La amistad epistolar entre un hombre con síndrome de Asperger, incapacitado para entender las señales que recibe del medio, de sus familiares, de sus vecinos, condenado por tanto al aislamiento y a la incomunicación, y una niña con los mismos síntomas de soledad irremediable, pero en este caso no hay una enfermedad mental que sirva de coartada: unos padres ineptos y una sociedad cruel, increíblemente dotada para cebarse con el débil. Del gris neoyorquino de él al marrón australiano del pueblecito en el que vive ella. Tan lejos, tan cerca.
El humor negro anula la tendencia al drama que, dada la situación, debería destilar el celuloide, y llena las cartas que se envían durante años Mary y Max, ahogando las penas en tinta: amistad salvadora entre dos lugares opuestos del planeta, una emoción que surge del modo más inesperado: puntos de fuga: "Harold y Maude" de Hal Ashby en arcilla y sin contacto carnal. Stop motion (qué paciencia: siempre que veo una película realizada con esta técnica, me parece un prodigio) para animar personajes de plastilina necesitados de toda la emoción posible y unos decorados gruesos, de trazo rotundo, en una historia poco inclinada hacia la cursilería y a la corrección sentimental y sí hacia el vapuleo biempensante: los renglones torcidos no tienen por qué ser enderezados. Esta película era una deuda pendiente, mucho tiempo en espera, pero una espera que mereció la pena.