Cuando se estrenó esta película, hace un par de años, supongo que nadie podía ni siquiera sospechar la situación histórica que se está resolviendo en la actualidad. Es común costumbre que los papas no dimiten: mueren, después se escoge a otro y ya está (la espicha el rey, la espicha el papa y de espicharla nadie escapa, asegura la sabiduría popular). Morettí, tan listo, quizás algo se olía. Las dudas que a cualquiera le pueden asaltar al verse encumbrado a símbolo de poder absolutista: omnímodo e infalible: un semidiós terrenal. Encima el reto papal se produce al final de la vida, un cargo a repartir entre candidatos ancianos en su mayoría, más deseosos de reposo que de enredos: el joven ambicioso quedó atrás hace muchos años: los altos cargos en fecha jubilar están por la contemplación, que no la acción y la toma de decisiones: ay, los huesos. La fe y la obediencia obligan al cardenal que se va a vestir de blanco inmaculado, aunque en el fondo no se tenga ni la menor gana.
Benedicto XVI se retira a un monasterio y el cardenal Melville (Michel Piccoli: le recuerdo bien en "Belle de Jour" de Luis Buñuel o en la magnífica "La bella mentirosa" de Jacques Rivette, pero posee una lista interminable de referencias con los mejores directores: de Godard a Hitchcock, de Malle a Berlanga) hace mutis por el foro... romano. No, ser papa no debe estar muy bien pagado.
Nanni Moretti construye de nuevo una trama vitalista, de personajes que siguen adelante partiendo de una situación de angustia o de desesperación. Sin embargo esta vez el guión se apunta algo deslavazado, frágil, hilos argumentales perdidos, casi tanto como el papa electo. Aún así, se asiste a la proyección de la película sin un ápice de desgana ya que la deconstrucción de los muros del Vaticano, esa estructura cerrada y férrea que durante siglos ha sido baluarte de misterios y conspiraciones, que contempla el espectador como un ejercicio subversivo y desmitificador, producen una trama entretenida de risa amable, lejos, eso sí, de aquellas comedias demoledoras y desgarradoras (Moretti te destrozaba mientras sonreías), brillantes e imperecederas, que eran "Caro diario" o "La habitación del hijo".
Cardenales ingenuos, juguetones, con sus pequeños caprichos infantiles, que habitan durante el cónclave en la Casa de Santa Marta y que pasan allí esos días como si aquello fuera un retiro tranquilo, propone Moretti, alejando la más leve sombra conspiratoria: las puñaladas traperas no caben en esta cinta y la gravedad electoral se deja para la sala bajo los frescos más famosos de la historia del arte, los de la Capilla Sixtina.
Habemus Papam. Pues no, aún no.
Hagan sus apuestas (extraído de www.republica.com).