Los hermanos Coen se pasan al relato corto y les va fenomenal con el nuevo formato. Añadir que la novedad abarca además una iniciación en el género del western sería falso, ya que la pareja más famosa de hermanos directores de cine había dirigido hace unos años "Valor de ley", remake a su vez del conocido filme del año 1969, un clásico, de Henry Hathaway. E incluso su oscarizada "No es país para viejos" se puede considerar un profundo paseo por los dominios modernos del Far West, con la escritura fronteriza de Cormac McCarthy por medio. Aunque, bien pensado, ¿no han sido muchas de las películas de los hermanos Coen una revisión actualizada de los códigos genéricos del western canónico? Traición, venganza y violencia. Y humor negro.
Seis historias breves, seis, seis cuentos del lejano oeste, y la muerte como hilo conductor primordial de todos ellos. Queda claro que la forja de una nación es una epopeya que sólo se puede escribir llenando sus páginas de episodios sangrientos. La tentación evidente es la de vincular la estética, la ambientación y la estructura de las tramas presentadas con los más abigarrados tópicos de un género colmado de señas de identidad propias, discurrir así que lo visto es una caricatura, y, sin embargo, el trasfondo de lo contado no se puede desdeñar sin valorar su condición de relato universal, de relato desenfadado de lo mejor y lo peor (sobre todo esto último) de la esencia del ser humano: miedos y esperanzas: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto” (recuerdos a Guillermo). La muerte para igualarnos a todos, a los codiciosos y a los caritativos, a los soñadores y a los desvelados: la muerte como una experiencia fundamental que en realidad nos es ajena: siempre se mueren los demás y cuando nos llegue el momento a nosotros poco podremos contar.
Llega una nueva entrega de los premios Oscar (tres nominaciones tiene esta balada) y volverá a ser protagonista la "cuestión Netflix", distribuidora de esta estupenda última obra de los Coen. La sala de cine se autoproclama como emplazamiento único para la observación correcta y el disfrute exclusivo de una película. Pero ese axioma, me temo, perdió su validez hace muchas décadas. Puedo afirmar que escasas han sido las obras maestras de la Historia del Cine que he tenido ocasión de contemplar en una sala de proyección. Para Hitchcock, Kurosawa, Tarkovski, Ford, Rossellini y un largo etcétera de directores imprescindibles, mi única opción de visionado de su filmografía ha sido la pantalla pequeña: primero desde la pobre calidad del VHS, hasta llegar en la actualidad a la apreciable definición de los formatos digitales. Y tuve la fortuna de que en muchos momentos mi emoción fue intensa y mi experiencia se sorprendió conmovida. Y sigue sucediendo cuando lo visto merece la pena, como en el caso de "La balada de Buster Scruggs". De hecho mi interés por acudir a un cine ha mermado considerablemente, harto de atender al ruidoso vecino de butaca que me toque soportar en vez de concentrarme en la magia desplegada en la pantalla. El cine, ese lugar, ya no es lo que era, lo que conocí. Ya no es un templo, sino más bien una feria. Y a las ferias también voy, pero para otros menesteres.
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sábado, febrero 23, 2019
martes, enero 27, 2015
"A propósito de Llewyn Davis", de Ethan Coen y Joel Coen
Un paseo por Nueva York en los años 60, en concreto por el lado de Greenwich Village, conocido epicentro cultural de la Gran Manzana. Esa parte de Manhattan es símbolo de vida bohemia, urbanita, y en sus bares de música en directo se dieron a conocer artistas que después tendrían fama mundial como The Mamas & the Papas, Simon & Garfunkel, Joan
Baez, Peter, Paul and Mary, Bob Dylan, Pete Seeger, Kris Kristofferson, etc. El folk se mezcla con el rock y resulta ser un medio estupendo para enviar mensajes revolucionarios, contraculturales, capaz de aunar en un solo himno la voz dispersa del inconformismo. The Times They are a-Changin.
Llewyn Davis (el actor Oscar Isaac: le recuerdo en "Ágora" de Alejandro Amenábar) será arquetipo de esa época. Pero los Coen no le van a colocar en la senda del éxito, sino en la legión de aspirantes que se quedó en el camino y que, sin lugar a dudas, representa la mayoría de las historias que se pueden contar de aquellos viejos tiempos. La estética del perdedor. En los escasos días a lo largo de los que trascurre la trama, a Llewyn Davis le van a caer golpes de todas las categorías y calibres, una odisea (no en vano lleva bajo el brazo a un gato llamado Ulises, un pequeño polizonte que sirve de McGuffin de buena parte del guión) vital que parece empeñada en hacerle colgar la guitarra y obligarle a sentar cabeza: búscate un trabajo serio, chico. Hasta el clima, invernal y grisáceo, parece en su contra, como si el mismo Poseidón se sumase al complot. "A propósito de Llewyn Davis" es el despertador, inmisericorde, del sueño americano (si se quiere disfrutar de un biopic para la otra cara de la moneda, se puede ver "I'm not there" de Todd Haynes: en busca de Robert Allen Zimmerman: no, no está allí).
Y poco más hay que ver en esta película de los hermanos Coen. Lo negro habitual en su cine (el negro en el humor y en el crimen) queda diluido en un discreto gris que, sin embargo, encierra un poderoso mensaje de melancolía. En un coche que avanza, a través de una sucia marea de aguanieve, por la ruta hacia Chicago, se reúnen un viejo jazzman drogadicto, un poeta beat ensimismado y el extraviado Llewyn Davis con su gato Ulises: un auténtico viaje hacia ninguna parte.
Llewyn Davis (el actor Oscar Isaac: le recuerdo en "Ágora" de Alejandro Amenábar) será arquetipo de esa época. Pero los Coen no le van a colocar en la senda del éxito, sino en la legión de aspirantes que se quedó en el camino y que, sin lugar a dudas, representa la mayoría de las historias que se pueden contar de aquellos viejos tiempos. La estética del perdedor. En los escasos días a lo largo de los que trascurre la trama, a Llewyn Davis le van a caer golpes de todas las categorías y calibres, una odisea (no en vano lleva bajo el brazo a un gato llamado Ulises, un pequeño polizonte que sirve de McGuffin de buena parte del guión) vital que parece empeñada en hacerle colgar la guitarra y obligarle a sentar cabeza: búscate un trabajo serio, chico. Hasta el clima, invernal y grisáceo, parece en su contra, como si el mismo Poseidón se sumase al complot. "A propósito de Llewyn Davis" es el despertador, inmisericorde, del sueño americano (si se quiere disfrutar de un biopic para la otra cara de la moneda, se puede ver "I'm not there" de Todd Haynes: en busca de Robert Allen Zimmerman: no, no está allí).
Y poco más hay que ver en esta película de los hermanos Coen. Lo negro habitual en su cine (el negro en el humor y en el crimen) queda diluido en un discreto gris que, sin embargo, encierra un poderoso mensaje de melancolía. En un coche que avanza, a través de una sucia marea de aguanieve, por la ruta hacia Chicago, se reúnen un viejo jazzman drogadicto, un poeta beat ensimismado y el extraviado Llewyn Davis con su gato Ulises: un auténtico viaje hacia ninguna parte.
domingo, abril 29, 2012
"Un tipo serio", de Joel Coen y Ethan Coen
"Un tipo serio" pasó bastante desapercibida para el gran público, situada discretamente entre aquellos dos campanazos de los hermanos Coen titulados "No es país para viejos" y "Valor de ley". También pasó desapercibida para mí en su día: la vi anoche, en DVD, y confieso que quedé algo perdido, comprendiendo el porqué de lo que había leído acerca de esta película pero, a la vez, convencido de que esta cinta, esta aparente comedia sobre la existencia cotidiana de un profesor de física judío, tiene poco de cómico y nada de cotidiano.
Los problemas existenciales de cualquier habitante del mundo moderno se atropellan en la sencilla vida de Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg) y él, afligido y derrotado, se pregunta los motivos. Acude a la religión en busca de respuestas, porque desde su nacimiento le han educado/inculcado que su dios verdadero es el único responsable de todo. Tres rabinos: uno joven, uno mayor y uno anciano: el tercero ni siquiera querrá recibirle y los otros dos le esperan en los cerros de Úbeda. La Biblia, el Antiguo Testamento, es un compendio de documentos. Unos contienen las normas legales y los usos de convivencia ('El que se acueste con la mujer de su tío paterno...', 'No comeréis camello...', 'No tomarás a una mujer juntamente con su hermana...', en fin, todo eso tan gracioso que se cuenta en el Levítico) en vigor para tribus de pastores nómadas de hace tres milenios. Otros son interpretaciones del mundo y de la naturaleza, adecuadas al nivel científico de la época, y el resto lo forman multitud de relatos de una exactitud histórica "intachable". Con probabilidad todo ello no es más que el catálogo de la tradición, un certificado de autenticidad redactado para que los exiliados hebreos de la época babilónica pudieran reclamar sus derechos al retornar a la patria perdida. Así que, teniendo en cuenta esa finalidad, más vale validarlo por completo y no andar discutiendo si esto sí, si esto no: legitimidad absoluta de la A a la Z y el que ponga en duda el contenido de este libro a la hoguera. Un libro sin porqués, un libro infalible y que, de modo insólito, ha dirigido el rumbo de la humanidad. Y lo sigue haciendo. Pero el trasfondo de "Un tipo serio" no será una simple denuncia del dogma. Larry se gana la vida llenando pizarras de ecuaciones, difundiendo el poder de la ciencia, el genio del hombre dando respuesta a todo. ¿A todo? Heisenberg con su incertidumbre y Schrödinger con su gato, añadirán el azar necesario para inducir la duda, para justificar las decisiones arbitrarias de un ser superior: el Santo Job moderno no tiene escapatoria.
Reparto de secundarios excelentes, llenos de matices, como es norma en las películas de los Coen. Para esta ocasión, caras que en su mayoría no son muy conocidas: no habrá esta vez un gran nombre en el cartel: retorno al espíritu independiente, al bajo presupuesto, a la libertad creativa (no estará desencaminado relacionar "Un tipo serio" con "Barton Fink", una de sus obras maestras: las desventuras de John Turturro cubriendo el terror a la perdida de la inspiración artística). No habrá moraleja, no se ataran los cabos y se dejará al espectador con un palmo de narices porque no puede haber final para este conflicto: esta película no terminará nunca.
Los problemas existenciales de cualquier habitante del mundo moderno se atropellan en la sencilla vida de Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg) y él, afligido y derrotado, se pregunta los motivos. Acude a la religión en busca de respuestas, porque desde su nacimiento le han educado/inculcado que su dios verdadero es el único responsable de todo. Tres rabinos: uno joven, uno mayor y uno anciano: el tercero ni siquiera querrá recibirle y los otros dos le esperan en los cerros de Úbeda. La Biblia, el Antiguo Testamento, es un compendio de documentos. Unos contienen las normas legales y los usos de convivencia ('El que se acueste con la mujer de su tío paterno...', 'No comeréis camello...', 'No tomarás a una mujer juntamente con su hermana...', en fin, todo eso tan gracioso que se cuenta en el Levítico) en vigor para tribus de pastores nómadas de hace tres milenios. Otros son interpretaciones del mundo y de la naturaleza, adecuadas al nivel científico de la época, y el resto lo forman multitud de relatos de una exactitud histórica "intachable". Con probabilidad todo ello no es más que el catálogo de la tradición, un certificado de autenticidad redactado para que los exiliados hebreos de la época babilónica pudieran reclamar sus derechos al retornar a la patria perdida. Así que, teniendo en cuenta esa finalidad, más vale validarlo por completo y no andar discutiendo si esto sí, si esto no: legitimidad absoluta de la A a la Z y el que ponga en duda el contenido de este libro a la hoguera. Un libro sin porqués, un libro infalible y que, de modo insólito, ha dirigido el rumbo de la humanidad. Y lo sigue haciendo. Pero el trasfondo de "Un tipo serio" no será una simple denuncia del dogma. Larry se gana la vida llenando pizarras de ecuaciones, difundiendo el poder de la ciencia, el genio del hombre dando respuesta a todo. ¿A todo? Heisenberg con su incertidumbre y Schrödinger con su gato, añadirán el azar necesario para inducir la duda, para justificar las decisiones arbitrarias de un ser superior: el Santo Job moderno no tiene escapatoria.
Reparto de secundarios excelentes, llenos de matices, como es norma en las películas de los Coen. Para esta ocasión, caras que en su mayoría no son muy conocidas: no habrá esta vez un gran nombre en el cartel: retorno al espíritu independiente, al bajo presupuesto, a la libertad creativa (no estará desencaminado relacionar "Un tipo serio" con "Barton Fink", una de sus obras maestras: las desventuras de John Turturro cubriendo el terror a la perdida de la inspiración artística). No habrá moraleja, no se ataran los cabos y se dejará al espectador con un palmo de narices porque no puede haber final para este conflicto: esta película no terminará nunca.
domingo, febrero 13, 2011
"Valor de ley", de Ethan Coen y Joel Coen
"¿Qué película vais a ver?", me pregunta Alicia. "Una de mayores", contesta mi simpleza. "¿Una de sangre y muerte?", me remata la niña con la puntería de un francotirador serbio. Knockout. Instantes después recobro la conciencia, justo antes de que el arbitro cuente ¡ocho!, y no sé si colgar la chaqueta y quitarme los zapatos y en vez de ir al cine ponerme el pijama y meterme en la cama, derrotado y mudo, a meditar en la oscuridad sobre el triste balance de la condición humana: lo de los mayores es la sangre y la muerte y la madurez no es sino la constatación, la visión clara, de ese amargo designio.
Lo dicho, vamos a ver una de sangre y muerte, que para colmo es uno de los temas que mejor se le da a los hermanos Coen a la hora de reflejarlo en celuloide. Y dentro de ese asunto sienten predilección por asesinos a sueldo, en este caso un cazarrecompensas (tenue frontera entre unos y otros: una estrella de metal en el pecho; wanted dead or alive y la elección queda atada al escrúpulo del cazador: en la película incluso se ve un juicio que quiere aclarar las circunstancias de una sangrienta detención). Peter Stormare en "Fargo" o Javier Bardem en "No es país para viejos" cumplían a la perfección el estereotipo de homicida frío y sanguinario y contribuían notablemente a dos de los éxitos más grandes de estos hermanos cineastas. Ahora es el turno de Jeff Bridges, otro que ya brilló enormemente haciendo de El Nota en otro de los títulos señeros de la factoría Coen, aquella genial comedia llamada "El gran Lebowski". Y si en aquella ocasión su colega en la aventura era John Goodman, excelente en el papel de Walter Sobchak, un ex-veterano del Vietnam bocazas, repulido y fanfarrón, ahora ese rol lo encarna Matt Daemon: hay trozos de "Valor de ley" que hacen recordar aquella película. El cazador de hombres, un outsider para tiempos salvajes, que en este caso recibe su paga de una niña que además formará parte de la partida, una originalidad dentro del género, y que terminará por convertir al duro solitario en un héroe salvador. True grit.
Hay un western homónimo del año 1969 y con el mismo (creo recordar: al menos en sus líneas generales) argumento, dirigido por Henry Hathaway y protagonizado por John Wayne. El gran Duke ganó su único Oscar interpretando al alguacil con parche en el ojo Rooster Cogburn, cuando ya había cumplido los 60 años, reconocimiento justo de la industria de Hollywood para una extensa carrera que había hecho del actor uno de los rostros más populares de la pantalla a nivel mundial: inconfundible. Es posible que este año ese parche le de también el Oscar a Jeff Bridges que entonces lo ganaría dos años seguidos: demasiado premio seguido y parece poco probable que se lo gane al favorito del año, Colin Firth (esto de los premios, sin embargo, suele tener grandes sorpresas: esperemos varias para esta noche: "Buried", por ejemplo).
La sangre y la muerte, la venganza y la justicia, son la esencia del western, un género que acompaña al cine a lo largo de toda su historia: al menos desde "Asalto y robo de un tren", de Edwin S. Porter, del año 1903: uno de los actores dispara contra la cámara y el espectador da un respingo en su asiento: más de un siglo después las cosas no han cambiado. El western de vez en cuando aparece y arrasa la taquilla, como un viejo pistolero que sale de su retiro y regresa para poner orden en el mundo, para dejar las cosas en su sitio. El western, todo masculinidad y violencia, reflejos de una sociedad enferma.
¿Por qué nos gusta tanto el western?
Lo dicho, vamos a ver una de sangre y muerte, que para colmo es uno de los temas que mejor se le da a los hermanos Coen a la hora de reflejarlo en celuloide. Y dentro de ese asunto sienten predilección por asesinos a sueldo, en este caso un cazarrecompensas (tenue frontera entre unos y otros: una estrella de metal en el pecho; wanted dead or alive y la elección queda atada al escrúpulo del cazador: en la película incluso se ve un juicio que quiere aclarar las circunstancias de una sangrienta detención). Peter Stormare en "Fargo" o Javier Bardem en "No es país para viejos" cumplían a la perfección el estereotipo de homicida frío y sanguinario y contribuían notablemente a dos de los éxitos más grandes de estos hermanos cineastas. Ahora es el turno de Jeff Bridges, otro que ya brilló enormemente haciendo de El Nota en otro de los títulos señeros de la factoría Coen, aquella genial comedia llamada "El gran Lebowski". Y si en aquella ocasión su colega en la aventura era John Goodman, excelente en el papel de Walter Sobchak, un ex-veterano del Vietnam bocazas, repulido y fanfarrón, ahora ese rol lo encarna Matt Daemon: hay trozos de "Valor de ley" que hacen recordar aquella película. El cazador de hombres, un outsider para tiempos salvajes, que en este caso recibe su paga de una niña que además formará parte de la partida, una originalidad dentro del género, y que terminará por convertir al duro solitario en un héroe salvador. True grit.
Hay un western homónimo del año 1969 y con el mismo (creo recordar: al menos en sus líneas generales) argumento, dirigido por Henry Hathaway y protagonizado por John Wayne. El gran Duke ganó su único Oscar interpretando al alguacil con parche en el ojo Rooster Cogburn, cuando ya había cumplido los 60 años, reconocimiento justo de la industria de Hollywood para una extensa carrera que había hecho del actor uno de los rostros más populares de la pantalla a nivel mundial: inconfundible. Es posible que este año ese parche le de también el Oscar a Jeff Bridges que entonces lo ganaría dos años seguidos: demasiado premio seguido y parece poco probable que se lo gane al favorito del año, Colin Firth (esto de los premios, sin embargo, suele tener grandes sorpresas: esperemos varias para esta noche: "Buried", por ejemplo).
La sangre y la muerte, la venganza y la justicia, son la esencia del western, un género que acompaña al cine a lo largo de toda su historia: al menos desde "Asalto y robo de un tren", de Edwin S. Porter, del año 1903: uno de los actores dispara contra la cámara y el espectador da un respingo en su asiento: más de un siglo después las cosas no han cambiado. El western de vez en cuando aparece y arrasa la taquilla, como un viejo pistolero que sale de su retiro y regresa para poner orden en el mundo, para dejar las cosas en su sitio. El western, todo masculinidad y violencia, reflejos de una sociedad enferma.
¿Por qué nos gusta tanto el western?
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