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16 de junio de 2018

Habituarse a las comidas

A los doce años la comida es sobre todo un trámite que nos permite olvidarnos del hambre.. Quizá por  eso y pese a llevar un par de años fuera de casa  la comida no me había planteado ningún problema.  La dieta del internado no difería en gran medida de lo que comíamos en casa. Las patatas, las verduras, las legumbres y el café con leche por la mañana se alternaban  y aunque las ollas eran más grandes, yo no apreciaba grandes diferencias de sabor.
            La única diferencia venia marcada por la disciplina. En el pensionado comíamos a horas fijas, en mesas de cuatro y en completo silencio.  Mientras comíamos, nos leían algún libro de aventuras y a un toque de timbre, por riguroso orden de lista salíamos  al estrado y seguíamos con la lectura del lector anterior..  Si el pasaje era particularmente interesante,  intentábamos una concentración telepática que adelantar el timbrazo que nos librara de  los lectores silabeantes  y o que leían a trompicones. Claro que cuando  la historia era particularmente  interesante no necesitábamos ejercer ningún tipo de vudú, porque los propios profesores, desde lo alto de su estrado  se encargaban de despachar al penoso lector y a veces nombraban a dedeo un lector  que amenizara  el resto de la comida. Sin faltar a la modestia tengo que admitir que muchas  tardes me tocó salir a  leer y a veces tuve la sensación de que el profesor de turno se había olvidado de tocar el timbre, pero  no era momento  de cambiar de lector en medio de una de las más trepidantes aventuras de Sandokan o cuando estábamos leyendo el relato del descubrimiento de la tumba de Tutankamon.
            Cuando llegué al colegio de Francia, sin embargo, las cosas cambiaron para mi.  El hábito de la lectura en el comedor seguía vigente, pero mi soltura en francés ya yo era la misma y  las comidas, más variadas que en España, presentaban a veces  aspectos o sabores contra los que o bien  mi vista o bien mi estómago se rebelaban.  Uno de los platos que se cruzó en mi estómago o quizá mejor en mi imaginación fue la sopa de cebolla.  Por más que yo  intentara ver cebolla en los filamentos transparentes  que parecían nadar en aquel oloroso caldo, mis ojos sólo veían gusanos  como los que recogíamos para ir a pescar en el río, y mi estómago se cerraba en banda y amenazaba  pasar a mayores si me obstinaban o me obligaban a sorber  una   única cucharada.
            Era una norma no escrita del colegio que lo que te ponían en el plato había que comerlo. El chantaje emocional ayudaba.  ¡Cuántos niños pobres desearían tener en sus platos lo que nosotros rechazábamos!  Se había hecho un revuelo en torno a nuestra mesa por lo que pronto un profesor se acercó para conocer la causa de tanto revuelo.
_ ¿Qué pasa aquí?  ¿Qué le pasa a la sopa de cebolla?
_ Que tiene gusanos
            Mi querido profesor debió sentirse profundamente insultado.  La sopa de cebolla es el plato francés por antonomasia  y confundir las sabrosas tiras de “oignon”  con gusanos  era una ofensa que escondía alguna oscura  maquinación.   Sin embargo prevaleció la sensatez.  Yo llevaba en Francia pocas semanas y todavía no había tenido la oportunidad de saborear  y apreciar  la buena  “Cuisine Française”  No le dio más importancia al incidente, y salvo un gesto que podría interpretarse como de desprecio me dejó tranquilo pero  sin cena.
            Ni hecho a posta  a los pocos días nos sirvieron para cenar puerros asados.  Esta vez, obviamente no tenía disculpa alguna para por lo menos   probarlos, y lo intenté, sinceramente lo intenté,  pero pinchar el tenedor, abrirlos con el cuchillo, sentir su olor  y notar que se encabritaba mi estómago fue todo uno. Salí corriendo del comedor y llegué justo a tiempo para  devolver en el aseo lo que llevaba cenado hasta ese momento.
            Muchas de mis comidas de aquel magnífico colegio se convirtieron en un auténtico suplicio y mis relaciones con los profesores responsables del comedor un tira y afloja hecho de amenazas, de promesas, pequeñas victorias y  un progresivo acostumbramiento  estomacal.
            Años más tarde pasando de visita por aquel colegio  alguno de los profesores que aún seguían en el colegio me recordaban por la dichosa sopa de cebolla y me confesaron que estuve en un tris de ser devuelto a casa por mi intolerancia hacia las comidas.
            Han pasado décadas. He racionalizado mis fobias. Soporto el olor de la cebolla, del ajo o del puerro e incluso  admito sin reparo su sabor  pero sigo sin poder contemplarlos en el plato, por eso amigos, si un día comparto vuestra mesa, no os preocupéis, comeré y saborearé el ajo, el puerro o la cebolla, pero hacedme sólo un favor,,, trituradlos bien para que no los vea






7 de mayo de 2018

CULTURA FRANCESA




                Ayer, mientras repasaba unos apuntes de Universidad caí en la cuenta de la influencia que inconscientemente la cultura francesa ha tenido  en mi forma de pensar, y  me imagino en la en la forma de pensar de muchos de mis coetáneos.

        Los grandes sentimientos morales nos llegaron a través de la cultura de la representación teatral del siglo XVII: la nobleza, el heroísmo y el sacrificio  a través de la  tragedias de Corneille,  los celos, el amor, la compasión en los dramas de Racine; la hipocresía, la avaricia, la beatería y el culto de las apariencias ridiculizados en la comedias de Moliére.   

            Vino luego la cultura de las ideas, en la segunda mitad del siglo XVIII, el siglo de la Luces. Los grandes filósofos  Diderot, Voltaire, Rousseau, herederos de la Enciclopedia de Descartes formularon sus teorías sobre el orden moral y prepararon el terreno a la cultura de la acción cuya más conspicua y sanguinaria manifestación fue, en nombre la  Libertad, la Igualdad y la Fraternidad la Revolución Francesa.

            El país y la cultura sin embargo, tendrán que pagar un pesado tributo. Durante toda la primera mitad del siglo XIX Francia aporta poco a la cultura europea. Tenemos que esperar a la segunda mitad del siglo para ver aparecer  los mismos vicios morales  suberbia, envidia, avaricia,  venganza, lujuria, reflejados de forma detallada y precisa en las novelas de Victor Hugo, Flaubert, Balzac o Flaubert.

            Una nueva y potente corriente aparece con el nuevo siglo XX. Es la corriente pictórica, con movimientos tan singulares y característicos como el Impresionismo, el Fauvismo, el Puntillismo o el Dadaismo. que darían paso inmediatamente a movimientos Austriacos y Alemanes que facilitarán nuevamente en Francia la aparición del Cubismo o el Surrealismo.

            De todas esas fuentes, consciente o inconscientemente hemos bebido y yo al menos ni sé ni quiero distinguir la parte de cada cual.  La cultura francesa me ha influenciado pero se ha mezclado tan íntimamente en mi forma de pensar con aportaciones multiculturales y multinacionales como se mezclan los alimentos en mi dieta y conforman mi estado general de salud y bienestar.



10 de septiembre de 2014

Historia de Khun Chang y Khun Phaen


Khun Chang Khun Phaen es un poema épico que surge de leyendas populares y se convierte en una de las obras clave de la literatura tailandesa.  Chang and Phaen son los dos protagonistas y sus nombres van precedidos  de Khun  para designar un título  feudal   de poco rango   concedido a los  hombres de armas.   La historia se refiere al clásico triángulo amoroso  que acaba en tragedia.   Khun Phaen,  pobre pero galante  y Khun Chang, rico pero feo   compiten desde la niñez y durante más de cincuenta años  por los favores de la hermosa Wanthong .  El desafío  incluye dos guerras,  varios raptos,  un amago de rebelión, una idílica estancia en el bosque  dos juicios ante los magistrados  y una ordalía, prisión y traiciones.  En última instancia, el Rey condena a muerte a Wanthong  por su indecisión a la hora de elegir  pretendiente.  

El poema fue escrito a principios del siglo XIX pero no apareció en forma escrita hasta la segunda decena del siglo XX. Como tantas obras de origen popular, ésta está cuajada de acción, y llena de heroísmo, romance, pasión, sexo, violencia, magia y horror  entremezclados con  fragmentos de inigualable belleza lírica.  En Tailandia la historia de estos dos personajes es universalmente conocida y los escolares aprenden de memoria  y recitan trozos importantes de este  poema que está al origen de numerosas canciones,  refranes t dichos populares. La historia de Khun Chang Khum Phaen dio origen a un nuevo género literario en Tailandia que bajo el nombre de Sepha se refiere a  poemas  recitados de forma melódica acompañándose de unos palillos para  marcar el ritmo  un poco al estilo de las coplas o romances de ciegos.

Khun Chang, Phlai Kaeo (que recibiría luego el título de  Khun Phaen), y Nang Phim Philalai (que más tarde cambiará su nombre por el de  Wanthong) son amigos desde la niñez en Suphanburi.  Khun Phaen es  apuesto e inteligente pero muy pobre porque el rey mandó ejecutar a su padre y se apoderó de todas sus propiedades. El joven entra en un monasterio como  novicio, y se convierte en un experto en artes militares  pero también en el arte de utilizar las pociones  mágicas y filtros amorosos.  Khun Chang es feo y estúpido pero rico y con muy buenas relaciones en la corte de Ayuthaya.

A los 15 años Phim es la niña bonita de Suphanburi.  Ella se encuentra con Phlai Kaeo cuando  deposita su ofrenda en su cuenco de las limosnas durante la fiesta de Songkran  (Año Nuevo). Salta la chispa y pronto  comienzan  una  apasionada  relación amorosa  que mantiene  al  joven novicio yendo y viniendo entre el templo  y el dormitorio de la bella  muchacha.

Khun Chang se enamora igualmente de Phim y compite por sus favores utilizando su riqueza y su estatus.  Llega hasta ofrecer a la madre el  peso en oro de la  muchacha, pero  ésta  lo rechaza y  se casa con  Phlai Kaeo.  Khun Chang  entonces  intriga para que el rey envíe a  Phlai Kaeo  en una misión militar  y luego  propaga en  bulo de su muerte.  Cuando  Phlai Kaeo retorna victorioso, Khun Chang  intriga nuevamente para que sea desterrado de Ayuthaya por negligencia en su  servicio  al rey.

Phim (ahora ya  Wanthong) se resiste a los avances de  Khun Chang. Pero cuando  Phlai Kaeo (ahora  Khun Phaen)  vuelve de la Guerra con una segunda esposa,  la joven  mantiene  con su marido  una pelea de celos   y se va a vivir con  Khun Chang que le dedica toda su devoción y la colma de las comodidades que le permite  su riqueza.

Laothong, la segunda  mujer de  Khun Phaen  es llamada a palacio por el rey y  Khun Phaen  lamenta entonces el haber abandonado a su primera esposa.  A  cubierto de la noche  asalta la casa de Khun Chang   y se lleva a  Wanthong  que en un principio se  resiste a abandonar  su cómoda existencia, pero la pasión entre ambos vuelve a  encenderse y   huyen  al bosque donde pasan  una idílica pero frugal  temporada.
Khun Chang  informa al rey de que  Khun Phaen  está preparando una rebelión.  Khum Phaen  derrota al ejército enviado por el rey para arrestarlo  y mata a dos de sus oficiales.  Entonces  el rey  proclama un edicto para  que sea  apresado.  Cuando   Wanthong  anuncia a su marido que está embarazada,  éste  decide abandonar el bosque y entregarse a las autoridades.  En el juicio, los cargos por sedición que pesaban sobre él  se demuestran  infundados  y Khun Chang   debe pagar una multa considerable.

Khun Phaen enfurece al rey al reclamarle  a  su segunda mujer  Laothong. Lo encarcela y deja que se consuma en prisión durante cerca de doce años.  Es el momento  que  Khun Chang aprovecha para raptar  de nuevo a  Wanthong  y llevársela con él  a  Suphanburi.

Wanthong  da a luz a  Phlai Ngam,  el hijo de  Phaen.  When Phlai Ngam  tiene ocho años , Khun Chang intenta asesinarlo pero  Phlai Ngam  se escapa y se va a vivir  con su abuela  en Kanchanaburi  que le educa utilizando la biblioteca  de Khun Phaen.

Los reyes de Chiengmai y de Ayuthaya  se pelean por la mano de la hermosa hija del rey de Vientiane y Phlai Ngam, el hijo de Khun Phaen so ofrece voluntario para liderar el ejército que se dirige hacia Chieng Mai al tiempo que  suplica y consigue la liberación de su padre.  Ambos capturan al rey de Chieng Mai y regresan de Vientiane con la hermosa princesa  y un gran botín de guerra. Khun Phaen  recobra su título de caballero y es nombrado  Gobernador de Kanchanaburi mientras que su hijo  Phlai Kgam es nombrado Phra Wai, es decir  Jefe de los Pages Reales.

 Khun Chang se emborracha en la boda  del  joven Phra Wai y la vieja rivalidad con su padre renace de nuevo.  Phra Wai  rapta a su madre Wantong  de la casa de Khun Chang y le pide que suplique al rey  su intervención.  En el juicio que sigue,  el rey le pide a Wanthong que decida entre Khun  Chang y Khun Plaen. Ella enmudece incapaz de decidirse. El rey entonces  ordena que sea ejecutada.  Phra Wai suplica al rey  para que revoque la sentencia  pero  cuando el rey otorga su perdón,  el verdugo acaba de ejecutar la sentencia.

20 de julio de 2014

Leyendas de Tailandia: Manora


La imagen de Manora es quizá una de las más fotografiadas en el templo del Buda de Esmeralda de Bangkok. ¿Pero quién es Manora y qué representan estas figuras  mitad pájaro, mitad mujer, que con el nombre de Kinnaris  son veneradas por los tailandeses como  genios protectores de la música y la danza?

Cuenta la leyenda que Manora, era la hija menor del Rey-Pájaro cuyos dominios se extendían a pie del Himalaya.  La princesa Manora, y sus seis  Hermanas  solían volar hacia el vecino reino de Pawnkala  porque habían  descubierto  un precioso y recóndito lago  donde  les gustaba bañarse a la luz de la luna.  Allí, al amparo de la noche y del l frondoso follaje se despojaban despreocupadamente de sus alas y de sus colas  y jugaban a perseguirse  y alborotar en el  plateadas y cristalinas aguas del lago.


Un día,  Bun, un astuto cazador y fiel súbdito del rey de Pawnkala, oyó ruido al pasar cerca del lago y agazapado contempló  maravillado la escena sin osar moverse ni hacer ruido.  Vio entonces como las kinnaris, al despuntar el alba, recomponían su plumaje y emprendían  el vuelo hacia las montañas.  Bun  pensó que la más joven de aquellas maravillosas criaturas sería una digna esposa para el  príncipe  y estuvo largo tiempo elucubrando cómo  conseguir apresar a Manora.  Se acordó entonces que  el rey de la serpientes le debía una,  y acudió a él en busca de ayuda.   Reconociendo su deuda,  el rey   le prestó la serpiente de nudo corredizo.   Unos días después  Bun volvió al lago  y escondido esperó la llegada de las princesas.  Cuando éstas reemprendían el vuelo de regreso,  Bun lanzó el nudo corredizo a Manora  que pese a sus gritos y batir de alas quedó apresada  y  atada a una gruesa rama de árbol.  Respetuosamente, Bun, se acercó a la princesa, se postró ante ella y le hizo saber que no tenía otra intención que presentarla al Príncipe Sutone, por si él quería tomarla por esposa.
A pesar de que Sutone era joven, fuerte y bien  parecido Manora se sintió muy afligida. Quería volver con su padre, El rey de los hombres pájaro y con sus hermanas las princesas y le pidó al príncipe su libertad, pero  éste ya se había enamorado peridamente del Manora  y de su delicada belleza  y no dudó  en desposarla. Transcurrido un tiempo, el príncipe Sutone tuvo que abandonar el palacio para luchar contra los enemigos. El rey de Pawnkala entretanto tuvo una pesadilla. Soñó que sus intestinos  se le salían del cuerpo y rodeaban el mundo entero.   Acudió a su Consejero  el Ministro de Justicia para que le interpretara el sueño, y éste que envidiaba y odiaba en secreto al príncipe aprovechó la ocasión para vengarse.

Le explicó al rey que su sueño anunciaba un mal presagio, que el Príncipe Sutone había cometido una falta grave al desposar una  Kinnari y sólo un sacrificio de parecida magnitud podrá librar al rey de los males que el sueño presagiaba.  Manora  debía  ser sacrificada y sometida a un fuego  purificador.

Cuando Manora supo de su suerte, se afligió  sobre todo porque no podría despedirse del príncipe Sutone que seguía guerreando y a quien con el tiempo había comenzado a amar.  Enseguida  pensó en una estratagema para librarse del odiado  enemigo del príncipe.  Postrándose ante el Rey de Pawnkola aceptó su  suerte pero le pidió el favor  de  poder despedirse del Rey y de la corte  bailando para ellos ataviada con sus mejores galas.  Su petición fue atendida y Manora se revistió de oro y piedras  preciosas  disimulando entre  gasas y adornos sus alas y su cola de pájaro.  La  Kinnari  bailó para el Rey y la Corte de manera maravillosa y embaucadora quedando  todos los presentes tan  arrobados  por tanta belleza y armonía que ni se dieron cuenta que al finalizar su baile la kinnari desechando sus adornos humanos y emprendía el vuelo  hacia el Reino de los hombres pájaro.  

Su padre  y sus hermanas  las seis  kinnari,  se llenaron de gozo  al ver  por fin a Manora de vuelta  a  casa pero  la princesa había estado demasiado tiempo entre los humanos  y el Rey, su padre, dictaminó que  debería vivir lejos de palacio hasta que pudiera desprenderse del olor de los humanos.  Manora obedeció fielmente  y pasó siete años lejos de palacio  lavándose purificándose.     


Entre tanto,  Sutone, que había regresado de la guerra se enteró de la traicionera y engañosa  interpretación del sueño real y después de haber pasado a cuchillo al infiel  Consejero,  acompañado del fiel cazador  Bun,   emprendió la búsqueda de la  añorada  y amada princesa. Muchas fueron las penalidades que tuvieron que  sufrir y los obstáculos que tuvieron que vencer hasta que por fin llegaron a la ciudad de Suwan Nakan en el Reino de los Hombres-Pájaro. 

El Rey  Pájaro, al escuchar  las peripecias  y obstinación del príncipe quedó convencido  de que  Sutone amaba  verdaderamente a su hija la princesa  Manora.  No obstante quiso someterlo a una última y definitiva prueba. Hizo llamar a sus hijas, las kinnaris y se las presentó al príncipe. Éste quedó sumido en una profunda confusión  al constatar el enorme parecido ante ellas. Su esfuerzo por tratar de reconocer a su amada  fue tal que casi desfallece en el intento. 

 Su amigo el cazador Bun, sin embargo había urdido una estratagema, sentado  a orillas de la laguna donde por primera vez viera bañarse a la princesa Manora,   esperó la llegada de unas doncellas que venían a recoger agua para las abluciones  purificadoras de la kinnari.  Subrepticiamente,  dejó  caer  en una de sus ánforas un anillo de la princesa.  Cuando  en el agua del baño, Manora vio brillar el anillo de su amado, no dudó en ponérselo en su dedo índice.  Sutone  que ya casi daba por perdida a la princesa,  fue atraído por un fulgor  especial en  el dedo de una de las princesas.  Reconoció el anillo, y sin más dudas  eligió a su portadora  como Princesa  Manora y la Esposa de la que se había prendado.  Pidió entonces formalmente al rey la mano de su hija y  durante muchos días la música y el baile alegraron con sus sones  las altas montañas del Himalaya. A la muerte de su padre, el Rey de Pawnkala,  Sutone regresó con  Manora   a su Reino.  Vivieron años prósperos y felices y no se olvidaron de volver  regularmente a las montañas del Himalaya para celebrar  con bailes y danzas las festividades del los Hombres Pájaro. 

29 de diciembre de 2011

Bautismo del Aire

Sus uñas, mal perfiladas y torpemente esmaltadas de color teja se hincaban cada vez con más fuerza en mi brazo desnudo. Yo le sonreía y trataba de calmar su incipiente nerviosismo. Pensé en el valor sobrehumano de aquella mujer, y en comparación, el dolor producido por sus arañazos me pareció una nimiedad sin consecuencias. No me costó ponerme en su lugar y sentir algo de su congoja.


Había abordado el avión de Iberia con destino a Madrid que me devolvía, aquel caluroso sábado veraniego, de vuelta a casa después de una semana de trabajo en Sevilla. Acomodado en un asiento de pasillo, iba mirando los viajeros que entraban al avión y echaba suertes sobre quién acabaría sentado a mi lado. Cuando la vi parada en el pasillo, con aquella ropa desparejada y un peinado excesivo, jadeante, la mirada perdida, los brazos cargados de bultos mientras intentaba descifrar la tarjeta de embarque, que sostenía en la mano, supe sin lugar a dudas que sería mi compañera de viaje. En efecto, una azafata, al comprobar el atasco que se estaba produciendo vino en su ayuda y con exquisita amabilidad le indicó el asiento de ventanilla a mi izquierda.

La ayudé a colocar los bultos y ese gesto bastó para que se abrieran las compuertas de aquel torrente de excitación, y pánico muy exteriorizado que la ahogaba.

- Perdone, ¿usted ha volado más veces? Me preguntó entre jadeos mientras se acomodaba en el asiento

- Mire, por suerte o por desgracia lo hago todas las semanas.

- Ay, ¡qué bien! Así me dirá usted lo que tengo que hacer. Es que es la primera vez que subo a un avión ¿Sabe?

- ¿Va a Madrid?

- sí, mire, primero voy a Madrid, y desde Madrid voy a Alemania, a un pueblo que se llama… que se llama…, déjeme que lo mire, que lo llevo apuntado en un papel. Mi marido, Joaquín, me ha enviado los billetes.

- Ah, ¡entonces va a reunirse con su marido! ¿Se quedará mucho tiempo?

- No, el hotel es muy caro y no podemos gastar tanto dinero. Estamos ahorrando para hacernos una casa en Dos Hermanas. Mi marido trabaja en una fábrica y vive con otros compañeros en un barracón, pero mientras esté yo allí iremos a un hotel. Es que hace casi dos años que no nos vemos, ¿sabe?

- Pues nada, Señora, me alegro mucho de que pueda ver a su marido. y no se preocupe. El avión es muy cómodo y en un momento estaremos en Madrid. Al llegar no se olvide de preguntar a alguien del aeropuerto como encontrar el avión que la llevará a Dusseldorf.

Mis palabras parecieron tranquilizarla un poco, pero la cháchara con la que intentaba sosegar su ánimo se desbarató cuando el avión enfiló la pista y aceleró para despegar. Se asió fuertemente al reposabrazos, luego al respaldo del asiento delantero, pero le pareció poco seguro. Sus manos se aferraron entonces a mi brazo, hundió la cabeza en mi hombro e imploró:

- ¡Perdone!, ¡cuántas molestias le estoy dando! ¡que pensara de mi!, ¡Dios mío qué vergüenza… ¡Pero tengo tanto miedo…!.

- Tranquila Señora, ¿ve? ya estamos en el aire. Mire por la ventanilla, mire ahí abajo, ¡qué pequeña se ve Sevilla!

- ¡Ay no! No le parezca mal pero prefiero ir con los ojos cerrados agarrada usted y pensando que es mi Joaquín.

- Pues muy bien señora, seré su Joaquín todo el tiempo que usted quiera.

Aunque el vuelo fue relativamente tranquilo, podía sentir cada sacudida, cada cambio de ritmo de los motores, cada ligero vaivén, cada inclinación de las alas por la fuerza con la que sus uñas se hundían en mi brazo. Afortunadamente una hora pasa rápido y a pesar de lo embarazoso de la situación, me sentía entre divertido y apenado imaginando el torbellino de vergüenza, impotencia y pánico de aquella mujer y su valentía a pesar de todo, para aventurarse en aquel viaje tan lleno de escollos para ella, como para un conquistador el descubrimiento de un nuevo continente.

No se enteró de que aterrizábamos, hasta que las ruedas del avión tocaron pista, pero entonces dio un grito:

- ¿Qué pasa? ¿De qué es ese ruido? Parece que nos vamos a estrellar.

- No, ni mucho menos. ya hemos llegado a Madrid. El avión está en tierra.

Me miró con un suspiro de alivio. Vi entonces por primera vez sus profundos ojos negros que había mantenido cerrados durante todo el trayecto. La ayudé a desembarcar y aquel día lamenté interrumpir tan pronto mi viaje. Me hubiera gustado acompañarla hasta Alemania

- Muchísimas gracias por su ayuda. Ha sido usted muy bueno y paciente..

- De nada, Señora, todos hemos sentido algo de miedo la primera vez. Espero que encuentre bien a su marido y que pasen unos días felices en Dusseldorf.

La dejé en manos de una azafata de tierra y me encaminé hacia la recogida de equipajes. Una línea de ocho marcas profundas festoneaba mi brazo. Mi preocupación ahora era inventar rápidamente una historia creíble para explicar ese extraño tatuaje.

3 de diciembre de 2011

Uno más entre nosotros

-¡Taxi, taxi!

Jadeando, la maleta en una mano y gabardina en el brazo, salí a la caza desesperada de un taxi. Mi vuelo a Bruselas salía en una hora y me encontraba aún en plena Castellana.

Afortunadamente mi plegaria secreta fue escuchada. Un taxi reluciente frenó a mi lado. El conductor bajó la ventanilla y me preguntó:

- ¿A dónde vamos caballero?

- Al aeropuerto, T4 y luego a Bruselas si logra el milagro de que llegue a tiempo.

- No hago milagros, pero suba y no se apure, el tráfico despejará pasada Plaza Castilla.

Sin apearse, el taxista abrió desde dentro el maletero. Dejé la maleta y subí rápidamente al coche. Con serenidad, el taxi arrancó y aunque nada se podía hacer para apresurar la marcha, por primera vez, me sentí esperanzado. En efecto, pasado el túnel de plaza Castilla el tráfico se volvió más fluido. Entonces el conductor me preguntó:

- ¿Va por muchos días?

- No, sólo hasta el viernes.

- ¡Ah! Menos mal porque en vísperas de Reyes, si tiene hijos, tiene que ser duro salir de viaje, para ellos, pero quizá aún más para usted.

Afortunadamente volvería a tiempo para llevar a Claudia a la Cabalgata de Reyes. El taxi circulaba ahora veloz por la M 40 y casi sin darme cuenta, estábamos frente a la T 4. Eran las 10:45. Faltaban 35 minutos para la hora de salida. El taxista, abrió de nuevo el maletero sin apearse, se volvió sonriente y me deseó mucha suerte. Quise estrecharle la mano al tiempo que pagaba la carrera. Sólo entonces, descubrí que le faltaba el brazo izquierdo, y que el derecho terminaba en una prótesis que hacía las veces de mano. No pude refrenarme, estreché aquella mano metálica y la sentí muy cálida, una más de las que estrecharía ese día.

5 de noviembre de 2011

Negras ondas

Su fascinación por las ondas le venía de niño, cuando acompañaba a su padre a orilla del río y se entretenían tirando y haciendo rebotar sobre el agua las piedras más planas y lisas de la orilla. Cada roce en la superficie del agua producía como una leve marea que se iba dispersando, alejando en ondas concéntricas y desaparecía de la vista.

Algo más tarde aquel entretenimiento infantil se convirtió en su obsesión. Experimentó con piedrecillas arrojadas desde el brocal del pozo, pero las ondas chocaban con las paredes y desaparecían en la oscuridad. Intentó medir la amplitud de las ondas arrojando objetos de diferente calibre desde la altura del puente. No sacó conclusiones pero pudo constatar que el límite de las ondas no era otro que su propia vista y los restringidos espacios en los que se movía. ¿Qué ocurriría si pudiese subir a un helicóptero y desde allí arrojar un enorme peñasco en el mismo centro de un lago brillante y liso como un espejo? ¿Hasta dónde llegarían las ondas? ¿Qué las detendría?

No había duda, Leandro había nacido para ser físico. A lo largo de sus estudios, aquellas inquietudes infantiles lejos de amainarse se fueron intensificando. El por qué de las cosas le apasionaba. Bebía con avidez cada palabra, cada explicación, cada experimento de sus profesores, pero las ondas, ahora sonoras, seguían siendo su principal obsesión, y a ellas se venía dedicando en cuerpo y alma desde entonces. Sus compañeros, sobre todo Basilio, se burlaban por lo bajo de su empeño y comenzaron a llamarlo “Einstein”.

Alto, rubio, de penetrantes ojos grises, fue un inconsciente conquistador durante toda su juventud. Siempre había alguna muchacha a su vera fascinada por su seguridad, por su cálida sonrisa, o por su incansable y verborrea científica, incapaces de comprender que Alejandro sólo las veía como receptoras interrogantes de sus disquisiciones.

Las ondas sonoras son ondas mecánicas longitudinales que se propagan a través de un medio elástico. Su intensidad es la potencia transferida a través de la unidad de área normal a la dirección de la propagación. Leandro se fue adentrando cada vez más a fondo en el enigma de los sonidos. Su lenguaje se fue transformando en vocablos cada vez menos inteligibles: vibraciones, rarefacciones, resonancias, frecuencias, tonos, fueron formando un galimatías para los compañeros que poco a poco, sin poder tomar parte en sus conversaciones se fueron alejando.

Aquel muchacho que tiraba piedras en las charcas para ver como se formaban perfectos círculos concéntricos en torno al punto de impacto, se convirtió en un renombrado científico que seguía hechizado por las mismas cuestiones. Si las ondas siguen en continua expansión, ¿cuándo desaparecen? ¿La voz de los grandes profetas sigue vibrando en el aire a pesar de los siglos transcurridos? ¿Podrían recuperase esas ondas infrasónicas para convertirlas de nuevo en palabras inteligibles? ¿Qué potente mecanismo podría invertir la expansión de las ondas para conseguir una longitud inteligible Lo que podría haber sido una inquietud de científico, en Leandro, paulatinamente se fue convirtiendo en una obsesión que no le dejaba vivir. Trasladó su laboratorio a una casa de campo en las afueras de la ciudad. Sus familiares, sus amigos, sus compañeros de profesión perdieron todo contacto con él. Aprovechando una inesperada herencia, presentó su renuncia irrevocable en el Centro de Investigaciones Científicas para el que trabajaba. A los dos o tres años, nadie en su círculo hablaba ya de aquel chiflado que había abandonado todo en pos de una quimera.

Un día sin embargo, Leandro apareció en la ciudad presa de una gran agitación. Durante días, se le vio deambular por diferentes talleres locales y hasta donde se pudo saber les encargó la fabricación de diversas piezas e instrumentos siguiendo unos minuciosos planos diseñados por él. Pocos dudaban ya de la locura del pobre hombre, pero verle de pronto, con la vista perdida, mal vestido, desaseado, casi famélico y tirando su dinero en construcciones disparatadas acabó con los últimos resquicios de fidelidad de sus más inquebrantables amigos. Estaba loco de remate y eso ya no tenía remedio.

Ajeno a los comentarios y a las miradas condescendientes, Leandro fue transportando cada pieza fabricada a su recóndito laboratorio Nadie se imaginó jamás que aquella vieja furgoneta verde en la que algunos le vieron por la ciudad, servía para transportar el delicado y misterioso cargamento. Pero, ¿quién sigue a un chalado que abandona un magnífico puesto de trabajo, corta con su familia y sus amigos y se retira a un lugar desconocido? A los locos se les deja a su aire a condición de que ellos nos dejen tranquilos.

Así pues, la presencia esporádica de aquel por la ciudad, acabó suscitando menos revuelo que el producido por los guijarros que de niño arrojaba desde el puente. Leandro se volvió invisible en la soledad de su secreto. Porque sí, ahora había secreto. Había descubierto la manera de revertir las ondas sonoras. Trabajó con ahínco ensamblando las diferentes piezas que había mandado construir. En un claro del bosque por detrás de la casa, fue surgiendo una torreta, y luego una gran antena helicoidal rodeada de reflectores en forma de espejo que vistos de lejos parecían los pétalos de una gigantesca margarita a punto de cerrarse para evitar el relente.

Tras ensayos y fracasos, intentos y más intentos, un día, pudo por fin vislumbrar el camino que lo llevaría definitivamente a ver realizado su sueño. . A cada nuevo ensayo percibía más y más sonidos que le hubieran vuelto loco de no haber puesto filtros y limitadores de volumen en aquella gigantesca Babel de de palabras entremezcladas que juntas formaban una cacofonía pegajosa e insoportable.

Llegado a este punto se topó con un nuevo problema: ¿De qué le servía condensar las ondas, captar las palabras ni no era capaz de aislarlas unas de otras y sacar de aquel amalgama algo inteligible dicho hace cientos, de años o solamente ayer? Cualquier otro hubiera tirado la toalla, no así Leandro. A estas alturas de la vida, había renunciado a una vida de familia, a sus amigos, a la comodidad de un trabajo apasionante y bien remunerado, atraído por unos susurros de sirena que quizá sólo habitaban en su cerebro.

Si los metales pueden extraerse de su ganga, si las células pueden aislarse, si cualquier cuerpo complejo puede descomponerse en sus elementos básicos, ¿por qué no va a ser posible clasificar los sonidos y aislarlos por frecuencia, timbre o tono? Inmune al desánimo, incansable ante el fracaso, redobló sus esfuerzos, revisó sus axiomas, formuló hipótesis y partiendo siempre de otros descubrimientos en otras esferas de la ciencia, se topó por fin con una obviedad hasta entonces insospechada. Si las células microscópicas son capaces de poseer una marca de identidad tan indiscutible como el ADN, ¿no ocurría lo mismo con los sonidos? ¿Cuál podría ser el ADN equivalente para los sonidos? Entraba así en una nueva época de tanteos, titubeos, y marcha a ciegas. Las certezas le habían abandonado por completo. Cualquiera que lo observara en ese trance se toparía con un hombre enfebrecido que descuidaba su alimentación, su aseo y todo lo que no fuera su obsesión por descubrir ese pequeño detalle que le permitiera hacer pasar los sonidos por un inmenso tamiz que filtrara sólo aquellos que le fueran inteligibles y pertenecientes a un único emisor. Debía comenzar a hacer pruebas con su propia voz. Grabó una y otra vez palabras aisladas, las transformó en valores y elementos y buscó incansable algún elemento común a todas ellas que le permitieran identificar dichas palabras como pertenecientes a una sola persona.

Su esfuerzo se vio por fin colmado el día que menos lo esperaba. Accidentalmente la grabadora de ondas se puso en marcha mientras escuchaba un debate en la radio. Para relajar un poco la tensión que venía acumulando y a modo de juego, le dio por crear el espectro sonoro de cada uno de los contertulios. Fue así como descubrió en cada uno de ellos un elemento específico y cuantificable que denominó Factor Andro, abreviado NDR, pequeña concesión a su descubridor.

Leandro quedó cegado por el fogonazo de su descubrimiento. Aunque llegó a él de manera casi fortuita, sus intuiciones no habían sido descabelladas. Todo sonido humano posee en su onda, una característica única y tan exclusiva a cada persona como puede ser su ADN, las yemas de sus dedos o las líneas en el iris de sus ojos. Había conseguido su sueño. Como el cazador en busca de su trofeo, Leandro podría salir a la caza de palabras dichas, de palabras olvidadas, de esas palabras que lleva el viento. Y sintió miedo. Tanto miedo que se quedó paralizado. ¿Qué hacer ahora? ¿Por dónde empezar? ¿A quién comunicar su hallazgo?

El criterio científico por fin se impuso a toda emoción, sentimiento o desenfrenado alborozo. Debía dejar reposar su descubrimiento. Se imponía un período de reflexión, de descanso. Durmió sin interrupción durante dos días completos. Cuando, después de este benéfico descanso volvió por fin a su laboratorio, ya tenía esbozados los pasos que debía recorrer antes de hacer público su descubrimiento. El primero de todos, poner a prueba su invento intentando espigar entre los millones de palabas que flotan en el aire, aquellas que él había pronunciado a lo largo de su vida. ¿Qué mejor que sus propias palabras como banco de prueba de su descubrimiento?

No fue fácil afinar su artilugio, al que llamó “andrófono”, para que comprimiera exclusivamente palabras con el mismo nivel NDR. El espectro era tan fino que ajustarlo por completo aún le llevaría algún tiempo. No obstante, impaciente, quiso recuperar sus palabras del pasado y a través de ellas su vida o al menos aquella que había sido capaz de vivir antes de que le sobreviniera su pasión investigadora.

Entre numerosos ruidos de fondo, posiblemente de miembros de su propia familia, fue entresacando gorjeos, lloros, risas de bebé, y muy pronto palabras nítidas como “papa”, “mama”, “roro”; luego alcanzó a distinguir frases completas que aunque no recordara no podían haber sido pronunciadas sino por él mismo: - “Mamá, ¿cuándo va a volver la abuelita Encarna?” - Esa frase sólo podía referirse a su empeño por volver a casa de su abuelita Encarna fallecida unos meses atrás. Más adelante empezaron a aparecer, respuestas concretas a preguntas del maestro de turno, bromas con sus compañeros de clase, risotadas, gritos de recreo, “¡no vale!, ¡no fui yo!”, “Seño, seño, Juanito me está copiando!.”... tantas frases fuera de su contexto, que al final, el ánimo de Leandro empezó a decaer vertiginosamente. ¿Para esto se había enterrado una vida entera en un laboratorio? ¿De qué le servía recuperar las palabras si no podía recuperar al mismo tiempo la juventud ? En medio de estas elucubraciones. De pronto, unas palabras desafiantes, y tan firmes que no dejaban lugar a duda, rasgaron el aire y se incrustaron en su cerebro: “¡Fue Basilio el que cogió el dinero del bolso de la profesora de matemáticas. Lo vi yo, desde la ventana del patio!”

¿Cómo era posible que aquella mentira que había atormentado su conciencia adolescente volviera ahora para seguir persiguiéndolo? No le costó recordar aquella acusación falsa contra su compañero de clase, un muchacho huérfano de padre y tan asustadizo que entraba y salía de las clases sin apenas hacer sombra. ¿Para qué, o quizá mejor, por qué cogió él mismo ese dinero que no lo necesitaba? Y sobre todo, por qué acusó a Basilio? ¿Qué le había hecho? No era buen estudiante, jugaba mal a la pelota, no tenía amigos, y Leandro le acusó vilmente, sin medir las consecuencias. El niño fue expulsado del colegio y ya nunca más pudo seguir estudiando. Leandro llevó muchos años la vergüenza de su acusación como una cicatriz en la frente, pero con el tiempo, el recuerdo fue hundiéndose en lo más profundo de su subconsciente y no había vuelto a aflorar desde entonces. He te aquí, tantos años después, que la obra cumbre de su vida lo señalaba con el dedo. ¿Cuántas veces más tendría que sonrojarse por palabras que nunca debió decir?

A Leandro le bastó un ejemplo para comprenderlo y comprender de paso el sinsentido de su investigación. Sacudido hasta la raíz más profunda de su ser, tomó a dos manos el objeto más contundente que encontró y se cegó a golpes con los instrumentos que había tardado años en poner a punto. No dejó nada a salvo. Luego, prendió fuego al laboratorio y sin volverse atrás caminó hacia el pueblo dando gritos: “No fue Basilio, fui yo el que robó el dinero de la profesora de matemáticas….”

23 de octubre de 2011

Lotos en el Khlong

Una franja de luz se filtra a través de la persiana veneciana e ilumina el cabecero de una cama blanca..Se oyen murmullos, cuchicheos de los que entresaco palabras sueltas…el río…calor... delira. No entiendo nada. Floto en una nube de algodón, cierro los ojos, quiero dormir. No sé cuántas horas, ¿o fueron días? transcurrieron desde ese primer atisbo de luz. Voces, cada vez más apremiantes me obligan a abrir los ojos, me escrutan, parecen interrogarme, pero sigo en mi nube, algodonosa, insonora. Alguna imagen inconexa intenta filtrarse en mi conciencia: Wong Duang, la piragua, la cena, el queso ¿cuánto tiempo hacía que no lo probaba? Una imagen blanca, con cofia, se inclina hacia mí. Si estuviera en un hospital sería una enfermera. ¿Pero dónde estoy? Habla con alguien, le llama doctor. Entonces, … la cama blanca, el uniforme, el doctor… estoy en un hospital. ¿Qué me ha ocurrido?

Con un enorme esfuerzo abro los ojos cuanto puedo. De inmediato la conversación entre los dos desconocidos cesa. Me están mirando.

- “Nai Samianto ..Nai Samianto…”

Me llaman. ¿Por qué los tailandeses nunca pronuncian bien mi apellido? ¿Por qué no me llaman Fred, como todos los del pueblo? ¿Dónde está Phrapaiphak? Me duele la cabeza, mi lengua, mis labios se niegan a articular mis preguntas. Mis ojos deben expresar angustia, porque una mano fina, de dedos largos y frescos, me acaricia la frente. Ahora sí, ahora distingo las palabras. Las cantarinas frases tailandesas quieren tranquilizarme…

- Clap ma leo “Ya ha vuelto…”

Estoy en un hospital. Por el acento, diría que el médico es francés aunque chapurrea alguna frase en tailandés. Es mayor, huele a tabaco de pipa y a whisky escocés. Cada día que pasa le noto menos ceñudo y a las enfermeras más sonrientes. La enfermera que me toma la temperatura me sonríe con timidez. Las auxiliares parece que la toman el pelo. Al final, una de ellas me cuenta que me han operado in extremis una peritonitis aguda, que he estado delirando varios días, que todo mi afán era abrazar a la joven enfermera Surini, y que al día siguiente de la operación llegó al hospital un nak buat, un sacerdote joven, interesándose por mi, y que según decían debía estar en su pueblo en plena jungla cuando sobrevino el desastre.

La nube algodonosa se deshace. Empiezo a recordar. Era la época de Thet , el año nuevo chino, y aunque estaba mal visto por las autoridades tailandesas, en el colegio, de mayoría china, nos habían dado vacaciones. Phrapaiphak y yo estábamos aprendiendo a vivir ausentes. Era muy duro en la ciudad, en nuestro soy, la calle donde vivíamos, todo me la recordaba. El Père Guillaume, de los Padres Blancos, me había invitado a pasar el Thêt con él en una aldea de palafitos en uno de los afluentes del Mekong. Además de la iglesia y el dispensario, dirigía un pequeño colegio al que acudían los niños del río después de sus clases en una escuela nacional en la que casi siempre faltaba el maestro. Mi amigo Guillaume quería mejorar el acento de la joven Wong Duang que enseñaba inglés y de paso, esperaba, que este cambio me ayudaría a olvidar.

La única forma de llegar al poblado era a través del río. Largas piraguas con un pequeño motor fuera borda del que sobresalía un largo vástago rematado en hélice, hacía las veces de propulsor y de timón. El embarcadero, mercado, y punto de encuentro con los habitantes de la carretera estaba aproximadamente a dos horas río arriba y algo menos cuando se hacía el camino inverso. En esas dos horas había retrocedido varios lustros en la civilización. Casuchas de madera de una sola pieza clavadas sobre largos postes a orillas del canal, pasarelas de bambú entre las casas, una o varias piraguas con y sin motor amarradas a los pilares de las casas, fango en las orillas y debajo de las casas, y picoteado o revolcándose en él, algún cerdo negro, unas gallinas y algún gallo desplumado que había sobrevivido mil peleas. En el agua niños bañándose, buceando, jugando o quietos como budas sentados en la veranda, esperando el menor movimiento de la caña que sostienen entre las piernas. En la parte alta de la aldea, formando un cuadrilátero, la escuela, la wat con sus stupas y los pabellones de los monjes, la casa comunal, y en una esquina, un poco retirada, la iglesia, el dispensario y el colegio católico. Mi amigo me espera en la pequeña plataforma que sirve de embarcadero a las lanchas que suben y bajan por el río cargadas de mercancías o de viajeros. Me enseña su casa: una amplia sala con una mesa y seis sillas en una esquina, armarios con medicamentos, estanterías de libros, cajas de herramientas, y en un baúl, enrolladas las esteras que nos servirán de cama por la noche. Un pequeño generador enciende la única bombilla de la estancia que según me comenta está abierta a todos, cristianos o budistas durante todas las horas del día.

Una familia amiga nos trae la comida apilada en fiambreras superpuestas: arroz cocido que sirve siempre de acompañamiento, verduras salteadas y muy variadas, y algún plato de pescado, pato o pollo; fruta en abundancia, y, como pequeña condescendencia a nuestros gustos occidentales, café cortado con un poquito de leche condensada. Por la noche, tumbados en nuestras esteras, contemplamos el reflejo plateado de la luna sobre las tranquilas aguas del río y charlamos de todo lo humano y lo divino. Le pregunto a bocajarro cómo aguanta la soledad, cuál es su tentación más fuerte. Me confiesa que la soledad hace estragos entre sus colegas. De la soledad al alcoholismo sólo hay un paso.

Los días son apacibles. Doy mis clases de inglés y la profesora, Wong Duang, rápidamente se adjudica el derecho de tutela. Me presenta a sus padres, me invitan a cenar en su casa, y me debato entre la obligada cortesía oriental y el miedo a hacer creer a la muchacha en algo que en estos momentos no me pasa por la imaginación. Me baño en el río con ella y con sus hermanas, me dejo enseñar palabras y costumbres que ya conozco, buscamos flores de loto y en general disfrutamos como chiquillos. Las vacaciones están a punto de terminar y Guillaume ha invitado a cenar al sacerdote de una aldea vecina que acaba de regresar de Francia y aporta al banquete una buena botella de vino francés y un grueso trozo de queso. Comemos, reímos, bebemos y sobre todo mezclamos en nuestras conversaciónes anhelos y sueños de futuro con nostalgias de nuestro común pasado en Francia.

Al poco de acostarnos empiezo a sentir fuertes dolores de vientre que achaco de forma automática al queso. Llevo casi seis años sin probarlo, qué duda cabe, mi estómago ya no está habituado. Me levanto y voy al botiquín en busca de sales de frutas. Los dolores aumentan y me veo obligado a despertar a los amigos. Probamos varios remedios pero los dolores no remiten. Preocupado, Guillaume me ofrece su última alternativa: el botiquín de remedios chinos. El jarabe que tomo cae en mi estómago como vinagre en una llaga, pero los retortijones siguen aumentando. Pese a la vergüenza no puedo evitar gemir y quejarme. Tan pronto amanece mis amigos toman la única decisión posible: hay que trasladarme de urgencia a un hospital en la capital. El viaje río abajo hasta el embarcadero a pie de la primera carretera se hace eterno. La piragua no tiene toldo, y el sol atraviesa la ropa y abrasa mi vientre. A la inevitable tortura del sol se añade ahora el traqueteo por carreteras imposibles del taxi desvencijado que me lleva a la ciudad. Eran las diez de la mañana cuando salimos de la aldea de Lampang, sólo llego a la clínica Saint Louis en Bangkok a las cinco de la tarde. Me preparan de urgencia y entro en quirófano de inmediato. La apéndice ha reventado y el riesgo de infección en estos climas calurosos y de medios precarios es casi inevitable. Se declara una peritonitis, la fiebre se dispara, deliro, paso por largos ratos de inconsciencia, y nadie, nadie está a mi lado en esos momentos. Confundo a la enfermera con mi novia, quiero abrazarla, pedirle perdón y Surini, silenciosa y sonriente me acaricia y me susurra palabras dulces. Sabe lo solo que estoy y la imposibilidad de alertar a parientes o amigos. Cuando finalmente vuelvo de dondequiera que estuviese, el viejo doctor viene a felicitarme y a felicitarse. Estoy fuera de peligro aunque la recuperación será lenta y debo permanecer en la clínica en observación. So pretexto de cuidarme Wong Duang viene a Bangkok a casa de un familiar. No es fácil explicarle - sin herirla - que la decisión está tomada. Al finalizar el curso volveré a Europa. Mi aventura en Tailandia ha terminado. Más profunda y más dolorosa que la cualquier cicatriz quirúrgica, siento la herida de un amor destrozado por una guerra que no nos concernía pero asfixió nuestros anhelos de una vida sencilla y tailandesa.

5 de octubre de 2011

La foto del pasaporte

Siempre me ha gustado hablar con los taxistas que llevan mi soledad y mis maletas entre hoteles inhóspitos y aeropuertos congestionados.

Ese día, un viejo lobo de la carretera, sicólogo de la vida y artífice de mil aventuras me devolvía desde el aeropuerto de Maiquetía a un hotel de La Guaira en un Buick de los años sesenta. Poco quedaba de su arrogante planta, todo él era un lastimero quejido, pero valientemente, dejando una apestosa humareda tras de sí y sorteando el tráfico, los baches y los viandantes me fue acercando al hotel.

Bastó una palabra para prender la chispa de la conversación : El vuelo que me habían cancelado llevaba rumbo a Bogotá y mi taxista era colombiano de nacimiento, aunque residía en Venezuela desde hacía más de treinta años. Sin darme cuenta, fue llevando la conversación hacia la profunda nostalgia que sentía por su país, su Cartagena natal, sus fiestas, sus mujeres y su alegría. Sin embargo, nunca, nunca pero, ni tan siquiera de visita, había regresado....

Caí en la trampa que me había tendido al preguntarle por qué razón no había vuelto a Colombia si tanto la añoraba. Era justamente lo que estaba esperando para poder empezar su relato:

-“Yo era entonces un joven balarrasa de veinte años, a quien nada se le ponía por delante. Ayudaba a papá en su Empresa de construcción con obras importantes de carreteras que yo supervisaba por todo el país.

Estaba prometido a la hija de una de las familias de mayor solera y renombre de Colombia. La fecha de la boda y había sido fijada para el día 25 de Diciembre y los papás de Soledad, ya habían dotado a la Iglesia del Carmen de Pasto con un reclinatorio recamado en oro en el que nos arrodillaríamos para recibir la bendición de nuestro matrimonio.

Pocos días antes, sin embargo la fatalidad se cruzó en mi camino. En una calle de la ciudad de Cali me topé con una jovencita triste y sus dos hermanas llorosas que parecían caminar sin rumbo por una calle poco transitada de la ciudad. Al preguntarles que les ocurría, me contaron que habían sido expulsadas de casa por su padre borracho. Deambulaban sin rumbo hasta que a papá se le pasara la borrachera. Movido por un sentimiento de compañerismo y solidaridad las invité a que cenaran conmigo y se quedaran en mi hotel hasta la mañana siguiente.

Solo entonces me di cuenta de que bajo las ropas de la mayor de las jovencitas se escondía toda una mujer.

¡ Ay mijito ! no sé si fue la sangre, si fue el alcohol o si fue mi destino. Empecé con la mayor y creo que si no llega a ser por las veces que se dejó hacer, hubiera hecho el amor con las tres. Fue tal mi reconocimiento y mi satisfacción que antes de irme saqué de la cartera mi foto y se la dediqué escribiendo en el reverso: : "Toma, mi amor, para que nunca me olvides".

A las pocas semanas, volví de regreso a Cali. Me sorprendió encontrarme a la entrada de la ciudad con Rosario, uno de los empleados más antiguos de mi papá.

- ¿ Qué ocurre Rosario, cómo estás aquí como de espera ...
- Patroncito, de espera estoy pa' que no le maten.
- Pues, y quién o por qué me iban a matar ?

- El por qué, yo no lo sé patrón, pero quién lo ha ordenado ya todos lo saben, pues no hay nadie en Cali que no sepa que Sergio Dávila, el famoso pistolero, ha mandado a su gente a  pa' matarlo.

Sin pensármelo dos veces, di media vuelta y regresé hacia Medellín pero una vez allí, nuevamente amigos de la familia me previnieron de que el temido Dávila me buscaba para matarme. Entre tanto averigüé que el tal Dávila, era un borracho empedernido, jefe de una banda de pistoleros a sueldo, que vivía en Cali, y tenía amargada a la ciudad y muertas de miedo a su mujer y sus tres hijitas.

Mencionar Cali y acodarme de las tres hermanitas fue una misma cosa. Ahora ya sabía por qué me buscaba ese jiputa. Purita había contado a ese malnacido de padre su noche conmigo y ahora a quien la foto le estaba sirviendo para acordarse siempre de mi era a su enfurecido padre.

Mi boda estaba prevista para unas semanas más tarde. Pero no quise tentarla suerte. Tuve a penas tiempo de despedirme de la que ya nunca más iba a ser mi esposa. Si quería conservar la vida tenía que poner tierra por medio. Crucé la frontera con Venezuela y aquí estoy desde entonces, casado con una Venezolana que poco a poco me ha ido haciendo olvidar a mi Soledad. Lo que no ha logrado aún es que me vuelvan a hacer una fotografía. Por eso no he podido hacerme el pasaporte, y por eso, después de 30 años sigo sin regresar a Colombia”.

11 de septiembre de 2011

Un almohadón holandés

Llevaba un año viviendo en Bangkok y me defendía apenas con el idioma. Por otra parte en aquella época, pese a la guerra del Vietnam y pese a los numerosos soldados americanos que desde el frente llegaban en programas de “descanso” a Tailandia, el inglés, fuera de la capital era prácticamente desconocido y no digamos cualquier otro idioma europeo.


Tuve entonces que hacer un viaje al Norte del país para participar en un ciclo de conferencias que daba mi universidad en la ciudad de Chieng Mai, y como las carreteras dejaban mucho que desear particularmente de noche, al caer la tarde decidí quedarme en Nakhon Sawan. Elegí un hotel sencillo a orilla del río atraído sobre todo por el excelente olor a arroz frito que salía de la cocina.

- Sawat di Khrup ( Hola muy buenas) ¿Tienen una habitación libre?
- Née Noon ( Ciertamente, señor) ¿Cómo la quiere?
- Una habitación sencilla, si posible con baño, que no de a la carretera.
- Los baños y duchas están todos en el patio de la planta baja, pero tenemos una habitación que seguramente le va a gustar.
- ¡Bueno! … Si no hay más remedio… de acuerdo, me la quedo.
- ¿Después de la cena le mando subir un almohadón holandés?

Era la primera vez que se me ofrecía este complemento de cama en un hotel en Tailandia, pero sabía que los niños tailandeses, frecuentemente duermen abrazados a un almohadón largo, duro y redondo, por lo que tan insólito ofrecimiento no me pareció del totalmente extraño.

Mi intuición gastronómica no fue desacertada. La cena fue excelente. Arroz frito y un pescado sabrosísimo recién sacado del río, fruta y té y luego, para hacer tiempo, un whisky local “Mhe Khong” que como es tan áspero y fuerte hay que consumir a pequeños sorbos dejando tiempo entremedias para que se pase su efecto anestésico y se pueda volver a sentir el fuego bajando por el gaznate.

A las once subí a la habitación con el propósito de dormir de inmediato y así poder madrugar. A penas me había acostado cuando tres golpes suaves en la puerta me sobresaltaron.

- ¿Quién es? ¿Qué pasa?
- Señor, el almohadón holandés, respondió una voz femenina.

Recordé entonces el ofrecimiento que me hicieron en el momento de registrarme y cubriéndome con una toalla contesté: - “Ah! sí, pase, pase” al tiempo que me aceraba a abrir la puerta. Una muchacha joven, muy maquillada, vestida con un bonito sarong malva y una blusa a juego, entró en la habitación y me dedicó la más dulce de las sonrisas.

- ¿Y el almohadón?

No me contestó pero con una sonrisa maliciosa apuntó hacia sí misma y comenzó a desabotonarse la blusa. En el acto comprendí, que en este lugar, “almohadón holandés” era un eufemismo para decir otra cosa. Me ruboricé hasta la raíz del pelo, balbuceé, buscando palabras que no sonaran despectivas al tiempo que trataba de hacerle comprender que había un malentendido. Yo había tomado las palabras en un sentido demasiado literal. Entonces, se fue a un rincón, se sentó en el suelo con una pierna estirada y la otra debajo de la nalga y escondiendo la mirada se puso a juguetear con un mechón de su largo pelo negro. Estaba enfadada y confundida, y parecía estar preguntándose si yo era una persona decente, un tonto, o un marica al que no le gustaban las mujeres.

Por mi parte, también pensando rápido, me debatía entre la ocasión que pintan calva, y el miedo a las posibles consecuencias. A mi cabeza llegaba quizá la reflexión que mi amigo Feito me había hecho meses atrás: “Desengáñate Federico, no es la virtud lo que nos mantiene fieles, sino el puñetero miedo …”

Comprendí que no podía hacer salir de la habitación a la muchacha aunque hubiera perdido la oportunidad de dormir con un almohadón suplementario. Se lo hice comprender; le dije que mi novia me esperaba en Bangkok, y que no la iba a engañar porque estaba muy enamorado, pero que, por otra parte, entendía su problema y me brindaba a pagarle el servicio y que si le apetecía podíamos pasar el rato hablando de lo que ella quisiera siempre que me hablara despacio y con palabras sencillas. Levantó entonces la mirada, volvió a sonreír y se disolvió ese mohín de rabia que hasta entonces brillaba en sus ojos.

- ¿Qué haces en Tailandia? me preguntó
- Soy profesor en la universidad. Enseño inglés.
- ¡Cómo me gustaría saber inglés! Cuando gane dinero suficiente me iré a estudiar a Bangkok.
- ¿Por qué quieres estudiar? ¿No te gusta lo que estás haciendo?
Con un ligero gesto de la mano, como quién espanta una mota de polvo sin importancia, me dijo:
- Aunque no te lo creas, esto lo hago por necesidad. Quiero ganar dinero para poder pagarme la matrícula en la Escuela de Policía de Bangkok.
Seguimos hablando de sus sueños, de sus cantantes favoritos y ella me preguntó sobre mi novia; si era guapa, si era Tailandesa, si hacía mucho tiempo que nos conocíamos.

A la mañana siguiente salí del hotel sin hacer comentario alguno sobre los servicios extras que el hotel prestaba, pero conduje un buen rato rabioso, riéndome no sé si de lo absurdo de la historia o de la imbecilidad del protagonista. Creo que a los hombres no les gusta hablar de las ocasiones perdidas. Yo desde luego no mencioné a nadie el incidente y poco a poco fue desapareciendo bajo el polvo de nuevas historias de viaje.

Pocos años después, sin embargo, debido a una cancelación de vuelos tuve que hacer escala en Bangkok cuando me dirigía a Tokio. La ciudad estaba inmersa en pleno boom asiático y la silueta de la ciudad, había perdido parte de su encanto: gigantescos edificios de acero y cristal, hoteles y más hoteles, tiendas abarrotadas de mercancías falsificadas, bares, cabinas de masajes… Mirara donde mirase, la grácil silueta de los templos y las esbeltas y doradas “stupas” habían desaparecido. Decidí hacer noche en un hotel cercano al aeropuerto, pero aún así, en los cuatro o cinco últimos kilómetros antes de llegar, el tráfico se fue ralentizando y lo que habitualmente se cubre en pocos minutos, empezó a alargarse peligrosamente. Sin poder hacer nada, aún sentado en el taxi, presentí la catástrofe: sólo un milagro haría que llegara a tiempo para mi vuelo. Los trámites de equipaje y sellado de visados y pasaportes suelen ser desesperadamente lentos. “Cha, cha..” (Despacio, despacio ) parece ser la fórmula oriental de la felicidad.

Faltaba media hora para la salida del avión y las colas ante los pacíficos aduaneros me parecieron interminables, tanto que empecé a protestar en voz alta y a lamentarme porque un segundo retraso en la llegada a Tokio suponía el fracaso total de mi viaje.

De pronto, ante mis protestas y el jaleo que estaba preparando se acercó una mujer vestida con el uniforme de aduanas y me preguntó qué me ocurría. A voz en grito le expliqué que a causa de la lentitud en los controles iba a perder mi vuelo a Tokio. Me escuchó sin decir palabra, escrutó mi rostro y no tenía muy claro si iba a echarse a reír o a reprenderme por mis gritos.

- “Sígame” , me dijo entonces en perfecto inglés.

Desesperado, la seguí sin decir palabra y para mi sorpresa, se acercó a uno de los puestos de control, intercambió unas palabras con el oficial, selló mi pasaporte, pasó por el escáner el equipaje de mano y con la más dulce de las sonrisas me espetó:

- Todavía puede alcanzar su avión, pero “reu, reu" (deprisa, deprisa) y no se le ocurra pedir un almohadón holandés”

Me sentí confundido y la miré directamente a los ojos. Por un instante lamenté no perder el avión.

8 de septiembre de 2011

Había tenido una provechosa jornada de trabajo visitando a los clientes del norte del Líbano en compañía Anthony. Regresábamos a Beirut cuando me propuso hacer un alto en Biblos, la antigua ciudad fenicia, cuna de nuestro alfabeto y crisol de civilizaciones. Una impresionante fortaleza en ruinas de la época de las cruzadas, domina aún hoy el puerto del que imagino partían aquellas naves que comerciaron por todo el Mediterráneo. Iba a entrar en un bar a tomar un café cuando algo llamó mi atención. En la pared de una casa vecina un gran rótulo hecho con toscos brochazos de pintura azul decía: “Antiques”. Debajo, una mesa larga, y amontonados en ella los más diversos utensilios, prendas, y objetos inútiles en diversos estados de conservación. Iba a pasar de largo cuando la chiquilla de no más de 10 años que atendía la improvisada tienda de antigüedades me interpeló:

- Mister, mister, cosas antiguas, mucho valor.
Le sonreí tomando en la mano un reloj de pulsera al que le faltaban las agujas.
- Viejas sí, pero antiguas es otra cosa…

Los ojos de la niña negros como tizones y vivarachos como lagartijas no me perdían de vista. Trataba de interpretar lo que me pudiera interesar en aquel montón de chatarra. De pronto, de entre un amasijo de llaves y otros objetos de bronce, sacó una pequeña lámpara de arcilla, copia seguramente de las antiguas lámparas romanas tan comunes en la antigüedad. A todas luces me pareció un objeto incongruente, fabricado en serie en cualquier alfarería del lugar como “souvenir” para los turistas. No tenía ninguna intención de cargarme con más recuerdos por lo que con la mejor sonrisa iba a decirle adiós y seguir mi camino. De pronto, en un ramalazo de simpatía, fascinado quizá por su mirada intensa le pregunté:

- Cuánto pides?
- Diez dólares Mister. Muy buena .
Diez dólares tirados, pensé, pero me pareció un gesto barato al contemplar la alegría de la chiquilla mientras envolvía la lamparita en un trozo de papel de periódico. Quizá había sido su única venta del día y gracias a ella la niña se había librado de una regañina.

De regreso a mi casa, dejé la lamparilla en un cajón no sin antes enseñarla a mi familia y comentar la anécdota de cómo una niña había intentado vendérmela como una gran “antigüedad”.

Pasó el tiempo, y un buen día, el profesor de mi hija, entonces en 6º de EGB, les anunció que al día siguiente irían al Museo de Burgos. Les explicó someramente las importantes excavaciones arqueológicas que se estaban llevando a cabo en la provincia y les explicó la manera que tenían los investigadores para determinar la antigüedad de un hallazgo mediante la prueba del carbono 14.

Como ejercicio práctico invitó a los alumnos a que preguntaran en casa si tenían algún objeto muy antiguo que quisieran someter a la prueba del carbono 14 porque en el museo le habían prometido que harían uno o dos ejercicios prácticos. Por la tarde, mi hija lo habló con su madre, yo estaba nuevamente de viaje, y entones se acordaron de la famosa lámpara de aceite… Debido a su pequeño tamaño, dio la casualidad que la eligieran para hacer la prueba. Pero lo verdaderamente asombroso fue el resultado: No había duda, la lámpara podía fecharse aproximadamente entre el año 50 y el año 100 de nuestra era.

Cuando volví a casa no me dejaron ni quitarme el abrigo:
- Papá, papá no te lo vas a creer. A qué no sabes cuántos años tiene la lámpara que trajiste del Líbano.
- ¡Hombre, saber, saber… no lo sé, quizá entre cinco meses y un año
- Que no papá, que es una lámpara de verdad, que tiene más de 1900 años!
- ¿Me estáis tomando el pelo?

Entonces me explicaron lo que había ocurrido y como en el Museo de Burgos se había determinado su antigüedad sin lugar a ninguna duda.

Desde entonces guardo la lámpara como un talismán. ¿Por cuántas manos ha pasado antes de llegar a nosotros? ¿Cómo ha logrado mantenerse entera siendo algo tan frágil, barro apenas sin cocer ni ornamentar? ¿Quién fue su último dueño antes de quedar enterrada bajo escombros durante siglos? Mi imaginación se desboca pensando en las historias que ha vivido. Algún día, estoy seguro, acabará desvelándome alguno de los secretos que encierra entre su chamuscada arcilla.

25 de marzo de 2010

La experiencia religiosa en el camino de Santiago


En etapas anteriores he escrito sobre arte, camaradería, costumbres, convivencia, albergues, paisajes y los mil otros detalles que hacen el Camino una experiencia única y explican la extraña fascinación que ese sacrificado recorrido hacia Santiago ejerce sobre miles y miles de peregrinos.

Mi testimonio no quedaría completo si no mencionara la experiencia religiosa a lo largo del camino y aunque parezca insólito y algo en desuso si uno se deja envolver por el espíritu del Camino, casi sin proponérselo surgen esas maravillosas experiencias.

En mi caso, ocurrió por primera vez en Rabanal del Camino. María, la hospitalera del albergue, nos invitó a participar en la celebración de las vísperas cantadas en el convento de benedictinos. Me quedé asombrado. No había oído hablar de semejante convento ni veía ningún edificio imponente en los alrededores. Resultó ser una modesta pero sólida casa de piedra en la que habitaban tan sólo dos monjes desgajados de su convento matriz situado en algún lugar de Alemania. Los monjes revestidos de sus amplios hábitos talares comenzaron la ceremonia con el mismo empaque y solemnidad que de si una abadía al completo se tratase. Las notas de gregoriano empezaron a brotar puras y limpias de sus gargantas y me estremecí.. Aquellas frases en latín, aquella música modulada con subidas y bajadas como el flujo y reflujo del mar me transportaron a mi primera juventud, allá en el seminario de Francia. Casi sin darme cuenta, me puse a cantar, y las palabras brotaron de mis labios con la misma música, con la misma entonación con el mismo ritmo de los monjes. Momentos después ya pude recordar las palabras, pero mientras duró la ceremonia me sentí transportado. Podía haber seguido cantando toda la noche

La segunda experiencia, totalmente diferente en su esencia me lleva a Triacastela. Era un domingo por la tarde y no tenía previsto ir a misa; de hecho, daba por supuesto que no habría misa en aquel pequeño pueblo que me acogió después de la dura etapa del Cebreiro. Al acercarme a la iglesia para fotografiar el magnífico pórtico románico y su esbelta espadaña, tropecé con un sacerdote y un tres peregrinos más que habían acudido por si hubiera misa. El sacerdote me preguntó si quería oír misa, y casi sin esperar mi respuesta me invitó a acompañarles, pues a pesar de haber celebrado ya seis misas aquel día, estaba dispuesto a celebrar una más para los peregrinos. El sacerdote, D. Augusto, nos pidió que subiéramos en torno al altar y celebró la misa más extraordinaria de todas a las que he asistido. Para comenzar, no reconocí ninguna de las oraciones tradicionales de la misa. Daba la impresión que el sacerdote iba improvisando sobre la marcha. Sin darnos cuenta estábamos inmersos en una ceremonia participativa en la que se mezclaba la oración y la reflexión, el sentimiento de pertenencia y el sentido ecuménico. Éramos cinco o seis personas, pero éramos la Iglesia. Quizá por primera vez sentí que participaba en algo real y el darnos la paz o comulgar bajo las dos especies cobró todo el valor de un banquete entre hermanos. A la salida de la iglesia no pude por menos que comentar : “¿Después de oír una misa como ésta cómo voy a soportar la rutina de las misas parroquiales?

La tercera experiencia es una historia sin palabras: pura contemplación, se trata de la iglesia de Vilar de Donas, una de las joyas del arte románico en el Camino de Santiago. Había que desviarse para llegar al lugar y no me sentí con fuerzas para ello. Sin embargo, al llegar a Palas del Rei me convencí de que no podía perder esa oportunidad. Me acerqué en taxi al lugar y quedé deslumbrado. Se trata de una iglesia del siglo XIII de una sola nave. y tres ábsides, la central de las cuales conserva frescos góticos del siglo XV. Tiene un pórtico con cinco variadas arquivoltas de medio punto y en la talla de las piedras, además de los motivos religiosos aparecen no sólo motivos geométricos y florales sino también oscuros dibujos muy cercanos a la simbología celta. Fue durante algunos siglos panteón de los Caballeros de la Orden de Santiago. Fascinado, sobrecogido por tanta armonía, por tantos siglos de historia y quizá también por tanta belleza en progresivo deterioro, sentí con toda su fuerza el poderoso impacto que la religión, el culto a la trascendencia, ha tenido a lo largo de los siglos en nuestra historia y en nuestra cultura.

24 de octubre de 2009

Maravillas del Camino
















Admitiendo que el Camino y su capacidad de atracción es en sí mismo una maravilla en este tercer y último post quisiera comentar algo más sobre los tres hitos destacados entre Logroño y Burgos: el Monasterio de Santa María la Real de Nájera, la Catedral de Santo Domingo de la Calzada y el monasterio de San Juan de Ortega.

A partir del año 923 Nájera es arrebatada a los musulmanes y para marcar sus dominios los reyes de Pamplona establecen su trono alternativamente en Nájera y en Pamplona. Es García Sánchez III quien en el año 1052 inaugura el monasterio construido en honor de Santa María de la Cueva atendiendo a un milagro lleno de misterio y de simbolismos y que siguen figurando como emblemas el el retablo del altar mayor de la basílica: un ramo de azucenas, una lámpara y una campana.
La construcción original de estilo románico mozárabe es transformada en el siglo XV cuando la abadía pasa a manos de los benedictinos. Se reconstruye en estilo gótico florido y se convierten en panteón de los reyes de Pamplona y Nájera y añadiéndosele el Claustro de los Caballeros.

Como peregrino, ajeno a los valores artísticos formales sólo quiero destacar el sepulcro de Doña Blanca Garcés conocida como Blanca de Navarra; las tracerías de los ojivales del claustro en estilo plateresco que en número de 24, están creados mediante una celosía en piedra de motivo diferente en cada uno de ellos; y finalmente aunque quizá más modesta, la puerta de entrada a la iglesia, que data de la primera mitad del siglo XVI y está labrada en nogal con motivos de medallones, plantas y animales fantásticos agrupados en paneles rectangulares.




Dieciocho kilómetros más allá nos encontramos con Santo Domingo de la Calzada y su colegiata y posterior catedral, construida en el siglo XII. Gran parte del románico original se conserva aún y constituye uno de los hitos del Camino de Santiago.

Por mi parte, quiero destacar el retablo renacentista del valenciano Damián Forment, único retablo que el artista talló en madera, aunque posteriormente fue policromado por Andrés de Melgar. De nueve metros de ancho y trece de alto, además de los temas religiosos, destaca la presencia de temas mitológicos: tritones, nereidas y centauros. La reciente instalación junto al retablo de una pantalla táctil interactiva permite al visitante ver con detalle cualquier elemento del retablo gracias a una fotografía de gran definición.
En cuanto a la torre exenta, de de estilo barroco que con sus 70 metros de altura es llamada cariñosamente “la moza de La Rioja”, debe ser cierto eso de que a la tercera va la vencida porque sustituye a una torre gótica que tuvo que ser desmantelada y que a su vez había remplazado a la original torre románica.

Finalmente, a 25 kilómetros de Burgos, nos encontramos con el Monasterio de San Juan de Ortega, de la segunda mitad del siglo XII y que desde hace más de 800 años ha sido un bastión indispensable en el Camino de Santiago.
Me paro frente al capitel de la Anunciación. En los dos equinoccios, un rayo de sol que se introduce por un ventanal ilumina a las 5 de la tarde el capitel, apreciándose que la Virgen María se dirige a la luz y no a San Gabriel. Mezcla de observación astronómica y técnicas arquitectónicas es todo un mensaje simbólico que nos regalan los constructores medievales.