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martes, diciembre 28, 2010

"Shoah", de Claude Lanzmann

¿Se puede escribir poesía después de Auschwitz?, se preguntaba el filósofo alemán Theodor Adorno.
Campo de exterminio de Treblinka, con una productividad diaria que alcanzaba 15000 unidades. Un tren llegaba al apeadero de la entrada del campo y en tres horas (¡en tres horas!) su cargamento quedaba transformado en cenizas, en humo que salía por las chimeneas, en partículas que cubrían el cielo de toda Europa, en polvo que quizá aún sigamos respirando. Empujadores, peluqueros, limpiadores, jaladores, horneros, excavadores: grupos de judíos que colaboraban a golpe de látigo y de hambre y que necesitaban el exterminio para asegurar su propia supervivencia, paradoja terrible con la que es imposible convivir. Serán muchos de los que salgan vivos de los campos cuando se liberen y serán también los testimonios más demoledores, los que conmuevan al espectador hasta el tuétano.
Trenes de la muerte atraviesan el continente, cruzando pueblos donde los lugareños se pasan el pulgar por el gaznate, símbolo certero de un odio secular. La compañía de ferrocarriles alemana cobraba al estado (en realidad se pagaba con lo requisado: el judío pagaba su muerte de principio a fin) por cada viajero, si bien ofrecía tarifas para grupos y los menores de cuatro años viajaban gratis: el holocausto a precios de excursión a la playa. Criterios económicos, evaluación de costes, como los que estremecían al leerlos en la magnífica novela "Las benévolas" de Jonathan Littell. "Shoah" es el momento de mirar y de oír, durante casi diez horas de filmación: nadie debería ver esta película, todo el mundo tiene que conocerla. Rodada entre finales de los setenta y principios de los ochenta, todas las imágenes son contemporáneas, ninguna es histórica: raíles que atraviesan bosques desiertos, campos de cultivo, y que van a parar a descampados en ruinas donde asoma alguna chimenea o llegan hasta campos de concentración en los que se han preservado las instalaciones para preservar la memoria: turismo de masacre. Y mientras tanto hablan víctimas y verdugos creando un documento imperecedero y que seguirá siendo doloroso dentro de siglos. Hablan hasta romperse y arrastran consigo al observador del otro lado de la pantalla. En Israel, en Estados Unidos, en Polonia, en Alemania, en Corfú. Nazis que ahora sirven jarras de cerveza en Frankfurt o escriben guías de viaje de los Alpes, polacos que viven en las casas que antes ocupaban los ricos del pueblo o que recuerdan con pavor la vida del ghetto de Varsovia y judíos, por supuesto, eterna diáspora. Uno de ellos cuenta como, rodeado de cadáveres por todas partes, pensó que era el último judío. Casi lo consiguen.
El director interroga a los testigos sin piedad, consciente de que el celuloide generado será inigualable por ningún papel mecanografiado, por ningún artefacto arqueológico: en primera persona: yo estaba allí, yo lo vi, yo sobreviví.
Esta película duele.