Ontología de la culpa: el temblor del alma y la maquinaria moral
“La culpa es una herida que no cicatriza, pero que enseña”, escribió alguna vez Jean Améry tras sobrevivir al infierno. No hay emoción más humana ni más política. En ella se funden el juicio y el deseo, la norma y el desvío, la conciencia y su sombra.
Abstract
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Esa sentencia popular encierra una verdad brutal: la culpa también disciplina. Es la pedagogía invisible del poder, un dispositivo que moldea los cuerpos y ordena las emociones, recordándonos que hay placeres que deben doler y errores que deben purgarse.
Desde Agustín hasta Nietzsche, desde Freud hasta Foucault, la culpa ha sido interpretada como el nudo donde el alma se amarra al deber. San Agustín la veía como la marca del pecado original, una deuda con lo divino; Nietzsche, como la invención de los débiles para domesticar la fuerza vital; Freud, como el eco del superyó que reprime los deseos inconfesables; Foucault, finalmente, la desenmascara como una tecnología de gobierno del yo: una forma de autovigilancia perpetua.
Desde Agustín hasta Nietzsche, desde Freud hasta Foucault, la culpa ha sido interpretada como el nudo donde el alma se amarra al deber. San Agustín la veía como la marca del pecado original, una deuda con lo divino; Nietzsche, como la invención de los débiles para domesticar la fuerza vital; Freud, como el eco del superyó que reprime los deseos inconfesables; Foucault, finalmente, la desenmascara como una tecnología de gobierno del yo: una forma de autovigilancia perpetua.
La verdad de la milanesa
La culpa es, pues, ontológica y política. Surge del encuentro entre el instinto y la ley, entre la carne y la mirada del otro. Es la cicatriz que deja el choque entre la libertad y el orden. Como escribió Bataille, “solo la transgresión da sentido a la ley”. Allí donde el cuerpo se pliega al mandato, la culpa florece.
Aunque parece una emoción íntima, la culpa no nace en soledad: se cultiva, se va pegando a vos, teselada, con el skin que más te guste. La sociedad la siembra como un instrumento de cohesión y control. La religión, la familia, la escuela, los medios —cada institución reproduce su gramática del arrepentimiento—. Así, lo que llamamos conciencia no es más que una construcción cultural que opera desde adentro, un reflejo del poder que hemos internalizado.
En su costado más oscuro, la culpa nos paraliza; nos hace vivir bajo el peso de una deuda imposible de saldar. Pero también puede volverse potencia. Cuando deja de ser castigo y se transforma en lucidez, la culpa puede ser una grieta por donde se cuela la empatía y la responsabilidad auténtica. No aquella impuesta por el deber, sino la que nace del reconocimiento del daño y del deseo de reparación.
Comprender su naturaleza es comprender la trama secreta de nuestra convivencia. En la micropolítica cotidiana —en los gestos mínimos, en el silencio, en el “perdón” que no decimos—, la culpa revela su verdadero rostro: el de una emoción que regula, pero también subleva.
Como decía Simone Weil, “toda culpa verdadera es amor que aún no ha sabido actuar”.
Aunque parece una emoción íntima, la culpa no nace en soledad: se cultiva, se va pegando a vos, teselada, con el skin que más te guste. La sociedad la siembra como un instrumento de cohesión y control. La religión, la familia, la escuela, los medios —cada institución reproduce su gramática del arrepentimiento—. Así, lo que llamamos conciencia no es más que una construcción cultural que opera desde adentro, un reflejo del poder que hemos internalizado.
En su costado más oscuro, la culpa nos paraliza; nos hace vivir bajo el peso de una deuda imposible de saldar. Pero también puede volverse potencia. Cuando deja de ser castigo y se transforma en lucidez, la culpa puede ser una grieta por donde se cuela la empatía y la responsabilidad auténtica. No aquella impuesta por el deber, sino la que nace del reconocimiento del daño y del deseo de reparación.
Comprender su naturaleza es comprender la trama secreta de nuestra convivencia. En la micropolítica cotidiana —en los gestos mínimos, en el silencio, en el “perdón” que no decimos—, la culpa revela su verdadero rostro: el de una emoción que regula, pero también subleva.
Como decía Simone Weil, “toda culpa verdadera es amor que aún no ha sabido actuar”.
Tal vez por eso, en el fondo, la culpa sea el modo más humano de recordarnos que seguimos siendo responsables del otro, incluso cuando el otro ya no está.




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