y/o promover su propio estado de salud a nivel indi-
vidual, aunque frecuentemente a través de una noción sumamente medicalizada,
pese al uso cada vez más frecuente de formas alternativas de atención y prevención.

Los conjuntos sociales como eje de la atención de los


padecimientos

Si bien es conveniente estudiar las distintas formas y saberes a través de la relación


curador/paciente, considero que desde un punto de vista metodológico la identifi-
cación y análisis de las formas de atención debería iniciarse a través de la descripción
de lo que hacen, usan y dicen los sujetos y grupos sociales para atender sus padeci-
mientos, y no a partir de los curadores biomédicos, tradicionales o alternativos.
En términos metodológicos deberíamos iniciar la descripción a través de los
sujetos y los conjuntos sociales, porque a partir de ellos, y especialmente de la
“carrera del enfermo”, podemos identificar todas o, por lo menos, la mayoría de las
formas de atención que intervienen en un contexto determinado, lo cual sería difícil
de obtener –por muy diversas razones– si partiéramos inicialmente de los cura-
dores, o incluso de la relación curador/paciente centrada en un solo tipo de curador.
Pero, además, a través de los sujetos y conjuntos sociales, podemos observar
el uso articulado de los saberes y formas que utilizan y no los usos excluyentes. Si
nosotros partiéramos del punto de vista de cada curador, de cada saber, lo frecuente
sería la ignorancia o la exclusión de los otros saberes o un reconocimiento crítico y
frecuentemente estigmatizado de los mismos, así como la tendencia a focalizar la
descripción en el saber especifico que cada curador representa. Si bien es a través de
las perspectivas y de las prácticas de los diferentes actores significativos que podemos
detectar la variedad de articulaciones generadas en torno a los padecimientos que
se dan entre los mismos, no obstante, es a través de los “pacientes” que podemos

4
Si bien en biomedicina, como en otras formas de atención, existen actividades que no tienen
que ver directamente con la atención y prevención de la enfermedad, como ocurre con la ciru-
gía realizada con objetivos estéticos en el caso de la alopatía, o del uso de técnicas adivinatorias
practicadas por curadores de otras formas de atención, no obstante en todos los sistemas de
atención el objetivo central tiene que ver con las enfermedades. Es importante recordar además
que determinados padecimientos son generados por el propio curador en el caso de la brujería
practicada en contextos africanos y latinoamericanos, pero también en el caso de la biomedicina
a través de los episodios de iatrogenia negativa.

6 De sujetos, saberes y estructuras


registrar la variedad de formas de atención que utilizan y articulan con el objetivo
de reducir o solucionar sus problemas.
Considero que, si el sector salud quiere conocer y/o implementar el sistema de
atención real que utilizan los sujetos y conjuntos sociales, debería identificar, des-
cribir y analizar las diferentes formas y saberes que los sujetos y conjuntos sociales
manejan respecto de la variedad de padeceres reales e imaginarios que reconocen
como afectando su salud. Por supuesto que esto no supone que reduzcamos la iden-
tificación de los padeceres ni de las formas y saberes solo a los que reconocen los
sujetos y conjuntos sociales, sino que este es el punto de partida para establecer la
existencia de los diferentes saberes y formas de atención que los grupos no solo
reconocen, sino que, sobre todo, utilizan.
Aclaro que si bien propongo metodológicamente iniciar la descripción por los
saberes y experiencias de los sujetos y grupos que padecen un problema determinado,
ello por sí solo no asegura la detección de las diferentes formas y saberes utilizados si
no existe una decisión metodológica de observarlos. Como sabemos, la mayoría de los
estudios antropológicos sobre los procesos de salud/enfermedad/atención (de ahora
en adelante proceso s/e/a) que ocurrían en los grupos étnicos americanos, no incluía
la atención biomédica ni el uso de productos relacionados con el saber biomédico por
parte de esos grupos, pese al constante incremento de su uso, ya que lo que interesaba
a los antropólogos era el estudio de las formas y saberes tradicionales y no dar cuenta
del conjunto y variedad de las prácticas y representaciones utilizadas por los grupos
étnicos para atender y dar solución a sus problemas de salud.
Por eso subrayo la decisión metodológica de incluir no solo a los diferentes
actores significativos, sino de trabajar con las diversas representaciones y prác-
ticas que los sujetos y grupos utilizan referidas al proceso s/e/a. Esta aproximación
implica detectar y construir los perfiles epidemiológicos y las estrategias de atención
que desarrollan y utilizan los diferentes actores sociales involucrados, y especial-
mente el personal biomédico, los curadores tradicionales, los curadores alternativos
y los diferentes grupos sociales “legos”, lo cual posibilitaría observar las caracterís-
ticas de los diferentes perfiles utilizados, así como las convergencias y divergencias.
Este tipo de aproximación, que aplicamos especialmente en el estudio de comuni-
dades rurales y urbanas de Yucatán (Menéndez, 1981) y de Guanajuato (Menéndez,
1984), contribuiría a producir una epidemiología de los saberes –incluidos los com-
portamientos– respecto de los procesos de s/e/a, que posibilitaría comprender la
racionalidad de las acciones desarrolladas por los sujetos y grupos sociales, así como
también la racionalidad de los diferentes tipos de curadores, lo cual permitiría desa-
rrollar estrategias que articulen y utilicen dichos saberes.
Procesos sociales, económicos y culturales posibilitan el desarrollo de dife-
rentes formas de atención a partir de las necesidades y posibilidades de los dife-
rentes sujetos y conjuntos sociales. Y al señalar esto pienso tanto en las estrategias
de supervivencia desarrolladas por personas ubicadas en situación de margina-
lidad y extrema pobreza, o que están cayendo en situación de pobreza, así como en
sujetos que, dada su búsqueda de una especie de eterna juventud frecuentemente
homologada a salud, encuentran en ciertas prácticas y/o sustancias la posibilidad

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 7


imaginaria y momentánea de lograrla. Así como también pienso en la adhesión de
otros grupos a prácticas religiosas que proveerían de un “equilibrio” psicobiológico
al sujeto, que va más allá de la enfermedad inmediata que padecen.
Las carencias económicas, la existencia de enfermedades incurables o si se prefiere
todavía no curables, así como la búsqueda de soluciones a pesares existenciales, con-
ducen a la búsqueda y frecuente creación o resignificación de las formas de atención.
Frente a determinados tipos de alcoholismo para los cuales la biomedicina
tiene una eficacia limitada, los propios conjuntos sociales desarrollaron grupos de
autoayuda como Alcohólicos Anónimos, forma de atención que evidencia la mayor
eficacia comparativa con cualquier otro tipo de atención específica respecto de este
problema, por lo menos en ciertos contextos. Pero existen grupos que han creado
respecto del alcoholismo otras estrategias, como son “los juramentos a la Virgen” en
el caso de México, o el uso de la brujería en el suroeste de los EEUU, que también
tienen resultados en el control del consumo patológico de alcohol, y en la dismi-
nución de los daños generados por dicho consumo.
Partiendo de los comportamientos de los sujetos y grupos respecto de sus pade-
ceres –y cuando propongo esto pienso en conjuntos sociales estratificados y/o dife-
renciados a través de condiciones ocupacionales, económicas, étnicas, religiosas, de
género, etc., que operan en diferentes contextos latinoamericanos–, encontramos que
los mismos utilizarían potencialmente los siguientes saberes y formas de atención:

a) Saberes y formas de atención de tipo biomédico implementados por médicos


y personal paramédico que trabajan en los tres niveles de atención respecto
de padecimientos físicos y mentales, y que incluyen saberes preventivos de
tipo biomédico. Dentro de la atención biomédica pueden reconocerse for-
mas antiguas y comparativamente marginales, como son la medicina naturis-
ta, la balneoterapia o la homeopatía. Deben también incluirse las diferentes
formas de psicoterapia individual, grupal y comunitaria gestadas por lo me-
nos en parte desde la biomedicina.
b) Saberes y formas de atención de tipo “popular” y “tradicional” expresadas a
través de curadores especializados como hueseros, culebreros, brujos, curan-
deros, parteras empíricas, espiritualistas, yerberos, shamanes, etc. Aquí debe
incluirse el papel curativo de ciertos santos o figuras religiosas tanto cristianas
como de otros cultos, así como el desarrollo de actividades curativas a través
de grupos como los pentecostales o los carismáticos.
c) Saberes y formas de atención alternativas, paralelas o new age que incluyen a
sanadores, bioenergéticos, nuevas religiones curativas de tipo comunitario, etc.
d) Saberes y formas de atención devenidas de otras tradiciones médicas acadé-
micas: acupuntura, medicina ayurvédica, medicina mandarina, etc.
e) Saberes y formas de autoatención que se expresan a través de dos tipos bá-
sicos: i) las centradas en los grupos primarios “naturales”, especialmente en
el grupo doméstico, y ii) las organizadas en términos de grupos de autoayu-
da referidos a padecimientos específicos: Alcohólicos Anónimos, Neuróticos
Anónimos, clubes de diabéticos, padres de niños con síndrome de Down, etc.

8 De sujetos, saberes y estructuras


Esta clasificación podría ampliarse y/o modificarse según otros autores y objetivos,
subrayando que no las consideremos como formas estáticas y aisladas cada una en sí
misma, sino que asumimos la existencia de un proceso dinámico entre los diferentes
saberes y formas de atención. Es decir que los mismos operan en forma específica
y/o a través de la articulación con otras formas y saberes.
Dicha dinámica opera por lo menos en dos niveles, referentes a las relaciones
establecidas entre las diversas formas de atención a través de los diferentes opera-
dores de las mismas, y así vemos cómo la biomedicina, por lo menos en determi-
nados contextos, se apropia de la acupuntura o de la quiropraxia, y en otros retoma
la tradición herbolaria o incluye grupos de Neuróticos Anónimos como parte de los
tratamientos. Por lo cual se genera algún tipo de articulación entre diferentes formas
de atención, incluso entre algunas que en determinados momentos aparecían como
antagónicas, como es el caso de la actitud biomédica inicial en América Latina hacia
los grupos de Alcohólicos Anónimos5.
El otro nivel refiere a la integración de dos o más saberes y formas de atención
por sujetos y grupos que tienen algún padecimiento, lo cual puede, sobre todo, ser
observado a través de la denominada carrera de enfermo, y constituyéndose este
tipo de articulación en el más frecuente, dinámico y expandido.
Por supuesto que otras fuerzas sociales operan en este proceso de relación entre
las diferentes formas y saberes, como es el caso de ciertas organizaciones no guber-
namentales (ONG) en el campo de la salud reproductiva o el de la propia industria
químico/farmacéutica impulsando cada vez más los medicamentos de origen her-
bolario. Pero desde nuestro punto de vista son las actividades impulsadas por los
sujetos y grupos sociales las que generan la mayoría de las articulaciones entre
las diversas formas y saberes a través de sus usos, y superando frecuentemente la
supuesta o real diferencia o incompatibilidad que puede existir entre los mismos,
dado que dichas incompatibilidades y diferencias son secundarizadas por la bús-
queda de una solución pragmática a sus problemas6.
Si bien, como ya señalé, algunas articulaciones se generan a través de los propios
curadores, éstos tratan sin embargo de mantener su propia identidad como cura-
dores, y desde esa perspectiva la articulación se expresa a través de una apropiación

5
En la mayoría de los países europeos y americanos la biomedicina y el sector salud rechazaron o
marginaron inicialmente en forma tácita o explícita a los grupos de Alcohólicos Anónimos. En el
caso de América Latina, epidemiólogos y psiquiatras sostenían que dichos grupos de autoayuda
no se expandirían a nivel regional por razones culturales, especialmente de tipo religioso. Sin
embargo, a partir de la década de 1960, y sobre todo de 1970 se genera una notable expansión
de estos grupos que conduce a que países como Honduras y México sean de los que tienen un
mayor porcentaje de grupos de AA a nivel mundial.
6
Esto no niega que haya diferencias significativas entre las distintas formas de pensar y actuar
sobre el proceso de s/e/a, pero dichas diferencias deben ser observadas siempre a través de las
prácticas, dado que es en las mismas que podremos evidenciar si realmente existen diferencias,
así como también observar el uso articulado de ellas. Dichas articulaciones se desarrollan a tra-
vés de diferentes dinámicas transaccionales y casi siempre dentro de relaciones de hegemonía/
subalternidad.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 9


de técnicas, pero tratando de mantener la diferencia, hegemonía y/o exclusión a
través de seguir proponiendo su forma de curar como la más idónea. Esta es la
manera dominante de actuar de la biomedicina, que, si bien constituye la forma
de atención más dinámica y en expansión dentro de un mercado competitivo de
saberes, dicho proceso no se reduce a la dimensión económica, sino que incluye
procesos ideológicos, sociales y técnicos que tienen que ver con el mantenimiento y
desarrollo de la identidad profesional y de su hegemonía.
Este proceso podemos observarlo en uno de los campos menos legitimados
dentro del saber biomédico, es decir el referido a la salud mental, que actualmente
se caracteriza por una actitud profesional ecléctica según la cual, y en función del
objetivo terapéutico, la psiquiatría utilizaría todas aquellas estrategias y orienta-
ciones biomédicas que demuestran cierto grado de eficacia, pasando por lo tanto
a segundo plano la fundamentación teórica de las características diferenciales de
cada una de ellas. El pragmatismo psiquiátrico expresado especialmente a partir del
RSM-III-R, se impondrá cada vez más, por lo menos en las instituciones oficiales.
Pero debemos reconocer que solo una pequeña parte de la psiquiatría –y subrayo
lo de psiquiatría– recurre a formas de atención desarrolladas desde perspectivas no
médicas, ya que el eclecticismo se reduce a las diferentes técnicas desarrolladas desde
la biomedicina y campos afines. Esto no ignora, por supuesto, la existencia de nume-
rosas experiencias que han incluido desde técnicas shamánicas hasta rituales sociales
urbanos, pero esta no ha sido la línea dominante –especialmente en el caso mexicano–
de la psiquiatría privada ni de la que opera en las instituciones médicas oficiales.
La apropiación y el eclecticismo podemos observarlos no solo a través de la bio-
medicina sino también de las otras formas de atención. En América Latina hay un
proceso constante según el cual una parte de los curadores populares y tradicionales,
además de prescribir y/o realizar sus tratamientos tradicionales, recetan también
antibióticos o vitaminas como parte de su forma de atención (Press, 1975). En el
caso de las parteras llamadas empíricas, observamos la utilización de técnicas de
inducción del parto de tipo biomédico, desde por lo menos la década de 1970.
Este proceso de apropiación obedece a varias dinámicas, entre las cuales subrayo
dos: la desarrollada a partir de los propios curadores en busca de mayor eficacia, lo
cual conduce en determinados casos a que las medicinas generadas por la industria
químico/farmacéutica sean incluidas y usadas dentro de concepciones culturales
tradicionales, como ocurre, por ejemplo, con la oposición y complementación entre
lo frío y lo caliente, cuyo ritual es aplicado al uso de aspirinas, penicilina o alka-zelzer
en numerosos grupos étnicos mexicanos; y otra impulsada por el sector salud a través
de los programas de atención primaria. De tal manera que, por ejemplo, en México
fue el sector salud quien enseñó, por lo menos desde la década de 1940, a personas de
las comunidades rurales a dar inyecciones, dado que no existían recursos humanos
locales previamente formados para hacerlo, y parte de este personal que aprendió a
inyectar fueron curadores tradicionales. Fue el sector salud el que adiestró a parteras
empíricas de tal manera que estas utilizaron una síntesis de elementos tradicionales
y biomédicos; fue el sector salud el que enseñó a sujetos de las comunidades a cortar
nódulos de personas con oncocercosis o que seleccionó a personas de la comunidad

10 De sujetos, saberes y estructuras


como agentes de salud. Fue el sector salud y un número cada vez más amplio de
organizaciones no gubernamentales (ONG) los que formaron y siguen formando
en la actualidad cientos de promotores de salud que suelen utilizar una mezcla de
técnicas populares y biomédicos, pero en la mayoría de los casos impulsados desde
objetivos, concepciones y prácticas biomédicas.
Este proceso complejo, dinámico y diferenciado podemos observarlo y detec-
tarlo sobre todo si lo registramos a través de las acciones de los sujetos y grupos
sociales, dado que desde la perspectiva de las diferentes formas de atender –y no
solo de la biomedicina– solo registraríamos una parte de dichas formas de atención
y generalmente en forma no relacionada.
Desde los diferentes saberes y formas de atención, y especialmente desde el
saber de instituciones biomédicas, solo se tiende a reconocer algunas de las formas
y saberes, y no las más diversas y a veces impensables actividades curativas o sana-
doras. Pero, además, tiende a generarse una visión estigmatizada y excluyente de
por lo menos algunas formas y saberes, subrayando que la eficacia, la eficiencia y la
legitimidad están referidos exclusivamente al propio saber biomédico.
Este proceso, y lo subrayo, también ocurre con las otras formas y saberes que
fundamentan su legitimidad e identidad no en la racionalidad científica sino en la
religiosa y/o étnica, proponiendo una eficacia comparativa inherente al uso exclusivo
de estas dimensiones.
Si el eje lo colocamos en los diferentes conjuntos sociales aplicando los criterios
señalados previamente, no solo registraremos todas o por lo menos la mayoría de las
formas y saberes que se usan realmente, sino que no tendremos una visión unilateral
de las formas y saberes que pretenden su exclusividad a través de lo científico, de lo
religioso o de lo étnico, dado que las registramos a través de los diferentes puntos
de vista que operan en una comunidad, y que incluyen las perspectivas diferenciales
de los diferentes sujetos y grupos sociales, incluidos los diversos tipos de curadores.
Pero el aspecto central, que luego desarrollaremos, es que los sujetos y grupos
sociales constituyen el agente que no solo usa los diferentes saberes y formas de
atención, que los sintetiza, articula, mezcla o yuxtapone, sino que además es el
agente que reconstituye y organiza estas formas y saberes en términos de “autoa-
tención”, dado que esta constituye no solo la forma de atención más constante y
frecuente sino el principal núcleo de articulación práctica de los diferentes saberes
y formas de atención, la mayoría de los cuales no puede funcionar completamente
si no se articulan con el proceso de autoatención. Este señalamiento es obvio, pero
tiende no solo a ser olvidado, sino también excluido del análisis de los servicios de
salud. Una cosa es hablar de convalecencia y otra asumir que el papel decisivo en
gran parte de las actividades de convalecencia está a cargo del sujeto y su grupo a
través de acciones de autoatención (Smith, 1982).
En varios trabajos realizados en diferentes contextos mexicanos se describe cómo
durante la carrera del enfermo los sujetos demandan inicialmente un tipo de atención
en función del diagnóstico presuntivo que manejan y de otros factores, como la
accesibilidad física y económica a las diferentes formas de atención que operan en
su contexto de vida. Pero si dicha primera atención no resulta eficaz la reemplazan

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 11


rápidamente por la atención de otro tipo de curador, implicando este cambio una
transformación en el diagnóstico y tratamiento. Este proceso puede agotarse en esta
segunda instancia o dar lugar a la demanda de otras formas de atención, que puede
implicar una nueva demanda de atención a los primeros curadores consultados. Este
proceso no solo es producto del pragmatismo y de la urgencia de los grupos, sino
que es facilitado porque los principales signos y síntomas que manejan los sujetos y
grupos –pero también los médicos alópatas y los curadores tradicionales- permiten
que, a través de los mismos indicadores, los médicos alópatas diagnostiquen algún
tipo de gastroenteritis y los curadores tradicionales empacho (Menéndez, 1990a),
posibilitando una articulación práctico/ideológica entre las diferentes formas de
atención y estableciendo una conexión entre ellas a través de la carrera del enfermo
(Menéndez, 1984; Osorio, 1994; Peña, 2006).
Este tipo de aproximación epidemiológica –que denominamos sociocultural–
posibilitaría además observar cuáles son las formas de atención más usadas y las
que tienen mayor eficacia para abatir, controlar o disminuir determinados daños
en términos reales o imaginarios. Al igual que también podríamos registrar cuáles
son los factores de tipo económico, técnico o ideológico que se oponen o facilitan la
articulación de las diferentes formas de atención, a través de las prácticas cotidianas
de los conjuntos sociales.
Pero ahora no voy a desarrollar el análisis integral de los diferentes saberes y
formas de atención, sino que a modo de ejemplo me concentraré en los que con-
sideramos los dos saberes dominantes de atención a los padecimientos en un con-
texto como el mexicano actual7, es decir la biomédica y la autoatención. Para lo cual,
primero describiré algunas características básicas del saber biomédico, haciendo
hincapié en aquellas que limitan la posibilidad de una articulación mayor y más
eficaz con la autoatención, y luego haré lo mismo con la autoatención, para concluir
proponiendo algunos mecanismos de articulación posibles.

Biomedicina: algunos rasgos y limitaciones

En principio, recordemos que la biomedicina en tanto institución y profesión se


caracteriza por su constante aunque intermitente modificación y cambio y no por
su inmovilidad, y cuando señalo esto no me refiero solo a cambios técnicos y cien-
tíficos, sino también a cambios en sus formas dominantes de organizarse e inter-
venir no solo técnica sino además económica, social y profesionalmente. Por lo cual,
el análisis que estamos realizando en este texto no refiere a la biomedicina que se
practicaba en 1850, en 1920 o 1950, sino a las tendencias que se desarrollan desde las
décadas de 1960 y 1970 hasta la actualidad.

7
Por supuesto que en estos contextos encontraremos distintas formas de articulación entre bio-
medicina y autoatención, en función de las características socioeconómicas, étnicas, religiosas,
etc., de los diferentes grupos y sujetos sociales.

12 De sujetos, saberes y estructuras


Subrayo que, para ciertas miradas ahistóricas, estos cambios, o por lo menos
algunos de ellos, suelen ser leídos en términos de crisis, generando en algunos casos
la idea que la biomedicina estaría en una situación de crisis permanente. Más aún,
según algunos autores estaríamos asistiendo a un derrumbamiento de la misma,
augurándose su reemplazo más o menos inmediato por algunas formas de atención
“alternativas”. Otras tendencias, por el contrario, están en una suerte de exitismo
cientificista, que solo concibe el cambio en términos de progreso técnico más o
menos infinito, pero que demuestra escasa sensibilidad para detectar y explicar
los cambios institucionales, culturales y económico/políticos que indudablemente
están afectando el saber médico.
Estas propuestas simplemente las señalo, pero sin analizarlas, ya que lo que
busco es, por una parte, subrayar que los cambios y modificaciones no tienen que
ver necesariamente con crisis, derrumbamientos ni con progresos tecnológicos, y
por otra que uno de los aspectos más significativos que observamos tiene que ver
con el constante proceso de expansión de la biomedicina.
En los países desarrollados y subdesarrollados denominados “occidentales”, y
pese al incremento de medicinas paralelas y alternativas, la forma de atención que
más se expande directa o indirectamente luego de la autoatención, es la biomédica.
Pero, además, si bien en algunos países occidentales se están estableciendo y desa-
rrollando actividades correspondientes a otras tradiciones médicas académicas,
en los países que han originado dichas tradiciones como Japón, India o China está
expandiéndose e incluso pasando a ser hegemónica la biomedicina, subalternizando
y/o desplazando a las medicinas académicas locales.
Distintos hechos evidencian dicha hegemonía, siendo el más evidente el que la
biomedicina es la única forma de atención que ha conseguido organizar una ins-
titución internacional a la que adhieren oficialmente la mayoría de los países del
mundo actual, como es el caso de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que
además tiene sedes regionales a nivel de los diferentes continentes y en el caso de
América se expresa a través de la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
Proceso que no ocurre con ninguna otra forma de atención a la enfermedad. Este
es un hecho tan obvio que ni siquiera se reflexiona sobre él en términos del papel
hegemónico que cumple y expresa.
Más allá de su real cualidad científica y de su eficacia, debemos asumir que la bio-
medicina y la expansión biomédica constituyen una de las principales expresiones
sociales e ideológicas de la expansión capitalista, o si se prefiere de “occidente”, en
términos frecuentemente de hegemonía/subalternidad.
Es el conjunto de estos procesos, que alcanza su expresión más notoria en la
expansión del consumo de medicamentos producidos por la industria químico/
farmacéutica, el que respalda nuestras interpretaciones. En países como México
dicha industria, en forma directa y/o a través del sector salud, ha conseguido colocar
algunos de sus productos en los lugares más remotos y aislados del país, siendo
actualmente parte de las estrategias de atención de los diversos grupos étnicos mexi-
canos. Es justamente a través de los medicamentos que observamos una constante

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 13


expansión de la biomedicina en países pertenecientes a otras tradiciones culturales
como son la mayoría de los países africanos y asiáticos.
Pese a la evidencia de esta tendencia, se sostiene la pérdida de importancia de
la biomedicina a través de diferentes argumentos. Si bien la principal causa sería la
expansión de las denominadas medicinas alternativas, otros la atribuyen a la inefi-
cacia biomédica especialmente en campos como el de la salud mental, dado que en
varios países occidentales se observa no solo una reducida eficacia biomédica para
toda una serie de padecimientos mentales, sino también un constante descenso en
el número y/o porcentaje de psiquiatras. Y así, por ejemplo, desde hace unos veinte
años decrece constantemente en los EEUU el número de estudiantes de medicina
que eligen la orientación psiquiátrica, mientras en el caso de México desciende cons-
tantemente el porcentaje de psiquiatras por habitante. Pero estos argumentos son
muy débiles comparados con los que evidencian la constante expansión biomédica.
Lo señalado no niega que existen situaciones conflictivas y desarrollos de saberes
y formas de atención que parcialmente reemplazan o complementan a la biome-
dicina. Así como críticas de muy diferente tipo a las características y funcionamiento
de la biomedicina, que ha conducido en diferentes momentos a sostener la crisis del
saber de las instituciones biomédicas. Pero hasta ahora la biomedicina ha encon-
trado siempre “soluciones” que siguen asegurando su expansión.
Posiblemente la mayor crisis operada dentro de la biomedicina, por lo menos a
nivel de los críticos, se dio entre mediados de 1960 y fines de 1970. Las críticas iban
dirigidas hacia la pérdida de eficacia de la biomedicina, hacia el desarrollo de una
relación médico/paciente que no solo negaba la subjetividad del paciente, sino que
incrementaba la ineficacia curativa, al desarrollo de una biomedicina centrada en
lo curativo y excluyente de lo preventivo, al incremento constante del costo eco-
nómico de la atención de la enfermedad, a las diversas situaciones donde se regis-
traban transgresiones a la ética médica, así como a otros procesos. Varias de estas
críticas están a la base de las propuestas de Atención Primaria Integral desarrolladas
desde 1960, pero que luego de un primer impacto redujeron las expectativas de sus
propuestas, así como disminuyeron también las críticas.
Pero en la década de 1980 y sobre todo en la de 1990 reaparecen las críticas, tal vez
menos ideologizadas que en la década de 1960, denunciando otra vez la ineficacia
de la biomedicina puesta de relieve en el retorno de la morbimortalidad por tuber-
culosis broncopulmonar, cólera o dengue; en la fulminante expansión del VIH-sida;
en la imposibilidad de curar la mayoría de las enfermedades crónicas ya que hasta
ahora solo es posible controlarlas; en el incremento constante de la desnutrición y
no solo en países pobres y subdesarrollados; en la persistencia de problemas éticos, y
en toda una gama de aspectos de los diferentes procesos de s/e/a. Gran parte de estas
críticas durante los dos lapsos señalados se concentran en ciertas características del
saber biomédico, y especialmente en su biologicismo excluyente.
Pero nuevamente estas críticas están disminuyendo, y el eje estructurador sigue
estando colocado en el biologicismo de la manera de pensar y actuar biomédica.
La biomedicina sigue depositando sus expectativas en el desarrollo de una inves-
tigación biomédica que da lugar al surgimiento de explicaciones biológicas sobre

14 De sujetos, saberes y estructuras


la causalidad de los principales padecimientos y de soluciones basadas en la pro-
ducción de fármacos específicos, así como en una constante biologización de las
representaciones sociales del proceso s/e/a (Menéndez, 2001, 2002).
Más allá de críticas y crisis, lo que observamos es una continua expansión de la
biomedicina, que afecta el desarrollo y su relación con las otras formas de atención.
Dicha expansión se caracteriza por un proceso de continuidad/discontinuidad,
donde la continuidad está dada por el constante aunque intermitente proceso de
expansión basado en la investigación biomédica y en su eficacia comparativa, en
la producción farmacológica y en la medicalización no solo de padeceres, sino
también de los comportamientos; y la discontinuidad por las orientaciones críticas
surgidas al interior y fuera de la propia biomedicina, así como por las actividades y
representaciones impulsadas por las otras formas de atención y especialmente por
las prácticas de los diferentes conjuntos sociales para asegurar la atención y solución
real y/o imaginaria de sus padecimientos.
Este proceso de expansión se basa en toda una serie de procesos que se potencian.
El primero es el constante apoyo a nivel privado y oficial de la biomedicina; más allá
del porcentaje del producto interno que los gobiernos de cada país invierten en el
sector salud, lo que necesitamos reconocer es que dichas inversiones son dedicadas
en su totalidad o casi totalidad a la biomedicina. Si bien esto es obvio, debemos asu-
mirlo como un hecho que hemos normalizado, pero que supone que, salvo excep-
ciones, el resto de los saberes y formas de atención, por lo menos en los países occi-
dentales, no cuentan con la legitimación y, sobre todo, con los apoyos económicos
y políticos oficiales. Si bien también es obvio, debemos además recordar que a nivel
privado la casi totalidad de las inversiones están dedicadas a la biomedicina.
Estas inversiones se traducirán en la cobertura de atención, en las campañas de
prevención, en el número de camas de hospitalización, así como en la producción y
consumo de productos biomédicos, especialmente medicamentos.
El segundo proceso refiere a la demanda de atención biomédica, y si bien no lo
vamos a describir, lo que debemos asumir es que esta demanda crece en todos los
estratos sociales a través de un proceso que articula los objetivos e intereses empre-
sariales y estatales, por una parte, y los de los sujetos y conjuntos sociales, por otro.
Más aún crece en la mayoría de nuestros grupos étnicos.
Pero además la expansión opera a través de lo que se denomina proceso de medi-
calización, el cual implica convertir en enfermedad toda una serie de episodios vitales
que son parte de los comportamientos de la vida cotidiana de los sujetos, y que pasan
a ser explicados y tratados como enfermedades cuando previamente solo eran acon-
teceres ciudadanos. Este proceso implica no solo que los sujetos y grupos vayan asu-
miendo dichos aconteceres ciudadanos en términos de enfermedad y no de lo que
tradicionalmente han sido, es decir, conflictos y padeceres, sino que pasen a expli-
carlos y atenderlos, en gran medida, a través de técnicas y concepciones biomédicas.
Incluso observamos que se desarrolla toda una serie de conceptos que potencial-
mente supondrían la inclusión de las dimensiones sociales y culturales en la explicación
e intervención respecto de los procesos de s/e/a, como es el caso de los denominados
“eventos críticos”, pero dichos conceptos tendieron también a ser biomedicalizados.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 15


Esta medicalización supone no solo convertir en problema de salud determi-
nadas situaciones cotidianas –como fue y es el caso de la hiperkinesis infantil o tras-
tornos de atención–, sino además convertir en problema quirúrgico la situación de
parto, a través de la generalización de la cesárea en países como México, donde no
solo alrededor del 35% de los partos en las instituciones oficiales y privadas se hacen
a través de cesáreas (que en su mayoría son innecesarias), sino que esta tendencia se
incrementa constantemente.
Si bien respecto del proceso de medicalización existe actualmente una con-
cepción menos unilateral y mecanicista que la dominante en las décadas de 1960
y 1970, que incluso ha conducido a algunos autores a negar dicho proceso, no
cabe duda que no solo existió, sino que sigue vigente. Lo que las investigaciones y
reflexiones actuales han cuestionado es la visión omnipotente y unilateral con que
eran –y todavía son– observados estos procesos, según la cual la biomedicina podía
imponer a los sujetos y grupos sociales y, casi sin modificaciones y oposiciones por
parte de estos, sus maneras de explicar y atender los padeceres.
Considero que la descripción y análisis de los procesos de medicalización, en
términos de hegemonía/subalternidad, posibilita reducir o directamente eliminar
la tendencia a pensar la medicalización a partir exclusivamente de la biomedicina,
del “poder médico”. La inclusión de las transacciones sociales que operan entre los
sectores hegemónicos y subalternos, en la medida en que no solo pensemos en
términos de hegemonía/subalternidad, sino también en términos de contrahege-
monía, conduce o posibilita tomar en cuenta el papel de los sectores subalternos
(Menéndez, 1981).
Son estos y otros procesos y tendencias los que operan en las relaciones de la
biomedicina con los otros saberes y formas de atención; siendo especialmente en la
actualidad la medicina alopática la que establece las condiciones técnicas, sociales e
ideológicas dentro de las cuales se desarrollan las relaciones con los otros saberes.
La biomedicina actual se caracteriza por una serie de rasgos técnicos, profe-
sionales, ocupacionales, sociales e ideológicos que hemos descripto y analizado en
varios trabajos, y que expresan la orientación dominante de la medicina alopática,
así como las características y funciones a través de las cuales trata de imponer y man-
tener su hegemonía y sobre todo su uso.
Si bien he descripto y analizado la biomedicina en términos de formas de
atención y de saber, necesito subrayar que en función de varios objetivos metodoló-
gicos que he desarrollado en varios trabajos, decidí trabajar además con el concepto
de modelo. Y fue a partir de principios de la década de 1970 que comencé a elaborar
mi propuesta de modelos médicos y especialmente de lo que denominé modelo
médico hegemónico (MMH)8 respecto del cual he identificado, descripto y analizado

8
Cuando hablo de modelo médico hegemónico referido a la medicina alopática, lo hago en térmi-
nos de una construcción metodológica manejada en un alto nivel de abstracción, de tal manera
que, como todo modelo, constituye un instrumento para la indagación de la realidad, pero no
constituye la realidad.

16 De sujetos, saberes y estructuras


alrededor de unas treinta características estructurales9, de las cuales solo comentaré
algunas que nos permitan especialmente observar ciertas tendencias que posibi-
liten observar las relaciones de la biomedicina con las formas de autoatención de
los padecimientos.
Coincidiendo con la mayoría de los analistas del saber biomédico, considero que
el primer rasgo estructural dominante de la biomedicina es el biologicismo, por lo
menos a nivel ideológico/técnico, dado que es el factor que no solo refiere a la funda-
mentación científica del diagnóstico y del tratamiento, sino que constituye el principal
criterio de diferenciación con las otras formas de atención. Si bien el saber biomédico,
especialmente en algunas de sus especialidades y orientaciones, toma en cuenta los
niveles psicológicos y sociales de los padecimientos, la biomedicina, en cuanto insti-
tución, tiende a subordinarlos o excluirlos respecto de la dimensión biológica.
La dimensión biológica no es meramente un principio de identificación y dife-
renciación profesional, sino que es el núcleo de la formación profesional del médico.
El aprendizaje se hace a partir de contenidos biológicos, donde los procesos sociales,
culturales y psicológicos son anecdóticos, y donde no hay información sistemática
sobre otras formas de atención. Es de la investigación biológica, bioquímica, genética
que la biomedicina extrae sus explicaciones y sus instrumentos de atención. Esta
afirmación no ignora la importancia del trabajo médico clínico cotidiano, pero este
aparece como un campo aplicativo y subordinado al campo de investigación, que es
el que genera las explicaciones y el tipo de fármaco específico a utilizar por los clí-
nicos. El paso a primer plano de la investigación genética en los últimos veinte años
ha reforzado aún más esta tendencia.
Subrayo, para evitar equívocos, que al señalar el peso del biologicismo no ignoro
obviamente sus aportes; ni tampoco niego el uso por parte del personal de salud
de relaciones personales, incluida la dimensión psicológica, no solo en la relación
afectiva con el paciente sino también en la estrategia curativa y hasta diagnóstica,
pero estas habilidades personales aparecen como secundarias desde la perspectiva
de la biomedicina en términos de institución y de formación profesional.
Más aún, en las últimas dos décadas se ha desarrollado un doble discurso en los
funcionarios que dirigen las principales carreras de medicina en México, ya que
por una parte señalan la importancia de los procesos sociales, de las condiciones
económicas, de la prevención respecto de los procesos de s/e/a, y por otra, impulsan
una formación unilateralmente técnica y excluyente que contradice sus considera-
ciones verbales, dado que las escuelas de medicina que dirigen van a producir un

9
He agrupado las características del MMH en siete bloques: a) concepciones teórico/ideoló-
gicas dominante (división cuerpo/alma, biologicismo, evolucionismo, énfasis en lo patológico,
individualismo); b) exclusiones (ahistoricidad, asocialidad, aculturalidad, exclusión del sujeto); c)
relación instituciones médicas/paciente (asimetría, exclusión del saber del paciente, el paciente
como construcción, medicalización de los comportamientos); d) el trabajo médico (dominio
del trabajo clínico asistencial, diagnóstico y tratamiento basados en la eliminación del síntoma,
concepción de la enfermedad como ruptura y desviación); e) pragmatismo médico; f) autono-
mía médica (profesionalización formalizada, identificación con la racionalidad científica); y g) la
enfermedad y la salud como mercancías.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 17


profesional que no podrá enfrentar, en términos profesionales, lo que dichos fun-
cionarios denuncian como objetivos incluso prioritarios.
Por lo tanto, el médico, salvo el caso de una parte de los salubristas, no tiene for-
mación profesional respecto de los procesos socioculturales y económico/políticos
que inciden en la causalidad y desarrollo de los padecimientos, por lo cual, si le pre-
ocupan estos procesos solo puede actuar a través de sus habilidades personales, pero
no de su formación profesional.
El biologicismo inherente a la ideología médica es uno de los principales fac-
tores de exclusión funcional de los procesos y factores históricos, sociales y cultu-
rales respecto del proceso s/e/a, así como de diferenciación de las otras formas de
atención consideradas por la biomedicina como expresiones culturales no cientí-
ficas, y en consecuencia excluidas o por lo menos subalternizadas. Pero, a su vez,
la dimensión biológica es la que el médico mejor maneja y la que le posibilita su
eficacia diferencial.
A partir de estos señalamientos me interesa reflexionar sobre si el personal de
salud, y especialmente el médico, considera los procesos culturales y económico/
políticos como significativos para explicar la causalidad, desarrollo e intervención
respecto de las enfermedades; y de ser significativos, ¿cómo los utilizaría a través
del acto médico clínico para contribuir a aliviar, controlar o curar el padecimiento?
Frente a este interrogante debemos reconocer que, en el nivel de la intervención,
la casi totalidad de los médicos dejan de lado dichos aspectos, aun reconociendo su
importancia. Ya que una cosa es reconocer que la situación de extrema pobreza y
marginalidad incide en la desnutrición, y otra es poder operar con dichos factores
a través de la intervención clínica, más allá de un proceso de rehabilitación que fre-
cuentemente no puede evitar la recidiva, a menos que haya un mejoramiento de
las condiciones de vida y de alimentación generado por el desarrollo y distribución
socioeconómicos, o por lo menos que existan programas de alimentación comple-
mentaria o contra la pobreza que incluyan acciones antidesnutricionales, pero no en
términos episódicos sino a través de una cierta continuidad en el tiempo.
Prácticamente ningún médico ignora esta situación, y si bien puede asumir la
importancia de factores como la extrema pobreza en el desarrollo y mantenimiento
de problemas de salud, a nivel técnico e institucional su manejo de estos aspectos es,
por decirlo suavemente, limitado, más allá de que tenga o no formación profesional
que le permita tener una visión social de los problemas de salud. Más aún en el caso
de la práctica privada, especialmente de las grandes corporaciones médicas, el manejo
de estos aspectos sociales, económicos y culturales quedan excluidos. Y, en el caso de
las instituciones oficiales, dependerá de la existencia de programas específicos, pero
donde el trabajo médico es exclusivamente clínico, y dentro de él tampoco se manejan
los factores y procesos señalados, por lo menos en el caso mexicano.
Esta orientación la podemos observar a través de los aspectos más decisivos del
trabajo médico. Desde por lo menos la década de 1950 diferentes tendencias de la
psicología, de la sociología, de la antropología y especialmente de la biomedicina
vienen señalando la importancia de la relación médico/paciente, para el diagnóstico
y para el tratamiento, y en consecuencia la necesidad de mejorarla, de hacerla más

18 De sujetos, saberes y estructuras


simétrica, de incluir no solo la palabra del paciente sino sus referencias sociocultu-
rales, dado que las mismas tienden a ser excluidas por la mayoría de los médicos.
De allí que parte del mejoramiento de la calidad de los servicios médicos está depo-
sitada, justamente, en la modificación de aspectos de la consulta. De esto son cons-
cientes gran parte de los médicos, y reiteradamente se propone la necesidad de
mejorar dicha relación, incluyendo el dar más tiempo a la palabra del paciente.
Dentro del campo antropológico se ha desarrollado una corriente liderada por
médicos de formación antropológica que desde la década de 1970 y sobre todo desde
la de 1980, vienen proponiendo la necesidad de que el médico no solo posibilite que
el paciente narre su enfermedad, sino que además aprenda a decodificar cultural y
médicamente el significado de dichas narrativas. Esta propuesta tiene sus dos prin-
cipales centros de influencia en las escuelas de medicina de Harvard y de Berkeley,
y ha implicado el desarrollo de un programa especial de formación de médicos
dentro de esta concepción (Good & Del Vecchio Good, 1993).
Pero debemos recordar que, más allá de algunas particularidades, esta propuesta
reitera lo señalado por diferentes corrientes antropológicas, y por supuesto biomé-
dicas, desde por lo menos la década de 1920; y subrayo lo de reiteración, porque dicha
propuesta opera más en el plano de la reflexión teórica, de las experiencias univer-
sitarias y de algunos grupos especiales que en el plano de los servicios de salud, los
cuales –por lo menos en algunos aspectos significativos– suelen orientarse en un
sentido inverso de lo recomendado por los que analizan y reflexionan sobre la relación
médico/paciente y su papel dentro de los servicios de salud oficiales y/o privados.
La observación de sistemas de salud como el británico o el mexicano nos indica
que, pese a reconocer las críticas señaladas respecto de las características domi-
nantes en la relación médico/paciente y la necesidad de revertir la orientación de
los servicios de salud, lo que se desarrolla en los hechos es una tendencia a reducir
cada vez más el tiempo de la relación médico/paciente y especialmente el tiempo
dado a la palabra del paciente. Es decir que se potencian la tendencia histórica de la
biomedicina para establecer una relación asimétrica, y las dinámicas institucionales
actuales, que tienden a reforzar dicha orientación de la biomedicina más allá de
los discursos y reflexiones de analistas médicos, de los científicos sociales y de las
propias autoridades sanitarias. Así, por ejemplo, en el Instituto Mexicano del Seguro
Social (IMSS), que da atención a cerca del 50% de la población mexicana, la media
actual del tiempo de la segunda consulta y de las subsecuentes es de cinco minutos o
aún menos10 (Menéndez, 1990b; Salas, 1997).
La relación médico/paciente se caracteriza, especialmente en el primer nivel de
atención, pero también a nivel de especialidades, por la duración cada vez menor
del tiempo de la consulta, por reducir cada vez más la palabra del paciente, pero
también por reducir cada vez más la palabra del propio médico. En la mayoría de
las instituciones médicas oficiales mexicanas ya no se realizan historias clínicas en

10
Existen, por supuesto, orientaciones biomédicas que proponen otras formas de relación mé-
dico/paciente que posibilitan una mayor expresión de la palabra del paciente, pero que no de-
sarrollaremos en este trabajo.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 19


el primer nivel de atención o han sido reducidas a enumerar algunos datos eco-
nómico/demográficos y algunas características del tratamiento –generalmente la
enumeración de los tipos de fármacos y de las dosis prescriptas– consignándose
muy escasa información de tipo diagnóstica y de evolución del padecimiento.
La anamnesis médica casi ha desaparecido pese al reconocimiento técnico de su
utilidad; y así, por ejemplo, varios de los principales especialistas en alcoholismo a
nivel mexicano e internacional, como Velazco Fernández o G. Edwards, consideran
decisiva la profundización de la indagación clínica especialmente para el paciente
con alcoholismo crónico y/o dependiente, proponiendo incluso la necesidad de
desarrollar en el médico habilidades clínicas y existenciales especiales. Pero reco-
nociendo que ya no es posible realizarlas, pese a subrayar, sobre todo en el caso de
Edwards, que la anamnesis médica es decisiva para establecer un buen diagnóstico y
orientar eficazmente el tratamiento.
Antes de seguir con este análisis quiero indicar que no estoy proponiendo
ningún lamento por formas perdidas de “humanismo médico”, sino señalar algunas
tendencias actuales de la biomedicina, que desarrollan aspectos contrarios o diver-
gentes a los que las ciencias sociales y sobre todo la propia biomedicina, consideran
como óptimos en términos de la calidad de la atención.
Por lo tanto, observamos la reducción del tiempo de la relación médico/paciente
a través de la propia trayectoria histórica de la biomedicina, trayectoria que además
indicaría que el médico ha ido abdicando cada vez más de su propia capacidad y
posibilidad de detectar y analizar síntomas –y no solo signos– respecto de los pade-
cimientos, al referirlos cada vez más a indicadores objetivos. Actualmente, la posi-
bilidad de establecer diagnósticos y tratamientos no se deposita en el análisis de los
síntomas, ni en los signos detectados por el “ojo” y “mano” clínicos, sino en los signos
producidos por los diferentes tipos de análisis, es decir, por pruebas objetivas, lo cual
ha tenido consecuencias no solo para la relación médico/paciente sino también para
la identificación profesional del médico consigo mismo (Reiser, 1978).
La trayectoria de la biomedicina entre fines del siglo XIX y la actualidad se carac-
teriza por el paso de la hegemonía del síntoma focalizada en la palabra del paciente,
a la hegemonía del signo expresada cada vez más unilateralmente por el peso de las
“pruebas objetivas”.
Subrayo, para evitar malas interpretaciones, que no niego ni rechazo la impor-
tancia de contar con indicadores diagnósticos objetivos, sino que estoy analizando
las implicaciones que el desarrollo de determinados procesos pueden tener para la
biomedicina, para la relación médico/paciente y para la autoidentificación profe-
sional del médico, los cuales no pueden ser realmente reflexionados y compren-
didos si no se incluye la dimensión histórica, que sin embargo aparece excluida fre-
cuentemente de la reflexión y de la acción médicas. Y justamente la ahistoricidad es
otra de las características básicas del saber médico.
La exclusión de la dimensión histórica del saber médico adquiere características
especiales si la referimos a lo que actualmente es el núcleo de la relación médico/
paciente, es decir, la prescripción del tratamiento, que en gran medida es la pres-
cripción de medicamentos.

20 De sujetos, saberes y estructuras


Desde la perspectiva que estamos desarrollando, la inclusión de la dimensión
histórica posibilitaría observar los beneficios de la prescripción de determinados
fármacos para el abatimiento o control de determinados padecimientos, pero
también los efectos negativos de los mismos, tanto en términos de un uso inmediato
que evidencia una determinada eficacia, como en términos de un uso prolongado
que evidencia que dicha eficacia es momentánea, o que su aplicación podría generar
más problemas que su no utilización. Estos procesos no aparecen incluidos en la
formación profesional ni en la práctica médica como aspectos reflexivos de su inter-
vención, de tal manera que se genera un efecto interesante en la relación médico/
paciente, según el cual el personal de salud suele achacar a la ignorancia, falta de
educación y/o desidia de la población lo que, por lo menos en determinados casos,
fue consecuencia de un determinado uso médico original que la gente aprendió en
forma directa o indirecta a través del propio personal de salud.
Una simple y no demasiado profunda indagación histórica posibilitaría observar
que algunas formas incorrectas de utilizar los antibióticos, el disulfirán o el clorofe-
nicol durante el lapso 1940-1960, los pacientes las aprendieron del personal de salud.
Que el amamantamiento al seno materno fue cuestionado por las instituciones
médicas, incluso a nivel de sus organizaciones internacionales, durante las mismas
décadas, sobre todo por razones de higiene, e influyó junto con otros factores en el
reemplazo de la leche materna por las fórmulas lácteas.
Además, como sabemos, el consumo de ciertas drogas psicotrópicas actual-
mente consideradas adictivas fue facilitado por tratamientos médicos, incluso desde
la primera infancia. Los jarabes conteniendo codeína, la expansión del consumo
de ritalina y el uso indiscriminado de diazepam en instituciones médicas oficiales
mexicanas, no deberían desconectarse del incremento del consumo de sustancias
consideradas adictivas.
La aplicación de la dimensión histórica posibilitaría observar la gran cantidad
de éxitos farmacológicos generados desde la biomedicina, pero también la cantidad
de usos incorrectos que la población aprendió directa o indirectamente de la inter-
vención médica, entre ellos el de la polifarmacia. Si bien este aspecto lo retoma-
remos luego, al hablar de la automedicación, me interesa subrayar la exclusión de
la dimensión histórica porque dicha exclusión cumple varias funciones, entre ellas
favorecer la omisión no solo de los efectos negativos de la prescripción médica, sino
de su notoria influencia en el uso de la automedicación por la población. Lo cual, y
lo recuerdo, no es un hecho del pasado, sino que sigue vigente, como es el caso del
mal uso de antibióticos por parte del personal de salud en los tratamientos de gas-
troenteritis, lo que ha sido observado reiteradamente a través de estudios realizados
recientemente en países subdesarrollados y desarrollados.
Por último, y como expresión privilegiada de lo que estamos señalando, la ahis-
toricidad posibilita dejar de lado uno de los procesos más trabajados por las ciencias
sociales, la psiquiatría crítica y en menor medida la medicina social: el denominado
proceso de medicalización, al cual ya nos hemos referido. Dicho proceso, primero
a través de padecimientos psiquiátricos y luego de enfermedades crónico/degene-
rativas y de “violencias”, ha evidenciado –entre otros procesos– la capacidad de la

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 21


biomedicina para construir (inventar) síndromes que dan lugar no solo a la elabo-
ración de criterios diagnósticos y de historias naturales de las enfermedades, sino
también a la propuesta de tratamientos en gran medida basados en medicamentos.
Como ya lo señalamos, los procesos de medicalización fueron intensamente
estudiados desde la década de 1950 y especialmente desde la década de 1960 hasta la
actualidad, y si bien observamos énfasis diferentes a lo largo de dicho período, existe
sin embargo una notable continuidad en poner de manifiesto que determinadas
enfermedades han sido construidas por el propio saber médico, o por lo menos se
acentuaron rasgos de las mismas para justificar intervenciones por razones econó-
micas, de control profesional o de control político.
Desde los trabajos antipsiquiátricos que plantearon “la manufactura de las enfer-
medades mentales” hasta las “disease mongering” actuales, pasando por las inter-
naciones psiquiátricas forzadas aplicadas en la antigua URSS, las intervenciones
quirúrgicas innecesarias o los padecimientos inventados o hipertrofiados como la
hiperkinesis infantil, observamos una línea dominante, que no solo fue descripta
por científicos sociales, sino también, en gran medida por médicos clínicos.
Durante la década de 1990 y los primeros años del 2000 se han subrayado espe-
cialmente los aspectos económicos del proceso de medicalización, describiendo la
patologización y medicalización de comportamientos cotidianos, y la conversión de
factores de riesgo en cuasi-enfermedades que, en ambos casos, requieren de trata-
mientos específicos, especialmente de tipo farmacológico.
Esta corriente de estudios ha dado lugar a la acuñación, a fines de la década de
1990 del término “disease mongering”, que ha sido traducido al español como “tráfico
de enfermedades inventadas” o “negocio de enfermedades inventadas”. Si bien
este tipo de “enfermedades” ha sido impulsado por la industria químico-farma-
céutica, no cabe duda que la biomedicina tanto a nivel privado como oficial tiene
un papel determinante en su legitimación, expansión y uso. Son médicos los que
han “inventado” –o si se prefiere reorganizado– criterios diagnósticos e indicadores
de riesgo, y son médicos los que diagnostican dichos padecimientos y prescriben
medicamentos –o intervenciones quirúrgicas– específicos.
Como ya indicamos, uno de los mecanismos más utilizados en la actualidad
para medicalizar comportamientos es el de establecer umbrales de riesgo cada vez
menores respecto de los niveles de glucosa o de colesterol, lo cual se traduce en la
necesidad de prevenir a través de medicamentos, en forma cada vez más temprana,
constituyéndose no solo en parte de las prácticas privadas de atención, sino en parte
de las políticas de las instituciones oficiales, como lo hemos podido observar en
México a través de las políticas y actividades preventivas aplicadas especialmente a
partir de 2003/2004. De tal manera que, pacientes que hasta ahora no eran conside-
rados diabéticos o con problemas cardíacos en función de los indicadores de riesgo
que se manejaban biomédicamente, siguen sin ser considerados “enfermos”, pero se
les recomienda preventivamente desarrollar ciertas conductas saludables y también
utilizar determinados medicamentos.
La revisión histórica de estos procesos de medicalización evidencia que los
mismos generan construcciones profesionales “innecesarias” desde el punto de vista

22 De sujetos, saberes y estructuras


del paciente; que dichas propuestas y acciones son parte de los procesos de hege-
monía/subalternidad que se juegan a través de las instituciones biomédicas, así como
tienen que ver con procesos económico/financieros en los cuales están coludidas las
empresas químico/farmacéuticas, las corporaciones médicas empresariales y, fre-
cuentemente, el sector salud. Pero, además, dichos procesos deben ser descriptos
y analizados para entender los tipos de autoatención –incluida la automedicación–
que son usados por los pacientes.
Tal vez los aspectos más excluidos por la biomedicina son los que corresponden
al campo cultural. Si bien el personal de salud suele reconocer la significación de
la pobreza, del nivel de ingresos, de la calidad de la vivienda o del acceso al agua
potable como factores que inciden en el proceso de s/e/a, sin embargo, sobre todo
en los últimos años, ha disminuido no tanto el reconocimiento, sino la inclusión de
los factores religiosos o de las creencias populares respecto del proceso de s/e/a por
parte de la biomedicina.
Mientras hace unos cuarenta o cincuenta años, sobre todo la orientación salu-
brista, reparaba en la importancia de los factores culturales generalmente como
mecanismos negativos o como procesos que indicaban determinadas tendencias
patologizantes en un grupo social determinado, en la actualidad dichos factores han
sido cada vez más excluidos de las acciones prácticas. En las décadas de 1940, 1950
y 1960, una parte del salubrismo reconocía que ciertas creencias culturales podían
oponerse a la expansión biomédica, idea que opera en la actualidad, por ejemplo,
respecto de los programas de planificación familiar o respecto del uso de protec-
ciones en las relaciones sexuales; pero mientras en dichas décadas se pensaba en
cómo modificar culturalmente los saberes populares, actualmente se piensa a través
de qué mecanismos administrativos y médicos puede generarse esta modificación,
para lo cual se proponen diferentes estrategias que van desde la estimulación eco-
nómica al equipo de salud para elevar el número de mujeres “controladas”, que
incluye la aplicación de esterilizaciones femeninas. y en menor medida masculinas,
frecuentemente sin consentimiento informado, hasta la aplicación de programas
contra la pobreza donde la planificación familiar aparece como uno de los objetivos
básicos de la solución de la misma o por lo menos de reducción de algunas caracte-
rísticas consideradas simultáneamente como su efecto/causa. Es decir, que el equipo
de salud y/o el de desarrollo social, más que actuar sobre las condiciones culturales,
opera a través de acciones médicas que incluyen la estimulación económica.
La dimensión cultural es cada vez menos utilizada, salvo respecto de ciertos
padecimientos, aunque debe subrayarse que los que más se suele tomar en cuenta
son los procesos sociales y no los culturales, aun en el caso del VIH-sida o de las
adicciones. En las décadas de 1950 y 1960 toda una corriente epidemiológica se pre-
ocupó por detectar y establecer en América Latina cuáles eran los patrones culturales
de consumo de sustancias adictivas, que en aquella época se centraban básicamente
en el alcohol, lo cual contrasta con las tendencias epidemiológicas actuales respecto
de las adicciones–incluido el alcohol–, donde esta orientación ha desaparecido y no
ha sido reemplazada por ninguna otra búsqueda de factores y procesos culturales.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 23


Pero en el caso de México además observamos que, por lo menos una parte de
los epidemiólogos especializados en adicciones, hablan de la importancia de los
comportamientos culturales para la prevención de determinado problema, pero sin
generar las investigaciones para obtener este tipo de información, y menos aún la
aplicación de acciones de tipo cultural (Menéndez, 1990b; Menéndez & Di Pardo,
1996, 2003).
No obstante, es importante subrayar que tanto hace cuarenta años como en la
actualidad la biomedicina utilizó y utiliza la dimensión cultural sobre todo para evi-
denciar aspectos negativos de la población. Tiende a señalar cómo los factores cul-
turales favorecen el desarrollo de padecimientos o se oponen a prácticas biomédicas
que podrían abatirlos o por lo menos reducirlos, pero no se incluyen las formas
de atención “culturales” que podrían ser utilizadas favorablemente para abatir los
daños. Si bien el uso de algunas de estas formas de atención, sobre todo las conside-
radas “tradicionales”, fue propuesto por las estrategias de atención primaria y se han
generado investigaciones al respecto, las mismas en el caso de México han sido esca-
samente impulsadas por el sector salud, salvo en contextos específicos y reducidos, y
sobre todo en función de una concepción de ampliación de cobertura a bajo costo y
para poblaciones marginales rurales.
Es a través de tomar en cuenta los procesos y factores culturales que podemos
observar la existencia de otras formas de atención de la enfermedad, cuyas princi-
pales diferencias radican no solo en el tipo de técnicas utilizadas sino también en el
sentido y significado cultural con que se las utiliza, residiendo en ello gran parte de
su función cultural más allá de su eficacia específica.
Podría seguir enumerando otros rasgos de lo que denomino modelo médico
hegemónico, a través de los cuales observar procesos que explicarían el distancia-
miento, subordinación, exclusión o negación de otros saberes y formas de atención
por parte de la biomedicina, pero para concluir me referiré a una característica a
través de la cual la biomedicina se diferencia con fuerza de la mayoría de las otras
formas de atención. Y me refiero a su identificación con la racionalidad científica,
expresada sobre todo a través de la ya citada dimensión biológica. Es en este rasgo
donde se sintetiza, a través de la autoidentificación profesional con “la ciencia”, la
exclusión de las otras formas identificadas justamente con criterios no científicos
y con la dimensión cultural. Si bien la eficacia, la eficiencia o las condiciones de
atención de la biomedicina constituyen criterios importantes, el criterio decisivo
refiere a la racionalidad científico/técnica.
El conjunto de las características –y de las funciones– del MMH, y no cada carac-
terística en sí misma, tiende a establecer una relación de hegemonía/subalternidad
de la biomedicina respecto de las otras formas de atención no biomédicas, de tal
manera que tiende a excluirlas, ignorarlas o estigmatizarlas, aunque también a una
aceptación crítica o incluso a una apropiación o a un uso complementario sobre
todo de ciertas técnicas, pero siempre con carácter subordinado.
Reitero que no niego la importancia de la investigación biomédica, ni los aportes
de la farmacología, ni la capacidad de detección diagnóstica a través de pruebas e
indicadores objetivos, sino que lo que me interesa señalar es que los usos de estas

24 De sujetos, saberes y estructuras


y otras características e instrumentos contribuyen a excluir, negar o secundarizar
los otros saberes y formas de atención no biomédicos a través de criterios que solo
refieren a la dimensión científica del proceso de s/e/a11.
Este proceso adquiere un cariz especial en el caso de las relaciones que se esta-
blecen entre la biomedicina y la autoatención de los padeceres, ya que a través de
dichas relaciones se generan con mayor frecuencia conflictos tanto a nivel de la
relación médico/paciente como de la relación sector salud/conjuntos sociales. Lo
cual ocurre por dos razones básicas: porque la autoatención es la forma de atención
a la enfermedad más frecuentemente utilizada por los grupos sociales, y porque la
autoatención es parte de la mayoría de los usos de las otras formas de atención, y en
particular de la atención biomédica.
Estas afirmaciones, que sustento a través de nuestras propias investigaciones
y de estudios desarrollados por otros investigadores orientados por este enfoque,
parten de considerar la autoatención a través de toda una serie de características
que analizaré más adelante, pero sobre todo de observarla como proceso, lo cual se
diferencia de las investigaciones generadas desde la biomedicina que la consideran
como una entidad en sí y solo referida a actividades muy específicas, lo cual conduce
a un notorio subregistro de las actividades de autoatención incluso en sus inves-
tigaciones sobre este proceso, y a no captar su papel constante y frecuentemente
decisivo en el proceso de articulación de las diferentes formas de atención y espe-
cialmente con la biomedicina.

Autoatención como proceso estructural

La autoatención constituye una de las actividades básicas del proceso salud/enfer-


medad/atención, siendo la actividad nuclear y sintetizadora desarrollada por los
sujetos y grupos sociales respecto de dicho proceso. La autoatención constituye una
actividad constante aunque intermitente, desarrollada a partir de los propios sujetos
y grupos en forma autónoma o teniendo como referencia secundaria o decisiva a las
otras formas de atención. La autoatención puede ser parte de las acciones desarro-
lladas por las otras formas de atención, dado que frecuentemente es un paso nece-
sario en la implementación de las mismas.
Por autoatención nos referimos a las representaciones y prácticas que la población
utiliza a nivel de sujeto y grupo social para diagnosticar, explicar, atender, controlar,
aliviar, aguantar, curar, solucionar o prevenir los procesos que afectan su salud en
términos reales o imaginarios, sin la intervención central, directa e intencional de
curadores profesionales, aun cuando éstos pueden ser la referencia de la actividad de
autoatención, de tal manera que la autoatención implica decidir la autoprescripción
y el uso de un tratamiento en forma autónoma o relativamente autónoma. Es decir
que la autoatención refiere a las representaciones y prácticas que manejan los sujetos

Es obvio que en este proceso de secundarización y exclusión inciden factores de tipo ocupacio-
11

nal y de competencia en el mercado.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 25


y grupos respecto de sus padeceres, incluyendo las inducidas, prescriptas o pro-
puestas por curadores de las diferentes formas de atención, pero que en función de
cada proceso específico, de las condiciones sociales o de la situación de los sujetos
conduce a que una parte de dicho proceso de prescripción y uso se autonomice, por
lo menos en términos de autonomía relativa.
Pero la autoatención puede ser pensada en dos niveles, uno amplio y otro res-
tringido. El primer nivel refiere a todas las formas de autoatención que se requieren
para asegurar la reproducción biosocial de los sujetos y grupos a nivel de los micro-
grupos y especialmente del grupo doméstico. Formas que son utilizadas a partir
de los objetivos y normas establecidos por la propia cultura del grupo. Desde esta
perspectiva podemos incluir no solo la atención y prevención de los padecimientos,
sino también las actividades de preparación y distribución de alimentos, el aseo
del hogar, del medio ambiente inmediato y del cuerpo, la obtención y uso de agua,
etc. Son parte de la autoatención el aprendizaje de la relación con la muerte en los
diferentes términos prescriptos por cada cultura, que pueden incluir el cuidado del
sujeto moribundo, el ayudar a morir, o el manejo del cadáver en función del sistema
de creencias. La autoatención tal como la estamos definiendo, más allá de que ciertos
actos se expresen fenoménicamente a través de individuos, refiere a microgrupos y
especialmente a aquellos que más inciden en los procesos de reproducción biosocial
y que incluyen sobre todo al grupo doméstico, pero también al grupo de trabajo, al
grupo de adolescentes, etc.
La definición restringida refiere a las representaciones y prácticas aplicadas
intencionalmente al proceso de s/e/a. Por supuesto que es difícil establecer un
claro corte entre algunas actividades de la autoatención en sentido amplio y en
sentido restringido, pero debemos asumir que este corte–como casi todo corte de
tipo metodológico– opera como un mecanismo de ordenamiento de la realidad, y
que en consecuencia dicho corte excluye –por supuesto que metodológicamente–
determinados hechos, como por ejemplo la permeabilidad entre diferentes tipos de
actividades. Desde una perspectiva procesual, por ejemplo, la crianza de los hijos
supone desarrollar y aplicar saberes a toda una serie de aspectos de la realidad (ama-
mantamiento, otros tipos de alimentación, aseo, control de esfínteres, formas de
descanso incluidas las horas y tiempos de sueño, aprendizaje de relaciones micro-
grupales básicas, y un espectro enorme de otros comportamientos), y varios de estos
comportamientos refieren en forma general o específica a procesos de s/e/a, pero
entramados a través de los mismos saberes.
Por lo tanto, el corte metodológico, si bien suele ser arbitrario, posibilita concen-
trarnos justamente en la autoatención de tipo restringida, pues es la que nos interesa
analizar, pero a partir de asumir que en los procesos concretos aparecerán incluidos
aspectos de la autoatención ampliada.
La autoatención suele ser confundida o identificada por la biomedicina exclusi-
vamente con la automedicación, es decir, con la decisión más o menos autónoma de
utilizar determinados fármacos para tratar determinados padecimientos sin inter-
vención directa y/o inmediata del médico o del personal de salud habilitado para
ello. Pero la automedicación solo es parte de la autoatención, y el haber reducido la

26 De sujetos, saberes y estructuras


autoatención a automedicación es justamente un efecto del saber biomédico, como
veremos luego.
Además, desde nuestra perspectiva, consideramos que la automedicación no
refiere solo a la decisión de utilizar determinados tipos de fármacos desarrollados
por la industria químico/farmacéutica (IQF), sino a todas las sustancias (infusiones
de hierbas, alcohol, marihuana, etc.), así como otras actividades de muy diferente
tipo (cataplasmas, ventosas, masajes, etc.), que son elegidas y usadas por los sujetos
y microgrupos con autonomía relativa para actuar respecto de sus padeceres o para
estimular determinados comportamientos. Por su parte, la biomedicina piensa
la automedicación casi solo a través de los fármacos producidos por la industria
químico/farmacéutica (IQF), la cual, si bien actualmente es una de las prácticas más
extendidas de automedicación en numerosos grupos sociales, no por ello la auto-
medicación refiere exclusivamente a estos, sino que forma parte de las diferentes
actividades de autoatención.
Otro término que se utiliza como equivalente de autoatención es el de “auto-
cuidado”, desarrollado desde la biomedicina y desde el salubrismo especialmente
a partir del concepto estilo de vida, de tal manera que por autocuidado se suelen
entender las acciones desarrolladas por los individuos para prevenir el desarrollo de
ciertos padecimientos y para favorecer ciertos aspectos de salud positiva. El uso de
este concepto por el sector salud es marcadamente individualista, y se diferencia del
de autoatención, que, si bien incluye la experiencia y trayectoria de los sujetos, tiene
un carácter grupal y social por lo menos en términos referenciales. Considero que el
concepto de autocuidado es una variante del de autoatención, impulsado a través de
determinadas ideologías no solo técnicas sino también sociales, que solo toman en
cuenta al individuo. Desde mi perspectiva, las actividades de automedicación y de
autocuidado son parte del proceso de autoatención, pero no su equivalente, ya que
autoatención no solo constituye el concepto y proceso más inclusivo, sino que aun
refiriéndose a un sujeto tiene siempre como referencias entidades grupales12.
Como ya señalé, la biomedicina critica y se opone a la autoatención casi exclusi-
vamente en términos de automedicación. El personal de salud considera casi uná-
nimemente que la automedicación es negativa o perniciosa, que es producto de la
falta de educación o de la ignorancia, y tiende a identificarla como un comporta-
miento de los estratos sociales más bajos. Dicha evaluación surge generalmente de la
propia experiencia clínica o de la tradición oral institucional, así como de la posición

12
Para algunos autores el autocuidado tendría implicaciones preventivas o de potencializar la
salud en términos de la denominada “salud positiva”, mientras que la autoatención referiría a
acciones de tipo asistencial. Personalmente considero que tanto la autoatención como el auto-
cuidado pueden desarrollar ambos tipos de actividades, y la diferencia radica en el énfasis dado
a lo individual por las propuestas de autocuidado, y la orientación hacia la salud colectiva que
caracteriza la propuesta de autoatención. Para los que utilizan el concepto de autocuidado es el
estilo de vida individual el que posibilitaría reducir o eliminar las conductas de riesgo respecto
de fumar tabaco, beber alcohol o comer carnes rojas, pero esta concepción del autocuidado y del
estilo de vida suelen excluir las condiciones socioeconómicas de vida que hacen posibles reducir
dichos riesgos.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 27


del sector salud frente a la automedicación, pero no de investigaciones sistemáticas
sobre lo negativo o beneficioso de la automedicación. En los países europeos y ame-
ricanos contamos con muy escasas investigaciones al respecto13.
En general la biomedicina y el sector salud solo han señalado los efectos nega-
tivos de la automedicación, denunciando recurrentemente su papel en el desarrollo
de resistencias al efecto de ciertos medicamentos sobre los vectores de determi-
nados padecimientos o las consecuencias cancerígenas –o de otro tipo– debido al
uso indiscriminado de sustancias como el clorofenicol. No obstante, casi no existen
investigaciones, especialmente estudios de seguimiento de actividades de autome-
dicación en el caso de las enfermedades crónicas, para establecer si realmente la
automedicación tiene consecuencias negativas o positivas. Si bien la crítica a la auto-
medicación es relativamente antigua, la misma se ha incrementado en las últimas
décadas debido a que habría aumentado la automedicación con fármacos, y a que
una parte de estos tendrían consecuencias más negativas que los fármacos antiguos
dadas las características “más agresivas” de las sustancias que los constituyen, a la
especificidad del medicamento y a un uso cada vez más indiscriminado14.
Pero más allá de que los cuestionamientos biomédicos sean o no correctos, me
interesa subrayar la visión unilateralmente negativa de la biomedicina hacia la autoa-
tención y automedicación, así como la noción de que la misma se ha incrementado,
lo cual contrasta con las numerosas actividades de autoatención que impulsó y sigue
impulsando el sector salud. Considero que la biomedicina ha desarrollado una relación
contradictoria y escotomizante respecto del proceso de autoatención, dado que por
una parte lo cuestiona en términos de automedicación, mientras por otra impulsa
constantemente actividades de autocuidado y de otras formas de autoatención.
Para evaluar lo señalado voy a precisar algunos aspectos del proceso de autoa-
tención que posibilite entender lo que estoy proponiendo. En primer lugar, con-
sidero a la autoatención como un proceso estructural, constante, aunque en continuo
proceso de modificación. Dicho carácter estructural –observado especialmente a
nivel de sujetos y microgrupos– deviene de algunos hechos básicos.
El primero es que la autoatención constituye uno de los procesos básicos para
asegurar el proceso de producción y reproducción biosocial y sociocultural de los
sujetos y grupos, lo cual puede observarse especialmente a través de los procesos
de s/e/a Todo pequeño grupo, y en particular el grupo doméstico, se caracteriza por
la frecuencia, recurrencia y continuidad de episodios de enfermedades, padeceres,
daños y/o problemas que afectan la salud de uno o más miembros de dichos micro-
grupos. La mayoría de estos episodios son leves, agudos y transitorios, y pueden

13
En nuestra revisión de la bibliografía generada respecto del autocuidado, automedicación y
autoatención para los lapsos 1951-1980 y 1981-2000 detectamos muy escasos trabajos sobre au-
toatención desde la perspectiva que estamos desarrollando. La mayoría consideran a la autome-
dicación como práctica popular negativa y desconectada de la biomedicina y del SS.

Es obvio que la alta peligrosidad de algunos medicamentos no es solo una cuestión reciente,
14

dado que algunos fármacos de antigua elaboración eran simultáneamente medicinas y venenos,
dependiendo dicha consecuencia de la dosis consumida.

28 De sujetos, saberes y estructuras


hallar solución o por lo menos alivio a través de las acciones de los miembros del
grupo. Junto a estos padecimientos siempre han existido enfermedades crónicas
que, para que no se traduzcan en muerte prematura, requieren que el sujeto y su
microgrupo se constituyan en partes activas del proceso de atención, dado que sobre
todo para algunos padecimientos la autoatención es decisiva para la sobrevivencia
y/o para la calidad de vida del sujeto enfermo.
El núcleo de la existencia y continuidad de la autoatención refiere a la frecuencia
de padeceres agudos de muy diferente tipo, a la existencia e incremento de enfer-
medades crónicas físicas y mentales, a la búsqueda de estimulaciones psicofísicas
con diferentes objetivos, de tal manera que toda sociedad necesita desarrollar
saberes específicos a nivel de los grupos donde emergen estos padecimientos o estos
objetivos de vida, estableciendo incluso una división del trabajo especialmente en el
grupo familiar donde la mujer en su rol de esposa/madre es la que se hace cargo del
proceso de s/e/a de sus miembros.
La mujer es la encargada de diagnosticar el padecimiento, de manejar por lo
tanto indicadores diagnósticos, de establecer una evaluación de la gravedad o
levedad del caso. Desarrolla nociones sobre la evolución de los padeceres, así como
frecuentemente sobre la variedad estacionaria de determinadas enfermedades. Será
ella la que implemente los primeros tratamientos, así como decidirá por su cuenta
o de acuerdo con otros miembros del grupo familiar la demanda de atención, que
puede iniciar por la consulta con personas de su inmediato espacio social, y con-
tinuar con el tipo de curador considerado más adecuado, y cuya consulta dependerá
de los recursos económicos y culturales del grupo, y de la infraestructura de ser-
vicios existente15.
La autoatención casi siempre es la primera actividad que el microgrupo realiza
respecto de los padeceres detectados, y esa actividad no incluye inicialmente ningún
curador profesional, aun cuando pueda inicialmente consultar a algún miembro de
los actores familiares y sociales (vecinos, compañeros de trabajo) inmediatos, pero
que no desempeña ninguna actividad como curador profesional.
Es a partir de lo que acontece en la autoatención y, por supuesto, en la evolución del
padecimiento, así como en función de las condiciones socioeconómicas y culturales
ya señaladas, que el sujeto y su microgrupo deciden consultar o no a curadores profe-
sionales de una de las formas de atención que reconocen y aceptan, y por supuesto a
las que pueden acceder en términos económicos, pero también socioculturales.
La decisión de ir a consultar a un curador profesional, y una parte de las activi-
dades que se realizan luego de la consulta, constituyen también parte del proceso de
autoatención. Luego de la primera consulta puede decidirse la consulta inmediata
o postergada con otro curador del mismo tipo o de otra forma de atención, y esta

15
Subrayo que lo que describo es la fenomenología de la autoatención al interior del grupo do-
méstico, según la cual en todos los contextos sociales la autoatención se desarrolla sobre todo a
través de la mujer en su rol de esposa/madre. Esta descripción no pretende perpetuar esta situa-
ción, sino indicar que así opera en la realidad actual.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 29


decisión, al igual que lo que ocurre luego de la consulta, también es parte de este
proceso.
La decisión de consultar curadores profesionales se hace desde determinados
saberes y determinadas experiencias que van a incidir en el tratamiento y en la
relación curador/paciente. El sujeto y su grupo pueden consultar a uno o más cura-
dores y servicios, pero siempre a partir del núcleo de autoatención. De allí que la
autoatención no debe ser pensada como un acto que los sujetos y grupos desarrollan
aislada y autónomamente, sino como un proceso transaccional entre estos y las dife-
rentes formas de atención que operan como sus referentes. Más aún, será el sujeto y
su grupo los que a través de la carrera del enfermo articulen, a partir de las caracte-
rísticas de cada grupo y de cada padecer, las diferentes formas de atención, pero en
función de esta experiencia.
Es el proceso de autoatención el que articula las formas existentes, más allá de que
estas tengan interacciones directas entre sí. La mayoría de las formas de atención,
incluida la biomédica, permanecen frecuentemente ignorantes de una carrera del
enfermo que articula diferentes formas y hasta sistemas de atención con el objetivo
de hallar una solución a sus problemas. Esto es en gran medida debido a que la rea-
lidad social es pensada y analizada como acto y no como proceso. De esta forma la
autoatención es potencialmente siempre parte de un proceso que incluye los actos
no solo de los sujetos y microgrupos, sino también de los diferentes curadores que
intervienen en dicho proceso. La tendencia arelacional que ha dominado el estudio
del proceso s/e/a tiende a colocar el acento sobre cada actor en sí, en lugar de colocarlo
sobre el proceso relacional que incluye todos los actores significativos que intervienen.
El conjunto de las actividades y articulaciones que estoy señalando se dan poten-
cialmente en todo grupo y sujeto más allá de su nivel educacional y económico,
aunque estos y otros factores –como ya vimos– inciden en las características espe-
cíficas que tendrá el proceso de atención. No cabe duda que la gravedad o agra-
vamiento de una enfermedad, su complejidad, la necesidad de aplicar tecnologías
sofisticadas, la existencia o no de cobertura de las diferentes formas de atención y
la pertenencia a algún sistema de seguridad social incidirán en el tipo de atención y
autoatención desarrollado. Tampoco cabe duda respecto de que los factores econó-
micos inciden en la automedicación, pero sin constituir el factor determinante de la
misma, como sostienen numerosos autores.
Considero que la autoatención se constituye estructuralmente no solo por las
razones señaladas, sino porque implica la acción más racional, en términos cultu-
rales, de estrategia de supervivencia e incluso de costo/beneficio no solo de tipo eco-
nómico sino también de tiempo por parte del grupo, en la medida que asumamos
en toda su envergadura la incidencia y significación que tienen para su vida cotidiana
la frecuencia y recurrencia de los diferentes tipos de padeceres que amenazan real o
imaginariamente a los sujetos y microgrupos.
Desde esta perspectiva y para tener noción cabal de lo que estamos propo-
niendo, debo precisar que cuando hablamos de padeceres nos estamos refiriendo
a una extensa variedad que va desde dolores episódicos de cabeza, dolores muscu-
lares leves, temperaturas poco elevadas, resfríos o escozores transitorios, pasando

30 De sujetos, saberes y estructuras


por dolores del alma, estados de tristeza, ansiedades, o pesares momentáneos. Toda
una serie de dolores devenidos de golpes, accidentes o relaciones sociales operan
durante parte del día o la semana en algunos de nosotros. Es decir que hay toda
una serie de padeceres que el sujeto experimenta y autoatiende de alguna manera a
través de cada día. Respecto de estos padeceres, puede no hacer nada, o solo hablarlo
con alguien, dejando que el trascurso del tiempo los solucione, lo cual también es
parte de las acciones de autoatención. Todos estos padeceres son atendidos y solu-
cionados a través de la autoatención, a menos que se agraven o que su reiteración
y/o continuidad preocupe al sujeto y su grupo. Debemos recordar que en la primera
infancia algunas enfermedades gastrointestinales y respiratorias agudas, así como
algunos padecimientos populares y tradicionales, son constantes, y también tienden
a ser atendidos al interior del grupo, y solo se pasa a consulta con un curador cuando
cobran determinado nivel de gravedad establecido por el propio grupo.
Pero, además de estos padecimientos, el paso a primer plano de las enfermedades
crónico/degenerativas y de las invalideces ha conducido a que parte del tratamiento
de las mismas sea implementado por el enfermo y/o por su grupo, dado que si no
lo hacen se reducirá significativamente su esperanza de vida. De tal manera que la
mayoría de las acciones respecto de los padecimientos agudos y crónicos se rea-
lizan en forma autónoma o articulada con otras formas de atención, a través de la
autoatención.
El conjunto de estas acciones supone la existencia de un saber respecto del
proceso de s/e/a dentro de los microgrupos y especialmente de los grupos domés-
ticos, que más allá de lo erróneo o correcto de sus explicaciones causales, diagnós-
ticos provisorios o tipo de tratamiento, implica sobre todo la existencia de este saber,
que se ejercita constantemente a través de diferentes tipos de padeceres, y es a partir
de este saber que se establecen las relaciones transaccionales con las otras formas de
atención. Cuando un sujeto va al médico, a un quiropráctico, a una curandera o a un
sanador new age, va generalmente con un diagnóstico provisional del padecimiento
por el cual recurre a dicho curador. Y lo que subrayo, más allá de lo equivocado o
certero del diagnóstico, así como de lo preciso o difuso de él, es la existencia de esta
actividad diagnóstica ejercida por el propio sujeto y su microgrupo.
El diagnóstico presuntivo establecido por el propio sujeto y su grupo es parte de
la autoatención, y desde nuestra perspectiva constituye una posibilidad de articu-
lación en la medida en que la biomedicina vea los procesos de autoatención como
procesos a través de los cuales trabajar y no como procesos a cuestionar. Desde esta
perspectiva hemos hecho varios ejercicios en España con médicos que operan en
el primer nivel de atención, para que desde el inicio trabajen con el diagnóstico
presuntivo del paciente solicitándoselo y desarrollando la primera consulta a través
del profesional, no solo para incluir toda una gama de información, sino sobre todo
para trabajar con el paciente a partir de sus propias claves, pero articuladas con los
objetivos biomédicos. Dichas experiencias evidenciaron justamente esta posibilidad.
En una evaluación sobre los resultados de un proyecto de investigación/acción,
aplicado en una zona palúdica ecuatoriana de población básicamente amerindia, los
investigadores compararon el autodiagnóstico de las personas que habían tenido

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 31


malaria con el diagnóstico profesional y encontraron que coincidían en un 80%
de los casos, concluyendo que el autodiagnóstico tiene un buen valor predictivo
(Kroeger et al., 1991, p. 290). Más aún, dicho proyecto impulsó el autotratamiento
contra la malaria basado en el uso de fármacos complementado con plantas medi-
cinales tradicionales.
Debemos aclarar que la autoatención y la automedicación no refieren solo a la
intervención sobre los padeceres, sino también a la aplicación de tratamientos, al
consumo de sustancias o a la realización de actividades que, según los que las usan,
posibilitarían un mejor desempeño deportivo, sexual o laboral. Son sustancias y
acciones que no solo posibilitarían salir de la angustia, de la depresión o del dolor,
sino que además permitirían ciertos rendimientos y goces. Desde esta perspectiva, las
diferentes formas de adicción pueden ser consideradas parte del proceso de autoa-
tención (Menéndez, 1982, 1990b; Menéndez & Di Pardo, 2003; Romani & Comelles,
1991). Más aún, toda una serie de actividades impulsadas sobre todo en los últimos
años y relacionadas con el desarrollo de ciertos estilos de vida, tratan de obtener
determinados beneficios físicos y mentales a través de correr todas las mañanas, o
todas las tardes –dado que por lo menos en algunas sociedades las noches se han
tornado peligrosas–, de ir día por medio al gimnasio, de beber entre dos y tres litros
de agua diarios, de practicar yoga o de realizar ciertos ejercicios zen.
Los grupos domésticos desarrollaron estructuralmente lo que ahora se denomina
“cuidador”, es decir aquel miembro del grupo que cuida especialmente a los niños y
a los ancianos en su vida cotidiana, incluyendo especialmente el cuidado del sujeto
durante sus enfermedades, sus discapacidades y/o limitaciones generadas por el
envejecimiento. El rol del cuidador también recayó en la mujer y es parte de una
serie de actividades de autoatención que son parte del proceso s/e/a. Como, por
ejemplo, las que se generan durante la convalecencia de una enfermedad y que bási-
camente se desarrollaron también dentro del grupo doméstico y en gran medida a
través del rol del cuidador.
Lo que estamos señalando es obvio, pero no es tan obvio pensarlo en términos
de autoatención, y menos aún reconocer su papel decisivo en la recuperación del
paciente. Diversos estudios evidenciaron a partir de la década de 19870 el papel
positivo de las redes familiares, e incluso demostraron que durante el período de
convalecencia dichas redes tienen más importancia que el sistema de atención bio-
médico (Smith, 1982).
Desde la perspectiva que estamos desarrollando, la automedicación refiere no
solo al consumo autónomo de aspirinas, antibióticos o psicotrópicos en calidad de
fármacos, sino también al consumo de anabólicos, de infusiones de boldo o de tila,
o de alcohol en determinadas situaciones. Será la intencionalidad con que se utilice
cualquiera de estas sustancias la que le dé el carácter de automedicación.
Hay toda una serie de procesos sociales, económicos e ideológicos que han
impulsado determinadas formas de autoatención en las sociedades actuales.
Generalmente se sostiene que el desarrollo de la industria químico/farmacéutica
y la publicidad tienen que ver centralmente con esta tendencia al consumo de deter-
minados productos; también se ha señalado que el desarrollo de determinadas

32 De sujetos, saberes y estructuras


ideologías en busca de una salud y juventud más o menos permanente, o de ciertos
equilibrios psicofísicos ligados o no a concepciones religiosas y/o consumistas, han
impulsado determinadas formas de autoatención y automedicación.
Pero también toda una serie de grupos organizados a partir de un padecimiento
(Alcohólicos Anónimos –AA–, Neuróticos Anónimos NA, clubes de diabéticos, etc.)
o desarrollados a partir de reivindicar su identidad diferencial (movimiento femi-
nista, movimiento gay) han impulsado procesos y técnicas de autoatención, de tal
manera que los grupos de AA impulsan la abstinencia absoluta a partir de definir
el alcoholismo como enfermedad, pero excluyendo programáticamente la inter-
vención biomédica, y las “clínicas libres” feministas norteamericanas impulsaron
la autoinspección del aparato reproductivo femenino y de los senos con objetivos
diagnósticos y terapéuticos. Por lo tanto, debemos reconocer la existencia de muy
diferentes sectores sociales y de objetivos personales, grupales y de movimientos
sociales que potencian la autoatención, incluida la automedicación.

La biomedicina como generadora de autoatención

Hasta ahora he tratado de demostrar que hay una intensa y constante relación entre
las formas y saberes biomédicos y los de autoatención, a partir de procesos impulsados
sobre todo por las necesidades, objetivos y/o deseos de los sujetos y grupos. Si bien cada
grupo incluye en sus actividades de autoatención explicaciones y, sobre todo, prácticas
y productos devenidos de diferentes fuentes, debe asumirse que la biomedicina cons-
tituye actualmente una de las principales fuentes de las actividades de autoatención.
Como ya he señalado, la biomedicina cuestiona y/o ve negativamente la autome-
dicación, a la que considera responsable de toda una serie de consecuencias negativas
para la salud; pero simultáneamente, la biomedicina considera positivamente el auto-
cuidado y genera toda una serie de actividades que impulsan no solo el autocuidado
sino también la automedicación. Y así observamos que, en la mayoría de los países
de América Latina, el sector salud desarrolla programas de planificación familiar, o si
se prefiere de salud reproductiva, que tratan el grupo familiar y sobre todo la mujer
aprenda a planificar la familia, utilice varios métodos para evitar embarazos y espe-
cialmente la píldora anticonceptiva, y que sobre todo los utilice autónomamente.
Más aún, el sector salud ha basado sus políticas de planificación en México casi
exclusivamente en las actividades femeninas, dado que sabe que no solo es la mujer
la encargada a nivel familiar de trabajar con los procesos de s/e/a y que es la res-
ponsable de la autoatención, incluida la automedicación, sino que aparece además
como el sujeto que se hace responsable de estas actividades. De allí que en el caso
de la planificación familiar las actividades de autoatención se han centrado en la
mujer, diseñándose constantemente fármacos para que ella los utilice, siendo el
penúltimo de ellos, como sabemos, la denominada “pastilla del día siguiente”. El
varón aparece como un sujeto no responsable, tanto que se ha tratado de diseñar un
condón femenino, dada la renuencia o directamente el rechazo de la mayoría de los
varones mexicanos a utilizar el condón masculino.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 33


Por otra parte, no solo en México sino a nivel internacional, las políticas de pre-
vención del VIH-sida están basadas en la autoatención pensada en términos gene-
rales y específicos. Es decir que, por ejemplo, se han desarrollado campañas generales
para mujeres y para varones, pero también específicas para las/os sex-servidoras/res
o para la población gay. El SS y grupos de la sociedad civil han promovido inten-
samente el uso autónomo del condón no solo como técnica anticonceptiva, sino
también como un mecanismo preventivo de enfermedades de transmisión sexual.
El sector salud y toda una variedad de ONG han difundido también el uso
autónomo de la rehidratación oral, enseñando incluso a preparar dicha solución,
dado el papel decisivo que cumple en el control y abatimiento de diversos tipos de
gastroenteritis. El objetivo es lograr también que las personas autonomicen la pre-
paración o la compra y su uso.
En algunos países, el SS está tratando que la población pueda detectar determi-
nados problemas, dado que una detección oportuna posibilitaría una intervención
médica más eficaz. Por lo tanto, se sugiere o induce, por ejemplo, a que los varones se
hagan cada seis meses o un año medición del antígeno prostático. Y que las mujeres
realicen cada seis meses o cada año un papanicolau u otras formas más sofisticadas
de detección de determinados padecimientos, y que aprendan a palparse los senos
para detección de posibles nódulos.
Cuando a principios de 1980 iniciamos nuestro estudio sobre personal bio-
médico y alcoholismo, encontré que un proyecto de investigación sobre detección
y tratamiento de alcohólicos llevado a cabo en el Instituto Nacional de la Nutrición
aplicaba un cuestionario de autollenado que podía establecer un primer diagnóstico
sobre el alcoholismo de los sujetos que participaban en el estudio. Se aplicaba una
variante de pruebas diseñadas en los EEUU, cuya característica común era el auto-
llenado por los propios sujetos. Encontré que las diversas propuestas incluían desde
cuatro hasta veinte ítems, y que los médicos que las habían diseñado estaban con-
vencidos de que las mismas tienen capacidad diagnóstica.
Toda una serie de investigadores y de instituciones biomédicas han desarrollado
este tipo de cuestionarios de autollenado respecto de problemas de enfermedad
mental y física, desde por lo menos la década de 1960 hasta la actualidad. La última
que experimenté es la que me aplicaron a mediados de 2007 durante mi hospitali-
zación por infarto agudo de miocardio en la terapia intensiva de un hospital privado
de la ciudad de México. Los datos a llenar correspondían a una investigación sobre
problemas de hipertensión arterial, que se realizaba en siete países financiada por
una de las más importantes empresas químico/farmacéuticas y contaba –según me
dijeron– con el aval de la Organización Mundial de la Salud.
Pero estas pruebas que inicialmente se aplicaron con objetivos de investigación y
más tarde de detección oportuna y prevención, fueron obviamente autonomizadas
por la población no solo a través de la acción de los sujetos y grupos, sino también
de determinados medios que convirtieron estos “tests” en parte de sus secciones casi
fijas, especialmente en el caso de las revistas femeninas, donde los cuestionarios de
autollenado fueron referidos desde toda una variedad de padecimientos mentales
hasta la sexualidad, pasando por la alimentación.

34 De sujetos, saberes y estructuras


Es la propia biomedicina la que para determinadas enfermedades crónicas ha
impulsado las acciones autónomas de los pacientes, de tal manera que aprendan a
leer glucosa en orina y/o sangre a través de técnicas sencillas, así como a aprender a
autoinyectarse insulina. Más aún, diseña cada vez más estrategias para inducir a los
individuos a detectar algunos de los principales riesgos, y así el Instituto Mexicano
del Seguro Social (IMSS), la principal institución de salud mexicana, desarrolla
una campaña preventiva (PREVENIMSS) a nivel personal y mediático para que los
sujetos, a través de técnicas sencillas, puedan detectar ciertos riesgos. Posiblemente
la campaña más intensiva se realizó respecto de obesidad/diabetes, induciendo a los
individuos a vigilar su obesidad y, sobre todo, su cintura, a través de un eslogan que
dice: “Mídete… no te pases: 90 cm de abdomen máximos en los hombres y 80 cm de
abdomen en las mujeres”.
Después de que durante años la biomedicina cuestionara o ignorara el papel de
los grupos de Alcohólicos Anónimos, actualmente en numerosos contextos el SS los
ha reconocido como parte central del tratamiento contra el alcoholismo, y aconseja
a los “alcohólicos rehabilitados” su permanencia en dichos grupos como principal
mecanismo de control de ese padecimiento, dada la alta frecuencia de recaídas que
caracterizan no solo al sujeto con problemas de alcoholismo, sino al conjunto de
quienes presentan comportamientos adictivos.
Constantemente la biomedicina refuerza los comportamientos de autoatención,
los cuales pueden aparecer como actos autónomos o como parte de una secuencia
de pasos y de actores sociales. Así, en el primer caso tenemos que la Organización
Mundial de la Salud ha propuesto como norma universal la alimentación exclusiva
con leche materna hasta los seis meses de edad del niño. Es decir, es la autoridad
médica la que propone la autoatención alimentaria no solo como el acto de salud
básico, sino incluso como el único. Pero, sobre todo, busca que dicho comporta-
miento se autonomice en términos de amamantamiento.
Es decir que, por un lado, la biomedicina y el sector salud cuestionan la autome-
dicación, pero por otro impulsan, favorecen, incluyen o aceptan formas de autoa-
tención, incluidos ciertos tipos de automedicación. Más aún, varias de las actividades
señaladas evidencian que la propia biomedicina es consciente de las actividades de
articulación que se generan sobre todo en el caso de las enfermedades crónicas. Pero
también en el caso de intervenciones quirúrgicas en las cuales el paciente debe con-
seguir donantes de sangre, tarea que en la mayoría de los casos desarrolla la familia o
amigos del sujeto a ser operado. Posiblemente, como ya lo señalamos, las actividades
de autoatención que más ha reconocido la biomedicina son las que se desarrollan
durante la convalecencia de un paciente. Y en todas estas actividades la autoatención
opera como paso necesario de una carrera del paciente que articula a las diferentes
formas de atención.
En consecuencia, domina en la biomedicina una especie de escotomización
–por no decir esquizofrenia– respecto del proceso de autoatención, en términos
de escindir la autoatención considerada “buena” de la “mala”, no asumiendo que
ambas son parte de un mismo proceso, y que tienen los mismos objetivos desde
las perspectivas y acciones de los sujetos y grupos sociales. Esta manera de pensar

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 35


la autoatención por el SS contribuye, por una parte, a seguir responsabilizando a la
“víctima” en sus usos de la automedicación, al mismo tiempo que impulsa la autoa-
tención en términos de autocuidado y también de automedicación.
El sector salud necesita asumir que la autoatención no solo es la principal forma
de atención desarrollada por los propios sujetos y conjuntos sociales, sino que es a
través de ella que los sujetos y grupos se relacionan con las otras formas de atención,
incluida la biomedicina. Es a través de la autoatención que los sujetos se apropian de
las otras formas y las relacionan, y es en este proceso que se generan consecuencias
negativas y positivas para la salud.
Subrayo, para evitar o por lo menos reducir los equívocos posibles, que cuando
recupero como básica la autoatención, no supone proponer que la misma es siempre
acertada y eficaz. Por el contrario, considero que una parte sustantiva de la autoa-
tención –no sabemos cuánto, por falta de investigaciones específicas– tiene conse-
cuencias negativas o por lo menos resultados ineficaces.
Pero la autoatención no implica solo la posibilidad de consecuencias negativas
o positivas para la salud, sino que es el medio a través del cual los sujetos y sus
grupos pueden evidenciar –y evidenciarse– su capacidad de acción, de creatividad,
de encontrar soluciones, y en consecuencia es un mecanismo potencial –y subrayo
lo de potencial– de afianzamiento de ciertos micropoderes, así como de la validez
de sus propios saberes16.
Actualmente, el proceso de autoatención se desarrolla en gran medida a través
de la relación directa e indirecta con la biomedicina. Este es un proceso dinámico y
cambiante, que permite observar que determinados procesos de autoatención que
durante un tiempo fueron cuestionados ahora son aceptados. ¿Quién se asombra
o cuestiona actualmente de que las personas utilicen el termómetro para medir su
temperatura? El termómetro forma parte del equipamiento básico de gran parte
de la población de determinados países “occidentales”, pero este uso es parte de un
proceso de apropiación y conversión en autoatención ya olvidado. El termómetro
es el primero de los instrumentos biomédicos que pasaron a ser utilizados autóno-
mamente por la población, como más adelante lo fueron los aparatos para tomar la
presión sanguínea o para medir glucosa en orina y sangre, lo cual ahora es aceptado
–por supuesto, con reticencias– por el personal de salud. Sin embargo, otras apro-
piaciones tecnológicas más recientes son cuestionadas en nombre de la complejidad
técnica y científica, constituyendo una suerte de historia interminable de críticas/
reconocimiento de los procesos de autoatención.
El tipo de relación dinámica y complementaria, pero también simultáneamente
conflictiva y contradictoria, entre biomedicina y los sujetos y grupos sociales, puede
observarse especialmente a través de uno de los principales actos médicos, el del tra-
tamiento y especialmente el de la prescripción de medicamentos. Lo que acontece
en torno a la prescripción médica y el cumplimiento de la misma se constituye en
uno de los principales campos de crítica de la biomedicina hacia el comportamiento

16
Enfatizo lo de potencial, porque algunos autores colocan en el ejercicio de estos micropoderes
la posibilidad de un desarrollo generalizado del poder.

36 De sujetos, saberes y estructuras


de la población, concluyendo reiteradamente que la población no comprende
la prescripción, no la cumple o la cumple mal. Constantemente se señala que el
paciente no completa la totalidad del tratamiento, ya que por decisión propia lo
interrumpe frecuentemente cuando decide que ya ha sido eficaz, que ya se ha solu-
cionado su problema.
La mayoría de estos señalamientos médicos pueden ser correctos, y existen
varias explicaciones al respecto, pero me interesa recuperar un tipo de comporta-
miento caracterizado por el no cumplimiento de la prescripción, el cual se ha ido
evidenciando en los últimos años y que se conoce como el caso del “paciente bien
informado” (Donovan & Blake, 1992). Este tipo de paciente se caracteriza por no
cumplir la prescripción, pero no por ignorancia de las consecuencias negativas que
puede tener la suspensión o modificación del tratamiento o por no entender la pres-
cripción recetada, sino debido a dos hechos básicos: por la cantidad de información
técnica que posee este tipo de paciente y porque su modificación del tratamiento
obedece a su propia experiencia como enfermo con la prescripción recetada. De tal
manera que el paciente decide aumentar, reducir o espaciar la dosis a partir de su
conocimiento y de su propia experiencia; acciones que, por otra parte, el paciente no
oculta, sino que discute con el médico.
Este paciente, y lo subrayo, no suele cuestionar el “poder médico” ni la eficacia de
la biomedicina; por el contrario, puede ser un fuerte partidario de la misma. A este
paciente no le interesa discutir el poder en la relación médico/paciente, sino mejorar
su salud, controlar lo mejor posible su padecimiento crónico. Este nuevo tipo de
paciente –que por supuesto no es tan nuevo– se caracteriza por su información y no
por su ignorancia, pero además por un saber que refiere a su propia experiencia de
enfermedad y atención.
Este proceso opera en todas las especialidades médicas, y así F. Lolas, uno de los
más prestigiosos psiquiatras latinoamericanos, sostenía a principios de la década de
1990 que se incrementan cada vez más las demandas y propuestas de los pacientes
a niveles no considerados por los psiquiatras. Actualmente, los pacientes llegan a
consulta demandando determinado medicamento del cual se han enterado por
Internet, y aclarando que si el médico no conoce dicho medicamento el paciente le
explicará en qué consiste.
Actualmente, este tipo de situaciones constituye una de las mejores expresiones
de la relación dinámica que opera entre la biomedicina y el proceso de autoatención
a partir de las acciones impulsadas por los sujetos y grupos en función de su propia
enfermedad, lo que está dando lugar al desarrollo de propuestas de coatención.
Debemos asumir que en estos nuevos procesos se potencian toda una serie
de actores y de intereses sociales que, en cierta medida y por diferentes razones,
refuerzan los procesos de autoatención, y de los cuales solo comentaré cuatro. Uno
que refiere al ya citado impulso constante dado por la propia biomedicina, pero
observado desde los objetivos empresariales biomédicos. Toda una serie de acti-
vidades autónomas o dependientes de autoatención o autoprevención son impul-
sadas por la biomedicina para favorecer ciertos intereses económico/profesionales.
Durante los años 2007 y 2008 observamos en México una fenomenal campaña

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 37


impulsada a través de revistas, folletos y, sobre todo, sugerencias desarrolladas
a través de las instituciones biomédicas, proponiendo que los grupos familiares
“guarden la sangre del cordón umbilical de sus hijos para salvarles la vida en caso de
alguna enfermedad de tipo hematológico”. En esta propuesta la autoatención opera
como mecanismo de prevención para las familias y como objetivo financiero para
las empresas médicas.
Una segunda fuerza impulsora de la autoatención es la denominada industria
de la enfermedad, especialmente la industria químico/farmacéutica y de aparatos
médicos que tratan de inducir a la población a consumir glucómetros o medidores
de colesterol y triglicéridos. Toda una serie de publicaciones tratan de “ayudar” a la
población a autocuidarse, generalmente apoyados por laboratorios y otras empresas.
Y así Abbott Nutrition promueve un medidor de glucosa a través del siguiente
material informativo:

¿Entiendes tus cifras de glucosa y azúcar en sangre? Por automonitoreo, en-


tendemos las mediciones de glucosa en sangre en diferentes momentos del
día. Estas cifras ofrecen fotos instantáneas de cómo respondemos al trata-
miento médico, al plan de alimentación balanceada y a la actividad física.
¿A qué me ayuda el monitoreo de glucosa? A tomar decisiones para resolver
problemas de control. Hacer elecciones en la cantidad y contenidos de los
alimentos. Decidir los momentos para tomar alimentos. Reconocer hipo-
glucemias durante y después del ejercicio. Decidir si es conveniente hacer
ejercicio. (Suplemento Informativo del diario Reforma y Federación Mexi-
cana de Diabetes, 2008)

Este material refiere también a una tercera fuerza, estrechamente ligada a la anterior,
la de la industria de la salud, donde las empresas, especialmente las relacionadas con
la producción y comercialización de alimentos, impulsan ciertas formas de vivir y,
sobre todo, de comer para protegernos de eventuales enfermedades y especialmente
de problemas cardíacos. Ya que, como señala la Sociedad Mexicana de Cardiología:
“La mayor parte de las enfermedades cardíacas se relacionan con la manera en
que vivimos. El elevado nivel de sedentarismo, el sobrepeso y la obesidad contri-
buyen en forma notable al riesgo de eventos cardiovasculares”, y estas palabras son
acompañadas en la misma publicación por publicidades de una página respecto de
varios productos, pero especialmente dos: aceites y avenas, cuyos textos subrayan
sus efectos positivos respecto del control y disminución de padecimientos cardíacos
(Suplemento del diario Reforma y Sociedad Mexicana de Cardiología, 2008).
Y hay una cuarta fuerza, que ya citamos, y que son los medios de comunicación
de masas y especialmente Internet:

En relación con la información se están produciendo cambios significativos.


Mientras que durante un tiempo eran los profesionales de la medicina quie-
nes mantenían la hegemonía sobre la información relacionada con la salud
[…] en este momento periodistas, economistas y otros individuos e institu-
ciones de cualificación desconocida son, a menudo, los protagonistas de esta

38 De sujetos, saberes y estructuras


información y disponen para su divulgación de tecnologías de la informa-
ción […] de notable accesibilidad y penetración. (Aibar, 2004, p. 50)

Y que más allá de los errores, deformaciones, apropiaciones incorrectas que ocurren
en la realidad, evidencian su notable uso por parte de los internautas.
A principio de la década de 2000, Pew Internet & American Life Project reco-
nocía que más de la mitad de los usuarios de Internet a nivel mundial habían con-
sultado por lo menos una vez un portal médico y habían utilizado un tratamiento
recomendado en algún sitio sin consulta médica. En dicho estudio se observó que el
61% de los adultos norteamericanos buscaron información sobre salud en Internet,
y que tenían una visión positiva de la información obtenida y de sus aplicaciones
(Meneu, 2004).
Según informes realizados por Ogilvy Healthworld y por Google, el 85% de los
pacientes utiliza actualmente Internet como fuente de información, y los busca-
dores representan una fuente de información básica en la consulta de hábitos de
vida saludable (92%), búsqueda de síntomas específicos (87%) y la comprensión del
diagnóstico y del tratamiento (87%). Más aún, según un estudio específico de la
Comunidad Europea, 103 millones de ciudadanos comunitarios buscaron en 2005
información sobre temas de salud en Internet.
Y es el conjunto de estos procesos lo que explica que la Comisión de Salud de la
Comunidad Europea:

…ha puesto en marcha una nueva página web sobre salud en la que ofrecerá
a los ciudadanos de la UE información clara y concreta sobre diversos te-
mas sanitarios como la salud de los bebés, las enfermedades infecciosas, los
seguros médicos y el bioterrorismo. Esta página web, traducida a las veinte
lenguas oficiales de la UE, está dirigida por igual a pacientes, profesionales
sanitarios y científicos, que podrán acceder desde ella a más de 40.000 sitios
de Internet de fuentes fiables. (Gaceta del Viernes, 26/05/2006)

Es decir que un conjunto de fuerzas de distinto tipo se complementan y se potencian


para impulsar la autoatención, el autocuidado y la automedicación; y allí la biome-
dicina y el sector salud cumplen un papel central.

De algunas articulaciones posibles

A lo largo de este capítulo he querido subrayar no solo la significación e importancia


de la autoatención, sino la existencia también de relaciones de diferente tipo entre
esta y las instituciones y actividades biomédicas, y que en consecuencia y más allá
del reconocimiento de los aspectos potencialmente negativos de la autoatención,
en lugar de cuestionarla constantemente, de estigmatizarla, de negarla e incluso de
intentar prohibir la adquisición de medicamentos, el sector salud debería inten-
cionalmente utilizarla, no solo por su potencial eficacia, sino además porque dicha
forma de atención puede ser prohibida pero no eliminada, debido a las características

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 39


descriptas previamente, y especialmente al papel que cumple en el proceso de
reproducción biosocial y sociocultural a nivel de sujetos y de microgrupos.
Ya he señalado que la autoatención constituye el primer nivel real de atención,
y que dicho proceso cuestiona algunos de los principales estereotipos que maneja
el SS respecto de los conjuntos sociales. La autoatención evidencia que, si bien los
sujetos y grupos se equivocan o usan incorrectamente los medicamentos, también
indica que los mismos aprenden, modifican, resignifican sus prácticas, y que una
parte de esa automedicación ha sido decisiva para abatir o controlar determinados
padecimientos. Y esto no solo por un efecto mágico o de micropoder de la relación
médico/paciente o del fármaco, sino por una apropiación y uso que evidencia en la
propia experiencia del sujeto y su grupo que el fármaco consumido es eficaz o por lo
menos más eficaz que otros productos.
El hecho de que la población utilice estos fármacos e incluso autonomice su uso,
evidencia que reconoce su eficacia y, además –y es lo que me interesa subrayar–,
que en gran medida aprende dicha eficacia a través de la relación directa o indirecta
con el personal de salud. Esta conclusión no niega, por supuesto, que en la relación
médico/paciente se desarrollen efectos de micropoder, ni que el fármaco y el propio
médico tengan una eficacia simbólica que va más allá de la eficacia farmacológica del
medicamento.
El proceso de autoatención evidencia no solo que la gente se apropia y aprende,
sino, además, que el SS, el personal de salud y el médico enseñan a autoatenderse más
allá de la intencionalidad de hacerlo. Los sujetos y grupos aprenden constantemente
el uso de indicadores diagnósticos y de fármacos a través de la relación médico/
paciente, aun dentro del reducido tiempo que caracteriza la consulta médica actual.
Gran parte del mayor y profundo aprendizaje opera en el momento clínico, pues
es el momento en que se constituyen aperturas afectivas y cognitivas para poder
asumir lo prescripto de una manera experiencial. Y es también por este proceso que
sería importante, como ya lo señalamos, trabajar con el diagnóstico presuntivo que
la mayoría de los pacientes ya tienen de sus padecimientos.
En consecuencia, el SS debería impulsar intencionalmente la articulación entre
los servicios de salud y el proceso de autoatención, de tal manera que se constituyera
en parte central de sus estrategias. Por supuesto que en la práctica el SS ha ido impul-
sando algunas articulaciones como hemos visto, pero conjuntamente sigue mante-
niendo una crítica a determinadas formas de autoatención, y sigue estigmatizando
la automedicación. Lo que propongo no es eliminar la crítica, sino fundamentarla;
pero lo más importante es tratar de mejorar los comportamientos de autoatención
de los conjuntos sociales a través de una reorientación de las acciones de educación
para la salud, pero no solo de las acciones que específicamente se denominan así,
sino sobre todo de las que se desarrollan en la relación médico/paciente.
El sector salud debería enseñar a automedicarse bien a la población y no solo a
“autocuidarse”, lo cual implica el desarrollo de una relación médico/paciente más
simétrica y complementaria. Para ello deberían modificarse varias prácticas y repre-
sentaciones profesionales e institucionales, y en particular que el sector salud y el
personal de salud asumieran que la autoatención no es un proceso aislado u opuesto

40 De sujetos, saberes y estructuras


al quehacer biomédico, sino que es parte integral del proceso de s/e/a que incluye a
ambos. En consecuencia, debería abandonar su actitud escotomizante de la realidad,
impulsando un proceso donde se articulen la autoatención y la biomedicina a partir
de reconocer la existencia constante del ejercicio de autonomías funcionales, inten-
cionales y/o relativas en los sujetos y grupos17.
Es obvio que el SS y el personal biomédico saben que ocurren los procesos seña-
lados, y que además una cosa es la crítica pública y otra los tratamientos privados
donde la autoatención es central, incluso en términos de prevención. Más aún, por
lo menos en la mayor parte de los países latinoamericanos, la mayoría de los medi-
camentos que deberían adquirirse con receta pueden comprarse libremente. El
SS británico ha reconocido estos procesos, y en los últimos años ha promovido la
venta libre y sin receta de fármacos para reducir el colesterol, para atacar migrañas,
e incluso la venta sin receta de antibióticos para problemas oculares o de trans-
misión sexual, con el objetivo de lograr más eficacia en términos de atención y de
prevención. Lo cual en los hechos supone asumir que la autoatención constituye el
real primer nivel de atención.
Lo que estoy señalando puede dar lugar a pensar que apoyo la biomedicalización
con fármacos, cuando lo que propongo es todo lo contrario.
Cuando señalo que el personal de salud debería enseñar a autoatenderse e incluso
a automedicarse, ello supone justamente enseñar a reducir el uso de fármacos. Pero
como sabemos, esta enseñanza es difícil de desarrollar por una profesión que halla
en el fármaco su diferenciación y autoidentificación en el acto de curar. Más aún,
considero que la estigmatización clínica de la automedicación tiene que ver en gran
medida con el papel que el fármaco tiene para la identificación del acto médico en
términos simbólicos y económicos, pero también en términos técnicos.
Por último, quiero aclarar que el énfasis en la autoatención no supone eliminar
ni menguar la responsabilidad del Estado respecto de las acciones contra la enfer-
medad; no supone reducir las inversiones en el campo de la s/e/a, ni implica reducir
el papel de los servicios de salud para colocarlos exclusivamente en la sociedad civil,
que es una forma elegante de pensar la privatización de los servicios de salud, por
lo menos por algunas tendencias. Si bien esta ha sido la manera en que algunos sis-
temas de salud han impulsado su reforma a través de la privatización directa o indi-
recta de los servicios de salud, que en algunos casos supone darle un papel especial
a las ONG, en función de una relación costo/beneficio que posibilita abaratar costos
de atención a la enfermedad, y arguyendo que esta orientación reconoce el peso de
la sociedad civil, nuestra propuesta obviamente no va en esa dirección.
Propongo la inclusión protagónica de los grupos y sujetos sociales a través de la
autoatención –y, por supuesto, de otros procesos y mecanismos–, pero articulada
con los servicios de salud biomédicos y con las otras formas de atención, lo cual
implica incluir la responsabilidad económica y social del Estado tanto respecto

17
La cuestión de la autonomía como parte del proceso de autoatención, constituye uno de los
problemas teórico/ideológicos y de intervención específicos más interesantes, pero que no va-
mos a desarrollar ahora.

Modelos, saberes y formas de atención de los padecimientos 41


de los servicios de salud como hacia los grupos y sujetos, pero con el objetivo de
impulsar la articulación intencional de un proceso que hasta ahora está básicamente
depositado en los sujetos y grupos sociales, así como para incrementar su eficacia y,
de ser posible, reforzar la capacidad y autonomía de dichos grupos sin abdicar de la
responsabilidad del Estado, y sin encontrar en esta propuesta ninguna contradicción
en sus términos como sostienen algunas tendencias neoliberales y no tan liberales.
Lo que debemos asumir en términos críticos de tipo epistemológico y en tér-
minos lo más claros posible de acciones técnicas y sociales, es que los mismos con-
ceptos, procesos y sujetos sociales pueden ser apropiados y/o utilizados por ten-
dencias técnico/ideológicas que sostienen concepciones muy diversas, que impulsan
propuestas diferentes y hasta opuestas entre sí. Frente a ello nuestra actitud episte-
mológica no debe ser incluir dentro de un mismo bloque social a todas las ten-
dencias que utilizan conceptos similares, se preocupan por los mismos problemas y
trabajan sobre ciertos sujetos sociales, sino que, por el contrario, debemos producir
un análisis teórico y práctico que aclare la especificidad, orientación y dinámica
de las diferentes propuestas. Este proceso se convierte en necesario cuando obser-
vamos que, en el caso de la autoatención, y más aún en el de la autogestión, se desa-
rrollan tendencias que impulsan dichos conceptos y procesos a través de lo que se
denomina autocuidado en un sentido opuesto o por lo menos diferente del que
estamos proponiendo.
Como lo he señalado reiteradamente, la inclusión de las diferentes formas de
atención dentro de las relaciones de hegemonía/subalternidad que operan en un
contexto determinado posibilita describir y analizar dinámicamente las transac-
ciones que se desarrollan entre los diferentes actores sociales, y en consecuencia
encontrar en sus saberes el uso real dado a las diferentes formas de atención. El
papel de la biomedicina, de la autoatención o de la medicina tradicional no se define
a priori en función de las características de cada saber tomado en forma aislada, sino
a través de las relaciones y consecuencias de sus saberes en las condiciones de salud
y de vida de los sujetos y conjuntos sociales.

42 De sujetos, saberes y estructuras


Capítulo 2

Estilos de vida, riesgo y construcción


social1

La antropología social y las disciplinas médicas organizadas en torno a la salud


pública, y especialmente la antropología médica y la epidemiología, han desarro-
llado diferentes perspectivas para describir y analizar los procesos de salud/enfer-
medad/atención, que presentan simultáneamente características complementarias
y divergentes. En este capítulo y en el siguiente analizaré varias de las principales
características de ambas perspectivas a partir de reconocer la existencia de simi-
laridades, pero también de diferencias cruciales, ya que estas últimas no deberían
ser negadas y/o trivializadas en nombre de afanes interdisciplinarios que frecuente-
mente concluyen en la yuxtaposición y no en la articulación de perspectivas.
El análisis de las relaciones entre estas dos disciplinas parte del supuesto de que,
desde por lo menos la década del 1960, se ha dado un proceso de convergencia espe-
cialmente en torno a los problemas y procesos de salud que les interesan priorita-
riamente, al mismo tiempo que determinados factores limitan la complementación
en términos interdisciplinarios. Posibilitó esta convergencia el impulso dado a las
concepciones y actividades de Atención Primaria desde fines de la década de 1960,
y especialmente luego de la Conferencia de Alma Ata, que favoreció el reconoci-
miento del papel de los factores sociales y económicos respecto de los procesos de
s/e/a, impulsó la participación y promoción social en salud, así como el trabajo a
nivel comunitario recuperando el saber popular sobre los padecimientos, y favo-
reciendo el uso de actividades basadas en redes sociales, grupos sostén, o grupos
de autoayuda, que incluyó por lo menos a nivel declarativo el uso de las medicinas
denominadas “tradicionales” y/o “alternativas”.
Esta convergencia fue impulsada básicamente por ciertas tendencias salubristas,
pero también, paralelamente, por otros actores sociales entre los cuales subrayo
especialmente el movimiento feminista, el denominado movimiento popular en
salud, y el de ciertas agrupaciones de la sociedad civil que trabajan sobre padeci-
mientos específicos. Así como también por el interés creciente de las ciencias sociales
y antropológicas en la descripción y comprensión de los procesos de s/e/a de sus

1
Una versión anterior de este texto fue publicada bajo el título “Estilos de vida, riesgos y cons-
trucción social. Conceptos similares y significados diferentes”. En: Estudios sociológicos, México,
1998, XVI (46), pp. 37-67.

Estilos de vida, riesgo y construcción social 43


sujetos de estudio que, no olvidemos, en el caso de la antropología se localizaban
básicamente en las sociedades “donde no hay doctor”.
Estas tendencias expresaban múltiples procesos, y, en particular, la crisis, o por lo
menos las limitaciones de una biomedicina que evidenciaba, a través de indicadores
epidemiológicos, el reducido impacto que estaba teniendo especialmente en ciertas
regiones del tercer mundo, lo cual requería de modificaciones que reorientaran las
políticas de salud.
Pero también reflejaba los cambios operados en la antropología, dado que su
nuevo interés por los procesos de s/e/a contrastaba con la escasa preocupación evi-
denciada inicialmente por nuestra disciplina sobre dichos procesos, pese a que sus
trabajos de campo se realizaban en sociedades donde dominaban las “muertes evi-
tables”, y donde la esperanza de vida de los sujetos estudiados era por lo menos la
mitad de la esperanza de vida de las sociedades de pertenencia de los antropólogos
que los investigaban.
Si bien la enfermedad de los “nativos” preocupó a los antropólogos, dicha preo-
cupación fue de segundo orden en términos académicos, dado que fue considerada
como parte de la antropología aplicada, disciplina u orientación que tuvo constan-
temente un status académico y profesional marginal. De hecho, el interés por los
procesos de s/e/a a nivel de México se desarrolló inicialmente a través de la antro-
pología aplicada.
Además, la convergencia fue favorecida por el paso a primer plano en el perfil
epidemiológico de padecimientos crónico/degenerativos, de “violencias”, de adic-
ciones, así como más tarde del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (VIH-sida),
que supusieron entre otras cosas el “descubrimiento” de las técnicas cualitativas, así
como la importancia del saber de los sujetos y grupos sociales para la aplicación de
acciones de salud eficaces a nivel individual y comunitario.
El reconocimiento de la complejidad social, y no solo en términos biomédicos,
de problemas como las altas tasas de mortalidad infantil dominantes en la mayoría
de los países del tercer mundo, condujo a proponer una aproximación metodológica
que articulara ambas disciplinas para favorecer la construcción de un enfoque real-
mente estratégico. A fines de la década de 1980, Mosley señalaba que la multiplicidad
y variedad de factores que inciden en la mortalidad infantil no pueden ser reducidos
a la suma de gran cantidad de variables, cuyo uso suele complicar el análisis y limitar
la capacidad explicativa:

Para evitar esto, hay dos pasos que por lo general se tendrán que dar al plani-
ficar la investigación y diseñar los estudios: realizar estudios antropológicos
profundos y en pequeña escala como lo propone Ware (1984) para identificar
las variables críticas de interés y su interpretación, y especificar con cuida-
do las relaciones hipotéticas entre las variables, como lo discuten detallada-
mente Palloni (1981) y Schultz (1984). (Mosley 1988, p. 323)

44 De sujetos, saberes y estructuras


Trayectorias y posibilidades iniciales

Más allá de acordar o no con el papel dado por Mosley a estas dos disciplinas, lo
relevante es el surgimiento de propuestas de articulación que provienen tanto del
campo socioantropológico como del biomédico.
Pero, no obstante, debemos asumir que el proceso de articulación solo se ha
dado limitadamente y con frecuencia a través de relaciones conflictivas, por varias
razones entre las cuales destacan el origen y pertenencia científico y profesional
diferencial, que no solo genera problemas de “incomunicación” en términos teó-
ricos, metodológicos y aplicados, sino que expresa también procesos de hegemonía/
subalternidad profesional. Al respecto debe reconocerse que ambas disciplinas se
gestaron a partir de objetivos diferentes, se desarrollaron en momentos diferentes y
sus relaciones son relativamente recientes en términos de campos académico/pro-
fesionales mutuamente reconocidos.
Este desconocimiento mutuo es constantemente reforzado por la ausencia de
contenidos socioantropológicos en la formación médica de grado y la carencia de
procesos de s/e/a en el proceso formativo de los antropólogos sociales. Más aún,
cuando en el proceso formativo biomédico existen contenidos socioculturales y/o
económico/políticos, estos suelen ser muy escasos y marginales para su formación
profesional, y frecuentemente refuerzan el distanciamiento más que la conver-
gencia, dada la falta de articulación con los contenidos biomédicos. La mayoría de
los jóvenes estudiantes de medicina lo ven como pérdida de tiempo o como datos
anecdóticos, pero lo más importante a asumir es que unas cuantas horas de clase
sobre estos aspectos, por más brillantes que sean, no pueden modificar la orientación
dominante de tipo biomédico no solo a nivel institucional sino incluso personal.
Considero este proceso como lógico en términos de una racionalidad profesional
y ocupacional, que conduce justamente –por lo menos en México– a incrementar
el contenido y las técnicas biomédicas en la formación del médico a nivel de grado
y de especialidades, salvo por supuesto en el caso de la especialización en medicina
social y en salud pública. Lo cual no cuestionamos, pero que contrasta con un dis-
curso académico que apela a la importancia de los factores sociales, a la significación
del sujeto, a la calidad de la relación médico/paciente, a tomar en cuenta el punto de
vista y el contexto de vida del enfermo, que tienen muy poco que ver con lo que los
estudiantes de medicina aprenden en sus escuelas, donde la orientación está cada
vez más centrada en tecnologías biomédicas.
Ahora bien, toda una serie de autores sostienen que aun cuando la epidemiología
proceda de la biomedicina no debe ser identificada con esta, ya que tiene objetivos
propios y frecuentemente diferenciados. Más aún, mientras que algunos la reco-
nocen como una especialidad biomédica, otros como Terris (1980b) la consideran
como una disciplina con identidad propia caracterizada por manejar una metodo-
logía y niveles de análisis diferentes, y sobre todo por diferenciarse radicalmente de
los objetivos clínicos, dado que el núcleo de la epidemiología sería la prevención de
la enfermedad y/o el estudio de los determinantes de la salud a nivel de poblaciones,
mientras que el de la clínica sería la atención y la curación de sujetos. Lo cual, según

Estilos de vida, riesgo y construcción social 45


este y otros autores, tiene además implicaciones no solo profesionales sino también
ideológicas diferenciales. Pero en lo que sí concuerdan todos es en que constituye
una especialidad secundaria dentro del campo biomédico.
Asumiendo el carácter secundario de la epidemiología dentro del campo bio-
médico y el sentido diferencial dado a la misma, la epidemiología dominante, sin
embargo, se caracteriza por expresar gran parte de los rasgos de la biomedicina, por
lo cual considero que reflexiones como las de estos autores refieren a un determinado
tipo de orientación epidemiológica, que es minoritaria, por lo menos en México. Si
bien, como sostienen muy diversos analistas, hay orientaciones epidemiológicas que
se diferencian de la clínica, y que incluyen en sus investigaciones las desigualdades
sociales, la explotación económica, el racismo o los derechos humanos, esta no es la
corriente dominante en epidemiología, dado que la mayoría de los estudios epide-
miológicos no tratan ni incluyen dichas problemáticas y “variables”, y sobre todo no
desarrollan perspectivas críticas.
La trayectoria de ambas disciplinas evidencia una reiterada, aunque intermitente,
falta de relación entre ellas, lo cual se acentuó en la etapa de afirmación científica
de la epidemiología, dado que en el desarrollo inicial de la perspectiva salubrista
existían orientaciones y preocupaciones que la aproximaban a ciertas perspectivas
sociológicas. La biomedicina se desarrolló durante los siglos XVIII y XIX en torno
a las enfermedades infectocontagiosas, pero también se preocupó por las enferme-
dades ocupacionales y por la toxicología, que no olvidemos que incluía las adic-
ciones. Y la causalidad y desarrollo de estos padecimientos los refirió, por lo menos
en parte, a las condiciones de salubridad e higiene, a la alimentación, a las condi-
ciones de trabajo, así como a las características socioeconómicas que favorecían una
distribución diferencial de la mortalidad.
En consecuencia, una parte del saber biomédico, incluida la epidemiología,
estaba preocupada por las condiciones de la vivienda, el hacinamiento o el apro-
visionamiento de agua en el medio urbano, que no solo eran referidos a condi-
ciones bioecológicas, sino a una amalgama de procesos que incluía las situaciones de
miseria junto con explicaciones e intervenciones sobre el papel de los miasmas en
la génesis y transmisión de enfermedades, y que en ambos casos refería a las condi-
ciones socioculturales del proceso de s/e/a.
Durante la última parte del siglo XIX se desarrollarán en varias de las grandes
ciudades europeas, y especialmente en París y sobre todo en Londres, estudios
sociológicos sobre la pobreza urbana y sobre las denominadas clases sociales peli-
grosas, estudios que generaron una notable epidemiología social de la pobreza y de
la criminalidad. Varios objetivos orientaban el desarrollo de estos estudios, pero en
el caso de dos de los principales estudiosos del período, y me refiero a S. Rowmtree
y a S. Booth –que no olvidemos es el creador del Ejército de Salvación–, existía una
preocupación especial por el alcoholismo, al cual relacionaban estrechamente con la
pobreza, la desocupación y la criminalidad.
Pero, además, gran parte del énfasis en las condiciones de higiene estaba
impulsado por epidemiólogos que adherían a la teoría de los miasmas, como es
el caso de Farr y de Snow, que son dos de los principales creadores del enfoque

46 De sujetos, saberes y estructuras


epidemiológico. Dicha teoría se preocupaba especialmente por las relaciones entre
enfermedad, mortalidad y pobreza extrema, y generó la mayoría de los criterios y de
las actividades desarrolladas inicialmente por los salubristas1. Por lo tanto, a fines del
siglo XIX contábamos con tendencias epidemiológicas y sociológicas que posibili-
taban no solo la convergencia, sino también el uso tanto de condiciones económico/
políticas como socioculturales.
Más aún, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX se generaron dos notables
aportes que expresan a mi juicio esta posibilidad de convergencia. Me refiero a la
publicación del estudio sobre el suicidio de E. Durkheim en 1898 (Durkheim, 1974),
que constituye a nuestro juicio el aporte inicial más significativo para el desarrollo
de una epidemiología sociocultural basada en múltiples aspectos y especialmente
en tres: el uso simultáneo de aproximaciones estadísticas y cualitativas, la nece-
sidad de un diseño de estudio que cuestione los presupuestos del investigador, y el
desarrollo de un enfoque social y cultural relacional. Debemos subrayar que Dur-
kheim propone, además, “soluciones” basadas en el papel de los microgrupos y de
los grupos intermedios, a través del desarrollo de lo que hoy denominamos redes
sociales y grupos sostén, que posibilitan reducir el aislamiento y la soledad de los
sujetos más vulnerables al suicidio.
Pocos años después, Goldberger (1980a, 1980b), uno de los padres fundadores de
la epidemiología norteamericana, encararía el estudio de diversos padecimientos
dando un peso sustantivo no solo a los aspectos económicos, sino también a lo que
podemos denominar “experimentación participante”, ya que tanto sus estudios sobre
el tifus en México como –sobre todo– sus estudios sobre la pelagra en el sur de los
EEUU se hicieron a través de experiencias y de experimentos no solo aplicados a la
población, sino también al equipo de investigadores, incluido el propio Goldberger.
De tal manera que sus conclusiones sobre que la pelagra era una enfermedad
generada por carencias alimentarias y no una enfermedad mental contagiosa, se
basaron en trabajos donde el propio equipo de epidemiólogos experimentó no solo
en la población, sino en sí mismos, los posibles efectos de las que eran conside-
radas como las principales causales de este padecimiento. Pero, además, sus datos
se basaron en el estudio directo casa por casa en las comunidades donde se daba el
mayor impacto de la pelagra, así como en registros no solo de los alimentos con-
sumidos, sino también de los alimentos comprados. Datos que se obtuvieron por
entrevistas a cada familia –y no a una muestra estadística–, y mediante “un registro
especial llevado durante quince días en el que se anotaron las compras de todas las
familias en las tiendas locales por tipo y calidad de alimentos, en vez de fiarse exclu-
sivamente de informes obtenidos en entrevistas” (Terris, 1980a, p. 21).
Si bien la epidemiología desarrollada durante la primera mitad del siglo XX
seguirá preocupada por estos aspectos, debemos reconocer que en pocos años la

1
Recordemos que hasta principios del siglo XX una parte del saber médico mexicano no solo
adhería a las teorías miasmáticas respecto del tifus, que constituía una de las primeras causas de
mortalidad, sino que además la Academia de Medicina rechazaba la hipótesis que refería al piojo
humano y al piojo murino la causalidad de dicho padecimiento.

Estilos de vida, riesgo y construcción social 47


teoría de los miasmas pasó a ser parte de la arqueología del saber médico, las condi-
ciones de pobreza no aparecerán ya como parte de los factores explicativos básicos,
y los estudios de caso y la aplicación de técnicas de “experimentación participante”
serán no solo subalternizados sino incluso excluidos por la aproximación estadística.
Más aún, la obra de Durkheim solo será recuperada por algunas corrientes epide-
miológicas británicas, pero a partir de la década de 1950 (Susser & Watson, 1982).
Como sabemos, el descubrimiento de las causales microbianas de las enferme-
dades infecciosas y el desarrollo de intervenciones farmacológicas y de tipo bioe-
cológico respecto de las mismas a fines del siglo XIX, legitimaron la orientación
básicamente biomédica de la epidemiología. El énfasis en las enfermedades infec-
tocontagiosas era debido a que estas constituían las principales causas de morta-
lidad y de morbilidad, y se caracterizaban por su carácter endémico y no solo epi-
démico, pero no solo en la población de los países centrales, sino también en las
áreas de explotación neocolonial de los países europeos y de los EEUU, donde el
paludismo o la fiebre amarilla reducían las posibilidades de explotación económica,
como lo hemos estudiado en el caso de Yucatán, donde a fines de la década de 1920 y
principios de la de 1930, se realizaron investigaciones epidemiológicas sistemáticas
durante varios años a través de equipos interdisciplinarios organizados en los EEUU
e integrados no solo por epidemiólogos, médicos y bioquímicos, sino también por
expertos en alimentación y por antropólogos culturales (Menéndez, 1981).
La biomedicina desarrolló vacunas específicas respecto de varias de las principales
enfermedades infectocontagiosas, que comenzaron a ser aplicadas a una parte de la
población. Pero, además, el sector salud impulsó la aplicación de medidas puntuales
de salubridad e higiene, como por ejemplo ocurrió en México en el caso del tifus
murino, que a principios del siglo XX constituía la primera causa de mortalidad y que
se redujo espectacularmente a través de la aplicación de medidas simples y baratas.
Esos procesos favorecieron el desarrollo de una perspectiva biomédica que excluyó
cada vez más los factores culturales y socioeconómicos, y especialmente la pobreza.
Si bien la pobreza seguía siendo reconocida como parte de la vida de la mayoría
de la población, la perspectiva epidemiológica utilizó cada vez más las causales y
soluciones de tipo eco/biológico y de salubrismo selectivo, dado que sus instru-
mentos biomédicos evidenciaban eficacia por lo menos para la reducción de deter-
minados problemas de salud, mientras que eran inoperantes en la modificación de
la situación de pobreza. Es decir, con medidas de salubridad e higiene podía redu-
cirse radicalmente la mortalidad por tifus murino, sin que por ello la gente dejara
de vivir en condiciones de pobreza. Y lo mismo podemos decir de la aplicación de
vacunas, y, a partir de la década de 1940, de la aplicación de antibióticos.
Esta orientación expresaba en gran medida la articulación entre las condiciones
económico/políticas de los estados capitalistas y el rol dado a la biomedicina, incluida
la epidemiología, dado que dicho desarrollo capitalista, por lo menos en los países
de punta como Gran Bretaña, generaba procesos que, junto con la explotación eco-
nómica de las clases sociales subalternas, posibilitaron el mejoramiento de ciertas
condiciones de vida, con fuerte repercusión en la caída de las tasas de mortalidad del
conjunto de las clases sociales británicas, incluidas las clases bajas, como B. Stern lo

48 De sujetos, saberes y estructuras


planteó a principios de la década de 1940, y cómo fue demostrado por los estudios
de McKweon desde principios de la década de 1960.
Pero la focalización de la epidemiología en las enfermedades infectocontagiosas,
al concentrarse cada vez más en las condiciones bioecológicas de la enfermedad,
limitó las posibilidades de esta disciplina para explicar e intervenir sobre los padeci-
mientos que se iban convirtiendo en primeras causas de mortalidad, especialmente
a partir de la década de 1950. No es un hecho anecdótico que el primer manual de
epidemiología –el publicado por Stallybrass en 1931– solo tratara sobre enferme-
dades infectocontagiosas, y que los manuales sucesivos hasta fechas relativamente
recientes se concentraran también en este tipo de padecimientos. Una epidemio-
logía construida exclusivamente a partir de las enfermedades infectocontagiosas
pensadas en términos bioecológicos, tenía serias dificultades para describir, explicar
e intervenir sobre enfermedades crónico/degenerativas o sobre padecimientos
estrechamente relacionados con comportamientos sociales.
El dominio de estas orientaciones, por supuesto, no niega que se generaran
aportes como los de Goldberger, Cassel, Terris o McKweon, así como de toda una
serie de investigaciones sobre salud mental desarrolladas durante las décadas de
1950 y 1960, que recuperaron la importancia de los procesos sociales, culturales
e incluso históricos en la descripción y explicación de los padecimientos. Pero las
líneas dominantes, tanto a nivel de investigación como de docencia, aplicaron unila-
teralmente una perspectiva biologicista, excluyente de los restantes factores o redu-
ciéndolos a variables secundarias (Buck et al., 1988, pp. 3-17, pp. 87-100, pp. 155-171,
pp. 881-889).
Un factor decisivo en la exclusión de los procesos socioculturales por parte de la
epidemiología fue su identificación con la metodología “científica” y especialmente
con el uso exclusivo y excluyente de técnicas estadísticas, que tendieron a confundir
cada vez más la necesidad de medir problemas, con que solo lo medible es legítimo
y verdadero en términos “científicos” y, en consecuencia, dejando de lado todo tipo
de dato cualitativo y especialmente la información sobre procesos socioculturales,
pese a que frecuentemente era la más decisiva para comprender y diseñar acciones
respecto de por lo menos una parte de los padecimientos investigados.
Es importante recordar qué aspectos sustantivos de los aportes estadísticos
fueron generados por las investigaciones eugenésicas desarrolladas inicialmente por
científicos británicos a fines del siglo XIX y principios del XX, y que influyeron fuer-
temente no solo en la biomedicina sino también en la epidemiología. La mayoría de
las técnicas estadísticas más complejas, incluido el análisis multifactorial, fue pro-
ducto de las investigaciones eugenésicas, las cuales reforzaron no solo el peso de
lo estadístico en el campo epidemiológico, sino también el papel de los aspectos
biológicos. Y al respecto, no debemos olvidar que fue a través de la “objetividad
estadística” que se justificaron las propuestas racistas del darwinismo social y bio-
lógico en el que se basaban las concepciones eugenésicas, y que saturaron el campo
biomédico y epidemiológico de los países dentro de los cuales se desarrollaban los
principales avances técnico/científicos, biomédicos y epidemiológicos.

Estilos de vida, riesgo y construcción social 49


Pero, como ya lo señalamos, la mayoría de estos procesos se desarrollaron res-
pecto de padecimientos infectocontagiosos o de fenómenos cuya causalidad se
encontraba en factores biológicos y especialmente genéticos, los cuales no solo no
posibilitaban interpretar demasiado las modificaciones que estaban operando en el
perfil epidemiológico, sino que además fueron cuestionados por razones ideoló-
gicas y económico/políticas, como veremos más adelante.
Y fue en gran medida debido a estos procesos que, sobre todo a partir de la década
de 1950, se desarrollan toda una serie de propuestas que generan modificaciones en
el enfoque epidemiológico, constituyendo las más significativas el modelo de his-
toria natural de la enfermedad de Laevell y Clark, la concepción del ciclo de vida de
los grupos domésticos de Susser y Watson, los trabajos del equipo de Cassel sobre
el papel de los procesos culturales y sociales respecto de la causalidad y, sobre todo,
de las intervenciones basadas en relaciones sociales, las propuestas de atención pri-
maria en sus variantes comprensiva y selectiva, la reinvención y nuevos desarrollos
de la medicina social de orientación marxista, las propuestas antipsiquiátricas, así
como el paso a primer plano del concepto de riesgo, tendencias que intentaron
modificar o por lo menos reorientar las concepciones dominantes en epidemiología.
A nivel no solo técnico sino también metafórico podemos decir que, durante las
décadas de 1950 y 1960, asistimos a un proceso que supone pasar de una epidemio-
logía del contagio a una epidemiología del riesgo, convirtiéndose este en el concepto
central del enfoque epidemiológico.
Especialmente a partir de la década de 1950 y durante 1960 se desarrollaron tres
tendencias generadas básicamente por la epidemiología norteamericana y cana-
diense que posibilitaron la convergencia entre esta disciplina y las ciencias sociales.
Me refiero, en primer lugar, a la organizada en torno a los problemas de salud
mental que dieron lugar a las investigaciones de Becker, Leighton, Hollinshead y
Redlich o de Wittoker y Murphy. En segundo lugar, los ya citados estudios de Cassel,
y por último los realizados respecto de los síndromes culturalmente delimitados
(enfermedades “tradicionales”) que, si bien se venían desarrollando desde la década
de 1920, cobran un mayor impulso durante la década de 1970 (Simons & Hughes –
Edits.–, 1985), hasta ser incluidos más tarde dentro de la codificación internacional
de enfermedades de la OMS.
Gran parte de estos trabajos se caracterizan por su enfoque interdisciplinario,
por la importancia dada a los procesos sociales y/o culturales, por la preocupación
por la comparación en términos de culturas o de clases sociales, así como por sus
innovaciones técnico/metodológicas. Pero debemos subrayar que dichos trabajos
–salvo durante un lapso los estudios de Cassel– influyeron muy poco a la corriente
central de los estudios epidemiológicos.
Y por último existe un proceso de convergencia, que tuvo un especial desa-
rrollo en América Latina, y es el impulsado por la denominada medicina social que
propone el desarrollo de un enfoque salubrista que articula los objetivos e instru-
mentos epidemiológicos con perspectivas teóricas devenidas del marxismo, pero
especialmente de las corrientes que colocaron sus ejes en la dimensión económico/
política y/o ideológica, pero de orientación estructuralista. De tal manera que las

50 De sujetos, saberes y estructuras


orientaciones gramscianas, consejistas o fenomenológicas del marxismo casi no
fueron utilizadas, o lo fueron en forma secundaria. Una parte de estas tendencias,
especialmente en Brasil, articuló sus propuestas con las de Foucault, lo cual reforzó
y/o reorientó las líneas dominantes correspondientes a estructuralismos marxistas
y no marxistas, que fue tempranamente caracterizado por Rozitchner (1996) como
el de la “izquierda sin sujeto”. En última instancia, Foucault posibilita a Rozitchner
seguir siendo estructuralista –ahora en términos no marxistas– así como la exclusión
del sujeto a partir de propuestas supuestamente alternativas.
A su vez, en el caso de las ciencias antropológicas y sociales, si bien la preocu-
pación inicial por los procesos de s/e/a fue secundaria y marginal, debemos no obs-
tante recordar la existencia de investigaciones que desde mediados del siglo XIX
incluyen datos epidemiológicos, como los ya señalados estudios sobre la pobreza
y las violencias, y de las cuales la más significativa es la publicada en 1898 por Dur-
kheim sobre el suicidio.
Desde la perspectiva que estoy desarrollando, considero que Durkheim crea
varios de los principales fundamentos teórico-metodológicos de una epidemio-
logía sociocultural, que fue en muchos aspectos profundizada a partir de la década
de 1930 por toda una serie de estudios socioantropológicos desarrollados respecto
del homosexualismo, suicidio, fatiga, brujería, tarantulismo, esquizofrenia, débiles
mentales y alcoholismo realizados por Devereux, Evans Pritchard, Horton, Mead,
Opler, De Martino, Edgerton, Henry y McAndrew, y cuyo énfasis estaba colocado
en la construcción social y cultural de la enfermedad y de las estrategias de acción,
cuestionando en forma frontal las explicaciones de tipo biológico.
Este desarrollo obedeció a procesos académicos, pero también a procesos ideo-
lógicos y económico/políticos. Posiblemente los procesos que más impulsaron estos
desarrollos a partir de la década de 1930, y especialmente en la antropología nor-
teamericana, son los generados por las políticas, concepciones e investigaciones
racistas desarrolladas sobre todo en Alemania bajo el nazismo, y que condujeron a la
producción de una masa de investigación y de reflexión centradas en las relaciones
entre lo cultural y lo biológico.
La significación de estas discusiones no solo tiene que ver con la fuerte reorien-
tación teórico/ideológica que generaron en el campo de las ciencias antropológicas,
sino también con el cuestionamiento de las teorías eugenésicas que, recordemos,
tenían un notable reconocimiento por parte de la biomedicina de los países capita-
listas desarrollados, dado que la mayoría de ellos tenían y aplicaban criterios euge-
nésicos a diferentes tipos de sujetos y grupos sociales como parte de sus políticas
sociales de Estado. Debemos asumir en toda su significación que las medidas euge-
nésicas aplicadas entre la década de 1920 y la de 1940 en los EEUU, Gran Bretaña,
Suecia, Noruega, Holanda y por supuesto Alemania, se aplicaban a través de criterios
y actividades biomédicas. Y que varios de dichos países mantuvieron sus reglamen-
taciones y actividades eugenésicas hasta fines de la década de 1970 y principios de
1980 (Menéndez, 1972, 2002; Proctor, 1988).
La discusión sobre el impacto diferencial de lo cultural o lo biológico, así
como sus posibles articulaciones, se dieron especialmente a través del estudio de

Estilos de vida, riesgo y construcción social 51


las enfermedades mentales y de los patrones de crianza, incluidos los procesos de
embarazo, parto y puerperio. Y se expresó en particular a través del desarrollo de la
medicina psicosomática que, iniciada en Alemania en la década de 1920, conducirá en
los EEUU al trabajo conjunto de médicos y científicos sociales especialmente durante
las décadas de 1940 y 1950, que incluyeron protagónicamente el papel de procesos
sociales, favoreciendo durante un escaso lapso el desarrollo de investigaciones epi-
demiológicas en las cuales se articulaban enfoques y técnicas biomédicas y sociales.
Desde la década de 1940 toda una serie de trabajos socioantropológicos seguirán
concentrados en la enfermedad mental y especialmente en el alcoholismo, así como
en la “desviación social”. Si bien varios de estos estudios utilizan criterios y meto-
dologías epidemiológicos devenidos de la perspectiva biomédica, la mayoría aplica
una metodología cualitativa y genera descripciones y explicaciones que divergen y
contrastan respecto de la orientación dominante en la epidemiología biomédica.
Durante el mismo lapso se observa un fenomenal desarrollo –básicamente en los
EEUU– de los estudios sobre hospitales, que dieron lugar a la producción, entre otros
aportes, de una epidemiología hospitalaria que incluía no solo datos socioculturales,
que utilizaba tanto materiales y técnicas estadísticas y cualitativas, sino que también
daba lugar a la propuesta de interpretaciones que contrastaban fuertemente con las
explicaciones biomédicas generadas respecto de los procesos de s/e/a, y cuyas expre-
siones paradigmáticas son los estudios de Caudill (1966) y de Goffman (1970).
Desde fines de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente desde la década de
1960, se incrementan constantemente los estudios antropológicos sobre los procesos
de s/e/a, pasando a ser en la década de 1990 el campo en el cual trabaja el mayor
número de antropólogos norteamericanos, y constituyendo uno de los campos
antropológicos más dinámicos en el Reino Unido, España, Italia, Brasil y México.

Convergencias, diferencias e incompatibilidades

Nuestro recorrido de ambas trayectorias ha sido sintético, y hemos privilegiado


recuperar ciertas tendencias y escuelas teórico/metodológicas, lo cual por supuesto
no niega que existan otros aportes importantes que no fueron incluidos en función
de los objetivos de este capítulo. No obstante, debemos aclarar que, si bien estamos
describiendo estos procesos de convergencia/diferencia en términos de antropo-
logía médica y de epidemiología, es necesario reconocer que dentro de cada una de
estas disciplinas existen tendencias diferenciadas, algunas de las cuales presentan
enfoques teóricos y metodologías más afines entre tendencias de ambas disciplinas
que al interior de cada una de ellas.

52 De sujetos, saberes y estructuras


Dentro de la epidemiología existen varias líneas, de las cuales destacamos tres:
la epidemiología “positivista”2 dominante en los aparatos médicos sanitarios y en la
mayoría de sus institutos de investigación; la denominada medicina social desarro-
llada en algunos centros de los EEUU, Canadá, Gran Bretaña, Italia y especialmente
en varios países latinoamericanos, en particular en Brasil, Ecuador y México (Breilh
1979, 2005); y la identificada con la investigación/acción (Kroeger et al., 1989; Kroeger
et al., 1991). A su vez, dentro de la antropología médica que utiliza la dimensión epi-
demiológica distinguimos las corrientes interpretativas, la denominada antropo-
logía médica crítica y la corriente ecológico/cultural.
Dentro de estas líneas disciplinarias, la epidemiologia “positivista” tiene estrechos
puntos de contacto con la corriente antropológica ecológico/cultural; la epidemio-
logía histórico/estructural coincide en varios aspectos sustantivos con la antropo-
logía médica crítica, y los trabajos de investigación/acción concuerdan con algunas
tendencias interpretativas.
Pero, además, dentro de la epidemiología observamos la existencia de tendencias
fenomenológicas, psicoculturales, genéticas, de factores de riesgos; y dentro de la
antropología distinguimos tendencias identificadas con la etnopsiquiatría y/o con el
constructivismo sociocultural. Existiendo, además, un constante e intenso proceso
de interacción entre las diferentes corrientes. Más aún, esta constante interacción se
va a expresar a través del desarrollo de dos de las principales tendencias epidemio-
lógicas actuales, como son la “feminista” y la denominada “epidemiología popular”,
dentro de las cuales se han generado algunos de los aportes más significativos y que
han impactado a ambos conjuntos disciplinarios.
Si bien haré alusión al conjunto de estas tendencias, mi análisis se centrará en la
epidemiología denominada positivista y en la antropología médica interpretativa,
debido a varios factores. En principio porque son las más contrastantes, sobre todo
en ciertos aspectos sustantivos, como veremos más adelante. En el caso de la epide-
miología biomédica, porque el positivismo constituye la principal influencia en el
pensamiento epidemiológico actual (Almeida-Filho, 2000); influencia que se for-
tifica a través de las investigaciones genéticas y de los usos del concepto de riesgo. Y
en el caso de las epidemiologías antropológicas, porque si bien las corrientes inter-
pretativas junto con la ecológico/cultural, son las que generan la mayor producción
dentro de nuestra disciplina, las primeras son las que expresan un enfoque propio y
diferencial respecto de las propuestas biomédicas, dado que la tendencia ecológico/
cultural se caracteriza por diferenciarse cada vez menos del enfoque biomédico
(Singer, 1989), o por lo menos por estar muy influenciada por él.

2
Utilizo el término “positivista” por no contar con otro, pero reconociendo que dice cada vez
menos en términos conceptuales, dado que un uso no solo estigmatizante, sino además difuso
refiere esta etiqueta a una diversidad de trabajos que poco tienen que ver entre sí. En nuestro
trabajo, “positivista” refiere a una epidemiología que es exclusivamente descriptiva, caracteri-
zada por su empirismo ateórico, que suele utilizar una multiplicidad de variables sin una teoría
relacionante de ellas, y que pretende que sus descripciones y conclusiones son generalizables.

Estilos de vida, riesgo y construcción social 53


La revisión de ambas disciplinas, y en particular de las dos tendencias seña-
ladas, evidencia la existencia de toda una serie de características diferenciales,
algunas de las cuales son potencialmente antagónicas, y con las cuales se identifican
fuertemente los usuarios de dichas perspectivas. En el caso de las tendencias epi-
demiológicas positivistas, algunas de estas características son: dar prioridad a los
factores biológicos en la descripción, análisis y explicación de los padecimientos;
focalizar sus intereses en las causas y distribución de las enfermedades; dominio
de una descripción y análisis de tipo estadístico y factorial; tratar de obtener datos,
explicaciones y conclusiones generalizables; tendencia a homogeneizar a los actores
sociales; aplicación de una metodología muy poco flexible; estudiar los procesos de
s/e/a en términos de disease (enfermedad observada desde la perspectiva biomédica);
considerar a la biomedicina y a la epidemiología como actividades científicas, o por
lo menos derivadas de la ciencia.
En el caso de las corrientes antropológicas señaladas, colocan el énfasis en los
procesos socioculturales o si se prefiere simbólicos; no focalizan lo patológico, sino
que parten de los significados culturales y sociales; su aproximación teórica y sus
técnicas son de tipo cualitativo; orientan la investigación a obtener información y
explicaciones referidas a situaciones locales donde la generalización aparece como
secundaria o incluso se plantea la imposibilidad de la generalización de los datos
obtenidos; tendencia a focalizar las diferencias entre los actores sociales; utilizan una
metodología sumamente flexible; estudian preferentemente los procesos de s/e/a en
términos de illness (padecimiento: enfermedad observada desde la perspectiva de la
comunidad); consideran todo sistema médico –aún el alopático– como parte de un
sistema cultural.
No obstante, estas fuertes características diferenciales, existen toda una serie de
similaridades respecto de características básicas, entre las cuales subrayamos las
siguientes: en términos metodológicos ambas trabajan con algún tipo de conjunto
social, el cual puede ser pensado en términos de grupos domésticos, grupos ocupa-
cionales, grupos de edad o estratos sociales. Para ellas, la unidad de descripción y de
análisis debería ser algún tipo de conjunto social.
En la actualidad, las corrientes dominantes en epidemiología y en antropología
médica reconocen la multicausalidad de la mayoría de los problemas de salud, y
cuestionan los enfoques unicausales. La manera de manejar la multicausalidad
puede variar según sea el problema y/o el marco metodológico utilizado, por lo
cual mientras algunas investigaciones manejan una notoria diversidad dispersa de
factores explicativos, otras tratan de hallar un efecto estructural que organice los
diversos factores incluidos.
Las dos disciplinas suponen la existencia de algún proceso de desarrollo o de
“evolución” de los padecimientos específicos, que en el caso de la epidemiología
puede referir al modelo de historia natural de la enfermedad, y en el caso de la
antropología médica a las propuestas construccionistas, que consideran que todo
padecimiento se constituye a través de un proceso social e histórico que necesita ser
reconstruido para poder comprender los significados que tiene para los diferentes

54 De sujetos, saberes y estructuras


actores que se relacionan en función del padecimiento, en particular el sujeto
enfermo, su microgrupo y los curadores.
Un cuarto punto de convergencia refiere a que la antropología médica y la epide-
miología reconocen que las condiciones de vida –se denominen forma de vida obrera,
subcultura adolescente o estilo de vida del fumador– tienen que ver con la causalidad,
desarrollo, control o solución de los problemas de salud. El concepto estilo de vida es
el que parece haber tenido mayor acogida a nivel biomédico, especialmente respecto
de adicciones, enfermedades crónico/degenerativas y “violencias”.
Ambas disciplinas proponen una concepción preventivista del padecimiento, en
la cual se articulan diferentes dimensiones de la realidad con el objetivo de eliminar,
o por lo menos limitar, la extensión y/o gravedad del daño.
Además, las dos disciplinas afirman que su quehacer no es arbitrario, sino que
se fundamenta en principios teóricos y técnicos que se expresan a través de meto-
dologías que, en ambos casos –y más allá de la menor o mayor flexibilidad con que
manejan tanto la metodología como las técnicas–, incluyen el planteamiento del
problema, la propuesta de objetivos, el manejo de conceptos y teorías específicas,
el diseño de obtención de información y la aplicación de técnicas de análisis y/o de
interpretación de dicha información. Un aspecto relevante es que ambas disciplinas
usan los mismos conceptos básicos para el estudio de los procesos de s/e/a, más allá
de cómo los utilicen.
Más aún, ambos conjuntos disciplinarios se caracterizan por obtener la mayoría
de los datos con que trabajan a partir de la palabra de los sujetos, ya sea a través
de encuestas, entrevistas y/o narrativas. Es decir que la mayoría de la información
obtenida no refiere a la observación o constatación de prácticas, sino que son fruto
de verbalizaciones más allá de que hayan sido obtenidas en términos de representa-
ciones sociales o de experiencias.
Y, por último, debemos reconocer que ambas disciplinas en la actualidad tra-
bajan básicamente con la enfermedad y muy poco con la salud, más allá de las invo-
caciones ideológicas al respecto de una y otra.
Podríamos seguir enumerando otros aspectos que evidenciarían importantes
similaridades, pero considero más relevante señalar que, respecto de cada uno de los
puntos de convergencia presentados, podemos detectar diferencias que pueden llegar
al antagonismo entre las propuestas de la epidemiología y de la antropología médica.
Si revemos por lo menos algunas de las convergencias enumeradas, observamos
que, si bien ambas disciplinas tratan con conjuntos sociales, como pueden ser grupos
domésticos, estratos sociales o niveles educacionales, la epidemiología describe fre-
cuentemente los conjuntos sociales en términos de agregados estadísticos, mientras
que la antropología trabaja preferentemente con los denominados grupos “naturales”.
Esta tendencia epidemiológica es reconocida por los propios epidemiólogos a
través de dos concepciones básicas. Una que subraya que dicha disciplina estudia
agregados de individuos, constituyendo la individuación:

…el proceso por el cual la salud se concibe como un proceso definido ex-
clusivamente a nivel de individuos, y cuyos determinantes se limitan a
factores o procesos que ocurren exclusivamente a nivel individual […] La

Estilos de vida, riesgo y construcción social 55


epidemiología estudia poblaciones no en tanto poblaciones sino como sim-
ples cúmulos de individuos sin propiedades que se diferencien de las pro-
piedades de los individuos que las componen. (Diez Roux, 2007, pp. 117-118)

Y otra que reconoce que los agregados de individuos:

…constituye la ‘materia prima’ de la investigación epidemiológica… pero ta-


les agregados son más que la sumatoria de los individuos que los componen,
porque los colectivos humanos son determinados social y culturalmente.
Por ese motivo, la epidemiología estudia dos clases de seres: agregados hu-
manos colectivos e individuales miembros de esos agregados. (Almeida y
Rouquayrol, 2008, p. 196)

Pero para nosotros la cuestión no radica tanto en si trabajo solo con individuos o si
trabajo con colectivos construidos a partir de individuos, sino en cómo trabajo con
ellos, dado que en ambos casos la epidemiología tiende a excluir uno de los procesos
inherentes a los comportamientos de los sujetos, es decir, las relaciones sociales.
Los enfoques antropológicos tratan de no desagregar los grupos que estudian,
dado que desagregar los conjuntos sociales en individuos seleccionados aleatoria-
mente, supone no asumir que dichos individuos se definen como tales a partir de
las relaciones establecidas, por lo menos en parte, dentro de sus grupos, así como
que la mayoría de dichas relaciones no son aleatorias, y que los miembros del grupo
dan sentido y significado a los padecimientos y desarrollan prácticas a partir de las
relaciones intersubjetivas desarrolladas en los grupos. Más aún, la distribución de las
enfermedades y de los riesgos no es aleatoria; lo que es aleatorio es la selección de los
individuos de una muestra estadística para observar, en parte, dichas distribuciones.
El desagregado de los conjuntos sociales en individuos pertenece a la misma con-
cepción que escinde la realidad social en múltiples variables, careciendo frecuente-
mente ambos desagregados de una propuesta teórica de articulación e interrelación.
Esta manera de tratar metodológicamente la realidad conduce frecuentemente a
producir información que no corresponde a lo que los conjuntos sociales producen
y reproducen respecto de los procesos de s/e/a.
Según algunos análisis, los epidemiólogos no asumen actualmente la comple-
jidad del campo social y cultural donde se desarrollan los procesos de s/e/a que
investigan. Para A. Young (1976, 1980) la reducción de los procesos sociales a factores
aislados y no siempre estratégicos tiene concomitancias con las características ideo-
lógicas dominantes no solo en la sociedad norteamericana, sino también en el que-
hacer científico dominante de dicha sociedad. Es decir, el trabajo epidemiológico
que obtiene sus datos de individuos aislados expresaría una de las características
ideológicas básicas de la sociedad norteamericana: su individualismo.
Desde la década de 1950 existen estudios epidemiológicos sobre los patrones cul-
turales de consumo de bebidas alcohólicas, pero ocurre que dichos patrones no son
descriptos y analizados en cuanto patrones, sino que se los desagrega en una serie
de indicadores, cada uno de los cuales es tratado separadamente. Pero, además, el

56 De sujetos, saberes y estructuras


análisis epidemiológico procede como si todos los indicadores tuvieran el mismo
peso en el proceso de s/e/a estudiado.
La epidemiología ha convertido los conjuntos sociales en agregados estadísticos
y las enfermedades en suma de signos. Esta tendencia se expresa en forma para-
digmática en el DSM-III y en el DSM-III-R, manuales elaborados por la Asociación
Psiquiátrica de los EEUU (APA), en los cuales las enfermedades quedan reducidas a
una enumeración de signos donde el sujeto enfermo y, obviamente, su grupo des-
aparecen en cuanto sujetos para ser reemplazados justamente por signos (Gaines,
1992b). Como sabemos, este manejo de la información posibilita la identificación
de signos para la construcción de diagnósticos, que no solo permite establecer un
código común por encima de las diferentes tendencias teórico/prácticas de la psi-
quiatría, sino que además simplifica y facilita el trabajo médico y de otro tipo de
personal de salud, sobre todo a nivel de la Atención Primaria, así como posibilita la
aplicación de técnicas estadísticas a la información obtenida.
Según Bibeau y Corin (1995), la epidemiología psiquiátrica actual aparece cada
vez más preocupada por la estandarización de sus instrumentos para medir pro-
blemas de salud mental, concentrándose en los indicadores diagnósticos. Cuantificar
los diferentes tipos de diagnóstico se ha constituido en su objetivo básico, reduciendo
cada vez más sus intereses y preocupaciones por la etiología de los padecimientos.
Este desplazamiento, según estos autores, constituye la diferenciación más notoria
entre la investigación epidemiológica actual y la de las décadas de 1950 y 1960.
Pero, además, la estandarización de los rasgos para compararlos en términos de
indicadores tiende a reducir o simplificar las diferencias, en especial las sociocultu-
rales, contrastando con las tendencias socioantropológicas que no solo subrayan la
diferencia, sino que colocan cada vez más sus intereses en la experiencia, y en las
significaciones del sujeto y de su grupo respecto de su padecimiento.
Es decir que tanto las unidades de descripción, análisis e intervención (los con-
juntos sociales), como los contenidos de dichas unidades (padecimientos) son mane-
jados por la epidemiología en forma desagregada, dado que la encuesta estadística
inevitablemente opera disgregando a los sujetos y aislándolos de los contextos
dentro de los que operan.
Como sabemos, estas discusiones se dieron tempranamente dentro de la socio-
logía, y por eso la mayoría de los sociólogos no tienen problemas en asumir que la
unidad de observación en la encuesta es siempre el individuo, que solo mediante
artefactos estadísticos pueden construir proposiciones referidas al nivel colectivo,
y que, por lo tanto, en términos empíricos solo pueden dar cuenta de agregados de
individuos. Pero señalando que en sus análisis manejan supuestos teóricos sobre
las relaciones e interacciones que operan entre los individuos, que posibilitan una
interpretación grupal y hasta relacional de los datos obtenidos en forma desagregada
(Mora & Araujo, 2005).
Más allá de cuestionar o no estas propuestas, lo que me interesa señalar es que,
si bien los datos estadísticos obtenidos por encuesta posibilitan la descripción de
relaciones entre variables, dichas relaciones no refieren nunca empíricamente a las
relaciones y menos aún a las interacciones de los sujetos y de los grupos entre sí. Los

Estilos de vida, riesgo y construcción social 57


datos empíricos son referidos a agregados construidos por el investigador donde
desaparece el sentido y significado que los sujetos dan a los procesos descriptos,
aun cuando a partir de procedimientos estadísticos pueden constituirse diferentes
comunidades discursivas. Construcciones respecto de las cuales carecemos de
descripciones de las relaciones sociales que operan en la realidad, y las cuales son
suplidas por los supuestos teóricos y/o por los presupuestos ideológicos y socioló-
gicos que el investigador tiene respecto de esas comunidades discursivas.
La investigación epidemiológica no trabaja con actores sociales, y menos con
sujetos, sino con construcciones estadísticas, manejadas además en términos des-
contextualizados y no relacionales. Diferentes autores subrayan que la epidemio-
logía positivista describe y analiza al actor y la información obtenida en términos
descontextualizados del ámbito institucional, comunitario o nacional. Por lo tanto,
una de las consecuencias más negativas del enfoque estadístico epidemiológico es la
exclusión de las relaciones sociales, contrastando aún más con los enfoques antropo-
lógicos que describen y analizan la realidad como sistema de relaciones.
Una parte de los epidemiólogos tratan de impulsar un enfoque relacional que dé
cuenta de la complejidad de los problemas a estudiar, y si bien no es fácil estudiar
relaciones complejas y en constante cambio, sin embargo, como sostienen Edwards
y Ariff (1981), es el tipo de tarea que debe enfrentarse cuando intentamos com-
prender el comportamiento humano en su contexto social y cultural, en lugar de
manejar únicamente categorías aisladas de enfermedad.
Pese a que epidemiólogos especializados en adicciones, en crecimiento y desa-
rrollo infantil o en VIH-sida han tratado de generar enfoques interactivos a nivel
estadístico, sigue dominando un enfoque centrado en el individuo aislado. Lo cual es
constantemente reforzado por diferentes tendencias, de tal manera que los estudios
genéticos o el enfoque de los estilos de vida tenderán a focalizar en los individuos las
causas, intervenciones y responsabilidades respecto de los padecimientos.

Causalidad, riesgos y niveles de análisis

Si bien ambas disciplinas proponen una concepción multicausal de la enfermedad,


la epidemiología tiende a colocar el eje de la multicausalidad en lo biológico o en
lo bioecológico, mientras que la antropología médica interpretativa lo coloca en los
factores socioculturales. Y ambas a su vez excluyen o secundarizan el papel de los
factores y procesos económico/políticos.
Pero además los epidemiólogos, como la biomedicina en general, siguen mante-
niendo una concepción “real” de la enfermedad en términos de causa única, por lo
menos para ciertos padecimientos, ya que a pesar de los esfuerzos “...por promover
un modelo multicausal, las enfermedades infecciosas continúan siendo analizadas
en su mayor parte siguiendo una explicación de tipo biológico” (Nations, 1986, p.
100; Buck et al., 1989), lo cual se reforzará por el peso creciente dado a las investiga-
ciones genéticas.

58 De sujetos, saberes y estructuras


Según Terris, esta concepción se mantiene, por lo menos en parte, debido a los
contenidos docentes a través de los cuales se forman los epidemiólogos y médicos en
general. Este autor desarrolla en sus cursos la concepción de multicausalidad a través
de lo que denomina red causal, la cual incluye procesos biológicos, socioculturales,
económicos y políticos manejados en términos sincrónicos y diacrónicos; pero según
su extensa experiencia docente, a sus “... estudiantes no les gusta estudiar la red causal.
Es demasiado teórico para ellos”, y agrega: “Podría decirse que mucha de la epidemio-
logía que se enseña en los EEUU se orienta hacia una sola causa, tanto en lo que se
refiere a enfermedades infecciosas como no infecciosas” (Terris, 1988, p. 159).
¿Por qué las propuestas teórico/técnicas de Terris y sobre todo de Cassel no consti-
tuyen parte de las “herramientas” con las que trabaja la mayoría de los epidemiólogos
en los EEUU, pero también en México? El caso de Cassel es sumamente interesante
porque intentó generar una articulación entre epidemiología y antropología social a
partir de su experiencia médica y etnográfica en Sudáfrica, que se expresa a través de
varias propuestas, entre ellas su concepción sobre la causalidad de los padecimientos.
Cassel cuestiona la noción de causalidad específica especialmente respecto de las
enfermedades crónico/degenerativas, a partir de considerar que un mismo medio
socioambiental puede dar lugar al desarrollo de muy diferentes enfermedades.
Propone la existencia de un medio ambiente que, según la mayor o menor vulnera-
bilidad específica de cada sujeto, puede dar lugar al desarrollo de diferentes enfer-
medades (Cassel, 1976; Renaud, 1992).
Pero esta es una vieja propuesta que se fue “olvidando” con el desarrollo cien-
tífico de la epidemiología. A fines del siglo XIX demógrafos, epidemiólogos y clí-
nicos europeos, así como estudiosos de la pobreza, señalaron la estrecha relación
que existía entre varios padecimientos en función de su vinculación con un medio
social común. Así el alcoholismo, la desnutrición, la tuberculosis broncopulmonar
y las violencias y, en particular, los homicidios aparecían asociados y relacionados
estrechamente con las condiciones de vida generadas por la pobreza. Para estos
autores, era la pobreza la que creaba las condiciones para el desarrollo de un com-
plejo patológico, cuyas entidades nosológicas constituían algunas de las primeras
causas de mortalidad en países europeos y latinoamericanos, y que en unos casos
denunciaba la situación miserable de las clases subalternas, mientras que en otros
era utilizada como mecanismo de estigmatización y control de las denominadas
“clases peligrosas”. No debemos olvidar que la teoría de la degeneración impulsada
en la segunda mitad del siglo XIX constituye una teoría biomédica.
Si bien esta propuesta no es la misma que la de Cassel, tiene puntos de partida
similares, dado que reconoce un medio ambiente patologizante y la existencia de
condiciones de vulnerabilidad social en los sujetos y grupos.
Desgraciadamente, las tendencias epidemiológicas que podrían articularse más
con ciertas perspectivas socioantropológicas son las que menos se desarrollan a
nivel docente y aplicativo dentro de la epidemiología a nivel general, y de México
en particular. No obstante, estas propuestas fueron impulsadas por algunos grupos
norteamericanos, brasileños y especialmente por grupos canadienses, como puede
observarse sobre todo a través del material publicado por la revista Santé/Culture/

Estilos de vida, riesgo y construcción social 59


Health. En el caso de estos últimos reconocen que, si bien todo padecimiento es mul-
ticausal, los mismos factores causales pueden dar lugar a diferentes enfermedades.
Asumen en gran medida los aportes de Cassel, quien había observado que hay una
gran similitud en las condiciones y formas de vida de las personas que desarrollan
padeceres tan diferentes como suicidio, tuberculosis broncopulmonar o esquizo-
frenia. Y que, por lo tanto, los estudios y acciones deben partir del supuesto de que
existen espacios y/o situaciones sociales patologizantes, donde a partir de similares
causales los sujetos pueden desarrollar padecimientos diferenciales (Renaud, 1992).
Pero, además, dado que sobre todo en el caso de muchas enfermedades crónicas
es difícil detectar factores específicos, deberíamos partir de las condiciones y modos
de vida más que de las enfermedades, para hallar la real causalidad de las mismas.
¿Por qué en ciertos casos un consumo similar de alcohol se traduce en alcoholismo y
en otros no? El alcohol no constituye la causa, sino que la causa habría que buscarla
en un campo social que incluye al sujeto, su modo de vida, las diversas condiciones
del medio y, por supuesto, el alcohol y sus usos. La corriente canadiense subraya
sobre todo el papel del aislamiento, la soledad, la carencia o debilidad de los apoyos
sociales o las condiciones de vida tensionantes como procesos que posibilitan la
emergencia de enfermedades y/o las limitaciones para erradicarlas. Y han analizado
e intervenido especialmente sobre un campo patologizante, el de la pobreza (Massé,
1995; Toussignant, 1989).
En función de lo señalado, me interesa subrayar la existencia de corrientes
teórico/metodológicas que colocan la causalidad de los padecimientos, y también los
mecanismos de enfrentamiento y solución, no en factores aislados sino en campos
de fuerza, en relaciones sociales, en espacios patologizantes.
Y que, pese a que algunas de estas corrientes han sido desarrolladas por epide-
miólogos, las mismas han incidido muy poco en la formación y quehacer de esta
disciplina, salvo en ciertos contextos específicos.
Pero, como venimos analizando, esta es una corriente no solo secundaria sino
marginal, ya que lo dominante sigue siendo, a nivel de discursos teóricos/ideo-
lógicos, la multicausalidad, y a nivel de las prácticas la búsqueda de algún tipo de
unicausalidad. Y ello por múltiples razones, pero sobre todo en función de la posi-
bilidad de establecer estrategias preventivas puntuales, sencillas y frecuentemente
basadas en fármacos.
Como sabemos, la prevención se desarrolló inicialmente casi exclusivamente res-
pecto de las enfermedades infectocontagiosas consideradas como unicausales, pero el
paso a primer plano de las crónico/degenerativas y de otros padecimientos condujo
a proponer un discurso multicausal que limitaba la posibilidad de pensar y aplicar
mecanismos preventivos. Y es en parte por ello que, en los hechos, la concepción mul-
ticausal se desplegó a través de dos opciones básicas. Una que incluyó un espectro
amplio o reducido de variables –según cada padecimiento– pero que coloca el peso
explicativo en una sola de las variables, lo que posibilita pensar y aplicar acciones sim-
plificadas de prevención. Si bien actualmente dominan las concepciones multicau-
sales, tanto lo señalado como sobre todo la expectativa colocada en los estudios gené-
ticos refuerzan constantemente la ideología de la causalidad única.

60 De sujetos, saberes y estructuras


La otra estrategia fue proponer explicaciones multicausales, pero colocando la
causalidad y las posibilidades de prevención en ciertas características de los sujetos
que aparecían como articuladoras de las diferentes variables causales, y cuya prin-
cipal expresión hasta ahora es el concepto estilo de vida. Es el estilo de vida el que
sintetiza las diferentes variables y el que permite proponer estrategias simples de
prevención en términos unicausales.
Debemos subrayar que esta tendencia a la unicausalidad la observamos en las más
diversas corrientes, incluidas las corrientes marxistas que focalizaron los aspectos eco-
nómicos/políticos como explicación universal de procesos de s/e/a, excluyendo no
solo el rol de los procesos socioculturales e ideológicos, sino también el papel de los
sujetos. Esto se evidenció sobre todo en ciertas corrientes de medicina social que ope-
raron en América Latina, a través de una concepción casi exclusivamente economicista.
Pero lo que me parece más decisivo es subrayar que, salvo excepciones como
las Cassel o de ciertas tendencias epidemiológicas desarrolladas especialmente en
Canadá, lo que observamos es el desarrollo de una manera de pensar hegemónica
que va dejando cada vez más de lado la descripción e inclusión del medio ambiente
y del contexto; va colocando cada vez más sus intereses en establecer los riesgos y
los factores de riesgo, y tiende a colocar dichos riesgos y la posibilidad de resolverlos
en acciones centradas en los individuos. De tal manera que el enfoque de riesgo se
reduce frecuentemente al riesgo pensado en términos de estilo de vida individual.
Esta es la epidemiología que va a constituirse en hegemónica, y donde desa-
parece cada vez más la preocupación por la causalidad, y no solo por la multicausa-
lidad o la unicausalidad, para reemplazarla por la construcción de indicadores y de
grupos de riesgo a través de los cuales distinguir aspectos específicos que posibiliten
intervenir en términos de prevención, pero ya no referidos a los aspectos causales,
sino en gran medida referidos a los modos de vida. Pero modos de vida sumamente
simplificados, como veremos más adelante.
Respecto de la complejidad de toda una serie de padecimientos, el concepto de
riesgo posibilita seleccionar algunos factores –denominados de riesgo– que permite
generar intervenciones o por lo menos recomendaciones, a través de acciones pun-
tuales y específicas, que refieren a aspectos no solo bioecológicos, sino también
socioculturales. Este concepto se relaciona con conceptos como “eventos críticos” y
similares generados desde la psiquiatría social durante la década de 1950, los cuales
posibilitan también pensar en situaciones de riesgo, y proponer mecanismos de
acción y prevención específicos.
Por lo tanto, desde la década de 1950, y en función de diferentes problemas de salud
se proponen conceptos y acciones que, más allá de las denominaciones, conducen a
pensar los padecimientos en términos de factores de riesgo, lo cual se irá convirtiendo
en la línea dominante de pensar las explicaciones e intervenciones epidemiológicas.
Como sabemos, desde la trayectoria biomédica, los conceptos “riesgo” y “factor
de riesgo” fueron propuestos inicialmente respecto del papel del consumo de tabaco
en el desarrollo de enfermedades cardiovasculares y de cáncer pulmonar. Y a partir
de entonces, dichos conceptos serán aplicados a los procesos de salud más diversos,
desde la violencia contra la mujer hasta el incremento de la mortalidad por diabetes

Estilos de vida, riesgo y construcción social 61


mellitus. Es importante subrayar que estos conceptos serán aplicados al conjunto
de los padecimientos, más allá de que cobren visibilidad no solo profesional sino
incluso social a través de ciertos problemas, como ocurrió en las décadas de 1980 y
1990 cuando la transmisión del VIH-sida fue pensada en términos de “sexo seguro”,
o en la década de 1990 y primeros años de 2000, cuando el “sexo seguro” fue referido
especialmente al “embarazo no deseado”.
Pero en todos los casos el riesgo y los factores de riesgo trataron de ser reducidos
a un pequeño grupo de factores que, además, pueden referir a determinados actores
sociales tanto en términos de riesgo como de control del riesgo. De tal manera que
la OMS (1978) define los factores de riesgo como las características que con más fre-
cuencia se encuentran en las personas y grupos donde se da el problema específico.
Es decir que hay una tendencia constante a reducir la multicausalidad o los fac-
tores de riesgos a la unicausalidad, o por lo menos al número más reducido posible
de causas, y de ser posible referido al estilo de vida de un determinado sujeto para
facilitar las intervenciones biomédicas. Más aún, el peso creciente de investigaciones
a nivel de patología molecular, asociadas con los objetivos de la clínica médica,
tiende cada vez más a pensar no solo en términos de causa única, sino también de
paciente único. Proponen que la investigación evidencia que cada cáncer es único,
lo cual conduce a la personalización de las terapias.
Uno de los epidemiólogos latinoamericanos que más han trabajado la cuestión
de la causalidad, concluye que el enfoque de riesgo resulta insatisfactorio, señalando
la necesidad de elaborar un nuevo paradigma que, según Almeida, solo está en vías
de construcción (Almeida-Filho, 2000, p. 237). Este autor reconoce la existencia de
ciertas tendencias alternativas que proponen el desarrollo de una epidemiología de
los modos de vida que tienen en cuenta la complejidad de los procesos de s/e/a
colectivos, y que en gran medida coincide con las propuestas de ciertas orienta-
ciones antropológicas que colocan el eje de sus descripciones e interpretaciones en
la vida cotidiana de los actores sociales, y no en los factores de riesgo.
Por lo menos en parte, dichas alternativas recuperan las propuestas que desde
fines del siglo XIX cuestionan la noción de causalidad, y proponen describir y com-
prender los procesos en términos de sentido y de significado. Es decir, no buscar
tanto el “porqué”, sino básicamente el “cómo”. Y así, por ejemplo, Denzin (1987a,
1987b), en su estudio sobre grupos de Alcohólicos Anónimos, no preguntó a los indi-
viduos por qué se habían vuelto alcohólicos, sino cómo habían llegado a conside-
rarse a sí mismos como alcohólicos, dado que era una de sus preocupaciones básicas
para comprender el proceso de recuperación de los alcohólicos y el papel de AA.
Pero, además, se vincula con las propuestas de sociólogos del riesgo como Beck
o Giddens, que proponen que los riesgos se caracterizan por ser producidos en
gran parte por las propias sociedades y sujetos, es decir que no solo el sentido y
significado explicativo, sino también la propia causalidad está en las acciones de los
sujetos y grupos humanos:

Nuestra era no es más peligrosa ni más riesgosa que las generaciones an-
teriores, pero el balance de riesgos y peligros ha cambiado. Vivimos en un

62 De sujetos, saberes y estructuras


mundo donde los peligros creados por nosotros mismos son tanto o más
amenazantes que los que proceden del exterior. (Giddens, 1999, p. 47)

Varios epidemiólogos reconocen la complejidad que supone trabajar con procesos


que son simultáneamente biológicos, sociales y simbólicos, lo cual ha sido reconocido
por lo menos desde fines del siglo XIX, y frente a lo cual se han propuesto trabajar en
forma articulada con los diferentes niveles de análisis, lo cual ha sido reiteradamente
formulado por estructuralistas como Durkheim o Nadel hasta marxistas como Baer o
Singer, pasando por funcionalistas críticos como Press (ver S. S. & M., 1990).
Dicha propuesta reconoce que los procesos a estudiar presentan niveles de com-
plejidad diferenciales, así como que cada investigador plantea problemas especí-
ficos respecto de dichos procesos. De la articulación de los diferentes niveles más o
menos interrelacionados (biológico, psicológico, social u otras propuestas de niveles)
y de los problemas específicos a investigar, surgirán los tipos de causalidad a utilizar,
incluida la no utilización de concepciones y factores o estructuras causales.3
Debemos asumir que, tanto los conceptos de unicausalidad como de multicau-
salidad utilizados por ambos conjuntos disciplinarios, evidencian limitaciones espe-
cialmente para el estudio de ciertos problemas de que siguen desarrollándose y/o
incrementándose pese a los esfuerzos desarrollados para controlarlos o reducirlos.
Lo cual, según diversos autores, requiere de una suerte de regreso al “holismo”, dado
que “para la nueva epidemiología el holismo es esencial” (Agar, 1996, p. 400).
Dada la complejidad de problemas como las adicciones, Agar propone dejar de
lado la búsqueda de causas específicas, reemplazarla por la propuesta de “causal
assemblage”, y aplicar teorías complejas para la explicación de dichos procesos.
Considera necesario regresar a una perspectiva holística, y que la misma se base en
la etnografía para describir y analizar los componentes del sistema en diferentes
niveles, y posibilitar la construcción de modelos explicativos.
Propuestas similares han sido desarrolladas recientemente por algunos desta-
cados epidemiólogos latinoamericanos, pero considero que hasta ahora las pro-
puestas –por lo menos las propuestas generadas desde la socioantropología– recu-
peran el tradicional holismo antropológico, pero sin ir más allá de las antiguas
propuestas tanto en términos teóricos como operativos. No obstante, no negamos
sus posibilidades de desarrollo.

3
Las diferentes propuestas sobre niveles de análisis han sido criticadas, especialmente porque
los niveles de análisis suponen establecer “cortes” epistemológicos entre un nivel y el otro, que
para ciertos procesos de s/e/a funcionan, mientras que para otros generan problemas de difícil
solución teórica y empírica. Considero que en función de este y otros cuestionamientos los nive-
les de análisis deben ser manejados en términos relacionales y no en forma excluyente.

Estilos de vida, riesgo y construcción social 63


Las funciones de la ahistoricidad

La biomedicina y la epidemiología, como ya lo señalamos en el primer capítulo, se


caracterizan por el dominio de una aproximación ahistórica en sus descripciones,
análisis e intervenciones sobre los procesos de s/e/a. El uso dominante de la serie
histórica corta (entre cinco y diez años) en sus investigaciones no es un hecho casual
o basado exclusivamente en razones técnicas, sino que obedece a una perspectiva
metodológica que no está interesada –o considera secundario– observar la trayec-
toria histórica de los padecimientos y de las acciones sobre los padecimientos.
Si bien esta disciplina trabaja básicamente con series históricas cortas por razones
técnicas comprensibles, dada la necesidad de hallar soluciones o por lo menos expli-
caciones a problemas inmediatos y urgentes como, por ejemplo, la emergencia de
brotes de dengue o de sarampión, o debido a la desconfianza en la validez de los
datos epidemiológicos más antiguos, no es solo por estas u otras razones similares
que la epidemiología no utiliza la dimensión histórica.
Considero que hay, por lo menos, otras tres razones básicas además de las seña-
ladas. Primero, porque domina una concepción biológica sobre el desarrollo de los
padecimientos, los cuales son pensados en términos de evolución y no de historia de
las enfermedades. Para el clínico, pero también para el epidemiólogo la enfermedad
y el enfermo “evolucionan”, hay una sintomatología “progresiva” que incluso supone
en determinados casos la “regresión”. Para padecimientos como el alcoholismo o
la cirrosis hepática se han propuesto “fases” en términos de la denominada “his-
toria natural de la enfermedad”, pero que no incluye –y lo subrayamos– la “historia
social del padecimiento”, de tal manera que para la epidemiología la historia aparece
“naturalizada”.
Segundo, porque la dimensión histórica puede evidenciar hechos que resulta
difícil y/o incómodo explicar con las categorías epidemiológicas dominantes, como
son los surgidos de los estudios sobre medicalización o psiquiatrización de los com-
portamientos, que ponen en evidencia ciertos aspectos negativos cumplidos por la
biomedicina.
Y tercero porque el epidemiólogo no ve la utilidad de la dimensión diacrónica
para analizar e intervenir sobre los procesos de s/e/a, lo cual es para mí un factor
decisivo dado que no suele enseñarse en las escuelas de salud pública a utilizar la
dimensión histórica para interpretar e intervenir sobre los problemas con los que
trabajan los epidemiólogos. Más aún, muchos de los científicos sociales y sobre todo
historiadores llamados para cubrir este vacío, no solo no desarrollan un material
comprensible y convincente, sino que además tienden a presentar una historia de
acontecimientos, frecuentemente desvinculados de los procesos que tienen que
explicar y resolver los epidemiólogos.
Sin embargo, los estudios de epidemiología histórica, como los ya citados de
McKweon, fueron de enorme impacto en su momento, así como de utilidad teórica
y práctica al evidenciar que fueron los procesos sociales, económicos y políticos
generados durante la segunda mitad del siglo XIX a nivel macrosocial, pero ope-
rando sobre todo a nivel de los microgrupos, los procesos que realmente condujeron

64 De sujetos, saberes y estructuras


al notable y constante descenso de las tasas de mortalidad de las principales enfer-
medades infectocontagiosas en los países europeos de mayor desarrollo. Es impor-
tante recordar que McKweon, al igual que otros autores que utilizan la dimensión
histórica en términos analíticos y críticos, es uno de los más relevantes epidemió-
logos contemporáneos.
Desgraciadamente, el fuerte impacto de este tipo de estudios epidemiológicos
en México es cosa del pasado, porque en la actualidad aparece olvidado por el per-
sonal clínico y salubrista, que cree –y subrayo lo de “cree”– que fue el impacto de la
medicina bacteriológica la responsable de dichos descensos. Por eso la aplicación de
la dimensión histórica tiene también como objetivo la lucha contra un olvido que
reduce comprender no solo los procesos de s/e/a, sino también los aciertos y los
límites de las acciones médicas. Pero es importante señalar que esta es una “creencia”
no solo del personal biomédico, sino también de gran parte de los que estudian
posgrados en antropología médica, por lo menos en algunos contextos en los cuales
desarrollo mis actividades docentes.
El uso de la dimensión histórica es importante para autocontrolar, técnica y
epistemológicamente, algunas de las tendencias de la metodología epidemiológica
basada en el análisis de variables, ya que la misma “... presume –aun cuando los inves-
tigadores que la usan saben que no es así– que todos los factores que intervienen
para producir el fenómeno actúan simultáneamente” (Becker, 1971, p. 31). Es decir
que en términos técnicos dicha metodología tiende a proponer no solo una visión
sincrónica de la realidad que describen y analizan, sino que ignoran que gran parte
de esta realidad implica procesos que no pueden ser reducidos a secuencias pen-
sadas en términos de fases necesarias e inevitables. Y es por ello que autores como
Becker proponen el concepto de “carrera” que trata de captar no solo los cambios,
sino también los procesos que van surgiendo en las relaciones sociales dentro de las
cuales los sujetos desarrollan sus “carreras”. En el caso de la investigación de Becker
la “carrera del mariguano”.
Algunos epidemiólogos y clínicos han sostenido que el concepto de “carrera” es
equivalente al de historia natural de la enfermedad y, de hecho, lo utilizan en forma
similar tratando sobre todo de detectar fases que tienen un carácter progresivo de
tipo biológico, que es justamente lo que cuestiona el concepto de carrera.
Como sabemos, la apropiación por la biomedicina de conceptos y de técnicas
generados por las ciencias sociales, se expresa frecuentemente en una biologización
de dichos conceptos y técnicas, para adecuarlos a su sistema de explicaciones e inter-
venciones. Lo cual implica la necesidad no solo de aplicar criterios epistemológicos,
sino también históricos, al desarrollo y uso de conceptos y técnicas.
Justamente la epidemiología positivista se apropió de conceptos desarrollados
durante las décadas de 1950 y de 1960 por la teoría de la modernización, para describir
y entender la transformación histórica que se estaba dando en los perfiles epidemioló-
gicos, y generar adecuaciones no solo técnicas, sino además financieras a dicha trans-
formación. Y así propusieron el concepto de “transición epidemiológica” que, como lo
hemos analizado en otros trabajos, no solo no resiste los análisis de tipo teórico, sino
que tampoco la contrastación con la realidad analizada en términos históricos.

Estilos de vida, riesgo y construcción social 65


Como sabemos, si bien se han generado cambios en el perfil epidemiológico de
los países latinoamericanos, dichos cambios no solo no son irreversibles, no solo
operan más en la mortalidad que en la morbilidad, sino que además no contem-
plaron el desarrollo de procesos como el del incremento de la morbimortalidad
por “violencias” o de enfermedades infectocontagiosas como el VIH-sida en un país
como México. Pero, además, el manejo teórico-metodológico de la “transición” no
refiere realmente a procesos históricos, sino a propuestas tipológicas que corres-
ponden a la concepción tradicional/moderna considerada como el eje de la trans-
formación de nuestras sociedades por los teóricos de la modernización, y que rei-
fican la realidad.
Por otra parte, si bien reconocemos que las corrientes interpretativas socioan-
tropológicas han generado aportes para la compresión diacrónica de los procesos
de s/e/a, debemos asumir que ha dominado también una aproximación de tipo sin-
crónica en el estudio de los procesos de s/e/a.
Pese a que la descripción e interpretación de las enfermedades en términos
históricos fue reiteradamente propuesta e implicó, en las décadas de 1940 y 1950
una notoria relación entre las concepciones socioantropológicas y las de historia-
dores como Sigerist o Rosen, y más tarde con los trabajos históricos de Foucault,
la perspectiva diacrónica no prosperó demasiado en el estudio antropológico de la
enfermedad y de su atención. Posiblemente las problemáticas a través de las cuales
se desarrolló más la dimensión histórica, aunque frecuentemente mediante una
aproximación de tipo construccionista, son las que tienen que ver con la trayectoria
del diagnóstico y de la atención de la enfermedad, más que con la trayectoria de la
misma. Una parte de estos trabajos evidenciaron el papel hegemónico de la bio-
medicina en la construcción social no solo de la enfermedad (disease), sino también
del padecimiento (illness), y de allí la notable importancia de los estudios sobre los
procesos de medicalización y de psiquiatrización.
Pero lo dominante ha sido focalizar los procesos actuales, sin referirse –o refi-
riéndose esquemáticamente– a los procesos históricos que permitirían entender la
constitución y desarrollo de los procesos de s/e/a estudiados. Se asumen los procesos
actuales como una continuidad con un pasado, que no es estudiado sino hipote-
tizado en función de las condiciones actuales. Esta tendencia podemos observarla
en numerosos campos, pero especialmente en el caso de los estudios de género, por
lo menos en México.
La casi totalidad de los estudios de género desarrollados en México parten del
supuesto de que el varón tiene que ver muy poco con la atención del embarazo,
parto y puerperio. Aparece como un hecho dado, sin que los estudiosos y estudiosas
de género se preocupen demasiado en verificar dicho presupuesto en términos sin-
crónicos y, sobre todo, históricos. Subrayo que no cuestiono dicho presupuesto, sino
que solo me interesa plantear la necesidad del desarrollo de una epidemiología his-
tórica y sincrónica que describa y explique la ausencia del varón en dichos procesos.
Y si señalo esto es porque, por lo menos en ciertos contextos latinoamericanos,
dicho presupuesto no aparece convalidado por los datos empíricos.

66 De sujetos, saberes y estructuras


A fines de la década de 1970 “descubrí” que el varón de varias comunidades mayas
yucatecas tenía un papel básico no solo en el proceso de embarazo, sino también
durante el parto y el puerperio. Este papel ha sido descripto por varios autores, y espe-
cialmente por J. Ortega (1999), apareciendo el varón como un sujeto que no solo debe
estar necesariamente en el momento del parto, sino que además realiza actividades
específicas, incluida la de pujar junto con su mujer hasta la “expulsión del producto”.
Pero el papel del varón en el parto y el puerperio no solo aparece circunscripto
a los grupos étnicos yucatecos, sino que con otras características ha sido observado
en el caso de ciertas áreas de Bolivia, así como en ciertas zonas de Guatemala. Perso-
nalmente considero que el papel del varón respecto de estos procesos estaba mucho
más extendido en el pasado que en la actualidad, por lo menos en ciertos grupos
étnicos latinoamericanos, pero no contamos con los trabajos históricos –ni sin-
crónicos– que nos permitirían no solo verificar dicha presencia/no presencia, sino
además observar el papel y la función que tenía dicha presencia activa del varón en
términos generales, pero sobre todo en la relación mujer/varón, para culturas con-
sideradas por definición como “machistas”.
Por otra parte, el uso de las series históricas largas respecto de las tendencias de la
mortalidad o de la esperanza de vida puede generar efectos estadísticos e históricos
que favorecen la reflexión sobre ciertos procesos de s/e/a. Si observamos la trayec-
toria de la esperanza de vida según género en México a través de una serie histórica
que incluye todo el siglo XX y los primeros años del siglo XXI, observamos que
durante las dos primeras décadas del siglo XX la mujer presenta una esperanza de
vida menor que el varón, pero que a partir de la década de l930 y sobre todo de 1940,
la mujer presenta una esperanza de vida cada vez mayor, lo cual se irá acentuando
hasta alcanzar casi seis años de diferencia favorables a la mujer en la actualidad. Y
es respecto de este tipo de datos históricos que necesitamos analizar no solo la tra-
yectoria de las relaciones de género, sino también ciertas afirmaciones que se hacen
actualmente en términos de uno solo de los géneros.
La perspectiva histórica centrada en el presente posibilita el desarrollo de inte-
rrogantes que problematizan las realidades a estudiar. Así, por ejemplo, una serie
de investigaciones sobre el dolor desarrolladas desde la década de 1950, y especial-
mente desde el trabajo de Zborowski, encontraron que los sujetos pertenecientes
a diferentes grupos étnicos que incluso viven/conviven al interior de una misma
sociedad, establecen relaciones notoriamente diferentes con el dolor. Pero ocurre
que, investigaciones desarrolladas a partir de fines de la década de 1960, han demos-
trado la reducción de la significación de las pertenencias étnicas y de las diferencias
culturales en las maneras en que se reconoce y se sufre el dolor, así como en los tipos
de dolores más frecuentes.
Actualmente se observa un proceso de homogeneización en las representaciones
sociales sobre el dolor en grupos que antes presentaban diferencias significativas;
pero, además, se observa en todos ellos el dominio del dolor crónico y difuso. ¿Qué
pasó en términos históricos con las representaciones sociales sobre el dolor en los
diferentes grupos étnicos? ¿Qué expresa social y epidemiológicamente este proceso
de homogeneización y de concentración en determinadas formas de dolor, y sobre

Estilos de vida, riesgo y construcción social 67


todo qué significa que los tipos de dolor más frecuentes se caractericen por su difusi-
vidad y por su cronicidad? ¿Cómo puede ser instrumentado por las políticas de salud
específicas el hecho de que el dolor se exprese a través de representaciones sociales
que se modifican con el tiempo?
Tratar de resolver estos y otros interrogantes sería de importancia para la acción
del sector salud. La inclusión de una perspectiva diacrónica podría dar explicaciones
respecto de uno de los rubros que suponen más gastos tanto para los servicios de
salud como para las personas y microgrupos. Y me refiero obviamente a los medi-
camentos para el dolor.
Pero estos enfoques se han desarrollado muy escasamente, dado el dominio del
enfoque sincrónico que, como vimos, no solo opera en epidemiología. No obstante,
debemos reconocer que desde la década de 1970 asistimos a una creciente aplicación
de una perspectiva construccionista más que histórica, como ya se señaló, que ha
posibilitado, por ejemplo, cuestionar estereotipos sobre el comportamiento del per-
sonal de salud y de los conjuntos sociales respecto de diferentes aspectos de los pro-
cesos de s/e/a, pero cuyos resultados desgraciadamente no han sido aplicados a nivel
de políticas de salud.
Reiteradamente he propuesto que, si contamos con los recursos necesarios, es
importante trabajar con un enfoque que utilice tanto perspectivas históricas como
situacionales. Más aún, considero necesaria la observación de procesos en el nivel
sincrónico para observar justamente el peso de los procesos históricos. Y esto lo
hemos tratado de aplicar, por ejemplo, tanto en nuestro estudio sobre Yucatán como
en nuestros estudios sobre el proceso de alcoholización en México.
La articulación entre lo situacional y lo histórico posibilita cuestionar visiones
sincrónicas, que al anular los procesos históricos legitiman ciertas interpretaciones
que no corresponden a lo realmente acontecido. Así, por ejemplo, observamos que
las investigaciones antropológicas, especialmente sobre los grupos étnicos y rurales
de América Latina, insistieron reiterada y uniformemente desde la década de 1930
hasta bien entrado la década de 1980 en el rechazo de estos hacia la biomedicina, en
la existencia de “barreras culturales” para el uso de la misma, a la preferencia casi
excluyente por sus formas tradicionales de atención. Sin embargo, la aplicación de
un enfoque situacional e histórico posibilitó encontrar un incremento constante del
uso y consumo de la biomedicina por dichos grupos étnicos y rurales, y no todo lo
contrario. Esto resulta en cierta manera paradójico, dado que el incremento de los
usos biomédicos convive con el desarrollo de fuertes cuestionamientos a la sociedad
dominante, así como a la reivindicación de la medicina “tradicional” por una parte
de los grupos étnicos latinoamericanos.
Pero, además, la aplicación de una perspectiva histórica permitiría asumir que
algunos de los hábitos negativos que constituyen el principal factor de riesgo para
la morbimortalidad –por ejemplo, el cáncer pulmonar generado por el consumo de
tabaco–, son relativamente recientes, debido a que el consumo de cigarrillos dentro
de las sociedades capitalistas se dio en el siglo XX, y especialmente a partir del
período 1920-1940, aun en los países con mayor y más antiguo consumo de tabaco.
Es decir que dicho hábito tiene una escasa profundidad histórica, pese a su arraigado

68 De sujetos, saberes y estructuras


consumo, lo cual nos conduciría a pensar en la posibilidad de que, si esos hábitos son
relativamente recientes, podemos observar cuáles son los mecanismos que los han
arraigado y pensar en formas de intervención específica para desarraigarlos, y no
solo en términos individuales sino en términos colectivos.
Un análisis histórico y situacional permitiría observar que no solo cambian las
estrategias de los conjuntos sociales y de los curadores hacia los procesos de s/e/a,
sino que se modifica además el perfil epidemiológico y las relaciones sociales que los
grupos y sujetos establecen con sus padecimientos. Al respecto me interesa subrayar
que la producción y uso de esta información no debería ser entendida como exclu-
sivamente académica o cronográfica, sino como materiales que posibilitan com-
prender mejor las características y funcionamiento de procesos específicos.
Si puntualizo estos aspectos es porque una crítica biomédica frecuente, y fre-
cuentemente cierta, considera que los estudios históricos del proceso de s/e/a se
concentran en el pasado sin establecer relaciones con los procesos actuales. Más aún,
la mayoría no llega nunca a los procesos actuales, de tal manera que no posibilita
entender la significación de lo histórico en la constitutividad y funcionamiento de
los procesos de salud con los cuales se enfrenta el epidemiólogo y también el clínico.
Esta orientación fortalece aún más el desinterés del personal de salud hacia el uso de
la dimensión histórica, dado que la observa como un material desechable o como
hechos anecdóticos más o menos interesantes, pero sin que les sirva demasiado para
su trabajo clínico o epidemiológico.
Esta afirmación, por supuesto, no niega que hay aportes como los de Rosen,
McKeown o Reiser donde lo histórico aparece constantemente articulado en forma
directa o indirecta a problemáticas actuales, y, sin embargo, impactan limitadamente
en el saber médico y epidemiológico. O pueden impactar en las representaciones de
los médicos –como fue el caso de Foucault en algunos países latinoamericanos–,
aunque mucho menos en las prácticas de dichos médicos, ya sean epidemiólogos o
clínicos.

Cultura y estilo de vida: algunos pormenores

De todos los conceptos que recuperan la importancia de las condiciones de vida


como causal de los padecimientos y como instancia para actuar positivamente res-
pecto de ellos, el concepto estilo de vida es uno de los que han tenido mayor visi-
bilidad y aplicación en las últimas décadas, tanto por salubristas como por clínicos.
Según la OMS, las enfermedades relacionadas con el modo de vida causan del 70% al
80% de las defunciones en los países desarrollados y del 40% al 50% en los países en
desarrollo. Y en el caso de México el SS concluye que:

Los problemas de salud emergentes se deben en su mayoría a la creciente


exposición a estilos de vida que dañan la salud. El sedentarismo, el consumo
de tabaco y alcohol, la inseguridad pública y vial, la violencia en el hogar
y el deterioro de las redes familiares y sociales han crecido incesantemen-
te a lo largo del último medio siglo en México. Su control depende de la

Estilos de vida, riesgo y construcción social 69


implementación de estrategias anticipatorias y preventivas que incidan so-
bre los hábitos de vida. (SSA, 2001, p. 27)

Desde la década de 1960, pero sobre todo desde la de 1970, la biomedicina insiste en
que determinados comportamientos que tienen que ver con estilos de vida deter-
minan el estado de salud y la esperanza de vida de las personas.
De tal manera que, además de los ya indicados, se señala que la dieta, el uso
de drogas, los usos del cuerpo, las formas de conducir automotores y el estrés son
causales de obesidad, diabetes, problemas cardiovasculares, enfermedades men-
tales, accidentes mortales. Pero el énfasis en ciertos aspectos ha conducido a que,
cuando los clínicos como los epidemiólogos piensan en estilos de vida, los refieren
casi exclusivamente no solo a los indicadores señalados, sino a determinados pade-
cimientos y especialmente problemas cardíacos, diabetes y adicciones.
Pese a su intenso y extenso uso actual por el SS, debemos asumir que este con-
cepto se constituyó y desarrolló fuera de la biomedicina y especialmente a partir
de concepciones marxistas, del comprensivismo weberiano, del psicoanálisis y del
culturalismo antropológico norteamericano, aunque fueron las concepciones his-
toricistas alemanas las que más incidieron en la formulación y desarrollo de esta
categoría (Coreil et al., 1985).
El objetivo inicial era generar un concepto que, a partir de incluir las dimen-
siones materiales y simbólicas, posibilitara la articulación entre la estructura social y
cultural general y los grupos intermedios a través de sujetos cuyo comportamiento
se caracterizara por una determinada manera de vivir –estilo de vida– que expresara
simultáneamente las características generales de la estructura social y cultural y las
características específicas del sector social intermedio de pertenencia.
Fue propuesto como un concepto holístico y sobre todo mediador, ya que a
través del estilo de vida ejercido por un sujeto/microgrupo, pretendía observarse la
cultura de la cual era parte, pero a partir de su especificidad.
El sector salud y la biomedicina utilizaron este concepto eliminando la pers-
pectiva holística y grupal, reduciéndolo a conducta de riesgo personal y eliminando
o reduciendo a un rasgo específico las condiciones materiales y simbólicas del estilo
de vida. De tal manera que el estilo de vida del bebedor de alcohol se reduce al acto
de beber y dicho acto se convierte a su vez en riesgo específico.
Más aún, el uso y consumo de alcohol o de tabaco por un bebedor o un fumador
pasan a ser –para este enfoque– las características en torno a las cuales se organiza la
vida del sujeto que bebe o fuma, dado que sus representaciones y acciones se centran
en conseguir y consumir dichas sustancias. El consumo de alcohol o tabaco sintetiza
lo que el sujeto –o incluso su microgrupo– es, y se dejan de lado el resto de sus otras
características.
La necesidad de realizar intervenciones biomédicas respecto de problemas que
se estaban incrementando, la falta de tiempo del personal de salud, las dificultades
para trabajar con los aspectos socioculturales del estilo de vida, condujo por lo tanto
a concentrarse en ciertos comportamientos sobre los cuales actuar en forma sim-
plificada. De tal manera que el personal de salud no indaga mucho sobre el estilo

70 De sujetos, saberes y estructuras


de vida, sino que si, por ejemplo, el paciente bebe en forma “excesiva”, se aplica el
consejo médico o alguna otra técnica simple o más frecuentemente simplificada,
que propone cambios en el estilo de vida. Dicho cambio se centra en la recomen-
dación “dejar de beber”.
En última instancia, el concepto estilo de vida resignifica la cuestión de la causa-
lidad de tal manera que, si bien reconoce la multicausalidad, la sintetiza a través de un
concepto y de indicadores de riesgo manejados en términos de causa/acción únicas.
En consecuencia, las políticas preventivas buscan detectar indicadores cada vez
más sencillos que pueden ser comprendidos inmediatamente por la población,
pueden sensibilizarla, y posibilitan su intervención. Y así, por ejemplo, el estilo de
vida que lleva a la obesidad y sobrepeso se reduce, en las campañas preventivas mexi-
canas actuales, a que el sujeto mida su cintura, lo cual le indicará si tiene sobrepeso, y
por lo tanto la necesidad de modificar aspectos de su estilo de vida.
Debemos subrayar que dichas recomendaciones simplificadas surgen de estudios
biomédicos que detectan el significado de ciertos indicadores no solo para detectar
los problemas, sino también para intervenir a nivel individual sobre ellos. Y así
toda una serie de investigaciones recientes concluyeron que el mayor tamaño de la
cintura se correlacionaba con mayores riesgos de infartos de miocardio, diabetes,
cáncer, incontinencia tanto en varones como mujeres. El tamaño de la cintura fue
propuesto por diversos equipos de investigación como uno de los mejores indica-
dores de riesgo para las enfermedades señaladas.
Desde la perspectiva socioantropológica –y, por supuesto, del sentido común– el
estilo de vida de un fumador, de un bebedor de alcohol o de un “tragón” no puede
ser reducido al acto de fumar, de beber o de comer, escindido de las condiciones de
vida de dicho sujeto y de los usos y significados del consumo de alcohol, del tabaco
o de determinados alimentos desarrollados dentro de los microgrupos donde fun-
ciona como sujeto.
Esto no significa desconocer que diferentes corrientes antropológicas trataron a
nivel de comunidad o de cultura de encontrar los aspectos que sintetizaran y expre-
saran el núcleo básico de ellas. Supuestamente estos aspectos pueden observarse
a nivel de los comportamientos de los sujetos y microgrupos, pero ello implicaba
justamente la descripción etnográfica, lo más profunda posible, de dichas caracte-
rísticas nucleares, lo cual no se genera en el trabajo epidemiológico. Toda una serie
de etnografías, incluidas historias de vida, sobre sujetos y grupos con problemas
de adicciones evidencian esta orientaciónteórico/metodológica (Bourgois, 1995;
Romaní, 1999), la cual no es desarrollada ni tampoco es utilizada por el trabajo bio-
médico o epidemiológico, debido no solo a la formación y orientación profesional,
sino también a los tiempos de trabajo.
Ahora bien, desde las perspectivas epidemiológica y clínica lo importante sería
prevenir, reducir, controlar o eliminar el problema, por lo cual, si a través de deter-
minados consejos o de otras acciones simples se logra la disminución o incluso eli-
minación del riesgo, pasa a ser secundario que el estilo de vida se maneje o no en
términos holísticos. Y según los datos del servicio de salud británico descendieron
el consumo de alcohol y tabaco en el Reino Unido, así como sus consecuencias

Estilos de vida, riesgo y construcción social 71


patológicas. Pero todo indica que dichos descensos se dieron en determinados sec-
tores sociales, básicamente en los estratos sociales medios y altos, y en aquellos sec-
tores que presentan mayores niveles educativos en términos formales.
Discutiendo esta situación, Buck señala que:

…se ha demostrado que algunos de los problemas de los estilos de vida son
generados por problemas ambientales, en particular de índole ocupacional.
Esa puede ser una de las razones por las que es menos probable que la gente
de menor instrucción deje de fumar o haga otras cosas que a nosotros no
nos agradaría que hicieran. En estudios efectuados por el Instituto de Inves-
tigaciones Sociales de Michigan se encontró que la gente que fuma más es la
que trabaja a destajo o en tensión, especialmente en tipos de trabajo que van
contra los ritmos naturales del cuerpo humano. (Buck, 1988, p. 895)

Y en el mismo texto, Nájera subraya que el concepto estilo de vida se centra en


aspectos secundarios dejando de lado otros tan determinantes como las condiciones
de trabajo y empleo.
Pese a estas consideraciones, un clínico o un epidemiólogo podría señalar que
las actividades de los sujetos pueden reducir el impacto de los riesgos específicos.
Lo cual es correcto, aunque, desde nuestra perspectiva, el abatimiento o control del
problema no es solo debido al papel de un sujeto tal como es manejado por la bio-
medicina –y por una parte de los antropólogos interpretativos–, sino que es debido
a las condiciones de clase, de etnicidad, de género y/o de otros referentes, expre-
sadas a través de determinados estilos de vida.
El concepto estilo de vida fue aplicado inicialmente por las ciencias sociohistó-
ricas a la descripción y análisis de las características y comportamientos sociocultu-
rales de diversos conjuntos sociales, incluidos clases sociales y grupos nacionales, de
tal manera que el referente básico era siempre algún tipo de conjunto macrosocial.
La biomedicina no solo excluyó el contexto sociocultural, sino que redujo el estilo de
vida a determinados aspectos de los comportamientos individuales. Pero, además,
aplicó este concepto a enfermedades crónico degenerativas y en menor medida a
violencias y adicciones, dejando de lado las enfermedades infectocontagiosas –salvo
el caso del VIH-sida–, así como también los problemas nutricionales, excepto los
casos de bulimia y anorexia. Por lo cual observamos que, por ejemplo, el estilo de
vida se aplica a problemas de obesidad, pero no a los problemas de hambre.
Si bien este concepto, especialmente en ciertas tendencias sociológicas, incluía
la intencionalidad del actor, no reducía la capacidad de elección al comportamiento
del sujeto. Mientras que la perspectiva biomédica trabaja explícita o implícitamente
con la noción de que el sujeto puede elegir y actuar en términos intencionales, racio-
nales y además responsables.
Justamente, los fundamentos de la técnica del “consejo médico” residen en estos
presupuestos. Más aún, se basan en las teorías de selección racional decidida en
términos de costos/beneficios, que se aplicaron básicamente a través de acciones
individuales.

72 De sujetos, saberes y estructuras


Esta forma de apropiarse del concepto es la que posibilitó circunscribir el estilo
de vida a determinados padecimientos y comportamientos excluyendo otros. ¿Por
qué fumar y comer carnes rojas son riesgos propios de un determinado estilo de
vida, y no lo es beber agua no potable o trabajar en la calle limpiando parabrisas?
¿Por qué la relación con los alimentos de una anoréxica es parte de un estilo de vida
mientras que comer –o mejor dicho no comer– a niveles de desnutrición crónica
por factores económicos no lo es? ¿Por qué caminar o correr por los parques consti-
tuyen indicadores de estilo de vida y no las actividades laborales de tipo físico de un
campesino o de un albañil?
Todos estos comportamientos potencialmente son parte de estilos de vida,
pero mientras que en algunos casos las posibilidades del sujeto y su grupo social
pueden favorecer la elección de un comportamiento, en otros es difícil debido a las
condiciones de orden económico y también cultural que limitan o impiden dicha
elección. De tal manera que el concepto estilo de vida es aplicado desde la biome-
dicina a partir no solo del individuo, sino además de su capacidad/posibilidad de
elección personal.
Como ya lo señalamos, este concepto comenzó a ser desarrollado y aplicado
en biomedicina a partir de la década de 1950 y sobre todo de 1960, respecto de
enfermedades cardiovasculares y en particular respecto del hábito de fumar. Este
concepto se aplicó a través de consejos médicos y de pláticas del equipo de salud a
sujetos y microgrupos para sugerir la modificación de hábitos que generaban riesgos
específicos de salud. Desde el principio se evidenciaron éxitos en la modificación de
comportamientos riesgosos, pero básicamente en ciertos sujetos y grupos y no en
otros, y es esta situación la que me interesa analizar.

Estilo de vida y clases sociales

Entre fines del siglo XIX y principios del XX, el descubrimiento de las funciones de
la cultura o, si se prefiere, de la dimensión simbólica, condujo a generar toda una
serie de conceptos que trataron de manejar la cultura en términos holísticos, ya sea
referida a un grupo étnico, a una comunidad o a una nación. O a producir conceptos
que manejaran en términos holísticos algunos aspectos de la realidad, pero man-
teniendo la articulación de dichos aspectos respecto de la totalidad constituida por
cada cultura. Uno de dichos conceptos es el estilo de vida.
Se generaron varios conceptos, que más allá de sus diferentes nombres, fueron
aplicados a la misma problemática (Menéndez, 2002a), y entre los cuales están los
conceptos estilo de vida y modo de vida. Este último fue propuesto y desarrollado
por corrientes historicistas, incluido el marxismo, y durkheimianas. Y fue referido
por Engels al modo de vida obrera en Inglaterra y, sobre todo, a los modos de vida
culturales dominantes en cada sociedad, especialmente por el culturalismo antro-
pológico norteamericano y por las corrientes fenomenológicas. Estas últimas nos
hablarán de los modos de vivir, de enfermar y de morir propios de cada sociedad o

Estilos de vida, riesgo y construcción social 73


de determinados sectores de esa sociedad. Pero este concepto carece, por lo menos
hasta lo que sabemos, de precisión tanto en términos teóricos como operativos.
Durante el lapso señalado se acuña el concepto estilo, que fue aplicado a las dife-
rentes esferas de la cultura y la sociedad, como el arte, la literatura, la economía, la
política, el pensamiento social y filosófico, así como también a la vida cotidiana4.
Constituye uno de los conceptos claves con que los historicistas trataron de describir
las totalidades culturales a través de expresiones específicas. Para ellos la cultura
constituía una unidad que se expresaba a través de diferentes esferas de la realidad,
y era un estilo similar el que operaba en cada esfera de la realidad por diferenciada
que fuera, asegurando la unidad cultural en lo diferente. De tal manera que esta con-
cepción llevaba a pensar que cada cultura podía llegar a generar no solo estilos dife-
renciales de enfermar, sino incluso estilos diferenciales de atender la enfermedad. Y
es a partir de estas propuestas que se va a proponer el concepto estilo de vida.
Weber aplicó este concepto al estudio de las clases sociales, estableciendo la
necesidad de articulación de las condiciones materiales y simbólicas que operaban
en las clases y en las relaciones de clase, colocando gran parte de sus intereses en el
consumo que se da a través de ciertos estilos de vida, y que posibilita pensar no solo
en términos de clases sino también de status sociales.
Su propuesta, que dio un papel protagónico a ciertos aspectos simbólicos, influyó
notoriamente en toda una serie de tendencias que reelaboraron aspectos del estilo
de vida a través de este, o más frecuentemente de otros conceptos derivados de él. Y
así articulada con concepciones fenomenológicas y marxistas dio lugar al desarrollo
del concepto vida cotidiana5, mientras que articulado con el psicoanálisis posibilitó
la temprana aplicación de este concepto al estudio de la salud mental, recordando
que estas tendencias se elaboran inicialmente en Alemania. Más aún, serán cientí-
ficos alemanes emigrados principalmente a los EEUU los que trabajarán con este
concepto, o con conceptos similares, en diferentes campos incluido el publicitario,
como veremos de inmediato.
Tanto en los EEUU como en Gran Bretaña, el concepto estilo de vida –con este
o con otros nombres– fue utilizado inicial y preponderantemente como expresión
de las características y diferencias de las diferentes clases sociales que los sociólogos
y antropólogos británicos y norteamericanos reconocían en sus respectivos países.
En el caso norteamericano este concepto fue parte nuclear del sistema teórico de

4
Este concepto ha sido desarrollado desde diferentes aspectos, especialmente por autores ale-
manes, desde las ideas políticas hasta los hábitos culturales.
5
Durante el lapso señalado la convivencia del psicoanálisis, la fenomenología y los historicismos,
incluidas las diferentes variantes del marxismo, dio lugar a un notable desarrollo teórico-me-
todológico en Alemania y en Europa central, caracterizado por las críticas y mutuas influencias
de estas corrientes que se tradujeron en notables aportes. No puede entenderse, por ejemplo,
la propuesta fenomenológica sobre vida cotidiana de Schutz sin tomar en cuenta la influencia
decisiva de M. Weber sobre la misma. Recordemos que Schutz es el principal referente teóri-
co-metodológico de las escuelas norteamericanas que recuperaron el concepto de vida cotidiana
a partir de 1950. Pero sin incluir centralmente la dimensión clasista elaborada desde el marxismo
por diversos autores y especialmente por H. Lefebre (1967).

74 De sujetos, saberes y estructuras


estratificación social más utilizado en los EEUU. Me refiero a los estudios desarro-
llados por Warner durante las décadas de 1940 y 1950, que incluyeron centralmente
indicadores de estilo de vida en la caracterización y diferenciación de cada clase
social norteamericana.
El modelo de clases sociales propuesto por Warner, y que surge en gran medida
de la articulación de las concepciones de Weber y de Veblen, no solo cuestiona el
enfoque economicista dominante en las propuestas marxistas, sino que además
reduce cada vez más el papel de las condiciones económico/políticas colocando
el peso en indicadores de status social en términos especialmente de consumo. Es
importante recordar que este modelo de estratificación social se utilizó en investiga-
ciones epidemiológicas a partir de la década de 1950, aunque sin incluir los aspectos
referidos a estilo de vida ni la perspectiva analítica propuestos por Warner, sino uti-
lizando su sistema de clases como un ordenador más de la información obtenida.
En el caso de los estudios británicos sobre clases sociales, este concepto tuvo
un notable desarrollo, aunque con otras denominaciones, siendo especialmente
aplicado a la caracterización de la clase obrera y de la clase media, y a las diferencias
observadas entre ellas en muy diversos aspectos, y especialmente respecto de los
procesos de s/e/a. Las características de cada clase fueron sobre todo referidas a las
condiciones de trabajo manual y no manual, que dieron lugar a una diferenciación
en términos de status, ingresos y poder, observables en los estilos de vida y los valores
de dichas clases, una parte de los cuales se mantuvieron hasta la actualidad incluso
respecto de diferentes procesos de s/e/a:

Diferencias en retribuciones y experiencias en el lugar de trabajo establecen


paralelismos entre dos estilos de vida y de actitudes marcadamente distintos
de clase media y de clase obrera. Y si bien ha habido cambios al interior de
cada clase, se sigue observando a través de las encuestas que hay dos estilos
de vida y de valores muy diferentes. (Fitzpatrick y Scambler, 1990, p. 69)

Toda una serie de estudios sociológicos desarrollados durante las décadas de 1960 y
1970, pone en evidencia que los trabajadores “manuales” y “no manuales” en Gran
Bretaña presentan diferencias significativas entre sí en sus experiencias de vida, en
el uso de normas sociales, en los estilos de comunicación, en los patrones de socia-
bilidad y del uso del “tiempo libre”, en términos de los procesos de s/e/a, incluida la
muerte y la mortalidad.
En general, en estos trabajos británicos se mantiene la idea de que la génesis
del estilo de vida está en la clase social, y que tanto en la relación médico/paciente
como en el uso de criterios preventivos “...las clases sociales más bajas están menos
orientadas hacia el futuro en relación con la salud, o que es menos probable que
tomen medidas preventivas apropiadas” (Fitzpatrick y Scambler, 1990, p. 73). Varios
estudios propusieron incluso que el fatalismo constituía una actitud característica
de la clase obrera británica (Davidson et al., 1992). Ahora bien, más allá de aceptar o
no estas conclusiones, estos estudios asumen que el estilo de vida refiere a sectores

Estilos de vida, riesgo y construcción social 75


sociales que tienen que ver con una clase social determinada y no a un comporta-
miento individual.
Es esta concepción, y lo subrayo, la que posibilita interpretar los datos sobre
tabaquismo que encontraron reiteradamente los estudios epidemiológicos ingleses
desde la década de 1950 hasta la actualidad. Según estos estudios, la clase obrera
inglesa no solo tiene muchas más posibilidades de adquirir el hábito tabáquico, sino
que además evidencia mucho menores posibilidades de abandonarlo, presentando
más altas tasas de mortalidad asociadas a dicho consumo que las clases media y alta.
Si bien un sujeto de clase obrera puede abandonar el tabaquismo, el análisis en tér-
minos de clase indica que hay diferencias cruciales entre los miembros de esta clase
y los de las otras, que afectan el consumo individual de tabaco.
El tabaquismo fue durante gran parte de la segunda posguerra la primera causa
de muerte en el Reino Unido, expresada a través de varias enfermedades.
Si bien en Gran Bretaña se redujo significativamente el consumo de tabaco, ya
que mientras en 1974 fumaba el 45% de los adultos para el 2003 solo lo hacía el 26%,
dicho decremento se dio en ciertos sectores sociales. Ya que actualmente el consumo
de tabaco está concentrado en los trabajadores no calificados del sexo masculino,
donde se observa el 42% de los consumidores de tabaco, mientras que solo un 15% de
los varones dedicados a actividades profesionales fuman. Por lo tanto, una aproxi-
mación basada en comportamientos individuales no puede explicar un hábito que
refiere a condiciones de la cultura de la clase obrera inglesa, en la cual fumar tabaco,
beber cerveza –sobre todo negra–, practicar la violencia física a nivel corporal, con-
siderar el “pub” (cantina) como parte de su vida social, así como otra variedad de
comportamientos, son “hábitos” constitutivos de su modo de vivir, de su forma de
estar en el mundo, de su identificación de clase y de la manera de relacionarse con
las otras clases (Hoggarth, 1990).
Por supuesto que estas características socioculturales, que este estilo de vida, no
son permanentes ni definitivos, sino que se transforman, y que es dentro de estas
condiciones cambiantes de clase que operan los comportamientos individuales. Por
lo cual, los criterios preventivos o promocionales de salud deben formularse a partir
de los conjuntos sociales y no exclusivamente de los sujetos. Subrayo estos aspectos
porque el uso actual biomédico del concepto estilo de vida orienta a trabajar básica-
mente con los sujetos en términos individuales.
Los estudios británicos sobre el uso de los servicios de salud indican que, después
de casi medio siglo de instalación del servicio nacional de salud británico, siguen
manteniéndose notorias diferencias de clase no solo en la relación médico/paciente
sino también en el uso de los servicios de salud en general, de tal manera que la clase
obrera obtiene menores beneficios de los servicios de salud oficiales que los sectores
medios. Según algunas estimaciones, estas diferencias se habrían incrementado
desde la década de 1980. Creo que es a partir de este tipo de datos que deben expli-
carse las tendencias a utilizar el estilo de vida o técnicas como el consejo médico
en términos individuales, dado que es a través del paciente individual que la bio-
medicina asume su trabajo, y no a través de los conjuntos sociales, aun en aquellos
países en los cuales, por lo menos una parte de la biomedicina y especialmente de

76 De sujetos, saberes y estructuras


la epidemiología, reconoce el papel de las clases sociales y, por supuesto, de otros
conjuntos sociales respecto de los procesos de s/e/a.
Estos señalamientos no suponen concluir que no debemos seguir trabajando con
el consejo médico u otras técnicas en términos individuales, sino que estas aplica-
ciones tienen serias limitaciones por las razones señaladas, y que debemos pensar
en estrategias que posibiliten una mayor eficacia de dichas técnicas, sobre todo, res-
pecto de ciertos grupos de riesgo.
En el caso latinoamericano especialmente, la antropología cultural utilizó desde
la década de 1930 diferentes conceptos que referían a patrones culturales para
estudiar inicialmente al campesinado y más tarde a marginales urbanos. Los trabajos
de Foster sobre el “bien limitado” o de Erasmus sobre el “síndrome del encogido”
expresan esta manera de pensar, donde los comportamientos hacia la enfermedad o
la relación médico/paciente son referidos a las características globales de la cultura.
Estos y otros estudios realizados sobre todo en México, consideran el fatalismo y la
envidia como expresiones básicas de la cultura de los grupos estudiados, las cuales
pueden ser observadas especialmente a través de determinados procesos de s/e/a
(Menéndez, 1981). Estas propuestas son previas a las formuladas por los trabajos bri-
tánicos sobre las características de la clase obrera, y tienen en su mayoría como refe-
rente a la comunidad y no al individuo.
Según gran parte de estos estudios, la comunidad campesina tiende a mantener
el equilibrio y la homogeneidad socioeconómica entre sus miembros, para evitar
conflictos a nivel personal y sobre todo grupal, dado que tanto el desequilibrio como
la heterogeneidad pueden tener consecuencias negativas, expresadas frecuente-
mente a través de determinados padecimientos.
Toda una serie de mecanismos (gasto ceremonial, envidia, brujería, etc.) operan
para evitar el desarrollo de la heterogeneidad, lo cual daría lugar al desarrollo en el
campesinado de una ideología individualista, desconfiada y fatalista que se pone de
manifiesto en el manejo de los procesos de s/e/a.
Los estudios sobre pobres y marginales urbanos realizados en países latinoame-
ricanos, en los EEUU y en Gran Bretaña entre las décadas de 1950 y 1970 también
describieron pautas de este tipo, y las refirieron en determinados casos al uso de
servicios de salud (Fitzpatrick & Scambler, 1990).
Esta forma de pensar la cultura o los estilos de vida subalternos fue criticada por
investigadores norteamericanos, latinoamericanos y europeos por varias razones,
especialmente por reducir o directamente no incluir el papel de la dimensión eco-
nómico/política, así como por centrar la explicación de los comportamientos en una
dimensión simbólica que no incluía los procesos económico/políticos así como los
culturales en términos de hegemonía/subalternidad6.
Pero más allá de recuperar estas críticas, así como de reconocer las diferencias
que existen entre el culturalismo antropológico y los estudios sobre cultura obrera
británicos, lo que me interesa subrayar es la referencia de los comportamientos

6
Subrayamos el papel estructurante que los saberes ejercen sobre los sujetos, pero no como
determinantes ni como esencias culturales.

Estilos de vida, riesgo y construcción social 77


individuales a algún tipo de conjunto social por todas estas tendencias, así como la
transformación del estilo de vida en un indicador de comportamientos individuales
por parte de la epidemiología y la clínica médica. Desde la perspectiva de las orienta-
ciones sociológicas y antropológicas señaladas, los comportamientos de los sujetos,
así como la mayor o menor eficacia del consejo médico deben ser referidos no solo
a los sujetos, sino a sus grupos sociales de pertenencia y a las relaciones de estos con
otros grupos sociales.
Por lo cual, la reducción del hábito de fumar en personas de los estratos sociales
medio y alto, y su persistencia en personas de clase baja, no pueden ser solamente
explicadas por los comportamientos individuales específicos referidos al consumo
de tabaco. Y así en el caso de los sujetos de los estratos medios, la reducción o eli-
minación del consumo de tabaco, que incluye hasta una actitud militante contra el
tabaquismo, debe ser vinculada a la nueva cultura de la salud que estos sujetos están
desarrollando, y que implica una nueva relación con el cuerpo, con la vejez y la idea
de vejez, con una nueva ideología de la “eterna juventud”, con la posibilidad cons-
ciente e intencional de prolongar su vida, así como con las posibilidades materiales y
simbólicas de poder generar esas modificaciones. Y subrayo que este último aspecto
es para mí decisivo.
A su vez, si una parte de la clase obrera, por lo menos la británica, mantiene el
hábito tabáquico es porque este es parte de sus concepciones y prácticas de vida,
expresa su pertenencia de clase y sus relaciones con las otras clases sociales. Fumar
es parte de su identidad, de su racionalidad, de sus saberes y de sus diferencias con
otras clases sociales, por lo menos hasta ahora7.
Desde esta perspectiva, la modificación de los comportamientos de riesgo de los
sujetos y microgrupos no solo se ha generado por aplicación de tecnologías biomé-
dicas, sino también por efecto de procesos económicos, sociales y culturales. Cuando
Terris, por ejemplo, analiza cómo se desarrollaron en Canadá y los EEUU modifica-
ciones en los comportamientos de los sujetos que redujeron el impacto de padeci-
mientos cardíacos en ciertos sectores sociales, concluye que dichas modificaciones
se debieron casi exclusivamente a las acciones de la propia población: “Casi todo lo
ha hecho la propia gente, sin demasiada ayuda de los servicios de salud pública ni de
la profesión médica” (Terris, 1988, 890).
Pero más allá de asumir o no las conclusiones de Terris, debemos señalar que
no es este concepto de estilo de vida el que es utilizado por el sector salud, sino un
concepto referido a comportamientos individuales.

7
El Boletín de la Organización Panamericana de la Salud dedicó un volumen –1952, XXXIII (4)–
a los trabajos culturalistas norteamericanos aplicados a programas de salud en América Latina.
La mayoría de los autores hablaban, aunque con otra terminología, de estilos de vida desde la
perspectiva que estamos analizando.

78 De sujetos, saberes y estructuras


Causas estructurales y riesgos individuales

Este aspecto es para mí decisivo, porque la epidemiología y también la clínica médica


consideraron el concepto de riesgo como parte nuclear de determinados estilos de
vida, pero la forma de enfrentarlo no solo no corresponde a lo que realmente es un
estilo de vida, sino que además tiene capacidad limitada o directamente no tiene
capacidad para reducir el impacto generado no solo por los comportamientos de los
propios sujetos, sino también de las empresas promotoras de riesgos, que al partir de
una concepción más global, se articulan con los deseos y posibilidades de sujetos y
grupos más que con las técnicas biomédicas utilizadas en términos de estilo de vida.
Una parte de la biomedicina –junto con otros sectores sociales y profesionales–
maneja además algunos presupuestos sobre riesgos y estilos de vida que limitan aún
más su posible eficacia. Muchos investigadores y comentaristas proponen que las
condiciones de vida actuales generan más riesgos que “antes”, a través del peligro
potencial de los reactores nucleares, la expansión del sida o el incremento de la vio-
lencia en las ciudades, concluyendo que los estilos de vida actuales son más riesgosos
y que la mayoría de los riesgos son generados por los propios sujetos y sociedades.
Reconociendo la corrección de algunos de estos aspectos, habría sin embargo
que explicitar no solo de qué riesgos hablamos sino también qué riesgos excluimos.
Desde hace unos años en América Latina se está redescubriendo la “violencia” como
causa de mortalidad y como indicador negativo de calidad de vida; varios de los
países latinoamericanos forman parte de los países con mayores tasas de mortalidad
por homicidios. Y esto también es correcto, pero en la medida en que reconozcamos
que este fenómeno no es reciente, sino que la violencia homicida forma parte de
nuestra historia social, política y cultural.
Las violencias han constituido parte de las primeras causas de mortalidad en
América desde por lo menos 1492, lo cual ha sido evidenciado por la investigación
antropológica y por la demografía histórica. La violencia, como parte de las pri-
meras causas de muerte en varones en edad productiva, está evidenciada a nivel
epidemiológico desde fines del siglo XIX para países como México, nación que en la
década de 1940 tenía una tasa de homicidio que cuadruplicaba la documentada por
el SS a principios de 2000.
Cuando actualmente se reconoce el incremento de la violencia, especialmente
en el Tercer Mundo, y se consideran las violencias como parte de nuestros estilos de
vida, se suele olvidar que la expansión colonial y nacional exterminó grupos étnicos
enteros en América entre los siglos XVI y XX a través de lo que en las décadas de 1950
y 1960 se reconoció como etnocidio. Si bien en la actualidad continúa la violencia,
y especialmente la violencia estructural, contra los grupos indígenas de América
Latina, observamos una recuperación demográfica en países como Bolivia, Ecuador,
Guatemala y México, lo cual constituye un proceso relativamente reciente y que
está implicando una relación con el riesgo de morir menos negativa que hace, por
ejemplo, tres décadas.
Por lo tanto, la afirmación de que actualmente la sociedad latinoamericana vive
en mayores condiciones de riesgo respecto de las violencias, debe ser analizada

Estilos de vida, riesgo y construcción social 79


dentro de un proceso que reconozca la continuidad/discontinuidad de la violencia
en nuestros países y especifique con claridad de qué riesgos y de qué violencias
estamos hablando. Y analice especialmente las tendencias a colocar los procesos más
negativos en el presente y en el futuro, y no también en el pasado (Menéndez & Di
Pardo, 2007).
Otro aspecto que evidencia la orientación con que la biomedicina maneja la
relación estilo de vida y procesos de s/e/a, es el que tiende a colocar el riesgo de
enfermedad, pero también la responsabilidad por el mantenimiento de la salud en
las acciones del sujeto enfermo o potencialmente enfermo.
Esta es una de las principales concepciones de la medicina y de la epidemiología
actuales, y se expresa a través de muy diferentes procesos. No es una casualidad
que, especialmente desde la década de 1970, se hayan desarrollado la epidemiología
clínica y determinadas políticas de promoción de la salud, que se caracterizan por
impulsar la prevención centrada en la responsabilidad y acción de los individuos.
Masse (1995, pp. 133-42), analizando el Informe Lalonde para Canadá, así como otros
documentos salubristas generados en los EEUU, concluye que los mismos respon-
sabilizan a los individuos por el incremento de las enfermedades, y proponen polí-
ticas y actividades centradas en acciones individuales como el uso de cinturón de
seguridad, la reducción del consumo de grasas animales o el abandono del tabaco.
Sin negar por supuesto el papel de dicha responsabilidad, metodológicamente
sería necesario incluir también el papel de las condiciones estructurales que remi-
tirían la responsabilidad no solo a los sujetos enfermos, sino también a las empresas
productoras de padecimientos (MacKinlay, 1982). La manera de manejar la res-
ponsabilidad por la biomedicina y por el sector salud es al menos curiosa, pues
la reduce generalmente al enfermo o al sujeto en riesgo sin incluir o incluyendo
secundariamente la responsabilidad de los agentes de la enfermedad, los cuales no
solo son bacterias o virus, sino también empresas con responsabilidad productiva
y comercial, que colocan la explicación del problema en la libertad de elección
(consumo) individual.
De tal manera que, debido al incremento de los accidentes y de sus consecuencias
en términos de mortalidad especialmente en ciertos grupos de riesgo, se ha decidido
aplicar toda una serie de medidas, que más allá de su eficacia, se caracterizan por
estar aplicadas solo a los sujetos que conducen automotores, pero no a las empresas
que producen dichos automotores. Una de las medidas es controlar la velocidad en
carreteras, y así en un país como México la máxima ha sido fijada en 110 km por
hora, por lo cual si una persona conduce a mayor velocidad potencialmente será
sancionada. Pero ocurre que los autos pueden llegar a velocidades de hasta 250 o
300 km por hora y aún más, pese a que la velocidad máxima estipulada es de 110 km
por hora. ¿Por qué entonces no obligar –como en el caso de los conductores– a los
fabricantes de automotores a producir vehículos cuya velocidad máxima sea de no
más de 110 km por hora, tal como establecen las normas del sector transporte y del
sector salud, y dejando solo para ambulancias, camiones de bomberos y servicios
similares la producción de transportes de mayor velocidad?

80 De sujetos, saberes y estructuras


Lo que proponemos no es una paradoja, sino medidas que tienen que ver con
una lógica preventiva. Pero ocurre que el SS y la biomedicina no se manejan fre-
cuentemente con una lógica basada en la prevención de la salud, sino en una lógica
supeditada a los intereses económico/políticos dominantes, que obviamente incluye
los “deseos” de una parte de la población.
Como sabemos, toda una serie de mecanismos protectores son diseñados para
reducir los efectos de los accidentes generados por el uso de transporte automotor,
pero dichos mecanismos no se aplican en todos los países, ni a todo el parque auto-
motor de un solo país, por lo menos en el caso de la mayoría de las naciones latinoa-
mericanas. Las bolsas de aire que posibilitan reducir notoriamente las consecuencias
de ciertos choques fueron aplicadas inicialmente en los países desarrollados, y no
en los países dependientes; y dentro de un país como México, solo ciertos modelos
tienen bolsas de aire, y según sea el precio del modelo dicha protección se amplía.
Es decir, no es la existencia de recursos técnicos que posibilitan disminuir el impacto
negativo en la morbimortalidad, sino que son las condiciones económicas las que se
imponen, por lo menos durante un determinado lapso de tiempo. Por lo cual no es,
por lo menos en parte, la decisión del sujeto lo que determina el uso de mecanismos
preventivos, sino su capacidad de compra.
Pero, además, las actividades del sector salud generan incertidumbre respecto de
lo que puede ser riesgoso, dado que mientras en algunos casos interviene contra los
empresarios de la enfermedad, como es el caso actual del tabaco por lo menos en
países capitalistas centrales y periféricos, no lo hace con los empresarios del alcohol
en la mayoría de dichos países. ¿Por qué para el SS en unos casos la empresa es res-
ponsable junto con el sujeto, mientras en otros no? Constituye un problema que solo
tiene explicación en términos políticos e ideológicos.
Colocar en el estilo de vida del sujeto la responsabilidad de su enfermedad cons-
tituye una variante de la denominada “culpabilización de la víctima” (Ryan, 1976),
que no solo posibilita colocar la responsabilidad de la desnutrición en el desnutrido
o del tabaquismo en el fumador, sino que correlativamente excluye el papel de
los procesos económico/políticos, culturales e ideológicos en la generación, por lo
menos parcial, de estos problemas.
El riesgo colocado exclusivamente en el sujeto supone, explícita o implícita-
mente, que dicho sujeto es un ser “libre” con capacidad y posibilidad de elegir si
fuma o no fuma tabaco, si bebe o no alcohol, si usa o no usa condón o si come o no
come determinados alimentos. La cuestión aquí implica definir qué es ser “libre”, y
observar quién y qué puede realmente elegir el sujeto o el microgrupo.
Toda una serie de procesos, incluido el descrédito político y teórico del “socia-
lismo real” y del marxismo, condujo a cuestionar las explicaciones colocadas en la
clase social y en otros conjuntos sociales, y a la recuperación del punto de vista del
actor y del sujeto como agente, así como a impulsar una visión de estos con capa-
cidad y libertad de elección, y ello desde las propuestas durkheimianas de Giddens
hasta las propuestas ultraindividualistas de Elster.
Y así, por ejemplo, para Giddens el estilo de vida centrado en el “yo” constituye
una de las características básicas de las sociedades desarrolladas actuales. En diversos

Estilos de vida, riesgo y construcción social 81


textos este autor insiste en que cada sujeto construye su yo seleccionando deter-
minada opción dentro de una pluralidad de posibilidades, considerando que:

La elección del estilo de vida es cada vez más importante en la constitución


de la autoidentidad y en la actividad diaria. El plan de vida organizado re-
flexivamente se convierte en un rasgo central de la estructuración de la au-
toidentidad […] De tal manera que el estilo de vida también refiere a la toma
de decisiones y los cursos de vida dentro de condiciones de restricciones
materiales… (1997a, pp.38-39)

Pero, en la actualidad, en la mayoría de los países de América Latina, ¿quién puede


realmente “elegir” trabajo?, dado que cada vez se producen menos puestos laborales,
y cuando la mayoría de ellos corresponden a lo que se denomina trabajo “informal”.
Y cuando, además, como en el caso de México, entran anualmente al mercado
laboral alrededor de 1.300.000 nuevas personas.
Durante las décadas de 1980 y 1990, con el incremento de la situación de pobreza
y de extrema pobreza en la mayoría de los países de Latinoamérica, ¿quién tuvo posi-
bilidad de “elegir” los alimentos a consumir, ya que para gran parte de la población
lo sustantivo no es la posibilidad de elegir qué come, sino si el sujeto puede comer
o no alguna cosa, dadas sus carencias económicas? Por lo tanto, la población selec-
ciona, pero no puede elegir.
Pero el uso del concepto estilo de vida no suele incluir los factores y procesos que
dificultan, o directamente imposibilitan, que un sujeto o un microgrupo desarrolle
ciertos comportamientos positivos debido a condiciones que están más allá de sus
posibilidades individuales.
Lo señalado respecto del trabajo y de los alimentos puede ser referido a toda una
variedad de productos y de servicios a través de los cuales se observa que por lo menos
una parte de los sujetos/microgrupos no eligen, sino que seleccionan, o directamente
no eligen ni seleccionan. A mediados del año 2008, un exsecretario de Salud señala
que gran parte de las personas de la tercera edad tienen en México enfermedades incu-
rables y costosas, que requieren medicamentos y otro tipo de recursos no incluidos en
el cuadro básico de medicamentos. Según él, “el porvenir inmediato de medio millón
de personas que requieren prótesis de cadera y medio millón que requieren opera-
ciones de cataratas solo tendrán muletas y lazarillos” (varios periódicos mexicanos,
29/07/2008). Es decir que su “elección” será la de ser discapacitados.
Esto no significa negar que en los sujetos y microgrupos operan comporta-
mientos selectivos que los pueden afectar negativamente, como es el consumo de
alimento chatarra/basura incluso por la población pobre, pero dichos comporta-
mientos “selectivos” deben ser referidos no solo a la subjetividad de los actores, sino
también a las condiciones sociales e ideológicas dentro de las cuales operan.
Lo desarrollado hasta ahora evidencia que el concepto estilo de vida ha sido
aplicado en gran medida para explicar la conducta de los sectores sociales que
pueden comparativamente elegir, y que han desarrollado una determinada cultura

82 De sujetos, saberes y estructuras


referida a los riesgos debido a que cuentan con recursos materiales y simbólicos para
poder elegir y, por supuesto, consumir.
Pero, además, este concepto no solo refiere a la capacidad de elegir, sino además
a la responsabilidad y a la capacidad de autocontrol individual de los riesgos, de tal
manera que toda una serie de enfermedades y de consecuencias negativas generadas
por el consumo excesivo de alcohol, de tabaco o de alimentos son explicadas por la
falta de autocontrol de los individuos. Más aún, el consejo médico, que pese a enu-
merar los riesgos del consumo de alcohol no consigue reducir el consumo del sujeto,
es para la biomedicina una prueba de la falta de autocontrol del individuo, más que
una prueba de la ineficacia de dicha técnica.
El estilo de vida es referido al sujeto y es escindido de un contexto sociocultural,
donde determinados comportamientos son favorecidos por las empresas productoras
y comercializadoras, y también por los valores culturales dominantes, como pueden
ser el alto consumo de alcohol, el deseo de conducir a altas velocidades o las maneras
de tener relaciones sexuales. Lo cual debe ser considerado en todas sus implicaciones.
Como sabemos, especialmente organizados en torno a la problemática de las
adicciones, se ha desarrollado la propuesta de reducción de daños, que entre otros
objetivos no solo legitima las conductas “adictivas” en términos de deseo y de auto-
control individual, sino que además cuestiona el orden moral y normativo desarro-
llado a través de la clínica y epidemiología médicas, y, por supuesto, también a través
de las ciencias sociales.
Congruentemente con estas tendencias, Campos cuestiona las propuestas de la
OMS de combatir estilos de vida que considera nocivos, dado que aplica una con-
cepción que no toma en cuenta las decisiones del sujeto respecto de su modo de
vida, concluyendo que es este quien debe decidir si prefiere el deseo o la longevidad:
“la participación de los sujetos en la administración de las relaciones entre deseos,
intereses y necesidades es la condición sine qua non de la democracia de la cons-
trucción de sujetos saludables” (2001, p. 185).

Saber profesional y saber popular: ¿Qué es


prevención?

Respecto de la prevención existen varias diferencias entre la perspectiva biomédica y


la antropológica, y algunas de las más significativas se organizan en torno al recono-
cimiento o no de los saberes populares como mecanismos de prevención, dado que
la biomedicina suele considerar dichos saberes como factores que frecuentemente
inciden en forma negativa sobre los procesos de s/e/a. Los perciben como saberes
equivocados o incorrectos que deben ser modificados, considerando explícita o
implícitamente que la población no solo carece de criterios de prevención, sino que
incluso rechaza la prevención.
Sin negar totalmente estas afirmaciones, lo primero a recuperar es que todo grupo
social, ajeno a su nivel de educación formal, genera y utiliza criterios preventivos

Estilos de vida, riesgo y construcción social 83


respecto de por lo menos una parte de los padecimientos que los sujetos y grupos
reconocen que están afectando real o imaginariamente su salud, o aspectos de la
vida cotidiana relacionados con ella. No existen grupos familiares, clases sociales
o culturas que carezcan de estos saberes, dado que estos son básicos para su pro-
ducción y reproducción biocultural.
La mayoría de los criterios preventivos que utilizan los conjuntos sociales son
socioculturales, y el punto central para nosotros no radica tanto en considerarlos
como comportamientos erróneos o correctos, sino asumir que los grupos producen/
reproducen representaciones y prácticas de prevención, más allá de que sean equi-
vocadas o no. El desarrollo de criterios de prevención respecto de los hechos, fac-
tores y/o actores que amenazan real o imaginariamente a un grupo, constituye un
proceso estructural en el desarrollo de la vida de los grupos y sujetos sociales. Y estas
afirmaciones son parte del sentido común antropológico y uno de sus aportes más
significativos en términos de prevención que, como gran parte de las propuestas
antropológicas, refieren al descubrimiento de lo obvio.
El reconocimiento de estos procesos supondría un cambio radical en la pers-
pectiva salubrista, pues asumiría que los conjuntos sociales no carecen o son reacios
a la prevención, dado que producen y utilizan saberes preventivos en su vida coti-
diana. Reconocería que, si bien los sujetos y grupos suelen rechazar determinadas
concepciones y prácticas preventivas, ello no significa que se opongan o no utilicen
saberes preventivos.
Una parte de los salubristas y clínicos se quejan de que los sujetos no aprenden
y/o no aplican las enseñanzas aprendidas. Más aún, consideran que las personas
pueden estar informadas sobre qué es lo correcto en términos preventivos, pero no
aplican dicho conocimiento. Y así las encuestas señalan que un alto porcentaje de
jóvenes varones mexicanos no utilizan condones pese a tener información correcta,
y de allí el gran número de embarazos “no deseados”.
Y esto en cierta medida es correcto, pero en la medida en que los clínicos y
salubristas reconozcan el desarrollo de actitudes receptivas de los sujetos y grupos
sociales hacia las políticas de prevención, expresadas a través de varios aspectos deci-
sivos desde una perspectiva de salud pública, de los cuales solo citaré dos ejemplos.
El primero nos indica que el sector salud mexicano ha logrado una de las más altas
coberturas mundiales de vacunación que habría inmunizado durante los primeros
años del siglo XXI a más del 97% de la población, lo cual implica por lo menos reco-
nocer que la población no rechaza una de las principales estrategias de prevención
biomédica. Y debemos señalar que el esquema de vacunación aplicado en México
implica inmunizar especialmente a los niños menores de seis años, pero también a
otros grupos etarios respecto de una gran variedad de enfermedades, y que perió-
dicamente se incluye una vacuna más para prevenir otros padecimientos a nivel de
determinados grupos etarios.
El segundo hecho refiere a que México ha pasado de una media de seis hijos por
mujer en la década de 1970, a una media de dos hijos en la actualidad, lo cual indica
un notable descenso de la tasa de natalidad, que en gran medida debemos adjudicar

84 De sujetos, saberes y estructuras


a la penetración de los programas de planificación familiar, y que por lo menos cues-
tionan las afirmaciones precedentes.
Estos hechos son conocidos por los salubristas mexicanos, y deberían ser asu-
midos técnica e ideológicamente para desarrollar una concepción más comprensiva
y optimista respecto de la recepción y aplicación de las concepciones y prácticas pre-
ventivas por parte de la mayoría de la población mexicana. Pero, además, deberían
articular estos procesos con los que indican que los grupos sociales desarrollan y
aplican casi necesariamente saberes preventivos.
Más aún, el cambio de perspectiva permitiría a los salubristas observar que, una
parte sustantiva de los saberes preventivos actuales utilizados por los grupos sociales
como propios, han sido generados a partir de la biomedicina y normalizados por los
sujetos como comportamientos cotidianos.
Considero que una de las principales tareas epidemiológicas debería ser la des-
cripción y análisis de las características, significado y eficacia de los saberes preven-
tivos utilizados por los diferentes grupos sociales, para trabajar a partir de ellos y
articularlos con los criterios preventivos biomédicos.
Que una persona no deba transitar por ciertos lugares a ciertas horas o durante
ciertos días; que no se deba exponer a un niño pequeño a miradas y palabras de
ciertos sujetos; que no deban comerse ciertos alimentos sobre todo en ciertas situa-
ciones vitales, o que las niñas no deban sentarse sobre ciertos lugares fríos, consti-
tuyen comportamientos preventivos para no contraer determinados padecimientos
como mal de ojo, empacho, susto o mal de orines, los cuales como sabemos están
estrechamente vinculados con determinados padecimientos alopáticos.
Toda una serie de mitos, narraciones o refranes, más allá de sus funciones espe-
cíficas, presentan criterios preventivos referidos al medio ambiente, animales, per-
sonas, seres imaginarios y, por supuesto, también padecimientos, que operan en la
vida cotidiana.
Dado el incremento de la inseguridad social actual a nivel objetivo y subjetivo
en diferentes países americanos, las personas y grupos desarrollan estrategias de
prevención para evitar las consecuencias de violencias de diferente tipo. Y estas
estrategias pueden referir a actividades cotidianas que el mismo sujeto implementa,
como no llevar joyas ni ropas costosas, viajar con las ventanas del auto cerradas o no
concurrir a ciertas horas a los cajeros automáticos. Así como comprar seguridad para
su persona, para su vivienda o para su empresa, de tal manera que los gastos en segu-
ridad se han incrementado constantemente en países como México, por supuesto
que en ciertos sectores sociales.
Pero el desarrollo de este tipo de conductas preventivas respecto de la inseguridad
no es nuevo, sino que es parte de las conductas aprendidas, especialmente en términos
de género. Diversas investigadoras describen, para los EEUU, la variedad de estra-
tegias y la cantidad de actividades que las mujeres desarrollan cotidianamente para
prevenirse de los acosos y violencias. Las niñas reciben información sobre la manera
de sentarse, de vestir, de hablar con los varones; y los niños y niñas aprenden desde
pequeños a no concurrir a casas de amigos cuyas familias sus padres no conocen, así
como no ir al baño en otra casa que la suya, por miedo a ataques sexuales.

Estilos de vida, riesgo y construcción social 85


Como concluye una estudiosa del problema:

La mayoría de las mujeres tiene que dedicar una gran cantidad de energía,
tiempo y recursos económicos a protegerse de la delincuencia y a minimi-
zar sus temores: tomar taxis, comprar “mace” o gas picante, adquirir armas,
utilizar estacionamientos cerrados [...] Los rituales cotidianos utilizados por
hombres y mujeres para protegerse contra el miedo a la delincuencia, repro-
ducen y mantienen los estereotipos y las expectativas de género, raza y clase.
(Madriz, 2001, p. 143, p. 186)

Debemos asumir que las formas de prevención constituyen respuestas sociales que
los sujetos y grupos desarrollan casi necesariamente, y que lo paradójico es que esa
cualidad social haya sido negada por los encargados de impulsar profesionalmente
la prevención.
En América Latina, toda una serie de grupos rurales y urbanos utilizaron y uti-
lizan ciertas “aguas”, especialmente aguas de arroz, de choclo (maíz) o de guayaba
que administran al sujeto que tiene diarrea, y en muchos casos dicha agua se hierve
y se le agrega sal o azúcar, mucho antes de que la biomedicina promoviera el uso de
los sobres de rehidratación oral.
En mi primer trabajo de campo en Yucatán, durante 1977, detecté en una comu-
nidad yucateca de unos diez mil habitantes que los sujetos en general, y en parti-
cular si tenían diarreas y especialmente si eran niños, bebían “coca cola”, “sidral” o
“delaware” porque constituían las aguas más potables en una comunidad que carecía
de agua potable. Más aún, dichas bebidas eran recomendadas por el personal del
centro de salud de dicha comunidad, por las razones citadas (Menéndez, 1981). Esta
práctica la observé ulteriormente en otras comunidades yucatecas y de otros estados
mexicanos, y lo que no pude establecer es si esta actitud curativo/preventiva había
sido gestada por los grupos en forma autónoma, o había sido propuesta por el per-
sonal de salud, lo cual pasa a ser secundario desde nuestro objetivo central. ero lo
que sí cabe consignar es que México ha tenido y sigue teniendo uno de los mayores
consumos per cápita de refrescos a nivel mundial.
Por supuesto que al señalar estos procesos no ignoramos la importancia decisiva
que tuvo la aplicación de las soluciones de rehidratación oral, que contribuyó a
reducir radicalmente la mortalidad por estas enfermedades, dado que entre el 60% y
el 70% de la mortalidad infantil por enfermedades diarreicas se debía a la deshidra-
tación. Si bien en México el Programa Nacional de Hidratación Oral se aplica desde
1984, la rehidratación casera se aplicaba desde la década de 1950, según lo reconocen
destacados especialistas mexicanos (Mota-Hernández, 1990).
Pero es importante subrayar que las propias investigaciones biomédicas indican la
resistencia que el personal de salud, incluidos los médicos, tuvieron en México para
aplicar e impulsar el uso de la rehidratación oral. Según el coordinador del consejo
directivo del control de enfermedades diarreicas de la Secretaría de Salud de México:

El conocimiento teórico de estos nuevos conceptos (sobre hidratación oral)


no parece haber sido suficiente en nuestros países latinoamericanos para
convencer a la mayoría de los médicos y del personal de salud que tienen

86 De sujetos, saberes y estructuras


a su cargo la responsabilidad de atender a niños con diarrea. Sobre todo,
cuando la literatura internacional continúa recomendando en forma subli-
minal las bondades de los ‘nuevos’ antibióticos para la diarrea del turista o
las ‘nuevas fórmulas’ libres de lactosa para los niños con diarrea por intole-
rancia a la leche... (Mota Hernández, 1990, p. 256)

Es decir que las “resistencias” a la prevención –o por lo menos ciertos tipos de pre-
vención– debemos buscarlas no solo en los conjuntos sociales legos, sino también
en el personal de salud.
La existencia de estos procesos preventivos posibilita la difusión de criterios y
actividades de prevención biomédicos, así como, por supuesto, el rechazo de los
mismos. Muchas veces ciertos criterios biomédicos de prevención son rechazados
no por oponerse las personas a la prevención en sí, sino porque dichos criterios con-
tradicen costumbres, incluidas costumbres preventivas, de los grupos.
Por supuesto que esta propuesta no niega reconocer que una parte sustantiva de los
criterios preventivos utilizados por los sujetos y grupos pueden tener consecuencias
negativas. Pero ello no reduce la importancia de lo que estamos subrayando. En
primer lugar, reconocer que todo grupo genera y/o usa saberes preventivos respecto
de los procesos que vive real o imaginariamente como amenazantes, lo cual implica
que en dichos grupos operan actitudes positivas hacia la prevención; y segundo, tratar
de identificar cuáles son los mecanismos que operan en estos saberes preventivos para
utilizarlos en la formulación y aplicación de las propuestas salubristas.
Los conjuntos sociales manejan saberes preventivos no solo para las enferme-
dades denominadas tradicionales, sino también para aquellas que reconocen como
amenazantes. Pero, además, por lo menos una parte de las representaciones y prác-
ticas preventivas no son vividas como prevención específica por los grupos, sino
que constituyen parte de su vida cotidiana, lo cual es lo que debería ocurrir con la
mayoría de los mecanismos y procesos preventivos, es decir, desmedicalizarlos y
constituirlos en parte normalizada de la vida de los sujetos y grupos.
Ahora bien, la mayoría de los criterios preventivos que utilizan los sujetos y
grupos son producto de procesos sociales y colectivos, pero ocurre que gran parte
de la prevención que están impulsando la biomedicina y el sector salud tienen como
destinatario al individuo. Ya vimos cómo los criterios de riesgo, así como los estilos
de vida, son referidos a individuos, y se busca intervenir básicamente sobre cada
sujeto para que deje de fumar o para que reduzca sus niveles de colesterol. Esta
manera de actuar ha sido reforzada por el desarrollo de la llamada epidemiología
clínica a partir de la década de 1970, que justamente se centra sobre los riesgos indi-
viduales y sobre las soluciones basadas en el individuo, de tal manera que impulsa
una prevención centrada en la medicina clínica.
Considero una vez más que necesitamos asumir una obviedad, que nos indica que
la mayoría de la prevención del sector salud, y más allá de las inversiones y políticas
específicas, se ha hecho siempre desde la clínica. Dado que el acto clínico, y más allá
de la intencionalidad del médico, genera propuestas y acciones preventivas especial-
mente a través de la resignificación del paciente. En última instancia, lo que hace la

Estilos de vida, riesgo y construcción social 87


epidemiología clínica es reforzar algo preexistente en el saber médico, pero además
legitimándolo técnicamente como uno de los principales lugares de la prevención.
Esto conduce a que los médicos acepten mucho más las propuestas de esta “epi-
demiología”, dado que tiene que ver con sus actos clínicos, mientras que gran parte
de las propuestas salubristas suelen vivirlas como ajenas al trabajo médico. Pero este
proceso no solo es producto del desarrollo de la epidemiología clínica, sino también
de la orientación dada por la biomedicina, el SS y la propia epidemiología a los
conceptos/instrumentos denominados estilo de vida y riesgo, manejados y referidos
básicamente al individuo.
Pero, además, esta focalización de lo preventivo en términos de estilo de vida ha sido
también favorecida por toda una serie de procesos que impulsan el consumo, incluido
el consumo de “salud”, tanto asistencial como preventivo en términos individuales.
Para los estudios de mercado, por lo menos desde la década de 1950, el estilo de vida
del consumidor es decisivo para la implementación de campañas publicitarias basadas
en el status del consumidor, en su capacidad de compra, en la significación social del
producto a consumir, de tal manera que los “creativos” desarrollan la idea de que lo
importante no es el producto que se vende, sino el estilo de vida del que consume. Para
muchos constituye uno de los conceptos claves de los estudios de mercado.
Debido a ello, la investigación de mercado se dedicó a establecer perfiles de con-
sumidores a través de estilos de vida que incluían las variables sexo, edad, ocupación,
escolaridad, nivel de ingresos, composición familiar, lugar de residencia, valores
culturales, necesidades y deseos sociales, así como hábitos y patrones de consumo
asociados con dichas variables. Existen varios perfiles desarrollados por diferentes
investigadores de mercado, algunos de los cuales “coinciden” con instrumentos
desarrollados por epidemiólogos norteamericanos, lo cual no es extraño dado que
utilizan casi las mismas variables.
Si bien los estilos de vida están pensados por los estudios de mercado en tér-
minos de grupos o, si se prefiere, de agregados sociales, el objetivo es operar sobre
cada consumidor, sobre cada cliente, sobre cada “paciente” en términos individuales.
Los estudios de mercado han trabajado sobre diferentes aspectos de los pro-
cesos de s/e/a8, y especialmente sobre la publicidad, promoviendo estilos de vida
vinculados al consumo de diversos productos que el SS combate por considerarlos
elementos integrados de los estilos de vida más negativos, como son beber alcohol,
fumar tabaco o conducir vehículos a altas velocidades.

8
Es importante señalar que las empresas productoras de diversos artículos de consumo han
tratado de asociarse al sector salud a través de acciones concretas relacionadas especialmente
con la prevención y con los estilos de vida. En el caso de México, las acciones más interesantes
fueron las desarrolladas por la principal empresa productora de cerveza, que organizó y financió
cursos de Atención Primaria respecto del alcoholismo, y que fueron cursados por médicos de las
diferentes instituciones oficiales mexicanas. El curso concluía con una comida en la sede de esta
empresa. La otra experiencia la constituye la campaña publicitaria que esta empresa realizó aso-
ciada con el Instituto Nacional de la Nutrición impulsando un consumo moderado de cerveza,
y que recibió el premio nacional a la mejor campaña publicitaria (Menéndez, 1990b; Menéndez
y Di Pardo, 2003).

88 De sujetos, saberes y estructuras


Una de las industrias que más ha utilizado la publicidad es justamente la quími-
co-farmacéutica. Esta industria ha trabajado no solo con la población, sino especial-
mente con los médicos, tomando en cuenta el estilo de vida deseado por estos para
utilizarlos como uno de los principales actores que favorecen la “realización” de sus
productos.
Esta industria no solo utiliza como uno de sus principales criterios de venta el
estilo de vida a través de su utilización por las compañías publicitarias, sino que
utiliza el estilo de vida asociando constantemente los procesos biológicos y los
sociales. La mayoría de las grandes empresas químico/farmacéuticas reconocen la
importancia del estilo de vida para mejorar la salud, y algunas han diseñado pro-
gramas denominados “Estilos de vida saludables” o con títulos similares, en los
cuales promueven todo un conjunto de actividades que ayudarían a los sujetos a
combatir la hipertensión arterial, la obesidad, el tabaquismo, el sedentarismo, el alto
consumo de grasas y de carbohidratos, etc.
Pero, simultáneamente, estas empresas promueven la venta de medicamentos
eficaces en términos curativos, reparativos o preventivos para dichos problemas,
donde los medicamentos aparecen como parte sustantiva de los estilos de vida salu-
dables a nivel individual. La casi totalidad de los sujetos con enfermedades crónico/
degenerativas o con VIH-sida, en la medida en que puedan adquirirlos, vivirán utili-
zando determinados medicamentos específicos. De tal manera que dichos medica-
mentos no solo son parte permanente de sus estilos de vida, sino de sus vidas.

Últimas consideraciones

No cabe duda que determinadas corrientes salubristas que trabajan en educación y en


promoción de la salud reconocen la importancia de los procesos culturales, así como
epidemiólogos y clínicos que trabajan sobre ciertos problemas consideran que los
factores culturales constituyen el principal factor para la protección y prevención de
problemas como el suicidio, aunque no en todo contexto sociocultural (De Leo et al.,
2003). Tanto en términos de las propuestas de estilo de vida, como de las que colocan
el eje en las condiciones estructurales, los factores culturales, sociales y/o económicos
constituirían los principales factores de protección y prevención. Pero una cuestión es
reconocer este papel y otra aplicarlo o incluso saber aplicarlo en términos clínicos y
epidemiológicos, sobre todo en el caso de los procesos y factores culturales.
Además, si bien he subrayado la necesidad de incluir los procesos y factores cul-
turales y sociales tanto respecto de la explicación de los procesos de s/e/a en general
como de las estrategias y actividades de prevención en particular, quiero aclarar que
nuestra propuesta no implica que aceptemos acríticamente descripciones, análisis
o programas preventivos que utilizan la dimensión simbólica, sobre todo cuando
dicha orientación genera explicaciones e intervenciones no solo incorrectas, sino
incluso con consecuencias negativas.
En su revisión de investigaciones socioantropológicas referidas a enferme-
dades infectocontagiosas, Inhorn y Brown (1990) señalan que muchas de esas

Estilos de vida, riesgo y construcción social 89


investigaciones tienden a sobreponderar el peso de los aspectos simbólicos dejando
de lado otros procesos y factores. Así, por ejemplo, revisan varios estudios sobre el
desarrollo de determinados padecimientos y el manejo del agua, y encuentran que
respecto de poblaciones que viven en el delta del Nilo, varios estudios sostienen que
el impacto diferencial de ciertas enfermedades en musulmanes y cristianos se debe
a comportamientos religiosos que tienen que ver con el uso del agua, como es el caso
de las abluciones por motivos religiosos que realizan los musulmanes.
Dicha explicación se hizo extensiva a otras áreas del norte y centro africano, pero
estudios realizados en Sudán concluyeron que la relación entre lugar de excreción
y cercanía o lejanía de las fuentes de agua utilizadas constituía un factor mucho más
importante que el factor religioso.
El dominio de explicaciones culturalistas caracterizó gran parte de la producción
antropológica en América Latina, tal como ha sido analizado por diversos autores.
En 1977 iniciamos una investigación en Yucatán (México), y nuestras primeras obser-
vaciones y entrevistas las hicimos en una comunidad de unos diez mil habitantes,
caracterizada por la presencia de un centro de salud oficial con cuatro camas de hos-
pitalización y por personal constituido por médicos, pasantes de medicina y enfer-
meras; por la existencia de seis médicos clínicos que ejercían a nivel privado, por un
alto número de farmacias y por la venta de productos como aspirinas o vitaminas en
gran parte de las pequeñas tiendas de la comunidad.
En dicha comunidad aplicamos una encuesta a la población sobre uso de ser-
vicios de salud y sobre el tipo de enfermedades y tratamientos más utilizados, y
realizamos entrevistas a médicos, parteras empíricas y parte de la población para
profundizar dicha información. Y de la información recolectada surgió el recono-
cimiento de un alto y frecuente consumo de medicamentos de tipo biomédico. A
principios de la década de 1970, Press (1975) había estudiado una comunidad de unos
mil habitantes, distante unos diez kilómetros de la estudiada por nosotros y había
encontrado también un alto consumo de este tipo de medicamentos, lo cual verifi-
camos directamente, dado que también estudiamos dicha comunidad.
Varios años antes, la primera comunidad había sido estudiada por un antro-
pólogo norteamericano, que entre otros trabajos realizó uno para detectar qué tipo
de tratamientos se utilizaban en la misma, y solo contabilizó dos medicamentos de
tipo biomédico (R.A. Thompson, 1966, 1974), lo cual evidencia el peso de una orien-
tación que no solo pone de relieve ciertos datos, sino que omite una parte de la
realidad, y que, por lo tanto, presenta información y propone estrategias que no
corresponden a lo que realmente ocurre en la realidad (Menéndez, 1981).
Respecto de la prevención, hay por lo menos otras dos cuestiones que operan no
solo en la relación entre ambas disciplinas, sino sobre todo respecto de sus funciones
técnicas e ideológicas. La primera es la que establece una suerte de paradoja entre
el énfasis colocado por el sector salud en el papel de la prevención y los recursos
reales que le dedica. En el caso de México, para el lapso 1960-2000 solo entre el 5%
y el 7% de los recursos financieros del SS oficial fueron dedicados a la prevención, lo
cual indica su reducido papel comparado con el de la atención, que es adónde van

90 De sujetos, saberes y estructuras


los recursos masivos del SS. Esta constituye la tendencia dominante a lo largo de un
ciclo de casi cincuenta años, la cual se ha modificado muy poco.
La segunda cuestión refiere a los análisis que consideran que a través de la pre-
vención –y también de la atención– se pueden generar procesos de control social,
ideológico y hasta políticos, en nombre de necesidades médicas objetivas. Como
sabemos, los conceptos proceso de medicalización y de psiquiatrización refieren en
gran medida a esta posible función de la biomedicina. No solo los trabajos de Fou-
cault, sino sobre todo un gran número de investigaciones sociológicas, antropoló-
gicas y médicas, han descripto y analizado especialmente a partir de la década de
1950 estas funciones de control y normatización en los aparatos médicos sanitarios
de países capitalistas y en los países de “socialismo real”.
Ahora bien, respecto de este tipo de estudios, debemos asumir que para nosotros
todo sistema médico cumple potencialmente funciones de control social y cultural,
incluido el control político. Las líneas de investigación sobre estructura y función
de la brujería desarrolladas a partir de la década de 1920, y especialmente desde la
década de 1930 por la antropología británica y la norteamericana, evidenciaron jus-
tamente estas funciones de control, que ulteriormente fueron observadas en otros
sistemas médicos, y especialmente en los sistemas biomédicos.
De tal manera que todo sistema médico, por “científico” que sea, a través de sus
acciones de prevención/atención/curación de padecimientos, desarrolla funciones
de control y de normatización. Pero esta es una historia que ya hemos contado en
otros trabajos, y que no vamos a desarrollar ahora.

Estilos de vida, riesgo y construcción social 91


92 De sujetos, saberes y estructuras
Capítulo 3

Epidemiología sociocultural:
propuestas y posibilidades1

En este capítulo analizaré una serie de procesos que interfieren en las relaciones
entre la epidemiología y la antropología médica, y que limitan el desarrollo de la
epidemiología sociocultural en México, tendencia teórico/metodológica que con
este u otros nombres se ha desarrollado desde hace más de treinta años, especial-
mente en Canadá, los EEUU y en algunos países latinoamericanos (Almeida-Filho,
2000; Gaines, 1992a; Massé, 1995; Menéndez, 1990a).
Mi análisis refiere a materiales producidos en Canadá, los EEUU y países europeos,
pero básicamente a la producción epidemiológica y antropológica latinoamericana,
y especialmente a la realizada en México. Y es a partir de ellos que considero que la
epidemiología sociocultural se caracteriza por varios rasgos, y en particular por los
tres que voy a sintetizar a continuación. En primer lugar, por intentar describir y
analizar no solo los aspectos sociales, sino también los culturales y los económico/
políticos de los procesos de s/e/a, junto por supuesto con los biológicos y ecológicos.
Subrayando que estos aspectos deben ser tratados no solo como variables epidemio-
lógicas, sino sobre todo como procesos socioculturales y bioecológicos.
En segundo lugar, por proponer un tipo de trabajo que utilice y articule los datos
obtenidos en términos estadísticos y cualitativos, y sobre todo articule el tipo de
interpretaciones diferenciales que ambas disciplinas aplican a partir de los marcos
referenciales que utilizan. Y tercero, por la aplicación de un enfoque relacional que
no solo incluya los diferentes “factores” que operan respecto de un problema deter-
minado, sino que sobre todo incorpore el conjunto de actores sociales significativos
que viven, sufren, actúan dicho problema, pero no en términos individuales sino
en función de las distintas relaciones y redes de relaciones dentro de las cuales se
desarrollan los procesos de s/e/a.
Existen otras características, pero dados los objetivos de este capítulo solo subrayo
estas, aunque reconociendo que mi propuesta puede ser considerada innecesaria
por epidemiólogos y antropólogos que podrían señalar que lo propuesto ya se hace
en México. Lo cual en parte es correcto, ya que algo se hace, pero no demasiado,
y frecuentemente en forma sesgada. Dado que, por ejemplo, si bien los estudios
epidemiológicos y socioantropológicos sobre los procesos de s/e/a toman en cuenta

1
Una versión de este texto fue publicada en Región y sociedad, México, 2008, XX: 5-50, número
especial dedicado a epidemiología sociocultural.

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 93


los procesos sociales, observamos que la mayoría de la producción mexicana actual
en antropología médica y en epidemiología utiliza muy escasamente los procesos
económico/políticos e ideológicos, pese a la pertinencia que tienen para la com-
prensión y/o intervención de problemas de salud prioritarios.
Reiteradamente procesos culturales de alta complejidad son excluidos o conver-
tidos en variables esquemáticas y empobrecidas por los epidemiólogos, y a su vez la
mayoría de los antropólogos no describen ni analizan las características y procesos
bioecológicos de los padecimientos. Más aún: “…los antropólogos sociales y culturales
siguen empeñados en perpetuar dicotomías como innato/aprendido, animalidad/
humanidad, genético/ambiental, etc., que reflejan un profundo desconocimiento de
la biología de los últimos veinticinco años” (Llobera, 1990, p. 129).
Estas dos disciplinas no incluyen en sus estudios sobre México un fenómeno de
la importancia del racismo, que como sabemos caracteriza gran parte de las rela-
ciones sociales desarrolladas entre nosotros, y especialmente algunas organizadas
en torno a los procesos de s/e/a, como son las relaciones entre personal de salud y
pacientes. Más aún, toda una serie de antropólogos, de epidemiólogos y de médicos
han observado episodios de racismo; incluso algunos antropólogos dedicados al
estudio de los procesos de s/e/a en diversos campos, lo han observado a través de su
experiencia de diez, quince y hasta veinte años, pero en sus investigaciones no dan
cuenta de esos fenómenos, o solo aparecen marginalmente.
En la mayoría de los países americanos se han aplicado políticas eugenésicas que
afectaron especialmente a ciertos sectores sociales. Durante las décadas de 1960 y
1970, miles de mujeres fueron esterilizadas sin consentimiento en los EEUU; dichas
mujeres eran de origen mexicano, afroamericano, puertorriqueño y de grupos
indígenas americanos (Stern, 2006). En la década de 1990 se calcula que 250.000
mujeres de origen indígena fueron esterilizadas en Perú (Miranda y Yamin, 2004).
Y en México se han reiterado denuncias de esterilización no solo de mujeres, sino
también de varones de diferentes grupos étnicos, especialmente en los estados con
mayores niveles de pobreza y marginalidad. Uno de los pocos casos que tuvieron
visibilidad fue el de un grupo de varones indígenas de una comunidad del Estado
de Guerrero, localizada en una de las zonas más pobres de México, que fueron este-
rilizados entre 1998 y 2001 por personal del sector salud, el cual luego de negarlo
reconoció su papel e indemnizó a catorce varones esterilizados.
Pese a ello no contamos con una epidemiología de la esterilización en términos
de su distribución según género, edad, pertenencia étnica, nivel socioeconómico,
religión, etc., que además incluya el sentido y significado de estas esterilizaciones
para quienes las decidieron y aplicaron, y para quienes las sufrieron. Como sabemos,
en los EEUU, las esterilizaciones se aplicaron durante las décadas de 1960 y 1970
como parte del programa contra la pobreza, y en América Latina especialmente
a partir de la década de 1980 dentro de los programas de planificación familiar y
de salud reproductiva, que en el caso de Perú fueron financiados por la Agencia
Internacional de Desarrollo de los EEUU y, aunque es obvio, debemos recordar que
dichas esterilizaciones fueron realizadas por personal de salud.

94 De sujetos, saberes y estructuras


La venganza de sangre como problema
epidemiológico

Una de mis principales preocupaciones se basa, por lo tanto, en que la carencia de


una aplicación sistemática de una epidemiología sociocultural –junto, por supuesto,
con otros factores– está dejando sin descripciones, explicaciones y propuestas de
intervención algunos de los principales problemas sociales y de salud colectiva que
aquejan a la población mexicana.
Para precisar lo que estoy proponiendo, comentaré una experiencia desarrollada
en la vieja Escuela Nacional de Salud Pública, en la cual una parte importante del
aprendizaje de las técnicas epidemiológicas se realizaba a través de un trabajo de
campo que duraba alrededor de un mes, generalmente desarrollado en localidades
de entre diez mil y veinte mil habitantes.
En el año 1978, es decir, hace casi treinta años, realizamos un trabajo de campo
de este tipo en una comunidad de Michoacán situada casi al borde de la denominada
“tierra caliente”; era una comunidad de doce mil habitantes en la cual hicimos un
estudio epidemiológico para saber de qué había enfermado la población en las
últimas dos semanas, así como un estudio sobre uso de servicios de salud.
Yo realicé algunas de las encuestas a la población, y en una de las entrevistas
ocurrió un hecho significativo. Llamé a la puerta de la casa, y salió a atenderme
una joven de unos 16 años, que me dijo que sus padres no estaban, y entonces
decidí hacerle la encuesta a ella. Terminada la entrevista, me despedí pidiéndole
que saludara a sus padres de parte mía. Y entonces la joven me dijo que sus padres
estaban muertos, que habían sido asesinados hacía poco tiempo. Que no solo los
habían matado a los dos, sino que además a su padre le habían sacado los ojos. Más
aún, me dijo que ella estaba aprendiendo a manejar un fusil para vengarse, dado que
solo tenía un hermano de ocho años, y estaba muy chiquito. Sus hermanos mayores
residían desde hacía varios años en los EEUU.
Me dijo, además, que habían matado a sus padres porque unas vaquitas habían
invadido el predio del vecino que los mató, y que además el asesino se había fugado
y estaba libre. Pero también me dijo que entre ambas familias había una larga his-
toria de mutuos asesinatos. Me dio mucha más información, que no es necesario
presentar ahora, porque en parte la he relatado en otros trabajos, aunque nunca en
forma integral. Yo hacía cerca de dos años que vivía en México y nunca había escu-
chado hablar de este tipo de asesinatos, que en terminología antropológica tiene un
nombre técnico, se llama “venganza de sangre”, y ha sido estudiado en muy dife-
rentes contextos, especialmente en grupos africanos.
Como además de trabajar con esta comunidad teníamos que estudiar también
una más pequeña de unos mil habitantes situada a unos siete kilómetros de distancia
de la anterior, aproveché la ocasión para preguntar a los entrevistados si tenían refe-
rencias de este tipo de hechos. Este segundo estudio se basaba en entrevistas en
profundidad a informantes claves, y dos de ellos señalaron que estos hechos no solo

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 95


ocurrían, sino que incluso estaban muy extendidos en la zona. Y me narraron varias
características de los mismos.
Quiero señalar que, a partir de nuestro estudio epidemiológico, pudimos cons-
tatar que el homicidio constituía en estas comunidades una de las principales causas
de muerte en varones “en edad productiva”; es decir que estamos hablando de un
problema epidemiológico importante por lo menos a nivel local y regional, y del
cual forma parte la “venganza de sangre”. Por supuesto que ni a nivel de los certifi-
cados de defunción ni de los diagnósticos médicos surgía la existencia de este tipo de
homicidios, que justamente solo se registraban como homicidios.
A partir de estos datos pregunté a personas del equipo de trabajo si conocían este
tipo de hechos, y varios dijeron que sí. Más tarde pregunté a salubristas de la Escuela
de Salud Pública, y también algunos reconocieron la existencia de estos hechos, pero
no sabían de ningún estudio epidemiológico al respecto. Tampoco pude detectar
estudios antropológicos específicos. Quiero consignar que hasta la actualidad no
conozco estudios antropológicos ni epidemiológicos que traten este tipo de homi-
cidios en México1.
En sucesivos trabajos de campo realizados en los cuatro años siguientes, traté de
reunir información sobre la existencia y características de estos hechos. Y no solo
verifiqué la existencia de venganza de sangre en varios contextos nacionales, sino
que además obtuve información sobre algunas de sus características, de las cuales
solo señalaré tres. La primera indica que la venganza de sangre, si bien se realiza
a través de la acción de uno o de varios individuos, implica una relación según la
cual la venganza no solo se puede ejercer sobre el individuo que mató previamente
y del cual hay que vengarse, sino que se puede ejercer sobre todo familiar cercano,
especialmente si el sujeto no está cuando se lo va a matar. Más aún, “la venganza”
legítima el homicidio de todos los miembros del grupo familiar que encuentren los
homicidas en el momento de ejercer su venganza, incluidos niños y mujeres emba-
razadas. En gran medida constituye un asesinato corporativo, tanto en términos de
homicidas como de asesinados, pero sobre todo la venganza de sangre es parte de un
sistema de relaciones sociales, familiares y comunitarias.
La segunda característica es que el asesinato debe incluir acciones sobre el cuerpo
del sujeto asesinado; el cuerpo debe ser marcado y hasta despedazado.
Y tercero, que la venganza de sangre constituye un acto público que, en la mayoría
de los contextos donde obtuvimos información, no se oculta.
Esta información fue recopilada por mí entre los años 1978 y 1981, y como
podemos observar algunos de sus rasgos son los que caracterizan actualmente a
ciertas formas de matar de la criminalidad organizada, y especialmente a los crí-
menes del denominado narcotráfico. Durante los últimos años, y en diversas zonas
del país, han aparecido cadáveres decapitados, con las manos mutiladas y/o con
los testículos quemados, los cuales constituyen mensajes dirigidos a determinados

1
Debo consignar que dos investigadores de la calidad de A. Isunza y de P. Hersch me comunica-
ron recientemente que en zonas de la costa de Oaxaca y del occidente de Puebla, respectivamen-
te, observaron procesos similares a los descriptos por mí.

96 De sujetos, saberes y estructuras


sujetos y grupos, así como también posibilitan estar constantemente presentes en los
medios de comunicación masiva. Se mata, por lo tanto, a partir de pautas culturales
y sociales –incluida la planificación del horror– reconocidas, por lo menos por una
parte de las comunidades donde operan estos asesinatos.
Para evitar equívocos, aclaro que, por supuesto, la venganza de sangre no pre-
tende explicar el narcotráfico, cuyas raíces, como sabemos, están en leyes basadas
en criterios biomédicos y legales que justifican la prohibición del consumo de sus-
tancias consideradas adictivas, y que casi inevitablemente conducen a la emergencia
del crimen organizado en torno a la producción y comercialización de dichas sus-
tancias, dadas las extraordinarias ganancias económicas que permiten obtener.
El desarrollo del narcotráfico tiene que ver, por lo tanto, con objetivos básica-
mente económicos. Según datos del Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional
mexicano (Cisen), a principios de la década del 2000 las ganancias obtenidas giraban
en torno a los cincuenta mil millones de dólares anuales, constituyéndose en uno de
los principales rubros de la economía mexicana, en el cual participan cada vez más
dirigentes políticos y autoridades oficiales en todos los niveles y, sobre todo, a nivel
municipal en los principales estados donde operan los narcotraficantes.
A mediados de 2008, un especialista en problemas de narcotráfico de las Naciones
Unidas informó que entre el 50% y el 60% de los gobiernos municipales de México
estaban cooptados y “feudalizados” por los narcotraficantes, y que la delincuencia
organizada establece cada vez más alianzas no solo con las autoridades políticas sino
con las empresas privadas.
Lo cual fue refrendado por el propio director del Cisen a mediados de 2008,
cuando en entrevista al diario británico Financial Times aseguró que el narcotráfico
ha logrado captar a miembros de la Policía, del Poder Judicial y de las entidades de
gobierno, e incluso el dinero del narcotráfico estaría involucrado en las campañas de
algunos legisladores del actual parlamento.
Como sabemos, las diferentes actividades que se organizan en torno al narco-
tráfico, desde la producción rural hasta el narcomenudeo urbano, posibilitan un
constante derrame de dinero no solo entre los grandes narcotraficantes y los sectores
sociales con poder político, sino también en los sectores sociales subalternos.
Los narcotraficantes mexicanos han tratado de hacer alianzas directas e indi-
rectas no solo con los poderes políticos y económicos, sino además con los poderes
“espirituales” y especialmente con la Iglesia católica, incluidas sus más altas auto-
ridades. Durante abril y mayo de 2008 se generó una intensa discusión a nivel
nacional, expresada fuertemente en los medios de comunicación masiva, en torno
a las declaraciones del presidente de la Comisión Episcopal Mexicana (CEM), quien
informó a los medios que varios de los principales narcotraficantes habían hablado
con diversos obispos para solicitarles consejo, y que los obispos les han indicado
que deben cambiar de forma de vida y abandonar el narcotráfico y otras formas de
criminalidad. Pero el presidente del CEM señaló, además, que los narcotraficantes
“han sido muy generosos (con la dotación de infraestructura a sus comunidades de
origen) y muchas veces también construyen templos o una capilla. Eso es verdad”
y agregó: “en algunos pueblos muy alejados en la sierra, donde ni el gobierno tiene

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 97


recursos para actuar, los narcotraficantes hacen obras muy significativas para la
comunidad. No los estoy justificando, simplemente estoy señalando la evidencia”
(Zamora, 2008).
Todos los medios de comunicación dieron cuenta durante semanas de estas
palabras, así como de las declaraciones de varios obispos aclarando que ellos no
habían tenido relaciones con los narcotraficantes y repudiando dichas actividades.
Pero el presidente del CEM no se desdijo de unas afirmaciones que, por otra parte,
desde hace por lo menos diez años son sostenidas por la propia población mexicana.
Este reconocimiento de una de las más altas autoridades del catolicismo
mexicano se articula con toda una serie de procesos que constituyen parte de la
“cultura del narco”, como son la producción de “corridos” que tratan sobre hechos
y personajes del narcotráfico, algunos de los cuales han sido mandados a hacer por
líderes del narcotráfico. Dichos corridos constituyen parte de la vida cotidiana de
amplios sectores de las regiones donde dominan más estas tradiciones musicales, y
los mismos se siguen transmitiendo por las radiodifusoras en estados como Sinaloa,
y los discos y casetes se venden libremente en las tiendas. Otro fuerte componente
es la veneración de ciertas figuras religiosas oficiales o reconvertidas en “santos” por
la población, como es el caso de Malverde.
Más aún, esta significación cultural del narcotráfico se expresa casi paradigmáti-
camente en la creación por el ejército mexicano de un Museo de Enervantes, que en
gran medida está dedicado al narcotráfico. Dicho museo no está abierto al público,
pues está dedicado a la instrucción de los cuadros que van a combatir el narcotráfico.
Señalando su actual director que:

…las ramificaciones de la cultura del narco trastocan los sistemas políticos y


pervierten los sectores sociales y culturales donde narcos y sociedad convi-
ven cada vez en mayor medida. El narcotráfico y su cultura están permeando
el subconsciente de la colectividad peligrosamente. Sus rasgos son cada vez
más aceptados y adoptados por la sociedad, que no parece percatarse de la
gravedad del problema. ( Jiménez, 2008)

Me interesa señalar que la apropiación por parte del crimen organizado de procesos
sociales y culturales resignifica y legitima sus acciones, o por lo menos establece un
reconocimiento social de las mismas, más allá del repudio individual, colectivo y
oficial respecto de dichos hechos. Si bien los procesos básicos que están operando
son de tipo económico, político y ocupacional, por un lado, y de tipo subjetivo y
microgrupal, por otro, es importante recuperar el uso de la legitimación social y cul-
tural que de diferentes maneras se expresa a través de autoridades eclesiásticas, del
ejército mexicano y de la población de las propias comunidades no solo en términos
económicos, sino en términos culturales.
Estas actividades delictivas dan lugar a muy altas tasas de homicidios en varios
países de América Latina, incluido México, que no son observadas en otros con-
textos sociales donde también existe un notorio desarrollo de actividades delictivas
organizadas en torno a las drogas consideradas adictivas. Por lo tanto, estas altas

98 De sujetos, saberes y estructuras


tasas de homicidios ocurren en sociedades donde aparecen legitimados o por lo
menos “normalizados” culturalmente, aunque puedan ser cuestionados socialmente
por una parte de la población.
Dada la recurrente tendencia antropológica a focalizar exclusivamente el mundo
de lo simbólico, no niego los peligros de incluir lo simbólico en el análisis del narco-
tráfico, ya que toda una variedad de autores puede pasar a considerarlo prioritaria-
mente como un proceso cultural. Pero este peligro opera constantemente respecto
de una diversidad de problemáticas en términos de polarizaciones académicas, polí-
ticas e institucionales, que justamente no deben ser negadas ni aceptadas, sino cues-
tionadas a través del desarrollo de varias instancias, entre las que incluyo el desa-
rrollo de una epidemiología sociocultural.
Ahora bien ¿quién estudia estos procesos y no solo en términos de variables, sino
desde una perspectiva epidemiológica que incluya por lo menos una parte de los
aspectos que acabo de señalar? Que yo sepa no lo estudian los epidemiólogos, ni los
profesionales de la medicina social, ni los antropólogos médicos, ni los que estudian
actualmente la violencia en México. Yo mismo tardé muchos años en dar cuenta de
estos datos y, como señalé, nunca los describí integralmente.
Subrayo que el caso presentado constituye solo un ejemplo de toda una serie de
problemas que ameritan el desarrollo de una epidemiología sociocultural, que entre
nosotros se da en forma reducida y acotada. Y de esta manera, por ejemplo, care-
cemos de una corriente de estudios sobre el infanticidio, así como sobre el notable
incremento de la impotencia sexual masculina, sobre la esterilización sin consenti-
miento informado de mujeres en edad reproductiva, o sobre el papel del racismo en
el desarrollo y atención de los padecimientos.
Carecemos de estudios y, sobre todo, de interpretaciones que expliquen real-
mente por qué , pese a las dos y media “décadas perdidas” de 1980 y 1990 y parte de
2000 mejoran, en lugar de empeorar, algunos de los principales indicadores de salud
tanto en México como a nivel de América Latina (OPS, 2002; SSA, 2001a, 2001b).
Considero que este tipo de datos puede evidenciar no solo lo que está ocurriendo
con los procesos de s/e/a a nivel regional, sino que pueden contribuir a explicar
los comportamientos sociopolíticos de la población, y especialmente de los sectores
sociales subalternos.
Es debido a estas omisiones y simplificaciones que necesitamos impulsar una
epidemiología que estudie los problemas en toda su complejidad, pero sobre todo
porque los procesos señalados no son secundarios en términos de salud colectiva.
Como sabemos, los homicidios son una de las primeras causas de muerte en varones
en edad productiva en varios países americanos, incluido México. Mientras que el
racismo constituye entre nosotros uno de los procesos sociales más negativos, que
entre otras cuestiones explica que sean nuestros grupos indígenas los que presentan
siempre los indicadores más negativos de salud/enfermedad/atención, comparado
con cualquier otro grupo social.
La carencia de investigaciones epidemiológicas, tanto en términos generales
como diferenciales respecto de nuestros grupos indígenas en México, expresa en
gran medida esta tendencia, dado que dichos grupos son los que tienen la más

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 99


alta tasa de mortalidad general, de mortalidad infantil, de mortalidad preescolar,
de mortalidad materna; así como también evidencian la menor esperanza de vida.
Dichos grupos son los que presentan no solo los mayores índices de desnutrición
sino también de hambre, y son los que más han sido sometidos a políticas eugené-
sicas en términos directos y/o indirectos.
Farmer ha propuesto recurrentemente incluir el racismo, la pobreza y las des-
igualdades como parte central de una epidemiología del VIH-sida y de la tuber-
culosis broncopulmonar, pero dicha propuesta no ha tenido repercusión en los
estudios epidemiológicos y socioantropológicos realizados en México sobre el
VIH-sida, sobre tuberculosis, ni sobre prácticamente ningún procesos de s/e/a.
Farmer y Castro consideran al racismo como parte de la causalidad de determinadas
enfermedades y de las condiciones de atención, y especialmente como parte sus-
tantiva del sufrimiento de la población en general y especialmente de las personas
pobres y enfermas (Castro & Farmer, 2003; Farmer, 1992, 1997, 2003, 2007).
Esta orientación profesional y académica a negar o no interesarse por el racismo
se expresa también en la prensa escrita mexicana, donde la información sobre
VIH-sida se concentra en mujeres y en población homosexual en tanto género, con
muy escasas referencias a la situación de los pobres. Y subrayamos que el VIH-sida
constituye la enfermedad sobre la cual los periódicos mexicanos presentan mayor
cantidad de información comparada con cualquier otro padecimiento (Menéndez
& Di Pardo, 2007).
La Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoció a mediados de 1990, que
se estaban incrementando la pobreza y la extrema pobreza especialmente en los
países no desarrollados, considerándola la principal causa de mortalidad en dichos
países. Si bien entre nosotros tenemos cada vez más estudios sobre la pobreza, son
muy escasas las investigaciones sobre pobreza y procesos de s/e/a que permitan ir
más allá de las descripciones e interpretaciones tautológicas.
No contamos, por lo tanto, con estudios integrales sobre toda una serie de pro-
cesos de s/e/a, pero además no se realizan estudios sobre problemas de los cuales rei-
teradamente se habla. Desde por lo menos la década de 1970, se ha señalado que los
estudios epidemiológicos no documentan ni analizan información sobre la enfer-
medad en términos de sufrimiento humano, ni incluyendo el sentido y significado
que los sujetos y grupos –incluido el personal de salud– dan a los sufrimientos.
Carecemos en nuestros países de una epidemiología de la tortura, y no solo de la
tortura que ocurre en períodos más o menos excepcionales, sino también de la que
se aplica cotidianamente. Cuando organicé el primer número de la revista Nueva
Antropología dedicado a antropología médica, publiqué un trabajo de Yarzábal (1985)
que describe en términos epidemiológicos la tortura como enfermedad endémica
en Uruguay, o que varios antropólogos y epidemiólogos cuestionaron por consi-
derar que no era una problemática correspondiente a sus respectivas disciplinas.
La falta de estudios –y más aún de acciones– sobre estos y otros procesos de
s/e/a, expresan el peso de orientaciones ideológicas y no solo técnico/científicas que
caracterizan nuestra producción de conocimiento.

100 De sujetos, saberes y estructuras


Y así, por ejemplo, en el caso del racismo y sus implicaciones en los procesos de
s/e/a, observamos una preocupación y desarrollo de estudios y reflexiones por parte
de la epidemiología brasileña en los últimos años, que contrasta con la negación del
problema por parte de la epidemiología mexicana.
Basta contrastar la producción epidemiológica a través de las investigaciones y
de las reflexiones de sus salubristas y clínicos, así como de la producción de las prin-
cipales revistas salubristas mexicanas y brasileñas, para observar estas tendencias
diferenciales. Justamente el análisis e interpretación de estas “ausencias” es también
parte del desarrollo de una epidemiología sociocultural.
El tipo de epidemiología sociocultural que propongo no solo busca incluir pro-
cesos, problemas y perspectivas como los señalados, sino que busca también cues-
tionar los estereotipos que se constituyen tanto a nivel del saber de los grupos sociales,
como a nivel de los estudiosos profesionales sobre los procesos de s/e/a. Lo cual
hemos desarrollado especialmente respecto del saber médico y paramédico sobre
el alcoholismo (Menéndez & Di Pardo, 1996, 2003), pero también respecto de otras
problemáticas sobre las cuales trabajan organizaciones no gubernamentales e institu-
ciones oficiales y privadas, como son las que tienen que ver con ciertos aspectos de la
salud femenina, y en particular con las violencias de los varones contra las mujeres.
Una parte de estas organizaciones e instituciones han subrayado la importancia
de los feminicidios, lo cual nos parece no solo relevante, sino necesario, pero fre-
cuentemente los han estudiado de tal manera que distorsionan la realidad que des-
criben, y especialmente las características de la mortalidad por asesinatos en México.
Según sus estudios y reflexiones, las mujeres serían los principales sujetos de los
homicidios, proponiendo como ejemplo paradigmático el caso de “las muertas de
Juárez”. Pero ocurre que el principal problema en términos epidemiológicos, incluso
en Juárez, es el de los masculinicidios, ya que, en América Latina, si bien los varones
matan mujeres, la mayoría de los asesinos y también de los asesinados son varones.
El 90% de los asesinatos en la región, incluido México, es de varones contra varones,
y solo menos del 10% corresponde a asesinatos de mujeres por varones (Krugs et al.,
2003; Organización Panamericana de la Salud, 2002; Rev. Salud Pública, 2004; SSA,
2001a, 2001b).
Esta tendencia se ha reiterado históricamente, por lo menos desde que contamos
con información más o menos confiable. Más aún, estos datos son publicados a nivel
nacional e internacional en revistas epidemiológicas y son parte de nuestras estadís-
ticas vitales, y, sin embargo, se ha ido construyendo una representación social domi-
nante que no solo establece una imagen casi exclusivamente referida a los femini-
cidios realizados por varones, sino que además oculta o por lo menos silencia que
los asesinados son básicamente varones, constituyendo una de las primeras causas
de mortalidad en varones en edad productiva, lo cual no ocurre en el caso de las
mujeres, como lo evidencian los datos epidemiológicos oficiales y no oficiales.
Se estima que durante el lapso 2001-2006 en México, hubo alrededor de diez
mil asesinatos generados por el narcotráfico. Durante el 2007, el total de asesinados
por el narcotráfico fue de 2.275 personas, de las cuales el 93% fueron varones y el 7%
mujeres. Pero, además, la casi totalidad de los 250 torturados, de los 33 decapitados

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 101


y de los 83 cadáveres que portaban mensajes corresponden a sujetos del género mas-
culino. Y ha sido en los estados de Sinaloa y Chihuahua donde durante 2007 y 2008
se cometió mayor número de homicidios, y la gran mayoría de los mismos son ase-
sinatos de varones.
La epidemiología de los homicidios producida por los estudios de género en
México requiere de una radical revisión, dado que en términos de tasas y de por-
centajes de asesinados/homicidas, el núcleo de la cuestión no radica en los femini-
cidios sino en el homicidio de varones, lo cual subrayamos sin negar por supuesto
la existencia de asesinatos de mujeres. Dicha revisión no solo refiere a los estudios
del género femenino, sino también del masculino, dada la tendencia a pensar la vio-
lencia del varón como expresiones más o menos espontáneas de irascibilidad e ira
reactiva de “los hombres violentos”. Cuando por lo menos en el caso del narcotráfico
la mayoría de los asesinatos son planificados.
Por supuesto que el trabajo epidemiológico no solo busca develar y cuestionar
las afirmaciones estereotipadas y además incorrectas, como las señaladas, sino que
busca además establecer los significados que tiene la creación y difusión de estos
estereotipos, dado que una epidemiología sociocultural es en gran medida una epi-
demiología de los significados de los diferentes sujetos y grupos involucrados con los
procesos de s/e/a, incluidos los propios sujetos que estudian los procesos epidemio-
lógicos. De allí que, en términos de epidemiología sociocultural, lo que necesitamos
explicar es por qué organismos del Estado y organizaciones de la sociedad civil –
incluidos sectores académicos– tratan de imponer este tipo de datos y de represen-
taciones sociales, así como las funciones que cumplen y para quiénes las cumplen.

Algunas afirmaciones y varias propuestas

A partir de estos señalamientos analizaré algunos aspectos y problemas referidos


al posible desarrollo de la epidemiología sociocultural en México, constituyendo
nuestra primera propuesta que dicho desarrollo debe basarse en la articulación
y complementación de la antropología médica y de la epidemiología, a partir de
ambas disciplinas.
Desde luego, hablar de epidemiología y de antropología médica supone una
simplificación, ya que al interior de cada una de estas disciplinas reconocemos
varias tendencias, algunas de las cuales evidencian fuertes diferenciaciones entre
sí, como lo hemos presentado en el Capítulo 2. No obstante reconocer estas dife-
rencias, sostengo que el desarrollo posible de una epidemiología sociocultural se
basa en la complementación y articulación de ambas disciplinas y de sus diferentes
tendencias. Lo cual no niega que dicha complementación puede gestarse más entre
ciertas orientaciones que entre otras.
Aclaro que, si bien propongo una epidemiología sociocultural producto de la
articulación de diferentes perspectivas disciplinarias, no lo hago a partir de con-
siderar que cada disciplina tiene realmente límites fijos, específicos y claramente
diferenciados en términos epistemológicos, sino que lo hago problematizando la

102 De sujetos, saberes y estructuras


realidad a estudiar, y asumiendo que es a partir del problema que podemos desa-
rrollar una articulación interdisciplinaria que supere los límites establecidos institu-
cional y profesionalmente.
Más aún, la articulación debería pasar por cuestionar las relaciones de hegemonía
/subalternidad que existen entre ambas disciplinas, así como reflexionar sobre los
estereotipos que cada una tiene de la otra. Ya que, como propone Inhorn, antro-
póloga médica especializada en enfermedades infecciosas, las similaridades entre
ambas disciplinas son mayores que sus diferencias (1995, p. 287).
Pese a las similaridades, sin embargo, cada una de estas disciplinas tiende a subrayar
ciertas características que acentúan las diferencias, y que en muchos aspectos básicos
constituyen estereotipos. Inhorn (1995) analiza cinco estereotipos que los antropó-
logos tienen respecto del trabajo de los epidemiólogos, concluyendo que tienden a
distorsionar el trabajo de estos últimos. Por supuesto que las diferencias no solo son
producto de estereotipos, pero los mismos tienden a reforzarlas e incrementarlas.
Por lo tanto, necesitamos problematizar nuestras disciplinas y las relaciones
entre ambas, y un paso decisivo sería establecer un listado de lo que puede ofrecer/
obtener y de lo que no puede ofrecer/obtener cada una de estas dos disciplinas.
Es decir, evidenciar dónde pueden generar aportes, y dónde tienen limitaciones o
directamente imposibilidades. Y a partir de ello establecer la posibilidad/necesidad
de complementación. Y este listado –o como se llame– debe surgir no solo de las
posibilidades teórico/metodológicas de cada disciplina, sino sobre todo de lo que
realmente produce cada una. Y esta es una de las tareas básicas que todos los inte-
resados en el desarrollo de una epidemiología sociocultural deberíamos elaborar a
partir de nuestros respectivos campos de trabajo.
Considero que la complementación y articulación debe darse no forzando una inte-
gración que puede hacer perder las características básicas de cada disciplina, sino por el
contrario respetando lo que cada una aporta a partir de sus propias características. En
consecuencia, no propongo una nueva disciplina, dentro de la cual se disuelvan las dos
disciplinas en cuestión, sino una articulación problematizada de las mismas.
Para observar con mayor claridad lo que quiero transmitir, presentaré algunas
problemáticas que en cierta medida son complementarias, y que refieren a aspectos
con los cuales se identifican respectivamente la epidemiología y la antropología
médica. La primera cuestión refiere a la posibilidad de establecer generalizaciones
por parte de la epidemiología, y a la imposibilidad o por lo menos limitaciones de
establecerlas por parte de las aproximaciones cualitativas.
No cabe duda que aquí hay un punto de diferenciación y divergencia muy fuerte,
que debe resolverse a partir de establecer con la mayor claridad posible lo que busca
no solo cada disciplina, sino incluso cada investigador. El núcleo del conflicto y del
distanciamiento, según la mayoría de los analistas, radica en que la aproximación
epidemiológica no solo busca establecer generalizaciones de base estadística, sino
que además cuestiona, desconfía, subalterniza la información producida por las téc-
nicas cualitativas respecto de diferentes problemáticas, pero sobre todo en términos
de que no podría establecer generalizaciones.

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 103


A su vez, los antropólogos médicos plantean que la información obtenida por
observación, o a través de pocos informantes entrevistados en profundidad, es real-
mente la que posibilita producir información estratégica, considerando frecuente-
mente que la mayoría de la información generalizable obtenida por la epidemiología
es superficial, y no aporta demasiado a la compresión de los problemas, y menos aún
en términos de intervención. La epidemiología estaría preocupada básicamente por
la generalización, mientras la antropología buscaría la profundización2.
La mayoría de los antropólogos actuales reconocen –sin demasiados problemas–
que utilizan una metodología que no posibilita establecer generalizaciones, y no solo
de tipo estadístico. Más aún, las corrientes dominantes entre la década de 1970 y
la actualidad, especialmente las fenomenológicas, consideran imposible establecer
generalizaciones, afirmando que la búsqueda de las mismas distorsiona los procesos
a estudiar, lo cual ahonda aún más las diferencias con la epidemiología.
Sin embargo, las ciencias sociales y antropológicas han desarrollado aproxima-
ciones cualitativas para establecer generalizaciones e incluso “predicciones”. Las dos
principales metodologías que posibilitan las generalizaciones no estadísticas son las
que utilizan el tipo ideal y las que usan modelos, las cuales no solo permiten genera-
lizaciones, sino que sobre todo proponen interpretaciones o explicaciones respecto
de los procesos analizados.
Las dos tienen elementos comunes, pero me interesa subrayar que el tipo ideal
–con este o con otros nombres– fue utilizado por Emile Durkheim y Max Weber
desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX, respectivamente. A su vez, la
metodología que utiliza modelos aparece identificada con las orientaciones teóricas
estructuralistas, pero también con las historicistas, incluido el marxismo. Durante
la década de 1960, diversos analistas consideraron que los modos de producción
descriptos y analizados por Marx eran sobre todo modelos, reconociendo esto como
uno de los principales aportes metodológicos del marxismo.
Esta propuesta se desarrolló especialmente a partir del texto de Marx sobre
las formaciones precapitalistas, cuyos materiales históricos y antropológicos solo
podían ser aceptados en término de modelos y no de “realidades” históricas. Pero
el desarrollo más completo Marx lo realizó respecto del modo de producción capi-
talista, donde el modo de producción constituye la construcción metodológica y la
historicidad refiere a las formaciones económico/sociales.
Debemos recordar, además, que el tipo ideal fue utilizado intensamente por la
antropología de los EEUU y de América Latina durante el lapso 1940-1970, espe-
cialmente a partir de sus propuestas sobre los “tipos de campesinado” y sobre el
“continuum folk/urbano” que utilizaban las concepciones de Durkheim y de Weber
en el caso de Redfield, pero también de Marx en autores como E. Wolf o S. Mintz.
La mayoría de las propuestas de generalización que utilizan actualmente los
cualitativos constituyen variantes de estas dos formas, pero debemos recordar que

2
Este constituye, en cierta medida, un estereotipo de los antropólogos, dado que una parte de
la epidemiología, y especialmente de la epidemiología clínica, se caracteriza por el estudio cua-
litativo de diez o veinte casos para analizar teórica y prácticamente un problema determinado.

104 De sujetos, saberes y estructuras


desde fecha temprana estas tipologías cualitativas serán aplicadas a procesos de
salud/enfermedad/atención en forma directa, como en el caso del suicidio estu-
diado por Durkheim, o en forma indirecta, como en el caso de los tipos de auto-
ridad y dominación estudiados por Weber. Y desde entonces podemos observar una
variedad de propuestas tipológicas que, en diferentes momentos, tuvieron notables
impactos teórico-ideológicos como fueron los trabajos sobre la denominada “perso-
nalidad autoritaria” desarrollados por un equipo liderado por Adorno, la propuesta
de R. Benedict sobre tipos culturales que incluían protagónicamente –procesos de
s/e/a, o la de Ankernecht sobre los modelos médicos. Así como más recientemente
la propuesta de Denzin respecto de los tipos de “alcohólicos”, los modelos expli-
cativos de Kleinman o los estudios de Fábrega Jr. y Silver sobre el sistema médico
zinacanteco y su comparación con el sistema biomédico, a los que manejan como
tipos ideales. Más aún, los conceptos de illnes y de disease solo pueden entenderse
como tipos ideales.
Pero, además, las tipologías han sido instrumentos frecuentes tanto de la
medicina clínica como de la epidemiología, dando lugar al desarrollo de propuestas
tipológicas respecto de padecimientos específicos, como han sido las diferentes
tipologías que se han propuesto respecto del consumo de alcohol “normal” y pato-
lógico. Los especialistas han detectado más de cuarenta propuestas médicas respecto
de “tipos de alcohólicos”, varias de las cuales incluyen aspectos/indicadores sociales
y en algunos casos culturales.
Más aún, consciente o implícitamente, el epidemiólogo trabaja siempre con
modelos, ya que, como señala Susser, este profesional reduce la realidad “…a un
modelo que se compone de variables relacionadas. La función de estos modelos
consiste en predecir o representar” (1991, p. 41). Es justamente a través de estos
modelos que la epidemiología puede predecir, aún cuando sus predicciones, según
Susser, siempre serán endebles.
Debemos reconocer que, desde su organización como disciplina, la epidemio-
logía ha funcionado siempre con modelos predictivos; es decir, ha utilizado uno de
los principales instrumentos que también usan las ciencias sociales e históricas para
describir, interpretar y “predecir”, nada más que la epidemiología se basa en datos
estadísticos y la mayoría de la producción antropológica e histórica en material cua-
litativo. Pero, y es lo que me interesa subrayar, en ambas disciplinas el proceso de
construcción de tipos y modelos es inevitablemente cualitativo, más allá de que lo
reconozcan consciente o funcionalmente los que los utilizan. En última instancia,
todos trabajamos con modelos/tipos explicativos o comprensivos, nada más que la
mayoría no se da cuenta. O como concluyen Kaplan y Manners, “los antropólogos
piensan en términos de tipos estructurales aun cuando no lo sepan” (1979, p. 30).
La epidemiología evidencia su mayor similaridad en el uso de tipologías con
la sociología que trabaja a nivel estadístico. Mora & Araujo, a partir de sus estudios
sobre la opinión pública, sostiene que las tipologías constituyen parte central del
análisis estadístico, ya que la mayoría de la investigación cuantitativa se concentra
en el uso de segmentaciones tipológicas y de tablas de contingencia de dos o tres
variables, concluyendo que “Las segmentaciones útiles son las que subdividen a una

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 105


población en términos de unas pocas variables fuertes como para explicar muchos
de los comportamientos relevantes” (Mora & Araujo, 2005, p. 470). Recordemos que
tanto la segmentación como las variables fuertes se seleccionan a partir de hipótesis
que se imponen a los datos; es decir, operan como tipos sociales.
Personalmente no hago casi distingos entre los conceptos tipo y modelo, y si
utilizo este último es porque subraya más que el modelo no es la realidad, sino una
construcción provisional de la misma. Y es a partir de este y, por supuesto, de otros
criterios que he desarrollado, especialmente desde principios de la década de 1970
la propuesta del modelo médico hegemónico (MMH), así como de otros modelos de
atención/prevención de los padecimientos, aunque con menor elaboración meto-
dológica respecto del primero3.
Los modelos son construcciones –al igual que los tipos ideales– que posibi-
litan la indagación de procesos específicos, y con esta perspectiva el manejo tanto
de modelos como de tipos ideales, debe asumir desde el principio que el tipo y
el modelo no equivalen a “la realidad” que quieren describir y explicar, sino que
son construcciones basadas en la realidad. Y segundo, que su aplicación supone una
relación constante entre modelo/tipo e historicidad; siendo a partir de este juego
teórico/empírico que podemos simultáneamente dar cuenta de procesos y pro-
blemas específicos y locales, así como proponer generalizaciones que van más allá
de lo específico y de lo local.
Durkheim y Weber reconocen la complejidad de los procesos sociales, culturales
e históricos que quieren por lo menos entender, y justamente porque lo reconocen
es que proponen la necesidad de un acercamiento holístico, pero que no puede
aplicarse sino como referente metodológico, debido a lo cual proponen los con-
ceptos citados. Es a causa de la complejidad de lo social, de lo político, de lo cultural
que estos autores no solo proponen estos conceptos, sino que además cuestionan el
esquematismo y simplificación que caracterizaba a las teorías sociológicas e histó-
ricas de fines del siglo XIX y principios del XX, que colocaban las explicaciones de
los fenómenos sociales en las características de los individuos.
Es porque Weber reconoce –y no simplifica– la complejidad de los fenómenos
históricos, que elabora su propuesta tipológica, pero entendida como una dialéctica
constante entre tipo ideal e historicidad. Que es lo que he tratado de aplicar modes-
tamente respecto del saber médico en México, tanto en términos de un problema
específico –saber médico y alcoholismo–, como respecto de procesos más generales
referidos a las características, funciones, situación y trayectoria del SS mexicano. Por
lo tanto, y a partir del juego modelo/historicidad y de considerar realmente como
provisional nuestra propuesta de modelos médicos, lo que he hecho es describir
y analizar durante cerca de treinta años las características del sector salud, y espe-
cialmente el proceso de alcoholización, observando a través de estudios específicos
la trayectoria y funcionamiento del sector salud y de la biomedicina respecto del

3
Desde mediados de la década de 1960 venía aplicando esta metodología a la producción y
trayectoria de la antropología, formulando una propuesta de la existencia de cuatro modelos
teórico-metodológicos básicos.

106 De sujetos, saberes y estructuras


alcoholismo, lo cual nos permite revisar, confirmar y/o modificar periódicamente
nuestra formulación de modelos médicos.
No cabe duda, como lo reconocían tanto Durkheim como Weber, que la for-
mulación de tipos y de modelos supone la existencia de hipótesis respecto de los
problemas a estudiar, lo cual ha sido criticado especialmente por las corrientes
interpretativas. Pero ocurre que la formulación de hipótesis interpretativas o expli-
cativas cumple un objetivo epistemológico fundamental: poner en evidencia los
presupuestos que operan en todo investigador, ya que gran parte de los investiga-
dores interpretativos –pero también no interpretativos– creen que van a estudiar
la realidad sin hipótesis y sin presupuestos, no solo teóricos o metodológicos sino
también experienciales y de sentido común, lo que conduce frecuentemente a que
las conclusiones de sus estudios constituyan profecías autocumplidas.
Si bien los modelos se construyen a partir de datos empíricos, no debemos redu-
cirlos a los datos empíricos observables, sino que debemos tratar de articular los
procesos y los actores sociales a través de las relaciones inscriptas en lo observable,
pero para proponer interpretaciones que vayan más allá de lo observable y de los
procesos y fuerzas sociales manifiestas.
Subrayo que estos modelos deben ser pensados como construcciones pro-
visionales, que no niegan las diferencias subjetivas y grupales de los médicos,
que no imponen una homogeneización que anula las particularidades, ni pre-
tenden encontrar las explicaciones del funcionamiento de las instituciones y del
saber médico exclusivamente fuera de ellos, colocándolas en estructuras y fuerzas
sociales que determinan los comportamientos médicos, como señala acertadamente
Campos (2001, p. 36). Considero que la subjetividad y la diferencia emergen, cuando
aplicamos determinados criterios metodológicos y cuando referimos el modelo
a la historicidad de los procesos, como hemos tratado de desarrollarlo a través de
nuestras descripciones y análisis del saber, de las instituciones y del MMH respecto
del alcoholismo (Menéndez, 1990b; Menéndez, 1992; Menéndez & Di Pardo, 1996,
2003, 2006).
Algo similar he estado haciendo respecto del modelo de autoatención y del
modelo que corresponde a los saberes populares, respecto de los cuales la revisión
se basa sobre todo en el material surgido de las tesis de maestría y de doctorado que
he dirigido en los últimos veinte años, que en su mayoría refieren a procesos de
autoatención y a las características y usos de los saberes populares en muy diferentes
contextos mexicanos. Pero subrayo que en todos los casos el núcleo metodológico
refiere a la relación que establecemos entre modelo e historicidad.

Modelos, experiencias y otras desventuras

Ahora bien, la metodología basada en tipos y modelos ha recibido reiteradas crí-


ticas, que en parte son correctas. Dichas críticas consideran que los tipos y modelos
cosifican la realidad, de tal manera que el tipo o modelo pasan a ser la realidad, así
como promueven la homogeneización y la uniformidad de los procesos y actores

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 107


que estudian, reduciendo o eliminando las diferencias y particularidades. Tienden
a construir una imagen monolítica de los actores sociales, de tal manera que se
excluyen toda una serie de puntos de vista de los actores que operan en la realidad.
Pero, además, buscan establecer regularidades y patrones sociales, de tal manera
que el estudio se centra en el modelo más que en la realidad. Estos modelos y tipos
proponen –buscan– una coherencia lógica de la realidad, que no se observa en los
procesos reales. Como concluyen Good & del Vecchio Good, el concepto de modelo
biomédico “sirve pobremente para comprender la medicina actual y sirve poco para
hacer comparaciones con otras formas de saber médico. Muchos de estos trabajos
indican más sobre el analista y la teoría social utilizada que sobre la realidad coti-
diana” (1993, p. 83).
Una gran parte de estas críticas señalan la diversidad que caracteriza el saber,
trabajo o acto médico. Más aún, algunos autores consideran que los trabajos sobre
modelo médico están desfasados de la realidad que opera actualmente, dado que
la mayoría de los médicos en los contextos latinoamericanos son asalariados, y que
el poder lo tienen las grandes corporaciones médicas y especialmente la industria
químico/farmacéutica, y no la profesión médica4.
Gran parte de estas críticas no solo son parcialmente correctas, sino también
relativamente antiguas, y así dentro de la antropología podemos observar las sagaces
críticas realizadas en las décadas de 1920 y 1930 por Malinowski y por Radin res-
pecto del esquematismo con que se concebía a los “primitivos”; así como las reali-
zadas por Nadel, Lemert o Worsley en las décadas de 1950 y 1960 desde perspectivas
estructuralistas, interaccionistas simbólicas y marxistas.
Y así Radin, en gran medida a partir de su experiencia etnográfica con varios
grupos étnicos americanos y especialmente con los “winnebago”, subraya las reac-
ciones individuales –y no solo colectivas– que los sujetos tienen incluso ante hechos
como la muerte de seres queridos. Sus respuestas no solo se dan en términos de
rituales y mitos, sino en términos de afectos individuales: “Dondequiera que obte-
nemos información detallada sobre rituales, ritos mágicos, etc. no tardamos en des-
cubrir que mucha de la supuesta uniformidad estereotipada y ausencia de variación
desaparece por completo” (1960, p. 70). Y recordemos que Radin sostiene esta pro-
puesta durante la década de 1920, y que en sus textos metodológicos reflexiona sobre
un tipo de trabajo antropológico que tiende a eliminar las variaciones individuales
en función de establecer un patrón social dominante.
Varias décadas después, Lemert, cuestionando la concepción tipológica de Dur-
kheim, señala:

4
Este tipo de críticas son interesantes, pues evidencian que sus autores manejan una visión del
saber médico en términos exclusivamente profesionales, más allá de que los mismos invoquen
alguna variedad de marxismo, dado que solo piensan el modelo médico que cuestionan en tér-
minos de la profesión médica, excluyendo a las industrias de la salud y de la enfermedad que son
parte sustantivas de dicho modelo.

108 De sujetos, saberes y estructuras


Quienes han estudiado las sociedades de indios americanos, entre ellos
Opler, han quedado por lo menos impresionados por la existencia perma-
nente o muy frecuente de fragmentación, autonomía y competencia de ele-
mentos culturales, como por su unidad y consistencia […] Puede decirse con
toda seguridad que el separatismo, la federación, la débil asociación y tal vez
la estructuración abierta son por lo menos tan características de las socieda-
des como las que aparecen estructuradas y unificadas en torno a valores y
que impresionó a Durkheim, Parsons y Merton. (1967, p. 70)

Ahora bien, una parte de estas críticas también puede ser dirigida a propuestas inter-
pretativas, dado que algunas se caracterizan por el uso de modelos y de tipos, lo cual
suele ser olvidado o desconocido por los que cuestionan esta metodología a partir de
posiciones fenomenológicas. Y así no suelen considerar que autores como Schutz,
Geertz o Denzin, caracterizados por su enfoque cualitativo e interpretativo, utilizan
modelos o conceptos similares, y no en forma periférica.
En uno de sus textos teórico-metodológicos más importantes, Geertz señala que
las orientaciones interpretativas:

…centran su atención en el significado que las instituciones, acciones, imá-


genes, experiencias, acontecimientos y costumbres tienen para quienes po-
seen tales instituciones, acciones, etc. Como resultado de ello, no se expresa
mediante leyes, fuerzas o mecanismos como los de Boyle, Volta o Darwin,
sino por medio de construcciones como la de Burkhardt, Weber o Freud y
sus análisis sistemáticos del mundo conceptual en que viven los condotiere,
los calvinistas o los paranoicos. La forma que adoptan estas construcciones
varía: retratos en el caso de Burkhardt, modelos en el de Weber y diagnós-
ticos en el de Freud. Todos ellos representan intentos de formular el modo
en que un pueblo, un período, una persona da sentido a sus vidas, y luego de
comprender esto, averiguar lo que nosotros entendemos por orden social,
cambio histórico o funcionamiento psíquico. (1994, p. 34)

Mientras que uno de los líderes metodológicos actuales de la aproximación cua-


litativa, y caracterizado por su gran experiencia en investigación con individuos,
trabaja con tipos sociales en uno de los estudios cualitativos más importantes que
conozco. Me refiero a los trabajos de N. Denzin (1987a, 1987b, 2000), quien formuló
tipos sociales a partir de la información obtenida en un trabajo de campo que duró
cinco años, y fue realizado en una comunidad norteamericana de 150.000 habi-
tantes. El estudio se hizo a través de entrevistas personales y microgrupales a per-
sonas alcohólicas que eran miembros de grupos de Alcohólicos Anónimos, y Denzin
participó en unas dos mil sesiones abiertas y cerradas de estos grupos.
Denzin articula teóricamente perspectivas fenomenológicas, interaccionistas
simbólicas y weberianas describiendo minuciosamente la trayectoria de sujetos,
pero no reduciendo su interpretación a la vida de cada sujeto, sino buscando una
interpretación de conjunto que fuera más allá de cada experiencia y trayectoria, que
justamente realiza a través del tipo ideal, y, por supuesto, de otros procedimientos
descriptivos e interpretativos.

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 109


Recuerdo estas propuestas porque gran parte de las críticas al uso de tipos y
modelos se hace desde autores que se asumen como interpretativos, y que además
trabajan casi exclusivamente con la experiencia de los sujetos, excluyendo los aspectos
macrosociales y macroculturales, reduciendo la realidad justamente a la experiencia
de los sujetos, y negando explícita o tácitamente la existencia no solo de estructuras
sociales, sino también de regularidades. Pero que parecen desconocer el uso de tipos
sociales por las propias corrientes teóricas dentro de las cuales se inscriben.
Más aún, parecen desconocer que toda una serie de autores, especialmente nor-
teamericanos, trabajaron a partir de individuos, pero también buscando regulari-
dades y patrones sociales y culturales, como son los casos de Radin, de Opler o de
Devereux. Y como es el caso emblemático de Linton, quien a fines de la década de
1940 propone los conceptos de pauta ideal, pauta real y pauta construida para refe-
rirse a las diferentes modalidades a través de las cuales se construyen y utilizan las
pautas, incluido el papel de los sujetos.
O como fueron los casos de Homans, Garfinkel o Goffman en las décadas de 1950
y 1960 que, como señala Gouldner, describen y analizan sujetos que operan a través
de las interacciones y negociaciones que se generan entre ellos, y no de individuos
gobernados por normas sociales y culturales. Pero estos autores no solo manejan
modelos explicitados o no, sino que además buscan la articulación de niveles o la
relación sujeto/estructura más allá de que subrayen unos aspectos más que otros.
Las críticas más fuertes al uso de modelos y tipos vienen de las corrientes que
rescatan el papel del sujeto, y sobre todo del sujeto como agente. Y si bien dicho
rescate lo considero necesario, así como el cuestionamiento de las tendencias que
excluyen al sujeto, cuestiono la tendencia a reducir la realidad al sujeto y a negar toda
utilidad al uso de modelos y tipos.
Es obvio que si una persona es obesa o tiene sobrepeso algo tiene que ver el sujeto
con esa gordura, pero la cuestión es que la misma no solo tiene que ver con el sujeto,
sino también con algo más. En México, en los últimos diez años se ha incrementado
notablemente, en términos de porcentajes y de tasas el número de personas obesas,
de tal manera que actualmente el 69% de todos los mexicanos tienen sobrepeso y el
30% son obesos.
No negamos que, si una mujer quiere tener un parto por cesárea, dicha decisión
tiene que ver con el sujeto y con el microgrupo familiar, pero una de las cuestiones
a explicar es por qué en México, en el término de dos décadas, la cesárea pasó de
constituir el 3% de los partos a ser más del 35% de los mismos en la actualidad.
¿Qué pasó? ¿Acaso todos los futuros obesos mexicanos se reunieron en algún
lugar o se comunicaron por Internet y decidieron volverse gordos de la noche a la
mañana?, ¿o cada uno a partir de su propia intencionalidad autónoma coincidió con
la gordura del otro? O existe algo más –junto con el sujeto, por supuesto– que va más
allá de cada individuo y su microgrupo, y que es parte decisiva de lo que ocurre con
la obesidad o con la cesárea.
Hace alrededor de cincuenta años, la mayoría de los mexicanos nacían y morían
en su hogar, mientras que en la actualidad cerca del 90% nacen y mueren en hospi-
tales u otras unidades médicas. No cabe duda que ambas experiencias son subjetivas

110 De sujetos, saberes y estructuras


y microgrupales, pero las mismas no han sido decididas solo por los sujetos. Más aún,
se han impuesto a los sujetos, por supuesto a través de procesos de “negociación”. En
gran medida la sociología y en menor medida la antropología a través de Durkheim
y de Weber, pero también de Mauss y de Simmel, y más allá de la importancia dife-
rencial dada por estos autores a los sujetos y a los actores, se organizó para poder
explicar lo social y lo simbólico no solo en términos de individuos o de suma de
individuos y de experiencias, sino para entender ese “plus” que los incluye y va más
allá de cada sujeto.
Por lo tanto, me parece necesario recuperar al sujeto, sus experiencias, sus tra-
yectorias, sus sufrimientos, sobre todo por una disciplina como la antropología que,
salvo excepciones, no se preocupó demasiado por el sujeto ni por su sufrimiento.
Y por eso rescato los trabajos de Alves (1993), Csordas (1990, 1994) o Rabelo (1993,
1994); pero una cuestión es recuperar al sujeto, y otra reducir la realidad al sujeto
debido a varios hechos, y en particular a que la mayoría de los que han focalizado
sus trabajos en el sujeto y en su experiencia han concluido en subrayar casi siempre
ciertas características de la realidad, y en excluir casi siempre otras más allá de la
diversidad de los sujetos y problemas estudiados.
Y el énfasis en esas omisiones o presencias, así como sus consecuencias para
entender la realidad que estudian, fueron señaladas y cuestionadas a finales de la
década de 1970 y principios de la de 1980 respecto de algunas de las principales
tendencias y autores que trabajaron con interpretaciones, punto de vista del actor y
experiencias. Dichas críticas fueron formuladas desde distintas corrientes teóricas
por autores de la significación de Baer, Bibeau, Corin o Singer.
En uno de los trabajos fundadores de la antropología médica actual, A. Young
(1982), analiza el enfoque utilizado por uno de los líderes de las corrientes interpre-
tativas, concluyendo que Kleinman reduce los procesos de s/e/a a eventos clínicos
y a la percepción de la enfermedad; circunscribe las relaciones sociales exclusiva-
mente a la relación médico/paciente-familiares, excluyendo todo otro tipo de rela-
ciones no solo de tipo macrosocial, sino también comunitario. Sus trabajos se carac-
terizan por utilizar un enfoque microsociológico, que no describe ni analiza el papel
de las estructuras sociales ni la dimensión económico/política, y donde el poder es
referido exclusivamente a las relaciones personales.
Tanto Kleinman como Good y otros interpretativos no solo están interesados
básicamente en la medicina clínica, sino sobre todo en la eficacia médica. Y como
recuerda Young, uno de los conceptos claves desarrollado por Kleinman, el de
modelo explicativo, tuvo como objetivo básico generar instrumentos pedagógicos
para trabajar con médicos clínicos en el aprendizaje de una relación médico/paciente
que tomara en cuenta al paciente para establecer negociaciones terapéuticas más efi-
caces, y donde la prioridad de la enseñanza es colocada en el tratamiento individual.
En fin, Young señala que, si bien tanto Kleinman como Good critican ciertos
aspectos de la biomedicina, no describen ni analizan los determinantes sociales, polí-
ticos y económicos de la misma. Lo cual fue señalado también por Taussig, así como
por Baer y por Singer en diversos trabajos, quienes consideran que la denominada

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 111


antropología médica clínica (Chrisman & Maretzki, 1982) se caracteriza por desarrollar
y aplicar un enfoque antropológico cada vez más psicologista y biomedicalizado.
Taussig (1980), analizando los tempranos trabajos de Kleinman, y especialmente
su manejo del illness (padecimiento) y sus propuestas respecto de la relación médico/
paciente, concluye que el objetivo es educar al médico y al paciente, pero a partir de
las instituciones y concepciones biomédicas, sin incluir los conflictos de diferente
tipo que operan en dicha relación:

For indeed there will be irreconciliable conflicts of interest and these will be
‘negotiated’ by those who hold the upper hand albeit in terms of a language
and practice which denies such manipulations and the existence of unequal
control; [y agrega] It is a strange ‘alliance’ in which one party avails itself of
the other’s private understandings in order to manipulate them all the more
successfully. What possibility is there in this short of alliance for the patient
to explore the doctor’s private model of both disease and illness, and nego-
tiate that? Restricted by the necessity to perpetuate professionalism and the
ironclad distinction between clinician and patient while at the same time
exhorting the need and advantage of taking cultural, these authors fail to see
that it is not the ‘cultural construction of clinical reality’ that needs dragging
into the light of day, but instead it is the clinical construction of reality that
is at issue. (Taussig, 1980, p. 12)

[Porque, de hecho, habrá conflictos de interés irreconciliables y estos serán


“negociados” por quienes tienen la ventaja, aunque utilizando un lenguaje
y una práctica que niegan tales manipulaciones y la existencia de un con-
trol desigual. [Y agrega:] Es una extraña “alianza” en la que una de las partes
se aprovecha de las comprensiones subjetivas de la otra para manipularla
con mayor eficacia ¿Qué posibilidad tiene el paciente, en el marco de esta
alianza, de explorar el modelo privado del médico sobre la enfermedad y
el padecimiento, y negociar al respecto? Restringidos por la necesidad de
perpetuar el profesionalismo y la rígida distinción entre clínico y paciente,
mientras al mismo tiempo exhortan a considerar la importancia y el bene-
ficio de atender a lo cultural, estos autores no advierten que no es la “cons-
trucción cultural de la realidad clínica” lo que necesita salir a la luz, sino que,
en realidad, lo que está en cuestión es la construcción clínica de la realidad.]
[Trad. del ed.]

Si bien en trabajos ulteriores Kleinman considera acertadamente que la biomedicina


trata generalmente el dolor y el sufrimiento como un proceso mecánico que requiere
técnicos que lo traten técnicamente. Así como que tanto la biomedicina como las
ciencias de la conducta no han desarrollado categorías para describir, interpretar y
trabajar con el sufrimiento de los pacientes (1988, p. 28). Y proponiendo estudiar los
mundos experimentados por pacientes y por terapeutas para poder comprender el
cuerpo, el sí mismo (self), y los cambiantes contextos sociales dentro de los cuales la
enfermedad y la práctica clínica operan. Sin embargo, su trabajo recupera básica-
mente la experiencia individual del padecer, de tal manera que los procesos sociales
y culturales aparecen como mero sostén de la subjetividad:

112 De sujetos, saberes y estructuras


Tenemos la impresión de que algunos antropólogos de orientación feno-
menológica consideran la cultura como un dato accesorio, un artefacto in-
dependiente que solo modela exteriormente la experiencia del sujeto, cons-
tituyendo esta el verdadero material etnográfico… Más insidiosa aún es la
reificación del relato de los enfermos que cada vez son más analizados como
textos en sí mismos o como textos abiertos pero solo a la experiencia subje-
tiva de las personas. (Bibeau & Corin, 1994, p. 111)

Ahora bien, como señalaba hace casi cincuenta años F. Braudel, todos trabajamos
con modelos sin ser demasiado conscientes de ello. Lo cual incluye también a los
que trabajan exclusivamente con el sujeto y sus experiencias.
La mayoría de los trabajos antropológicos que manejan estos conceptos, por
lo menos en México, no explicitan las definiciones de sujeto y de subjetividad que
manejan. Más aún, consideran que ellos trabajan sin modelos ni tipos, y cuestionan a
las tendencias y autores que los utilizan. Lo cual justamente forma parte del modelo
que manejan en forma no explicitada.
El modelo –o tal vez modelos– de los que cuestionan el uso de modelos se carac-
teriza por focalizar el papel del sujeto en términos de individuo y con fuerte tendencia
al psicologismo, por considerar que las estructuras sociales y simbólicas solo tienen
sentido en términos del manejo, uso, creación del sujeto. Parten del supuesto de que
hay una gran variedad de comportamientos y de experiencias individuales –a veces
casi infinita–. Frecuentemente surge, por lo tanto, un sujeto que es casi “pura” expe-
riencia, cuya trayectoria no evidencia regularidades, rutinas, reiteraciones, que no
utiliza patrones sociales y cuya vida se caracteriza por la intencionalidad consciente.
Una parte de los autores de esta tendencia consideran que no describen repre-
sentaciones sociales, sino experiencias, cuestionando no solo el primer concepto.
sino también el concepto de rol. Sin embargo, uno de los autores que ha desarro-
llado una de las más sutiles etnografías de las instituciones biomédicas, y me estoy
refiriendo a Goffman, realizó también una de las más sutiles etnografías del sujeto,
para concluir en algunos de sus trabajos que la “espontaneidad” de los sujetos refiere
a reglas, patrones, y rituales generalmente no descriptos, porque no se los observa
dado que aparecen sumamente “normalizados”, o porque están incluidos en la sub-
jetividad como parte de ella. Y recordemos que Goffman utiliza centralmente los
conceptos de institución, de rol y de representación social.
Las orientaciones interpretativas que utilizan el concepto de experiencia, y
obtienen la casi totalidad de su información de las narrativas de los sujetos, consi-
deran tácita o explícitamente que dichas narrativas equivalen a prácticas sociales, lo
cual no solo es parte del modelo que utilizan, sino que es por lo menos dudoso, ya
que la mayoría de sus estudios no se basan en la observación sistemática, sino exclu-
sivamente en lo que le dicen sus informantes a través de narraciones. Por supuesto
que, si al investigador solo le interesan los significados, y además no le interesa la
verdad/no verdad de la experiencia, que el sujeto haya o no tomado determinado
fármaco pasa a ser secundario, como también pasa a ser secundario si violó o no
violó, o si mató o no mató, ya que lo sustantivo son las experiencias y las interpreta-
ciones formuladas por un sujeto.

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 113


Posiblemente la antropología brasileña sea, a nivel latinoamericano, la que
mejor ha desarrollado y fundamentado los enfoques interpretativos que niegan los
modelos y afirman el papel de la experiencia, pero, como señala Canesqui, se pre-
ocupa especialmente por las experiencias individuales referidas a la enfermedad
en términos de significado y de acción “ocultando las regularidades sociales o los
patrones estructurantes sociales, políticos, culturales o simbólicos”. Frente a lo cual
la autora propone trabajar tanto con la experiencia como con los patrones colec-
tivos, dado que articulando lo colectivo/individual y la estructura/acción “podemos
encontrar caminos menos polarizados y constructivismos menos radicales” (2003,
pp. 121-122). Con lo cual estoy totalmente de acuerdo.
Justamente, la polarización y la exclusión constituyen también parte de este
modelo, lo cual se pone en evidencia a través de las oposiciones sujeto/estructura o
experiencia/representación que manejan, como si las experiencias de un sujeto no
tuvieran que ver también con representaciones sociales. Considero que no es el con-
cepto de modelo en sí, como tampoco el de experiencia en sí, los que establecen una
descripción y análisis sesgados de los procesos de s/e/a que favorecen la cosificación
o la disolución de la realidad, sino que son los usos que los investigadores damos a
los conceptos en términos de polarizaciones excluyentes.
Por supuesto, no ignoro que determinados conceptos favorecen más ciertos
sesgos, limitaciones y, por supuesto, hallazgos que otros conceptos; y menos aún
desconozco que los objetivos de un investigador pueden estar orientados a subrayar
la diferencia y diversidad mientras otros tratan de observar similaridades y regu-
laridades. Lo cual considero legítimo, en la medida que es eso lo que les interesa
describir y comprender, pero en la medida que las investigaciones no excluyan a
priori los procesos individuales o colectivos que son decisivos para comprender los
procesos a estudiar.
A lo largo de unos veinte años he desarrollado una metodología que trata de
evidenciar los diversos presupuestos con los cuales nos enfrentamos al estudiar un
problema específico, para reducir hasta lo posible que los presupuestos nos manejen
a nosotros, y para evitar que nuestros resultados se conviertan en profecías auto-
cumplidas. Así como he tratado de diferenciar los diferentes actores que hay dentro
de “un actor” para evitar la cosificación no solo de la realidad, sino de los sujetos. Y
así, por ejemplo, en nuestros estudios sobre saber médico y alcoholismo he tratado
de asegurar la mayor diversidad de actores que expresaran diferentes posibilidades
del saber médico, permitiendo establecer notorias diferencias entre muy diferentes
grupos de médicos, pero también observar similaridades en aspectos decisivos del
saber y trabajo médico (Menéndez, 1990b; Menéndez & Di Pardo, 1996, 2003).
Considero que mientras trabajemos con la estructura, por un lado, y el sujeto por
el otro, en términos de exclusiones establecidas a priori, lo que haremos es confirmar
nuestros sesgos, debido a que todos nosotros, aun los que cuestionan en nombre del
sujeto el uso de tipos e hipótesis, nos caracterizamos por utilizar modelos e hipó-
tesis, así como por imponer a la realidad presupuestos que frecuentemente simpli-
fican y sesgan la realidad a estudiar.

114 De sujetos, saberes y estructuras


En síntesis, para mí los tipos y modelos constituyen construcciones metodoló-
gicas provisionales, que deben ser referidas a la historicidad de los procesos y de
los actores sociales, los cuales operan siempre dentro de relaciones sociales. Su for-
mulación se hace a partir de problematizar la realidad a estudiar, y de establecer
hipótesis explicativas o interpretativas respecto de dicha realidad. Es a partir de estas
hipótesis que, simultáneamente, podemos proponer interpretaciones individuales
y/o generalizaciones tentativas.
Ahora bien, no conozco, por lo menos para México, estudios en los cuales se
analice desde perspectivas epidemiológicas y antropológicas la posibilidad de arti-
cular el tipo de generalización estadística y el que deviene del uso de tipos y modelos.
Así como cuáles son sus beneficios y limitaciones, y el tipo de complementación que
demandaría.

Los peligros del olvido

Además de los analizados, hay otros aspectos relacionados con las posibilidades de
generalización, que favorecen el distanciamiento entre ambas disciplinas, y de los
cuales solo seleccionaré uno. Como ya señalé, la epidemiología trata de establecer
generalizaciones que vayan más allá de los contextos locales, mientras que gran parte
de los antropólogos se asumen como estudiosos de lo local, pasando a ser secundario
o directamente inexistente la necesidad de generalizar, pero también de comparar.
Si bien el método comparativo caracterizó el desarrollo inicial de la antropología,
fue perdiendo significación hasta casi desaparecer de los objetivos e intereses de las
escuelas dominantes entre las décadas de 1970 y 1990.
Lo que señalo no niega que a la epidemiología le pueden interesar problemas a
nivel local, comunitario o regional, pero frecuentemente necesita manejar la infor-
mación en un nivel local que posibilite a su vez la generalización y la comparación.
Los epidemiólogos pueden estudiar un foco infeccioso a nivel local o establecer un
programa de vigilancia epidemiológica regional, pero su trabajo implica el uso de
determinadas categorías y la producción de información que posibiliten su compa-
ración con los datos obtenidos en otros contextos. Requieren, por lo tanto, no solo
generalizar más allá de lo local, sino también describir y analizar los datos locales a
través de categorías universales.
Gran parte de la antropología médica, al colocar sus objetivos en el estudio de
lo local, de lo emic, trabaja en torno al padecimiento (illness). Lo que importa son las
características que adquiere una enfermedad no solo a nivel local, sino en función de
las categorías sociales formuladas y utilizadas por los sujetos y grupos que estudia. Por
lo menos una parte de los antropólogos sostienen que, a través de los síntomas de los
sujetos locales, se expresan los valores, creencias y significados de la cultura local.
Esta ha sido la tradición fuerte de los estudios antropológicos sobre los procesos
de s/e/a, por lo menos desde la década de 1930, y que se expresa por ejemplo en los
notables estudios de Mead (1957) sobre la fatiga en Bali, de Devereux (1937) sobre
el homosexualismo entre los Mohave, o De Martino (1961) sobre el “tarantulismo”

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 115


en comunidades del sur de Italia. Todos estos trabajos focalizan las características
locales –en su mayoría culturales– que se expresan a través de los padecimientos, ya
que lo que importa es dar cuenta de la estrecha relación que existe entre determi-
nadas formas culturales y las características de los padecimientos, tanto en términos
de causalidad, de desarrollo, como de solución de los mismos, pero donde lo central
lo constituye la interpretación cultural de los procesos estudiados.
En función del peso dado a la dimensión simbólica referida especialmente a
aspectos como el cuerpo o el sufrimiento, se han desarrollado ciertas concepciones
e interpretaciones que deben ser analizadas con sumo cuidado no solo en términos
teórico-metodológicos, sino ideológicos. Y me refiero a toda una serie de antropó-
logos que, desde fines de la década de 1980 y sobre todo durante la de 1990, nos han
hablado de “biologías locales” como expresión de la estrecha relación y significación
que existe entre el cuerpo y las enfermedades a nivel de las culturas locales, y que
justamente impiden o limitan todo intento de generalización.
Considero que el desconocimiento de la trayectoria teórico/práctica de la antropo-
logía, así como de su vinculación contextual con los procesos económico/políticos e
ideológicos dentro de los cuales operó, les permite proponer esta categoría sin tomar,
por ejemplo, en que fueron antropólogos –y otros científicos– alemanes y centroeu-
ropeos entre 1920 y 1940, quienes más trabajaron con la concepción de “biologías
locales” que terminaron siendo usadas como justificación de exterminios masivos.
Me interesa subrayar que estas propuestas fueron desarrolladas por algunos de
los más importantes antropólogos alemanes, recordando que, en ese momento, la
antropología alemana constituía una de las tres antropologías más importantes del
mundo junto con la británica y la de los EEUU, y se caracterizaba por su mayor desa-
rrollo teórico y metodológico. Dichos antropólogos propusieron una relación entre
lo biológico, lo étnico y lo popular (volk) en términos de una unidad particular que
caracterizaba a ciertos grupos sociales y los diferenciaba radicalmente de otros. Dicha
concepción no estaba basada solo en la raza, como suele afirmarse, sino más bien en
la unidad indisoluble etnos/raza/pueblo que estos científicos e ideólogos propusieron.
La elaboración de una epidemiología sociocultural debe tener muy en cuenta
las diferentes trayectorias que dan lugar a su desarrollo, pero no solo incluyendo
y reflexionando sobre los aspectos descriptivos, teóricos y metodológicos que
podemos recuperar para legitimar dicha orientación epidemiológica, sino también
cuestionando las orientaciones que generaron explicaciones incorrectas y posibili-
taron, además, el uso de la antropología y de la biomedicina con objetivos y conse-
cuencias terribles, como fueron la exterminación de gitanos, judíos, eslavos y per-
sonas de otras “minorías raciales” caracterizadas por expresar “biologías locales”.
No debemos olvidar que gran parte de los estudios sobre “higiene racial” fueron
desarrollados por la biomedicina, pero también por la epidemiología y no solo en
Alemania, sino en la mayoría de los países europeos y en los EEUU. Y que en nombre
de concepciones eugenésicas se desarrollaron notables aportes clínicos y epidemio-
lógicos. Las investigaciones de Eppinger sobre las funciones hepáticas desarrolladas
durante la década de 1930 y primeros años de la década de 1940, posibilitaron
extraordinarios avances en la comprensión e intervención clínica respecto de dichas

116 De sujetos, saberes y estructuras


funciones, pero a partir de la muerte de cientos de sujetos –judíos en su mayoría–
que fueron utilizados como cobayos humanos en el laboratorio especial que el
nazismo construyó en Creta para que Eppinger realizara sus notables investigaciones
biomédicas. Una de las primeras encuestas masivas a nivel mundial sobre tubercu-
losis broncopulmonar (TBC), realizada no solo a través de interrogatorio médico,
sino además con pruebas de laboratorio, fue aplicada al conjunto de la población
alemana bajo el régimen nazi, constituyendo uno de los aportes fundamentales a la
epidemiología de la tuberculosis broncopulmonar a nivel internacional.
En varios trabajos he señalado que la negación y el olvido son parte de la con-
tinua deshistorización de las sociedades, y que el desarrollo de una epidemiología
sociocultural supone una suerte de continua “lucha” contra el olvido, dado que en
el pasado podemos encontrar aportes que todavía tienen notable vigencia y validez
metodológica y teórica, como son por ejemplo las propuestas epidemiológicas de
Durkheim, Cassel o Murphy, pero también para observar cómo son usados actual-
mente conceptos como el de “biologías locales”, que requieren de una revisión y uso
crítico.

Críticas mutuas

Como sabemos, ambas disciplinas se han cuestionado mutuamente, y así los epide-
miólogos sostienen que los antropólogos no establecen con claridad cuáles son sus
criterios para seleccionar los informantes con los cuales trabajarán. Que las formas
de utilizar, por ejemplo, la técnica denominada “bola de nieve”, conduce a que por
lo menos una parte de los sociólogos y antropólogos utilicen los informantes que
“pueden” y no los que serían más idóneos para lo que quieren estudiar.
Y tienen razón, ya que gran parte de los estudios antropológicos y sociológicos de
tipo cualitativo no establecen criterios claros de selección de sus sujetos de estudio.
O lo que es más preocupante, establecen criterios de selección, y luego entrevistan a
los sujetos que pueden y no a los que deberían según los términos de la metodología
propuesta. Debemos advertir que algo similar le ocurre a una parte de los epidemió-
logos que se han dedicado en los últimos años a aplicar técnicas cualitativas, sin tener
demasiada experiencia en ello.
La epidemiología sociocultural basa su trabajo en los denominados “actores
sociales significativos”, los cuales deben ser considerados como significativos en
función de la importancia que tienen respecto del proceso de salud a investigar,
estableciendo por lo tanto criterios de selección que deben ser aplicados para con-
seguir entrevistar y observar justamente a los sujetos que tienen que ver con la pro-
blemática que se quiere estudiar, y no solo a cualquier sujeto que se deja entrevistar.
Personalmente estoy cada vez más preocupado por la calidad de la información
que producimos los antropólogos a través de nuestras técnicas cualitativas, dado que
toda una serie de procesos está conduciendo a un fuerte deterioro en la aplicación
de las mismas. Comparto la opinión de destacados especialistas brasileños que sos-
tienen que el boom de la investigación cualitativa generado en las décadas de 1980 y

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 117


1990 se caracteriza por ser frecuentemente superficial y por generar aportes que no
van más allá del sentido común (Minayo et al., 2003).
Presiones de muy diferente tipo que impulsan la “productividad académica”
tienden a reducir no solo el tiempo del trabajo de campo, sino también la posibilidad
de asegurar una mínima calidad en la información obtenida. Se impulsa la rapidez en
todos los pasos de la investigación, de tal manera que muchas instituciones financian
básicamente proyectos que utilizan técnicas cualitativas que favorecen la urgencia,
aun cuando se reduzca la profundidad y calidad de la información obtenida.
Desde esta perspectiva, el auge actual de determinadas técnicas de obtención
de información no tiene tanto que ver con la calidad de la información, sino con la
rapidez con que se la obtiene, lo cual abarata costos y conduce a producir resultados
más rápidamente. No es un hecho casual que toda una serie de instituciones finan-
ciadoras de organizaciones no gubernamentales (ONG) hayan impulsado especial-
mente el trabajo con los denominados “grupos focales”.
Las técnicas rápidas de obtención de información (RAP) tuvieron una notable
difusión inicial, que luego quedó sobre todo confinada a su uso por una parte de las
organizaciones no gubernamentales. Estas técnicas fueron tempranamente criticadas
por epidemiólogos y por antropólogos por considerar que el tipo de información
obtenido no era confiable, porque eran utilizadas por personas sin formación antro-
pológica para obtener material cultural complejo, y porque obtenían la información
a partir de muy pocas personas, frecuentemente una sola. Este material se tomaba a
veces como prueba piloto, pero en otras constituía la base a partir de la cual se debían
generar intervenciones sobre las comunidades (Herman & Bentley, 1992).
Considero que las RAP han tenido un fuerte impacto en el trabajo de campo
de antropólogos que están realizando investigaciones académicas sobre procesos
de s/e/a, de tal manera que estos no solo entrevistan en profundidad a unos pocos
informantes, sino que incluso para problemas tan graves como pueden ser las rela-
ciones entre pobreza y VIH-sida o la vinculación violencia/estilo de vida, en oca-
siones aplican una sola entrevista que frecuentemente es más una encuesta que una
entrevista en profundidad. Más aún, si bien no generalizan estadística ni tipológi-
camente, sus análisis a partir de los datos con muy escasos informantes terminan
hablando de “los pobres”, de los “grupos étnicos”, de “la” mujer o de “los estratos
sociales”, que suponen en cada caso a millones de sujetos.
Subrayo que no cuestiono trabajar con escasos informantes y en profundidad
para obtener información confiable y estratégica; todo lo contrario, pero para ello
hay que trabajar realmente en profundidad.
Especialmente entre las décadas de 1950 y 1960, una parte de los antropólogos
que trabajaban con procesos de s/e/a estaban preocupados por la validez de la infor-
mación obtenida de los “informantes claves” que entrevistaban, lo cual preocupaba
especialmente a epidemiólogos y científicos sociales interesados por problemas de
salud mental, como fueron los casos de E. Jellinek y de H. Murphy. Este último estaba
especialmente preocupado por la calidad de los datos obtenidos por los estudios
epidemiológicos, preguntándose si los proporcionados por los entrevistados eran

118 De sujetos, saberes y estructuras


realmente válidos. Lo cual lo condujo a elaborar y aplicar una metodología basada
en informantes claves.
Estas propuestas, con adaptaciones, fueron aplicadas en México a fines de la
década de 1970 a través de estudios sobre consumo de alcohol (Smart, Natera &
Almendares, 1981). Pero estas preocupaciones han casi desaparecido, por lo menos
entre nosotros; a veces tengo la impresión de que ya no interesa cómo se obtiene la
información, ni su calidad, ni el papel del antropólogo en la producción de dicha
información. Lo único que interesa es producir “datos”.
Toda una serie de orientaciones teóricas, incluso algunas caracterizadas por su
sofisticación, han favorecido esta manera de trabajar. Varias propuestas, surgidas
especialmente de los denominados “estudios culturales”, han promovido que una
parte de los antropólogos se convirtieran en flaneurs o, si se prefiere, en turistas del
conocimiento. Es como si aspiraran a ser una suerte de Walter Benjamin caminando
y “voyeurando” por París, nada más que ahora pasearían por los hospitales o por las
bibliotecas de la Facultad de Medicina, para contarnos sus narrativas.
Las propuestas relativistas que cuestionaron la relación verdad/no verdad en la
investigación antropológica especialmente desde la década de 1970, que por supuesto
no se reduce solo a Geertz y sus discípulos, favorecieron estos procesos, así como
también las propuestas que basan la información en “las narrativas” describiendo
y analizando el discurso, sin tomar en cuenta no solo el contexto, sino tampoco
las relaciones sociales y económico/políticas donde funcionan dichas narrativas
(Bibeau & Corin, 1995).
Para mí, las propuestas socioantropológicas deberían preocuparse no solo por
la capacidad estratégica de la información obtenida, sino también por la calidad y
confiabilidad de dicha información. Es decir, tenemos la obligación metodológica
de establecer y justificar cuáles son nuestros actores significativos, cuáles son los cri-
terios de selección de los sujetos que los representan, cómo obtenemos la infor-
mación y cómo aseguramos su confiablidad en términos cualitativos. Nos guste o no
nos guste, el trabajo cualitativo aparece como muy sencillo y muy fácil de aprender,
lo cual se traduce en el incremento de trabajos fáciles, pero poco confiables.
A su vez, el trabajo epidemiológico también ha recibido fuertes y reiteradas crí-
ticas, de las cuales solo recordaré algunas. En primer, lugar los antropólogos sostienen
que las técnicas estadísticas, como la encuesta, tienden a aislar a los sujetos que entre-
vistan en lugar de describirlos en términos de sus relaciones sociales, y que además
no incluyen los contextos a partir de los cuales estos sujetos desarrollan sus vidas y
sus significados. Más aún, las técnicas estadísticas eliminan los significados personales
que los entrevistados tienen respecto de los datos que los encuestadores les solicitan.
Diversos autores sostienen que las variables sociales y culturales que utiliza la
epidemiología, como pueden ser estratificación social, pobreza o pertenencia étnica,
se aplican sin establecer lo que significan estratificación social, pobreza y pertenencia
étnica en términos teóricos o por lo menos de procesos sociales empíricos. Estas y
otras categorías como edad, sexo o clase social son producto de procesos sociales;
son parte de las representaciones sociales colectivas, e incluso son expresión de las

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 119


luchas que se han dado en diferentes sectores sociales para que se tome en cuenta el
género, el grupo étnico o la tercera edad.
De tal manera que aparecen como categorías científicas y universales, cuando
son resultado de procesos sociales específicos y, por supuesto, técnico/científicos,
que organizan cierto tipo de realidad, que la mayoría de la epidemiología no cues-
tiona ni analiza en sus consecuencias metodológicas. Se presentan al investigador
como la realidad, cuando estas categorías constituyen reificaciones de la realidad.
Los estudios de género, y especialmente la denominada epidemiología femi-
nista, han desarrollado una crítica radical respecto de las categorías utilizadas tanto
por la antropología como por la epidemiología que tratan cuestiones de género. Su
revisión ha cuestionado los datos estadísticos producidos por la epidemiología para
fenómenos como violencia contra la mujer o mortalidad materna, sosteniendo que
los datos epidemiológicos tienden a disminuir la significación estadística de estos
procesos debido a su manejo de las categorías y al tipo de técnicas que emplean.
Los epidemiólogos suelen manejar las variables y categorías como meros indi-
cadores que posibilitan establecer determinadas correlaciones estadísticas en torno
a las mismas, pero sin incluir en sus análisis el significado que estas tienen respecto
de los procesos estudiados. O si lo hacen, generalmente sus propuestas son tautoló-
gicas, o simplifican la realidad a estudiar en términos tales que no solo no permiten
describirla y comprenderla, sino que además reducen la posibilidad de intervenir
eficazmente por lo menos sobre ciertos sectores de la realidad, como lo hemos
observado a través de nuestro análisis de la “variable” estilo de vida.
Esta tendencia la podemos registrar, sobre todo, a través de una parte signifi-
cativa de los estudios que sobre pobreza y salud se están desarrollando actualmente
en América Latina, que tienen la tendencia a trabajar con la realidad en términos de
“variables” y no de procesos sociales, simplificando y esquematizando los procesos
que estudian, y dejando de lado, por ejemplo, los procesos de violencia estructural
que caracterizan a la pobreza latinoamericana.
Pero, además, tanto la epidemiología como la socioantropología que estudian
pobreza y procesos de s/e/a en México –según surge de una revisión bibliográfica y
de algunas entrevistas que estamos realizando–, si bien han generado aportes, espe-
cialmente en términos estadísticos, lo que llama la atención es la “pobreza” de la
información etnográfica, la reiteración de ciertas temáticas de escasa significación, y
la carencia de descripciones y análisis sobre aspectos decisivos de las relaciones entre
pobreza y procesos de salud/enfermedad/atención. Así, por ejemplo, en los trabajos
que nosotros conocemos no encontramos información estadística ni cualitativa sig-
nificativa sobre procesos como el narcotráfico, pese a que por lo menos algunos de
estos estudios se han llevado a cabo en zonas dominadas por el “crimen organizado”.
Los especialistas regionales tienden a ignorar la producción de notables trabajos
desarrollados desde las décadas de 1960 y 1970 por autores como Antonovsky, Black,
Farmer, Kosa, Massé, Riesman o Tousignant, que no solo incluyen los procesos eco-
nómicos/políticos y los simbólicos en sus análisis sobre la relación pobreza/pro-
cesos de s/e/a; que no solo toman en cuenta el racismo como parte central de dicha
relación, sino que además desarrollan conceptos como los de “coping” (Antonovsky,

120 De sujetos, saberes y estructuras


1979) o “espacio de pobreza” (Massé, 1995; Tousignant, 1989), que serían de suma
importancia para explicar y para intervenir en la situación mexicana.
Desde por lo menos la década de 1950, toda una serie de estudios manejan
supuestos teóricos y empíricos que proponen que, los estratos sociales más bajos de
nuestras sociedades se caracterizan por tener las más altas tasas de mortalidad y la
menor esperanza de vida comparado con cualquiera de los otros estratos sociales.
Según estos estudios, los pobres se caracterizan no solo por ser más vulnerables a la
mayoría de las enfermedades, sino además por pagar más por su salud (Williams –
Edit.–, 1977). Estas y otras características diferencian radicalmente a los más pobres
del resto de los estratos sociales. Y a similares conclusiones llegan “veinte años
después” los estudios locales sobre pobreza y procesos de s/e/a, pero sin avanzar
mucho más en sus interpretaciones.
Observamos que la mayoría de los estudios mexicanos sobre salud y pobreza, y
especialmente los que se han realizado en torno a los programas contra la pobreza,
dejan de lado no solo las investigaciones, sino las discusiones, reflexiones y apli-
caciones que se hicieron sobre las políticas de Atención Primaria, y especialmente
respecto de las denominadas Atención Primaria Comprensiva y Atención Primaria
Selectiva desarrolladas entre fines de las décadas de 1970 y 1990, lo cual constituye
una grave omisión, ya que fue en gran medida a partir de ellas que ulteriormente
se diseñaron y aplicaron las políticas focales o selectivas respecto de la población en
situación de pobreza y extrema pobreza.
El análisis y evaluación de las mismas posibilitaría explicar, por ejemplo, no solo
la trayectoria de los programas IMSS/Coplamar, Solidaridad, Progresa y Oportuni-
dades, sino además la eficacia y las limitaciones que estos han tenido. Recordando
que dichos programas fueron organizados e impulsados por el Estado mexicano
desde la década de 1970 hasta la actualidad, para enfrentar problemas –especial-
mente los de enfermedad– que afectaban la situación de los sectores más pauperi-
zados de la sociedad mexicana, en particular en el medio rural.
Esos estudios y reflexiones tal vez ayudarían a nuestros especialistas en pobreza a
comprender lo que no pueden comprender –según lo explicitan varios de ellos–, e
incluso a incluir en sus estudios y acciones lo que no incluyen. Y dado, además, que
los estudios sobre pobreza y salud tienden a ignorar algunos de los principales aportes
etnográficos que se han hecho en los últimos años, respecto de población en situación
de pobreza y perteneciente a diversos grupos étnicos, como son, por ejemplo, los
estudios de Freyermuth (2000), Mendoza (1994, 2004) y Ortega (1999). Si bien estos
trabajos no tienen por objeto la pobreza, presentan información mucho más profunda,
confiable y estratégica sobre procesos de s/e/a en población pobre, que posibilita com-
prender algunos de los problemas más lacerantes que padecen dichos grupos.
Más aún, los especialistas en pobreza tienden a ignorar los estudios desarrollados
por médicos latinoamericanos, y especialmente mexicanos (Celis & Navas, 1970),
entre las décadas de 1950 y 1970, que evidencian una preocupación especial res-
pecto de la pobreza como una de las principales causas de enfermedad y de las altas
tasas de mortalidad, así como uno de los principales impedimentos para reducir
los problemas de salud que afectan a la población mexicana. Toda una serie de

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 121


estudios clínicos y epidemiológicos sobre cirrosis hepática desarrollados durante las
décadas de 1950 y 1960, conducirán a los especialistas mexicanos a colocar las causas
de este padecimiento en la relación consumo de alcohol, desnutrición y pobreza.
Interpretación que a partir de la década de 1970 fue abandonada, especialmente por
los nuevos líderes profesionales y académicos (Menéndez, 1990b; Menéndez & Di
Pardo, 2003).
Pero, además, la mayoría de los epidemiólogos, pero también los antropólogos,
parecen desconocer –o por lo menos no citar– los notables trabajos de Oscar Lewis
sobre la pobreza en México realizados entre las décadas de 1940 y 1960, que no son
tomados en cuenta ni siquiera para cuestionarlos, aunque muchos de los “nuevos”
estudios reiteran –tal vez sin saberlo– muchas de las propuestas de Lewis.
El análisis de los materiales bibliográficos y de las intervenciones sobre pobreza y
procesos de s/e/a producidos desde la década de 1960, posibilitaría a los especialistas
actuales en este campo contar con explicaciones y estrategias de intervención que
siguen siendo vigentes, así como desechar las que han evidenciado falta de eficacia.
Este análisis es pertinente porque las políticas y actividades que se están aplicando
actualmente contra la pobreza, y especialmente las que tienen que ver con procesos
de s/e/a, reiteran sin demasiados agregados las que se vienen aplicando en México
desde las fechas indicadas.
Tal vez por lo menos una parte de lo señalado tenga que ver con las funciones
sociales y académicas del olvido, ya que nos permite periódicamente redescubrir el
problema de la pobreza y de los pobres y desarrollar nuestras investigaciones y pro-
puestas sobre los mismos “olvidándonos” de los trabajos y acciones previas.

La epidemiología del alcoholismo: epistemología y


sentido común

La revisión de las investigaciones epidemiológicas, especialmente las referidas a


ciertos padecimientos, ha llevado a concluir que lo básico –y frecuentemente lo
único– que aportan la mayoría de los estudios epidemiológicos son mediciones,
que si bien son importantes no permiten comprender muchos de los procesos que
miden, dado que tienden a desconocer la complejidad del campo social donde
operan dichos procesos de s/e/a (Bibeau & Corin, 1994). Ello, por supuesto, no niega
sus aportes epidemiológicos, sino que señala sus limitaciones.
Desde hace más de dos décadas estoy analizando los aportes epidemiológicos
respecto del consumo de alcohol y de sus consecuencias en los procesos de s/e/a en
México, y hago mías las conclusiones de dos de los más importantes especialistas
contemporáneos sobre las adicciones, incluidas las relacionadas con el consumo de
alcohol:

Los estudios epidemiológicos sobre el consumo de drogas rara vez han abor-
dado las verdaderas dificultades teóricas de esta problemática; predomina
un tipo de investigación mecánica y reiterativa que trata al consumidor de

122 De sujetos, saberes y estructuras


drogas como un objeto de estudio totalmente divorciado de las condiciones
culturales y de las instituciones sociales dentro de las cuales vive y consume
drogas. (Edward & Ariff, 1981, p. 291)

Más aún, reconocen que el alcoholismo no es fácil de estudiar, pues implica un con-
junto de relaciones complejas y en constante cambio, que justamente constituyen el
tipo de problema que debe enfrentarse metodológicamente en lugar de simplificar
la realidad, describiéndola a través de variables y categorías aisladas. Y quienes rea-
lizan estas afirmaciones son clínicos y epidemiólogos.
Estas afirmaciones siguen siendo válidas para la mayor parte de la investigación
epidemiológica que se realiza en México sobre consumo de alcohol y sus conse-
cuencias. Pero es importante señalar que esta producción epidemiológica evidencia
además serias incongruencias metodológicas, especialmente referidas a la calidad de
la información que produce y analiza.
Desde por lo menos la década de 1960, contamos con evaluaciones metodoló-
gicas que indican que las encuestas tienden a subregistrar fuertemente el consumo de
alcohol por parte de la población, y así R. Room, analizando los datos de la encuesta
aplicada por Cahalan en 1964-19565 a nivel nacional en los EEUU, encuentra que
los datos de esta encuesta solo corresponden al 50% de la venta de vinos, al 55% de
la venta de cerveza y a un 55% de la venta de bebidas alcohólicas de alta graduación.
Es decir que esta encuesta subregistra en más de un 50% los volúmenes de bebidas
alcohólicas consumidos por la población de los EEUU, según los registros de venta.
Recordando que ambos son dos de los más importantes investigadores nortea-
mericanos sobre alcoholismo, es importante señalar que a partir de entonces se veri-
ficaron estos hallazgos en otros contextos y, por lo tanto, se recomendó no aplicar
este tipo de instrumentos para obtener datos confiables sobre consumo de alcohol.
Más aún, una revisión de los estudios epidemiológicos basados en encuestas reali-
zadas en países como Canadá, Finlandia y los EEUU concluyó que los mismos “pro-
porcionan estimados del consumo per cápita equivalentes a entre 40% y 60% de los
resultados obtenidos de la venta” (Pernamen, 1975; citado en OMS/OPS, 2000, p. 36).
Estos y otros análisis realizados durante las décadas de 1980 y 1990 concluyeron
que estas encuestas no detectan a los bebedores de mayor consumo –es decir, uno
de los principales grupos de riesgo–, dado que dichos bebedores tienden a decir a
sus encuestadores que no beben o beben muy poco alcohol, mintiendo intencional-
mente. Más aún, esta omisión y deformación se expresa también en las entrevistas
clínicas (Menéndez & Di Pardo, 1996, 2003).
Pese a que los especialistas nacionales tienen conocimiento de estas críticas,
en México se han llevado a cabo desde fines de la década de 1980 cinco encuestas
nacionales sobre consumo de alcohol y consumo de otras sustancias consideradas
adictivas, pero sin incluir en las descripciones y análisis los sesgos que presenta la
información obtenida, que no solo subregistra el consumo general de alcohol, sino
que además subregistra el consumo de alguno de los principales grupos de riesgo.
Más aún, se calcula que más del 50% del alcohol consumido en México es de pro-
ducción y venta clandestinos, pero la mayoría de los epidemiólogos especializados

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 123


en alcoholismo solo analizan el alcohol a través de las encuestas citadas y/o de las
cifras oficiales que no incluyen la producción y venta clandestina, lo cual acentúa
aún más el sesgo de sus descripciones y análisis, que no corresponden a los con-
sumos reales de alcohol de la población mexicana.
Ahora bien, estos subregistros del consumo de alcohol no solo lo observamos en
los estudios específicos realizados en México sobre dicho consumo, sino también
en estudios sobre violencias contra la mujer que tratan de correlacionar dichas vio-
lencias con el consumo de alcohol. Y así, por ejemplo, en la encuesta nacional sobre
violencia contra la mujer realizada en México (Olaiz, et al. 2003, p. 16) se presentan
datos que indican que, según las mujeres encuestadas, el 51% de ellas nunca toma
bebidas alcohólicas, un 43,6% dice beber ocasionalmente menos de una vez al mes,
y solo el 3% reconoce un consumo mayor al de una vez al mes. Y los investigadores
trabajan con estos datos como si fueran “verdades”.
En ninguno de los casos señalados observamos una reflexión metodológica por
parte de los investigadores que diseñaron y aplicaron estas encuestas, sobre la con-
fiabilidad de los datos estadísticos obtenidos, ni sobre la calidad de los mismos, pese
a que por lo menos una parte de dichos datos contradicen no solo los datos de las
estadísticas vitales, sino incluso el sentido común de cualquier persona que viva en
México. La Secretaría de Salud (SSA) y el Instituto Nacional de Estadística, Geografía
e Informática (INEGI) nos informan que, desde la década de 1980, la mortalidad por
cirrosis hepática en mujeres que están entre los 35 y 64 años de edad es parte de las
primeras cinco causas de mortalidad, lo cual por lo menos contrasta con lo que las
mujeres dijeron a sus encuestadores.
Pero no solo no observamos reflexiones metodológicas sobre la información
obtenida, sino que además la misma pasa a ser utilizada como si realmente los datos
correspondieran a la realidad de los consumos, no expresando los investigadores
ninguna duda sobre la información que nos están presentando y a partir de la cual
sacan conclusiones que pasan a ser parte de nuestras realidades epidemiológicas
construidas por la epidemiología, pero que tienen poco que ver con la realidad de
los consumos y de los usos de la población.
Desde hace años se han generado críticas consistentes respecto de las construc-
ciones más o menos imaginarias que han generado diferentes disciplinas, incluida
la epidemiología –y por supuesto la antropología social–, respecto del alcoholismo
(Room & Collins, 1983), pero nuestros especialistas siguen sin asumir dichas crí-
ticas, y estableciendo mediciones que no solo no son válidas, sino que incluso dis-
torsionan la realidad.
Además, las reiteradas encuestas epidemiológicas realizadas sobre consumo de
alcohol solo se dedican a obtener ciertos datos para medir consumo y para corre-
lacionarlo con ciertas variables, pero sin producir información sobre aspectos eco-
nómico/políticos, culturales, sociales que son decisivos para poder diseñar y aplicar
estrategias respecto de los problemas generados por el consumo de alcohol. Cada
vez se habla más de la importancia de los estilos de vida, así como del cambio de
los mismos especialmente en mujeres y en adolescentes, para explicar las formas
y volumen de consumo de alcohol por parte de ellos, pero las encuestas señaladas

124 De sujetos, saberes y estructuras


prácticamente no nos dicen nada sobre los estilos de vida de los bebedores en tér-
minos que nos sirvan para comprender y también para intervenir.
Existe, además, toda una serie de procesos epidemiológicos respecto de los
cuales no contamos con información que nos permita comprenderlos, pese a lo
sorprendentes que son. Tenemos, por ejemplo, el caso del VON o virus del Nilo,
padecimiento detectado por primera vez en Uganda en 1937, y que fue encontrado
en 1999 en seres humanos en los EEUU. Para el 2004 se habían infectado quince
mil personas, de las cuales murieron 650 en EEUU, especialmente en las áreas del
sudeste fronterizas con México.
Pese a que las condiciones geográficas y ecológicas son prácticamente idénticas
en ambos lados de la frontera, y pese a que el vector de contagio es un mosquito que
vive tanto en los EEUU como en México, hasta el 2006 no se había detectado el virus
en humanos del lado mexicano.
Hay varias hipótesis respecto de este proceso, que van desde la negación/ocul-
tación epidemiológica del problema, hasta que los casos de VON son, en México,
diagnosticados como dengue. Tal vez estaría ocurriendo lo que observé a finales de
la década de 1970 en varias zonas del país, y especialmente en Yucatán, donde pese a
la existencia de condiciones ecológicas y ambientales propicias y pese a la existencia
del vector, los clínicos y epidemiólogos no detectaban el mal de Chagas, pues no lo
reconocían a través de los indicadores diagnósticos que utilizaban (Menéndez, 1981).
Lo cierto es que nuestros clínicos y epidemiólogos no detectan ni codifican
enfermos ni muertos por el virus del Nilo, pese a su impacto creciente en la morbi-
lidad y mortalidad de los norteamericanos y mexicanos, que viven del otro lado de
la frontera con mayor tránsito de personas a nivel mundial. Justamente, en El Paso se
han detectado constantemente casos de VON, por lo cual las autoridades sanitarias
de Juárez, ciudad mexicana colindante con El Paso, “colocaron trampas para evitar
que los mosquitos lleguen a esta ciudad” (La Jornada, 14/08/2007).
Durante el año 2007, se hizo público un estudio realizado por investigadores nor-
teamericanos, que propone que la epidemia de VIH-sida se desarrolló en los EEUU a
fines de la década de 1960 y no a mediados de 1970 como se ha sostenido hasta ahora.
El estudio señala que el incremento de la mortalidad por VIH-sida se desarrolló
durante doce años sin que las autoridades sanitarias ni los epidemiólogos detectaran
dicho desarrollo, y menos en términos de una pandemia que solo comienza a ser
reconocida en la década de 1980, pero que venía expresándose y desarrollándose
desde muchos años antes.
Las críticas señaladas a ambas disciplinas son frecuentemente correctas, y por
eso la construcción de una epidemiología sociocultural implica reconocer las limita-
ciones de ambas disciplinas a partir de las cuales establecer una posible y necesaria
complementación. Es decir, no permanecer en la crítica del Otro, sino asumir las
críticas del Otro, para a partir de ellas –y, por supuesto, de otros aspectos– favorecer
una articulación metodológica y técnica.
Considero que estas limitaciones y diferencias no solo existen, sino que es lógico
que existan pues surgen de las concepciones, hábitos profesionales, técnicas de inves-
tigación, objetivos diferenciales que cada disciplina ha procesado en su trayectoria

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 125


profesional y académica. Es a partir de reconocer estas diferencias que hay que ana-
lizar lo que cada una puede y no puede realizar, tanto a nivel metodológico general
como respecto del análisis de problemas específicos.
Desde esta perspectiva, cada disciplina debería reconocer sus aportes y sus limi-
taciones, así como cuestionar los aportes y señalar las limitaciones de la otra, pero
para buscar una posible complementación, y no para justificar las diferencias y
distanciamientos.
Pero, además, este tipo de análisis permitiría observar la existencia de notables
similaridades entre ambas disciplinas, que posibilitan reflexionar sobre estas, en
función de nuestras propuestas de complementación metodológica.
Pese a que, como ya lo señalamos, nuestras dos disciplinas se identifican casi polar-
mente con las técnicas estadísticas y con las técnicas cualitativas, observamos varios
aspectos comunes, de los cuales solo comentaremos los siguientes. El primero es casi
obvio, y refiere a que la información obtenida a través de ambas aproximaciones cons-
tituye construcciones metodológicas. Es decir, los datos obtenidos no son datos “natu-
rales”, sino datos que han sido producidos y organizados de determinada manera, y a
partir de determinados criterios impuestos a la realidad por los que construyen y usan
esos datos, sean obtenidos a través de técnicas estadísticas o cualitativas.
Una segunda similaridad refiere a que la mayoría de los datos producidos por los
epidemiólogos y por los antropólogos tienen un origen similar, es decir, son obte-
nidos de la palabra de los sujetos encuestados o entrevistados. Más allá de la crucial
diferencia entre encuesta y entrevista, ambas obtienen sus datos de lo que dicen los
sujetos con los cuales se trabaja.
Desde esta perspectiva, ambas disciplinas se diferencian notoriamente de la bio-
medicina caracterizada por su tendencia creciente a excluir o secundarizar la palabra
del “paciente”. Asumiendo, por supuesto, que esta similaridad no niega que existan
notorias diferencias en términos de obtención y tratamiento de la palabra hablada.
Esta orientación de ambas disciplinas nos lleva a reflexionar sobre una tercera
característica común, y es que, tanto la epidemiología como la antropología, tra-
bajan casi exclusivamente con representaciones sociales y no con las prácticas de los
sujetos que entrevistan a nivel cualitativo o encuestan a nivel estadístico.
Si bien ambas disciplinas –y por diferentes razones– “creen” que trabajan con
prácticas y se resisten a reconocer que solo trabajan con la palabra del otro, lo cierto
es que su fuente principal no es la observación ni la experimentación de prácticas,
sino la obtención de datos a través de algo parecido al diálogo.
Ahora bien, como vimos a través de los estudios de Goldberger, una parte de
los epidemiólogos trataron de observar comportamientos, y en el caso de la antro-
pología la denominada observación participante constituyó la técnica que identi-
ficaba a esta disciplina. Más aún, el trabajo de campo antropológico de mediana y
larga duración se basaba en la observación participante, que aseguraba un mínimo
de observación de prácticas. Pero la observación epidemiológica es actualmente
mínima, y la observación participante antropológica está en vías de desaparición,
por lo menos en México.

126 De sujetos, saberes y estructuras


Debemos asumir en todas sus consecuencias, las cuales ahora no analizaremos,
que la principal fuente de datos producidos por ambas disciplinas refiere a la palabra
hablada, es decir, son representaciones y no prácticas sociales.

La necesaria búsqueda de complementaciones

Por los aspectos enumerados y por la complejidad de los procesos de s/e/a a estudiar/
entender/intervenir, consideramos necesaria la complementación interdisciplinaria
dadas las limitaciones y parcialidad de los enfoques, técnicas y marcos teóricos
particulares.
La aproximación epidemiológica se maneja mejor con variables e indicadores
de tipo biológico, ecológico y en menor medida social, teniendo dificultades para
trabajar con indicadores y variables –y no digamos procesos– culturales. La mayoría
de las orientaciones antropológicas trabajan muy poco con procesos biológicos, y se
centran en los socioculturales.
Tanto la epidemiología como la antropología médica actuales tienden a trabajar
muy poco con indicadores o procesos socioeconómicos, y menos aún económico/
políticos. Y en el caso de México no trabajan con indicadores ni con procesos raciales
ni racistas.
La articulación entre ambas perspectivas posibilitaría el desarrollo de una epi-
demiología no solo del disease (enfermedad) y del illness (padecimiento), sino del
sickness, como propuso A. Young a principios de la década de 1980. Una epidemio-
logía no solo de los significados culturales, sino también de las condiciones y signifi-
cados económico/políticos; una epidemiología no solo de las representaciones, sino
también de los comportamientos y de las experiencias.
Esta propuesta no surge de reflexiones “teoricistas” más o menos voluntaristas,
sino de mi experiencia a nivel de investigación, de docencia y de participación en
grupos de estudio, desarrollada desde mediados de la década de 1960 hasta la actua-
lidad, tanto con antropólogos como con salubristas.
Es a partir de esta experiencia que he analizado los aspectos que favorecen tanto
las diferencias como las convergencias entre antropología médica y epidemiología,
concluyendo que una complementación real solo puede darse a partir de reconocer
las diferencias mutuas, así como asumir que cada una de estas disciplinas exige una
formación profesional específica. Por estas y otras razones, sostengo que es más fac-
tible y eficaz el desarrollo de una epidemiología sociocultural a partir de la comple-
mentación interdisciplinaria, que a través del desarrollo de una nueva disciplina.
Sin negar esta última posibilidad, considero que las convergencias y articula-
ciones pueden desarrollarse con mayor eficacia a través de un trabajo interdiscipli-
nario, que en la práctica de la interdisciplina reconozca y “verifique” esta posibilidad
y sobre todo sus aportes. Es en función de ello que, a manera de ejemplo, trataré una
cuestión que considero de especial interés, dado que es uno de los principales ejes de
diferenciación y de antagonismo entre la epidemiología y la antropología médica.

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 127


Si bien ambas disciplinas reconocen la existencia de los procesos de salud/enfer-
medad/atención, la biomedicina y la epidemiología trabajan casi exclusivamente
sobre la enfermedad. La salud y las actividades biomédicas respecto de la salud son
secundarias en la práctica, forman parte de un discurso médico cuyo objetivo básico
es trabajar sobre la enfermedad. La formación profesional y las actividades médicas
se desarrollan para trabajar con la enfermedad y con enfermos, y en muy segundo
lugar para evitar la enfermedad, lo cual es asumido por el personal de salud y por la
población, ya que los sujetos sanos “no van al médico”.
Las ciencias médicas crearon a fines del siglo XIX la idea del “portador sano”, es
decir, propusieron que un sujeto sano puede, sin embargo, portar una enfermedad y
además contagiar a otros. Más allá de lo correcto de esta propuesta, la misma genera
la idea de que lo sano opera a nivel manifiesto, y que lo patológico constituye no solo
parte de lo sano, sino que subyace a lo sano. Toda una serie de concepciones biomé-
dicas refuerzan esta orientación, cuya máxima expresión está en las concepciones y
aplicaciones genéticas.
El médico se identifica con el trabajo directo sobre lo patológico, y de allí su uni-
lateral identificación con el trabajo clínico, lo cual se expresa en que cada vez más las
acciones de prevención en México quedan en manos del personal paramédico. La
aplicación del programa de prevención integral del IMSS, es decir el PrevenINMS,
desde su creación a principios de 2000 está en manos de enfermeras, mientras los
médicos se dedican exclusivamente a la atención de pacientes. Esta división del
trabajo se justifica por la creciente carga del trabajo médico, dado el incremento de
la demanda de atención. Lo cual en parte es correcto, pero refuerza la tendencia de
los médicos a trabajar sobre lo patológico y no sobre la salud.
Esto por supuesto no niega que el trabajo clínico y el epidemiológico no se reducen
a trabajar con las consecuencias de una enfermedad, sino que tratan de prevenirlas.
Más aún, las corrientes salubristas que impulsan la promoción en salud subrayan que
buscan producir salud o por lo menos fortalecerla, y no solo prevenir la enfermedad.
Con lo cual estamos de acuerdo, pero el acto médico, tanto para el personal de salud
como para la población, se identifica con la atención de la enfermedad.
En el caso de los estudios antropológicos, observamos una tendencia no solo a
secundarizar lo patológico, sino incluso a despatologizar los procesos–aún los pato-
lógicos–, colocando sus intereses en la descripción y análisis de las relaciones, sig-
nificados y/o funciones sociales que se organizan en la vida cotidiana en torno a
los padecimientos. Durante gran parte de su trayectoria, las principales corrientes
antropológicas describieron e interpretaron la enfermedad y sus tratamientos en tér-
minos de procesos mágicos y religiosos o de determinados aspectos de la estructura
social, tendiendo a manejar los procesos de s/e/a como variables dependientes, más
que como objetivos específicos.
Para la antropología, los padecimientos no son solo enfermedades, sino procesos
sociales y simbólicos que pueden cumplir funciones sociales e ideológicas, tanto
a nivel macro como microsocial. Más aún, inicialmente la enfermedad y hasta la
muerte interesan más como fenómenos sociales y simbólicos que por el hecho de
que los sujetos enfermen y mueran. Es esta orientación la que se vincula a uno de los

128 De sujetos, saberes y estructuras


grandes “descubrimientos” de la antropología, y es el hecho de que la cultura, tanto
para Durkheim como para De Martino o para Geertz, da “seguridad” a los sujetos
y grupos. Una seguridad que tiene que ver con estar en el mundo, sabiendo que
“sabe” culturalmente qué es ese mundo, y que opera como protectora por lo menos
imaginaria de los riesgos, ya que provee a la gente de explicaciones de la realidad,
de organizaciones y de planes de acción, y más allá de que los sujetos enfermen y
mueran aun de causas fácilmente evitables y/o solucionables.
Estas diferencias son debidas en gran parte a un hecho obvio que tiene que ver
con el origen y desarrollo de ambas disciplinas, ya que mientras las ciencias médicas
–incluida la epidemiología– se organizan y desarrollan a partir de la enfermedad,
las ciencias antropológicas se constituyen y desarrollan a partir de sus intereses por
la cultura, de la cual forman parte la enfermedad y la atención de la misma, pero
consideradas como productos culturales.
Por lo tanto, respecto de lo patológico se constituyen perspectivas diferenciales y
hasta antagónicas, que refuerzan el distanciamiento entre ambas disciplinas.
No cabe duda que la secundarización antropológica de los aspectos patológicos
de la enfermedad y la cura tuvo consecuencias negativas, al ignorar o secundarizar
desde sus inicios el papel negativo e incluso catastrófico que tenían las enfermedades
respecto de los grupos que estudiaban, dado que hasta fechas relativamente recientes
los antropólogos no se preocuparon por describir y analizar las enfermedades de las
cuales enfermaban y morían los grupos con los cuales trabajaban. Recordando que
las enfermedades infecciosas constituían las más importantes causas de sufrimiento
y muerte en términos de enfermedad de las personas que vivían en las “culturas”
estudiadas tradicionalmente por los antropólogos (Inhorm & Brown, 1990).
No se preocupaban por observar ni explicar por qué sus sujetos de estudio
morían, incluso de padecimientos que eran fácilmente tratables o prevenibles. De
tal manera que en sus estudios no incluían, como parte sustantiva de la sociedad
estudiada, las altas tasas de mortalidad general y etarias que la diferenciaban de
otras sociedades, como por ejemplo la del investigador que la estudiaba. Más aún,
la mayoría de los antropólogos seguían estudiando exclusivamente los tratamientos
“tradicionales”, como ya lo señalamos.
Estos aspectos caracterizaron a la mayor parte de la producción antropológica
que se desarrolló desde fines del siglo XIX y que en gran medida reinterpretó la
relación normal/patológico en términos de normal/anormal. Las escuelas domi-
nantes en antropología propusieron que lo normal/anormal es definido por cada
cultura, lo cual se extrapoló a la relación normal/patológico.
Esta concepción fue propuesta por Durkheim a través de su estudio sobre el
suicidio, y más tarde fue desarrollada por el culturalismo antropológico norteame-
ricano a través de los trabajos de Sapir, Mead y especialmente de Benedict respecto
de diferentes padecimientos, proponiendo que las categorías de normal/anormal
se definen a partir de lo intrínseco de cada cultura. Y será este tipo de concepciones
las que serán retomadas a partir de la década de 1970 por algunas de las más impor-
tantes orientaciones de la antropología médica, especialmente las lideradas por
Kleinman y por Good.

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 129


Por lo tanto, mientras la biomedicina y la epidemiología parten de lo patológico
en la descripción y análisis de los procesos de s/e/a, la antropología parte de los pro-
cesos sociales y culturales que incluyen el fenómeno considerado patológico. Para
las aproximaciones antropológicas lo nuclear es el sistema cultural que da calidad de
normal o anormal a determinados fenómenos. De allí que lo normal/patológico no
fueran consideradas categorías universales, sino contextualizadas, es decir, definidas
por cada cultura.
Esta orientación ha sido criticada por los salubristas y por corrientes antropo-
lógicas, las cuales sostienen que el relativismo cultural y las orientaciones teóricas
preocupadas por la integración y la cohesión sociocultural de los grupos conducen
a reducir o directamente a no incluir la significación de los procesos patológicos,
justamente en grupos sociales caracterizados por la alta incidencia de padecimientos
y las altas tasas de mortalidad.
La trayectoria de la antropología respecto de los procesos de s/e/a, al centrar sus
objetivos especialmente en las enfermedades denominadas tradicionales y en las
enfermedades mentales, posibilitó esta negación o secundarización por dos razones
básicas. Porque dichos padecimientos no fueron estudiados en cuanto tales, sino
como expresión de la cosmovisión y funcionamiento de los grupos donde se daban,
y porque los sujetos morían básicamente de otros padecimientos que los estudiados
por los antropólogos.
Hay un tercer proceso que operó a partir de la década de 1950, y en el cual par-
ticiparon varias disciplinas. Me refiero a los estudios y a las críticas que concluyeron
que la biomedicina, y especialmente la psiquiatría, tienen un papel relevante en la
construcción y legitimación profesional y académica de enfermedades y de desvia-
ciones sociales. Toda una serie de cuadros patológicos pasaron a ser considerados
como construidos y/o inducidos por la biomedicina, cuestionándose el proceso de
medicalización de los comportamientos generados por esta. Se propuso que, por lo
menos una parte de las enfermedades mentales, eran “etiquetamientos” construidos
y aplicados por los expertos en salud mental, que contribuían además a la “culpabi-
lización de la víctima”.
Desde la década de 1950 hasta la actualidad, las ciencias sociales, y especialmente
la antropología social, han descripto y analizado los procesos de medicalización a
través de muy diferentes aspectos. En las últimas décadas, han propuesto que varios
de los conceptos y técnicas epidemiológicos, como riesgo, conducta de riesgo, grupo
de riesgo e incluso reducción de riesgo, favorecen la medicalización. Si bien poten-
cialmente es posible, ello no significa, como señala Inhorm (1995), que no haya
riesgos, así como necesidad de desarrollar criterios y acciones preventivas, dado que
gran parte de los análisis antropológicos se reducen a la crítica, pero sin desarrollar
explicaciones y estrategias alternativas.
Todo lo cual significa asumir que, durante las décadas de 1960 y 1970, una parte
de las ciencias antropológicas y sociales, –pero también de la biomedicina y espe-
cialmente de la psiquiatría– desarrollaron orientaciones, categorías y técnicas no
patologizantes, e incluso antipatologizantes.

130 De sujetos, saberes y estructuras


Existe, por lo tanto, una continuidad en el uso de estas concepciones no patologi-
zantes, que podemos observar especialmente a través de los estudios antropológicos
que describen y analizan los usos y el consumo de alcohol, aun el “excesivo”, como
patrones socioculturales, concluyendo que no existía alcoholismo, por ejemplo,
en sujetos que presentaban entre sesenta y noventa episodios anuales de ebriedad,
debido a que dichos comportamientos estaban propiciados y legitimados social-
mente (Menéndez, 1991).
Autores como Castelain, Dennis o Edgerton consideran que en numerosas socie-
dades lo normal no es la sobriedad, sino el consumo excesivo, y que por lo tanto,
según Edgerton, el problema en estas comunidades lo constituyen los abstemios
y no los alcoholizados. Ahora bien, estas no constituyen actitudes provocadoras o
paradojales de la antropología, sino que forman parte de pensar lo normal y lo pato-
lógico según son definidos por cada cultura y grupo social.
En el primer estudio comparativo intercultural realizado en 1943 sobre el
consumo de alcohol, Horton (1991) sostuvo que para un antropólogo interesado en
el problema del alcoholismo tenía tanta significación estudiar los alcohólicos cró-
nicos y los bebedores sociales como la población no bebedora. De tal manera que
un estudio del alcoholismo en los EEUU no debía ser referido exclusivamente a los
600.000 alcohólicos crónicos que entonces había en dicho país, sino al conjunto
de la población bebedora y abstemia, dado que a través de las representaciones y
las prácticas sociales de los diferentes actores podríamos encontrar explicaciones al
fenómeno en términos de la estructura social y de los significados sociales no redu-
cidos al hecho patológico, que es lo que interesa exclusivamente a la biomedicina.
A partir de estas y otras orientaciones, se generó una revisión de toda una serie
de conceptos biomédicos utilizados en el trabajo clínico y epidemiológico del alco-
holismo, para evidenciar que conceptos como alcoholismo, desinhibición, bebedor
problema, consumo excesivo o dependencia no resisten el análisis epistemológico
ni las pruebas etnográficas, y sobre todo no posibilitan comprender y actuar sobre
los problemas organizados en torno a los usos del alcohol (Mac Andrew & Edgerton,
1969; Room & Collins, 1983).
Entre las décadas de 1970 y 1990 se redujeron notablemente los estudios antro-
pológicos respecto de los usos de bebidas alcohólicas, lo cual, según Castelain y otros
autores, expresa la actitud no patologizante de esta disciplina, ya que, al describir el
consumo de bebidas alcohólicas y sus funciones desde el punto de vista de los actores,
las consecuencias de dichos consumos no son consideradas como enfermedades.
Más aún, desde diferentes procesos y actores sociales se desarrollan propuestas
que ulteriormente van a formar parte de los criterios de la reducción de riesgos, que
proponen pensar las adicciones en términos de placer, de goce, de deseo y no solo en
términos de enfermedad, lo cual es impulsado por grupos de la sociedad civil y por
algunas tendencias teóricas, lo cual complica aún más las discusiones en torno a la
normalidad/anormalidad-patológico, máxime si incluimos ciertos procesos como los
del deseo/necesidad de morir expresados a través del denominado suicidio asistido.
Ahora bien, estas tendencias que secundarizan o reformulan la comprensión de
lo patológico, se articularán con ciertos procesos que evidencian no solo la dificultad

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 131


que ha tenido y sigue teniendo la biomedicina de definir como entidades patológicas
a las enfermedades mentales, a las “desviaciones” y a los síndromes culturalmente
delimitados, sino también el incremento de los dolores difusos, de las invalideces
generadas por los estilos de vida, y de determinadas enfermedades crónico/degene-
rativas que establecen nuevos parámetros respecto de la definiciones de normalidad
y anormalidad.
Como sabemos, una parte de las invalideces y de las enfermedades crónico/dege-
nerativas se generan y/o son detectadas a edades cada vez más tempranas, en sujetos
cuya esperanza de vida se amplía constantemente. De tal manera que se configura
un nuevo tipo de persona, caracterizada porque durante la mayor parte de su vida
será técnicamente un enfermo. Es decir que cada vez más sujetos se caracterizan por
padecer una determinada enfermedad durante casi toda su vida, lo cual contribuye a
erosionar las nociones de normalidad /patológico, en la medida en que esa es la ten-
dencia dominante de nuestras poblaciones donde la diabetes mellitus, la hipertensión
arterial o incluso el VIH-sida pasan a ser parte normalizada de la vida de los sujetos.
El conjunto de estos aspectos, y especialmente los que tienen que ver con las
tendencias no patologizantes, ha favorecido, según algunos analistas, el estudio de
los aspectos “sanos” de los sujetos, la capacidad de convivencia de los sujetos con
sus padecimientos, así como los procesos que favorecen los estados de salud. Desde
los estudios de Durkheim sobre el suicidio, sabemos que determinadas relaciones
sociales y determinados procesos culturales limitan o reducen la posibilidad del
suicidio consumado; es decir, aparecen como procesos “protectores” por lo menos
dentro de ciertos contextos (De Leo et al., 2003). Especialmente desde la década de
1960, toda una serie de estudios, entre los que destaca la obra de A. Antonovsky, ha
tratado de describir y poner a prueba los procesos que posibilitan producir salud y
enfrentar con éxito la enfermedad.
Recordemos que Antonovsky (1967), a partir de sus estudios sobre nutrición,
mortalidad y clase social, observó que la mayor incidencia de mortalidad se daba
en sectores caracterizados por la pobreza, pero también observó que no todos los
pobres que estaban en el mismo nivel de pobreza presentaban las mismas tasas de
mortalidad, y trató de registrar cuáles serían los factores que posibilitaban una mayor
capacidad de sobrevivencia, lo cual suponía pensar no solo en términos de salud/
enfermedad, sino también en términos de procesos sociales: “plantear la cuestión de
la salud es plantear la cuestión de las estructuras sociales que permiten a las personas
hacer un ‘coping’ eficaz, es decir, encontrar soluciones” (Renaud, 1992, p. 62).
Estas concepciones fueron aplicadas especialmente al campo de las adicciones,
detectando la existencia de las funciones positivas que cumplen la producción y
consumo de por lo menos ciertas drogas. Como sostienen Edwards y otros espe-
cialistas en cuestiones de adicción, la psiquiatría ha establecido los aspectos nega-
tivos de numerosas drogas consideradas adictivas, pero no ha tomado en cuenta los
aspectos positivos que tienen para la vida de los sujetos y grupos.
La línea de trabajo conocida como “reducción de daños”, que algunos acom-
pañan con “la reducción de riesgos”, se basa en gran medida en reconocer que ciertos

132 De sujetos, saberes y estructuras


sujetos y grupos han aprendido a convivir con el consumo de estas sustancias consi-
deradas “adictivas”, reduciendo a un máximo los daños y los riesgos (Romaní, 1999).
Estas propuestas pueden ser articuladas con las que consideran que la autoa-
tención individual y sobre todo grupal contribuyen a resistir, enfrentar y reducir
el impacto de los malestares, incluso en el caso de los “locos”, como fue propuesto
e impulsado por los antipsiquiatras y por las teorías que cuestionaron el etiqueta-
miento y la desviación:
“Concluyendo, hay que invertir también en el fortalecimiento de los sujetos. No
solo en su dimensión corporal conforme la tradición en salud pública, sino al pen-
sarlos como ciudadanos con capacidad de reflexión y autonomía” (Campos, 2001,
pp. 184-85).
Por lo tanto, una epidemiología sociocultural debería preocuparse por los
aspectos patológicos, pero también por los no patológicos de los padecimientos,
pues posibilita comprender y establecer estrategias de acción basadas no solo en las
técnicas médicas, sino también en las técnicas sociales y culturales de los sujetos y
grupos sociales, como lo propusieron e impulsaron diversos autores especialmente
desde la década de 1960.

Esquizofrenias metodológicas

Pese a las posibilidades de articulación que estamos señalando, la revisión de la pro-


ducción de ambas disciplinas nos indica una fuerte tendencia a la polarización y a la
diferenciación entre ellas, que se expresa a través de toda una serie de dicotomías.
Como lo señalamos en el segundo capítulo, las principales diferencias son las que
se organizan en torno a los siguientes aspectos planteados en términos dicotómicos:
cultural/biológico, normal/patológico, local/global, diferencia/homogeneidad, emic/
etic; illness/disease, cualitativo/estadístico, profundidad/generalización. Reconociendo,
además, que existen otras dicotomías importantes que operan no solo entre la antro-
pología médica y la epidemiología, sino también al interior de cada una de estas dis-
ciplinas, como son los casos de las dicotomías simbólico/económico-político, sujeto/
estructura, prácticas sociales/representaciones sociales, micro/macrosocial.
Estas dicotomías, por otra parte, no son recientes, sino que se han mantenido y
en algunos casos profundizado desde la década de 1930 hasta la actualidad. Y así, por
ejemplo, toda una serie de autores han cuestionado recientemente la tendencia de
los antropólogos médicos no solo a trabajar exclusivamente con procesos culturales,
no solo a no incluir los procesos de desigualdad socioeconómica en sus descrip-
ciones etnográficas, sino incluso a que dicho énfasis en lo cultural tienda a ocultar
el papel que juegan los procesos económico/políticos y especialmente la pobreza en
la causalidad y desarrollo de enfermedades como la tuberculosis broncopulmonar
o el VIH-sida, así como en el uso de servicios de salud, como lo ha señalado reitera-
damente Farmer.
Pero estas y otras críticas al culturalismo antropológico no son nuevas; más aún,
dichas críticas caracterizaron a toda una corriente antropológica desarrollada en

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 133


América Latina entre fines de la década de 1950 y 1970 , que justamente no solo
cuestionó el papel del culturalismo en el ocultamiento o negación de ciertos graves
problemas de salud de las poblaciones subalternas, sino que incluso criticó el tipo de
interpretaciones formuladas que distorsionaban la realidad estudiada, y no tenían
capacidad para explicar por lo menos una parte de los problemas estudiados, ni efi-
cacia para reducir los problemas de una población indígena caracterizada en México
por tener los peores indicadores de salud comparado con cualquier otro grupo social
(Menéndez, 1981).
Dicha crítica al culturalismo no negaba la significación de los procesos simbó-
licos, sino que cuestionaba la reducción de la realidad a aspectos simbólicos, así
como la no inclusión o secundarización de procesos económico/políticos que eran
básicos para comprender los procesos de s/e/a.
Como ya señalamos, este culturalismo antropológico contrasta con la no inclusión
de la dimensión simbólica, no solo por la epidemiología positivista, sino también
por las corrientes dominantes de la medicina social latinoamericana durante su
lapso de mayor desarrollo y presencia teórica e ideológica.
Domina, por lo tanto, una tendencia a la polarización que se reitera constante-
mente y que reduce o impide las articulaciones y complementaciones. Esta polari-
zación no solo se encarna a través de disciplinas, orientaciones teórico/metodoló-
gicas e instituciones, sino que además tienden a personalizarse profundizando aún
más las diferencias.
Más aún, esto ocurre respecto de importantes procesos que han sido propuestos
desde la década de 1970 y especialmente desde la década de 1980 como objeto de
trabajo antropológico, como es el caso del papel del sufrimiento en la vida de los
sujetos. Con respecto a esto, Farmer sostiene que la pobreza constituye posible-
mente la principal fuente de sufrimiento para gran parte de la población mundial,
aunque él lo refiere específicamente a la población haitiana donde desarrolló sus
estudios e intervenciones médicas y antropológicas. A partir de sus estudios sobre
VIH-sida este autor concluye que el principal “factor” de riesgo de contraer y, sobre
todo, de morir por VIH-sida lo constituye la situación de pobreza. Y ello tanto para
varones como para mujeres.
En forma cada vez más explícita, Farmer (1992, 1996, 2003) refiere esta situación
al sistema capitalista generador de pobreza, y por eso no solo habla de pobreza y
violencia estructural, sino que además considera el sufrimiento como parte de esta
pobreza y esta violencia generadas por dicho sistema, cuestionando a los antropó-
logos que reducen el sufrimiento a “diferencia cultural”.
A su vez, uno de los autores que, a juicio personal, más han impulsado el desa-
rrollo de una epidemiología sociocultural en términos de etnopsiquiatría –me
refiero a A. Gaines (1992a) –, concluye que los enfoques que buscan explicar el sufri-
miento por el sistema capitalista omiten incluir aspectos centrales de tipo cultural y
étnico que tienen que ver con dichos sufrimientos. Y que no solo el sistema capita-
lista se caracteriza por generar sufrimientos.
Una lectura de la producción etnográfica de ambos autores posibilita observar que
lo dominante son los aspectos que favorecerían la articulación y no la diferenciación,

134 De sujetos, saberes y estructuras


pero lo central de sus afirmaciones marca el distanciamiento. Y es esta tendencia al
distanciamiento lo que me interesa subrayar, dado que la misma se reitera constan-
temente a través de nuevas propuestas, que por otra parte frecuentemente son viejas
propuestas retomadas por autores que frecuentemente desconocen su existencia
previa, como considero que ocurre en torno a los conceptos de experiencia y de
representación social.
Considero que, en muchas de estas propuestas, no solo domina un “teoricismo”
(Menéndez, 2002) que limita las posibilidades de articulación dada la radicalidad
ideológica con que plantean las diferenciaciones, sino que además utilizan concep-
ciones que hace tiempo fueron discutidas, pero que ahora se manejan sin retomar
justamente las discusiones teóricas suscitadas entre las décadas de 1920 y 1960 en
torno a los marxismos no mecanicistas, a las diferentes propuestas fenomenológicas
y a las diferentes variedades neodurkheimianas. En gran medida constituyen un
redescubrimiento, pero no asumen la historicidad de sus “nuevas” propuestas. De tal
manera que, por ejemplo, las viejas oposiciones organizadas en torno a la causalidad
biológico/genética, por un lado, y las causalidades referidas al “medio ambiente”,
por el otro, siguen desarrollándose con reiteradas y similares idas y vueltas desde las
décadas de 1940 y 1950 hasta la actualidad.
En principio no cuestiono que autores y corrientes teóricas prefieran, por
diversas razones, trabajar más con aspectos simbólicos que con aspectos biológicos o
económico/políticos, ni tampoco que unos prefieran trabajar más con experiencias
que con representaciones colectivas o con saberes sociales.
Lo que cuestiono es proponer y usar estas dimensiones y conceptos como antagó-
nicos y excluyentes a priori. Considero que la selección de las orientaciones teóricas,
de los conceptos y metodologías debe darse en función de la problemática a estudiar,
del tipo de objetivos buscados, del tipo de actores sociales con que se trabaja5.
De allí que el primer paso en la aplicación de una epidemiología sociocultural
debería ser la problematización del proceso de s/e/a estudiar y/o intervenir y la
problematización de los presupuestos teóricos, empíricos y técnicos del propio
investigador, para, a partir de dichas problematizaciones, comenzar a decidir cuáles
son las variables o procesos, así como los actores sociales y los conceptos con los
cuales debería trabajar. Esto constituye un trabajo epistemológico que debería darse
mediante el desarrollo de investigaciones interdisciplinarias, para a través de la
práctica de la investigación posibilitar la articulación y complementación a partir de
las características particulares de cada disciplina.
Si bien he subrayado algunos de los aspectos que más dificultan la posibilidad
de generar y sobre todo desarrollar una epidemiología sociocultural, no ignoro que,
sino por el contrario, asumo positivamente la existencia de toda una producción
tanto en antropología médica como en epidemiología, que tiende a impulsar el desa-
rrollo de la epidemiología que estamos proponiendo. Los aportes de Goldberger,

5
Lo que estoy proponiendo no cuestiona la existencia de orientaciones disímiles y antagónicas,
ni menos la discusión de las diferentes propuestas. Más aún, los considero como posibles meca-
nismos que reduzcan el papel negativo de las propuestas unilaterales y polarizadas.

Epidemiología sociocultural: propuestas y posibilidades 135


Rosen o Cassel desde la epidemiología, los de Durkheim, Devereux o A. Young desde
la antropología, así como de toda una serie de epidemiólogos y antropólogos lati-
noamericanos, posibilitan dicho desarrollo y articulación en términos teóricos y
técnicos.

136 De sujetos, saberes y estructuras


Capítulo 4

Participación social como realidad


técnica y como imaginario social1

Uno de los conceptos centrales de las concepciones preventivistas, de la atención


primaria integral no selectiva en particular, así como también de la epidemiología
sociocultural, es el de participación social, por lo cual trataré de hacer una revisión
y reflexión sobre este concepto desde la perspectiva que estoy proponiendo en este
texto.
La primera parte de mi revisión trata la participación social como un con-
cepto/instrumento aplicado a una gran diversidad de campos y de actores sociales,
incluidos los referidos a los procesos de s/e/a, pero subrayando que pese a dicha
diversidad este concepto presenta componentes, objetivos y usos similares. Mientras
que en la segunda parte me centraré casi exclusivamente en los procesos de s/e/a.
Desde la década de 1970 y especialmente desde la Conferencia de Alma Ata, la
participación social (PS) ha sido reconocida como una de las actividades básicas de
las políticas de atención primaria de la salud. Junto con la autoatención, los saberes
médicos populares y el papel de la mujer, la PS sigue siendo reconocida hasta la
actualidad como parte sustantiva de las acciones dirigidas a solucionar, o por lo
menos limitar, varios de los principales problemas que afectan la salud colectiva e
individual, en particular de los grupos subalternos.
La PS ha sido propuesta para América Latina como una actividad necesaria no
solo respecto de los procesos de s/e/a, sino también respecto de una gran diversidad
de campos, como el educativo, el económico, el recreativo e incluso el cultural, lo
cual dio lugar desde la década de 1940 a la propuesta y/o implementación de pro-
yectos específicos de participación social impulsados desde el Estado y/o desde la
sociedad civil.
Desde la década de 1940, la PS aparece simultáneamente como un objetivo y
como un instrumento de aplicación y de reflexión teórico-metodológico respecto
de los procesos de s/e/a, dado que podría contribuir a mejorar las condiciones de
vida y a reducir la incidencia de factores negativos a nivel de grupos domésticos y de
grupos de autoayuda, así como a nivel comunitario, incluyendo procesos y unidades

1
Una versión anterior de este texto fue publicada bajo el título “Participación social en salud
como realidad técnica y como imaginario social”. En: Cuadernos Médico-Sociales, Argentina, 1998,
(73), pp. 5-22.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 137


macrosociales incluso en términos de movimientos sociales. No solo investigadores
dedicados al estudio de los grupos de autoayuda como Katz y Bender, sino también
especialistas en movimientos sociales como Gusfield o como Touraine vieron desde
la década de 1960 en el proceso de s/e/a, un eje para el desarrollo de acciones colec-
tivas, que a partir de su especificidad, podían articular y/o expresar necesidades
genéricas y/o tender a constituirse en movimientos sociales.
Es decir que la PS, organizada en torno a los procesos de s/e/a fue considerada
no solo como un medio para abatir/limitar daños a la salud, sino también como
un instrumento que posibilitaría organizar, movilizar, democratizar a los conjuntos
sociales, y no exclusivamente respecto de los procesos de s/e/a.

Una esquemática trayectoria de la participación social

Si bien la PS comienza a ser impulsada desde la década de 1940 por organismos


internacionales y por expertos en diferentes campos del denominado “desarrollo
social”, debemos asumir que la misma era parte de las formas históricas de actuación
colectiva de la sociedad, especialmente de los grupos políticos y sindicales, que a
través de distintas formas participativas trataban de lograr objetivos específicos, en
su mayoría relacionados con el mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo
y la modificación de las desigualdades socioeconómicas dominantes. Si bien los pro-
blemas de salud y especialmente de alimentación eran parte de las demandas, no
aparecían como un capítulo separado de los objetivos generales. La lucha por estos
objetivos condujo, no obstante, a incluir cada vez más las demandas de atención de
la salud como parte de las reivindicaciones sostenidas especialmente por los traba-
jadores urbanos de los países capitalistas centrales durante fines del siglo XIX y la
primera mitad del siglo XX.
Es decir que la participación social era identificada, por lo menos desde el siglo XIX,
con determinadas formas de acción y organización impulsadas sobre todo por ciertos
sectores sociales subalternos, no solo al margen del Estado, sino también frecuente-
mente, en conflicto y/o lucha contra él y contra los sectores sociales dominantes. Por
eso es interesante observar que, sobre todo a partir de la década de 1940, la PS será
impulsada en forma constante, aunque discontinua, por organismos internacionales
y por los Estados, respecto de problemas específicos que tienen su principal impacto
negativo en las sociedades menos desarrolladas, como se decía entonces.
Como sabemos, después de concluida la denominada Segunda Guerra Mundial,
los países capitalistas centrales “descubrieron” que la mayoría de los países que
comenzarían a ser llamados del Tercer Mundo se caracterizaban por el “subdesa-
rrollo”, es decir, por vivir en condiciones de pobreza, por su escasa productividad, por
el dominio de organizaciones políticas no democráticas y autoritarias, así como por la
existencia de características sociales y culturales que limitaban el “desarrollo” de esas
sociedades. El subdesarrollo generaba condiciones de vida negativas expresadas sobre
todo a través de las altas tasas de mortalidad general, mortalidad infantil y preescolar,
una baja esperanza de vida, la alta incidencia de enfermedades infectocontagiosas y

138 De sujetos, saberes y estructuras


procesos de desnutrición endémica. De allí que las condiciones de salud pasaron a
constituir algunos de los principales y más negativos indicadores de la situación de
subdesarrollo, lo cual implicaba la necesidad de intervenir sobre ellos.
Estas condiciones de subdesarrollo, vinculadas o no con la expansión del “comu-
nismo” en amplias partes del Tercer Mundo y especialmente en China, así como
con el surgimiento de ideologías y de acciones políticas anticolonialistas y antiim-
perialistas, tanto a nivel de la sociedad civil como de una parte de los gobiernos
surgidos del proceso de descolonización, condujeron a las sociedades desarrolladas a
proponer el desarrollo del mundo subdesarrollado, lo cual suponía no solo mejorar
las condiciones económicas, sino también reducir las consecuencias negativas gene-
radas por el subdesarrollo en diferentes áreas, y especialmente en el área de la salud.
Estos, y por supuesto otros procesos, condujeron a proponer la participación
social como uno de los principales instrumentos para impulsar el desarrollo eco-
nómico, la educación, el combate a la enfermedad en los países periféricos y especial-
mente en las zonas rurales. Las actividades se centraron en la “comunidad” –a través
del denominado desarrollo de las comunidades–, y se dio especial importancia a los
aspectos socioculturales, dado que estos fueron considerados como “barreras” que
limitaban o directamente impedían el cambio. Más aún, según las interpretaciones
salubristas, pero también de economistas y científicos sociales, dominantes durante
las décadas de 1940 y 1950 y aún la década de 1960, gran parte de los problemas de
salud, y las dificultades para erradicarlos, se debían al dominio de estos factores, y
especialmente de los culturales.
Esta forma de pensar e implementar la PS fue impulsada por organismos inter-
nacionales, y especialmente por agencias norteamericanas que a través de financia-
mientos y de la asesoría de expertos, ayudaron a diseñar las actividades de partici-
pación para el desarrollo económico rural, el desarrollo educativo o el desarrollo
en salud. El eje del desarrollo fue colocado en aspectos técnicos y sociales, dejando
de lado en la mayoría de los casos los procesos de poder, especialmente el papel del
poder en la estructuración de las condiciones de subdesarrollo, y las limitaciones
que el poder impone, por lo menos, a determinadas formas de PS.
Estas propuestas técnicas de participación comunitaria se aplicaron a contextos
en los cuales se venían desarrollando similares o diferentes propuestas participa-
tivas en los ámbitos sindicales, políticos o estudiantiles, una parte de las cuales colo-
caban en el centro de sus preocupaciones justamente la cuestión del poder y de las
desigualdades socioeconómicas, lo cual cobró desarrollo durante la década de 1950
y especialmente durante la de 1960. Por lo cual la PS, con este u otros nombres
(desarrollo comunitario, animación social, movilización, etc.), desde la finalización
de la denominada Segunda Guerra Mundial ha sido utilizada con diversos objetivos
y por diferentes sectores sociales en términos exclusivamente técnicos, en términos
básicamente políticos o en términos que corresponden a los intereses específicos
de ciertos grupos, como pueden ser los de tipo sindical o los de tipo étnico. Pero,
además, la PS, especialmente en función de los procesos que estamos señalando,
ha sido también un importante objetivo de la investigación y reflexión académica

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 139


referida justamente a los procesos sindicales, políticos, étnicos, religiosos y, por
supuesto, a los procesos de s/e/a.
Es decir que este concepto supone la existencia de una trayectoria técnica, de
una trayectoria política, de una trayectoria sindical, de una trayectoria académica,
así como de otras trayectorias, que si bien han tenido procesos diferenciados, se
caracterizan porque han formulado y tratado de resolver interrogantes teórico/
prácticos similares referidos a la participación social. Hay que asumir en toda su
significación que un promotor de salud, un activista sindical, un militante político,
como ahora los activistas en derechos humanos o las organizaciones feministas,
se formulan interrogantes y objetivos similares cuando se proponen intervenir en
términos de participación social: ¿Cómo se asegura mínimamente la participación
social de sujetos y grupos respecto de la constitución y funcionamiento de un comité
de salud en una comunidad rural, de la obtención de agua potable a nivel barrial o
de una demanda salarial a nivel de un determinado sector ocupacional?, ¿Cuál es el
tipo de organización que asegura la PS, y reduce el peligro de conflictos, fracturas
o burocratización de los miembros de los grupos que impulsan la PS? ¿Cuáles son
los procesos y factores que limitan o favorecen la PS de los grupos involucrados en
estas situaciones?
Este tipo de preguntas se las formulan, y sobre todo se las han formulado desde
hace mucho tiempo, personas que trabajan en organizaciones étnicas, sindicales
y políticas respecto de sus objetivos específicos, dado que para lograrlos necesitan
resolver un problema similar que podemos sintetizar así: ¿cómo hacer que personas
y grupos se organicen y participen respecto de objetivos comunes, lo que frecuente-
mente implica la modificación de aspectos considerados negativos para la situación
actual de dichos grupos?
Recordar la similaridad de interrogantes supone reconocer que antes que el
sector salud, las ONG o los académicos se preocuparan por la PS, toda una serie de
actores sociales reflexionaron, impulsaron y/o actuaron previamente en términos de
PS. Más aún, la participación social a través de microgrupos constituye un proceso
básico de la vida cotidiana de los sujetos. En consecuencia, este concepto supone la
existencia de múltiples historias, que, si bien han tenido trayectorias diferenciadas,
se caracterizan porque han tratado de resolver problemas particulares a través de
interrogantes y acciones similares, que han posibilitado por otra parte la permea-
bilidad entre dichas trayectorias, sobre todo a nivel de los conjuntos sociales y más
allá de la intencionalidad de los sectores que impulsan o están interesados en la PS.
Por lo tanto, la reflexión sobre participación social referida al proceso de s/e/a
debería tener como marco referencial estas múltiples trayectorias, lo cual sin
embargo no ocurre en la mayoría de las reflexiones e investigaciones académicas,
pero tampoco en las reflexiones y sobre todo en las acciones desarrolladas por la
biomedicina y las secretarías de Salud y las ONG.
La inclusión de la dimensión histórica es necesaria, tanto en términos teóricos
como prácticos, dado que existe una tendencia a pensar y sobre todo a practicar la
participación, como si operara en una suerte de vacío histórico y social, lo cual entre
otras cosas conduce a desconocer y, en consecuencia, a no buscar la existencia de

140 De sujetos, saberes y estructuras


formas y experiencias de participación social previas en las comunidades, grupos
y sujetos con los cuales se trabaja con objetivos participativos, convalidando una
manera de actuar según la cual todo nuevo proyecto político o técnico inaugura la
participación social en el medio donde trabaja. Se actúa como si “antes” no exis-
tieran actividades y experiencias participativas, lo cual conduce a ignorar la exis-
tencia, trayectoria y resultados de dichas experiencias, así como de los procesos y
factores que limitaron o facilitaron la participación social.
Lo cual no solo es incorrecto en términos metodológicos, sino sobre todo en tér-
minos prácticos, pues impide entender por qué determinados grupos participan de
determinada manera, por qué adoptan actitudes pasivas o por qué se niegan a parti-
cipar en los términos propuestos por los sectores técnicos o por los grupos políticos.
Desde nuestra perspectiva, los sujetos y grupos tienen y utilizan representaciones,
prácticas y experiencias de participación social, que son aprendidas y usadas en sus
trayectorias cotidianas referidas a los diferentes campos donde desarrollan su coti-
dianeidad. Por lo cual, cuando trabajo con sujetos y grupos, parto de la existencia
posible de formas y criterios de participación social, que por lo tanto debo buscar.
Por lo cual considero que, en lugar de negar a priori la existencia de PS en los sujetos
y grupos con los cuales trabaja el SS, una de las primeras actividades es la de detectar
y observar sus características y sus objetivos.
Considero que gran parte de los que trabajan promoviendo la participación
social en salud lo hacen sin saber con quiénes están trabajando en términos partici-
pativos, dado que parten del supuesto tácito o expresado de que la gente no maneja
criterios de PS. Lo señalado, por supuesto, no niega que existen autores y tendencias
que reconocen lo que señalamos y que en parte utilizan la PS desarrollada cotidia-
namente por los sujetos y grupos.
Pero hay, sin embargo, por lo menos dos orientaciones que, si bien reconocen la
existencia previa de participación social en la práctica, no trabajan con ella. Una de
las orientaciones parte del supuesto de que los sujetos y los grupos reinventan los
procesos participativos a partir de la situacionalidad en la que están viviendo, y que,
por lo tanto, la trayectoria histórica participativa no tiene demasiado efecto si no
corresponde justamente a la situacionalidad actual de los actores.
Mientras otra tendencia sostiene que los grupos sociales se caracterizan por la
continuidad/discontinuidad, y por lo tanto es importante recuperar las experiencias
participativas del pasado para sustentar o posibilitar el surgimiento de actividades
participativas en situaciones en las cuales observamos que no están desarrollándose.
Esta orientación propone utilizar varias técnicas, pero sobre todo la historia oral,
para recuperar la PS, sosteniendo además que estas técnicas cumplen también una
función participativa e incluso de movilización.
Así como la primera propuesta se caracteriza por una suerte de presentismo y
situacionismo, que en los hechos no busca la trayectoria histórica de la PS, la segunda
evidencia frecuentemente una tendencia a venerar arqueológicamente el pasado en
sí. Por lo cual considero que necesitamos buscar intencionalmente las experiencias
históricas de PS para trabajar con ellas, en la medida en que expresen experiencias y
procesos que puedan ser reconocidos y apropiados por los grupos sociales actuales.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 141


Pero, además, los que trabajan en PS suelen tomar en cuenta exclusivamente las
formas y experiencias de participación que refieren a su campo específico, como
si los actores sociales recortaran en su subjetividad los campos de la realidad esta-
blecidos desde el Estado o desde una determinada disciplina o interés sectorial, y
en consecuencia operando como si las experiencias participativas respecto de pro-
blemas agrarios o de procesos educativos vividas por sujetos y grupos no tuvieran
influencia en los comportamientos participativos de los mismos referidos a otras
áreas de la realidad, como pueden ser la salud, el uso del tiempo libre o la religión.
Ahora bien, en este trabajo no desarrollaré estas múltiples historias salvo en
algunos aspectos muy puntuales, sino que propondré un marco referencial a partir
del cual veamos jugar diferentes concepciones y prácticas de la PS, así como el
proceso de continuidad/discontinuidad que caracteriza el uso de este concepto.

La construcción teórico/práctica de un concepto

La década de 1970 supuso el desarrollo, y a veces constitución, tanto en sociedades


centrales como periféricas,1 de procesos de participación colectiva organizados en
torno a lo económico/político, a particularidades étnicas, religiosas, de género, estu-
diantiles o en función de identidades fuertemente estigmatizadas (homosexuales).
Especialmente a partir de la década de 1970, y sobre todo durante la de 1980, la afir-
mación de la diferencia a través de formas de PS fue utilizada por sujetos y grupos
como expresión de modos de vida específicos, y también como propuestas de cues-
tionamiento y/o de transformación de la sociedad dominante, en forma global o
más frecuentemente referidas a aspectos puntuales.
Mientras que gran parte de los proyectos de participación social centrados en lo
político entraron en crisis o por lo menos en receso durante las décadas de 1970 y
sobre todo la de 1980, una parte de los constituidos en torno a determinadas dife-
rencias se caracterizaron por su afianzamiento o por lo menos por su continuidad
hasta la actualidad. Más aún, los fracasos y/o inviabilidad política e ideológica de la
mayoría de los proyectos políticos que buscaban la transformación, una parte de
los cuales –no lo olvidemos– lo hicieron a partir de apelar a la intensificación de la
participación colectiva, contrastan con un hecho aparentemente paradójico: ciertos
conceptos participativos, y sobre todo los definidos en términos de participación
social como control en la toma de decisiones o en términos de “empoderamiento”,
cobraron mayor presencia práctica e ideológica cuando entraron en crisis las pro-
puestas políticas más radicales y generales.

1
El esquema que presentamos no solo deja de lado determinados procesos contextuales, sino
que desarrolla una síntesis –a veces muy apretada– de una parte de las tendencias teóricas y
aplicadas que trabajan en participación social. Debemos también aclarar que las tendencias enu-
meradas no operan en todos los contextos, ni en todos los procesos y con los mismos actores
sociales.

142 De sujetos, saberes y estructuras


El uso de la PS se dio, desde la década de 1970, en forma heterogénea y disímbola
en función de la afirmación de las particularidades específicas, así como del tipo de
críticas a la sociedad dominante, que expresaban las condiciones de opresión, mar-
ginación, estigmatización o subalternidad de los diferentes sectores sociales impli-
cados. Desde esta perspectiva, la recuperación de la PS no puede ser pensada en los
mismos términos respecto de las propuestas desarrolladas por grupos étnicos, por
las diversas variantes del feminismo o por el movimiento en salud mental; y, por
supuesto, no puede ser interpretado con la misma perspectiva el desarrollo de estos
movimientos en las sociedades capitalistas centrales que en las periféricas, pese a los
afanes de las concepciones denominadas globalizadoras2.
La PS, como concepto y como práctica, fue utilizada por tendencias teórico/ideo-
lógicas que consideraron que el capitalismo favorece el desarrollo de una sociedad
individualista, competitiva, consumista, pasivo/receptiva, apática, donde los obje-
tivos privados se imponen a las necesidades públicas. Una sociedad donde la caída de
ideologías y prácticas comunitarias y/o socialistas favorecía la atomización y la indife-
rencia o el escepticismo hacia las acciones colectivas; y donde la democracia aparecía
cada vez más formal, ya que se había generado o más frecuentemente profundizado
la escisión entre la población y sus representantes políticos y/o sindicales, aun en con-
textos donde funcionaba comparativamente la democracia representativa.
Pero estas concepciones no eran nuevas, ya que desde mediados del siglo XIX y
especialmente durante las décadas de 1920 y 1930 del siglo XX, tanto la sociología
académica como una parte del marxismo, de las diferentes orientaciones anarquistas,
pero también del pensamiento conservador e incluso del fascista habían reflexionado
críticamente sobre las características de la sociedad capitalista, y particularmente
sobre sus propuestas de participación en términos básicamente individuales.
Más aún, en las décadas de 1950 y 1960, especialmente la sociología norteame-
ricana retomará algunas de dichas temáticas, en particular las referidas a la pérdida
de la identidad subjetiva y grupal, la caracterización de la vida como inauténtica,
anómica, alienada; el dominio creciente de la soledad, el aislamiento, “la muche-
dumbre solitaria”, la depresión, o la soledad del “corredor de fondo”, que expresaban
la continuidad de un análisis negativo de las sociedades capitalistas, iniciado previa-
mente por los pensadores europeos.
Lo nuevo a partir de la década de 1960, y sobre todo de 1970, fue la crítica no solo
desde el pensamiento conservador, sino también desde la izquierda, a los socialismos
reales en los cuales la participación social era controlada y/o excluida en términos
políticos, y donde la participación sociocultural era organizada vertical y burocrati-
zadamente. Sociedades en las cuales la población no tenía injerencia en la selección

2
Recordemos que los grupos y movimientos sociales nucleados en torno a lo étnico, a la religión,
al género, a la edad, a la identidad estigmatizada o a la enfermedad mental tuvieron un notable
desarrollo en los EEUU, y en menor grado en los países europeos durante la década de 1960,
antes de que estos movimientos específicos cobraran significación en América Latina, donde
salvo en los casos de los movimientos obrero, campesino y estudiantil, el resto se desarrolló en
períodos ulteriores.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 143


y nombramiento de sus representantes políticos o sindicales, y donde la democracia
directa constituía un acto de simulación. De tal manera que se desarrollan cues-
tionamientos de los dos modelos dominantes de organización económico/política,
la capitalista y la “comunista”, a partir de múltiples características, pero sobre todo
porque serían sociedades sumamente estructuradas, dirigidas por cúpulas burocrá-
ticas que responden a intereses sectoriales y que tratan de anular la participación
autónoma de los diferentes grupos que las constituyen. Lo cual condujo a proponer
que la modificación de dichas sociedades solo es posible a través de una suerte de
activismo permanente, que debía utilizar todas las formas de participación posibles,
reconociendo algunas tendencias donde la violencia constituía una de las principales
formas de participación social.
Gran parte de las críticas al estructuralismo, al funcionalismo, al culturalismo y,
por supuesto, al marxismo y a la negación del sujeto que caracterizó a estas corrientes,
expresaban en el plano teórico el desarrollo creciente de esta crítica sociopolítica.
Durante las décadas de 1960 y 1970, una serie de corrientes teóricas subrayaron la
tendencia institucionalizadora dominante en toda sociedad, el dominio de lo insti-
tuido sobre lo instituyente, concluyendo que las instituciones crean necesariamente
mecanismos para asegurar su propia reproducción. Toda institución, y no solo las
políticas, generan procesos de poder y micropoder para reproducirse, y en función
de dicha hipótesis fueron analizadas especialmente las instituciones familiares, edu-
cacionales y médicas.
Tales conclusiones no consistieron en meras reiteraciones de las propuestas
weberianas o de la escuela de Frankfurt, sino que describieron el peso de lo institu-
cional como oponiéndose estructural y funcionalmente a los procesos de democra-
tización en los más diversos campos, más allá de las invocaciones políticas formales.
El trabajo de Foucault –si bien con contradicciones y discontinuidades– expresa en
parte este tipo de concepciones, donde el saber/poder institucional no solo limita
la PS, sino que convierte la PS supuestamente autónoma en un agente de la repro-
ducción del sistema dominante.
Para los institucionalistas, los neoweberianos y los foucaultianos la astucia de la
estructura es notoriamente insidiosa, ya que la misma se reestructura y reproduce
por lo menos en parte a través de los que la cuestionan, pues los mismos tienden a
utilizar algunos de los mecanismos y procesos que critican, para asegurar su propia
reproducción. Así, los partidos políticos o las organizaciones no gubernamentales
que proponen la solidaridad, critican el individualismo competitivo o cuestionan
el manejo de incentivos materiales, pueden desarrollar al interior de sus organiza-
ciones competencias por micropoderes o luchas por liderazgos, que suelen concluir
en la exclusión de algunos de sus miembros, en el fraccionamiento de la organi-
zación, o pueden llevar a realizar actividades que son contradictorias con los obje-
tivos propuestos intencionalmente.
No obstante, la existencia de estas características a nivel de la estructura social y
de las subjetividades, una parte de las tendencias reconoce a la PS como uno de los
escasos procesos que pueden oponerse a lo estructurante, a lo institucionalizado y a
la reproducción de la subalternidad.

144 De sujetos, saberes y estructuras


Por otra parte, los análisis referidos a las condiciones socioeconómicas y étnicas
de los países periféricos, y especialmente de América Latina, evidenciaron no solo
la creciente pobreza de la población, sino también su exclusión de la toma de deci-
siones respecto de los procesos económicos y políticos, así como culturales, que con-
dicionaban sus formas de vida, incluso a nivel local. Conceptos como el de margi-
nalidad, más allá de su legitimidad teórica, buscaron subrayar que la mayoría de la
población subalterna rural y urbana no participaba, o lo hacía subordinadamente en
los espacios de la democracia formal.
Si bien las sociedades capitalistas se caracterizaban, en los ámbitos oficial y
privado, por el desarrollo de una burocracia jerarquizada, por la concentración de
los mecanismos de poder, por un incremento en la división del trabajo que incidía
en la pérdida de autonomía de los sujetos, estas y otras características tendrían un
peso diferencial en las sociedades periféricas limitando o disuadiendo las activi-
dades de participación social, o reduciéndolas a ámbitos locales.
El conjunto de estas orientaciones favoreció durante la década de 1960 la recu-
peración de las propuestas autogestivas desarrolladas previamente sobre todo en las
décadas de 1920 y 1930, las cuales se expresaron a través de proyectos y experiencias
referidas al “control obrero”, al “control campesino”, al “control estudiantil”. En el
caso de las enfermedades mentales, varias tendencias propusieron e impulsaron la
toma, o por lo menos la coparticipación, de los “locos” en el control de las institu-
ciones psiquiátricas. Al igual que las experiencias centradas en lo político ocurridas
simultáneamente, la mayoría de estos ejercicios y propuestas de control fueron
desapareciendo durante la década de 1970 y especialmente durante la de 1980 o se
orientaron, como en el caso de las corrientes antipsiquiátricas, hacia objetivos que
en algunos casos llegaron incluso a ser instrumentados por los sectores e institu-
ciones contra las cuales luchaban dichas corrientes.
Como sabemos, esto ocurrió con el proceso de despsiquiatrización hospitalaria
desarrollado en los EEUU, lo cual no significa que en todos los contextos operó de la
misma forma, sino que nos indica que prácticamente cualquier proceso –por radical
que sea– puede ser apropiado y reorientado por las fuerzas sociales contra los cuales
se constituyó. Y ello por varios procesos, sobre todo si no se ejerce la participación
social constante respecto de los objetivos propios, tal como sostienen algunas de las
corrientes que impulsan el participacionismo activo.
Además, algunas de las tendencias participativas que se caracterizan por recu-
perar el papel del actor y de la subjetividad, subrayan el papel decisivo del actor y del
sujeto activo justamente porque reconocen el peso de la estructura, de la institución,
de la propia vida cotidiana en la tendencia a la reproducción de la realidad, plan-
teando la necesidad de la participación constante e intencional. Subrayo este aspecto
porque toda una serie de recuperaciones del sujeto desde la década de 1970, y sobre
todo desde la de 1980, decidieron la muerte de la estructura justamente cuando, por
lo menos en América Latina, el peso de la misma se expresaba abiertamente a través
de las estructuras de poder –incluso de un poder dictatorial– y de las estructuras
económicas, que en pocos años convirtieron en pobres a millones de sujetos. Una de
las paradojas intelectuales de estas décadas reside en que, cuanto más se subraya el

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 145


papel del sujeto y más se niega el papel de la estructura, es cuando más se observan
las consecuencias que la estructura está teniendo sobre los sujetos y subjetividades
de los latinoamericanos.
Considero que el incremento del uso de ciertos conceptos psiquiátricos –como
el de “dependencia”–, y su extrapolación a otros campos del saber y de la vida coti-
diana, expresan estas preocupaciones por la relación sujeto/estructura. Toda una
serie de análisis subrayaron la constitución de sujetos cada vez más dependientes en
las sociedades actuales, de sujetos caracterizados por la pérdida de autonomía y por
delegar sus actividades e incluso su identidad a toda una variedad de instituciones,
“sustancias adictivas” o líderes. De tal manera que la dependencia podía ser a las
drogas, al juego, al deporte, a la televisión o a una ideología.
Respecto de esta dependencia se fue desarrollando una doble propuesta: una
que encontraba la solución en la transferencia de la dependencia a otra instancia
expresada, sobre todo por los grupos de autoayuda; y otra que encontraba la solución
en el acto individual y voluntario del sujeto.
Si bien, como vimos, desde la década de 1940 se impulsa la PS respecto de los
procesos de s/e/a en términos salubristas, a partir de la década de 1950 y sobre todo
de la década de 1960 se sostiene que la participación del sujeto es también decisiva
para la curación o por lo menos la reducción de los efectos negativos de un padeci-
miento determinado. Una notable cantidad de investigaciones demostraron que la
involucración activa del paciente no solo facilitaba la cura de la tuberculosis bronco-
pulmonar o el control de la diabetes mellitus, sino que además reducía significativa-
mente los tiempos de recuperación del paciente.
En este lapso, la PS fue recuperada desde diversas orientaciones, problemáticas y
actores sociales. La misma fue propuesta como uno de los principales mecanismos
para construir y/o reconstituir la identidad deteriorada o no de grupos étnicos, de
migrantes rurales/urbanos, de homosexuales o de “locos”. Aparece no solo como un
mecanismo de rehabilitación, sino también como un ejercicio donde los sujetos y
grupos pueden experienciar su propio poder y sus posibilidades de acción. La PS
aparece como una de las principales estrategias de los marginales urbanos, de las
mujeres o de los “desviados” para solucionar sus problemas, que en gran medida
consistía en eliminar la exclusión y la subalternidad. Aquellas(os) que no tienen
poder, que no “tienen la palabra”, pueden llegar a tenerlos si comienzan a participar,
de tal manera que la PS se va convirtiendo en una suerte de mecanismo eficaz que
opera desde lo político hasta lo terapéutico y que dio lugar a la expansión de palabras
como “empoderamiento”.
La PS supone para algunos cuestionar lo dado, oponerse a lo institucionalizado,
a la dominación, a la manipulación, a la cooptación, pero también a la burocrati-
zación. La PS posibilitaría el desarrollo de la autonomía a nivel de sujeto y de grupo;
cuestionaría la verticalidad de las organizaciones y de la toma de decisiones o por
lo menos de determinadas formas de verticalidad. Desde una perspectiva política,
la PS supondría un ejercicio constante de democratización y, como se dijo ulterior-
mente, de ciudadanía. Más aún, explícita o larvadamente, algunos pensaron la PS
en términos de democracia directa al colocar el eje en la toma de decisiones. Pero,

146 De sujetos, saberes y estructuras


además, la participación posibilitaría la transformación del propio sujeto al conver-
tirlo en actor que no reduce su papel a la reproducción de la estructura, sino que
contribuye a producirla y a cambiarla.
Correlativamente, desde la década de 1960 y desde diferentes tendencias teóricas
y aplicadas, se propondrá el uso de la investigación/acción, cuestionando las meto-
dologías dominantes como poco apropiadas para describir y analizar la realidad y,
sobre todo, actuar sobre ella. La nueva metodología es propuesta no solo como un
instrumento de investigación, sino de trasformación. Más aún, su aplicación posibi-
litaría el aprendizaje de los sujetos involucrados a partir de participar y modificar la
realidad. Esta metodología se extenderá durante las décadas de 1970 y de 1980 como
la forma normalizada de trabajar de las ONG, y toda una serie de autores como Fals
Borda verán, en la apropiación de esta metodología por las comunidades, la posibi-
lidad de construir una democracia real y no formal.
Algunas de las tendencias señaladas, y en especial las que trabajan en investi-
gación/acción o en investigación participativa, cuestionaron el rol y función de
los expertos y de la actividad académica y profesional en general, señalando que
el conocimiento que producen no está referido a las necesidades y problemas de
los conjuntos sociales, que gran parte de sus aportes son complejos y difíciles de
manejar por la población, y que sus investigaciones tienen que ver básicamente
con objetivos académicos y profesionales que tienden frecuentemente a reproducir
juegos académicos. Además, sostienen que el experto ha funcionado favoreciendo
los intereses de determinados grupos y operando como control de los grupos subal-
ternos a través de aspectos específicos, especialmente dentro del campo de la salud.
La PS aparece entonces como un instrumento necesario para cuestionar y modi-
ficar algunas de las principales características negativas de las sociedades actuales. La
PS “en sí” cuestionaría el individualismo, la dependencia o la apatía; al involucrar al
individuo en una actividad colectiva tendería a superar la atomización social y posi-
bilitaría la constitución de una subjetividad no centrada en lo privado. Estas con-
cepciones son fundamentadas teórica y empíricamente en el hecho de que el sujeto
se constituye como tal a partir del otro; la constitución del sujeto no es un hecho
individual, sino un proceso de participación social relacional.
Pero, además, la PS constituye un mecanismo de concientización, de aprender a
negociar, de afirmación, en la medida en que se participe. Es a través de dicha parti-
cipación que los sujetos y grupos pueden solucionar algunos de sus problemas más
graves, pese a su situación de subalternidad e inclusive de estigmatización. En el caso
de México, este proceso se evidenció especialmente a través de la lucha y capacidad
organizativa de sujetos y grupos con VIH-sida, que enfrentaron especialmente a las
instituciones oficiales del sector salud y trataron de concientizar a la sociedad civil a
través de la constante producción de “performances” y otros mecanismos para legi-
timar sus demandas y para lograr sus objetivos.
En México, como en casi todos los países del tercer mundo, uno de los problemas
cotidianos de la mayoría de los sujetos que padecen VIH-sida lo constituye el alto
precio de los medicamentos, los cuales son indispensables para asegurar una mayor
sobrevida y una mejor calidad de vida. Y aclaremos que el costo del tratamiento

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 147


contra el VIH-sida en México es cuatro veces mayor que en Brasil, según lo señalaron
varios especialistas en el Foro sobre acceso universal al tratamiento del VIH-sida,
realizado a principios de 2008 en la ciudad de México, y como lo reconoció el sub-
secretario de Salud.
En México ha sido frecuente y recurrente, sobre todo en los últimos quince años,
el desabastecimiento de estos fármacos en las instituciones oficiales del SS; desabas-
tecimiento que, por otra parte, existe para gran parte de los medicamentos nece-
sarios para tratar diabetes mellitus o problemas cardiovasculares que son parte de
las primeras causas de mortalidad en dicho país.
Ahora bien, desde hace casi dos décadas una parte de los enfermos de VIH-sida
se organizó a través de ONG y de otro tipo de grupos para demandar la entrega gra-
tuita, o a precios muy bajos, de los medicamentos específicos, así como para evitar
el desabastecimiento o denunciar el mal trato al que son sometidos por el personal
de salud. La casi totalidad de estos grupos están constituidos por homosexuales,
que incluso han creado un frente de organizaciones. Estos grupos están caracteri-
zados por su activismo, por desarrollar espectáculos que colocan frecuentemente
sus demandas en los medios de comunicación masiva, por ritualizar ciertos tipos de
actividades que convocan cada vez más participantes. Estos grupos han presionado
a las autoridades del sector salud para formar parte de los organismos oficiales que
luchan contra el VIH-sida, lo cual no solo han logrado, sino que incluso han tenido
un papel decisivo en los dos últimos sexenios, en el nombramiento de las máximas
autoridades técnicas de las instituciones oficiales que luchan con el VIH-sida.
Ahora bien, estos enfermos –a través de sus organizaciones y de su activismo–
han logrado obtener lo que ningún otro grupo de enfermos de padecimientos mucho
más extendidos y con mayor incidencia no solo en la morbilidad sino también en
la mortalidad ha logrado. El VIH-sida no forma parte en México de las principales
causas de mortalidad, y, sin embargo, una gran parte de los que padecen este pro-
blema ha logrado soluciones que no observamos en el caso de la mayoría de los
pacientes diabéticos o con problemas cardiovasculares, que son los que tienen las
más altas tasas de mortalidad. Y así, por ejemplo, la mayoría de la población hiper-
tensa no tiene acceso a los fármacos más eficaces, dado sus altos costos; más aún, las
instituciones de seguridad social no tienen estos fármacos en el listado de medicinas
que prescriben a los asegurados al IMSS o al ISSSTE.
Esta capacidad organizativa y activista de una parte de los sujetos con VIH-sida
se da en muy diferentes contextos, lo cual ha sido reconocido por la directora de la
Organización Mundial de la Salud, quien señaló en la XVII Conferencia Internacional
sobre VIH-sida, que los logros obtenidos se deben sobre todo al trabajo de los acti-
vistas. Pese a lo cual, y lo subrayamos, la mayoría de los sujetos con VIH-sida, y espe-
cialmente los de menores recursos y de los países más pobres, siguen teniendo pro-
blemas con la obtención de antirretrovirales o directamente no pueden obtenerlos.
La trayectoria del concepto/acción PS tiene como trasfondo la lucha contra la
hegemonía teórica de los estructuralismos, funcionalismos y culturalismos nega-
dores no solo del actor, sino también del autor, pero ello no implica que las corrientes
que recuperaron la significación de la PS de sujetos y grupos arrancaran de la nada,

148 De sujetos, saberes y estructuras


como parecen creer actualmente gran parte de los que trabajan en investigación
participativa. Ya que durante dicha hegemonía existieron tendencias que siguieron
proponiendo el papel central o por lo menos copartícipe del sujeto y sus grupos.
Es justamente debido a la existencia de estas tendencias, que cuando entraron en
crisis determinadas teorías, ideologías e imaginarios, ello condujo por una parte a
la recuperación del sujeto hasta reducir en algunos casos la teoría de la acción a
la subjetividad, pero paradójicamente condujo a radicalizar aún más determinadas
concepciones estructurantes como fue el caso de varios foucaultianos.
La revisión de las propuestas que utilizan la PS evidencia que no son homogéneas
en lo referente a la relación sujeto/estructura, que las mismas cuestionan diferentes
ámbitos de la realidad y que sus propuestas difieren en aspectos decisivos de los usos
de la PS. Una de las orientaciones que más subraya el papel de la PS, coloca en el
individuo y en la competencia socioeconómica la alternativa más adecuada y “rea-
lista” de PS; la autonomía, responsabilidad, autocontrol y la capacidad/capacitación
individual son las condiciones básicas de la eficacia de la PS. Esta tendencia secun-
dariza la importancia de la estructura y del papel del Estado, reduciendo la acción
participativa al grupo y, sobre todo, al individuo.
Como sabemos, esta ha sido una tendencia constante desde la década de 1930
en la antropología aplicada norteamericana, que halló en el individuo, en los líderes
comunitarios, en los cultural brokers, la posibilidad de desarrollo comunitario, y
que se expresó constantemente en los programas de participación social aplicados
en América Latina, especialmente en el medio rural. De tal manera que la PS fue
reducida al individuo o al microgrupo colocando en ellos tanto los logros como los
fracasos. Algunas de estas tendencias son las que mejor expresan el proceso de “cul-
pabilización de la víctima” (Ryan, 1976), según el cual los pobres son los principales
culpables de ser pobres.
Junto a esta orientación se desarrolla una variedad de propuestas que, simultá-
neamente, critican a las concepciones individualistas, pero también a las estructu-
ralistas y culturalistas. A las primeras, por reducir la PS al individuo y a las segundas
por reducir las relaciones sociales al nivel macrosocial, y sobre todo por ignorar la
dinámica de las redes sociales, de los grupos de autoayuda, de las estrategias de vida,
del papel activo de los sujetos. Señalan que no se tomó en cuenta la “lucha” cotidiana
de los sujetos y microgrupos, y que la PS solo fue pensada en términos políticos y a
través de las clases sociales, dejando de lado a los actores sociales que participaban a
través de sus particularidades religiosas, de género o de padecimiento.
Se generó una articulación de propuestas devenidas del gramscismo, la fenome-
nología, el cristianismo de base y de otras tendencias, impulsando una perspectiva
que recuperaba la significación del saber popular y su potencialidad de resistencia,
así como el papel de la práctica y de la concientización, que se expresó a través de
un intenso trabajo comunitario y barrial, y una de cuyas principales referencias fue
la obra de P. Freire.
Si bien el conjunto de estas orientaciones teóricas y prácticas desarrollaron crí-
ticas correctas a las concepciones estructuralistas y a las individualistas, debe reco-
nocerse que no construyeron una “teoría del pasaje” de las estrategias de vida, o del

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 149


trabajo comunitario, a instancias más genéricas como las clases o los movimientos
sociales. Si bien se dieron procesos en los cuales estas experiencias se articularon, o
inclusive impulsaron movimientos populares urbanos y rurales, ello fue coyuntural
y no se expresó en una elaboración teórica. La mayoría de estas experiencias, sobre
todo a través de ONG, desembocaron en un trabajo que buscaba solucionar o paliar
problemas de salud específicos, o asegurar la supervivencia de la vida de los sujetos
y microgrupos, operando como estrategias de “aguante” más que como estrategias
de transformación.
Ahora bien, en el plano teórico estos procesos condujeron a la recuperación del
sujeto, a la necesidad de incluir al actor, a considerar la realidad como procesual con-
cibiendo a la estructura no como algo dado, sino como un proceso que se constituye
en la práctica. Se recuperó la capacidad de los sujetos y microgrupos para construir
espacios propios dentro de las instituciones, y se construyeron o reapropiaron tér-
minos como lucha, negociación, transacción, movimiento como expresiones de una
nueva forma de pensar y actuar la realidad.
Debe recordarse que gran parte de estas propuestas constituían reapariciones, y
considero que una parte de las críticas referidas a los usos pasados de la teoría y de la
práctica expresan frecuentemente el desconocimiento de que similares propuestas
y acciones habían sido previamente desarrolladas. Esto se evidencia especialmente
en el desconocimiento de que una línea de trabajo centrada en el individuo (sujeto)/
microgrupo y/o en la comunidad, desarrollada especialmente por las ciencias
sociales y de la conducta norteamericanas desde las décadas de 1930 y 1940 hasta la
actualidad (antropología aplicada, estudios de pequeños grupos, estudios de comu-
nidad, grupos de encuentro, etc.), fue la que en gran medida proveyó las técnicas e
instrumentos con los cuales trabajaría incluso una parte de las tendencias críticas, de
los que adhieren a la investigación participativa y/o de las ONG, por lo menos de las
interesadas por el campo de la salud.
Pero, además, en la década de 1990 se vuelve a hablar de “resistencia”, sin
recuperar, o solo recuperando escasamente, las diversas líneas que Fanon, E. P.
Thompson, Huizer o Cooper propusieron entre las décadas de 1950 y 1970 respecto
de la resistencia de los colonizados, de los trabajadores, de los campesinos o de los
locos, como uno de los principales y más eficaces procesos de participación social.
Actualmente está de moda en América Latina señalar que algunas de estas
corrientes funcionalistas, interaccionistas simbólicas, culturalistas, pero también
fenomenológicas y marxistas no incluían los procesos de poder y de micropoder,
lo cual es solo parcialmente correcto dado que autores correspondientes a diversas
corrientes teóricas como Basaglia, Gouldner, Szasz o J. Young colocaron en la des-
cripción y análisis del poder y/o del micropoder gran parte de sus esfuerzos teóricos y
empíricos para explicar, y en ciertos casos intervenir, en sus campos de especialidad.
Durante las décadas de 1950 y 1960 toda una serie de autores describieron y,
sobre todo, reflexionaron sobre la erosión y pérdidas de relaciones y rituales sociales
en las sociedades occidentales.
Proponiendo que dichas sociedades se caracterizaban por producir sujetos
racionales, movilizados por una evaluación de la realidad en términos de costos/

150 De sujetos, saberes y estructuras


beneficios, por un proceso de socialización focalizado en la individuación y por
carecer de ceremoniales y mitologías que los vincularan entre sí y/o con otras ins-
tancias supraindividuales, que tácita o explícitamente referían al orden religioso.
Esta interpretación hallaba parte de sus fundamentos en la comparación con “socie-
dades no occidentales”, en las cuales dominarían los rituales, y donde las relaciones
colectivas organizadas y fundadas en un orden cultural y no en un orden económico/
político eran prioritarias respecto del sujeto3.
Estos trabajos contribuyeron a promover una visión fuertemente individualista y
a-relacional de las sociedades actuales, proponiendo algunas tendencias la necesidad
de reimpulsar la construcción de rituales y relaciones basados en la participación
social.

La polivalencia de la participación social

Otro importante aspecto a precisar refiere al tipo de sociedad, o por lo menos socia-
bilidad, que se pretende obtener al impulsar la participación social, dado que la
misma ha sido considerada como decisiva para lograr sus objetivos por tendencias
políticas e ideológicas similares, pero también antagónicas. Como ya lo señalamos,
la PS tiene diferentes significados, constituyendo para algunas tendencias un medio
para obtener determinados resultados específicos, pero también para ensayar y/o
impulsar el tipo de sociedad que se pretende establecer a través de la participación
social que se está aplicando.
Por lo tanto, en gran parte de los casos el objetivo de la PS es sobre todo espe-
cífico, como por ejemplo en el movimiento gay, que busca básicamente eliminar la
exclusión y la estigmatización, así como el reconocimiento y legitimación de su dife-
rencia sexual; es decir, que el objetivo es producir una sociedad no excluyente, por
lo menos respecto de las sexualidades “diferentes”. Algo similar podemos decir del
movimiento de las mujeres, en el cual hay tendencias que proponen una transfor-
mación de la sociedad basada en el paso a primer plano de “valores femeninos”, y de
los cuales uno de los más enfatizados refiere a la posibilidad de construir sociedades
no violentas y más “curadoras”, en el sentido original del término, así como otras que
expresan objetivos socialistas o neoliberales, pero lo común en este disperso movi-
miento sería eliminar la exclusión y la subalternidad de la mujer.
A nivel general pero también específico, la PS explícita o tácitamente ha sido
propuesta como uno de los mecanismos que posibilitaría y expresaría el tipo de
sociedad que se quiere producir, ya sea en términos de una concepción indivi-
dualista, competitiva y desigual característica del neoliberalismo actual, como en

3
Determinadas tendencias de la sociología durante la década de 1960 consideraron que la pér-
dida o erosión de los símbolos y/o rituales constituían características distintivas de sociedades
reducidas a individuos, y sin capacidad de producir espacios de participación colectiva. Estas
sociedades darían lugar al desarrollo de sujetos no solo no participativos sino también sin iden-
tidad, o con una identidad vacía, difusa y a veces híbrida.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 151


términos de una sociedad autogestiva, colectiva e igualitaria que emerge de deter-
minadas concepciones socialistas y anarquistas, pero también de propuestas comu-
nitarias y etnicistas desarrolladas durante el siglo XIX y parte del siglo XX.
Pero, además, debemos recordar que la PS fue utilizada también como uno de sus
principales mecanismos políticos e ideológicos durante el lapso 1920-1940 por los
fascismos, especialmente el italiano y el alemán, quienes colocaron en la movilización
masiva en espacios públicos uno de los ejes políticos de sus propuestas políticas. Si
bien, como señala Sombart, el concepto de movimiento social se desarrolló inicial-
mente en relación con los esfuerzos del proletariado para emanciparse y construir el
socialismo, de tal manera que “socialismo y movimiento social son distintos aspectos
de un mismo fenómeno” (Sombart, 1974, p. 20), lo cierto es que fue el fascismo y
ulteriormente algunos populismos los que usaron autorreferencialmente este con-
cepto, constituyéndolo en parte central de su concepción política4. El nazismo colocó
en el Movimiento el peso dinámico de su propuesta, criticando en forma radical la
tendencia de los partidos políticos a establecer programas y proponiendo como alter-
nativa no solo las “directrices” del “movimiento”, sino sobre todo la acción, una acción
que incluía lo coyuntural y lo situacional (Neumann, 1983, p. 86).
La PS masiva, impulsada sobre todo por el nazismo, generó la movilización de
millares y en algunas ocasiones de millones de personas a través de simbologías
y rituales colectivos –que incluso supusieron la recuperación y resignificación de
antiguos rituales5–, y si bien el tipo de organización desarrollada fue vertical, suma-
mente jerarquizada, colocando solo en algunos sujetos la toma de decisiones y redu-
ciendo frecuentemente lo coyuntural y situacional a oportunismo político, todo ello
no niega el efecto de PS impulsado por estas concepciones y organizaciones, uno de
cuyos objetivos políticos era producir la unificación ideológica del “pueblo” a través
de la participación social fuertemente ritualizada. La participación y la adhesión
cultural (ideológica) fueron dos de las estrategias básicas del nazismo; más aún, la
brutalidad física, el confinamiento e incluso el exterminio formaban parte de la con-
cepción ritual, organizativa y participativa del régimen nazi.
Por otra parte, determinadas interpretaciones de la PS recuperan algún tipo
de comunidad utópica como modelo de sociedad, cuyas referencias van desde los
grupos “primitivos” a la recuperación de espacios más o menos medievales como
alternativas a las sociedades actuales. Respecto de estas propuestas, la cuestión nue-
vamente radica en aclarar cuál es el tipo de organización social e ideológica que se
trata de constituir o reconstruir, ya que las formas organizativas de estas comuni-
dades pueden generar la exclusión de determinados miembros del grupo, debido a
la aplicación de reglas que estructuran social y culturalmente no solo la exclusión,

4
Fueron los fascistas los que utilizaron este término autorreferencialmente, que no olvidemos
cuestionaba la concepción clasista refiriendo el movimiento social a la categoría “pueblo”.
5
La antropología y la etnología alemanas se dedicaron intensamente durante las décadas de 1920
y 1930 al estudio de las características y funciones de los rituales y símbolos culturales.

152 De sujetos, saberes y estructuras


sino también la subordinación, y pueden llegar a legitimar como forma de vida la
violencia y hasta la muerte contra determinados grupos y sujetos6.
Más allá de la crítica a las actuales formas de organización y de exclusión social, y
de reconocer la potencialidad de la PS como un instrumento que puede favorecer la
inclusión de nuevos actores, de democratizar las relaciones sociales pero también de
excluir sujetos y grupos, uno de los problemas centrales –como ya lo señalé– reside en
indicar qué tipo de sociedad se busca constituir a través de procesos participativos no
solo en términos de propuesta ideológica, sino también de prácticas sociales. El cues-
tionamiento de una sociedad consumista, dependiente y cada vez más desigual no
necesariamente conduce a desarrollar sociedades menos dependientes y consumistas
y más igualitarias; puede, por el contrario, reforzar la dependencia y el “consumo”,
aunque con otra orientación y hacia otros sujetos y/o entidades. Para algunas lecturas,
la dependencia respecto de una organización religiosa o de una ideología política,
se llame Testigos de Jehová, neoliberalismo o “comunismo” parece tener más legiti-
midad que la dependencia a la televisión, a determinados alimentos o al sexo, lo cual
no niego ni afirmo sino solo propongo como problema a reflexionar.
La PS identificada con la acción, la praxis, la investigación/acción o la necesidad
de “estar ahí”, condujo a sostener que la mera participación constituía un cuestiona-
miento a la pasividad de la sociedad actual y sus sujetos. Más aún, algunos de estos
usos la consideraron como la máxima expresión de la existencia del sujeto, algo
así como “participo/actúo, luego existo”, lo que fue asumido sobre todo por figuras
emblemáticas de corrientes marxistas, existencialistas y fascistas que enfatizaron la
concepción de “la vida como riesgo”. La PS fue concebida como la presencia activa
en el lugar donde se juega la existencia, lo cual supone para unos la vida cotidiana
de los microgrupos y para otros la experiencia en los procesos donde se definen
las condiciones estructurales en términos reales o imaginarios. En ambos casos, sin
embargo, la PS fue pensada en términos de presencia activa.
La casi totalidad de las tendencias que desde la década de 1950 promovieron la
PS, la asumieron como necesaria o por lo menos útil en términos de crítica y sobre
todo de acción. Pero, mientras que algunas manejaron este concepto como panacea
social, otras lo pensaron en términos de utilidad específica, aunque asumiendo en
todos los casos la eficacia de la PS para organizarse, para integrarse, para modificar,
para generar o reforzar pertenencias o para solucionar problemas puntuales. El
concepto/instrumento PS evoca algún tipo de eficacia social, que fue especialmente
reconocida respecto de los procesos de s/e/a.
Esta concepción condujo, sobre todo, a las personas que trabajaban en investi-
gación/acción o exclusivamente en acción, a manejar tácitamente la idea de la PS
como buena en sí; como asociada solo con objetivos correctos y saludables, y sobre

6
Lo “étnico”, la “comunidad”, el “pueblo” son conceptos que suelen ser utilizados sin fisura, como
si por ejemplo todos los grupos indígenas de México e incluso de América Latina constituyeran
una unidad en cuanto a prácticas, creencias, rituales, identidad, etc. Sin embargo, en México, un
maya yucateco y un maya de los altos de Chiapas difieren significativamente en toda una serie
de aspectos sustantivos, incluida su propia identidad como mayas.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 153


todo considerada como un medio para asegurar la modificación de la realidad en tér-
minos positivos. Y por lo tanto olvidando o desconociendo que la PS –por supuesto
que junto con otros procesos– puede tener consecuencias negativas o simultánea-
mente negativas y positivas respecto de la salud de las personas y los grupos sociales.
En la mayoría de los países europeos y latinoamericanos los grupos de cantina
siguen siendo mucho más numerosos que los de Alcohólicos Anónimos (AA), y desa-
rrollan formas de participación más articuladas con el ciclo de vida cotidiana de los
sujetos involucrados.
Mientras que los AA se reúnen para no beber, los grupos de cantina lo hacen
por varias razones en torno al alcohol, lo cual como sabemos posibilita la sociabi-
lidad y la pertenencia, pero también las agresiones físicas y verbales, así como otras
consecuencias.
El uso y consumo de alcohol es parte de ceremoniales religiosos, políticos, depor-
tivos, familiares; determinadas redes sociales de apoyo (cuatismo, compadrazgo,
grupos de trabajo, fiestas de moros y cristianos, etc.) se organizan parcialmente en
torno al uso del alcohol, de tal manera que el consumo es parte intrínseca de gran
parte de las relaciones de reconocimiento, pertenencia y diferenciación que operan
en sujetos y grupos, lo cual puede dar lugar a la exclusión de los que no participan en
los rituales alcoholizados a partir de su “diferencia”.
Generalmente estos tipos de participación no suelen ser reconocidos como tales,
así como suelen olvidarse las consecuencias que las luchas por poderes y micropo-
deres generan en grupos “socioterapéuticos” intensamente participativos, y de lo
cual es expresión significativa lo ocurrido con el grupo Synamos y con varios grupos
comunitarios tipo Nueva Era o similares, que no solo condujo a la desaparición de
varios de esos grupos, sino a generar consecuencias en la salud física y mental de
una parte de sus miembros y, en algunos casos, a episodios de muertes masivas.
Y recordemos que eran y son grupos caracterizados por el desarrollo intensivo de
actividades participativas.
La asociación de la PS exclusivamente con lo positivo se debe en parte a la
identificación de la misma con la acción, con el “hacer” o, si se prefiere, con la pro-
ducción de prácticas, que suele incluso implicar un cuestionamiento o directamente
negación de la actividad teórica entendida como un “no hacer”. Los sustentos de esta
afirmación están en considerar que la PS es exclusivamente o básicamente práctica,
y que se aprende en la práctica, de tal manera que la PS no solo se identifica con
el hacer, sino que conduce además a reducir frecuentemente el trabajo comuni-
tario a la aplicación y/o enseñanzas de técnicas –entendidas como prácticas– y a la
exclusión de la reflexión y realimentación teórica.
La práctica además aseguraría, según algunos teóricos de la investigación/acción,
que las actividades realizadas concluyan en resultados comunitarios y no estén
determinadas por intereses personales. Incluso en algunas organizaciones políticas y
sociales se supone que las prácticas son una suerte de reaseguro contra las tendencias
individualistas propias del quehacer teórico. Sin negar el narcisismo casi intrínseco
a la reflexión y análisis teórico, considero que el uso de las prácticas, desarticulado
de la reflexión y realimentación teórica, la reduce frecuentemente a un empirismo

154 De sujetos, saberes y estructuras


voluntarista y rutinario. De allí que la cuestión no radica en excluir lo teórico, sino
en cuestionar el teoricismo, así como también el practicismo, y en consecuencia en
promover la articulación constante teoría/práctica.
La PS no es buena ni mala en sí, sino que constituye un medio que, según los
sujetos y grupos sociales que se hagan cargo de él, puede ser orientado hacia dife-
rentes objetivos y consecuencias. Toda PS opera dentro de un juego de relaciones
a nivel micro y/o macrosocial, entre actores que pueden compartir objetivos, pero
que frecuentemente tienen proyectos, necesidades, intereses o metas diferentes, que
pueden convertirse a la larga en antagónicos. Por ello, los procesos y formas de PS
que son “positivos” para determinados sectores y grupos, pueden ser “negativos”
para otros; la pertenencia étnica o nacional que favorece la autoestima de un grupo,
su capacidad de resistencia y de enfrentamiento, puede traducirse sin embargo en
odio casi racial hacia personas que no pertenecen a ese grupo étnico o nacional.
En México asistimos constantemente a la expulsión –e incluso agresión– de
ciertos sujetos y grupos de sus comunidades, por considerar que los mismos, al con-
vertirse a otras formas religiosas distintas de las dominantes en las comunidades,
ya no cumplen con los requisitos comunitarios. Lo cual ha conducido en distintas
comunidades a negarles el agua, el uso de bienes comunales e incluso impedirles la
atención en los centros de salud. Pero simultáneamente dichos grupos expulsores,
y especialmente los sujetos de los mismos, suelen ser discriminados, incluso en tér-
minos racistas, por parte de otros sujetos y grupos.
La PS no constituye un proceso unilateral y unívoco, sino que opera dentro
de juegos transaccionales que se dan entre los grupos y sujetos, y en consecuencia
dependerá del poder (micropoder) y de la orientación teórica e ideológica de cada
uno de los grupos, los usos que se den a la PS. No obstante, lo dominante sigue siendo
una concepción unilateral y positiva “en sí” de la PS, lo cual tiene por supuesto con-
secuencias no tanto en la teorización, sino sobre todo en sus aplicaciones.
En términos de acción, la PS suele incluir dos componentes ideológicos fuertes,
que tienen como uno de sus principales objetivos unificar a una sociedad, movi-
miento o grupo social más allá de las diferencias e intereses de sus diferentes
miembros. Y así, ciertas orientaciones que buscan a través de la PS unificar para la
acción, plantean explícitamente que todos deben participar, lo cual aparece expresado
en ciertas consignas políticas del movimiento peronista argentino con la consigna
“el que no salta es un gorilón”. Si bien como estrategia participativa coyuntural dicha
exigencia puede ser eficaz, la misma puede tener efectos negativos, dado que puede
conducir a no reconocer las diferencias que existen al interior de los grupos que
apoyan determinados objetivos conjuntos, y crea además una meta prácticamente
imposible de alcanzar, que es justamente la de que todos participen.
Pero, además, por lo menos una parte de los proyectos sociales o políticos que
operan a través de la PS refieren a un componente imaginario que, más allá de que
se concrete o no, constituye el referente de la unificación y de la acción. La “toma
del poder”, pero también la aspiración a la “comunidad” o a la autogestión, e incluso
la añoranza por una dialéctica sujeto/grupo pensada en términos de unicidad,

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 155


aparecen como propuestas ideológicas que no se realizan o solo lo hacen parcial y
excepcionalmente y por corto lapso.
En consecuencia, algunas de las concepciones de PS deben ser consideradas como
orientaciones ideológico/culturales que cuestionan la realidad y se desarrollan dentro
de un proceso de pérdida y reencuentro. Sin embargo, esta característica distintiva no
suele ser asumida por la mayoría de los que impulsan la participación social.

Participación social en salud: las representaciones y


las prácticas

A partir de las trayectorias señaladas vamos a analizar las orientaciones y las activi-
dades a través de las cuales se aplicó la PS respecto de los procesos de s/e/a. Con-
sidero que, más allá de reconocer o no autonomía al campo de la salud, la mejor
forma de acercarse a su comprensión es a partir de la especificidad de los procesos,
sin por supuesto reducirnos a la especificidad. Más aún, considero que muchas de las
discusiones y divergencias, así como de las dificultades para hallar explicaciones al
papel de la PS respecto de determinados procesos de s/e/a, son debido a la secunda-
rización o negación que algunos autores hacen justamente del proceso de s/e/a o a
la reducción de su análisis exclusivamente a los aspectos específicos que observamos
en otros. Una suerte de maniqueísmo metodológico suele dominar los estudios, y
sobre todo las reflexiones sobre PS7.
Desde esta perspectiva, el primer aspecto a aclarar es si existe una PS específica
referida al proceso de s/e/a. Este interrogante puede aparecer retórico, dado que los
organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS), las
organizaciones no gubernamentales (ONG) que trabajan sobre el campo de la salud
o el sector salud (SS) de la mayoría de los países, promueven y/o realizan actividades
de PS por lo menos desde la Conferencia de Alma Ata. Una campaña de vacunación,
la formación de promotores, las actividades de comités de salud o la constitución de
sistemas locales de salud serían evidencia de ello. Pero mientras que para las pro-
puestas de Atención Primaria Médica (APM) y de Atención Primaria Selectiva (APS)
dichas actividades son reconocidas como PS, para la Atención Primaria Integral
(API) esas actividades no serían realmente participativas si no cumplen ciertos requi-
sitos, ya que consideran que dichas actividades pueden tener importancia a nivel

7
Analizar la PS, o cualquier otro concepto/proceso, a partir de su especificidad problematizada,
no solo reduce la posibilidad de caer en extrapolaciones incorrectas, sino que además posibilita
pensar el concepto/proceso a través de sus características intrínsecas. Esto por supuesto puede
conducir, como de hecho ha ocurrido, a reducir el análisis a lo intrínseco obviando o secundari-
zando las condiciones sociales generales que lo contextualizan. Pero una metodología centrada
en lo intrínseco, que incluya la generalidad a partir de la especificidad, posibilita superar estas
polarizaciones.

156 De sujetos, saberes y estructuras


local, pero sin resolver los problemas no solo a nivel general sino, frecuentemente,
tampoco a nivel local (Grodos & Bethume, 1988; Rifkin & Walt, 1988)8.
Estas divergencias no se establecen tanto respecto de las actividades que se aplican
en nombre de la PS, sino de los objetivos que se buscan con la PS, y de las formas
organizativas a través de las cuales se expresan. Mientras que para la APM movilizar
a la población para vacunarse constituye PS, sobre todo si se logra una determinada
cobertura de vacunación, para otras tendencias dicha actividad no sería PS si no se
cumplen las condiciones que aseguran el papel decisivo de los grupos sociales en
la cobertura de vacunación. De tal manera que, si los miembros de estos grupos no
intervienen en el diseño de las características de la convocatoria para vacunarse, y
no participan en la ejecución y supervisión de la misma, estas actividades no serían
participativas.
Otras propuestas sostienen que solo hay PS cuando se toma en cuenta el punto
de vista de los actores, dado que si estos no reconocen los problemas, los esfuerzos
generados desde “afuera” no solo pueden ser inútiles o ineficaces, sino también con-
traproducentes. De tal manera que, por ejemplo, según Rootman & Moser (1985),
solo debería impulsarse un programa respecto del alcoholismo si la comunidad
reconoce el alcoholismo como problema, y si además tiene interés en participar en
el diseño y en la implementación de las actividades necesarias para llevarlo a cabo,
incluida la supervisión y evaluación del mismo.
Observamos entonces que algunas orientaciones definen PS según los objetivos
que se quieren lograr, el rol que los actores tienen en la toma de decisiones y/o el
sentido que ellos dan al problema y a sus acciones. Por lo cual estas definiciones de
PS necesitan ser acotadas, pues larvada o explícitamente proponen que no son las
actividades, por más participativas que aparezcan en lo fenoménico, las que definen
lo que es PS, sino el papel y el sentido dado a dichas actividades por los actores que
las realizan y/o impulsan, lo cual en la práctica conduce a excluir determinadas con-
cepciones y sobre todo acciones de PS.
Si bien debemos tomar en cuenta estas propuestas, necesitamos asumir que las
mismas excluyen concepciones de PS que no solo son legítimas para otros actores,
sino que sobre todo intervienen en el proceso de s/e/a; más aún, frecuentemente
son las concepciones y acciones que más intervienen.
Considero que la negación de la cualidad de PS a formas de acción cuyo sentido
cuestiono, no solo es incorrecto en términos metodológicos, dado que al hacerlo
no incluyo todas las posibilidades que intervienen en la realidad, sino que además
puede tener graves consecuencias en la práctica, ya que puedo dejar de lado las prin-
cipales formas de PS que utilizan los grupos sociales con los cuales trabajo, pero
también excluir las formas de PS que utilizan las instituciones oficiales y privadas
que también trabajan con esos grupos. De tal manera que más allá de que yo las
cuestione, esas son las formas de participación utilizadas por los grupos sociales
sobre los cuales trato de incidir.

8
La Atención Primaria Médica, la Atención Primaria Selectiva y la Atención Primaria Integral
constituyen variantes de la atención primaria entendida como primer nivel de atención.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 157


Por lo cual, necesitamos asumir una actitud metodológica que implique esta-
blecer –y no negar– nuestra propia definición de PS, fundamentando su sentido e
instrumentación desde el punto de vista de nuestros objetivos, pero reconociendo
–y no negando– la existencia de otras formas de definir e instrumentar la PS. Implica
además establecer con claridad para los “otros” las consecuencias de los tipos de PS
que se están aplicando, reconociendo tanto sus limitaciones como su eficacia. Pero,
sobre todo, necesitamos asumir que la posibilidad de generar en los grupos formas
de PS transformadoras debe tomar en cuenta las participaciones sociales existentes,
más allá de que las definamos como no participativas.
A partir de lo señalado podemos distinguir los siguientes objetivos con que se
impulsan actividades de participación social respecto del proceso de s/e/a: a) la PS
referida a actividades específicas con objetivo expreso de mejorar el estado de salud,
abatir daños, mejorar la cobertura, etc.; b) la PS referida a actividades específicas con
un objetivo similar al anterior, pero además buscando intencionalmente legitimar
al Estado o al grupo que impulsa este tipo de actividades; c) la PS como medio de
organizar a la comunidad/barrio/grupo, pero considerando el proceso s/e/a como
central para generar este ejercicio organizativo; d) la PS como trabajo “voluntario”
para reducir costos en la aplicación de actividades curativas y/o preventivas, y en
la supervisión del uso de recursos a nivel local; e)para involucrar a la población y
poder planificar mejor, así como posibilitar una mayor aceptación de las propuestas
diseñadas y decididas a nivel central; f) la PS como instrumento decisivo en el
desarrollo de experiencias y capacidades participativas y organizativas, más allá de
que se cumplan o no los objetivos específicos; lo significativo es la experiencia y
aprendizaje de participación, organización y/o concientización; g) como requisito
básico para la democratización y el ejercicio de ciudadanía; h) la PS en salud como
proceso importante pero no determinante para organizar, movilizar y generar tras-
formaciones a niveles macrosociales; i) la PS considerada como no relevante para
la modificación sustantiva de las condiciones de salud, o para algunos aspectos;
la solución está depositada en cambios estructurales y/o en soluciones técnicas; j)
la PS como mecanismo que solo soluciona parcialmente los problemas, pero que
debe ser impulsada porque en función de diferentes factores (reducción de recursos
financieros, reducción de la cobertura de atención, etc.), dicha participación social
asegura un mínimo de intervención y/o de eficacia sobre los problemas; k) la PS
como un proceso que asegura la continuidad de por lo menos algunas actividades,
dada la discontinuidad que caracteriza las actividades de las instituciones del SS; l) la
PS como un mecanismo de distracción, de mediatización, de reforzamiento de rela-
ciones de hegemonía/subalternidad respecto de los sectores sociales subalternos.
Por supuesto que estos objetivos no son excluyentes, ni simultánea ni secuen-
cialmente; más aún, varios pueden ser utilizados dentro de una secuencia de inter-
vención. La aplicación de los mismos puede centrarse en la solución de procesos de
s/e/a o considerar este proceso como un medio para el logro de otros objetivos. La
PS puede ser considerada como un recurso que posibilita la supervivencia del sujeto
y microgrupo a nivel local, con o sin objetivos de solución a nivel de la sociedad en

158 De sujetos, saberes y estructuras


general, o puede ser manejada como un medio idóneo para orientar transforma-
ciones sociales a partir de lo local9.
Sin embargo, esta diversidad de objetivos se evidencia cada vez menos en las
definiciones de PS utilizadas por los diferentes actores y organizaciones sociales.
Mientras que hasta la década de 1970 dominaban en el campo sanitario defini-
ciones de PS en términos de asociaciones voluntarias de personas, con el objetivo
de movilizar recursos propios para mejorar condiciones específicas de salud; desde
mediados de dicha década, y sobre todo durante la década de 1980, asistimos a un
dominio creciente de definiciones en términos de control local sobre la toma de
decisiones.
Aproximadamente desde la Conferencia de Alma Ata se desarrolla una doble
acepción de la PS en salud, una en términos de recurso –que era la dominante hasta
entonces en las propuestas del sector salud–, y otra en términos de población orga-
nizada que interviene en todas las etapas de los programas de salud. La primera
constituyó una variante de las definiciones gestadas durante las décadas de 1940 y
1950 en torno al desarrollo y participación comunitaria:

El fin de todo programa de organización y desarrollo de la comunidad es


capacitar a la gente de la comunidad para que resuelva sus problemas por
sus propios esfuerzos y logre el mejoramiento de su vida [se debe] estimular,
movilizar y asesorar a los vecinos y líderes de la comunidad en el desarrollo
de la ayuda mutua y el esfuerzo propio... (Ware, 1962, p. 1)

En la práctica, esta definición es la que realmente corresponde a lo que hacen la


mayoría de las ONG y las Secretarías de Salud.
La segunda acepción tendió a ser inicialmente utilizada por aquellos que asumían
la atención primaria como integral, y que generalmente no trabajaban dentro de
las instituciones oficiales de salud. Para Latinoamérica una de las definiciones más
difundida y utilizada fue la de Muller, quien a fines de la década de 1970, y refi-
riéndose a la situación regional, consideró a la PS como el proceso que permite el
desarrollo de la población incorporando su capacidad creadora, expresando sus
necesidades y demandas, defendiendo sus intereses, luchando por objetivos defi-
nidos, involucrando a la comunidad en su propio desarrollo y participando en el
control compartido de las decisiones. Este fue el tipo de definición propuesta por los
sanitaristas que impulsaban el desarrollo de la API para los países periféricos.

9
Varios miembros del movimiento popular en salud desarrollado en México, y especialmente
Ulate, de Keijzer, Garrido y otros más, sostenían a fines de la década de 1970 que el trabajo popu-
lar en salud tenía como objetivo central generar contrahegemonía, en la medida en que la lucha
por la salud fuera considerada como un problema político. Para lo cual proponían concientizar a
la población sobre cuáles eran las reales causas de sus problemas de salud, así como impulsar su
organización para modificar esa situación. Para lograr esto, los trabajadores de la salud deberían
criticar la visión biomédica respecto de los procesos de salud y enfermedad, contribuir a socia-
lizar el saber que está en manos de unos pocos técnicos, y modificar habitus que dificultan que la
población se incluya en procesos de PS transformadora.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 159


Sin embargo, este último tipo de definiciones será apropiado en forma creciente
por los organismos internacionales (OMS, OPS, FAO, Unicef, Banco Mundial), y
también por los gobiernos nacionales, lo cual reconocen Oakley y Marsden respecto
de los programas de desarrollo rural, luego de fundamentar su definición de PS en
términos de toma de decisiones:

Es interesante observar que gran parte de la literatura oficial comienza a


interpretar la participación en términos de control sobre la toma de decisio-
nes. [y agregan] Si bien este es el tenor general de las declaraciones hechas,
en realidad la población rural pobre aún no tiene ninguna función directa en
los proyectos de desarrollo rural. (1985, p. 81)

Estas conclusiones están referidas al desarrollo rural, pero dentro del campo de la
salud colectiva en América Latina y especialmente en México operó un proceso
similar. Ya en el año 1961, la Secretaría de Salubridad y Asistencia de México pro-
ponía impulsar el programa de Distrito Integral de Salud Pública “... para conseguir
la participación de la comunidad, partiendo del principio de que sin ella no hay pro-
grama eficaz de salud pública” (García Sánchez et al., 1961, 585-86). Y unos diez años
más tarde, la División General de Servicios Coordinados de Salud señalaba que, para
concretar la aplicación del programa de obras rurales por cooperación, debían rea-
lizarse asambleas de campesinos como método básico para estudiar los problemas,
analizar los recursos y tomar decisiones para la selección y ejercicio de las obras a
realizar” (SSA, 1973, 101). Pero nuestro análisis de la aplicación de los programas de
salud en Yucatán entre 1940 y fines de 1970 evidencia que los mismos se caracterizan
por ser programas jerárquicos, verticales, que utilizan a la población como recurso,
de tal manera que las actividades de diseño, dirección, organización y decisión están
colocadas fuera de la comunidad (Menéndez, 1981, p. 287).
Durante las décadas de 1970 y 1980 observamos un incremento en la propuesta
de definiciones de PS en términos de toma de decisiones, que adquieren caracterís-
ticas radicales especialmente en las definiciones propuestas por funcionarios de la
OPS, que impulsaron la realización de los sistemas locales de salud, que colocaron el
eje de las mismas en los procesos de poder:

La participación social así definida tiene implicaciones políticas que rebasan


el marco de la atención a la salud, por cuanto significa ejercicio de poder y
como tal el fortalecimiento de la sociedad civil y de la democracia de base
[…] Desde esa perspectiva, la participación social equivale al proceso de re-
apropiación, por la población, del conjunto de instituciones que regulan la

160 De sujetos, saberes y estructuras


vida social y de los servicios que prestan. (Paganini & Rice –circa 1989–; ver
OPS, 1994)10

Frente a estos usos verbales, lo más sensato es observar cómo ha sido llevada a cabo
la PS a través de las acciones y no solo de los discursos del sector salud en América
Latina. Y al respecto podemos constatar que diversos análisis de la PS impulsada por
el SS a nivel regional, y realizados a lo largo de casi veinte años, llegan a similares
conclusiones. Así la evaluación en 1979 de Muller en cinco países de la región, como
el análisis de La Forgia para un solo país como Panamá, o el análisis de Kroeger
y Barbira-Freedman para países de la región andina, coinciden en sus principales
conclusiones:

Transcurrida una década de campañas rutinarias para promover la Atención


Primaria como una estrategia global, la meta de ‘salud para todos en el año
2000’ ha sido considerada por muchos como realmente inalcanzable […] Los
programas especiales de salud suministrados verticalmente a través de de-
partamentos del sistema de salud pública […] sin la participación de la comu-
nidad, son la regla más que la excepción […] Continuamente ignorados son
también los principios básicos de la Atención Primaria de la salud, de parti-
cipación de la comunidad, la coordinación de actividades entre los sectores
de atención de salud y la adaptación de las estrategias de atención de salud a
las costumbres y necesidades locales. Wisner (1988) sostiene que los sistemas
de ‘entrega’ ad hoc socavan seriamente el desarrollo de las organizaciones de
base. Pero nosotros creemos que tales organizaciones nunca fueron utiliza-
das efectivamente […] El gobierno dice abogar por la participación comunal,
pero en realidad hace muy poco por idear e implementar estrategias que
podrían dar por resultado la participación. (Kroeger & Barbira-Freedman,
1992, pp. 350-51)

Las organizaciones internacionales, y especialmente el Banco Mundial desde fines


de la década de 1980 y en particular durante la década de 1990, utilizaron un discurso
según el cual la participación social y el involucramiento de los conjuntos sociales,
especialmente de los “pobres, marginales y vulnerables”, es considerado decisivo
para mejorar sus condiciones de salud y de vida, al mismo tiempo que lo que real-
mente se impulsó fueron acciones de Atención Primaria Selectiva, que buscaron
incrementar la PS como recurso para asegurar determinados objetivos específicos.
Debemos subrayar que este proceso opera dentro de un juego de propuestas que
reiteradamente recuperan las propuestas de la Atención Primaria Integral. Y así, a

10
El SS puede utilizar en sus discursos, como ya vimos, este tipo de definiciones, pero en sus
proyectos aplicados dominan otro tipo de definiciones. En uno de los principales proyectos de
AP realizados en México en los últimos años, y llevado a cabo por personal del Instituto Nacio-
nal de la Nutrición, la participación comunitaria es definida como el “Proceso mediante el cual
los individuos y las familias asumen la capacidad de contribuir a su propio desarrollo y al de la
comunidad” (Martínez et al., 1993, p. 677). Es decir, muy similar al tipo de definición propuesta
por Ware (1962), y que fue de las más utilizadas en la década de 1950 y principios de 1960 por las
instituciones oficiales en América Latina.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 161


partir de 1986, se propone y se impulsa, por lo menos a nivel teórico/ideológico, la
promoción en salud durante la Conferencia Internacional llevada a cabo en Otawa
(Canadá), que retoma algunos de los principales objetivos y mecanismos propuestos
por la API incluyendo la educación, la alimentación, la renta, la justicia social y la
equidad como parte de la salud. También subraya la importancia de los factores
económicos y políticos, y promueve el autocuidado, la ayuda mutua, la creación de
ambientes saludables, así como destaca la necesidad de trabajar especialmente sobre
la salud positiva y no solo contra la enfermedad.
Esta propuesta trató de modificar las orientaciones dominantes del modelo bio-
médico, y será reiterada en las sucesivas conferencias internacionales de promoción
de la salud llevadas a cabo en Adelaida (1988), Sundsval (1991) y Yakarta (1997). Pero
justamente durante este lapso se impondrá, por lo menos en la mayoría de los países
de Latinoamérica, la Atención Primaria Selectiva, concentrando los recursos y
acciones sobre la enfermedad, y reforzando la orientación técnica de la biomedicina.
Nuestro análisis de programas de PS en salud aplicados a diferentes áreas y
problemas corrobora estas conclusiones (Menéndez, 1981, 1990b; Menéndez & Di
Pardo, 1996, 2003, 2006), y además evidencia que el uso de definiciones en tér-
minos de poder y de toma de decisiones por las instituciones del SS no se expresa
en sus actividades y objetivos, y que, por el contrario, por lo menos una parte de sus
acciones operan negativa o disuasivamente respecto de la posibilidad de impulsar
la participación en términos de control comunitario sobre la toma de decisiones.
Correlativamente al incremento del uso de definiciones de PS en términos de
control y de poder se recuperó el uso del concepto de autogestión en forma gene-
ralizada, siendo utilizado para una amplia gama de actividades que van desde el
autocuidado individual hasta la gestión comunitaria, pasando por los grupos de
autoayuda. Este concepto, articulado con el de estilo de vida, ha sido referido al
control y toma de decisiones que los sujetos generan respecto de su vida y su salud.
Mientras que otros lo refieren a grupos y comunidades, donde la autogestión es
entendida como la capacidad colectiva y autónoma de hallar soluciones a los pro-
blemas a partir de sus propios recursos, como ocurre con los grupos de AA donde la
autonomía y autarquía es parte central de su ideología asistencial.
A su vez, determinadas políticas internacionales en salud impulsaron un con-
cepto de autogestión basado en la capacidad colectiva de obtener y manejar recursos
propios, de generar autofinanciamiento con escasa o ninguna inversión del Estado,
de colocar la responsabilidad del cumplimiento del programa de salud en los propios
actores, más allá de que los mismos tengan los recursos suficientes para implemen-
tarlo. Incluso, cuando durante la década de 1990 se decide entregar apoyos finan-
cieros a nivel local, se los identifica también con orientaciones autogestivas focali-
zadas en la mujer.
Algunas de estas propuestas incluyen elementos nucleares de las concepciones
políticas autogestivas desarrolladas desde perspectivas anarquistas y socialistas, ya
que apelan a la autonomía y a la autarquía del grupo como mecanismos de diferen-
ciación y rechazo de la injerencia del Estado, así como a la importancia de la toma
de decisiones en términos de poder, pero que en la práctica refieren a poder hacer o

162 De sujetos, saberes y estructuras


si se prefiere decidir sobre determinados objetivos (autovivienda, autocuidado de la
enfermedad, huertos domésticos), pero no sobre las condiciones socioeconómicas
y políticas que son decisivas para su estado de salud individual y colectiva. Es decir
que las decisiones y el poder son referidos a ciertos aspectos y excluidos de otros
(Menéndez, 1983).
El uso actual de la autogestión refuerza la concepción de la PS como recurso, y
solo una parte de las ONG y de los programas de API retomaron una concepción
autogestiva centrada en la toma de decisiones. Una de las paradojas de toda una serie
de proyectos dizque autogestivos impulsados por ONG reside en que los mismos no
solo dependen inicialmente de recursos y financiamientos externos internacionales
o nacionales, sino que en general no logran nunca el autofinanciamiento. Más aún,
la continuidad de estos proyectos depende tanto de los financiamientos externos,
que cuando desaparecen dichos financiamientos también suelen desaparecer dichos
proyectos asumidos como autogestivos.
Ahora bien, más allá de las características de estos procesos, es importante
recordar que las definiciones de PS como control por parte de los actores, en tér-
minos de “empoderamiento” y también de autogestión, pasaron a primer plano
en los organismos internacionales y en el SS cuando se profundizó la situación de
pobreza y de extrema pobreza en América Latina. A mayor expansión de la pobreza
habría como una mayor insistencia por organismos, como el Banco Mundial, en
impulsar la participación autónoma de los más pobres.
Frente a estos usos y apropiaciones, la posibilidad de establecer la orientación
real de la participación reside en observar cuál es el sentido dado a las actividades,
pero no solo en el discurso, sino sobre todo en las prácticas. Así, por ejemplo, cuando
las propuestas del Banco Mundial a principios de la década de 1990 cuestionaron la
orientación asistencialista y el escaso uso de la prevención por la biomedicina, pro-
poniendo desmedicalizar la salud e impulsar la educación básica a través de criterios
similares a los del salubrismo radical, necesitamos analizar los objetivos de estas
propuestas que justamente se vinculan a las denominadas políticas de “ajuste estruc-
tural” impulsadas por el neoliberalismo, y que difieren de los objetivos de la API que
se oponen a la privatización, al desfinanciamiento de los servicios, a la descentrali-
zación vertical promovidos por las políticas de ajuste. Pero este análisis no solo debe
concentrarse en el sentido encontrado en el discurso teórico/ideológico, sino sobre
todo en las prácticas, que en este caso son bastante evidentes dada la orientación de
las inversiones en salud promovidas por el Banco Mundial.
Observar el sentido de la PS en las prácticas es decisivo, porque si bien en algunos
casos vemos similaridades entre discurso y práctica, lo más frecuente suele ser la
similaridad en ciertos aspectos parciales y la discrepancia en otros, o directamente la
falta de similaridades. De tal manera que el SS, o ciertos organismos internacionales
en salud, pueden simultáneamente hablar de la PS en términos de toma de deci-
siones o en términos de recurso, pero donde las prácticas indican que lo dominante
es el uso de la PS en términos de mano de obra “voluntaria” o “involucrada”. La
articulación entre discurso y práctica debe ser referida a las diferentes experiencias
y de ser posible a lo largo de un lapso histórico amplio, dado que coyunturalmente

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 163


pueden utilizarse una serie de actividades participativas autónomas que son discon-
tinuadas al poco tiempo.
Todo lo cual supone que, además, debemos tratar de entender y explicar por
qué ciertas políticas de salud son las que se aplican a la realidad, más allá de la apro-
piación por parte del Banco Mundial y otros organismos de conceptos y de técnicas
desarrollados por orientaciones críticas, y que no solo podemos referir al cinismo
de los funcionarios o a la infinita astucia del poder. Considero, por ejemplo, que si
la APS se aplicó fue debido no solo a la fuerza de los discursos, sino a que esta evi-
denció –por lo menos durante un lapso– eficacia en las prácticas, y especialmente
para problemas prioritarios, como la notable disminución de las tasas de natalidad,
así como la disminución de la mortalidad infantil y preescolar, la reducción de los
niveles de desnutrición o la extensión de cobertura de inmunizaciones.
La APS se impuso además no solo porque evidenció eficacia y rapidez para
problemas de salud específicos, graves y urgentes, sino también porque podía apli-
carse a través de actividades relativamente simples y baratas, para las cuales además
existían financiamientos específicos, como parte de una estrategia de concentración
de recursos en determinados problemas y actividades. Las políticas selectivas no
solo fueron dirigidas a seleccionar problemas y técnicas biomédicas específicos, sino
también a seleccionar determinados actores a través de los cuales en gran medida
se implementaron las acciones, y que fueron en primer lugar la mujer en su rol
de esposa/madre y en segundo lugar las organizaciones no gubernamentales que
trabajaban sobre ciertos procesos de s/e/a. Y será a través de estos dos actores que
se impulsará y se desarrollará la mayoría de las actividades participativas y de los
programas de salud que las involucran.
Pero, además, los programas de APS buscaron reducir y enfrentar las con-
secuencias de las políticas neoliberales denominadas “de ajuste”, impulsadas a
mediados de la década de 1980 en la mayoría de los países de la región, y que no solo
iban a generar pobreza, desocupación, el incremento de las desigualdades sociales y
una caída en los niveles y calidad de vida, sino que además podrían tener graves con-
secuencias en el campo de la salud colectiva. Y de allí que, en un país como México,
se comiencen a aplicar programas contra la pobreza que utilizan criterios selectivos
para “focalizar” ciertos problemas y ciertos actores con los cuales trabajar, y que
complementan las políticas selectivas del sector salud.
Más aún, estos programas selectivos fueron parte importante de las “políticas
de ajuste”, dado que evidenciaron eficacia puntual en aspectos como la reducción
de ciertas mortalidades etarias sin modificar las condiciones económico/políticas
dominantes. De tal manera que la AP selectiva no aparece como amenaza, aunque

164 De sujetos, saberes y estructuras


sea potencial, a los intereses de los sectores dominantes, como sí aparece, aunque a
nivel de discurso, en las propuestas de API11.
Pero, además, el registro y sentido de las prácticas es decisivo para entender pro-
cesos como los de la denominada “resistencia pasiva”, donde la “pasividad” de los
conjuntos sociales es considerada por algunos autores como uno de los principales
mecanismos de oposición, de pertenencia, de participación social contra los sectores
dominantes. La conclusión de que la pasividad constituye un proceso de resistencia
está fundamentada por algunos autores exclusivamente en el sentido que le dan los
sujetos que resisten; sin negar la pertinencia de encontrar en la intencionalidad de
los actores dicho tipo de participación social, debemos además observarla en las con-
secuencias prácticas de dicha pasividad, que no se reduce a los actores “pasivos” sino
que se extiende al juego desarrollado por los diferentes actores entre quienes opera
la resistencia pasiva. Establecer esta articulación es necesario, pues si no toda “pasi-
vidad” puede ser entendida como resistencia de las clases subalternas y frecuente-
mente más allá de la intencionalidad de los comportamientos. Desde Fanon a Scott
pasando por Ginsburg y una parte de los teóricos de la desviación, toda una serie de
autores han encontrado en los comportamientos “desviados” o “diferentes” cues-
tionamientos intencionales o implícitos al sistema dominante, lo cual no negamos
como posibilidad, pero ello debe ser observado en las transacciones específicas que
se desarrollan entre los sectores hegemónicos y los “desviados” y “diferentes”, para
concluir cuál es realmente el sentido y las consecuencias de conductas que aparecen
simultáneamente como sumisas y cuestionadoras.
Esta actitud metodológica es necesaria, dado que los que trabajan en atención
primaria de la salud a través de orientaciones críticas y no críticas, y tanto en el SS
como en las ONG, se caracterizan por realizar actividades semejantes, utilizar ins-
trumentos similares y trabajar con los mismos actores sociales. Más aún, casi todos
reconocen que la PS favorece/impulsa la creatividad, la involucración del sujeto/
grupo, la concientización, la responsabilidad, la democratización, el sentido de per-
tenencia, etc., y que dichas características pueden ser utilizadas para intervenir sobre
el proceso de s/e/a. Pero, lo subrayamos, estas características aparecen para algunas
tendencias y organizaciones como si la PS implicara “en sí” estos rasgos, en vez de
considerarlos como desarrollos posibles, dependientes de las orientaciones, de las
prácticas y de las condiciones dentro de las que operan.
Considero que son estas similaridades, así como la noción de la PS como “buena
en sí”, las que posibilitarían el pasaje de militantes de ONG a trabajar como fun-
cionarios en instituciones oficiales o internacionales, cuando entran en crisis

11
Subrayo que los actores sociales pueden modificar sus formas de participación en función de
sus intereses y de las coyunturas donde operan, y que por lo tanto el apoyo del Banco Mundial a
la APS no significa ignorar que cuando se reduce la eficacia de ciertas actividades de la APS, el BM
recupera como necesarias una parte de las propuestas de la API, especialmente las que tienen
que ver con el papel autónomo de los grupos sociales subalternos, de tal manera que desde la
década de 1990 insiste en fomentar el involucramiento de los sujetos y grupos en todos los pasos
de los programas de salud, como ya lo señalamos.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 165


ideológicas o financieras los proyectos, o cuando al interior de los grupos se generan
conflictos por micropoderes o cuando se abren espacios institucionales oficiales que
demandan mano de obra calificada.
Estas orientaciones son también las que han posibilitado que por lo menos una
parte de las ONG, que antes se oponían a ser financiadas por los gobiernos nacionales,
aceptaran con suma facilidad y discreción dichos financiamientos cuando esta ten-
dencia se incrementó durante la década de 199012. A mi juicio, este “pasaje” se halla
facilitado porque tanto en las instituciones del SS como en las ONG domina una orien-
tación ideológica sobre la PS centrada en la práctica, que frecuentemente excluye o
niega la significación del análisis teórico, incluido el análisis teórico de las prácticas.
Las principales actividades de PS realizadas por los diferentes tipos de insti-
tuciones y organizaciones respecto de los procesos de s/e/a son: a) formación de
promotores, frecuentemente polivalentes; b) adiestramiento de parteras empíricas,
de personal experto en actividades de planificación familiar; adiestramiento en la
prescripción de tratamientos básicos, en la realización de actividades quirúrgicas
menores, en la identificación y datación de casos de paludismo, de chagas, etc.; c)
formación de comités de salud; d) promoción y formación de grupos de autoayuda;
detección y trabajo con redes sociales; e) realización de tareas colectivas de sanea-
miento y similares; f) construcción de huertos domésticos y/o colectivos para pro-
ducir plantas medicinales y/o comestibles; g) recolección de plantas comestibles
y curativas y/o formación de herbarios; h) elaboración de productos terapéuticos
populares y galénicos; i) realización de tareas de educación y/o de concientización
de la población sobre las causas y solución de sus principales problemas de salud;
j) favorecer e intervenir en la organización de los promotores y/o de los curadores
populares; k) favorecer y/o intervenir en la organización de la comunidad para
actividades de asistencia y prevención, y/o para demandar y/o para luchar por pro-
blemas específicos (obtención de agua) o por problemas genéricos; l) adiestrar y ase-
sorar a grupos y comunidades en actividades de gestión; en “aprender” a gestionar;
ll) contribuir a la organización y funcionamiento de los sistemas locales de salud
(SILOS); m) organizar grupos, cooperativas u otras formas colectivas de producción
y comercialización a partir de las características del área; n) enseñar a realizar diag-
nósticos de salud a nivel local.
Para realizar estas actividades se aplican generalmente instrumentos similares;
se utilizan pláticas, talleres de educación y concientización, manejo de algún tipo de
variante de los denominados grupos focales; manejo de técnicas de animación como
dramatizaciones, teatro de títeres, uso de narrativas, música y canciones populares13.
Desarrollo de experiencias prácticas como caminatas ecológicas, organización de
museos locales en especial de herbolaria, preparación de alimentos, adiestramiento

12
Aclaro que no estoy cuestionando dichos financiamientos, sino analizando las orientaciones
práctico/ideológicas de determinados grupos de la sociedad civil.

Algunas de estas técnicas tienen un uso relativamente antiguo; en México, por ejemplo, el uso
13

del teatro popular se desarrolló desde la década de 1920, y en especial durante la segunda mitad
de la de 1930 referido especialmente a problemas específicos como el alcoholismo.

166 De sujetos, saberes y estructuras


en atención curativa y preventiva, participación en asambleas comunitarias o de
tipos especiales de “enfermos”. Aprendizaje de técnicas educativas y de concienti-
zación. Se supone que el conjunto de estas técnicas es participativo desde el proceso
de aprendizaje y que la aplicación involucra al “educador” en el proceso participativo.
Las definiciones, actividades e instrumentos propuestos por los técnicos y profe-
sionales de las instituciones del SS y de las ONG para trabajar en PS aparecen como
similares, aunque la orientación puede diferir, ya que determinadas técnicas y acti-
vidades tienen que ver más específicamente con los objetivos de las tendencias que
trabajan con proyectos de API, que las que trabajan dentro de los límites de la APM.
Pero, potencialmente, la mayoría de las instituciones y organizaciones que trabajan
en salud utilizan formas de trabajo similares.
Los actores sociales con quienes se trabaja en PS de la salud son las mujeres res-
pecto de procesos de salud reproductiva o de salud infantil; los grupos familiares
a través de las campañas de vacunación; los miembros de las pequeñas comuni-
dades a través del trabajo “voluntario” en actividades de saneamiento del medio; los
grupos de autoayuda respecto de un padecimiento específico, o las redes sociales
organizadas para enfrentar determinadas carencias. Pero debemos subrayar que, en
la mayoría de estos grupos, el actor sobre el cual se concentra el trabajo participativo
es la mujer en su rol de esposa/madre.
A partir del análisis realizado hasta ahora surgen una serie de interrogantes refe-
ridos a: ¿A quiénes les interesa la PS respecto de los procesos de s/e/a? ¿A quiénes les
interesa que dicha participación se desarrolle en términos colectivos y autogestivos
o en términos individuales y de estilo de vida? ¿Quiénes son los sujetos y sectores
sociales que realmente impulsan la participación en este campo? ¿Qué sectores con-
sideran prioritaria la participación en procesos de s/e/a? La respuesta a estos interro-
gantes es decisiva, sobre todo respecto del análisis y/o intervención sobre problemas
específicos, dado que los mismos suponen no solo establecer quiénes son los que
realmente participan y a través de qué características, sino observar la similaridad,
complementación o contradicción que opera entre los diferentes actores participa-
tivos, así como las eficacias diferenciales que surgen de sus acciones.

Las tendencias asistenciales de lo cotidiano

Si bien los organismos oficiales y privados del SS y las organizaciones no guber-


namentales manejan definiciones, instrumentos, actividades y actores similares,
ello no supone concluir que la orientación y las consecuencias de los proyectos son
también similares. Así, los organismos del SS tienden a favorecer una PS individual
o microgrupal centrada en la mujer, y a impulsar la participación en términos de
recurso colocando el eje de la primera en lo asistencial/curativo, y de la segunda en
su utilización como mano de obra.
Nuestra revisión de programas mexicanos que utilizan la PS, nos permite con-
cluir que manejan una concepción de la comunidad como homogénea y simétrica,
omitiendo los factores que impulsan la heterogeneidad tanto al interior como al

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 167


exterior de la comunidad. Los programas se caracterizan por su verticalismo, auto-
ritarismo, control, y por tender a una aplicación coercitiva de los mismos, cuya
expresión reciente más notoria en América Latina lo constituyen los programas de
planificación familiar, que en algunos países de la región han incluido la esterili-
zación sin consentimiento informado. Y, por lo menos en el caso de México, esta
orientación se observa también a través de una de las políticas básicas impulsada
desde la década de 1980 me refiero a la imposición de un proceso de descentrali-
zación en el SS decidido y aplicado verticalmente, de forma tal que se apelaba a la
PS en el discurso del SS sobre descentralización, pero se la negaba en la práctica.
El discurso sobre PS que manejan las organizaciones internacionales referidas a
la salud, y en menor medida el SS, plantea la necesidad de desarrollar un tipo de PS
que implique la delegación de funciones y actividades por parte de las instituciones
oficiales de salud. La descentralización pensada en los niveles provinciales, muni-
cipales y comunales expresa esta concepción cuyo referente son los SILOS. Pero
en la práctica, dicha delegación de actividades ha sido mínima en la mayoría de los
países de la región; más aún, la posibilidad de que esta propuesta se desarrolle en
términos de PS como toma de decisiones en los tres niveles señalados, constituye en
numerosos contextos un riesgo político y profesional para los sectores dominantes,
dada la posibilidad de que en dichos niveles se constituyan realmente proyectos de
autonomía y no solo en términos de políticas de salud. Las instituciones del SS no
solo desconfían del saber de los conjuntos sociales en salud, sino también de sus
posibilidades de autonomía organizativa.
Esta actitud del SS hacia la PS es reforzada por la actitud del personal de salud;
estudios y experiencias de muy diverso tipo han evidenciado que el personal de
salud, especialmente el médico, se caracteriza por no estar interesado en la PS, por
desconfiar de los saberes comunitarios, por rechazar que los sujetos y grupos sociales
puedan intervenir en la toma de decisiones de tipo técnico, pero también de tipo
social (Rasmussen-Cruz, 1993; Rifkin, 1990; Kroeger & Barbira-Freedman, 1992).
Dominaría en ellos la noción de que la población se caracteriza por su pasividad,
desinterés y falta de iniciativa, lo cual puede ser correcto a nivel manifiesto, pero sus
explicaciones de la apatía de los conjuntos sociales no solo no son correctas por lo
menos respecto de ciertos aspectos, sino que además excluyen el papel de la biome-
dicina y del sector salud en la construcción de dicha apatía. Excluyen el papel de la
verticalidad, de la falta de consulta a la población, de su inclusión solo como recurso,
de la discontinuidad de las acciones, etc., lo cual no supone reducir la explicación
de dicha pasividad y desinterés exclusivamente al papel del sector salud, pero sí la
necesidad de incluirlo protagónicamente.
El saber biomédico tiende a excluir la PS, y en particular la autogestión, por
razones de tipo técnico e ideológico, lo cual se expresa sobre todo a través de dos
procesos. En primer lugar, la reiteración con que la biomedicina aparece como el
principal o como uno de los principales factores que se oponen, limitan y/o reo-
rientan la PS de los sujetos y comunidades, sobre todo cuando son de tipo autónomo.
Y, en segundo lugar, a que los médicos en general consideran en la práctica que la PS
no es un asunto biomédico ni siquiera del SS.

168 De sujetos, saberes y estructuras


Esta tendencia sería consecuencia de las orientaciones ideológico/técnicas de la
biomedicina, puesta de manifiesto tanto en la elaboración como en la aplicación de
los programas de salud. No es un hecho casual que la normatividad técnica de la PS
en salud, por lo menos en el caso del SS mexicano, sea una de las normatividades
menos precisas, tal como podemos observarlo en los programas nacionales y regio-
nales elaborados sobre problemas generales y específicos de salud.
Esto se correlaciona con la falta de formación profesional que evidencia el equipo
de salud en casi todo lo que refiere a PS, y no solo a nivel clínico sino también en
la formación de salubristas. Al respecto, debemos reconocer que la mayoría de los
médicos, por no decir la totalidad, estudian medicina para trabajar como médicos,
y su formación de grado y posgrado refuerza esa motivación. De tal manera que
en términos profesionales no solo no tienen motivaciones, sino que además no
poseen habilidades técnico/profesionales para trabajar en PS, lo cual, por supuesto
no quiere decir que no las puedan aprender e instrumentar, tal como ha ocurrido en
varios países de América Latina.
Actualmente la mayoría de las ONG comparten algunas de las características
analizadas, ya que se centran en actividades asistenciales, no normatizan las activi-
dades de participación, y/o focalizan su trabajo en la mujer. Pero una parte de ellas
se diferencian por fomentar el desarrollo o mantenimiento de relaciones simétricas
y la autonomía de la comunidad, así como por recuperar el saber popular rehabili-
tando sus creencias y prácticas no solo como recurso terapéutico, sino también para
reforzar la “autoestima” y la autoidentificación positiva local. Pero, además, suelen
impulsar el uso de nuevas estrategias de atención y prevención adecuándolas a la
situación local, y promueven el aprendizaje de técnicas de gestión.
A su vez, una minoría de ONG comparten algunas de las características enume-
radas, pero las incluyen en objetivos de concientización y de organización que posi-
biliten el control sobre la toma de decisiones, por centrarse en el trabajo local pero
también promover la referencia y/o articulación con unidades sociales mayores y
con otros actores sociales, tratando de ir más allá del proceso de s/e/a específico, así
como también por impulsar actividades que promuevan la autonomía y en menor
medida la autogestión comunitaria.
Más allá de reconocer el papel asistencial, de apoyo social, y en menor medida
concientizador, observamos que las ONG que trabajan en el campo de la salud se
enfrentan a problemas que no solo afectan su trabajo y orientación técnico/ideo-
lógica, sino que además expresan las dificultades de la mayoría de las organizaciones
de diferentes tipos que deciden trabajar en participación social. Uno de los pro-
blemas, yo diría que permanentes, refiere a la significación de los factores y actores
externos en la organización y consolidación de los proyectos comunitarios, que
podemos reducir a dos: la dependencia del financiamiento externo, ya señalado, y la
dependencia técnica y social de los supervisores/asesores iniciales externos.
Estos factores y actores no solo inciden en la posibilidad de continuidad de los
proyectos de PS, lo cual en el mejor de los casos solo condiciona la renovación anual
del financiamiento, sino también en la orientación y problemas sobre los cuales tra-
bajar dado que los financiamientos tienden a ser cada vez más específicos, de tal

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 169


manera que se tiende a trabajar sobre aspectos que cuentan con financiamiento
potencial y no sobre los problemas prioritarios, los cuales pueden coincidir pero
no necesariamente. Si bien las estrategias de los grupos financiados posibilitan reo-
rientar parte de los recursos a sus objetivos propios, la tendencia creciente es hacia
la adecuación funcional a las propuestas financiadoras.
Una expresión paradigmática de esta dependencia la observamos en la tendencia
de gran parte de las ONG a trabajar con grupos focales, aun para problemas y grupos
donde otras técnicas son mucho más adecuadas y productivas, y si bien los grupos
focales suelen ser utilizados a partir de numerosas variantes, el uso frecuentemente
único y excluyente de esta tecnología evidencia dicha situación de dependencia. Y
recordemos que parte de los financiamientos que inducen el uso de ciertas tecno-
logías sociales se hacen con objetivos de promover la PS.
Las experiencias de PS comunitaria evidencian recurrentemente las dificultades
que existen en la construcción y mantenimiento de organizaciones grupales o comu-
nitarias que aseguren la PS. La población suele tardar en organizarse, pero una vez
establecida la organización pueden surgir conflictos entre sus miembros por micro-
poderes, emergen fracciones e intereses personales y sectoriales que dificultan la
gestión y conducen frecuentemente a la desaparición de la experiencia. Recuerdo que
estas tendencias se dan no solo en la comunidad, sino también al interior de las ONG.
Una parte significativa de las ONG, especialmente las de tradición más ideolo-
gizada y politizada dentro de determinadas líneas autogestivas, proponen inicial-
mente desarrollar un tipo de organización simétrica, dominada por relaciones hori-
zontales, centrada en la autonomía del grupo. Al impulsar este tipo de organización
heredan y/o redescubren las viejas disyuntivas entre privilegiar la eficacia devenida
en gran medida de una organización centrada en liderazgos verticales, fuertemente
organizados y a través de actividades planificadas, o impulsar el proyecto a través
de una organización laxa, con alto peso de la espontaneidad, con menor peligro de
burocratización, pero que puede tardar mucho más en organizarse, ser más lenta en
la toma de decisiones o incluso tener una menor eficacia por lo menos en acciones
inmediatas. Esta disyuntiva se resuelve frecuentemente con el fraccionamiento del
proyecto en sectores que expresan las diferentes orientaciones, o en la reorgani-
zación del proyecto en términos verticales y jerarquizados que cuestionan los prin-
cipios iniciales de simetría, pero aseguran una determinada eficacia por lo menos
durante un tiempo.
Uno de los aspectos más decisivos de los proyectos de PS refiere a los factores
que aseguran la continuidad de las acciones y que se relacionan, entre otros factores,
con las formas organizativas, la existencia y tipos de financiamiento y al papel de los
“asesores”, dado que generalmente son estos los que tienen la mayor capacidad de
gestión y las vinculaciones con las financiadoras, así como la experiencia técnica de
PS. El papel decisivo inicial de los asesores, así como las consecuencias de diferente
tipo generadas cuando se retiran, constituye uno de los problemas más frecuentes
y que se reitera hasta la actualidad. Pero la posibilidad de continuidad y sobre todo
de eficacia no solo refiere a estas instancias “externas”, sino también a factores que
dependen de los miembros de las ONG, entre los cuales los más importantes son

170 De sujetos, saberes y estructuras


la cantidad de tiempo y de permanencia reales dedicados a la organización y sobre
todo a la realización de las actividades de PS.
La presencia constante en la comunidad de los miembros de las ONG y de otros
grupos de la sociedad civil es a mi juicio uno de los factores más decisivos no solo
para asegurar la constitución de la PS, sino también para generar confianza, apren-
dizaje y orientación en la realización de los objetivos por parte de los miembros de
la comunidad. Pero ocurre que la tendencia dominante de los equipos directivos de
por lo menos una parte de las ONG, es que estén cada vez menos tiempo trabajando
en la comunidad, por lo cual las actividades comunitarias participativas son reali-
zadas casi exclusivamente por promotores u otros actores sociales similares. Por lo
que estas características contradicen o por lo menos difieren de las ideologías parti-
cipativas horizontales propugnadas por dichas ONG.
Esto una vez más nos lleva a las relaciones entre representaciones y prácticas, que
en este caso tienen que ver en gran medida con la tendencia a la profesionalización
de los miembros directivos de las ONG, pero que genera –y es lo que me interesa
subrayar– un efecto en la PS devenida de la relación entre práctica y discurso, que
tanto los promotores como las comunidades observan. Dado que en algún lugar del
saber de los promotores como de los grupos sociales con quienes trabajan las ONG
y también el Estado, lo relevante puede pasar no por lo que les dicen qué hacer en
términos de PS, sino por lo que observan que hacen los que promueven la PS. Y lo
que observan es que los que impulsan, hablan y/o escriben sobre la PS, no actúan la
PS en las comunidades sino en el discurso.
A partir de reconocer diferencias entre las orientaciones e instituciones señaladas
respecto de las concepciones y prácticas de PS, debemos no obstante señalar que la
gran mayoría trabaja con similares unidades (microgrupos, especialmente el grupo
centrado en la mujer), y realizan exclusiva o conjuntamente con otras acciones,
actividades de tipo curativo/asistencial. Estas actividades son dominantes desde
el principio en gran parte de las experiencias, pero aun cuando en algunas tengan
un carácter secundario, a lo largo del tiempo las actividades curativo/asistenciales
devienen dominantes en gran parte de las experiencias. Esta tendencia se evidencia
a través de una variedad de experiencias que indican no solo las necesidades, sino
también las preferencias de los sujetos y grupos sociales, pero además de los promo-
tores de las ONG y del SS oficial, por las actividades asistenciales y curativas.
Los conjuntos sociales, y especialmente los subalternos, tienen interés en
solucionar sus problemas específicos de enfermedad en forma inmediata, lo cual
refuerza la tendencia a la participación individual y microgrupal en términos asis-
tenciales. Las causas de esta orientación se atribuyen a que la población tiene poco
tiempo para participaciones de tipo colectivo y no específicas, que actúa respecto de
prioridades que considera inmediatas, por lo cual las acciones de tipo personal les
resultan más “económicas” en términos de tiempo y de organización de su vida coti-
diana. Otros autores, reconociendo o no estas características, subrayan que la escasez
de participaciones de tipo colectivo obedece a otros factores, especialmente a las
relaciones de poder y micropoder, a las relaciones de hegemonía/subalternidad, a

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 171


los conflictos sectoriales, etc. que limitan la PS de los sujetos y grupos, o los con-
vierten en altamente conflictivos.
Dada la casi inevitable orientación hacia lo asistencial, algunas tendencias niegan
el carácter de PS a las actividades de tipo individual, lo cual en términos teóricos y
empíricos es en gran medida incorrecto, primero, porque existen participaciones
de tipo individual, y segundo, porque deberíamos impulsar la articulación entre los
diferentes tipos de PS, más que tender a la exclusión de algunas de ellas. No obstante,
reconocemos la preocupación de estas tendencias ya que, según ellas, la orientación
individual y asistencial erosiona, limita o directamente excluye el desarrollo de las
participaciones de tipo colectivo y no centradas en la atención médica.
Por lo cual sería necesario reforzar continuamente las participaciones no asisten-
ciales, dado que tanto desde el sector salud como desde las demandas de la propia
población, se impulsan las de tipo individual y no solo en términos curativos. Así, por
ejemplo, se observa a través de diferentes experiencias que la población, incluidos
los promotores de salud, aprenden determinados saberes a través de talleres colec-
tivos, para usar dichos saberes en términos personales, y no solo a través de prácticas
de autoatención, sino también como medio ocupacional.
Las características de este tipo de PS pueden observarse en la trayectoria de los
promotores de salud, que constituyen uno de los principales actores a través de los
cuales el sector salud y las ONG trataron de impulsar la PS y la organización comu-
nitaria. Especialmente las ONG centraron su trabajo en la formación de promo-
tores, a través de los cuales pensaron realizar actividades tanto asistenciales y pre-
ventivas como de organización comunitaria. Inicialmente, como señalan Kroeger &
Barbira-Freedman fueron como “…la contraparte de los médicos descalzos chinos, y
gozaron de gran popularidad en los círculos intelectuales latinoamericanos del ’70”
(1992, p. 361). Se esperaba no solo un rol de curador, sino también de transformador
social; si bien esta expectativa, según estos y otros autores, ha declinado, sigue siendo
considerado como el recurso más idóneo, pero su trabajo deviene cada vez más
asistencial en la mayoría de las experiencias actuales (Christensen & Karlquist, 1990).
Esta tendencia se debió a factores como los ya señalados, pero también a los decursos
tomados por los propios programas. Nuestro análisis del Programa de Extensión de
Cobertura (PEC) para Yucatán (Menéndez, 1981, pp. 287-96) evidenció que dicho pro-
grama, centrado en el uso de promotores, fue rechazado en forma pasiva y activa no
solo por el personal de salud, sino también por la población debido a que el sector
salud proponía reemplazar, en las pequeñas e incluso medianas comunidades rurales,
a los médicos y pasantes de medicina por promotores de salud, quienes quedarían a
cargo de la atención primaria de la enfermedad, lo cual fue considerado negativo por
la población. De tal manera que la actitud de esta se articuló con el rechazo del per-
sonal de salud hacia la actividad asistencial de los promotores.
Pero, y lo subrayo, el rechazo no fue a lo asistencial, al contrario, ya que tanto la
población como los médicos cuestionaron el rol asistencial del promotor en función
de demandar que la asistencia fuera dada por médicos y no por agentes comuni-
tarios. En este proceso vuelven a emerger orientaciones contradictorias, pero que

172 De sujetos, saberes y estructuras


evidencian la importancia dada a lo asistencial no solo por la biomedicina sino por
sujetos y grupos sociales, especialmente los subalternos.
El programa de extensión de cobertura (PEC) fue el primero que, en forma
integral, intentó formar promotores en México para reemplazar en áreas rurales la
atención realizada por médicos; en dicha propuesta se unificaban concepciones que
veían en el promotor un agente terapéutico, pero sobre todo un organizador social
extraído de las propias comunidades rurales y/o étnicas. Este programa buscaba, a
través del promotor, reducir las inversiones del sector salud, así como asegurar una
mayor extensión de cobertura.
Esta orientación se hizo cada vez más notoria especialmente en los países con
menores recursos, debido a las dificultades económicas que atravesaba gran parte
del denominado tercer mundo, especialmente durante las décadas de 1980 y 1990,
expresado por la agudización e incremento de la situación de pobreza y por la
reducción o estancamiento de las inversiones en el sector salud. Esto condujo a que,
en las sociedades menos desarrolladas y especialmente en población rural pobre y
marginal, una parte cada vez mayor de los problemas de salud fuera atendida por
promotores y otros curadores populares, pese a las críticas constantes de la biome-
dicina hacia dichos curadores:

En gran número de países de la región (América Latina y el Caribe) los sec-


tores desprotegidos de la sociedad han quedado al margen de la asistencia
sanitaria. Las ONG, el sector informal y en algunos casos el autocuidado
han sido las únicas respuestas a las necesidades de la población más pobre.
(Lavandez, 1990, p. 515)

Esto, lo reitero, no niega la existencia actual de experiencias que promueven un papel


de los promotores no solo asistencial sino también organizativo e incluso político,
pero estas no constituyen la tendencia dominante. Nuevamente observamos que
procesos que inicialmente son desarrollados a través de actividades, instrumentos
y actores similares, pero con diferentes y hasta contradictorios objetivos y orien-
taciones, como por ejemplo los impulsados por el Banco Mundial por una parte o
los impulsados por determinados grupos de base por otra, convergen sin embargo
en el dominio de actividades de tipo asistencial en función de una variedad de pro-
cesos que van desde la persistencia de la extrema pobreza, hasta el “desgaste” de por
lo menos una parte de los activistas, pasando por las inducciones generadas desde
instituciones del Estado (programas contra la pobreza) y desde diferentes organi-
zaciones civiles cuyas acciones se centran en el trabajo con sujetos y microgrupos,
y en la solución o reducción de problemas puntuales como violencia doméstica,
VIH-sida o desnutrición.
Esta orientación se refuerza por dos hechos que se reiteran a lo largo y ancho de la
participación social en salud; primero, la mayor parte de los programas que utilizan
promotores trabajan con mujeres en su rol de esposa/madre, y/o con mujeres con
algún tipo de padecimiento específico o en tanto sujetos de agresión física, lo cual
tiende a favorecer las actividades asistenciales, ya que además se articula con el rol

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 173


establecido y asumido por las mujeres al interior del grupo familiar. Y segundo, que
gran parte de las enseñanzas que reciben los promotores refieren a aspectos cura-
tivos y asistenciales; la cantidad de tiempo dedicado a prepararlos en organización
comunitaria, por ejemplo, es muy reducido comparado con los tiempos dedicados a
aprender/reaprender técnicas herbolarias, de relajación, uso de medicamentos, etc.
Estos procesos no solo se articulan con las tendencias asistenciales de los
miembros de las comunidades, sino también con la identificación del promotor
como “curador” que facilita su conversión en curador “privado” local, lo cual se
acentúa si el promotor se desempeñó previamente como curador tradicional
(huesero, yerbero, partera, etc.). Desde esta perspectiva, estos promotores/curadores
no solo tratan de adquirir saberes y habilidades curativas, sino también diplomas y
todo tipo de reconocimiento que los legitimen en su desempeño, y si las condiciones
lo posibilitan, demandar ingresos económicos del sector salud o de instituciones
financiadoras. Una parte de los promotores deriva o retorna al ejercicio privado,
que refuerza la orientación asistencial, dentro de un proceso de empobrecimiento
y desocupación que favorece que los promotores utilicen las habilidades adquiridas
como forma de trabajo “profesional”14.
Nuestras conclusiones se relacionan con dos procesos: el reconocimiento de que
la deserción de los promotores es un problema constante y generado por múltiples
factores, en especial por la situación socioeconómica, y la posibilidad de los promo-
tores de convertirse en líderes locales que desarrollan tipos de participaciones “alter-
nativas”, a veces relacionadas con proyectos políticos, como ocurre en algunas zonas
indígenas de Latinoamérica. Pero en otros casos, se dedican a organizar e impulsar
acciones de salud, pero caracterizadas por su asimetría, verticalismo y autoritarismo.

Microgrupos, comunidades, clases sociales:


autonomía, dependencia o articulación

Uno de los problemas teóricos y prácticos más importantes que surgen de las expe-
riencias y proyectos sobre participación social, es que mientras existen constante-
mente expectativas sobre el desarrollo y continuidad de la participación a través de

14
Durante la década de 1970, y aun durante la década de 1980, se dio una discusión especialmente
al interior de las ONG y/o de grupos que trabajaban en investigación/acción, sobre si el trabajo
comunitario debía reducirse a “incentivos ideológicos” o debían incluirse “incentivos materia-
les”, lo cual retomaba una antigua discusión desarrollada en los grupos y partidos políticos. La
trayectoria real de las ONG condujo a que se impusiera la aceptación de los incentivos materiales
como proceso normal, reduciéndose a un mínimo los grupos que siguen insistiendo en los in-
centivos ideológicos. Actualmente no es “de buen gusto” tratar este tema, y en los hechos no solo
dominan los incentivos materiales, sino que hay una tendencia a no discutir dicha cuestión ni el
financiamiento de los incentivos. Subrayo que no cuestiono en absoluto este proceso, sino que
me parece importante analizar cómo se dio y qué repercusiones tuvo en el trabajo de las ONG y
de otros grupos de la sociedad civil, incluido el mundo académico.

174 De sujetos, saberes y estructuras


movimientos sociales o de otros tipos de conjuntos sociales de nivel macrosocial, en la
práctica estos operan coyuntural y discontinuadamente, mientras la mayor frecuencia
y continuidad de la PS en salud se desarrolla a través de pequeños grupos general-
mente sin relación con los procesos políticos masivos de tipo coyuntural, aunque sí
con los programas estatales y de las ONG que impulsan las actividades participativas.
Para analizar esta tendencia, primero propondré un esquema15 de las unidades y
actores sociales a través de los cuales se ejerce la PS en el proceso de s/e/a, para luego
analizar la dinámica existente entre los mismos:

a) Personas y microgrupos: los más importantes microgrupos en términos de


frecuencia de acciones respecto de procesos de s/e/a son los grupos domés-
ticos, los grupos de amigos, los grupos laborales a nivel de pequeño grupo,
etc., en los cuales se generan y practican básicamente las actividades de au-
toatención. Incluye grupos sostén, redes familiares y redes sociales inmedia-
tas, así como la movilización de los recursos individuales y/o microgrupales
para enfrentar un problema (coping). En estos grupos y especialmente en el
doméstico es donde se reclutan los “cuidadores”, que en su inmensa mayo-
ría son cuidadoras. Es a partir de estos sujetos y microgrupos que se crean
redes sociales, especialmente redes familiares, pero también de amigos. En
todos estos grupos, y especialmente en el grupo doméstico, la PS refiere a la
atención curativa o asistencial y también a la prevención, a través de activida-
des y relaciones sociales producidas espontáneamente, pero que suponen la
construcción y desempeño de roles específicos, entre los que destaca el de la
esposa/madre. De allí que, si bien la acción participativa es desarrollada di-
rectamente por los miembros del grupo, existe una clara división del trabajo
especialmente en los grupos domésticos. Todos estos grupos se constituyen a
partir de relaciones primarias.
b) Micro y mesogrupos: incluye grupos laborales organizados formalmente,
como por ejemplo comisiones de seguridad e higiene industrial, grupos de
autoayuda para padecimientos específicos cuyo modelo es Alcohólicos Anó-
nimos, comunidades terapéuticas, redes sociales amplias, comités de salud;
grupos que se constituyen para acciones inmediatas (demanda de servicio de
agua) o a mediano plazo (instalación de un centro de salud). Una parte sus-
tantiva de estas actividades están también centradas en la mujer, pero otras,
como determinados grupos de autoayuda o grupos para gestionar determina-
das demandas incluyen también al varón. Incluso algunos grupos de autoayu-

15
Esta propuesta es sintética y provisional; la misma presenta una clasificación, que como toda
clasificación es metodológica, es decir, constituye un medio de organizar la realidad para com-
prenderla, y por lo tanto esta clasificación no pretende ser la realidad, sino simplemente ordenar
información de una determinada manera para luego dinamizarla a través de análisis específicos.
Desde esta perspectiva, somos conscientes de que la gradación presentada no coincide con mu-
chas experiencias concretas, así como que cada uno de los “tipos” clasificados presentan carac-
terísticas cuyas diferencias están en determinados énfasis de rasgos aparentemente similares.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 175


da, como es el caso de Alcohólicos Anónimos, se constituyeron inicialmente
a partir de varones. La mayoría de estos grupos se constituyen a partir o en
torno de objetivos específicos y a partir de relaciones primarias, pero su ras-
go distintivo respecto del anterior es que son construcciones intencionales y
voluntarias, que casi siempre producen una organización momentánea o per-
manente que asegure la continuidad del grupo y de sus actividades. Implica
también la constitución de algunos roles jerarquizados. En la mayoría de los
casos, las acciones son desarrolladas en forma directa por los miembros de los
grupos, pero una parte de las actividades pueden ser delegadas, lo cual depen-
de del nivel de organización desarrollado por los grupos.
c) Macrogrupos: refieren a grupos constituidos para el logro de objetivos espe-
cíficos, que suelen tener algún tipo de organización, que en algunos casos son
formales y jerarquizadas, donde si bien operan relaciones primarias, estas fun-
cionan dentro de un ámbito definido por el dominio de relaciones secunda-
rias. Algunos de estos grupos se constituyen a partir de los anteriores.

Incluimos dentro de este tipo a los movimientos sociales de tipo genérico, como
pueden ser los movimientos urbanos/populares, que puede incluir demandas espe-
cíficas referidas a procesos de s/e/a, pero dentro de un conjunto de objetivos; también
incluimos a los movimientos sociales organizados en torno a demandas específicas,
como pueden ser los movimientos feministas, homosexuales o ecologistas, parte de
cuyas acciones también refieren a procesos de s/e/a específicos. Forman parte de
este tipo los movimientos de derechohabientes de instituciones de bienestar social,
en términos genéricos o referidos a sectores específicos (personas de la denominada
tercera edad). Incluimos dentro de este tipo a las ONG y a movimientos sociales
constituidos a partir de ONG, como es el caso para México del Movimiento Popular
en Salud. Los primeros grupos, y en parte estos últimos, se constituyen a partir de la
población que padece problemas de salud/enfermedad/atención.
Pero en este tipo incluimos además toda una serie de asociaciones y grupos que se
crean a partir de los curadores, como son las asociaciones profesionales biomédicas,
las asociaciones de curadores “tradicionales”, las asociaciones de promotores, los tra-
bajadores de la salud sindicalizados, las asociaciones de médicos desocupados, etc.
Todos estos grupos se caracterizan por su construcción voluntaria e intencional, por
operar a través de relaciones primarias, pero en ámbitos secundarios que suponen
un nivel de complejidad, de organización formal y jerarquizada, una división técnica
del trabajo que tiende a formalizarlos en forma mucho más desarrollada que en los
dos grupos anteriores. En casi todos estos grupos se establecen formas burocrati-
zadas de funcionamiento, así como se constituyen sectores que tienden a monopo-
lizar su organización y dirección. De tal manera que no se delegan las decisiones,
sino determinadas actividades.
Ahora bien, la mayoría de las actividades de PS en la vida cotidiana se dan en
los sujetos y grupos del tipo A y en segundo lugar del tipo B, debido al papel que
estas actividades cumplen para asegurar la producción y reproducción biosocial

176 De sujetos, saberes y estructuras


de los sujetos y microgrupos. Más allá del nivel de vida, de las condiciones mate-
riales e ideológico/culturales diferenciales que estratifican y diferencian a los con-
juntos sociales, los procesos de s/e/a que se dan en el tipo A y especialmente los
de autoatención, operan a través de una estructuración producida necesariamente
para asegurar la reproducción biológica y sociocultural de los sujetos y microgrupos.
Sin negar que al interior de estos microgrupos se dan procesos voluntarios e inten-
cionales, estos no son los determinantes, sino las actividades organizadas no cons-
cientemente; es decir, lo que Bourdieu denomina habitus, y que, en antropología,
sobre todo en la antropología cultural, ha recibido diversas denominaciones desde la
década de 1920. En los otros dos tipos de unidades, la realización de actividades par-
ticipativas no solo es básicamente intencional y voluntaria, sino que además supone
la construcción de organizaciones y/o instancias específicas. Más aún, supone un
esfuerzo organizativo y/o intencional más o menos continuo para asegurar el man-
tenimiento de dichas organizaciones y actividades participativas en cuanto tales.
En el primer tipo, las actividades referidas al proceso de s/e/a aparecen formando
parte del conjunto de acciones a través de las cuales los sujetos y microgrupos se
reproducen; si bien se estructuran roles para dar cumplimiento a determinadas acti-
vidades, estos se aplican unificados con otras actividades que forman parte de la vida
cotidiana de los actores. Estas actividades específicas son parte de la vida cotidiana
de estos microgrupos.
En los otros dos tipos, las actividades participativas pueden organizarse en función
de un proceso específico, como es el caso de los grupos de autoayuda como Alcohó-
licos Anónimos; o pueden ser de tipo genérico, como el caso del movimiento femi-
nista o del movimiento urbano popular en salud. No obstante, en todos ellos la orga-
nización, las actividades, la división técnica del trabajo, etc. son producto de esfuerzos
intencionales y voluntarios que necesitan ser continuamente instrumentados.
Como señalé, la continuidad participativa en el campo de la salud se da básica-
mente a través del primer tipo de grupos, y es en este en el cual, además, se daría el
mayor número de actividades participativas respecto del proceso de s/e/a. Más aún,
gran parte de las actividades realizadas por estos microgrupos suponen el desarrollo
constante de saberes populares y de una autonomía relativa de acción.
La mayoría de la PS respecto del proceso de s/e/a se realiza por lo tanto a través
de microgrupos y de sujetos como parte natural y espontánea del conjunto de repre-
sentaciones y prácticas usadas en la vida cotidiana, para reducir el impacto negativo
de la enfermedad sobre sujetos y grupos, así como para contribuir a la reproducción
social. Pero, además, debe asumirse que, de los grupos construidos16, los que tienen

16
Si bien todo grupo social constituye una construcción, que supone un determinado nivel de
intencionalidad a nivel del sujeto o del grupo, la construcción de determinados grupos como el
doméstico supone la inclusión no intencional, sino estructural, de toda una serie de actividades
consideradas como parte intrínseca de él, mientras que en el caso de la totalidad de los grupos
que clasificamos dentro de B y C se caracterizan por la decisión intencional de organizarse en
torno a una o más actividades. Podríamos hablar entonces de grupos construidos de primer y
segundo grado.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 177


mayor eficacia y continuidad en el tiempo, los que requieren un mínimo de organi-
zación para funcionar, son los conformados en torno a padecimientos u otros pro-
blemas específicos por los propios sujetos que padecen dichos problemas o por sus
familiares y en menor medida amigos, y su modelo es Alcohólicos Anónimos.
Ahora bien, durante las décadas de 1960 y 1970 se gestaron fuertes expectativas
respecto de la potencialidad de los grupos de autoayuda y similares, de constituirse
en alternativas al burocratismo, verticalismo, carencia de continuidad e incluso
falta de eficacia que caracterizaban no solo a las acciones biomédicas, sino sobre
todo a grupos corporativos organizados en torno a demandas sindicales o de acción
política, es decir, a los sindicatos y a los partidos políticos.
Algunas tendencias recuperan los proyectos mutualistas y consejistas para pen-
sarlos en términos de autogestión social que convoquen a diversos sectores sociales,
mientras otros se constituyen en torno a ciertas identidades de género, como es el
caso de los movimientos feministas y gays, pero que en ambos casos podrían dar
lugar no solo a luchar en función de ciertos problemas específicos, sino también a
impulsar objetivos sociales más amplios.
Estas expectativas fueron propuestas por especialistas en grupos de autoayuda
como Katz y Bender (1976; Katz, 1981), pero también por especialistas en movi-
mientos sociales como Touraine, quien viene señalando desde la década de 1970
que, a través de diversos movimientos –e incluye reiteradamente los organizados
en torno a los procesos de s/e/a– pueden generarse algunas de las más significativas
transformaciones sociales:

Los nuevos movimientos sociales que no pudieron desarrollarse ni influir


en la acción política durante los ‘70 y ‘80 deberían retornar […] La debilidad
relativa, y en especial la escasa organización de estos nuevos movimientos
sociales, no deben ocultar el hecho de que constituyen un llamamiento al
Sujeto más directo y vigoroso que todos los movimientos anteriores. En los
ámbitos más centrales de la sociedad actual (la salud, la educación, la infor-
mación) somos testigos de la formación de protestas, debates, propuestas
que se dan por objetivo la defensa del sujeto contra la lógica tecnocrática y
mercantil. (Touraine, 1987, p. 119; 1992).

Por lo menos en parte, el punto de partida de estas posibilidades está en la obser-


vación de que los sujetos y grupos organizados en función de una identidad común
pueden tener una mayor capacidad de organización y de eficacia ya sea en términos
de género, de etnicidad o de enfermedad. Emergiendo, y lo subrayo, la especificidad
como un factor decisivo.
Es a partir de la especificidad que los grupos desarrollan una mayor eficacia; más
aún, la unificación de los sujetos y microgrupos en torno a una sola identidad –
incluso estigmatizada– les daría una mayor eficacia y continuidad de acción que los
sujetos y grupos caracterizados por la pluridentidad. Es la identidad y participación
como “alcohólico” dentro de los grupos de AA o de homosexual con VIH-sida dentro
de los grupos que han organizado los que padecen este problema, lo que posibili-
taría su mayor eficacia.

178 De sujetos, saberes y estructuras


Ahora bien, la casi totalidad de los grupos de autoayuda o similares organizados
en torno a un padecimiento específico promueven acciones y mecanismos de soli-
daridad y de apoyo, dirigidos básicamente a la recuperación de los sujetos que los
integran sin proyectarse más allá de ellos mismos, ni impulsar a sus miembros a
otros tipos de acciones colectivas dentro de la sociedad global.
La posibilidad del paso de estos grupos a otros con intereses más generales de
tipo social y político, no solo constituye un proceso intencional, voluntario, orga-
nizativo, etc., sino que también implica reconocer que los grupos organizados en
torno a un padecimiento, problema o diferencia específicos tienden a reducir su
esfera de acción a sus propios objetivos. Por lo cual, si bien se depositaron expec-
tativas no solo en el rol de los promotores de salud, sino también en los grupos de
autoayuda como el germen a partir del cual constituir un movimiento que, desde lo
específico del proceso de s/e/a pasara a lo genérico en términos sociopolíticos. Y si
bien incluso se desarrollaron experiencias en esta dirección, la práctica evidenció,
por lo menos hasta ahora, que la inclusión de objetivos y de mecanismos de acción
no reconocidos como propios por los “enfermos” no solo no da lugar a la consti-
tución de movimientos sociales, sino que incluso puede conducir a la desintegración
de estos grupos, y aun a perder o reducir su eficacia en términos “curativos” o por lo
menos asistenciales.
No solo son ciertos microgrupos, grupos o movimientos sociales los que, cen-
trados casi siempre en sí mismos, participan respecto del proceso de s/a/e con la
mayor continuidad y eficacia puntual, sino que además los hechos indican que los
actores que se acercan al proceso de s/e/a con objetivos básicamente políticos o ideo-
lógico/políticos tienden, como ya se señaló, a modificar sus objetivos en el proceso, o
abandonan al poco tiempo el trabajo centrado en el proceso de s/e/a.
Pero no cabe duda que, junto con los grupos organizados en torno a padeci-
mientos, existen otros donde la identidad también constituiría el eje de su unidad y
de su capacidad de organización y acción. Y de los cuales los más significativos, en
el caso de los países latinoamericanos, han sido los desarrollados por las mujeres y
por los grupos étnicos. En estos casos, sería la identidad única la que posibilita su
capacidad y continuidad de acción, en la medida en que sea asumida y manejada en
términos de fuerzas sociales e ideológicas.
Ahora bien, ¿cómo pasamos de estos diferentes tipos de grupos organizados en
torno a algún tipo de identidad única a la posibilidad de movimientos o grupos
más genéricos? En principio, no negamos ni cuestionamos la posibilidad de que
la PS en términos colectivos, intencionales, con objetivos no solo específicos sino
también genéricos e incluso nuclearmente políticos, se constituya en determinadas
coyunturas y a través de determinados actores en instrumento/medio de la trans-
formación social, como de hecho se ha dado en algunas tendencias feministas y en
menor grado en el movimiento gay. No negamos que, las actividades organizadas
en términos de reivindicaciones referidas a procesos de salud reproductiva o de vio-
lencias contra la mujer, constituyan el punto de partida a partir del cual impulsar el
empoderamiento de la mujer y/o luchar por la concreción de los derechos sociales

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 179


femeninos, y por lo tanto no reduzcan las actividades al padecimiento a partir del
cual organizaron sus luchas.
Pero este no es un proceso mecánico ni espontáneo, ni tampoco es la tendencia
dominante en estos tipos de grupos. Más aún, dentro de ellos se desarrollan prác-
ticas y representaciones que continuamente tienden a reorientar pragmáticamente
los objetivos de tipo social más amplio hacia los objetivos y necesidades específicas.
El pasaje de los pequeños grupos a los movimientos sociales no se ha dado o se
ha dado en forma limitada, por lo cual no observamos un proceso de pasaje en la
práctica, ni tampoco una teoría del pasaje formulada por los analistas, por lo menos
en términos de los grupos que operan en torno al proceso de s/e/a. Lo que encon-
tramos son propuestas de algunos teóricos e investigadores de este tipo de grupos
o las relativamente antiguas teorizaciones autogestionarias de las décadas de 1920
y 1930, pero especialmente observamos un notable vacío de teorización actual
(Menéndez, 1983).
Como ya lo señalamos, la mayor y más continua eficacia, en términos de sus
propios objetivos, se da en los microgrupos y especialmente en la actividad de las
mujeres en su rol de esposa/madre, en los grupos de autoayuda y en los movi-
mientos organizados en torno a una “diferencia” que les da pertenencia e identidad.
La capacidad de integración y la eficacia parecerían residir en la especificidad, en la
autonomía, en diferenciarse drásticamente de movimientos incluso no centrados en
particularidades. Pero estas características que posibilitan su PS, no solo limitarían
el pasaje a demandas más genéricas, sino que también implicarían la dificultad y/o
rechazo a integrarse en movimientos más amplios.
Ahora bien, toda una serie de autores proponen que, por lo menos una parte
de estos grupos y movimientos centrados en su especificidad, inciden no obstante
en la sociedad global a partir de su especificidad, lo cual no negamos, pero necesi-
tamos observar cómo inciden. Ya que, si por incidencia nos referimos al trabajo de
desestigmatización desarrollado por grupos homosexuales o a la lucha por la adqui-
sición de poder especialmente respecto de los varones por parte de las mujeres,
no cabe duda que han incidido sobre todo en ciertas sociedades y clases sociales.
Pero, según autores como Lasch (1996), sin cuestionar el orden dominante, o mejor
dicho cuestionando solamente la parte que los afecta en su diferencia. Estos grupos y
movimientos, según este autor, no luchan por generar modificaciones estructurales,
sino que lo hacen sobre todo para obtener reconocimiento y para incluirse en la
estructura más que para generar su transformación.
Pero esta tendencia a luchar por la particularidad se ha expresado histórica-
mente, incluso a través de uno de los más notorios movimientos sociales por lo
menos durante el siglo XIX y parte del siglo XX: me refiero al movimiento sindical.
Justamente la mayor parte del movimiento sindical se organizó en torno a especifi-
cidades, básicamente la demanda de mejores condiciones de trabajo y mayor salario,
y la casi totalidad de sus objetivos, demandas y luchas se organizaron en torno a ellos
.Su búsqueda de “adquisición de poder” se dirigía hacia esos dos objetivos, y es res-
pecto de ellos que logró su mayor identidad, movilización y eficacia, pero sin modi-
ficar estructuralmente el orden dominante, aunque sí modificando sustantivamente

180 De sujetos, saberes y estructuras


en ciertas sociedades las condiciones de vida y de trabajo de los miembros de esas
organizaciones. Como sabemos, pues estoy contando una historia que casi todos
conocemos, una parte de las tendencias políticas de izquierda cuestionaron como
negativa la concentración del movimiento sindical en sus especificidades, de tal
manera que, en algunas sociedades, cuando determinados partidos políticos de
izquierda llegaron al poder, liquidaron a los líderes sindicales, disolvieron sus orga-
nizaciones o simularon dar representación a las organizaciones sindicales.
Por supuesto que esta historia es mucho más compleja que mi esquemática pre-
sentación, pero no obstante me interesa subrayar que, por lo menos hasta ahora, los
grupos que se constituyen a través de sus especificidades, encuentran en las mismas
su mayor nivel de integración y eficacia ya sea en términos de sus objetivos reli-
giosos, étnicos o centrados en un padecimiento.
Considero, por lo tanto, necesario reflexionar y tomar decisiones respecto de
varios de los aspectos que venimos analizando. ¿Qué implica que los movimientos
y grupos centrados en su especificidad reduzcan los objetivos y luchas a sí mismos?
¿Qué supone la carencia o por lo menos la existencia de escasas reflexiones no tanto
sobre el sujeto, sino sobre las prácticas –que por supuesto incluyen al sujeto– y
que reiteradamente observamos en estos grupos y movimientos? ¿Qué posibilidad
existe de producir una teoría del pasaje que posibilite pensar y, sobre todo, generar
transformaciones desde los padecimientos específicos hacia las necesidades sociales
generales? ¿Qué posibilidades existen de que los derechohabientes de las institu-
ciones de seguridad social, como el Instituto Mexicano del Seguro Social, se orga-
nicen y luchen por defender “sus” servicios de salud que están siendo desfinanciados
por el Estado y entrando en un proceso de deterioro difícilmente reversible?
¿Qué posibilidades existen en América Latina, y en México en particular, de
que dadas las carencias cada vez más agudizadas de las personas de la tercera edad,
estas se organicen y demanden soluciones económicas y sociales a sus principales
problemas? Y por supuesto, ¿qué posibilidades hay no solo de que se organicen
sino también de que no se burocraticen, y de que luchen y obtengan por lo menos
algunas de sus posibles demandas?
En términos empíricos, como ya lo hemos observado, podemos dar respuesta
a por lo menos una parte de los interrogantes señalados, pero circunscrita a ciertos
procesos, actores y momentos, por lo cual necesitamos interpretaciones teóricas de
un mayor nivel de generalidad. Las expectativas colocadas en los mismos deberían
reconocer que dichos movimientos y grupos intentan modificaciones específicas (ser
reconocidos, aumentar su estatus social, reducir o eliminar las estigmatizaciones,
controlar un daño de salud específico), que a veces y en determinadas situaciones y
coyunturas logran conmover a la sociedad general, y que en ello radica gran parte
de los objetivos y de las posibilidades de dichos grupos y movimientos. Así como
también existen grupos y tendencias, actualmente en receso, que buscan tensar
dichos movimientos hacia propuestas más generales, inclusivas y transformadoras
que coyunturalmente pueden generar modificaciones.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 181


Discontinuidades e imaginarios

En diferentes trabajos he descripto y sostenido, en términos más o menos teóricos,


que el proceso de s/e/a no solo es cotidiano, sino además estructural a nivel de los
sujetos y microgrupos, incluyendo como parte de esa estructuración formas de PS
muy disímiles que cumplen diferentes funciones para posibilitar la solución o con-
vivencia con problemas específicos, así como asegurar procesos de reproducción
biológica y sociocultural dentro de las relaciones de hegemonía/subalternidad que
operan entre diferentes sectores sociales.
Reconocemos, por lo tanto, la existencia de procesos de PS desarrollados por los
propios sujetos y grupos, respecto de los procesos de s/e/a que los afectan. Y, por lo
tanto, la cuestión no es negar esta calidad participativa por considerarla exclusiva-
mente individual o ineficaz en términos de sus efectos estructurales, sino utilizarla
para mejorar y/o modificar las condiciones de vida y salud de sujetos y grupos.
A partir de este reconocimiento, considero que uno de los objetivos de los
estudios de las experiencias participativas sería describir y analizar los procesos de
s/e/a que favorecen las expresiones autogestivas, y que en términos intencionales o
funcionales cuestionen y modifiquen los procesos que tienden a la reproducción de
la subalternidad. Si bien reconozco que en las relaciones de hegemonía/subalter-
nidad se generan procesos transaccionales que implican cuestionamientos y enfren-
tamientos con los sectores dominantes (Menéndez, 1981), nuestra preocupación se
centra en si el trabajo participativo en salud genera más o menos alternativas de par-
ticipación general y autónoma que en otros campos de la realidad. Parte de los deno-
minados movimientos urbanos populares han centrado sus objetivos en el desarrollo
de demandas específicas; más aún, según algunos autores, este tipo de movimiento
sería el más frecuente, aunque suele agotarse en el proceso de demandas específicas
generando escasos desarrollos de tipo general y con continuidad en el tiempo17.
Pero, además, respecto de por lo menos algunos de estos movimientos –y por
supuesto de sus estudiosos–, debemos interrogarnos sobre si los mismos incluyen
realmente la especificidad como núcleo de sus objetivos, o si lo que domina es la
antigua búsqueda de “el” sujeto social de la transformación pensado, investigado
y/o actuado exclusivamente a través de lo político. De la revisión de la bibliografía
sobre movimientos sociales, por lo menos respecto de México, surge que esta no
incluye la descripción ni el análisis de los grupos y/o movimientos organizados en
torno al proceso de s/e/a, pese a que en la década de 1980 se constituyó en México el
Movimiento Nacional de Salud Popular que realizó congresos nacionales desde 1981,

17
Esta es la interpretación más frecuente en los especialistas en movimientos sociales: “En tér-
minos globales, los movimientos reivindicativos aquí mencionados han carecido de una orga-
nización consciente y eficaz para impulsar y conseguir demandas fuera de su ámbito de acción.
En ellos ha faltado cohesión e identidad, no solo para sostener y dar coherencia a sus demandas,
sino también para permanecer como movimientos sociales en situaciones críticas. En otras pa-
labras, la matriz constitutiva de actores en el ámbito en donde se han formado los actores socia-
les, ha carecido de elementos socioculturales que solidifiquen y dinamicen una conciencia del
cambio” (Muro, 1994, p. 79).

182 De sujetos, saberes y estructuras


se organizó en ocho regionales y llegó a tener a fines de dicha década alrededor de
cuatrocientos grupos adherentes.
Si bien durante el desarrollo de este movimiento se generaron escisiones, desen-
cuentros, conflictos, abandonos y/o reconstituciones, ello no explica su omisión; por
lo que considero que dicha exclusión tiene que ver con la idea reiterada de encontrar
“el” sujeto de la transformación, cuya identidad refiere a la condición económica,
ocupacional y últimamente étnica de los actores, pensada a través de lo político.
Pero, además expresa la ignorancia de la existencia y papel de los grupos o movi-
mientos organizados en torno al proceso de s/e/a por la mayoría de los estudiosos
de los movimientos sociales en América Latina.
Por otra parte, deberían formularse conclusiones, por supuesto provisionales,
respecto del trabajo (de lucha) cotidiano por la supervivencia, en particular el desa-
rrollado en torno al proceso de s/e/a, surgen transformaciones no solo en términos
existenciales referidas al sujeto y microgrupo, sino también referidas a las condi-
ciones de vida de los conjuntos sociales subalternos dentro de las cuales participa
dicho sujeto/grupo. Debe realmente analizarse, a través de las prácticas, la propuesta
de que las estrategias de vida y/o de supervivencia modifican la cultura y reconsti-
tuyen la estructura, en cuanto dichas estrategias actualizan y reactualizan constan-
temente dicha estructura a través de las actividades de los sujetos. Debe tratar de
observarse si lo dominante es la producción/reproducción de modificaciones subje-
tivas, que también alterarían la situación de subalternidad colectiva, o si lo que opera
es la reproducción de las relaciones de hegemonía/subalternidad más allá de que se
produzcan modificaciones en algunos sujetos18.
La cultura puede ser verdad para un sujeto en términos de identidad y perte-
nencia, y ello puede ser útil para el desarrollo de estrategias de vida, pero también
puede favorecer su dominación dentro de relaciones de hegemonía/subalternidad.
La PS en términos ideológicos, es decir, como voluntad intencional de modificación,
puede usar o no su propia cultura para modificar la estructura, por lo cual considero
que la cultura como verdad que no se constituye en ideología, favorecerá la repro-
ducción subalterna de la estructura más allá del efecto de “resistencia cultural” que
pueda tener.
Las acciones, luchas, transacciones en salud colectiva operan constantemente,
pero en forma discontinuada, de allí la necesidad de que la PS con objetivos de trans-
formación sea mantenida como un imaginario, que por lo menos ideológicamente
tienda a recuperar recurrentemente la idea y/o las aspiraciones individuales y colec-
tivas hacia la “autogestión” o hacia la “comunidad”, para que en determinadas coyun-
turas se intente realizarlas. Este imaginario debe además funcionar como un refe-
rente constante de las propuestas “realistas”, para contribuir junto con otros procesos
a que dicho “realismo” político y/o técnico integre/enfrente/confronte las necesi-
dades y situaciones de los conjuntos sociales subalternos. Considero que esa calidad
de imaginario es lo que conduce reiteradamente a buscar en la PS mecanismos de

18
Es obvio que no pensamos en situaciones dicotómicas, sino en un espectro de situaciones a
través del cual observar este proceso en forma puntual.

Participación social como realidad técnica y como imaginario social 183


transformación de la realidad social o por lo menos de las condiciones de salud
colectiva, pese a que la experiencia evidencia también reiteradamente las limita-
ciones e imposibilidades de las actividades y actores para lograr la transformación
significativa de la realidad social, aunque también evidencie una mayor posibilidad
de modificaciones en el campo de la salud.
Desde esta perspectiva, considero que es “útil” referir los procesos de s/e/a a pro-
puestas participativas de transformación social, aunque más no sea como imagi-
nario o si se prefiere como mecanismo ideológico, dado que la experiencia de los
sujetos, de los microgrupos, de los movimientos sociales centrados en la diferencia
evidencian que una parte de sus principales logros se dan en términos de procesos
de s/e/a, y no de la transformación social en términos políticos.
Por último, sugiero que los movimientos, las luchas, las acciones no solo son dis-
continuas, sino que una parte del trabajo participativo tanto a nivel práctico como
ideológico solo se mantiene en la mayoría de los casos durante un escaso tiempo
dada una multiplicidad de procesos, entre los cuales subrayo el juego de transac-
ciones que deben realizarse al interior del movimiento social o de las ONG para
asegurar tanto su autorreproducción como un mínimo de eficacia. Si además recu-
peramos la existencia de un proceso constante de deshistorización –desmemoria–
en la constitución de los sujetos y los grupos, el referente de la participación social
como imaginario colectivo e individual pasa a ser aún más necesario. En conse-
cuencia, el trabajo participativo no debe ser pensado exclusiva y excluyentemente
en términos de acción y sobre todo de acciones aplicadas, sino también en términos
teóricos e ideológicos entendidos como necesariamente complementarios y no
como antagónicos.

184 De sujetos, saberes y estructuras


Capítulo 5

Lazos, redes y rituales sociales, o las


desapariciones melancólicas1

En este último capítulo voy a analizar algunos aspectos que distorsionan, reducen
o directamente evitan la aplicación de un enfoque relacional. Mi análisis parte de
una serie de presupuestos teórico-metodológicos, que en gran medida ya desarrollé
en los capítulos previos, y de los cuales solo señalaré dos. Primero, reconocer la
existencia de propuestas sobre el papel decisivo de las relaciones, redes y rituales
sociales en la vida colectiva2, y especialmente respecto de los procesos de s/e/a; y
segundo, la fuerte tendencia a no describir los procesos de s/e/a en términos de
relaciones sociales.
Como sabemos, durante la década de 1960 y sobre todo durante la de 1970, se
desarrollaron toda una serie de estudios que pusieron de manifiesto el papel positivo
de las redes sociales y de los grupos de apoyo respecto de distintos procesos de s/e/a.
Durante dicho lapso se promovió, por parte de investigadores sociales, salubristas
y grupos de la sociedad civil, la construcción o reconstrucción de redes sociales, de
“grupos sostén”, de grupos de autoayuda para solucionar o por lo menos paliar a
nivel de los sujetos y de los microgrupos el impacto, desarrollo y consecuencias de
determinados padecimientos.
Paralelamente, una parte significativa de las corrientes de medicina social, en
particular en América Latina, propusieron las relaciones de producción y las rela-
ciones de clase como parte de sus marcos teóricos referenciales y/o como ejes de sus
investigaciones y en menor medida de sus acciones respecto de los procesos de s/e/a.
Es decir que durante el lapso señalado se descubre el papel de las relaciones, tanto a
nivel micro como macrosocial, dentro del campo de la salud colectiva.
Posiblemente la casi totalidad de los científicos sociales, pero también de los salu-
bristas, estén de acuerdo en que la vida de los sujetos y grupos se desarrolla dentro
de relaciones y rituales sociales, culturales, económicos, de poder. Todo sujeto y
grupo social constituye inevitablemente su subjetividad y su identidad dentro de
relaciones y rituales sociales. Este punto de partida es para muchos tan obvio que ni
siquiera necesita discutirse ni fundamentarse.

1
Una versión anterior de este texto fue publicada bajo el título “Desaparición, resignificación
o nuevos desarrollos de los lazos y rituales sociales”. En: Relaciones, México, 2006, (107), 147-178.
2
En el caso de la antropología latinoamericana, el trabajo de L. Lomnitz (1975) constituye un
hito en el uso de un enfoque relacional.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 185


Pero ocurre, sin embargo, que una parte sustantiva de las investigaciones socioan-
tropológicas y especialmente de las epidemiológicas, se caracterizan actualmente
por ser a-relacionales, o por proponer y utilizar ciertas relaciones –especialmente
las redes sociales– exclusivamente en términos aplicados.
O lo que es aún más interesante, por hablar de relaciones sociales a nivel de las
propuestas teóricas, pero sin que las relaciones sociales aparezcan en sus descrip-
ciones etnográficas ni epidemiológicas.
Estas tendencias no son recientes y podemos observarlas, por ejemplo, en gran
parte de la producción teórica y empírica dedicada a la descripción y análisis de los
procesos de s/e/a en términos de clases sociales, dado que salvo excepción no incluía
la descripción de las relaciones de clase. Lo dominante en las descripciones eran
las posiciones, pero no las relaciones de clase; y aun cuando en los análisis podían
sacarse inferencias respecto de dichas relaciones, las mismas no contaban con mate-
riales empíricos de tipo económico/político, social o simbólico, que avalaran dichas
inferencias o si se prefiere interpretaciones.
No negamos la existencia de algunos escasos trabajos que utilizaron descriptiva y
analíticamente un enfoque relacional, pero lo dominante fueron estudios donde los
materiales empíricos solo referían a posiciones de clase.
Esta producción contrastaba con un marco teórico que proponía la existencia de
diversos tipos de relaciones de clase, ya que se proponían relaciones de producción,
de explotación, de dominación, de poder y hasta relaciones de alineación.
Gran parte de estas relaciones eran además analizadas en un alto nivel de abs-
tracción y sin describir las relaciones desarrolladas en la cotidianeidad de los actores
sociales, incluso en los espacios sociales considerados como más relevantes para
estas tendencias, es decir, los espacios fabriles o el barrio obrero. Esta carencia de
descripciones es notable en el caso de los procesos laborales, ya que las perspectivas
marxistas desarrolladas entre las décadas de 1950 y 1970 –y por supuesto también en
las siguientes décadas– no los describían y mucho menos en términos relacionales.
Esta orientación contrastaba con la existencia de una producción socioantro-
pológica “funcionalista” sobre el trabajo obrero especialmente en la fábrica, que
produjo entre la década de 1940 y la década de 1960 algunos de los más importantes
aportes descriptivos y analíticos respecto de la lógica (racionalidad social) del trabajo
obrero, lo cual fue reconocido tempranamente por Castoriadis en sus artículos
publicados en la revista Socialisme ou Barbarie durante la década de 1950, en los que
señalaba que en estas etnografías podíamos observar las características del trabajo
obrero y de las relaciones sociales establecidas en torno al mismo, lo cual no aparecía
en los estudios marxistas del lapso señalado, salvo muy escasos aportes3.
Pero esta tendencia podemos observarla en la actualidad no ya en los trabajos
sobre clases sociales y procesos de s/e/a, que por lo menos en México casi no se

3
Cuando era estudiante universitario, a fines de la década de 1950, dos profesores marxistas nos
daban a leer una novela de George Navel para ilustrar la perspectiva marxista sobre las caracte-
rísticas del trabajo en una sociedad industrializada como la francesa, dado que no existía otro
tipo de materiales. La novela se llama Trabajos.

186 De sujetos, saberes y estructuras


realizan, sino en los estudios sobre género, grupos étnicos o grupos religiosos y
procesos de violencia, de uso de servicios de salud o de consecuencias de los pro-
cesos migratorios. Por lo tanto, en este capítulo trataremos de evidenciar las conse-
cuencias metodológicas y prácticas que ha tenido esta orientación en términos de
la producción académica, así como también lo que la misma expresa en términos
teóricos e ideológicos.

¿De qué relaciones sociales hablamos?

Las ciencias sociales, y en particular la antropología social, desarrolladas desde


mediados de la década de 1970 y durante las de 1980 y 1990 se caracterizan por toda
una serie de rasgos, y especialmente por el énfasis colocado en la “diferencia”, en la
exclusión de la dimensión ideológica, y en el uso de una metodología focalizada en
el punto de vista del actor.
Pero ocurre que los estudios sobre las “diferencias” en América Latina, y por
supuesto en otros contextos, tratan casi cualquier tipo de diferencia menos algunas
de las que en el pasado preocuparon más, por lo menos a ciertas corrientes teó-
ricas. Por lo cual, en la antropología social latinoamericana –incluida la antropología
médica– son escasos los estudios sobre las diferencias y sobre las relaciones raciales,
de clase e ideológicas.
Esta orientación contrasta –como ya lo hemos señalado– con lo ocurrido en
América Latina en esas décadas, ya que se incrementan los niveles de pobreza y de
extrema pobreza, así como las desigualdades socioeconómicas, que dan lugar a que
la Cepal (Comisión Económica para América Latina) nos hable de las “décadas per-
didas” de Latinoamérica, refiriéndose a las de 1980 y 1990. Así como se desarrollan
movimientos sociales de base indígena, que denuncian la situación de subalternidad
a que están sometidos, subrayando especialmente el racismo dominante en nuestras
sociedades.
Si bien el énfasis en el punto de vista del actor y en las “diferencias” constituyen
reacciones respecto de las propuestas culturalistas, funcionalistas, estructuralistas
y marxistas que se gestaron y desarrollaron durante las décadas de 1950 y 1960,
y parte de la de 1970; y si bien, en gran medida, varias de esas reacciones fueron
saludables y necesarias en muchos aspectos, desgraciadamente las orientaciones
teórico/ideológicas que utilizaron esterilizaron muchas de sus posibilidades, justa-
mente al eliminar o reducir el peso de las relaciones sociales en sus descripciones,
al reducirlas exclusivamente a las representaciones sociales y a las experiencias que
algunos actores sociales tienen de las relaciones sociales, y/o al describirlas y utili-
zarlas exclusivamente en términos microsociológicos.
Como sabemos, el estudio de las diferencias favoreció la descripción de la realidad
a través del “punto de vista del actor”, que en los hechos supuso frecuentemente la
descripción y análisis a partir de la perspectiva de “un” solo actor. De tal manera que
la descripción de los “adictos”, de los “gay” o del género femenino, pero también de
los “obesos”, de los “discapacitados”, o de los “jóvenes” se centraron exclusivamente

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 187


en lo que dicen los sujetos caracterizados por ser “alcohólicos”, “obesos” o “jóvenes”.
No se describen ni analizan las “voces” de los diferentes actores significativos con
los cuales las mujeres, los discapacitados o los “adictos” entran en relación, ni por
supuesto las relaciones que se dan entre ellos. Solo se presentan los testimonios, las
voces, las narrativas, las experiencias o las representaciones sociales del actor selec-
cionado incluyendo sus saberes sobre los “otros”.
Esta orientación es parte de ciertas maneras de pensar la realidad, que favore-
cieron el uso de enfoques a-relacionales, siendo una de las más notorias la idea de
que la sociedad actual se caracteriza por la desaparición o por lo menos erosión de
los lazos y rituales sociales, tanto en términos absolutos como comparados con otras
sociedades, o con otros momentos de la misma sociedad. Sobre todo, se enfatiza la
desaparición de las relaciones primarias, de las relaciones “cara a cara”, expresada
especialmente a través de la pérdida de las funciones y/o de la desintegración de la
familia actual.
Este es un aspecto sumamente importante, dado que muchos de los más graves
problemas actuales –incluidos problemas de salud– se atribuyen a que nuestras
sociedades han perdido algunos o la mayoría de sus principales relaciones y rituales
religiosos, familiares, laborales y hasta políticos. Más aún, se subraya la velocidad
con que están desapareciendo gran parte de dichos rituales y relaciones, y así en el
caso de los organizados en torno a las religiones, hasta hace poco dominantes en el
mundo occidental, se concluye que “Nunca hasta ahora se dio la ocasión de observar
el hundimiento de un cuerpo social en un lapso tan corto de tiempo” (Beauge, 1997,
p. 18). Se ha desarrollado una especie de lamento porque el hombre “occidental” y
de sus alrededores se está quedando sin relaciones y rituales sociales, y sobre todo de
algunos considerados básicos.
Desde hace varios años domina la idea de que en nuestras sociedades se han
erosionado muchas de las relaciones sociales significativas tanto a nivel macrosocial
como, especialmente, a nivel de los grupos primarios. No solo los científicos sociales,
sino también funcionarios gubernamentales mexicanos –en particular los del
“sector social”– sostienen que esta erosión sería la principal o por lo menos una de
las principales causas de la criminalidad, de la violencia, en particular de la violencia
intrafamiliar; del desarrollo de las adicciones, del incremento del suicidio en deter-
minados grupos de edad o del surgimiento de los denominados “niños de la calle”.
Se señala que la caída de los lazos sociales ha generado la erosión de las rela-
ciones de solidaridad, de cooperación, de apoyo, de ayuda mutua; y así, los directores
nacionales de los programas contra la pobreza en México señalan reiteradamente
“la necesidad de reconstituir el tejido social impulsando todas las actividades que
fortalezcan los vínculos sociales como parte central de la lucha contra la pobreza”. Y
algo similar proponen los funcionarios encargados de los programas de protección
a la familia y a la infancia, quienes “impulsan todo aquello que ayuda a fortalecer la
durabilidad del vínculo social... para reducir el índice de alcoholismo, drogadicción,
suicidios, abortos y crímenes totalmente deshumanizados” (La Jornada, 17/11/2004
y 5/2/2005).

188 De sujetos, saberes y estructuras


Lo cual sostiene también el secretario de Gobernación, quien considera que: “Ha
venido sin duda erosionándose la familia con riesgo para las sociedades, pues el
alcoholismo, la explotación de menores, la drogadicción, la violencia intrafamiliar
contra mujeres y niños, la prostitución, la criminalidad, las migraciones desinte-
gradoras de las familias, la pobreza y la exclusión se van multiplicando” (Reforma,
18/10/2005). Y lo mismo afirma recurrentemente la encargada del área social de
México DF. Pero me interesa subrayar que, dichos señalamientos, son hechos por
funcionarios que pertenecen tanto a partidos políticos de centro derecha (Partido
Acción Nacional / PAN) como al principal partido de izquierda (Partido de la Revo-
lución Democrática / PRD).
La familia aparece como el grupo que más evidencia gran parte de las pérdidas
señaladas y que se expresa en gran medida a través de la desaparición de los sujetos
que cumplían el papel de cuidadores al interior de los grupos domésticos. Esto
tendría consecuencias en el incremento de los niños de la calle, en el constante cre-
cimiento de los trastornos de atención infantil, en la psiquiatrización y/o confina-
miento de los ancianos en asilos o en residencias geriátricas, en la psiquiatrización
de toda una serie de conductas que antes eran contenidas, controladas o como se los
quiera denominar.
Recientemente, la Cepal publicó un interesante trabajo sobre la cohesión social
en Latinoamérica, en el cual, a través de un notorio lenguaje durkheimiano, señala
que la cohesión social es parte de la solidaridad social que requieren las sociedades
para que sus miembros se vinculen, con una fuerza análoga a la de la solidaridad
premoderna. Subrayando el creciente peso del individualismo y la debilidad de los
vínculos sociales, los que junto con otros procesos económico/políticos e ideológicos
inciden negativamente en el desarrollo de los procesos democráticos en América
Latina. Y concluyendo que:

El problema no es el individualismo en sí mismo, sino una cultura indivi-


dualista exacerbada, en la que la relación con otros se vuelve autorreferida.
Trabajar a favor de la cohesión social significa, en este marco, trabajar por
recrear el vínculo social. (Ottone et al., 2007, p. 20)

Recuerdo, además, que el énfasis en la caída o debilitamiento de los lazos sociales


no refiere exclusivamente a México y a nuestras sociedades latinoamericanas, dado
que dichas concepciones se desarrollaron inicialmente en los países europeos y en
los EEUU, como parte central del pensamiento sociológico elaborado durante el
siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, ya que para la mayoría de las tendencias
sociológicas dominantes era necesario el fortalecimiento de las relaciones sociales
para mantener un mínimo de orden social y de gobernabilidad política, frente a las
fuerzas y procesos sociales que amenazaban el orden social establecido (Wolf, 1987).
Esta es una concepción que, con oscilaciones, se mantendrá hasta la actualidad
como parte del “sentido común” sociológico, pero también de los saberes popu-
lares, y reforzándose periódicamente a través de episodios y de espectáculos trá-
gicos, como fueron las entre 500 y 700 personas que murieron durante el “verano

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 189


caliente” de mediados de 1995 en la ciudad de Chicago (EEUU), de las cuales el 73%
eran ancianos. Y los miles de ancianos europeos –y especialmente franceses– que
murieron en la canícula de 2003, y cuyas causas fueron atribuidas por los expertos
y por los medios de comunicación masiva a la caída de los lazos sociales más inme-
diatos y primarios, dado que la mayoría de dichos ancianos murieron solos y ais-
lados en sus viviendas.
En el caso de Chicago, la mayoría de los que murieron por efectos del fuerte
calor fueron ancianos negros y pobres, que en un 48% vivían solos, y no solo sin
redes sociales de apoyo, sino además dentro de medios sociales violentos donde
dichos ancianos residían “atrincherados” en sus viviendas. Los hispanos, incluidos
los miembros de la tercera edad, tuvieron muy pocos muertos pese a su situación de
pobreza y a la violencia dominante en sus barrios, debido justamente al papel de sus
relaciones familiares y vecinales, así como de sus asociaciones colectivas que funcio-
naron como eficaces redes sociales de apoyo (Klinenberg, 1997).
Entre los meses de junio y agosto de 2003 se registraron altas temperaturas
en Europa, que condujeron a la muerte de miles de individuos, que en principio
fueron calculados en unos quince mil, siendo Francia el país con mayor número de
muertos. En ese momento, los servicios de salud franceses calcularon que habían
muerto menos de diez mil personas, y los de España menos de mil. Pero un año
después, la salubridad francesa reconocía que por lo menos habían muerto unas
quince mil personas, y las autoridades sanitarias españolas asumían más de seis mil
muertos. Si bien murieron personas enfermas y niños de sectores pobres, la mayoría
de los muertos fueron ancianos de diferentes clases sociales. En el caso de Francia
varios centenares de cadáveres no fueron reclamados por nadie, lo cual condujo al
periódico Le Parisien a preguntarse: “¿En qué tipo de sociedad estamos viviendo, que
nos olvidamos de nuestros propios padres y abuelos?” (La Jornada, 28/08/2003; El
País, 18/05/2004).
Algo similar ocurre con las interpretaciones sobre las consecuencias de la desinte-
gración política del denominado bloque “soviético”, ya que debido a la desaparición
de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) se habrían prácticamente
demolido determinadas relaciones sociales e ideológicas, lo que condujo a la feno-
menal reducción de la esperanza de vida de la población rusa, así como a incrementos
en la mortalidad especialmente de los varones en edad productiva, que no tienen
parangón dentro de la trayectoria de los países de mayor desarrollo socioeconómico.
Este fenomenal incremento de la mortalidad, que redujo en muy poco tiempo la
esperanza de vida de los varones rusos en más de diez años, no puede ser atribuido
unilateralmente a factores económicos, al empobrecimiento, al deterioro o direc-
tamente pérdida de la seguridad social, sino a toda una serie de procesos sociales e
ideológicos, incluido centralmente el deterioro de las relaciones sociales e ideoló-
gicas (Hertzman & Siddqi 2000; Leon et al., 1997).
Pero es importante subrayar que los lamentos sobre la desaparición de relaciones
y rituales sociales y sus consecuencias negativas no constituye un hecho nuevo ni
reciente, sino que pueden observarse en los países centrales de la sociedad occi-
dental en diferentes momentos. Pueden observarse especialmente a fines del siglo

190 De sujetos, saberes y estructuras


XVIII, a fines del siglo XIX, y también durante las décadas de 1920 y 1930; y en la
mayoría de los casos dichos lamentos se referían al peligro de desintegración social
y política, más allá de los episodios específicos a través de los cuales se expresaban
los procesos de erosión de los lazos sociales.
La mayoría de las orientaciones teóricas, pero especialmente los teóricos de
la sociedad de masas y de la denominada Escuela de Frankfurt, sostendrán que el
capitalismo se caracteriza por impulsar un tipo de sociedad donde desaparecen los
ceremoniales sociales y los mecanismos relacionales, impulsando la masificación, la
atomización, el individualismo y, por lo tanto, el debilitamiento de la sociedad civil.
Estas orientaciones teórico/ideológicas se expresarán especialmente a través
del papel que estas y otras orientaciones teóricas dieron a los medios de comuni-
cación masiva, ya que consideraron que el relajamiento de las ataduras sociales y de
las estructuras tradicionales “dejó a las personas atomizadas y expuestas a influjos
externos, ante todo a la presión de la propaganda masiva, cuyos instrumentos más
eficaces fueron los medios de comunicación masiva” (Morley, 1996, p. 73). Estas
teorías propusieron una concepción omnipotente de los medios, reduciendo el
papel de los sujetos a meros reproductores individuales de las representaciones
sociales difundidas por los mismos.
En las décadas de 1920 y 1930 las concepciones sobre la desaparición de rela-
ciones, rituales y símbolos sociales condujo a científicos sociales, pero sobre todo a
líderes políticos e ideológicos, a proponer la construcción de nuevos rituales y mitos
colectivos, para evitar los procesos de desintegración social, para impulsar los pro-
cesos de cohesión social e ideológica y/o para legitimar el acceso al poder de nuevas
organizaciones políticas.
Por lo tanto, la preocupación por esta problemática aparece referida a los más
diversos campos y en particular a dos: el de la disolución o pérdida del papel y fun-
ciones de la familia, y el de la reducción de la significación ritual y social de la muerte
y de la mortalidad.
La transformación de la familia, la pérdida de sus funciones básicas, su dele-
gación en instituciones secundarias, y la modificación del status y rol femenino
preocuparon tempranamente a las sociedades de mayor desarrollo capitalista,
especialmente en términos de cohesión social. Desde Durkheim hasta la teoría de
la modernización, pasando por pensadores marxistas y fascistas, toda una variedad
de tendencias teórico/ideológicas señalan que el desarrollo capitalista erosiona y/o
genera cambios radicales en las características de la familia.
La reducción del tamaño de la familia, el aumento constante de la tasa de
divorcios o de separaciones conyugales de hecho, así como el incremento del trabajo
femenino fuera del hogar, y el desarrollo creciente de ciertos comportamientos
infantiles, preocuparon no solo en términos de cohesión social, sino también en
función del nuevo tipo de sujeto que las familias estaban produciendo y cuidando.
Esta preocupación se expresa especialmente a través del desarrollo de toda una
serie de investigaciones sociológicas y psicológicas sobre el papel de la familia, que
tienen que ver con los procesos señalados, y especialmente con el nuevo papel de
la mujer. Desde la década de 1930, pero especialmente durante la década de 1940,

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 191


los especialistas en cuestiones familiares comienzan a interrogarse respecto de
cómo afecta el crecimiento y desarrollo motriz, afectivo e intelectual del niño la
falta o reducción de vínculos familiares, y especialmente el de la relación madre/
hijo. ¿Cómo afecta la separación de los padres, la muerte de alguno de ellos o las
discordias permanentes entre los mismos el comportamiento de sus hijos, incluida
la emergencia frecuente de enfermedades y el carácter grave de estas?
Posiblemente, la corriente de estudios más influyente en este lapso fue la
impulsada por Bowlby a partir de concepciones psicoanalíticas, que recibieron
en español el nombre de teoría del “apego” y que trató de evidenciar el impacto
negativo que la pérdida o disminución del vínculo madre/hijo en el primer año de
vida tenía para el desarrollo, salud y comportamiento del niño.
Esta teoría se convirtió en Inglaterra en doctrina “sagrada” dentro del campo
de la salud infantil (Schaffer, 1994), y si bien ulteriormente fue cuestionada y refor-
mulada, me interesa subrayar dos hechos al respecto. Primero que la misma –al
igual que otras propuestas– trató de hallar explicaciones, pero también generar
intervenciones respecto de las modificaciones profundas que se estaban dado en las
relaciones y rituales familiares, y en sus posibles consecuencias en la salud física y
mental de los hijos1. Y segundo, que tanto Bolbwy como una parte significativa de los
que cuestionaron y revisaron sus propuestas, siguieron sosteniendo a través de sus
investigaciones e intervenciones terapéuticas que no solo las relaciones familiares,
sino también las conductas interpersonales en general se caracterizan por la reci-
procidad, y que “Donde no hay reciprocidad, la posibilidad de desarrollo psíquico es
limitada” (Schaffer, 1979, p. 216).
Correlativamente, las investigaciones históricas, sociológicas y antropológicas se
potenciaron para afirmar la desaparición o por lo menos la reducción de los rituales
organizados en torno a la muerte. Este es uno de los campos que dio más tem-
pranamente lugar a la investigación de los rituales en las sociedades capitalistas,
especialmente a través de los estudios sobre los ritos funerarios en Gran Bretaña de
Gorer (1965), quien describe y analiza la erosión y pérdida del significado de dichos
rituales, lo cual estaría generando un vacío de relaciones y significaciones culturales
respecto de la muerte y de los muertos, que podría tener consecuencias negativas
para la integración social de dicha sociedad. Gorer parte de la concepción de Dur-
kheim de que los rituales fúnebres, si bien refieren a un sujeto muerto, su principal
función tiene que ver con los que quedan vivos, ya pertenezcan a un grupo familiar,
vecinal o comunitario. Son fundamentalmente ritos para asegurar la cohesión de los
que siguen viviendo y sobre todo conviviendo. Para este autor, la creciente insen-
sibilidad ante la muerte de familiares y amigos, así como el interés por la violencia
que caracterizan a la sociedad británica actual, tendrían que ver con la desaparición
o erosión de los ritos funerarios.
Desde los trabajos de Gorer domina la noción de que desaparecen los principales
rituales de mortalidad, como parte del proceso de ocultamiento y negación de la

1
La investigación de Bowlby fue replicada en siete países durante las décadas de 1960 y 1970,
incluso en dos países latinoamericanos.

192 De sujetos, saberes y estructuras


muerte que caracterizarían a la sociedad occidental. Y no cabe duda de que, en gran
parte de los países “occidentales”, han casi desaparecido relaciones y rituales sobre la
muerte que estaban sumamente extendidos hasta hace unos cincuenta años, incluso
en México y en Argentina. En particular en las ciudades ha desaparecido el luto total,
y casi han desaparecido las señales de duelo en la manga o en la solapa del saco; han
desaparecido las carrozas fúnebres y el lento tránsito por las calles que implicaba la
persignación u otras señales de respeto colectivas y públicas.
Se ha reducido el tiempo de duelo hasta casi desaparecer como rito, y en algunas
sociedades periféricas como Argentina es ya casi imposible oír llantos o lamentos
rituales en los velorios. La “muerte del angelito” y las ceremonias que implicaba han
prácticamente desaparecido de las ciudades latinoamericanas. Y el hogar ha dejado
de ser cada vez el lugar donde se muere y donde se vela al difunto, dado que en un
país como México, alrededor del 90% de las muertes ocurren en una institución de
tipo biomédica. Y dado que el hogar, donde se daba el manejo ritual y afectivo del
muerto, pasó a ser reemplazado como lugar de velatorio por organizaciones y ser-
vicios especiales, incluso como conquista laboral, dado que, por ejemplo, en México
las dos principales instituciones estatales de seguridad social han creado lugares
especiales para que sus derechohabientes puedan celebrar los velatorios.
No obstante, en particular en el caso de México, persisten rituales fúnebres res-
pecto de los familiares muertos, y el Día de Muertos continúa siendo una de las
más significativas ceremonias que practican los mexicanos en los panteones y en
sus casas a través de rituales específicos. Más aún, los velatorios en las instituciones
oficiales pueden incluir la persistencia de rituales y canciones resignificados según
los marcos institucionales. Pero, según los analistas, si bien no han desaparecido las
ceremonias fúnebres, gran parte de estas se encuentran en extinción o por lo menos
están erosionadas. La muerte, según estas interpretaciones, va quedando cada vez
más reducida a fenómeno médico, a muerte hospitalaria, y sobre todo se tiende a un
creciente ocultamiento de la misma.
La mayoría de estos análisis señalan la importancia que los símbolos y rituales
tienen para la constitución e identidad de los sujetos, y que la pérdida de los mismos
conduce a una sensación de “vaciedad” y de sinsentido que los sujetos tratan de
suplir a través de conductas consideradas transgresoras, pero cuyo objetivo es buscar
sentido e identidad (Klapp, 1969).
Más aún, toda una serie de autores subrayan las tendencias a una suerte de indi-
vidualismo casi absoluto, que dada la pérdida de significación de las ideologías reli-
giosas y políticas en los ámbitos micro y macrosociales, ha generado un sujeto sin
proyectos ni ataduras, de tal manera que lo único que resta es el individuo. Y es la
articulación entre individualismo y pérdida de rituales lo que conduce a diferentes
analistas a sostener que el consumo de drogas adictivas expresa paradigmáticamente
a una sociedad sin rituales y a un sujeto reducido a sus deseos interminables. Así
como otros sostienen que la desaparición de ciertas relaciones y rituales favorece el
incremento de los diferentes tipos de violencia, dado que los mismos han sido con-
siderados como mecanismos sociales a través de los cuales se resuelven, en el nivel
simbólico por lo menos, una parte de las agresiones intersubjetivas y/o intergrupales.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 193


Ahora bien, en estos trabajos opera una falta de historicidad que no incluye la
dinámica continuidad/discontinuidad temporal en la construcción, resignificación,
desaparición o transformación de los rituales y relaciones sociales, dado que domina
en ellos una interpretación de los mismos en términos de permanencia y desapa-
rición más que de cambio y resignificación.
Esta orientación contrasta, además, con el surgimiento constante de nuevas rela-
ciones y rituales, incluso respecto de la muerte, dado que desde nuestra perspectiva
las sociedades actuales han justamente desarrollado rituales de evitación y oculta-
miento no solo respecto de la muerte, sino también de determinadas enfermedades
identificadas especialmente con la muerte. Al respecto debemos asumir que no
nombrar la palabra cáncer no solo constituye una metáfora de ciertos aspectos de la
sociedad occidental como señala Sontag (2003), sino que sobre todo constituye un
ritual de evitación simbólica de la muerte en dichas sociedades.
Estas características fueron incluso descriptas desde la década de 1940 por nove-
listas británicos como A. Huxley en Viejo muere el cisne o E. Waugh en Los seres que-
ridos, donde se narran las características de la muerte en la sociedad occidental, y
especialmente en los EEUU, describiendo justamente los nuevos rituales y rela-
ciones sociales organizados en torno a la misma. Es importante subrayar que las
descripciones e interpretaciones de novelistas y sociólogos coincidirán en que los
nuevos rituales norteamericanos buscan sobre todo negar la muerte a través de un
uso del lenguaje que evita decir muerte, y de un tratamiento del cadáver que es más
propio de un salón de belleza que de los tratamientos “occidentales” tradicionales
del sujeto muerto. Una de las expresiones más notorias de este proceso es la pérdida
de las habilidades domésticas en el tratamiento y cuidado del cuerpo del muerto,
que ya no es “tratado” por los familiares –especialmente las mujeres–, sino que este
pasa a ser un trabajo conjuntamente hospitalario y de las empresas funerarias.
Es importante señalar que las concepciones teóricas que subrayan la caída de las
relaciones sociales se generaron no solo dentro del pensamiento conservador, sino
también de corrientes sociales progresistas, y que además han tenido continuidad
hasta la actualidad. De tal manera que esta concepción no puede ser referida exclu-
sivamente a ciertas corrientes teórico/ideológicas ni tampoco ser circunscrita a un
determinado momento histórico.
Una de las corrientes epidemiológicas actuales más progresistas en términos
ideológicos, como la canadiense, subraya que el aislamiento y la soledad favorecen
el desarrollo de determinados padecimientos (Masse, 1995). Y que el dominio de la
competencia y del individualismo en las sociedades capitalistas limita la posibilidad,
el desarrollo y uso de redes y de apoyos sociales.
Desde la década de 1940, pero especialmente desde las de 1960 y 1970, la inves-
tigación biomédica y sobre todo sociomédica han evidenciado el papel positivo
que cumplen las relaciones y redes sociales en los diferentes pasos del desarrollo
de una enfermedad, subrayando el incremento de ciertas patologías en las socie-
dades actuales. Una masa creciente de estudios epidemiológicos concluye que las
personas con escasas relaciones sociales tienen mayor riesgo de contraer toda una
serie de padecimientos, entre los cuales destacan las enfermedades cardiovasculares,

194 De sujetos, saberes y estructuras


padecimientos mentales, cáncer e insomnio. Dichas personas tendrían una espe-
ranza de vida menor que las que viven dentro de relaciones sociales primarias.
Fueron los estudios y experiencias sobre problemas de salud mental los que más
tempranamente señalaron este tipo de vinculación, proponiendo el uso de redes y
de grupos sostén como mecanismos terapéuticos, o por lo menos de contención,
que operan tanto a nivel de cuadros psicóticos como de neurosis, incluyendo las
consecuencias momentáneas en la salud mental que pueden desarrollarse durante
los denominados “eventos críticos”.
Las familias actuales, y especialmente las familias en situación de pobreza, han
ido perdiendo su capacidad de “contención”, y por ello la reconstrucción de redes
de apoyo se convierte en una propuesta central de las estrategias de atención. E
incluso se crea una nueva figura profesional, la del “cuidador”, que cumple un papel
cada vez mayor especialmente en los servicios de salud socializados de varios países
europeos.
Estas y otras tendencias fueron inicialmente registradas por la socioantropología,
la epidemiología y la psiquiatría británicas, y ulteriormente por corrientes socioló-
gicas y epidemiológicas de los EEUU Así, durante la década de 1950, varios antropó-
logos británicos describirán las redes sociales que operan en pequeñas comunidades,
pero también en una ciudad como Londres. Bott publica en 1957 un trabajo sobre
familias que viven en Londres, a través del cual evidencia –entre otros procesos– el
papel de las relaciones y redes sociales en diferentes aspectos de la vida cotidiana
de dichas familias, concluyendo que las familias actuales no solo han reducido sus
redes sociales y han delegado varias de sus antiguas funciones/actividades en institu-
ciones secundarias, sino que además las condiciones de la vida urbana actual, y espe-
cialmente el tipo de redes sociales que genera, favorece la vulnerabilidad psicológica
(estrés) de los miembros del grupo familiar (Bott, 1971). Y debemos recordar que los
estudios de esta antropóloga tuvieron que ver con el sistema de salud británico, que
aplicará tempranamente acciones basadas en redes sociales (Bott, 1971, 1990 [1957]).
Este tipo de trabajos no solo impactarán en las estrategias de intervención britá-
nicos en salud mental, sino también en especialistas en salud mental de los EEUU,
que comenzarán a utilizar también el concepto de red social. Speck y Attneave reco-
nocen explícitamente la influencia de los trabajos británicos, y a partir de sus expe-
riencias clínicas señalan que:

Pensamos que los habitantes de las ciudades necesitan reconstruir o redes-


cubrir los múltiples recursos y relaciones de apoyo mutuo que se van dilu-
yendo a medida que rompieron sus vínculos con las clases sociales, aldeas
y sus propia familia[ extensa [...] Una red social incluye el núcleo familiar y
todos los parientes, pero también los amigos, vecinos, compañeros de tra-
bajo y todos aquellos que, perteneciendo a una iglesia, escuela o institución
de cualquier tipo, brindan una ayuda significativa y muestran capacidad y
voluntad de asumir el riesgo que implica la participación... Consideramos
que una red de personas interrelacionadas y organizadas según lineamien-
tos de su propia cultura posee los recursos para desarrollar las soluciones
creativas frente a las situaciones difíciles de sus miembros. En verdad, nues-
tra creencia va aún más lejos: tenemos la convicción de que gran parte de las

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 195


conductas tradicionalmente interpretadas como síntomas de enfermedad
mental, si no todas ellas, derivan de la alienación de los seres humanos res-
pecto de estas relaciones y recursos. (1974 [1973], pp. 20-21)

Paralelo a estos desarrollos tenemos el incremento de los grupos de autoayuda, cuya


primera expresión se dio a mediados de la década de 1930 con la creación de Alco-
hólicos Anónimos, pero a partir de la década de 1950 observamos el constante incre-
mento de estos grupos respecto de una gran diversidad de problemas, desde neuró-
ticos anónimos pasando por clubes de diabéticos, hasta llegar a padres de niños con
discapacidad crónica o hombres violentos.
Desde la década de 1960, Antonovsky, a partir de su trabajo sobre problemas
de salud y especialmente problemas de nutrición en familias pobres de los EEUU,
observó que si bien la situación de pobreza generaba o favorecía el desarrollo de
padecimientos e incluso incidía notablemente en la mortalidad infantil, estas con-
secuencias no operaban en todas las familias pobres, dado que un porcentaje de
dichas familiass no sufrían las mismas consecuencias o las enfrentaban (coping) con
éxito. Y a partir de minuciosos estudios llegó a la conclusión de que la explicación de
esta diferencia estaba en la existencia y movilización de diferentes tipos de recursos
por parte de estas familias, y especialmente por la existencia y uso de redes sociales.
Antonovsky definió como coping al conjunto de recursos de todo tipo que un sujeto y
su grupo tienen para enfrentar procesos negativos que, entre otras cosas, amenazan
su salud (Antonovsky, 1967, 1979).
Ahora bien, desde una perspectiva biomédica y epidemiológica, durante las
décadas de 1960 y 1970 se realizan toda una serie de estudios que, con mayor o menor
fuerza demostrativa, proponen que la falta de apoyos sociales primarios favorece el
desarrollo de ciertos padecimientos, genera mayor vulnerabilidad o reduce la capa-
cidad de recuperación. Dichos trabajos no solo refieren a enfermedades mentales,
sino también a tuberculosis bronco-pulmonar, problemas cardiovasculares, conse-
cuencias del parto o accidentes múltiples: “El conjunto de estos estudios sugiere que
la presencia de otros sujetos podría, bajo ciertas circunstancias, proteger al individuo
contra una variedad de estímulos de estrés” (Kaplan, Cassel & Gorer, 1982, p. 177).
Estos trabajos, según Renaud (1992), sostienen que el apoyo social tiene efectos
benéficos para la salud, juega un rol protector respecto de estas enfermedades, da
cierto sentido de bienestar y favorece la rehabilitación del enfermo. Más aún, una
parte de los mismos apuntan a señalar que en los sujetos opera una suerte de vul-
nerabilidad general, que posibilita que los individuos con menores apoyos sociales
enfermen con mayor frecuencia y gravedad de muy distintas enfermedades.
Este efecto se pone en evidencia en términos de salud mental, especialmente en
circunstancias donde el sujeto aparece más expuesto, como son los denominados
eventos críticos, los cuales son parte de la vida cotidiana de los sujetos y micro-
grupos, y algunos en términos inevitables. La mayoría de estos eventos tienen que
ver en forma directa o indirecta con relaciones intersubjetivas o microgrupales. Y
así, por ejemplo, como lo plantearon G. Caplan y otros autores a partir de la década
de 1960, la muerte de un familiar especialmente a nivel de la familia nuclear, el

196 De sujetos, saberes y estructuras


divorcio o separación de los cónyuges, la pérdida del trabajo, la emergencia de una
enfermedad “incurable”, un accidente discapacitante, pero también la realización de
un matrimonio o el nacimiento de hijos pueden generar o desencadenar problemas
de salud mental que pueden ser coyunturales o duraderos, lo cual dependerá en
gran medida de los recursos no solo individuales, sino también colectivos del grupo
de pertenencia del sujeto.
Durante este lapso convergen diversas corrientes teórico/prácticas, como la
organizada en torno a Cassel, que comienza a impulsar la investigación y el trabajo
con redes sociales y grupos de apoyo; así como los epidemiólogos canadienses,
especialmente los de lengua francesa, que impulsan la investigación y el trabajo con
redes y apoyos sociales sobre todo respecto de la población pobre, o la notable línea
de trabajo impulsada por Antonovsky, que también aparece preocupada por los sec-
tores pobres. Todos estos grupos, y lo subrayo, se caracterizarán por promover un
enfoque interdisciplinario.
Por lo tanto, la idea de la caída de los lazos sociales y sus consecuencias negativas
de diferentes tipos, así como la necesidad de restablecerlos y/o construirlos, está
presente en gran parte del pensamiento actual, y especialmente en las explicaciones
e intervenciones respecto de determinados procesos de s/e/a.
Pero, además, aparece expresada a través de líderes teóricos como Lasch, Tou-
raine o Bauman. Y así observamos que este último insiste durante toda su obra en la
fragilidad de los vínculos sociales actuales, dado que se genera un sujeto que anhela
dichos vínculos, pero que tiene dificultades para establecerlos. Un sujeto que desa-
rrolla una relación ambivalente con los lazos sociales, dado que busca establecerlos,
pero simultáneamente los teme, y por lo tanto desarrolla lazos exclusivamente pro-
visionales, poco profundos, no duraderos: “la moderna razón líquida ve opresión en
los compromisos duraderos; los vínculos durables despiertan una sospecha de una
dependencia paralizante. Esa razón le niega sus derechos a las ataduras y a los lazos”
(Bauman, 2005, p. 70).
La “caída” de las relaciones sociales ha sido analizada por el pensamiento contem-
poráneo a través de múltiples aspectos, pero en las últimas décadas se ha subrayado
especialmente el papel del “individualismo” impulsado por la sociedad capitalista,
como expresión o incluso como causa de la pérdida y/o erosión de los lazos sociales.
Para varios analistas, el narcisismo constituye una de las características básicas de
una sociedad donde la preocupación central de los sujetos es ellos mismos, lo que en
gran medida se expresa a través de la preocupación de los individuos por su cuerpo,
por su salud, por su apariencia, por la negación del envejecimiento (Lasch, 1991).
Pero durante todo el lapso analizado, autores de diferente orientación no solo
teórica, sino también ideológica, concluyen que la sociedad que unos denominan
como capitalista y otros como occidental, se caracteriza por estar desprovista de
valores estables, por la pérdida o debilitamiento de las certezas, por generar sujetos
para los cuales nada o casi nada tiene sentido, por la desocialización de la sexualidad,
por el incremento de situaciones de vida estresantes, lo cual refiere a la pérdida y/o
modificaciones generadas en las relaciones sociales dominantes. Y así, una de las
más notables especialistas brasileñas, al analizar la Reforma Sanitaria generada en

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 197


Brasil señala el incremento del individualismo y consumismo, así como el desmem-
bramiento del tejido social, considerando que se ha desarrollado “un modelo social
que prescinde de lazos sociales, donde el otro se torna objeto y no es un sujeto que
deba ser más que tolerado, reconocido como igual, aunque diverso, en un proceso
de comunicación en la esfera pública” (Fleury, 2007, p. 153).
Más aún, algunos autores proponen la existencia de dos modelos de sociedad:
uno caracterizado por la producción de relaciones sociales y basado en el mante-
nimiento de “ataduras sociales”, y otro que produce individuos con capacidad de
elección, y secundariza el papel de las relaciones sociales en las decisiones de los
sujetos. Según Levine & White:

Los miembros de las sociedades industrializadas contemporáneas, espe-


cialmente en Occidente, tienen más de todo excepto de relaciones sociales;
cuando al final son éstas las que dan a la vida un significado, que sin ellas no
podría tener. Este tipo de sociedades impulsa la competencia, el aislamiento,
la individuación, pero a costa de los vínculos sociales. (1987, p. 173)

De tal manera que filósofos sociales europeos y norteamericanos, que reflexionan


sobre las sociedades capitalistas más desarrolladas, así como sociólogos, antropó-
logos, demógrafos y planificadores que trabajan en áreas del tercer mundo, y perte-
necientes a variadas e incluso encontradas tendencias teórico/ideológicas, coinciden
en subrayar el desarrollo de sociedades que no solo se caracterizan por la caída o
ruptura de las relaciones sociales, sino además por colocar cada vez más sus obje-
tivos intencionales y funcionales en la producción de sujetos, que se viven como
sujetos.
Si bien estas tendencias señalan o por lo menos connotan negativamente la
ruptura o erosión de los vínculos y redes sociales, así como la centralidad del sujeto,
toda otra serie de tendencias, que reconocen el desarrollo de estos procesos, generan
una lectura positiva o por lo menos rescatable de los mismos. Y así, una de las más
destacadas sociólogas argentinas, señalando justamente los cambios que el capita-
lismo generó en la organización y relaciones familiares, concluye que:

Estos cambios guardan entre sí una gran coherencia: todos remiten a una
demanda explícita o implícita, de autonomía personal, de valoración del
ámbito de lo privado, de desvalorización de los lazos de dependencia res-
pecto de las instituciones y de las personas. Ahora la familia debe ayudar a
cada uno de sus miembros a construirse como persona autónoma. Los acto-
res poseen un mayor control de su destino individual y familiar… (Torrado,
2004, p. 13)

Como ya vimos, toda una serie de tendencias, que desde la década de 1970 rescatan
el papel del sujeto, tienden justamente a centrarse en el punto de vista del actor, y
dejar de lado o secundarizar las relaciones sociales no solo en términos macro, sino
también microsociales. Más aún, las mismas formarán parte de las tendencias teó-
ricas que dominaron el pensamiento occidental durante las décadas de 1980 y 1990.

198 De sujetos, saberes y estructuras


Lo que no se busca no se encuentra

Ahora bien, junto con la variedad de orientaciones que describen y analizan la


pérdida de las relaciones sociales y sus consecuencias, existen a través de todo el
lapso señalado corrientes teóricas y aplicadas que describieron y analizaron la pro-
ducción de relaciones y rituales sociales, colocando el centro de sus preocupaciones
en las interacciones sociales, más allá de reconocer –o no– la erosión y/o desapa-
rición de los mismos2.
Por lo tanto, si bien no niego la erosión y/o desaparición de ciertos rituales y rela-
ciones sociales, así como sus posibles consecuencias negativas, considero no obstante
que una parte de las relaciones y rituales no han desaparecido por lo menos respecto
de la enfermedad y la muerte, sino que continuamente se constituyen o resignifican.
Pero para ello, necesitamos buscar los rituales y relaciones sociales en los procesos y
espacios sociales en los cuales se están dando, y no solo en los que desaparecen o ero-
sionan, dado que como reflexionaba a fines de la década de 1960 Luis F. Rivas, en las
ciencias sociales y antropológicas actuales “lo que no se busca no se encuentra”.
Más aún, debemos tratar de explicar por qué los científicos sociales, incluidos los
historiadores, se preocuparon casi exclusivamente por la desaparición de rituales,
relaciones y símbolos, y mucho menos por el surgimiento, resignificación y/o
expansión de nuevas relaciones y rituales sociales. Si bien en particular la antropo-
logía social se preocupó a través de toda su trayectoria por los rituales sociales, espe-
cialmente por los rituales mágico/religiosos; y si bien a partir de la década de 1960
los antropólogos comenzaron a descubrir y describir rituales en muy diferentes
campos, tengo la impresión de que por lo menos una parte de los antropólogos,
que se dedican a estudiar los procesos de salud/enfermedad/atención en América
Latina, están básicamente preocupados por los rituales y relaciones que desaparecen
en lugar de buscar los que se están gestando y difundiendo.
Esto en parte es debido, como ya lo señalamos, a que los científicos sociales con-
sideraron la vida moderna como secular, material, cuyos sujetos piensan a través
de una racionalidad en términos de medios y fines, y en la cual no operarían los
aspectos simbólicos y rituales. Si bien desde el funcionalismo parsoniano se señalaba
la presencia de rituales y aspectos mágicos en el trabajo médico, y Mauss a partir de

2
La genealogía, o por lo menos mi genealogía, del enfoque relacional parte de las propuestas de
Marx sobre clases sociales y relaciones de clase; de Durkheim, que no solo desarrolla un enfoque
relacional donde se articulan los procesos macro y microsociales, sino que además desarrolla los
principales conceptos y técnicas relacionales en términos de teoría general, y de los procesos de
s/e/a en particular. Y de la obra de G. H. Mead, a través de sus concepciones sobre el sí mismo y
el otro generalizado, que propone un sujeto que se constituye a partir de las relaciones que vive
cotidianamente con los ‘otros’. Es a partir de estos tres enfoques que fui incluyendo gran parte
de las propuestas relacionales que surgen de los autores que he ido presentando en este texto,
y que corresponden –y lo subrayo– a muy diferentes tendencias teóricas, incluso antagónicas.
El conjunto de estas propuestas traté de articularlo en torno a las concepciones de Gramsci,
especialmente las que refieren a las relaciones de hegemonía/subalternidad, que dará lugar a mi
propuesta de modelos médicos y de transacciones sociales.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 199


propuestas más o menos durkheimianas analizaba las técnicas del cuerpo en tér-
minos simbólicos y referidas no solo a las sociedades etnográficas, las orientaciones
ideológicas dominantes excluyeron o por lo menos secundarizaron ciertos aspectos
centrales de la realidad que estudiaban, y especialmente los nuevos rituales y rela-
ciones que se organizaban en torno a los procesos de s/e/a.
Por estas y por otras razones, considero que deberíamos buscar los rituales y las
relaciones sociales no solo donde creemos que están porque siempre estuvieron ahí,
sino también en los espacios sociales en los cuales podrían estar desarrollándose,
como ya lo hacía Goffman en las décadas de 1950 y 1960 respecto de las presenta-
ciones/representaciones de los sujetos en la vida cotidiana, y especialmente en torno
a la enfermedad mental dentro de ámbitos hospitalarios. Es a partir de este tipo de
investigaciones que Goffman encuentra que los rituales son parte sustantiva de toda
sociedad para convertirnos en sujetos de la misma, pero cuando este autor se refiere
a rituales está pensando en los más frecuentes y olvidados comportamientos que los
sujetos practican en su vida cotidiana, y especialmente en sus encuentros sociales,
es decir, en lugares y relaciones donde la mayoría de los antropólogos no buscaron
rituales ni símbolos.
Para Goffman, como para Gouldner o para O. Lewis, las relaciones de coo-
peración se han modificado, pero no han desaparecido, pues son básicas para la
interacción cotidiana, y las practicamos constantemente a través de nuestros com-
portamientos y especialmente a través de las conversaciones que desarrollamos en
nuestros diferentes encuentros sociales, y que suponen un esfuerzo de cooperación
constante para poder mantener dicha conversación.
Según Goffman, estos aspectos “rutinarios” de nuestras vidas no son secundarios,
sino básicos, dado que a partir de los mismos aprendemos a “negociar” con el “otro”
dentro de diferentes situaciones, y constituyen aspectos básicos para convivir, para
reducir las violencias en nuestras relaciones, pero a partir de convertir nuestros com-
portamientos rutinarios en rituales sociales “espontáneos” (Goffman, 1970, p. 46). Y
Goffman, justamente, describe y analiza en particular los encuentros, relaciones y
rituales que se generan dentro de instituciones médicas.
Desde esta perspectiva, debemos asumir que actualmente en los países occiden-
tales, algunos de los más significativos rituales y relaciones sociales se generan y se
organizan en torno a los diferentes procesos de s/e/a de tipo biomédico, aunque
muchos antropólogos tiendan a buscarlos exclusivamente en los padecimientos y
en la medicina tradicional, excluyendo los rituales y relaciones que se organizan en
torno a las enfermedades alopáticas y a la biomedicina.
Las distintas sociedades –incluidas las nuestras– siempre han creado rituales
en torno a los procesos de s/e/a, y si bien muchos de ellos han desaparecido o se
han erosionado, debemos reconocer que no solo surgen nuevos, sino además que
algunos son resignificados en función de nuevos problemas y/o de nuevas necesi-
dades. Así, por ejemplo, la casi totalidad de los grupos amerindios mexicanos utilizan
productos elaborados por la industria químico/farmacéutica, y algunos de esos pro-
ductos, como las aspirinas, alka seltzer, vitaminas o antibióticos, han sido incluidos
dentro de la relación frío/caliente que es parte fundamental de la cosmovisión de

200 De sujetos, saberes y estructuras


estos grupos, y que les permite “apropiarse” en términos culturales de productos
diseñados y producidos por la ciencia y la industria “occidental”.
Esto por supuesto no niega, y lo subrayo, que se haya dado una reducción o des-
aparición de relaciones y rituales sociales, y que dicho proceso afecta negativamente
determinados procesos de s/e/a. Pero estas tendencias no deben a su vez negar que,
en torno a los procesos de s/e/a, diferentes grupos sociales construyen actualmente
nuevos rituales y relaciones sociales que identifican incluso a ciertos actores sociales,
como ocurre en el caso de personas con VIH-sida o de los sujetos que participan en
los grupos de Alcohólicos Anónimos.
Respecto, por ejemplo, del consumo “excesivo” de alcohol y del alcoholismo se
han constituido en México nuevos rituales de curación o por lo menos de evitación
del consumo, como es el caso del denominado “Juramento a la virgen”. Dicho ritual
implica que un sujeto alcohólico “jura” ante la virgen no tomar bebidas alcohólicas
durante un lapso determinado, que pueden ser dos meses o dos años. El “juramento”
se hace en una iglesia católica y ante un sacerdote, y supone que el sujeto que “juró”
pueda documentar ante los demás que está “jurado”. Desde este momento, el sujeto
ya no tiene la obligación social de tomar bebidas alcohólicas, de tal manera que el
sujeto puede permanecer dentro de su red de amigos o familiares sin tomar este
tipo de bebidas, y sin que los miembros del grupo lo presionen a beber, dado que el
sujeto está “jurado”.
La importancia de este ritual, y más allá de su real eficacia, se expresa en que, en
la propia basílica de la Virgen de Guadalupe de la Ciudad de México, se ha habilitado
una capilla especial para los sujetos que “juran” ante la virgen no tomar bebidas alco-
hólicas por lo menos por un tiempo (Maldonado et al., 1999).
La existencia de este nuevo ritual nos conduce, además, a reconocer que toda
una serie de procesos relacionales son los que están operando para que se generen
o se agudicen determinados problemas a nivel de los sujetos y de sus grupos de
pertenencia, y que son estrategias relacionales las que pueden reducir o eliminar las
consecuencias generadas –o por lo menos desarrolladas– dentro de estas relaciones
sociales. Más aún, dichas estrategias relacionales son utilizadas por los saberes pro-
fesionales, como ocurre en México con la mayoría de las clínicas médicas privadas
de atención a personas con problemas en el consumo de alcohol, y que han incluido
con diversas variantes las concepciones y sobre todo las prácticas de los grupos de
Alcohólicos Anónimos.
Desde esta perspectiva, no podemos dejar de reconocer que gran parte del
consumo de bebidas alcohólicas se desarrolla dentro de relaciones sociales; más aún,
por lo menos una parte de dichas relaciones, parecen necesitar de dicho consumo
para justificar y/o reforzar su existencia. Muchos sujetos que han dejado de con-
sumir bebidas alcohólicas señalan que lo que extrañan no es tanto el alcohol, sino las
relaciones sociales constituidas en torno al alcohol. De allí que las características de
las relaciones sociales, dentro de las cuales siguen funcionando los sujetos con pro-
blemas de alcoholismo, parece ser la principal causa de la “recaída” en el consumo
de alcohol –y en el alcoholismo– de los sujetos que a partir de tratamientos habían
dejado de beber alcohol en forma “excesiva” o directamente se abstenían de beberlo.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 201


Debemos asumir que gran parte de los sujetos saben que determinadas rela-
ciones y comportamientos que se desarrollan dentro de su vida cotidiana pueden ser
negativos para ellos; no obstante lo cual siguen participando de dichas redes dada la
significación social, cultural o económica que las mismas tienen para el sujeto. Más
aún, el enfoque biomédico que dominó durante un lapso las interpretaciones profe-
sionales sobre los sujetos alcohólicos, oscilaba entre reconocer la influencia negativa
del consumo colectivo y asumir sin embargo el papel no solo positivo, sino incluso
moderador de dicho consumo social. Tanto que el consumo solitario de alcohol
fue considerado uno de los principales –si no el principal– indicadores de cuadros
avanzados de alcoholismo.
Por lo tanto, no es casual ni arbitrario que los propios sujetos y grupos generen
estrategias relacionales para enfrentar su problema de alcoholismo, pues debemos
asumir que no solo los juramentos a la virgen constituyen una estrategia relacional,
sino que la principal estrategia antialcohólica actual en varios países latinoameri-
canos tiene como base la reconstitución de nuevas relaciones sociales no alcoholi-
zadas como alternativa terapéutica. Y, por supuesto, me estoy refiriendo a los grupos
de Alcohólicos Anónimos.
En México, los grupos de AA se establecieron en la década de 1950 y tuvieron un
lento desarrollo, hasta que a partir de la década de 1970 comenzó un notorio incre-
mento de los mismos, de tal manera que en la actualidad se calcula que existen unos
14.000 grupos de AA funcionando a nivel nacional. Y debemos reconocer que esta
institución basa su “tratamiento” en la aplicación del ritual de los doce pasos.
Estos grupos han generado espacios sociales de ayuda mutua, que reorganizan
prácticas de autoayuda que tuvieron una gran expansión y uso durante el período
medieval europeo en el pasado, y que han sido dadas por desaparecidas en la
“sociedad occidental” actual, justamente por buscar dicha relación donde ya no está.
Todo miembro de AA sabe que, además del grupo de autoayuda en el cual participa,
cuando por diversas razones se traslada a otra localidad de cualquier parte de su país,
puede solicitar a grupos de AA de dicha localidad de tránsito su integración durante
el tiempo en que resida en dicha localidad; es decir, puede integrarse a grupos donde
mantener relaciones antialcohólicas.
Pero esto no solo ocurre a nivel nacional, sino que un miembro de AA si viaja a
otro país puede integrarse a sus grupos de AA. En diversos centros turísticos interna-
cionales de México, los turistas reciben información sobre los locales de AA a donde
pueden concurrir, mientras estén, por ejemplo, en Puerto Vallarta. Más aún, si el
turista es norteamericano puede concurrir a grupos de AA donde se habla en inglés.
El caso de las bebidas alcohólicas nos posibilita observar que gran parte de su
consumo, como ya lo señalamos, se da casi necesariamente dentro de relacionales
sociales, ya que aparece como parte intrínseca de dichas relaciones y rituales sociales.
Los estudios antropológicos han evidenciado que en los grupos étnicos ameri-
canos prácticamente toda ceremonia de tipo religioso, sociopolítica o doméstica
implica el uso colectivo y ritualizado de alcohol. Pero esta característica ha sido
típica de la mayoría de los países occidentales en el pasado y en la actualidad, dada

202 De sujetos, saberes y estructuras


la construcción de espacios, relaciones y rituales donde el alcohol aparece como
imprescindible.
Gusfield, a través de varias investigaciones que considero decisivas, viene
señalando desde la década de 1960 que los usos del alcohol han constituido en la
sociedad norteamericana un constante medio para la organización de comporta-
mientos colectivos, que en unos casos condujo a procesos de movilización político/
social, como fue el movimiento de templanza desarrollado a fines del siglo XIX y
principios del XX; a procesos de participación social caracterizados por la constante
transgresión de las reglamentaciones vigentes por parte de muy diferentes sectores
sociales, como ocurrió durante la aplicación de la denominada “ley seca” durante la
década de 1920 y principios de la de 1930; hasta la producción de un orden moral
constituido en torno a la relación entre ebriedad y conducción de automotores,
construida a través de criterios médicos y jurídico/policiales que inducen a compor-
tamientos de control y autocontrol en los sujetos y grupos que beben alcohol, pero
también entre quienes no lo beben (Gusfield, 1963, 1981).
Otros estudios han señalado que el consumo de bebidas alcohólicas constituye
uno de los principales rituales que simbólicamente diferencian el orden del trabajo
del orden del ocio, expresado a través de la separación imaginaria entre el día y
la noche, donde el momento del ocio/no trabajo aparece asociado a la noche, al
consumo de alcohol, a las relaciones sociales desarrolladas en bares, que se opone o
por lo menos diferencia del mundo del trabajo.
De tal manera que el alcohol sigue constituyendo una sustancia a través de la cual
se generan y/o articulan nuevos espacios, relaciones, rituales y símbolos, como es el
caso de la denominada “ruta del bacalao” desarrollada en España desde la década
de 1980 –inicialmente en el tramo carretero Madrid/Valencia– y en la cual, a través
del consumo de alcohol, se articulan toda una serie de “indicadores” de la sociedad
actual y especialmente los comportamientos de los adolescentes, el tiempo libre del
fin de semana, la alta velocidad en carretera, música, baile, embriaguez, que posi-
bilita el desarrollo de espacios ritualizados de pertenencia y de relaciones sociales en
torno al uso de alcohol, y que concluye en la muerte de uno o de varios de los que
practican esta ruta, especialmente los fines de semana.
Justamente, uno de los procesos que se expresa con mayor persistencia a través
del consumo de alcohol, es el de que dicho consumo puede favorecer las relaciones,
pertenencia y/o integración entre los miembros de un grupo determinado, y simul-
táneamente puede generar consecuencias negativas en por lo menos algunos de los
sujetos que beben. El consumo de alcohol aparece, por lo tanto, como uno de los
principales componentes de muy diferentes tipos de relaciones sociales y culturales
de integración y pertenencia, pero simultáneamente aparece, por ejemplo, como la
sustancia que más acompaña las violencias contra los otros (homicidio) y contra sí
mismo (suicidio), por lo menos en México.
En los últimos años se han generado en México y en otras sociedades rituales
basados en la exposición a riesgos especialmente en adolescentes varones, como
es el caso de los “arrancones” que implica conducir un auto a alta velocidad y en
espacios difíciles, y donde el sujeto que maneja, así como los que presencian, se

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 203


caracterizan por el consumo de alcohol y de sustancias consideradas adictivas. Estas
conductas de riesgo, y los rituales dentro de las que operan, expresan el incremento
de la mortalidad y discapacidad en personas de 15 a 24 años que caracterizan a la
actual sociedad mexicana.
Y recordemos que accidentes de transporte y homicidios son la primera y
segunda causa de muerte en este grupo de edad, constituyendo el 30% de todas las
muertes que ocurren en este grupo (SSA, 2001a, 2001b).
Toda una serie de sociedades actuales, y especialmente las sociedades latinoa-
mericanas, se caracterizan por el desarrollo de violencias de muy diferente tipo,
que, por ejemplo, convierten a América Latina en la región a nivel mundial con
mayor tasa de homicidios. En las últimas décadas, y como expresión de las luchas
feministas, hemos visualizado cada vez más la existencia de violencias contra las
mujeres que operan a nivel familiar y no familiar, y que evidencian la normalización
de dichas violencias en la mayoría de nuestras sociedades.
Como sabemos, estas violencias se expresan actualmente en una creciente
demanda de seguridad por parte de la mayoría de la población de nuestros países.
Pero la existencia de los diferentes tipos de violencias no es un hecho nuevo ni
reciente, sino que ha sido endémica en la mayoría de nuestros países. Por lo cual,
nuestro marco analítico debería reconocer que no solo gran parte de nuestras rela-
ciones sociales cotidianas se caracterizan por ser relaciones violentas, sino que los
sujetos y grupos han construido técnicas, estrategias, rituales para poder controlar o
reducir el impacto de dicha violencia.
Los antropólogos han estudiado los rituales que intentan controlar las violencias
–o por lo menos reducir la agresión– especialmente entre varones, dado que, en
todas las sociedades conocidas hasta ahora, los asesinatos son básicamente parte de
las relaciones generadas entre varones. Por lo tanto, se han descripto los rituales
cotidianos, incluidas las ceremonias del saludo, que implica –en términos de
Goffman– la presentación del sujeto ante los otros en la vida cotidiana, y que tienen
por función no solo el reconocimiento y la confirmación cotidiana de la relación a
través del saludo, sino además el establecimiento de un vínculo tácito a través de
decir “buenos” días o “adiós”, de tal manera que la palabra pero también los gestos
corporales tratan de establecer una relación de reconocimiento y de cooperación
que limite las posibilidades de agresión. Y recordemos que la palabra “saludos” viene
de salud; más aún, del deseo de salud del otro, como explícitamente aparece en
ciertas formas de saludo.
Si bien no cabe duda que en las sociedades actuales ha disminuido el uso y las
características del saludo, y tal vez también de ceremonias para controlar la agresión,
eso no significa que no existan, sino que deberíamos buscarlas, incluso a través de
ciertas resignificaciones que se han dado en los últimos años en México. Hasta hace
menos de dos décadas “buey” o “güey” era uno de los peores insultos que un sujeto
podía dirigir a otro en México, y su uso concluía generalmente en enfrentamientos.
Pero en los últimos años, los adolescentes de las diferentes clases sociales lo han con-
vertido en la forma más frecuente de saludo entre ellos a través de un “órale güey”,
o “¿cómo estás güey?”. Y repitiendo en la conversación la palabra “güey” cada dos o

204 De sujetos, saberes y estructuras


tres frases. De tal manera que de ser un grave insulto se ha convertido en un saludo
de reconocimiento y pertenencia social.
Toda una serie de estudios sobre diversos aspectos de la vida cotidiana han con-
cluido que, una parte de los rituales y de las ceremonias que crean los grupos, tiene
como objetivo establecer espacios de resolución social y/o simbólica de los con-
flictos que constantemente emergen entre sujetos y microgrupos al interior de las
comunidades. Y, por lo tanto, dichos rituales y ceremonias deberíamos buscarlos,
incluso a nivel de simples saludos, antes de decidir su inexistencia.
Justamente, como venimos señalando, la constitución de relaciones y rituales
sociales en torno a diferentes procesos de s/e/a es una característica de todas las
sociedades, incluidas las sociedades actuales. Diversas investigaciones han descripto
y analizado las relaciones y rituales organizados en torno a la atención médica y
especialmente las ceremonias quirúrgicas. Una de las más extendidas intervenciones
quirúrgicas en México la constituyen actualmente las cesáreas, que se ha convertido
en una de las principales formas normalizadas de parir tanto a nivel de la medicina
oficial como de la privada, pasando en pocos años de constituir solo el 3% del total de
los partos a representar actualmente más del 35% de los mismos. El parto por cesárea
constituye un nuevo ritual para parir, que incluye la presencia por lo menos durante
un tiempo de cicatrices corporales (Cárdenas, 2000; E. Puentes Rosas et al., 2002).
La mayoría de los rituales y relaciones sociales que se organizan en torno a los
procesos de s/e/a corresponden a sujetos específicos, como ocurre con la aplicación
de vacunas, la mayoría de las cuales se aplican en la infancia, aun cuando algunas
se aplican a otras edades en función de determinados padecimientos dominantes
en las mismas. No obstante, en el caso de la infancia, la mayoría de las vacunas son
obligatorias para la población de riesgo, y las autoridades del sector salud sostienen
que actualmente el 97% de la población infantil está vacunada en México.
El esquema de vacunación de un niño mexicano es el siguiente: al nacimiento se
le aplica en forma intramuscular en el hombro la vacuna antituberculosa (BCG); a los
dos, cuatro y seis meses se le aplica la vacuna contra la poliomielitis y la vacuna pen-
tavalente (difteria, tos ferina, tétanos, hepatitis B, infecciones graves) por vía intra-
muscular, al año se le da la vacuna contra el sarampión por vía intradérmica; a los
dos y cuatro años refuerzos de algunas vacunas (DPT), y a los seis años refuerzos de
otras vacunas (SR). Si bien el esquema actual consta de diez “biológicos” (vacunas),
para el 2020 serán veinte vacunas a aplicar, y la mayoría durante la primera infancia.
Es decir que hasta los seis años y especialmente durante su primer año de vida,
casi todos los niños mexicanos reciben en su cuerpo una serie de aplicaciones pre-
ventivas, dado que se aplican a niños que no padecen de los problemas respecto de
los cuales se los inmuniza. Si bien toda sociedad conocida establece rituales durante
el primer año de vida, que tienen que ver con diferentes dimensiones de la vida
microgrupal y comunitaria, no creo que exista otra sociedad que actúe en términos
institucionales y obligatorios sobre el cuerpo de sus niños con la frecuencia e inten-
sidad de los países de la sociedad occidental. A través del cuerpo de los niños las
acciones biomédicas se institucionalizan y ritualizan como parte normalizada de la
vida cotidiana.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 205


El desarrollo de rituales que se expresan a través del cuerpo se observa en toda
una serie de aspectos que no se reducen a los procesos de s/e/a, aun cuando pueden
incluirlos, como por ejemplo el uso de tatuajes y de piercing, o a través de distintas
formas de ejercer las violencias corporales. De tal manera que se desarrollan nuevas
técnicas del cuerpo, donde diversas tecnologías, incluida la tecnología médica,
cumplen un papel relevante en los rituales de identificación/diferenciación. Así
las técnicas de adelgazamiento, las cirugías plásticas, los fármacos antiarrugas, el
cambio de identidad sexual realizados a través de técnicas quirúrgicas y clínicas,
operan en determinados sectores sociales, como los tatuajes, las heridas, los aretes,
el fisiculturismo operan en otros, sin negar por supuesto el uso simultáneo de varias
de las técnicas enumeradas.
El cuerpo, por lo tanto, se constituye en uno de los principales lugares de expresión
de rituales, como por otra parte ha ocurrido en la mayoría de las culturas. Pero un
cuerpo que, al ser, de manera narcisista, sacralizado conduce al desarrollo y ejercicio
de rituales individuales. Y es ese cuerpo sacralizado y ritualizado el que simultánea-
mente expresa su diferencia, e incluso resistencia, por parte de ciertos grupos y sujetos.
Mientras que en otros trata de ser convertido en núcleo de consumos organi-
zados en torno a la “belleza corporal y espiritual”, y que se expresa a través del incre-
mento constante de centros de masajes y/o de reflexión, de proliferación de spas
y de producción, publicidad y líneas de venta centradas en la “belleza”. No es un
hecho casual que el periódico más dinámico de México –Reforma– haya comenzado
a publicar desde principios de 2007 un suplemento dedicado a la “belleza femenina”,
que se titula Rituales.
Más aún, como ya lo señalamos, el desarrollo de conductas de riesgo –que
incluyen centralmente al cuerpo– constituye una de las principales características
de diferentes sectores sociales y especialmente de grupos juveniles. Gran parte de
estos rituales parecen exigir cada vez más la presencia de agresiones físicas hacia el
propio cuerpo o hacia el cuerpo de los sujetos con los cuales se establecen relaciones.
Toda una serie de autores, en su mayoría pertenecientes a corrientes fenomeno-
lógicas o neodurkheimianas, como Eliade o como Girard, plantearon desde por lo
menos la década del 40, la existencia de un proceso de desacralización en las socie-
dades occidentales, que estaba conduciendo a la desaparición de rituales que para
ellos eran fundamentales para el funcionamiento de dichas sociedades, es decir,
para no caer en la anomia, en la violencia hacia los otros y/o en la autodestrucción.
Pero, al mismo tiempo, consideraban que por lo menos determinados sectores de
la sociedad estaban inventando “nuevas” formas de sacralización y nuevos rituales.
De tal manera que, especialistas en adicciones como Oughourlian, consideran
que determinados comportamientos juveniles, especialmente los organizados en
torno al uso de drogas “adictivas”, estarían creando espacios de ritualización, de reli-
gación, pasando dichas drogas a ocupar el espacio que las “drogas culturales” como
el alcohol tenían en el pasado, y que en parte siguen teniendo. Más aún, este autor
propone que la expansión de la drogadicción entre los jóvenes constituye, sobre
todo, un ritual contra la violencia:

206 De sujetos, saberes y estructuras


El examen atento de este principio de no violencia, que se da en los toxi-
cómanos de nuestro tiempo, nos ha revelado que se trata en realidad de
una preocupación constante por conjurar la violencia; de una conducta para
evitar la violencia (1977, p. 288).

Más allá de que estemos o no de acuerdo con este tipo de interpretaciones, lo que
proponen no solo es reconocer la caída de ritos sociales, sino además el proceso
de construcción de nuevos rituales en las sociedades actuales. Pero también nos
recuerdan que una parte de estos rituales se caracterizan por la fuerte identificación
y pertenencia grupal que generan, así como por la frecuencia e intensidad de las
relaciones que se dan entre quienes participan, y que, si bien pueden reforzar la inte-
gración e identidad, pueden también generar consecuencias negativas que incluyen
la muerte de uno o más miembros del grupo o de miembros de otros grupos3.
No debe soslayarse el hecho de que el VIH-sida emergió como problema luego
de un fenomenal proceso de incremento de la presencia social pública, por lo menos
en ciertos países, de homosexuales, o si se prefiere, de varones que tienen relaciones
sexuales con otros varones. Durante las décadas de 1960 y 1970 se crearon espacios
de participación masiva de homosexuales en ciudades como New York, Los Ángeles
o San Francisco, que incluyeron la apropiación de espacios del tercer mundo como
Marruecos o Tailandia como lugares de participación y experiencias colectivas de
homosexuales.
Incluso se resignificaron fiestas “tradicionales”, de tal manera que toda una serie
de carnavales se caracterizarán por la fuerte presencia de grupos homosexuales que,
si bien expresa comportamientos previos “tradicionales”, incrementa notablemente
su participación pública incluso en términos de turismo sexual.
Por lo tanto, la legitimación o por lo menos reconocimiento público de la homo-
sexualidad en este período se basó en un extendido y constante proceso de partici-
pación social, por la ocupación de espacios públicos, por el uso de símbolos y rituales
de identificación. Y este proceso es el que posibilitó que fueran determinados grupos
gay –por lo menos en ciertos contextos y sectores sociales– los que desarrollarán
una mayor participación y eficacia en la aplicación de diversas estrategias generadas
para enfrentar la expansión del VIH-sida.
La observación de las sociedades actuales indica, por lo tanto, que se construyen
y/o resignifican nuevos espacios, grupos y movimientos sociales que no necesaria-
mente son permanentes, que en algunos casos operan durante lapsos relativamente
cortos, pero que generan relaciones, rituales y símbolos de pertenencia y funciona-
miento. Los espectáculos deportivos, los conciertos masivos de música popular, los
períodos vacacionales, el turismo de masas, el desarrollo del comercio ambulante,
los diferentes movimientos de protesta que incluso convierten espacios públicos

3
Considero relevante y necesario hallar explicaciones respecto de por qué toda una serie de
rituales y de conductas de riesgo están estrechamente vinculados con la muerte, especialmente
en adolescentes varones.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 207


en lugares sagrados de participación, como pueden ser el Zócalo de la Ciudad de
México o la Plaza de Mayo de Buenos Aires, expresan esta tendencia.
Los rituales de identificación organizados a través de la pertenencia a un equipo
de fútbol o de otros deportes, de las formas de vestir, de maquillarse, de cortarse el
cabello, del uso del lenguaje, de formas de beber y del tipo de bebida consumida se
caracterizan por su dinamismo y modificación, pero no por ello dejan de constituir
rituales y relaciones de reconocimiento, pertenencia e identificación colectiva.
Los deportes y especialmente el fútbol han dado lugar durante el siglo XX
a nuevas relaciones de pertenencia e identidad, así como al desarrollo de nuevos
rituales. En México DF, Madrid o Buenos Aires en particular, cuando triunfa el
equipo nacional en certámenes importantes, una parte de la población se reúne en
“El Ángel”, la Fuente de la Cibeles o el Obelisco, respectivamente, para festejar colec-
tivamente el triunfo del equipo. Este ritual se ha desarrollado en los últimos veinte
años, y no sabemos si perdurará o es uno más de los nuevos ritos efímeros. Una parte
significativa de estos rituales y relaciones de identidad y pertenencia se caracteriza
por el uso de la violencia verbal y física, que puede llegar al asesinato de personas
identificadas con “otros” equipos, pero también de suicidios4.
Por lo tanto, a través del fútbol, tanto en países europeos como latinoamericanos
–y parece ser que a nivel casi mundial–, se organizaron nuevos rituales que se con-
vierten en parte de la vida cotidiana especialmente para el proletariado urbano de
dichos países, de tal manera que el domingo pasó cada vez más a estar marcado
por la concurrencia a los estadios de fútbol, lo que implicaba el manejo de sím-
bolos de diferenciación y de pertenencia como banderas, cánticos y la constitución
de “barras”, que incluso con el tiempo se identificaron a través de denominaciones
como la “perra brava” o los “sanguinarios”. Más adelante, la simbología de perte-
nencia se expresó también a través del uso de la camisa del equipo de preferencia, así
como pintarse la cara y el resto del cuerpo con los colores que lo identifican.
Pero lo más significativo fue la construcción de actividades sociales que dividían
ritualmente el día domingo, y que entre otras funciones daban identidad y perte-
nencia a los partidarios de los diferentes equipos de fútbol. Este proceso se cons-
tituyó en unos pocos años y pasó a ser parte constitutiva de la vida social de gran
parte de la población masculina urbana.

4
Para algunos analistas, gran parte de los procesos señalados constituyen ‘espectáculos’, conno-
tando con este término la pasividad que caracterizaría a los que van a presenciarlos. Lo mínimo
que se puede decir de dichos análisis –y de sus analistas– es que fueron, si es que lo hicieron, a
esos espectáculos como espectadores y no como va la mayoría de los que asisten a un estadio de
fútbol, que van como partidarios, como fanáticos, como torcedores, como hinchas, como tifosis,
como barras, etc., de algunos de los equipos a través de los cuales se participa, real e imaginaria-
mente, a niveles que pueden implicar no solo festejos o depresiones colectivas, sino también la
muerte por agresión, por angustia e incluso por felicidad. Como declaró recientemente César
Luis Menotti: “El fútbol es un lugar de apasionamiento, tristeza y alegría; en todas partes, aun en
el país más chico y lejano, el fútbol tiene una representatividad que hace que la gente se junte y
discutamos. No es muy fácil encontrar un lugar donde uno tenga garantizada la posibilidad de
apasionarse” (La Jornada, 2/8/2008).

208 De sujetos, saberes y estructuras


Ahora bien, dada su significación económica/política, los partidos de fútbol
fueron cada vez más mercantilizados, generando modificaciones en los rituales,
de los cuales el más importante es haber roto la significación del domingo como
día “sagrado”, dado que en las dos últimas décadas y en forma creciente y en cada
vez más países, los partidos de fútbol se juegan durante varios días de la semana,
incluido el domingo y en diferentes horarios, y no a la hora señalada.
Este proceso, no obstante, no supone la eliminación de los rituales, relaciones
y espacios sociales, sino de ciertos rituales, relaciones y espacios que son reempla-
zados por otros, y que expresan a una sociedad actual caracterizada cada vez más
por el desarrollo de nuevos ritos y relaciones, una parte de los cuales, por lo menos,
son efímeros.

La constante reaparición de lo negado

Por otra parte, debemos reconocer que, si bien toda una serie de rituales, relaciones
y símbolos político/ideológicos que caracterizan a grupos identificados con distintas
orientaciones político/ideológicas han perdido significación y uso, no cabe duda
que actualmente se están desarrollando nuevos rituales político/ideológicos, que
evidencian la notable significación de los mismos, como ocurre en el caso de las
Madres de Plaza de Mayo.
Posiblemente, alguno de los principales símbolos, rituales y relaciones sociales se
organizaron durante los siglos XIX y XX en torno a lo político/ideológico, especial-
mente a nivel de determinados actores sociales y tanto en términos nacionales como
internacionales. Las banderas rojas y rojinegras, la hoz y el martillo o la swastika, el
puño cerrado o el saludo romano, los cánticos socialistas, anarquistas, populistas o fas-
cistas constituyeron rituales de masas de alta visibilidad y poder de identificación, per-
tenencia y movilización, los cuales han desaparecido o perdido su significación masiva.
Pero ello no supone que los rituales y símbolos político/ideológicos han desaparecido,
sino que solo han desaparecido algunos de los más significativos y expandidos.
Más aún, hoy algunos de esos rituales se han resignificado, como es el caso del
puño cerrado que identificó sobre todo al movimiento comunista, y que fue uti-
lizado en los Juegos Olímpicos y en otros eventos internacionales por atletas negros
norteamericanos que adherían al “poder negro” en unos casos o que cuestionaban el
racismo de los EEUU Actualmente, el puño cerrado puede ser presentado por atletas
africanos, por deportistas gay o solo porque el sujeto tiene ganas de hacerlo.
Hay toda una serie de rituales político/ideológicos que son negados por la
sociedad occidental actual en tanto rituales, pero que sin embargo la afectan cada
vez más en forma directa. Me refiero a los suicidios de carácter político expresados
actualmente sobre todo en Irak y en Palestina, que dentro de la clasificación de
Durkheim corresponden al tipo de suicidio “altruista”. ¿Qué diría Fanon (1968) si
observara las luchas por “el velo” (chador) dadas actualmente por la población de
origen musulmán –incluida la participación activa de mujeres adolescentes– en
varios países europeos, y que condujo a los poderes legislativo y ejecutivo de Francia

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 209


a establecer una ley que prohíbe en todas las instituciones, y especialmente en las
educacionales, el uso de símbolos religiosos y no solo musulmanes, sino también
judíos y cristianos? Lo cual exacerba aún más el reclamo por el uso de esos símbolos,
especialmente en la comunidad musulmana.
Pero, además, y como lo ha evidenciado constantemente la investigación
socioantropológica, las sociedades tratan de mantener los rituales que forman parte
de sus procesos reproductivos básicos, adaptándolos a las nuevas condiciones de
vida. Mendoza (1994, 2004) ha descripto en el grupo étnico triqui residente en
Copala (Oaxaca) la importancia que tiene el baño de temazcal para las parturientas,
y ha documentado cómo los triquis, en sus procesos de migración y asentamiento
en la Ciudad de México, tratan de seguir manteniendo ese ritual fundante para ellos
a través de la utilización de los baños de vapor localizados en el centro histórico de
la ciudad, y desarrollando en dichos “baños públicos” las actividades ceremoniales
que pueden favorecer la recuperación de la parturienta, así como la reproducción
sociocultural de su grupo.
Hay toda una serie de rituales que existen en la sociedad mexicana y que, pese a
su presencia y la mayor visibilidad pública desarrollada en los últimos años, casi no
han sido estudiados. Me refiero, por ejemplo, a la “venganza de sangre” (ver Capítulo
3), que se caracteriza no solo por establecer determinados tipos de relaciones y
rituales sociales, sino que, además, actualmente, por su adaptación a los objetivos de
la criminalidad organizada.
Por lo tanto, por lo menos una parte de las relaciones y rituales sociales actuales
constituyen, en muy diferentes grupos y sectores de la sociedad mexicana, resignifica-
ciones de rituales y relaciones que son parte de la cultura y de las culturas mexicanas.
Pero en este apartado me interesa, además, poner de manifiesto el desarrollo de
nuevos rituales y relaciones sociales en diferentes campos y actores sociales. Y así
tenemos, por ejemplo, los grupos de autoayuda constituidos en torno a una gran
variedad de procesos de s/e/a. Si bien, como ya vimos, este tipo de grupos se inició
respecto del alcoholismo con la creación de Alcohólicos Anónimos, actualmente se
organizan preferentemente en torno a enfermedades mentales, padecimientos cró-
nicos/degenerativos y discapacidades. Y dichos grupos de autoayuda, si bien se cons-
tituyen a partir de los sujetos que padecen un problema determinado, pueden incluir
a sus familiares dentro de grupos de apoyo que implican el desarrollo de relaciones
sociales. No obstante, debemos subrayar que el núcleo de estos grupos lo constituyen
los sujetos que padecen un determinado problema, y no refiere a la comunidad como
un todo, por lo cual la pertenencia, relaciones e integración se basan en el padeci-
miento de los sujetos como principal mecanismo de inclusión/exclusión.
Estos grupos desarrollan rituales sociales que pueden estar muy codificados
como el “programa de los doce pasos” desarrollado por Alcohólicos Anónimos, pero
que utilizan actualmente los más diversos grupos de autoayuda. Y dicho ritual cons-
tituye un típico ritual de ascenso desde lo negativo hasta lo positivo, que como todo
ritual de ascenso supone caídas, retrocesos y avances, y la cuestión es observar el
papel que cumple dicho ritual en términos terapéuticos y socioculturales.

210 De sujetos, saberes y estructuras


La construcción de redes sociales de ayuda y de autoayuda constituye uno de
los procesos que con más frecuencia desarrollan los sujetos y grupos respecto de
diferentes procesos de s/e/a. Estas redes se organizan –o son organizadas– en forma
permanente o como respuesta a situaciones coyunturales, como ocurrió en 1985
en México DF ante las consecuencias de uno de los más graves sismos que padeció
dicha ciudad; o durante los años 2002 y 2003, como estrategia ante el grave desa-
bastecimiento de fármacos que operó en las instituciones oficiales de salud respecto
del conjunto de las enfermedades, y especialmente del VIH-sida.
En el caso del VIH-sida las redes operaron a través de todo un espectro de
acciones desarrolladas por los seropositivos, desde la denuncia de esta situación a
la Comisión Nacional de Derechos Humanos y a la Comisión Nacional de Arbitraje
Médico (Conamed), hasta la presión directa sobre los funcionarios de salud, pasando
por la construcción de su propia red de abastecimiento de fármacos.
Dada la continuidad del desabastecimiento de medicamentos específicos:

…muchos seropositivos han establecido el préstamo o intercambio de fárma-


cos como forma alterna a la oficial, pues los precios de los tratamientos fuera
del ámbito gubernamental pueden llegar a alcanzar niveles sumamente cos-
tosos […] Agrupados o no en diversas organizaciones de autoapoyo, las per-
sonas que viven con VIH-sida han encontrado en este sistema la forma de
continuar sus tratamientos sin tener que desembolsar enormes cantidades
de dinero. Las redes solidarias nacieron hace 22 años […] se estableció un
banco de medicamentos sustentado en aportaciones voluntarias desde 1985;
así las personas que van cambiando de tratamiento y se quedan con medica-
mentos que no usaron, nos los traen para que podamos redistribuirlos. Tam-
bién recibimos los medicamentos de las personas fallecidas. (Reyes, 2003)

Debido al incremento de las enfermedades crónicas/degenerativas, de las disca-


pacidades y de otros problemas, los procesos de s/e/a se han convertido en uno de
los principales campos de construcción de relacione sociales, especialmente en tér-
minos de grupos de autoayuda. Si bien este proceso se está dando en la mayoría de
las sociedades, debemos subrayar que los EEUU es el país que tiene el mayor número
de grupos de autoayuda construidos en torno a los procesos de s/e/a, lo cual por lo
menos contrasta con los estereotipos que consideran a dicho país como el paradigma
del individualismo, la competencia y la inexistencia de solidaridades básicas.
Más aún, en los EEUU se crearon los “bancos de ayuda social” en los cuales la
gente inscribe el número de horas y de actividades que está dispuesta a hacer para
ayudar a otros. Y, en la actualidad, EEUU sigue siendo el país cuya población está
dispuesta a prestar más horas de ayuda, respecto de cualquier otro país. Y estas horas
de ayuda pueden ser para estar una hora con un anciano solo, o para acompañar a un
enfermo de VIH-sida, o para cuidar niños de una mujer que trabaja.
Por supuesto que este proceso tiene interpretaciones de diferente tipo, pero lo
que me interesa subrayar es el dominio de concepciones respecto de las relaciones
sociales que frecuentemente tienen poco que ver con lo que ocurre en la realidad.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 211


Toda una serie de procesos que tienen que ver, directa o indirectamente con
procesos de s/e/a, han dado lugar al desarrollo de relaciones sociales en sectores
específicos. Así, como ya lo señalamos, en las grandes ciudades latinoamericanas han
surgido los grupos de “niños de la calle”, cuya capacidad organizativa ha posibilitado
en gran medida la supervivencia de sus miembros por lo menos durante un deter-
minado tiempo, dada su limitada esperanza de vida.
Algunas de las principales nuevas redes sociales se están organizando a través de
la expansión de las iglesias de origen protestante, de las denominadas “sectas”, pero
también de sectores católicos conocidos como “carismáticos”, caracterizados por pro-
mover las relaciones entre sus miembros. En México, la organización religiosa que
más se ha expandido en los últimos veinte años es la Iglesia de la Luz, la cual se carac-
teriza por impulsar fuertemente las relaciones sociales entre sus miembros no solo en
términos de asistencia a la Iglesia, sino también de relaciones sociales barriales.
La mayoría de estos grupos –incluidos los grupos new age– desarrollan algún
tipo de ceremonia curativa, que presentan momentos de participación colectiva. No
sabemos si estos grupos y movimientos se convertirán o no en “cultura”, pero ello no
niega la existencia de estos procesos caracterizados por el desarrollo de relaciones y
rituales sociales.
Ahora bien, esto no niega, como ya lo señalé, el declive a nivel general de un gran
número de religiones tradicionales, especialmente del catolicismo y de las formas
más orgánicas del protestantismo. Más aún, la caída de estas religiones ha sido ver-
tiginosa en varios países capitalistas centrales, como es el caso de Francia, donde a
principios de los años 50 el 92% de los niños estaban bautizados, mientras a fines
de 1990 lo estaba menos del 50%, lo cual supone la reducción notable de uno de
los principales ritos de pasaje organizados en torno al cristianismo. Esta caída se
expresa, además, en el hecho de que en 1950 se ordenaban en Francia alrededor de
mil sacerdotes por año, y ahora no llegan a cien.
Si bien en América Latina la caída del catolicismo todavía no es tan acusada, y
una ceremonia como la peregrinación a la Basílica de Guadalupe, en México, puede
movilizar entre seis y diez millones de peregrinos en torno al día 12 de diciembre,
ello no niega la paulatina –y en algunos contextos veloz– reducción del número
de católicos, aunque paralelamente se observa el incremento de nuevas religiones,
como lo señalamos previamente.
Más aún, la investigación académica evidencia que, si bien determinadas
creencias religiosas son eliminadas, incluso por la propia Iglesia Católica, como es el
caso del “purgatorio”, se desarrollan nuevas creencias respecto de la reencarnación,
especialmente en jóvenes de varios países europeos y de los EEUU Y todas estas
tendencias –y es lo que me interesa subrayar– suponen el desarrollo de relaciones
y rituales sociales.
Toda una serie de problemas que ya hemos mencionado, como los referidos a
la situación de la mujer, a los niños de la calle, a ciertos padecimientos o a la lucha
contra la pobreza han dado lugar a la creación y desarrollo de organizaciones no
gubernamentales (ONG) que, por una parte, impulsan estrategias basadas en la
creación de redes sociales de apoyo y, por otra parte, ellas mismas se organizan y

212 De sujetos, saberes y estructuras


funcionan a través de redes nacionales e internacionales que posibilitan su financia-
miento y funcionamiento.
Más allá de las lecturas contradictorias y complementarias que existen respecto del
papel y funcionamiento de las ONG, lo que me interesa subrayar es que por lo menos
una parte de las mismas favorecen e impulsan la organización y desarrollo de redes
sociales, al mismo tiempo que refuerzan la orientación de perspectivas a-relacionales
al focalizar sus acciones exclusivamente en ciertos actores sociales, como ocurre sobre
todo en el caso de las ONG organizadas a partir del género. La casi totalidad de las
actividades son dirigidas a los sujetos y grupos en términos de su identidad de género,
excluyéndose la construcción del trabajo con relaciones intergenéricas.
Correlativamente, los programas oficiales de lucha contra la pobreza en México
se caracterizan por operar a través de sujetos y de redes microsociales, especialmente
a través del papel dado a la mujer. Y al igual que lo que señalamos respecto de las
ONG, más allá de la interpretación que hagamos sobre las funciones y/o eficacia de
estos programas, no cabe duda que también han impulsado determinadas relaciones
sociales. Incluso de relaciones “clientelares”.
Además, intervienen toda una serie de procesos y actores sociales, como es el
caso de los medios de comunicación masiva, que han sido considerados como uno
de los instrumentos que más han afectado negativamente los ritos y relaciones
sociales, dado que dichos medios habrían favorecido la atomización, masificación y
aislamiento de los individuos.
Sin embargo, desde la década de 1940, los estudios de Lazarfeld y de otros autores
(Katz, 1992; Lazarfeld, 1955; Lazarfeld et al., 1962) han sostenido que los medios no
generan la reducción de las relaciones sociales, sino que, por el contrario, favorecen
su desarrollo y mantenimiento. Sostienen que no son los medios los que inciden en
los saberes de los sujetos, sino que son las relaciones personales de los sujetos, que
consumen dichos medios, los que tienen el papel decisivo en la interpretación y uso
de dicha información.
Pero más allá de estas interpretaciones, una parte de los especialistas en medios
de comunicación masiva reconocen que estos han creado nuevas formas de inte-
racción social (E. B. Thompson, 1998), e incluso que el uso de los medios se ha cons-
tituido en ritual cotidiano para gran parte de la población. De tal manera que según
Nordenstreng, más del 80% de la población finlandesa ve el noticiario televisivo
nocturno, operando como un ritual más que como una fuente de información y/o
entretenimiento (Morley, 1996). Y a conclusiones similares han llegado estudios rea-
lizados en públicos de los EEUU, Francia e Inglaterra.
Más aún, según ciertos analistas, los medios fomentan el sentido de pertenencia,
promueven las relaciones sociales, facilitan la interacción personal:

La televisión es una formidable herramienta de comunicación entre los in-


dividuos. Lo más importante no es lo que han visto, sino el hecho de hablar
de ello. La televisión es un objeto de conversación; es un vínculo social in-
dispensable en una sociedad donde los individuos a menudo están aislados
y a veces solos. No es la televisión quien ha creado la soledad o el éxodo
rural […] ni ha destruido los tejidos locales ni separado las familias. Ella más

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 213


bien ha amortiguado los efectos negativos de estas profundas mutaciones,
ofreciendo un nuevo vínculo social en una sociedad individualista de masas.
(Wolton, 2000, p. 80)

Los medios expresarían ante el público los nuevos y viejos rituales sociales masivos,
que se expresan a través de sus principales titulares y anuncios, y que marcan la
existencia y el transcurrir de determinados acontecimientos sociales colectivos. Y
así los medios marcan el año a través de señalar en México el Año Nuevo, los Reyes
y la cuesta económica de enero; la semana de Pascua; llegan las vacaciones; la vuelta
a clases; el día del Grito; comienzan las Posadas, la virgen de Guadalupe y las fiestas
navideñas, marcando espacios sociales ritualizados, que, si bien en su mayoría son
previos, ahora son señalados año tras año por los medios y son vividos y usados por
la población como parte de sus relaciones y rituales.
Según algunos analistas, los medios son los principales difusores de los escán-
dalos de todo tipo, desde los político(s) hasta los sexuales, pasando por los escán-
dalos de corrupción económica, de tal manera que operan como rituales a través de
los cuales “...una sociedad se enfrenta a las debilidades y a las transgresiones de sus
miembros, y mediante los cuales se robustecen las normas, las convicciones y las
instituciones que constituyen el orden social” (E. P. Thompson, 2001, p. 325).
Si bien podemos cuestionar esta interpretación, y el mismo Thompson lo hace,
debemos reconocer que toda una serie de propuestas van en esta dirección, soste-
niendo que son en los nuevos fenómenos colectivos donde se generan una parte de
los nuevos rituales comunitarios. Para Sheff, si bien la sociedad actual –piensa en los
EEUU– no tiene rituales a través de los cuales expresar sus emociones, sus llantos
y sus pérdidas, especialmente ante los eventos críticos; sin embargo, las noticias,
los espectáculos catastróficos y los entretenimientos de masas pueden cumplir esta
función: “resulta concebible que los entretenimientos de masas que pueden pro-
ducir catarsis colectivas logren sustituir, al menos en parte, a los rituales cada vez
más empobrecidos de las sociedades modernas, como arenas en que puede gene-
rarse un sentido de comunidad” (1986, p. 134).

Los rituales efímeros

Podríamos seguir enumerando otros espacios y actores sociales a través de los cuales
observar la posible constitución de relaciones y rituales sociales, pero me interesa recu-
perar especialmente el espacio laboral debido a que autores como Bauman, Bourdieu
y especialmente Castel lo consideran como una de las principales expresiones de la
erosión o desaparición de lazos y rituales sociales. Las constantes modificaciones de
las formas y condiciones de trabajo, así como los fenómenos de desocupación y subo-
cupación generados por el capitalismo, especialmente a partir de la década de 1970,
tenderían a fragmentar y desestructurar a las sociedades actuales, y especialmente a
eliminar o a erosionar las relaciones sociales organizadas en torno al trabajo.

214 De sujetos, saberes y estructuras


No cabe duda que en la mayoría de los países latinoamericanos observamos un
proceso de reducción de los empleos formales, especialmente en el sector indus-
trial, pero también en la producción agrícola/ganadera, así como observamos la
reducción del número de trabajadores sindicalizados y el papel de las organiza-
ciones sindicales. Es también correcto reconocer, que la mayoría de los puestos de
trabajo que se crean actualmente en América Latina y especialmente en México son
de tipo “informal”, asumiendo que en México se incorporan anualmente al mercado
productivo entre 1.200.000 y 1.400.000 jóvenes, que en su mayoría trabajarán en
el mercado informal o migrarán a los EEUU. Pero más allá de las consecuencias
negativas que tienen estos procesos, ello no implica concluir que desaparezcan las
relaciones sociales constituidas en torno al trabajo, sino asumir que se reducen o
desaparecen determinadas relaciones laborales que, por más importantes y signifi-
cativas que sean, no agotan el campo de las relaciones organizadas en torno a otras
formas de trabajo.
Como sabemos, la mayoría de los puestos de trabajo formales, especialmente
los industriales, generan básicamente dos tipos de “satisfacciones” en el trabajador.
Primero, la devenida del logro de ingresos y prestaciones sociales, y en segundo
lugar, la generada por las relaciones construidas con los compañeros de trabajo en el
espacio laboral y fuera de él. Por lo tanto, el trabajo es uno de los espacios de consti-
tución de algunas de las más significativas y duraderas relaciones sociales.
Pero estas y otras satisfacciones no operan solo a través del trabajo industrial,
aunque este aparece para autores como Castel (1995) como el modelo a partir del
cual pensarlas. Junto con este, hay otro aspecto teórico de notoria importancia, por
lo menos para mí, y me refiero a asumir que las relaciones laborales constituidas en
torno a los procesos industriales y en términos masivos son relativamente nuevos en
términos históricos (Menéndez, 1987). Es decir que estas relaciones formaron parte
de la vida de los sujetos que trabajan solo desde hace comparativamente pocos años,
por lo menos en la mayoría de los países latinoamericanos, incluidos aquellos con
más antiguo desarrollo del sector industrial.
Este reconocimiento nos lleva a revisar una parte de los argumentos de los que
melancolizan la desaparición de ciertas relaciones y rituales sociales, ya que a veces
parece que se refieren a las relaciones laborales y sindicales con una profundidad
histórica que realmente no tienen, por lo menos entre nosotros. Pero incluso el pro-
letariado industrial urbano más antiguo, el inglés, tan extraordinariamente descripto
y analizado por E. P. Thompson (1977), nos refiere a fines del siglo XVIII y sobre todo
a principios del siglo XIX, lo cual no niega la importancia y significación económica
y sociocultural que tuvieron y todavía tienen dichas relaciones.
Más aún, lo que estos procesos nos indican es que, aun relaciones y rituales
sociales constituidos en fechas relativamente recientes cobran una profundidad
social, cultural y subjetiva que el sentido común suele considerar más o menos
como inmemorial. Subrayo estos aspectos, porque considero que, si asumimos el
real tiempo histórico y la calidad simbólica y subjetiva de determinadas relaciones,
podríamos comenzar a pensarlas en términos de cambio y de resignificación, más
que en términos de permanencia y pérdida. Más aún, podemos comenzar a pensar

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 215


y a implementar las relaciones y rituales sociales en términos de corta duración his-
tórica, y de rituales efímeros.
Pero, además, las reflexiones sobre la reducción de puestos de trabajos formales y
el paso a primer plano de los trabajos informales, dan la impresión de que los nuevos
trabajos informales no dieran lugar a relaciones y rituales sociales, cuando por lo
menos una parte de los mismos se caracterizan no solo por incluirlos, sino también
por recuperar ciertos espacios de relaciones primarias que han estado erosionándose.
En principio, los trabajos de tipo informal generan relaciones de muy diverso
tipo entre los propios sujetos que trabajan, en relación con la población a la cual dan
sus servicios, y en relación con los organismos y personas que los controlan. Desde
esta perspectiva, observamos que se constituyen relaciones de ayuda mutua y de
competencia, así como relaciones clientelares en términos no solo económicos, sino
también políticos y policiales.
En la Ciudad de México, desde por lo menos la década de 1960, se instalaron
las denominadas “Marías”, mujeres de origen indígena dedicadas generalmente a la
venta de dulces. El trabajo de las “Marías” se realizaba y realiza en la calle, y la mujer
que vende está casi siempre acompañada por la mayoría de sus hijos de diferentes
edades, que la ayudan en la venta o piden directamente dinero a transeúntes y sobre
todo a automovilistas. Es decir que durante un lapso de entre ocho y doce horas, el
trabajo fuera del hogar de estas mujeres se caracteriza, entre otros procesos, por la
participación de una parte del grupo familiar en tareas conjuntas, la cual implica la
convivencia entre hijos y madre durante un tiempo mayor que el que se da entre las
mujeres que tienen empleo formal y sus hijos.
Pero, además, hay otras actividades en las cuales suele colaborar el grupo familiar
incluyendo el padre de familia, como es el caso de los cuidadores de autos estacio-
nados en las veredas o banquetas. Tarea que es realizada sobre todo por individuos
varones, pero también por familias que organizan su trabajo en forma grupal. Estas
familias e individuos cumplen un horario de trabajo en la mayoría de los casos mayor
de ocho horas, y en el caso de los grupos familiares sus miembros conviven en el lugar
de trabajo, es decir, en la calle, donde comen juntos y los niños pueden realizar su tarea
escolar en algún momento del trabajo, por lo cual también observamos un tiempo de
relaciones familiares mayor que en el caso de los padres con empleos formales.
Más allá de las graves y negativas consecuencias económicas y ocupacionales que
tuvieron las políticas neoliberales impulsadas en Argentina durante la última dic-
tadura militar y durante la década de 1990, es importante recuperar el desarrollo
de trueque de bienes y de servicios en medios urbanos que se generó en dicho país
(González Bombal, 2002), lo cual evidencia la construcción de “nuevas” relaciones
sociales, económicas y ocupacionales que no eran consideradas compatibles con
formas de vida urbana dentro de las economías capitalistas. Sobre todo, porque la
mayoría de los que desarrollaron el sistema de trueque fueron personas pertene-
cientes a clases medias o a trabajadores urbanos que estaban cayendo en la desocu-
pación y/o en la pobreza.
Sin embargo, esta experiencia no es excepcional ni producto exclusivo de la
difícil situación económica que atravesaba Argentina, dado que en los últimos años

216 De sujetos, saberes y estructuras


se ha desarrollado notablemente el trueque a través de Internet, en el cual suelen
aparecer mensajes que proponen: “Resolvemos todos los requerimientos de sof-
tware de su empresa a cambio de alimentos, bebidas, calzado o uniformes”. Según
estimaciones de la Asociación Internacional de Intercambio Recíproco, el trueque
de mercancías y servicios a nivel mundial tuvo un valor durante 2004 de casi 850
mil millones de dólares, y dicho organismo “calcula que durante el presente año
más de medio millón de empresas alrededor del mundo realizarán operaciones de
intercambio de bienes y servicios sin que haya una unidad monetaria de por medio”
(Reforma, 20/3/2006).
Pero no solo el trueque persiste, sino también otras relaciones que tienen que ver
en forma directa e indirecta con la situación ocupacional y económica. Y así obser-
vamos que la solicitud de préstamos económicos a familiares y amigos, así como
la compra al fiado en almacenes/abarrotes de barrio, siguen siendo parte de la vida
cotidiana especialmente de las clases subalternas.
En las sociedades actuales, y especialmente en la sociedad mexicana, una parte
de las actividades laborales se desarrollan a partir del crimen organizado, y nos refe-
rimos a la producción rural de marihuana y amapola que da lugar a la fabricación de
sustancias adictivas, así como al narcotráfico y especialmente al narcomenudeo, que
constituyen espacios de trabajo donde se desarrollan relaciones laborales y de otro
tipo caracterizadas frecuentemente por su resolución violenta.
En los últimos veinte años, las organizaciones de narcotraficantes están utili-
zando las relaciones clientelares que caracterizaban las formas de hacer política en la
mayoría de los países latinoamericanos. En el caso de México, esta estrategia se viene
desarrollando desde hace décadas, y sobre todo desde la década de 1990, cuando los
narcotraficantes incrementan su participación en las actividades políticas especial-
mente a nivel municipal, provincial y regional, pero también a nivel nacional. De
tal manera que, en diversos Estados del país, los narcotraficantes intervendrían en
forma organizada en la elección de autoridades en diversos niveles, pero especial-
mente a nivel municipal.
Desde esta perspectiva, toda una serie de actividades ocupacionales criminales
o criminalizadas están basadas en el establecimiento de determinadas relaciones y
redes sociales para asegurar su eficacia, como ocurre actualmente no solo con el nar-
cotráfico, sino también con la industria de los secuestros, con la industria del robo
y venta de autos, así como históricamente ha ocurrido y ocurre con la prostitución.
La mayoría de estas ocupaciones dan lugar y operan dentro de relaciones sociales
desarrolladas a nivel local, nacional e internacional, que incluyen cada vez más per-
sonas, especialmente correspondientes a los sectores juveniles.
Durante la década de 1980 y 1990, Bourgois (1995) realizó un estudio en los EEUU
que lo condujo a concluir que los sujetos y redes de narcomenudeo evidencian que,
tanto los objetivos como las formas de organización de los mismos, corresponden a
algunas de las características centrales de la sociedad norteamericana. Lo cual, como
sabemos, ya fue propuesto por una parte de los estudiosos de la desviación social
en las décadas de 1950 y 1960 (Menéndez, 1979). De tal manera que estas relaciones

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 217


sociales, organizadas en torno a la criminalidad, expresarían las relaciones y valores
dominantes de las sociedades dentro de las cuales se desarrollan.
Hay otros procesos vinculados al trabajo, cuyo significado y consecuencias son
por lo menos conflictivos en términos de relaciones sociales. Así, por ejemplo, espe-
cialmente en familias pobres y marginales se genera un proceso de expulsión de
algunos de sus miembros, que da lugar a la constitución de los denominados “niños
de la calle”5. Es decir, observamos un proceso que, al mismo tiempo que expresa
la ruptura de relaciones sociales familiares, conduce al desarrollo de relaciones de
ayuda mutua entre los niños/adolescentes para poder sobrevivir. Gran parte de los
niños se van de sus hogares debido no solo a las carencias familiares, sino también
al maltrato a que son sometidos, y si bien una parte de ellos han sido internados en
albergues, la mayoría prefiere vivir en la calle, en la cual trabajan limpiando para-
brisas, pidiendo limosna, cuidando autos, robando. Pero una de sus características es
que no viven solos, sino que se asocian con otros “niños” y adolescentes de la calle.
Por último, tenemos el fenomenal proceso migratorio actual desde los países del
denominado Tercer Mundo hacia ciertos países europeos y hacia los EEUU. Como
sabemos, estos procesos se caracterizan por la creación de espacios de autorrecono-
cimiento, pertenencia y participación social, así como por la construcción de orga-
nizaciones y de redes de autoayuda social, laboral y de protección. Es un proceso
que se caracteriza, y lo subrayo, por el uso y la constitución de redes sociales entre
los migrantes como estrategia básica de supervivencia, incluida centralmente la
obtención de trabajo remunerado6.
Estas características relacionales del proceso migratorio fueron descriptas y ana-
lizadas para el lapso de la “gran migración” de europeos y de población del deno-
minado “Cercano Oriente” hacia los EEUU y América Latina durante el siglo XIX y
primeras décadas del siglo XX. Y la actual migración reitera los mismos mecanismos
basados en la construcción o mantenimiento de redes sociales, étnicas, religiosas,
regionales o nacionales.
Este proceso, por sí solo, da cuenta de la notable significación actual de las rela-
ciones sociales en el mundo laboral, y que no solo se observa en todos los pasos
del proceso migratorio, sino también en el incremento creciente de las remesas de
dinero enviadas por los migrantes a sus familias residentes en sus países de origen.
Ahora bien, tanto respecto de la “gran migración” como de la actual migración,
los analistas y el saber popular han subrayado especialmente los procesos de soledad,

5
Una parte de los “niños de la calle” siguen viviendo con sus familias, y su vida en la calle obede-
ce a que en la misma pueden conseguir medios para sobrevivir. De tal manera que estos niños
“viven” en la calle inducidos, en gran medida, por sus propias familias.
6
El proceso de “la gran migración” hacia países como Argentina, EEUU o Uruguay entre 1870
y 1920 se caracterizó por el notable desarrollo de organizaciones de ayuda mutua que, en gran
medida, se desarrollaron para atender procesos de salud/enfermedad/atención. Este proceso
casi obvio lo “descubrí” a través de mi primer trabajo de investigación más o menos serio, que
realicé sobre migración española e italiana en una comunidad de la provincia de Entre Ríos
(Menéndez, 1964/1967).

218 De sujetos, saberes y estructuras


aislamiento, “desajustes de personalidad”, pérdida de relaciones sociales que se desa-
rrollan entre los migrantes, así como su impacto negativo en su salud, especialmente
en términos de salud mental.
Y si bien esto en parte es correcto, debemos señalar dos hechos que cuestionan
dichas afirmaciones. El primero es que, desde el temprano trabajo de F. Boas hasta la
actualidad, los estudios confirman que el proceso migratorio favorece el desarrollo
de por lo menos algunos indicadores positivos de salud. Como sabemos, a fines del
siglo XIX Boas estudió migrantes japoneses a los EEUU y demostró que los hijos
de dichos migrantes evidenciaban no solo mejores condiciones de salud que sus
padres, sino que sobre todo se había reducido la mortalidad infantil, y especialmente
habían mejorado todos los indicadores que tienen que ver con nutrición, desarrollo
y crecimiento de los sujetos.
Este proceso no puede entenderse si no se articula la existencia de condiciones
de trabajo, salario y salubridad colectiva e individual que aseguren un mínimo de
posibilidades de vida, con un proceso migratorio caracterizado en todos sus pasos
–y subrayo: en todos sus pasos– por la presencia de relaciones sociales, lo cual se
manifiesta desde la decisión y las formas de migrar, hasta instalarse, conseguir
trabajo, supervivir y vivir.
Los procesos migratorios fueron intensamente estudiados durante las décadas
de 1950 y 1960, y en el caso de México fue analizado en términos antropológicos
especialmente por O. Lewis (1986) en 1952, en su trabajo sobre urbanización sin des-
organización, donde describía la trayectoria y asentamiento de migrantes tepoztecos
a la Ciudad de México, evidenciando el papel positivo cumplido por las relaciones
sociales y especialmente las relaciones familiares en dicho proceso de asentamiento.
Frecuentemente, a través de canciones y de narraciones, pero también de auto-
biografías e historias de vida realizadas por académicos, así como de artículos perio-
dísticos, la migración aparece sin embargo descripta como un fenómeno individual
y melancólico, lo cual no niega la melancolía, pero no puede ser referido mecá-
nicamente a los procesos de vida, y menos de salud individual y colectiva, que se
observan en los migrantes. Más aún, dichas melancolías no corresponden a lo que
ocurre con la mayoría de los migrantes en términos del papel cumplido por las
relaciones sociales, dado que, si los migrantes no establecieran redes y relaciones
sociales, les sería casi imposible sobrevivir y deberían regresar. Y tanto en la gran
migración como en la actual migración la inmensa mayoría de los migrantes no
regresan a sus países de origen.
Una expresión de estos procesos se da a través de la constitución de asociaciones
o clubes organizados frecuentemente en función de los lugares de origen de los
migrantes. Para el año 2004, J. Fox, investigador de la Universidad de California,
calcula que existían 583 clubes y asociaciones de mexicanos en alrededor de treinta
ciudades de los EEUU. El inicio de estas asociaciones se da a fines del siglo XIX, y
al principio tenían como objetivo protegerse mutuamente respecto de situaciones
económicas y sociales difíciles, y especialmente para enfrentar problemas de salud.
Es decir, desarrollaron estrategias basadas en la ayuda mutua, que son similares a las
generadas por migrantes europeos desde mediados del siglo XIX.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 219


En el caso de la migración mexicana, pero también de la latinoamericana, es
además importante el desarrollo de centenares de clubes constituidos en torno al
fútbol. De tal manera que los fines de semana, y especialmente los domingos, se
organizan partidos de fútbol como parte de una liga mexicana, a la cual no solo van
los individuos que juegan, sino también sus familiares y amigos, y donde el “tercer
tiempo” refuerza semanalmente las relaciones sociales.
Esto, por supuesto, no niega que existan procesos melancólicos y graves con-
secuencias personales y microgrupales, y en muchos casos dolorosos en términos
constantes o coyunturales. Pero en términos metodológicos, necesitamos dife-
renciar las representaciones de las prácticas, sobre todo cuando las representaciones
individuales aparecen reforzadas por instancias colectivas. No debemos olvidar que
gran parte de esas expresiones melancólicas se manifiestan a través de situaciones
en las cuales los migrantes cantan, bailan, juegan y recuerdan juntos especialmente
su “patria chica”.
Por lo cual, como lo venimos señalando en este texto, por lo menos una parte
de las representaciones sociales construidas por los propios actores respecto de sus
procesos de vida, no corresponden totalmente a las prácticas de dichos procesos.
Más aún, suelen dar una versión negativa e individual, que solo se observa en una
parte de los hechos de su vida migratoria. Por ejemplo, en el caso de los migrantes
estudiados por nosotros, y que expresaban una notoria nostalgia por sus regiones
de origen, ninguno regresó definitivamente a su país. Por lo tanto, referir las repre-
sentaciones de los actores sociales a sus prácticas constituye un paso metodológico
imprescindible no solo para describir los procesos que ocurren, sino además para
entenderlos en términos de relaciones sociales.
No obstante, y para evitar interpretaciones equívocas, subrayo que si bien he
tratado de evidenciar la persistencia, resignificación o nuevos desarrollos de rela-
ciones y rituales sociales, ello no implica negar las consecuencias negativas –en
algunos casos tremendamente negativas– que una parte de los procesos señalados
generan o pueden generar, pero que no pueden dar lugar a la afirmación casi absoluta
de la desaparición de los lazos y rituales sociales, dado que los mismos se recrean o
se inventan constantemente, tal como estamos tratando de demostrar7.
Recordemos que una parte de los aspectos que estoy analizando no solo refiere
directa o indirectamente a procesos de s/e/a, sino que la posibilidad de impulsar
determinadas ideas y prácticas participativas en el campo de la salud colectiva, se
basa justamente en la existencia o posibilidades de construcción de relaciones y
rituales sociales a nivel de los diferentes conjuntos sociales.

7
En nuestro análisis no incluimos los procesos relacionales que a partir de la década del 80 están
generando los teléfonos celulares e internet, pese a la significación que tienen incluso para los
procesos de s/e/a. El hecho de que cada vez más sujetos estén ‘conectados’ cotidianamente a tra-
vés de Internet y a través de teléfonos móviles, constituye uno de los procesos más interesantes
desde una perspectiva relacional, pero no contamos con los elementos suficientes como para
incluirlo coherentemente en este trabajo.

220 De sujetos, saberes y estructuras


Y por eso me interesa señalar la existencia de ciertos aspectos relacionales que,
si bien han sido estudiados, sus características no han sido demasiado recuperadas
a nivel teórico, sobre todo desde la posible implementación del enfoque relacional
respecto de los procesos de s/e/a. De dichos aspectos voy a comentar solo dos; el
primero, refiere a la existencia de toda una serie de relaciones ocasionales y espon-
táneas que han sido estudiadas especialmente en los EEUU, y una parte de las cuales
tienen un cierto nivel de institucionalización, como las desarrolladas por los sujetos
que con cierta regularidad concurren a cafés, bares, cantinas, institutos de belleza,
lavanderías de autoservicio donde se sostienen relaciones basadas en la conver-
sación, y que pueden incluso reducirse a saludos. Según analistas, estos encuentros
ocasionales o semiocasionales, pero constantes, reforzarían la normatividad domi-
nante a través de estas relaciones cotidianas. Como sabemos, esta interpretación
constituye una vuelta de tuerca de las propuestas de Goffman ya señaladas respecto
de los rituales basados en nuestras conductas cotidianas, que en general no consi-
deramos como conductas relacionales, pero que no solo lo son, sino que además
son las más frecuentes y en las cuales se basa el mantenimiento de un mínimo de
acuerdos sociales, que entre otras funciones operan como uno de los principales
mecanismos reductores o controladores de las violencias.
Pero, además, tenemos la existencia de lo que denominamos ritos y relaciones
efímeras, que se organizan en función de ciertos objetivos colectivos, y que operan a
través de actividades y símbolos de pertenencia y reconocimiento.
Los ritos y relaciones efímeras se pueden expresar a través de actividades coti-
dianas normatizadas según las características particulares de cada grupo, pero
también pueden operar a través de procesos sumamente institucionalizados a
nivel nacional, los cuales podemos observar a través de dos experiencias históricas
de notable impacto que se desarrollaron durante el siglo XX, y a las cuales ya hice
referencia.
En primer lugar, me refiero al desarrollo de las organizaciones sociales y sobre
todo de los regímenes fascistas –y en menor medida de los comunistas–, que ritua-
lizaron toda una serie de comportamientos sociales a niveles impensables hasta
entonces en las sociedades capitalistas de mayor desarrollo.
El uso de símbolos, de nuevos mitos y la ritualización de los comportamientos,
fueron impuestos a nivel de la vida cotidiana como política de Estado por parte de
los líderes nazis. Neumann (1983) describe en forma notable esta ritualización de la
sociedad alemana, y Cassirer a mediados de 1940 concluye que:

Para que la palabra “del líder” pueda producir su efecto consumado hay que
complementarla con la introducción de nuevos ritos. En Alemania, cada ac-
ción política tiene un rito particular, y así toda la vida se inundó súbitamente
con la marejada de nuevos ritos, los cuales eran tan rigurosos, regulares e
inexorables como los ritos de las sociedades primitivas. Cada clase social,
cada sexo y cada grupo de edad tenía su propio ritual. Nadie podía andar
por la calle, nadie podía saludar a su vecino o a su amigo sin ejercitar un rito
político. (Cassirer, 1988 [1946], p. 336)

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 221


Pero, y es lo que me interesa subrayar, la experiencia fascista italiana solo tuvo
vigencia durante dos décadas y la del nazismo alemán mucho menos, mientras que
la experiencia comunista se prolongó durante aproximadamente cinco décadas8.
La segunda experiencia refiere a la construcción de ritos y relaciones sociales en
torno a ciertos aspectos deportivos, y especialmente en torno al fútbol, a través de la
cual observamos –como ya lo señalamos– no solo el uso de rituales y símbolos, sino
sus modificaciones constantes en las dos últimas décadas como consecuencia del
proceso de mercantilización de dichos espectáculos.
Ahora bien, estos rituales efímeros se constituyen en los más diversos espacios
sociales, desde los deportivos hasta los musicales, pasando por los políticos, como
lo observamos respecto de las corrientes político/ideológicas básicamente europeas
dominantes durante el lapso 1920/1970. Pero estos rituales y símbolos también
podemos observarlos a través de los usos de la Revolución Mexicana, de la Revo-
lución Cubana, y más recientemente del movimiento neozapatista mexicano. Todos
estos procesos se caracterizaron por la notable creación de símbolos de gran fuerza
mediática, lo cual fue intensa y eficazmente utilizado por el movimiento zapatista
creando redes sociales de apoyo nivel nacional e internacional, con un notorio
manejo de Internet.
González Casanova, decano de los sociólogos y antropólogos sociales mexicanos,
señaló recientemente que:

…el impacto universal del movimiento zapatista no es por sus formas de ex-
presión, que las tiene y en las que hay una riqueza de discurso excepcional,
sino porque en él se vio algo nuevo que se articula con los conocimientos
más avanzados en materia de organización: el concepto de redes, (La Jorna-
da, 18/11/2004)

En la misma reunión en que habló González Casanova, varios intelectuales proza-


patistas propusieron que el eje de su trabajo político está en el cambio de las rela-
ciones sociales y en la producción de nuevas relaciones sociales. Es decir, retoman
los objetivos tradicionales de determinadas corrientes políticas de izquierda, pero
a partir de haber impulsado un nuevo y eficaz uso de las redes sociales, especial-
mente las internacionales. No obstante, debemos reconocer que en los últimos años
dichas redes han reducido notoriamente su presencia, así como también los sím-
bolos creados y difundidos por el zapatismo. Por lo cual, es posible que estemos en
presencia de una nueva experiencia efímera. O tal vez no.
Como señala Bauman (2004), durante el siglo XIX y parte del siglo XX, los soció-
logos pensaron la realidad como “sólida” y fuertemente normatizada, así como
caracterizada por su larga continuidad en el tiempo. Pero todas estas ideas comen-
zaron, según Bauman, a desmoronarse rápidamente a fines del siglo XX, para ser

8
Si bien fueron desplazados del poder y desaparecieron sus ritos y ceremonias masivos, persis-
tieron en ciertos espacios y pequeños grupos utilizando sus rituales y símbolos, pero sin tener
incidencia política ni simbólica en la sociedad global, por lo menos hasta ahora.

222 De sujetos, saberes y estructuras


reemplazadas por un mundo constituido por una red de instituciones superpuestas
donde la gente no tiene expectativas de vida definida, donde se vive “hasta nuevo
aviso”. Es decir, la vida actual se caracterizaría por la no perdurabilidad, por el
consumo instantáneo, por las relaciones y ritos efímeros.
Desde mi perspectiva, el reconocimiento de los procesos señalados, y especial-
mente la constatación de su existencia, no debe conducir solo a críticas respecto de la
sociedad actual, así como tampoco a apologías, sino a pensar en términos teóricos y
prácticos el papel de las relaciones y rituales –incluidos los efímeros– sociales espe-
cialmente respecto de los procesos de s/e/a.

¿Por qué las relaciones sociales son buenas para la


salud?

Considero que respecto de las relaciones y rituales sociales existe en forma explícita,
pero también en forma opacada y frecuentemente ambigua, una serie de ideas y
de prácticas dominantes sobre las características y papel de las relaciones, redes y
rituales sociales que limitan su uso, que orientan básicamente dichos conceptos
hacia ciertos problemas y procesos, y tienden a generar lecturas unilaterales respecto
de la existencia, funciones y consecuencias de las relaciones sociales en general y
respecto de los procesos de s/e/a en particular.
A lo largo de este texto, y especialmente en este capítulo, he enumerado varias de
las más importantes de dichas ideas y prácticas, que paso a sintetizar:

a) La idea de que las sociedades actuales se caracterizan por la erosión o desapa-


rición de relaciones y rituales sociales básicos.
b) La idea de que dicho proceso tiene consecuencias negativas en la causalidad
y desarrollo de toda una variedad de problemas actuales, incluidos procesos
de s/e/a.
c) La falta de reconocimiento y especialmente la falta de búsqueda de nuevos
rituales y relaciones sociales, por lo menos en ciertos campos de la realidad.
d) La idea de que las relaciones y rituales sociales que han desaparecido son los
más significativos, desarrollándose una suerte de nostalgia por un pasado en
el cual estarían las “verdaderas redes sociales”, tanto en el campo de la vida
familiar, comunitaria y laboral como política.
e) La noción de que los lazos y rituales sociales deben tener profundidad históri-
ca y cultural, de tal manera que se excluyen los rituales efímeros que caracte-
rizan ciertas relaciones sociales actuales.
f) Generalmente en forma no explicitada, se considera que por lo menos algunos
de los lazos y rituales sociales que han desaparecido, tenían mayor eficacia
para proteger a los sujetos de ciertos riesgos y problemas. Más aún, los mismos
posibilitaban que los sujetos tuvieran mayores posibilidades para organizarse

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 223


en grupos, así como también favorecía el desarrollo de acciones de oposición
y resistencia.
g) En suma, que las mejores y más eficaces redes y soportes sociales se dan en
grupos y sociedades integrados social y culturalmente, lo cual también consti-
tuiría un fenómeno del pasado.
h) Domina la concepción de que las relaciones sociales funcionan básicamente
en el nivel microgrupal, dejando de lado o secundarizando el papel y funcio-
namiento de las relaciones sociales a nivel macrosocial9.
i) Estas y otras concepciones y prácticas conducen a pensar/actuar la sociedad
actual como una especie de suma de individuos aislados, carentes de ritua-
les, caracterizados por la competencia o el retraimiento, de tal manera que se
tiende a trabajar con los sujetos como si carecieran de redes sociales, y carac-
terizados por sus escasas y débiles relaciones sociales. Por lo cual, los funcio-
narios gubernamentales del área de desarrollo social, las ONG y sus asesores,
así como instituciones como el Banco Mundial, proponen como uno de sus
principales objetivos impulsar el desarrollo de redes sociales, o por lo menos
contribuir a tejerlas.
j) Estas orientaciones frecuentemente conducen a ciertos investigadores, a los
que trabajan en investigación/acción, a las ONG, a los funcionarios del sector
salud o a los que dirigen los programas contra la pobreza a no buscar y, por lo
tanto, a no descubrir las redes y rituales que todavía están funcionando, más
allá de sus precariedades o erosiones.

Hay una última idea que mencioné varias veces a lo largo del texto, y que considero
decisiva para observar y explicar algunas de las principales tendencias de los que
actualmente trabajan con relaciones sociales, especialmente en el campo de la salud.
Me refiero a la concepción de que las relaciones sociales son buenas “en sí”.
En forma explícita o implícita, en la mayoría de los que trabajan con redes
sociales, con grupos sostén, con factores socioculturales “protectores” domina una
concepción de que las relaciones familiares y las relaciones comunitarias son coo-
perativas, favorecen el desarrollo de mecanismos de autoayuda y pueden funcionar
como grupos sostén. Más aún, las relaciones sociales son consideradas unilateral-
mente benéficas, por lo menos respecto de la mayoría de los procesos de s/e/a.
Domina la idea –como ya señalé– de que gran parte de los problemas actuales
son producto de la pérdida de relaciones sociales, de que determinados problemas
de salud física y mental que aquejan a los sujetos son debidos a la carencia o debilidad

9
Si bien las relaciones y rituales han sido sobre todo descriptos, analizados y utilizados a nivel
microsocial, debemos reconocer que por lo menos una parte de estas relaciones están expre-
sando procesos macrosociales. Desde esta perspectiva, no debería pensarse lo micro y lo macro
como excluyentes, sino como complementarios. Por supuesto, esta acotación no niega que di-
versas corrientes teóricas han focalizado los procesos en el nivel microsocial, sin incluir ni hacer
conexiones con el macrosocial.

224 De sujetos, saberes y estructuras


de sus redes sociales. Según la Encuesta Nacional sobre Violencia contra la Mujer
realizada recientemente en México, la participación en redes sociales tiene un efecto
positivo sobre la salud mental y física de las personas, porque dan apoyo directo y
contribuyen al desarrollo de sentimientos de competencia y eficacia. La red social,
según esta encuesta, constituye el elemento más importante del capital social que
tienen los sujetos, aseverando además los autores, que el capital social negativo se
caracteriza por la ausencia de redes sociales de calidad. A partir de estas y otras con-
sideraciones, los autores proponen que las redes sociales son un componente clave
para que la mujer enfrente la violencia que se ejerce contra ella (Olaiz et al., 2003,
p. 121).
Y es correcto reconocer el papel positivo que pueden cumplir ciertas relaciones
sociales, pero a partir de asumir que las relaciones sociales no son unilateralmente
“buenas”, y no solo por su falta de “calidad”. Algunas de las redes sociales más nega-
tivas que operan actualmente en nuestras sociedades se caracterizan justamente por
su “calidad”.
La mera consulta de datos cualitativos y estadísticos permite observar que, por
ejemplo, gran parte de las violencias de todo tipo se generan y ejercen dentro de los
pequeños grupos, y no me refiero solo a los grupos familiares, sino también a los
grupos de amigos del barrio, de compañeros de escuela, de compañeros de trabajo,
de vecinos. Así, la mayoría de las agresiones físicas, de las violaciones sexuales, de los
homicidios ocurren dentro de grupos caracterizados por sus relaciones primarias,
próximas y frecuentes. “En realidad, la mayoría de los delitos contra mujeres son
cometidos por personas que pertenecen a las mismas redes sociales que ellas o en
sus hogares por hombres que son conocidos de las víctimas” (Madriz, 2001, p. 28).
Especialmente dentro del grupo doméstico se desarrollan relaciones violentas,
pero no solo del esposo contra la esposa, sino también de los padres contra los hijos,
de los hermanos entre sí. Más aún, reiterados estudios evidencian que la mayoría de
las violencias contra los ancianos, pero también contra pacientes con VIH-sida, se
dan dentro de sus grupos familiares.
Pero no solo las violencias hacia los otros se desarrollan dentro de relaciones
primarias, sino que una parte de las autoagresiones, y especialmente el suicidio, ten-
drían que ver con procesos de pérdida, ruptura o reformulación de lazos familiares,
de pareja y de amistad que serían una de las principales causas del incremento del
suicidio en personas de 16 a 24 años y de sujetos que están en la tercera edad, por lo
menos en ciertos países, incluido México. Es decir que una parte sustantiva de las
diferentes violencias son realizadas dentro de relaciones primarias y por sujetos que
son parte de esas relaciones sociales primarias.
Todo lo cual nos debería conducir a pensar en términos teóricos, pero sobre todo
aplicados que son estos grupos, y especialmente las familias, los que son utilizados
por las ONG y los programas del sector salud para constituir/utilizar redes y grupos
de apoyo, en términos de instrumentos unilateralmente “buenos”.
Pero, además, estas relaciones primarias pueden operar como encubridoras de
estas violencias no solo no denunciándolas, sino además tratando de impedir –por
ejemplo– que la mujer se separe de su pareja masculina pese a la persistencia de

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 225


los castigos físicos y las humillaciones sociales que recibe, de la cual es expresión
un dicho popular mexicano: “calladita estás más bonita”. Este silencio, así como la
oposición familiar a la separación, pueden ser reforzados por la influencia de los
sacerdotes católicos. Es decir que, tanto las redes primarias familiares como las
religiosas, pueden operar como redes que favorecen la persistencia de relaciones
sociales negativas.
Más aún, constantemente se desarrollan “encubrimientos” o por lo menos dis-
tractores de los procesos que incluyen este tipo de relaciones, siendo una de las
últimas expresiones en México las recomendaciones que, a nivel general y de ciertas
comunidades en particular, se difunden como mecanismos de prevención frente al
fenomenal incremento de homicidios y secuestros observado en México durante
los años 2008 y 2009. De las declaraciones de los sujetos agredidos, de los comuni-
cados de las autoridades oficiales y de los medios surge que en gran parte de estos
crímenes están implicadas personas conocidas por la víctima. Las recomendaciones
de prevención producidas y difundidas por grupos de la sociedad civil señalan al
personal doméstico, choferes, secretarias, maestros, estilistas, conserjes y otros tra-
bajadores similares como posibles implicados, pero sin referencias explícitas a fami-
liares, amigos y vecinos.
Tanto en términos de salud física como mental, las relaciones sociales primarias
aparecen como parte de las causales de diferentes padecimientos, e incluso pueden
constituir su principal causa. Más aún, las relaciones sociales tienen un papel decisivo
en el decurso de los padecimientos, lo cual ha sido evidenciado especialmente por
los estudios de la “carrera del enfermo”. En términos más o menos fundacionales,
consideramos que la investigación de Bateson (1991) sobre el “mensaje contradictorio”
y el “doble vínculo”, especialmente en la relación madre/hijo, como causal de esqui-
zofrenia, expresa el papel negativo que pueden tener las relaciones sociales primarias.
Durante las décadas de 1950, 1960 y 1970 se realizaron numerosos estudios psi-
quiátricos y sociológicos que pusieron de manifiesto el papel de las familias como
productoras de enfermedad mental, y que, sin embargo, pasaron a segundo plano en
las décadas recientes, con más preocupación por el uso positivo de las redes y rela-
ciones sociales que por reconocer el papel negativo que las mismas pueden tener.
Pero, además, en el caso de las denominadas enfermedades “tradicionales”
observamos que casi en su totalidad, por lo menos en México, se generan a partir de
relaciones sociales, ya que serían las causantes desde el “mal de ojo” hasta el “pega
triste”, pasando por la brujería.
Esos datos por supuesto no niegan que las relaciones sociales, tanto a nivel
microgrupal como macrosocial, puedan tener un papel protector –o si se prefiere,
positivo–, sino que lo que señalo es que las relaciones sociales pueden tener con-
secuencias positivas, pero también negativas. Por lo cual, una de las cuestiones a
explicar es: ¿por qué en sus descripciones, análisis e intervenciones respecto de los
procesos de s/e/a, los funcionarios del sector salud y las ONG, pero también gran
parte de los investigadores, conciben y utilizan las relaciones sociales como unilate-
ralmente “buenas”. Más aún, si bien una parte de estos actores sociales puede llegar
a reconocer la existencia de relaciones sociales “negativas”, las consideran como si

226 De sujetos, saberes y estructuras


fueran parte de “otro” sistema de relaciones, lo cual se observa, por ejemplo, en una
de las principales encuestas realizadas sobre violencia contra la mujer en México
(Olaiz et al., 2003).
Por lo tanto, estos autores y organizaciones no incluyen ni asumen las relaciones,
redes y rituales sociales “negativos” como parte de un sistema social dentro del cual
no solo están operando relaciones que pueden ser negativas y positivas, sino que una
misma relación puede ser simultáneamente “buena” y “mala”.
En nuestros análisis del proceso de alcoholización hemos podido verificar esta
simultaneidad como parte de un mismo sistema de relaciones sociales. Si bien el
consumo de bebidas alcohólicas constituye un factor decisivo para la sociabilidad
de ciertos grupos, al mismo tiempo puede ser uno de los principales factores de
disrupción de dicha sociabilidad, y frecuentemente en términos de violencias físicas
y/o verbales. Hemos podido observar cómo el consumo de alcohol constituye el ele-
mento nuclear en la constitución y funcionamiento de los grupos de “teporochos”10,
lo cual implica casi siempre la muerte temprana de todos los miembros de estos
grupos por efecto directo e indirecto del consumo de alcohol.
Desde los trabajos de Durkheim publicados a fines del siglo XIX, sabemos que las
relaciones sociales constituyen uno de los principales procesos protectores del sui-
cidio, pero también desde Durkheim sabemos que determinadas redes sociocultu-
rales favorecen el suicidio, sobre todo en el caso del denominado suicidio “altruista”.
El reconocimiento del papel de las relaciones sociales en la causalidad del suicidio
condujo a desarrollar toda una serie de estrategias relacionales preventivas o por
lo menos contenedoras del suicidio, pero las revisiones de la aplicación de dichas
estrategias han evidenciado que las mismas han sido poco eficaces, y me refiero en
particular a los centros de prevención del suicidio basados en la asistencia telefónica,
como también la realizada a través de contactos personales. Este tipo de acciones,
si bien reducirían la sensación de aislamiento y/o de depresión que tienen muchos
suicidas potenciales e incrementarían su confianza en el otro, no parecen impedir el
suicidio (De Leo et al., 2003, p. 219).
No obstante la existencia evidente –incluso a partir de las propias estadísticas
vitales de un país como México– de las consecuencias negativas o por lo menos ambi-
valentes que pueden tener las relaciones sociales respecto de los procesos de s/e/a,
la mayoría de los especialistas que trabajan con redes y soportes sociales, así como
la mayoría del personal de salud, no asumen la existencia de estas características.
Esta orientación se da en la casi totalidad de los profesionales y/o académicos que
trabajan con redes, soportes y rituales sociales en el campo de la s/e/a, y por supuesto
no solo en México. Sin pretender generalizar, considero que gran parte de los sujetos
y grupos que trabajan con redes sociales, sobre todo en términos aplicativos, no

10
“Teporocho” es un sujeto varón caracterizado por un alto consumo diario de alcohol –incluso
alcohol de 96 grados–, consumo que realiza en grupos de cinco o seis personas, en la calle y
frecuentemente rodeados de perros. Dicho sujeto generalmente no trabaja, centrando su vida
en el consumo colectivo de alcohol. Los miembros de estos grupos tienen una corta esperanza
de vida.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 227


buscan ni analizan los procesos negativos generados por las redes sociales, sino que
las asumen como unilateralmente “buenas”.

De cómo pensamos la realidad

Ahora bien, gran parte de las ideas enumeradas corresponden a ciertas maneras de
pensar la realidad, que han dado lugar a una amplia gama de interpretaciones que
tienen varios puntos en común.
No cabe duda que el desarrollo capitalista ha impulsado determinadas relaciones
y valores sociales, que como describe Massé (1995) han afectado los procesos de
s/e/a. Según este autor, el énfasis en la autonomía individual, la importancia dada a
la vida privada, el paso a primer plano de la subjetividad, tienden a focalizar los pro-
cesos de s/e/a en la dimensión psicológica, reduciendo lo social al registro individual
de los mismos.
Toda una serie de analistas sostienen que las sociedades occidentales han impulsado
la individualidad más que los vínculos sociales, lo que habría conducido a generar
un tipo de individuo y de subjetividad caracterizados por la inseguridad y debilidad
social y psicológica, debido sobre todo a la desaparición de significaciones sociales
compartidas que justamente surgen de los vínculos sociales (Levine & White, 1987).
Pero estos y otros procesos no suponen la desaparición y ruptura de todas las
relaciones sociales, y menos que no surjan nuevas relaciones y rituales sociales. Con-
sidero que se confunde la caída o desaparición de ciertos lazos sociales –por más
importante que sean–con la desaparición de las consideradas como las verdaderas
relaciones sociales, o por lo menos las más fundantes.
Pero, además, suelen ignorarse ciertos cambios en las relaciones sociales esta-
blecidas entre ciertos actores, que han tenido un impacto notable en determinados
procesos de s/e/a. Si analizamos las tendencias de las tasas de mortalidad general y
por género, desde principios del siglo XX hasta la actualidad en países como México,
observamos que la esperanza de vida que inicialmente es favorable a los varones,
comienza a modificarse, a partir de la década de 1930 y sobre todo de la de 1940,
inclinarse a favor de la mujer, que cada vez se distancia más de las expectativas de
vida del varón, del cual en la actualidad la distancian unos seis años de diferencia.
Esta tendencia es observable en la mayoría de los países de mayor desarrollo capita-
lista, donde las diferencias de esperanza de vida pueden llegar a ser de casi diez años
en favor de la mujer.
No cabe duda que estas modificaciones se deben a muy diferentes procesos, que
incluyen la modificación del status de la mujer y el cambio en las condiciones y rela-
ciones de género. No son procesos que pueden ser explicados por el papel autónomo
y exclusivo de uno solo de los actores sociales, sino por los tipos de relaciones que
se organizan y se modifican. Y, por supuesto, por procesos tanto estructurales como
subjetivos.
Y este es uno de los aspectos centrales que necesitamos analizar, porque considero
que las concepciones que plantean unilateralmente la caída de las relaciones sociales

228 De sujetos, saberes y estructuras


y los peligros de todo tipo que ello supone, y que colocan el énfasis exclusivamente
en los aspectos negativos, corresponden a una manera de pensar la sociedad que ha
tenido una notable continuidad dentro del pensamiento académico y político de los
países occidentales desde por lo menos mediados del siglo XIX hasta la actualidad, y
que, como concluye E. Wolf, corresponden a una manera de pensar la realidad social
en términos de integración social y no de conflicto, y menos aún de contradicción;
a proponer relaciones sociales que aseguren la estabilidad social y el consenso pese
al mantenimiento e incluso incremento de las desigualdades sociales, económicas y
políticas (Wolf, 1987, pp. 21-22).
Y, por lo tanto, las corrientes dominantes oscilan entre subrayar la desaparición/
erosión de las relaciones sociales y/o impulsar el desarrollo y el uso de redes sociales,
pero sin asumir que las relaciones y redes sociales pueden tener consecuencias nega-
tivas o ambivalentes, e incluso sin reconocer que en nuestras sociedades actuales
se constituyen redes sociales en términos microsociales y locales, pero también
macrosociales y globales no solo en torno a actividades criminales o criminalizadas
como las que ya señalamos previamente, sino que las tecnologías actuales posibi-
litan un mayor desarrollo de redes sociales existentes, pero que ahora logran una
mayor expansión, como son los casos de las redes de pedófilos o de las organizadas
en torno a las pornografías de diverso tipo. Una de las principales y más organizadas
redes son las que tienen que ver con el tráfico de personas, que refiere básicamente
a migrantes ocupacionales, incluyendo las redes de prostitución.
Estas maneras de pensar las relaciones sociales las observamos tanto en las
corrientes que buscan el consenso, como también en las que se preocupan por los
conflictos, ya que más allá de su orientación teórico/ideológica, todas ellas tienen
dificultades en describir y analizar las relaciones sociales en términos de la dialéctica
negativo/positivo con que se expresan en la realidad.
Esto por supuesto no niega que tanto desde el campo salubrista como desde el
socioantropológico se hayan reconocido estas y otras ambivalencias. Y así Susser y
Watson (1982), sobre todo a partir de estudios británicos sobre procesos de s/e/a,
consideran que si bien las redes y relaciones sociales más cohesivas evidencian
mayor eficacia y constancia para apoyar a quienes lo necesiten, tienden no solo a
reforzar las relaciones internas del grupo familiar, la comunidad o el vecindario,
sino además a excluir y rechazar a sujetos que no pertenecen a sus comunidades.
Esta situación ha sido puesta de manifiesto por diversos analistas que subrayan
el desarrollo de ciertas tendencias en las sociedades actuales, que Maffesoli (1990)
ha denominado “tribalismo”, y que justamente indican que especialmente en las
grandes ciudades se crean grupos basados en redes sociales caracterizadas por la
intensidad de sus relaciones y por el uso de signos de pertenencia y de diferen-
ciación. Se constituyen bandas, pandillas, tribus donde lo importante es estar juntos,
pero estos grupos se caracterizan por subrayar la integración de sus miembros, y por
rechazar a todo aquel que no es integrante de su grupo.
Este es un proceso que no solo se observa en sociedades como la francesa, sino
también a nivel latinoamericano, ya que “muchos grupos, sobre todo de jóvenes,
constituyen verdaderas ‘tribus urbanas’, con muy fuerte sentido de pertenencia,

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 229


códigos lingüísticos y estéticas propios, pero refractarios hacia quienes no integran el
grupo” (Ottone et al., 2007, p. 22). Este proceso se expresa de muy diversas maneras,
pero especialmente a través de la violencia urbana, “que opera con reglas de per-
tenencia, rituales y formas internas de cohesión, si bien es un evidente problema
desde la perspectiva de la norma social”.
Justamente estos procesos, que están evidenciando consecuencias graves en la
vida y muerte de sujetos, y que justamente se caracterizan por el desarrollo de rela-
ciones sociales como las señaladas, no suelen ser tomados en cuenta por aquellos
que más hablan del papel terapéutico de las redes, por aquellos que impulsan su
creación para prácticamente cualquier proceso de s/e/a, lo cual evidencia varios pro-
blemas, pero especialmente la tendencia a burocratizar las intervenciones en tér-
minos de redes sociales.
Es en parte por ello que autores como Renaud (1992), si bien reconocen que las
redes sociales y los grupos de autoayuda pueden favorecer la solución o por lo menos
la reducción de problemas de salud, especialmente en los sectores subalternos, con-
sideran no obstante que las propuestas basadas en el apoyo social pueden ser utili-
zadas para reducir las inversiones del sector salud, depositando en las acciones de
la población la solución de una parte de sus problemas. Pueden conducir a que, en
lugar de buscar modificar por lo menos algunas de las condiciones económico/polí-
ticas que inciden negativamente en la salud de la población, se impulse el desarrollo
de los apoyos sociales y de los grupos de autoayuda.
Más aún, según Renaud, desde que las redes y los apoyos sociales han pasado a
primer plano para reducir por lo menos algunas de las consecuencias de los padeci-
mientos, se ha dejado de hablar de las desigualdades sociales, cuyo reconocimiento
había dado lugar a la reflexión sobre el papel y uso de las relaciones sociales.
Diversos autores plantean que, si bien los soportes y las relaciones sociales evi-
dencian cierto grado de eficacia, los mismos están siendo utilizados en gran medida
respecto de las consecuencias generadas por el propio capitalismo, especialmente
a partir del desarrollo de las políticas denominadas de “ajuste estructural”. Dichas
acciones tendrían un papel paliativo, que no soluciona los problemas de base.
Se reiteran las críticas planteadas en la década de 1960 respecto de las políticas
contra la pobreza desarrolladas especialmente en los EEUU, y que se basaban en
diversos aspectos, pero sobre todo en el descubrimiento y utilización del papel de
las redes sociales y de las estrategias de supervivencia entre los pobres y los llamados
“marginales”. Dichas críticas señalaban que las intervenciones pueden ser eficaces en
términos reparativos, pero que no implican modificaciones en la estructura social ni
en las orientaciones económico/políticas de la sociedad, aunque posibilitan reducir
las inversiones del Estado, y la reducción de conflictos.
Y es en parte por ello que el trabajo con redes sociales no toma demasiado en
cuenta el papel que tienen los procesos económico/políticos en la generación de las
condiciones sociales dominantes, que justamente crean gran parte de los problemas
que las redes tratan de solucionar a nivel del sujeto y de los microgrupos.
Mientras otros autores señalan que el trabajo con redes sociales no presta mucha
atención al hecho de que la construcción y uso de las mismas tienen que ver con

230 De sujetos, saberes y estructuras


valores y expectativas culturales, que establecen, por ejemplo, quiénes deberían dar
apoyo social y respecto de qué problemas, y quiénes no tienen la obligación social de
darlo e incluso están excluidos de la misma. Por lo cual, la falta de integración activa
de los procesos estructurales, a nivel tanto económico/político como simbólico,
estaría a la base de muchos de los fracasos observables en el uso de redes, grupos
de apoyo y otros tipos de relaciones sociales respecto de distintos procesos de s/e/a.
Esta orientación ha conducido a que gran parte del trabajo con grupos de apoyo,
con cuidadores, con redes, sea cada vez más de tipo psicológico y psicoterapéutico,
donde si bien no se desconoce que en el desarrollo y aplicación de redes y apoyos
sociales intervienen procesos sociales y culturales, los mismos no son realmente
incluidos en el trabajo con los sujetos que tienen problemas específicos.
Esta orientación psicológica domina cada vez más el trabajo con la “estrategia
para hacer frente”, es decir, lo que en inglés se denomina “coping”, y que impulsó
sobre todo Antonovsky a través de un enfoque que, si bien se centró en el sujeto, no
dejó nunca de lado los condicionantes sociales y económicos de la situación de los
sujetos y de su microgrupo, tratando de incluirlos en sus intervenciones. Lo cual se
observa cada vez menos en los que aplican esta estrategia y que son en su casi tota-
lidad psicólogos, y no solo en los EEUU, sino también en los países europeos (Lehr
& Thomae, 1994).
El desarrollo de varios de estos procesos condujo a varias experiencias y ten-
dencias teóricas a impulsar procesos más o menos autogestionarios a través del
trabajo con procesos de s/e/a, dada la eficacia comparativa lograda. Dichos pro-
cesos autogestionarios fueron desarrollados especialmente a través de los grupos de
autoayuda y pensados inicialmente como gestiones socioterapéuticas. Mientras que
ulteriormente fueron planteados en términos de autogestión sociopolítica pensada
también a partir de los procesos de s/e/a.
Los grupos de autoayuda se crearon, por varias razones que no vamos a analizar
ahora, para solucionar o paliar una parte de los dolores de la vida cotidiana, y si bien
una serie de experiencias trataron de ir más allá del campo de la salud, la mayoría
de los grupos autogestivos se centraron en su actividad terapéutica específica. No
obstante, reiteradamente se pensó –y trató de aplicarse– la idea de que, a través de
las experiencias autogestivas contra la enfermedad, podían desarrollarse alternativas
sociales y sociopolíticas de tipo autogestivo. Esto fue impulsado especialmente por
algunas ONG.
Si bien el sector salud, pero también la mayoría de las ONG, utilizaron los grupos
de autoayuda como un instrumento exclusivamente terapéutico, algunos análisis
consideran que dicha orientación tuvo y tiene consecuencias por lo menos micro-
políticas, dado que según ellos el trabajo con redes, apoyos y autoayuda puede con-
ducir al conformismo de los sujetos y grupos, sobre todo en la medida que estén
incluidos en programas verticales como suelen ser los programas contra la pobreza,
más allá de que invoquen la necesidad de autonomía de los sujetos y grupos. Más
aún, sostienen que la solicitud y obtención de ayudas pueden subalternizar aún más
a los grupos subalternos.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 231


Considero una vez más que las propuestas dicotómicas tienden a limitar la posibi-
lidad de entender y de usar las interpretaciones, los conceptos y las técnicas, más allá
de la mayor o menor corrección de cada propuesta, y de nuestras adhesiones ideoló-
gicas y técnicas a algunas ellas. Toda una serie de experiencias indican que la posibi-
lidad de que a través de grupos de autoayuda organizados a partir de procesos de s/e/a
puedan desarrollarse alternativas de tipo político/social, han resultado inviables, y en
determinados casos han conducido a la desaparición de esos grupos de autoayuda, en
la medida en que los mismos se han organizado, se autorreconocen y pueden tener
eficacia en términos de un problema específico que incluye a los miembros del grupo,
pero no en otros términos donde el padecimiento pase a segundo plano.
Pero estas evidencias no constituyen, por lo menos para mí, una especie de
fracaso sobre el posible papel de los grupos de autoayuda, sino reconocer su uti-
lidad específica, lo cual no niega el ejercicio práctico de autogestión ejercido por los
propios sujetos a través de sus propios problemas, de su propio cuerpo.
Considero, por lo tanto, que el desarrollo y uso de un enfoque relacional referido
a los procesos de s/e/a necesita partir de la complejidad de gran parte de los procesos,
y que por lo tanto debe asumir que las relaciones, redes y rituales sociales pueden
cumplir funciones positivas, pero también negativas, incluso simultáneamente. Más
aún, dichas funciones pueden ser positivas o negativas según los actores sociales que
están operando, todo lo cual hace necesario desarrollar una perspectiva que posibilite
trabajar con estos aspectos contradictorios, y no excluirlos en función de decisiones
que solo privilegian ciertas orientaciones en función del logro de eficacias puntuales.
Tal como señalé reiteradamente, parto del supuesto de que todo sujeto se cons-
tituye dentro de relaciones sociales, y que su trayectoria se dará a través de toda una
serie de relaciones, grupos y actividades en los cuales operan relaciones y rituales
sociales en términos de colaboración, ayuda mutua, competencia y/o lucha.
Si realmente asumimos que los lazos y rituales sociales operan en toda sociedad,
y que lo que varía son las características de los mismos, necesitamos justamente bus-
carlos en lugar de negarlos. Más aún, considero que es el desarrollo de “nuevas” rela-
ciones o la reformulación de “viejos” rituales lo que en parte permite explicar por
qué por lo menos algunos de los países latinoamericanos siguen funcionando con
un nivel comparativamente bajo de ciertos conflictos sociales, aunque con un incre-
mento constante de nuevos conflictos caracterizados por el uso de la violencia. Y que
la mayoría haya mejorado la situación de salud medida a través de algunos de los
indicadores de salud básicos, pese a las décadas “perdidas” de 1980 y 1990, y pese a
la situación de pobreza y a la profundización de las desigualdades socioeconómicas.
Al señalar esto, no ignoro que gran parte de las nuevas relaciones y rituales sociales
tienen consecuencias negativas o ambivalentes, especialmente en el caso de ciertos
actores sociales. Pero el reconocimiento de estas y otras consecuencias no debería
negar que las mismas son parte del tipo de relaciones sociales que se han ido consti-
tuyendo en nuestras sociedades. Que son parte de los lazos, vínculos, tejidos, rituales
sociales, y que, por lo tanto, los mismos no deberían ser excluidos, sino que deberían
ser buscados, descriptos y analizados para observar el papel y significación que tienen
respecto de los problemas específicos que nos interesa explicar y/o modificar.

232 De sujetos, saberes y estructuras


Por eso, para mí, la cuestión central no está en si existen o han desaparecido los
lazos y rituales sociales, sino en explicar por qué en la actualidad estamos produ-
ciendo y usando determinados tipos de relaciones y rituales sociales.

Lazos, redes y rituales sociales, o las desapariciones melancólicas 233


234 De sujetos, saberes y estructuras
Bibliografía

Agar, M. (1996). Recasting the “Ethnos” in Epidemiology. Medical Anthropology, n. 16, p. 391-403.

Aibar, C. (2004). La percepción del riesgo: del paciente informado al paciente consecuente. Mo-
nografías Humanitas, n. 8, p. 43-58.

Almeida-Filho, N. de. (2000). La ciencia tímida. Ensayos de deconstrucción de la Epidemiología. Bue-


nos Aires: Lugar Editorial.

Almeida-Filho, N. de; Rouquayrol, M. Z. (2008). Introducción a la epidemiología. Buenos Aires:


Lugar Editorial.

Althabe, G. (2006). Hacia una antropología del presente. Cuadernos de Antropología Social, n. 23,
p. 13-34.

Alves, P. C. (1993). A expêriencia da enfermedade: considerações teóricas. Cad. Saúde Pública, n.


9, p. 263-271.

Antonovski, A. (1967). Social Class, Life Expectancy and Overall Mortality. The Milbank Mem.
Fund. Quart. n. 45, p. 31-73.

Antonovski, A. (1979). Health, Stress and Coping: New Perspectives on Mental and Physical Wellbeing.
San Francisco: Jessey-Bass.

Anuario Reforma 2007 (2008). “Narcoguerra”. 4/2008.

Appleby, J. et al. (1998). La verdad sobre la historia. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello.

Baer, H. (1990). The Possibilities and Dilemas of Building between Critical Medical Anthropolo-
gy and Clinical Anthropology: A Discussion. Social Science & Medicine, v. 30, p. 405-414.

Balandier, G. (1955). Sociologie actuelle d l’Afrique noire. París: PUF.

Basaglia, R. et al. (1974). La salute in fabbrica. Per una línea alternativa di gestione della salute nei posti
di laboro e nei quartieri. Roma: Savelli.

Bateson, G. (1991). Pasos hacia una ecología de la mente. Buenos Aires: Planeta.

Bauman, S. (2004). La sociedad sitiada. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Bauman, S. (2005). Amor líquido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Beauvoir, S. de. (1986 [1963]). La fuerza de las cosas. México: Hermes.

Beauge, F. (1997). Hacia una religiosidad sin dios. Le Monde diplomatique, septiembre, p. 18-19.

Becker, H. (1971). Los extraños. Sociología de la desviación. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo.

Beckman, E. et al. (2000). Forms Social Integration to Health: Durkheim in the New Millennium.
Social Science & Medicine, n. 51, p. 843-857.

Bernstein, R. (1983). La restructuración de la teoría social y política. México: Fondo de Cultura Eco-
nómica.

Bibeau, G.; Corin, E. (1994). Culturaliser l’epidemiologie psychiatrique. Les systemes de signes,
de sens et d’action en sante mentale. En: Charest, P.; Trudel, F.; Breton, Y. (dirs.). Marc-Adelard
Tremblay ou la construction de l´anthropologie québecoise. Québec: Presses de l´Université de Laval.
p. 105-148.

Bibeau, G.; Corin, E. (eds.) (1995). Beyond Textuality. Ascetism and Violence in Anthropological Inter-
pretation. New York: Mouton de Gruyter.

Bourdieu, P. (1991 [1980]). El sentido práctico. Madrid: Taurus.

Bibliografía 235
Bourdieu, P. (1999). Comprender. En: Bourdieu, P. (dir.). La miseria del mundo. México: Fondo de
Cultura Económica. p. 527-543.

Bourgois, P. (1995). In the Search of Respect. Selling Crack in the Barrio. Cambridge Univ. Press.

Bott, E. (1971). Family and Crisis. En: Sutherland, J. (ed.). Towards Community Mental Health. Lon-
don: Tavistock Pub. p. 17-30.

Bott, E. (1990). Familia y red social: roles, normas y relaciones externas en familias urbanas. Madrid:
Taurus.

Breilh, J. (1979). Epidemiología, economía, medicina y política. Quito: Ediciones de la Universidad


Central de Ecuador.

Breilh, J. (2005). Epidemiología crítica. Ciencia emancipadora e interculturalidad. Buenos Aires: Lugar
Editorial.

Bruyn, S. (1972). La perspectiva humana en sociología. Buenos Aires: Amorrortu.

Buck, C. (1988). Comentarios. En: Buck et al.(comps). El desafío de la epidemiología. Problemas y


lecturas seleccionadas. Organización Panamericana de la Salud. Publicación 505: Washington
DC. p. 3-17, 87-100, 155-171, 881-899.

Buck, et al. (comps.) (1988). El desafío de la epidemiología. Problemas y lecturas seleccionadas. Organi-
zación Panamericana de la Salud. Publicación 505: Washington DC.

Burroughs, W. (1980). El almuerzo desnudo. Barcelona: Bruguera.

Campos, G. W. de S. (2000). Um método para análise e co-gestão de coletivos. São Paulo: Editora
Hucitec.

Campos, G. W. de S. (2001). Gestión en salud. En defensa de la vida. Buenos Aires: Lugar Editorial.

Canesqui, A. M. (2003). Os estudos de antropologia da saúde no Brasil na década de 1980. Ciência


& Saúde Coletiva n. 8(1), p. 109-124.

Cardaci, D. (2004). Salud, género y programas de estudios de la mujer en México. México: Unam/
UAM-X/OPS.

Cárdenas, R. (2000). La práctica de la cesárea en las áreas urbanas. En: Stern, C.; Echarri, S.
(comps.). Salud reproductiva y sociedad. Resultados de investigación. El Colegio de México. p. 301-
328.

Cassel, J. C. (1964). Social Science Theory as a Source of Hypotheses in Epidemiological Re-


search. American Journal of Public Health, v. 54, n. (9), p. 1482-88.

Cassel, J. C. (1976). The Contribution of the Social Environment to Host Resistance. American-
Journal of Epidemiology, v. 104, n. (2), p. 107-23.

Cassel, J. C.; Tyroler, H. (1988). Estudios epidemiológicos de cambios culturales. En: Buck, C. et
al. (eds.). p. 382-92.

Cassirer, E. (1988 [1946]). El mito del Estado. México: Fondo de Cultura Económica.

Castel, R. (1995). Les metamorphoses de la question social. París: Fayard.

Castro, A.; Farmer, P. (2003). El Sida y la violencia estructural: la culpabilización de la víctima.


Cuadernos de Antropología Social, n. 17, p. 29-47.

Caudill, W. (1966). El hospital psiquiátrico como comunidad terapéutica. Buenos Aires: Editorial Es-
cuela.

Celis, A.; Navas, J. (1970). La patología de la pobreza. En: Rev. del Hospital General, v. 33, n. (6), p.
371-82.

Clark, E. (1992). La publicidad y su poder. México: Planeta.

236 De sujetos, saberes y estructuras


Conrad, P. (1976). Identifying Hyperactive Children. Lexington: Lexington Books.

Conrad, P.; Schneider, J. (1980). Deviance and Medicalization: from Badness to Sickness. Saint Louis:
C. V. Mosby.

Coreil, J. et al. (1985). Life-Dtyle, an Emergent Conceept in the Sociomedical Sciences. En: Cul-
ture, medicine and psychiatry, n. 9, p. 243.

Cortés, B. (1997). Experiencia de enfermedad y narración: el malentendido de la cura. Nueva


Antropología, n. 52, p. 89-116.

Csordas, T. (1990). Embodiment as a Paradigm for Anthropology. Ethos, n. 18, p. 5-47.

Csordas, T. (1994). Words from the Holy People: a Case Study in Cultural Phenomenology. En:
Csordas, T. (ed.). Emboddiment and experience: the existencial ground of culture and self. Cambridge
Univ. Press. p. 269-290.

Chrisman, N.; Maretzki, T. (1982). Clinical applied anthropology. Dordrecht: Reidel.

Christemnsen, P.; Karliquist, S. (1990). Impacto de los promotores de salud en una zona de ba-
rrios pobres de Pucallpaa, Perú. Boletín de la OPS, v. 109, n. (2), p. 134-144.

Davidson, CH. et al. (1992). The Limits of Lifestyle: Re-Assessing ‘Fatalism’ in the Popular Cultu-
ra of Illness Prevention. Social Science & Medicine, v. 34, n. (6), p. 675-685.

De Leo, et al. (2003). La violencia autoinfligida. En: Krug. et al. (eds.) Informe mundial sobre
violencia y salud. Washington DC: Organización Panamericana de la Salud, p. 199-231.

De Martino, E. (1961). La terra del rimorso. Contributo a una storia religiosa del sud. Milano: Il Sag-
giatore.

De Martino, E. (1975). Mondo popolare e magia in Lucania. Roma/Matera: Basilicata Editrice.

Denman, C.; Haro, J. A. (comps.) (2000). Por los rincones. Antología de métodos cualitativos en la in-
vestigación social. Hermosillo: El Colegio de Sonora.

Denzin, N. K. (1987a). The Alcoholic Self. Newbury Park: Sage.

Denzin, N. K. (1987b). The Recovering Alcoholic. Newbury Park: Sage.

Denzin, N. K. (2000). Un punto de vista interpretativo. En: Denman, C. A.; Haro, J. A. (comps.).
p. 147-206.

Devereux, G. (1937). Institutionalized Homosexuality on the Mohave Indians. Human Biology, n.


9, p. 498-527.

Devereux, G. (1977). De la ansiedad al método en las ciencias del comportamiento. México: Siglo Vein-
tiuno Editores.

Diez Roux, A. (2007). En defensa de una epidemiología con números. Salud Colectiva, v. 3, n. (2),
p. 117-119.

Donovan, J. L.; Blake, D. R. (1992). Patient non-Compliance: Deviance or Personal Decision Ma-
king. Social Science & Medicine, v. 34, n. (5), p. 507-513.

Durkheim, E. (1974). El suicido. México: Universidad Nacional Autónoma de México/Unam. (ori-


ginal: 1897).

Eagleton, T. (1997). Ideología: una introducción. Barcelona: Paidós.

Edgerton, R. B. (1967). The Cloak of Competence. Stigma in the Lives of the Mentally Retarded. Berkeley
and Los Angeles: Univ. of California Press.

Edward, G.; Ariff, A. (eds.) (1981). Los problemas de la droga en el contexto sociocultural. Cuader-
nos de Salud Pública, n. 73, Organización Mundial de la Salud: Ginebra.

El País (2004). Colección completa: Madrid.

Bibliografía 237
Excelsior (2000-2008). Colección completa: México.

Fanon, F. (1968). Sociología de la revolución. México: Editorial ERA.

Farmer, P. (1992). AIDS and Accusation. Haiti and the Geography of Blame. Berkeley: Univ. of Cali-
fornia Press.

Farmer, P. (1996). On Suffering and Structural Violence: a View from Below. Daedalus, v. 125, n.
(1), p. 260-83.

Farmer, P. (1997). Social Scientists and the New Tuberculosis. Social Sciense & Medicine, v. 44 n.
(3), p. 347-358.

Farmer, P. (2003). Pathologies of Power: Health, Human Rights and the New War on the Poor. Berkeley:
University of California Press.

Farmer, P. (2007). Whiter Equity in Health? The State of the Poor in Latina America. Cadernos de
Saúde Pública, v. 23, Sup. 1, p. 7-12.

Federación Mexicana de Diabetes (2000-2008). Reforma. Colección completa. México.

Federación Mexicana de Diabetes (2008). Diabetes. Un estilo de vida diferente. Suplemento co-
mercial independiente. Reforma. México.

Federación Mexicana de Diabetes (2008). Día mundial del corazón. Suplemento comercial in-
dependiente. Reforma. México.

Fitzpatrick, R.; Scambler, G. (1990). Clase social, etnicidad, enfermedad. En: Fitzpatrick, R. et al.
(1990). La enfermedad como experiencia. México: Fondo de Cultura Económica.

Fleury, S. (2007). Salud y democracia en Brasil. Valor público y capital institucional en el sistema
único de salud. Salud Colectiva, v. 3, n. (2), p. 147-57.

Freyermuth, G. (2000). Morir en Chenalhó. Género, generación y etnia, factores constitutivos de ries-
gos durante la maternidad. (Tesis de doctorado). México: Universidad Nacional Autónoma de
México.

Gaines, A. (1992a). Ethnopsychiatry: the Cultural Construcction of Psychiatries. En: Gaines, A.


(ed.). Ethnopsychiatry. The Culktural Construction of Professional and Folf Psychiatries. Albany: State
University Press of New York. p. 3-49.

Gaines, A. (1992b). From DSM–I to III-R; Voices of Self, Mastery and the Other. A Cultural Cons-
tructivist Reading of U. S. Psychiatric Classification. Social Sciences & Medicine, v. 35, n. (1), p.
3-24.

García Sánchez, F. et al. (1961). El distrito integral de salud pública en México. Salud Pública de
México, v. III, n. (4), p. 573-98.

Gartly Jaco, E. (1982). Pacientes, médicos y enfermedades. México: IMSS.

Geertz, C. (1989). El antropólogo como actor. Barcelona: Paidós.

Geertz, C. (1994). Conocimiento local. Barcelona: Paidós.

Giddens, A. (1997a). Modernidad e identidad del yo. Barcelona: Península.

Giddens, A. (1997b). Consecuencias de la modernidad. Madrid: Alianza Editorial.

Giddens, A. (1999). Un mundo desbocado: los efectos de la globalización en nuestras vidas. Madrid:
Taurus.

Goffman, G. (1959). The Presentation of Self in Everiday Life. New York: Doubleday Co.

Goffman, G. (1961). Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales. Buenos Aires:
Amorrortu.

Goffman, G. (1970). Ritual de la interacción social. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo.

238 De sujetos, saberes y estructuras


Goldberger, J. (1980a). Experimentos con personas. En: Terris. Estudios de Goldberger sobre la pela-
gra. México: Instituto Mexicano del Seguro Social, p. 39-149.

Goldberger, J. (1980b). Estudios de colectividades. En: Terris. La revolución epidemiológica y la me-


dicina social. México: Siglo Veintiuno Editores. p. 151-376.

Good, B. (1994). Medicine, Racionality an Experience. An Anthropological Perspective. Cambridge:


Cambridge Universsity Press.

Good, B.; Del Vechio Good, M. J. (1993). Learning Medicine. The Constructing of Medical
Knowledge at Harvard Medical School. En: Lindenbaum, S.; Lock, M. (eds.) Knowledge, power
and practice. Univ. of Califiornia Press. p. 81-107.

González Bombal, I. (2002). Sociabilidad en clases medias en descenso: experiencias en el true-


que”. En: Beccaria, L. et al. Sociedad y sociabilidad en Argentina. Buenos Aires: Biblos.

Gorer, G. (1965). Death, Grief and Mourming. London: Cresst Press.

Gouldner, A. (1977). La dialéctica de la ideología y la tecnología. Los orígenes, la gramática y el futuro de


la ideología. Madrid, Alianza Editorial.

Grant, J. (1983). Estudio mundial de la infancia. Madrid: Siglo Veintiuno Editores.

Grodos, D.; Bethume, X. (1988). Les interventions sanitaires selectives: une piege pour les politi-
ques de santé du Tiers Monde. Social Science & Medicine, v. 26, n. 9, p. 879-890.

Gusfield, G. (1963). Symbolic Crusade: Status Politics and the American Temperance Movement. Urbana:
Univ. Illinois Press.

Gusfield, G. (1981). The Culture of Public Problems: Drinking Driving and the Symbolic Order. Chicago:
Univ. of Chicago Press.

Gusfield, G. (1987). Pasage to Play: Rituals of Drinking Time in American Society. En: Douglas,
M. (ed.) Constructive Drinking Perspectives on Drink from Anthropology. Cambridge Univ. Press.
p. 73-90.

Hagedus, A. (1978). Socialismo y burocracia. Barcelona: Ediciones Península.

Harding, S. (ed.) (1993). The “Racial” Economy of Sience. Toward a Democratic Future. Bloomington e
Indianapolis: Indiana Univ. Press.

Herman, E.; Bentley, M. (1992). Manuals for Ethnographic Data Collection: Experience and Is-
sues. Social Science & Medicine, v. 35, n. (11), p. 1369-78.

Hertzman, C.; Siddqi, A. (2000). Health and Rapid Economic Change in the Late Twentieth Cen-
tury. Social Science & Medicine, v. 51, n. (6), p. 809-819.

Hoggarth, R. (1990). La cultura obrera en la sociedad de masas. México: Grijalbo.

Horton, D. (1991 [1943]). Las funciones del alcohol en las sociedades primitivas. En: Menéndez,
E. L. (ed.) (1991). Antropología del alcoholismo en México. México: Ediciones de la Casa Chata, p.
35-64.

Infante, C. (1988). Bases para el estudio de la interacción familia/redes sociales-uso de los servi-
cios de salud. Salud Pública, v. 30, n. (2), p. 175-96.

Inhorn, M. C. (1995). Medical Anthropology and Epidemiology: Divergences or Convergences?


Social Sciences & Medicine, v. 40, n. (3), p. 285-90.

Inhorn, M. C.; Brown, P. J. (1990). The Anthropology of Infectious Disease. En: Annu Rev. Anthro-
pol, n. 19, p. 89-117,

Instituto Nacional de Salud Pública (2003). Encuesta sobre violencia familiar. México: INSP.

Jiménez, B. (2008). Muestras en museo de cultura del narco. Reforma, 6 de abril de 2008, México.

Kaplan, D.; Manners, R. (1979). Introducción crítica a la teoría antropológica. México: Nueva Imagen.

Bibliografía 239
Kaplan, B.; Cassel, J.; Gorer, S. (1982). Apoyo social y salud. En: Gartly Jaco, E. (comp.). Pacientes,
médicos y enfermedades. México: IMSS p. 175-97

Katz, E. (1992). La investigación en la comunicación desde Lazarfeld. En: Ferry, J. M. El nuevo


espacio público. Barcelona: Gedisa. p. 85-103.

Katz, J. (1984). The Silent Words of Doctors and Patient. New York: The Free Press.

Katz, A. (1981). Selfhelp and Mutual Aid: An Emerging Social Movement. Annual Review of Socio-
logy, v. 7, p. 129-141.

Katz, A.; Bender, E. (1976). The Strength in Us. Selfhelp Groups in the Modern World. New Viewpoints.
New York: Franklin Watts.

Klapp, O. (1969). Collective Search for Identity. New York: Holt, Rinehart and Winston.

Kleinman, A. (1980). Patients and Healers in the Context of Culture. An Exploration of the Borderland
between Anthropology, Medicine and Psychiatry. Berkeley: University of California Press.

Kleinman, A. (1988). The Illness Narratives; Suffering, Healing and the Human Condition. New York:
Basic Books.

Klinenberg, E. (1997). Autopsia de un verano mortífero en Chicago. Le Monde diplomatique, agos-


to, p. 5-7.

Kroeger, A. et al. (comps.) (1991). Malaria y leishmaniasis cutánea en Ecuador. Un estudio intedisicipli-
nario. Quito: Ediciones ABYA-YALA.

Kroeger, A.; Barbira-Freedman, F. (1992). La lucha por la salud en el alto Amazonas y en los Andes.
Quito: Ediciones ABYA-YALA.

Kroeger, A. et al. (1989). Materiales de la enseñanza sobre el uso de la epidemiología en la atención de la


salud a nivel de sistemas locales de salud. Universidad de Heidelberg/OMS.

Krug, E. et al. (eds.), (2003). Informe mundial sobre violencia y salud. Washington DC: Organización
Panamericana de la Salud.

La Jornada (2000-2008). Colección. México.

Lasch, Ch. (1991). The Cultura of Narcissism. New York: W. W. Norton & Co.

Lasch, Ch. (1999). La rebelión de las élites y la traición de la democracia. Barcelona: Paidós.

Lavandez, F. (1990). Las organizaciones no gubernamentales y los sistemas locales de salud. Bo-
letín de la OPS, v. 109, n. (5 y 6), p. 512-520.

Lazarfeld, P. (1955). Peronal Influence: The Part Played by People in the Flow of Mass Communications.
Glencoe: The Free Press.

Lazarfeld, P. et al. (1962). El pueblo elige. Estudio del proceso de formación del voto durante una campaña
presidencial. Buenos Aires: Ediciones 3.

Lefebvre, H. (1967). Crítica de la vida cotidiana. En: Obras de Henry Lefebvre. Buenos Aires: Peña
Lillo Editor. v. I, p. 189-385.

Lehr, U.; Thomae, H. (1994). La vida cotidiana. Tareas, métodos y resultados. Barcelona: Herder.

Lemert, E. (1967). Human Deviance, Social Problems and Social Control. New Jersey: Prentice Hall,
Englewood Cliffs.

Leon, D. A. et al. (1997). Huge Variations in Russian Mortality Rates 1984-1994: Artefact, Alcohol
or what? Lancet, n. 350, p. 383-388.

Lessing, D. (2007). El cuaderno dorado. México: Punto de lectura.

Levine, R.; White, M. (1987). El hecho humano. Madrid: Visor/MEC.

Lewis, O. (1961). Antropología de la pobreza. Cinco familias. México: Fondo de Cultura Económica.

240 De sujetos, saberes y estructuras


Lewis, O. (1982). Una muerte en la familia Sánchez. México: Grijalbo.

Lewis, O. (1986). Ensayos antropológicos. México: Grijalbo.

Lomnitz, L. (1975). Cómo sobreviven los marginados. México: Siglo Veintiuno Editores.

Long, N. (2007). Sociología del desarrollo: una perspectiva centrada en el actor. México: El Colegio de
San Luis/Ciesas.

Llobera, J. (1990). La identidad de la Antropología. Barcelona: Anagrama.

Macuitztle García, J. (1992). La importancia del consumo de alcohol en Magdalena (Veracruz).


En: Menéndez, E. L. (ed.). Prácticas e ideologías “científicas” y “populares” respecto del alcoholismo en
México. México: Ciesas. p. 43-62.

Madriz, E. (2001). A las niñas buenas no les pasa nada malo. México: Siglo Veintiuno Editores.

Maffesoli, M. (1990). El tiempo de las tribus. El declive del individualismo en la sociedad de masa. Bar-
celona: Icaria.

Maldonado, E. et al. (1999). El secreto del alcohol. México: Ciesas/Unam.

Malinowski, B. (1975). Los argonautas del Pacífico occidental. Barcelona: Ediciones Península.

Martínez, H. et al. (1993). Experiencias en participación comunitaria para promover la educación


en nutrición. Salud Pública, v.35, n. (6), p. 673-681.

Massé, R. (1995). Culture et santé publique. Montreal: Gaetan Morin Editeur.

Matza, D. (1981). El proceso de desviación. Madrid: Taurus.

Mcandrew, C; Edgerton, R. (1969). Drunken Comportmen: a Social Explanation. Chicago: Aldine


Press.

McKinlay, J. B. (1982). En favor de un nuevo enfoque hacia arriba: la economía política de la en-
fermedad. En: Gartly Jaco (ed.), Pacientes, médicos y enfermedades. México: IMSS. p. 19-28.

McKweon, TH. (1976). The Modern Rise of Population. London: Academic Press.

McKweon, TH. (1988). The Origins of Human Disease. Oxford: Basil Blackwell.

Mead, M. (1957). Investigación sobre los niños primitivos. En: Carmichael, L. (dir.). Manual de
psicología infantil. Buenos Aires: El Ateneo. p. 826-875.

Mendoza, Z. (1994). De lo biomédico a lo popular. El proceso salud/enfermedad/atención en San Juan


Copala, Oaxaca. [Tesis de Maestría]. ENAH.

Mendoza, Z. (2004). De la casa del nene al árbol de las placentas. Proceso reproductivo, saberes y transfor-
mación cultural entre los triquis de Copala en la Merced. [Tesis de Doctorado]. Ciesas.

Menéndez, E. L. (1964/1967). Informes sobre proceso de migración española e italiana a una comunidad
de la provincia de Entre Ríos. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Co-
nicet). Ms.

Menéndez, E. L. (1972). Racismo, colonialismo y violencia científica. Buenos Aires: Centro Editor de
América Latina.

Menéndez, E. L. (1979). Cura y control. La apropiación de lo social por la práctica psiquiátrica. México:
Nueva Imagen.

Menéndez, E. L. (1981). Poder, estratificación y salud. Análisis de las condiciones sociales y económicas de
la enfermedad en Yucatán. México: Ediciones de la Casa Chata.

Menéndez, E. L. (1983). Hacia una práctica médica alternativa. Hegemonía y autoatención (gestión) en
salud. Cuaderno N° 86 de la Casa Chata/Ciesas, México.

Menéndez, E. L. (1984). Descripción y análisis de las representaciones y prácticas de grupos domésticos


sobre la mortalidad en niños menores de cinco años en una comunidad de Guanajuato. Ms.

Bibliografía 241
Menéndez, E. L. (1990a). Antropología Médica. Orientaciones, desigualdades y transacciones. Cuader-
no N° 179 de la Casa Chata, México.

Menéndez, E. L. (1990b). Morir de alcohol. Saber y hegemonía médica. México: Alianza Editorial
Mexicana.

Menéndez, E. L. (1993). Autoatención y participación social: estrategias o instrumentos en las po-


líticas de atención primaria. En: Roersch, C. et al. Medicina tradicional 500 años después. Historia
y consecuencias actuales. Santo Domingo: Instituto de Medicina Dominicana. p. 61-104.

Menéndez, E. L. (2001). Biologización y racismo en la vida cotidiana. Alteridades, n. 21, p. 5-39.

Menéndez, E. L. (2002). La parte negada de la cultura. Relativismo, diferencias y racismo. Barcelona:


Ediciones Bellaterra.

Menéndez, E. L. (ed.) (1982). Medios de comunicación masiva, reproducción familiar y formas de medi-
cina “popular”. Cuadernos de la Casa Chata N° 57, México.

Menéndez, E. L. (ed.) (1991). Antropología del alcoholismo en México. Los límites culturales de la econo-
mía política. México: Ediciones de la Casa Chata.

Menéndez, E. L. (ed.) (1992). Prácticas e ideologías científicas y populares respecto del alcoholismo en
México. México: Ciesas/Colección Miguel Othon de Mendizábal.

Menéndez, E. L.; Di Pardo, R. (1996). De algunos alcoholismos y algunos saberes. Atención primaria y
proceso de alcoholización. México: Ciesas.

Menéndez, E. L.; Di Pardo, R. (2003). Alcoholismo: segundo y tercer nivel de atención médica: especia-
lizaciones y desencantos. Informe final de investigación. Ms.

Menéndez, E. L.; Di Pardo, R. (2005). Los estudios de género en México y el papel del alcohol
en las relaciones entre mujeres y varones. En: Esteban, L. L.; Pallarés, J. (coords.). La salud en
una sociedad multicultural: desigualdad, mercantilización y medicalización. Sevilla: FAAEE/Asana.
p. 115-128.

Menéndez, E. L.; Di Pardo, R. (2006). Alcoholismo: políticas e incongruencias del sector salud en
México. Desacatos, n. 20, p. 29-52.

Menéndez, E. L.; Di Pardo, R. (2007). Miedos, riesgos e inseguridades. El papel de los medios, de los
profesionales y de los intelectuales en la construcción de la salud como catástrofe.

Menéndez, E. L.; Spinelli, H. (coords.) (2006). Participación social ¿Para qué? Buenos Aires: Lugar
Editorial.

Meneu, R. (2004). Fuentes de información para usuarios y pacientes. Monografías Humanitas, n.


3, p. 127-38. Barcelona.

Merton, R. (1977). Sociología de la Ciencia. Madrid: Alianza Editorial.

Milgran, S. (1974). Obedience to Authority. New York: Harper & Row.

Minayo, M. C. de Souza. et al. (2003). Possibilidades e dificuldades nas relacoes entre ciencias
sociais epidemiologia. Ciência & Saúde Coletiva, v. 8, n. (1), p. 97-108.

Miranda, J.; Yamin, A. (2004). Reproductive Health without Rights in Perú. The Lancet, n. (363),
p. 68-69.

Mora y Araujo, M. (2005). El poder de la conversación. Elementos para una teoría de la opinión pública.
Buenos Aires: La Crujía Ediciones.

Morley, D. (1996). Televisión, audiencias y estudios culturales. Buenos Aires: Amorrortu.

Mosley, W. H. (1988). Determinantes biológicos y socioeconómicos de la sobrevivencia en la in-


fancia. Salud Pública de México, v.30, n. (3), p. 312-328.

242 De sujetos, saberes y estructuras


Mota-Hernández, F. (1990). Estrategias para la diminución de la morbi/mortalidad por diarreas
agudas en América Latina. Salud Pública, v. 32, n. (3), p. 254-60.

Muro, V. G. (1994). Iglesia y movimientos sociales. México: El Colegio de Michoacán.

Nations, M. (1986). Epidemiological Research on Infectious Disease: Quantitative Rigor or Ri-


gormortis? Insights from Ethnomedicine. En: Janes, C. et al. Anthropology and Epidemiology.
Interdisciplinary Approaches to the Study of Health an Disease. Dordrecht: D. Reidel Pub. p. 97-124.

Navel, G. (1960). Trabajos. Buenos Aires: Argos.

Nervi, L. (1999). Etnografía del plomo, una sustancia peligrosa. Procesos tóxicos, modelos médicos y ar-
ticulación social en un municipio de la frontera norte de México. (Tesis de doctorado). Universidad
de Buenos Aires.

Neumann, F. (1983). Behemot. Pensamiento y acción en el nacional/socialismo. México: Fondo de Cul-


tura Económica.

Nichter, M. (2006). Reducción de daño: una preocupación central para la antropología médica.
Desacatos, n. 20, p. 109-134.

Oakley, P.; Marsden, D. (1985). Consideraciones en torno a la participación en el desarrollo rural. Gine-
bra: Organización Internacional del Trabajo.

Odone, I. et al. (1977a). Ambiente di lavoro. La fabbrica nel territorio. Roma: Editrice Sindicale Ita-
liana.

Odone, I. (1977b). Esperienza operaia, conscienza di clase e psicologia del lavoro. Torino: Einaudi.

Olaiz, G. et al. (2003). Encuesta nacional sobre violencia contra la mujer. México: Instituto Nacional
de Salud Pública.

Osorio, R. M. (1994). La cultura médica materna y la salud infantil. Tesis de Maestría en Antropología
Social. México: ENAH.

Osorio, R. M. (2001). Entender y atender la enfermedad. Los saberes maternos frente a los padecimientos
infantiles. México: Instituto Nacional Undigenista/Ciesas.

Organización Mundial de la Salud (1978). Método de atención sanitaria de la madre y del niño basado
en el concepto de riesgo. OMS, Publicación Offset, n. 39.

Organización Mundial de la Salud (OMS)/Organización Panamericana de la Salud (OPS). (2000).


Guía internacional para vigilar el consumo de alcohol y sus consecuencias sanitarias. Washington DC:
OPS.

Organización Panamericana de la Salud (1952). Boletín de la Organización Panamericana de la Salud.


Dedicado a antropología y programas de salud en América Latina., v. 32, n. (4).

Organización Panamericana de la Salud (1994). Metodología para la evaluación participativa. Was-


hington DC: OPS.

Organización Panamericana de la Salud (2002). La salud en las Américas. Washington DC: OPS. 2
volúmenes.

Ortega, J. (1999). Proceso reproductivo femenino: saberes, género y generaciones en una comunidad maya
de Yucatán. (Tesis de doctorado). El Colegio de Michoacán.

Ottone, E. et al. (2007). Cohesión social, inclusión y sentido de pertenencia en América Latina y el Caribe.
Santiago de Chile: Cepal.

Oughourlian, J.M. (1977). La persona del toxicómano. Barcelona: Herder.

Paganini, J; Rice, M. (1989). Participación social en los sistemas locales de salud. Washington DC: Or-
ganización Panamericana de la Salud.

Bibliografía 243
Peña, P. (2006). Mortalidad infantil y brujería. El caso de la etnia mazahua. (Tesis doctorado en An-
tropología Social). Tarragona: Universitat Tovira i Virgili.

Press, I. (1975). Tradition/Adaptation. Life in a Modern Yucatan Maya. Connecticut: Greenwood.

Proctor, R. (1988). Racial Higiene. Medicine under the Nazis. Cambridge, Massachusetts: Harvard
Univ. Press.

Puentes Rosas, E. et al. (2002). La cesárea en México: tendencias, niveles y factores asociados.
Salud Pública, v. 46, n. (1), p. 16-22.

Quinney, R. (1985). Clases, Estado y delincuencia. México: Fondo de Cultura Económica.

Rabelo, M. (1993). Religião e cura: algumas reflexões sobre a experiência religiosa das clases po-
pulares urbanas. Cadernos de Saúde Pública, v. 9, n. (3), p. 316-25.

Rabelo, M. (1994). A construcão narrativa da doença. Bahia: Ms., Salvador.

Radin, P. (1960). El hombre primitivo como filósofo. Buenos Aires: Eudeba.

Rasmussen-Cruz, B. (1993). La participación comunitaria en salud en el IMSS en Jalisco. Salud


Pública, v. 35, n. (5), p. 471-478.

Ratcliffe, J. W.; Gonzaález del Valle, A. (2000). El rigor en la investigación de la salud: hacia un
desarrollo conceptual. En: Denman, C.; Haro; J. A. (comps.) Por los rincones. Antología de métodos
cualitativos en la investigación social. p. 57-112.

Reiser, S. (1978). Medicine and the Reign of Technology. Boston: Cambridge Univ. Press.

Renaud, M. (1992). De la epidemiología social a la sociología de la prevención: quince años de


investigación sobre la etiología social de la enfermedad. Cuadernos Médico Sociales, n. 60, p.
49-66.

Reyes, M. (2003). Redes solidarias; no deberían existir, pero qué bueno que existen. Letra S, n.
80. México.

Rifkin, S. (1990). Participación de la comunidad en los programas de salud de la madre y el niño y de


planificación familiar: análisis basados en estudios de casos. Ginebra: OMS.

Rifkin, S.; Walt, G. (eds.) (1998). Selective or Comprehensive Primary Health Care. Social Science
& Medicine, v. 26, n. (9).

Romani, O. (1999). Las drogas. Sueños y razones. Barcelona: Ariel.

Romani, O.; Comelles, J. M. (1999). Les conhtradictions dans l’usage des psychotropes dans les
societes contemporaines: automedication et dependence. Psychotropes, v. VI, n. (3), p. 39-57.

Room, R.; Collins, G. (eds.) (1983). Alcohol and Disinhibition: Nature and Meaning of the Link. Rock-
ville, Maryland: National Institute on Alcohol Abuse and Alcoholism.

Rootman, R.; Moser, J. MOSER (1985). Normas para investigar los problemas relacionados con el alcohol
y preparar soluciones adecuadas. Ginebra: Organización Mundial de la Salud.

Roth, J.; Conrad, P. (1987). The Experience and Management of Chronic Illness. London: Jai Press.

Rozitchner, L. (1996). Las desventuras del sujeto político. Ensayos y errores. Buenos Aires: El cielo por
asalto.

Ryan, W. (1976). Blaming the Victim. New York: Vintage Books. (Segunda edición).

Salas, M. (1997). Flojita, flojita: etnografía de las consultas de medicina familiar con contenidos de salud
sexual y reproductiva. [Tesis de Maestría en Antropología Social]. México: Ciesas

Sartre, J. P. (1963). Crítica de la razón dialéctica. Losada. 2 vols.

Schaffer, H. S. (1979). El desarrollo de la sociabilidad. Madrid: Pablo Rio Editor.

244 De sujetos, saberes y estructuras


Schaffer, H. S. (1994). Decisiones sobre la infancia. Preguntas y respuestas que ofrece la investigación
psicológica. Madrid: Visor.

Secretaría de Salud / SSA (1973). Informe 1973. SSA. México.

Secretaría de Salud / SSA (2001a). Programa Nacional de Salud 2001-2006. SSA. México.

Secretaría de Salud / SSA (2001b). Salud México 2001. Información para la rendición de cuentas. SSA.
México.

Secretaría de Salud / SSA (2004). Estadísticas de mortalidad en México: muertes registradas en


el año 2002. Salud Pública de México, v. 46, n. (2), p. 169-184.

Sheff, T. J. (1986). La catarsis en la curación, el rito y el drama. México: Fondo de Cultura Económica.

Simons, R.; Hughes, CH. (eds.) (1985). The Cultura-Bound Síndromes. Folk Illness of Psychiatric and
Anthropological Interest. Dordrecht: Reidelo.

Singer, M. (1989). The Limitations of Medical Ecology: The Concept of Adaptation in the Con-
text of Social Stratification and Social Transformation. Medical Anthropology, v. 10, n. (4), p.
218-229.

Singer, M. (1990). Reinventing Medical Anthropology: Towards a Critical Realignment. Social


Science & Medicine, v. 30, n. (2), p. 179-87.

Smart, R.; Natera, G.; Almendares, J. (1981). Ensayo de un nuevo método para estudiar el con-
sumo de alcohol y sus problemas en tres países de las Américas. Boletín de la Oficina Sanitaria
Panamericana, v. 9, n. (6), p. 499-1981.

Smith, R. T. (1982). Incapacidad y proceso de recuperación: el papel de las redes sociales. En:
Gartly Jaco, E. (comp.) Pacientes, médicos y enfermedades. México: IMSS. p. 361-75.

Sombart, W. (1974). Socialismo y movimiento social. Buenos Aires: Distribuidora Baires.

Social Science & Medicine (1990). Dedicado a niveles de análisis, vol. 30, n. (9).

Sontag, S. (2003). La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Madrid: Punto de Lectura.

Speck, R. V.; Attneave, C. L. (1974). Redes familiares. Buenos Aires: Amorortu.

Stern, A. (2006). Esterilizadas en nombre de la salud pública: raza, inmigración y control repro-
ductivo en California en el siglo XX. Salud Colectiva, v. 2, n. (2), p. 173-89.

Susser, M. (1991). Conceptos y estrategias en epidemiología. México: SSA, Fondo de Cultura Econó-
mica.

Susser, M.; Watson, W. (1982). La sociología de la medicina. México: IMSS.

Taussig, M. (1980). Reification and the Consciousness of the Patient. Social Science & Medicine, n.
14, p. 3-13.

Taylor, I. et al. (1977). La nueva criminología. Contribución a una teoría social de la conducta desviada.
Buenos Aires: Amorrortu.

Terris, M. (1980a). Estudios de Goldberger sobre la pelagra. México: Instituto Mexicano del Seguro
Social.

Terris, M. (1980b). La revolución epidemiológica y la medicina social. México: Siglo Veintiuno Edi-
tores.

Terris, M. (1988). Comentarios. En: Buck et al. El desafío de la epidemiología. Problemas y lectu-
ras seleccionadas. Organización Panamericana de la Salud. Publicación 505: Washington DC.
p. 3-17, 87-100, 155-171, 881-899.

Thompson, J. B. (1998). Ideología y cultura moderna. Teoría crítica social en la era de la comunicación
de masas. México: UAM-X.

Bibliografía 245
Thompson, J. B. (2001). El escándalo político. Poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación.
Barcelona: Paidós.

Thompson, E. P. (1977). La formación histórica de la clase obrera. Barcelona: Laia. Tres volúmenes.

Thompson, E. P. (1984). Tradición, revuelta y consciencia de clase. Barcelona: Editorial Crítica.

Thompson, E. P. (1991). Miseria de la teoría. Barcelona: Editorial Crítica.

Thompson, R. A. (1966). A Study of Yucatec Maya Curing Utilizang the Techniques of Formal Elicitacion.
[Tesis de maestría]. Austin: University of Texas.

Thompson, R. A. (1974). Aires de progreso: cambio social en un pueblo maya de Yucatán. México: Insti-
tuto Nacional Indigenista.

Torrado, S. (27 de marzo de 2004). La ruptura del lazo social. Clarín.

Touraine, A. (1987). El regreso del actor. Buenos Aires: Eudeba.

Touraine, A. (1992). Critique de la modernité. París: Librairie Arthéme Fayard.

Toussignant, M. (1989). La pauvreté: cause ou espace des problems de santé mentale. Santé men-
tale au Quebec, v. XIV, n. (2), p. 91-104.

Trotter, R. T.; Chavira, A. (1981). Curanderismo. Mexican American folk Healing. Athens: Georgia
Univ. Press.

Turner, V. (1967). The Forest of Symbols. Ithaca: Cornell Univ. Press.

Ware, C. (1962). Trabajos prácticos en organización y desarrollo de la comunidad. Washington D.C.:


Unión Panamericana.

Werner, H. (1965). Psicología comparada del desarrollo mental. Buenos Aires: Paidós.

White, M.; Polak, S. (1990). La transición cultural. Madrid: Visor.

Williams, F. (ed.) (1977). Why the Poor Pay More. London: The Macmillan Press.

Wolf, E. (1987). Europa y la gente sin historia. México: Fondo de Cultura Económica.

Wolton, D. (2000). Internet ¿y después? Barcelona: Gedisa.

Woolgar, S. (1991). Ciencia: abriendo la caja negra. Barcelona: Anthropos.

Yarzábal, L. (1985). La tortura como enfermedad endémica en América Latina: sus características
en Uruguay. Nueva Antropología, n. 28, p. 75-92.

Young, A. (1976). Some Implications of Medical Beliefs and Practices for Social Anthropology.
American Anthropologist, v. 78, n. (1), p. 5-24.

Young, A. (1980). The Discourse on Stress and the Reproduction to Conventional Knowledge.
Social Science & Medicine, n. 14, p. 133-146.

Young, A. (1982). The Anthropologies of Illness and Sickness. Annual Review of Anthropology, n.
11, p. 257-85.

Young, J. (1997). Criminología de la clase obrera. En: Taylor et al. La nueva criminología. Contribu-
ción a una teoría social de la conducta desviada. Buenos Aires: Amorrortu. p. 98-127.

Zamora, G. L. (5 de abril de 2008). Narcos piden orientación a obispos: CEM. La Jornada. México.

246 De sujetos, saberes y estructuras


Bibliografía 247
248 De sujetos, saberes y estructuras
Bibliografía 249

También podría gustarte