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jueves, enero 15, 2015

"La gran belleza", de Paolo Sorrentino

Roma en perpetua decadencia. Al menos es así desde la época del emperador Marco Aurelio, desde la irrupción del cristianismo, desde las invasiones bárbaras. Ahora el invasor es otro, turismo invasor: un turista oriental cae al suelo desmayado por la extenuación de una jornada intensa, de recorrer un catálogo ingente de monumentos bajo el tórrido sol del verano romano o, causa más afortunada, fulminado por el síndrome de Stendhal. Cuánta belleza, gran belleza. El arte moderno, su expresión, que aparece en la película, resulta estéril, fatuo, de consumo fácil y fecha de caducidad temprana, contrastando con corredores en penumbra de antiguos palacios, colmados de esculturas y tapices que han aguantado el paso de los siglos: ruinas arqueológicas que aún levantan firmes sus osamentas ante el desprecio de la intemperie, lucha secular contra el abandono y el tiempo.
Jep Gambardella (Toni Servillo) cumple 65 años y se siente también como una ruina inútil, como el exponente de una generación vaciada, que ha perdido sus ideales y olvidado sus ambiciones, sobornada por los cantos de sirena del dinero, del lujo y de la fiesta continua. El sumo sacerdote de la religión de Jep es el cirujano plástico, el himno de su ejército lo perpetra un DJ ibicenco y el pozo de su talento literario queda consignado en los ecos de sociedad. Fiestas de vampiros: todos creen aparentar menos edad de la que realmente tienen: cuando tú te levantes por la mañana yo colocaré la tapa de mi ataúd. La sátira, la caricatura, lo grotesco. La ironía y el feísmo dominando el metraje, como en aquella otra película de Sorrentino, "Il divo", los últimos días en el poder de Giulio Andreotti, también con la piel de Toni Servillo en el papel protagonista. Pero cualquier referencia cinematográfica de "La gran belleza" deberá llevar el nombre de Fellini, claro: "La Dolce Vita", "Roma", "Giulietta de los espíritus", "Las noches de Cabiria". Una estética poderosa no exenta de ternura y que conduce de cabeza a la nostalgia. Y aunque la banda sonora no la firme Nino Rota, será igualmente perdurable en la memoria. Sostiene Jep que a Italia se la conoce mundialmente por la moda y la pizza. Y el cine, añado yo.
En su último tramo, la película toma una deriva realmente extravagante (aún más). Entra en escena una monja milagrosa (Roma llena de órdenes religiosas, una característica patente a lo largo de toda la cinta), trasunto de Teresa de Calcuta, virtud y mortificación absolutas, que parece representar lo opuesto a la pecaminosa existencia cotidiana de Jep. Ni la bailarina de striptease ni la santa en vida serán capaces de señalarle el camino: la percepción de la belleza, esa revelación trascendente que se tuvo con el primer amor, edad de la inocencia, y que se ha vuelto un sentimiento irrecuperable: no es posible bañarse dos veces en el mismo río, ni aunque ese río sea el Tíber, cauce primordial de la civilización de Occidente. Cada vida compone sus coplas manriqueñas, cada persona atesora sus ocasiones perdidas y, de cuando en cuando, mira hacia atrás y las contempla: la anestesia del recuerdo, lo que pudo ser y no fue. Esa posibilidad de haber sido es capaz de provocar un destello de esperanza en el ánimo nihilista de Jep. La melancolía autocomplaciente de la memoria.