El último tren. La película del último tren.
La oportunidad que se presenta por sorpresa y que, si no se aprovecha, es muy probable que nunca más vuelva a producirse. Puede ser una oferta de cambio de trabajo, elegir la carrera universitaria (decidir entre la deseada o la conveniente), la propuesta de un viaje inesperado o, como se suele decir, la invitación a apuntarse a un bombardeo. Trenes que cada vez pasan menos: según envejecemos parece que las encrucijadas vitales, los desvíos, se vuelven más escasos y menos tentadores.
Pero el tren del que habla la película (cinta que además trascurre en gran parte en una estación: lugares de metamorfosis, en los que se espera que algo pase, que algo cambie), ese expreso nocturno al que tarde o temprano uno espera subirse, es un convoy sentimental. El gran viaje. El encuentro fortuito entre dos desposados ajenos, relación inapropiada que surge sin avisar, del modo más inesperado e inocente. Apenas un mes de preocupación extraña, cuatro jueves de citas subrepticias que detienen la vida cotidiana para transformarla en una ensoñación, en un delirio culpable: la rígida moral británica de gentes de bien, pulverizada en una aventura a hurtadillas.
Ella se confiesa a sí misma como si su conciencia fuera su esposo, como cuando en "Cinco horas con Mario", la novela de Miguel Delibes, Carmen hablaba con el cadáver sordo de su marido, propiciando el flashback que relate la historia íntima. Intenso diálogo interior, genial, soportado por la actuación formidable de Celia Johnson y Trevor Howard y reforzado por el acompañamiento continuo del Concierto Nº 2 de Rachmaninov: el anuncio poderoso de un clímax dramático que no ha de llegar, que decae sin remedio: la razón vence a la locura: la vida breve. Obra maestra.