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domingo, agosto 25, 2019

"Erase una vez... en Hollywood", de Quentin Tarantino

Este año se cumple (por un momento he estado a punto de escribir "se celebra", como si las frases hechas fueran capaces de describir estados de ánimo cuando no son más que un signo de la pereza creativa del redactor) el quincuagésimo aniversario de la sangrienta matanza homicida ocurrida en el número 10050 de Cielo Drive, en la ciudad de Beverly Hills, condado de Los Ángeles, USA. La noche del 8 al 9 de agosto cinco personas fueron asesinadas brutalmente en esa casa, a manos de un grupo de miembros de "La Familia", secta hippie de las habituales en la época y que estaba dominada por el culto a su líder absoluto, Charles Manson. Manson no estuvo aquella infausta noche en Cielo Drive, pero se le consideró el instigador de la masacre, a la que siguió, veinticuatro horas después, el asesinato del matrimonio LaBianca en su hogar de Los Ángeles (para el no familiarizado con el caso, recomiendo el documental "Manson, los archivos perdidos" dirigido por Hugh Ballantyne y Richard Dale, y que La 2 ha emitido recientemente). Sin embargo, este segundo acto criminal es menos conocido que el primero, ya que en aquellos días la mansión de Cielo Drive estaba habitada por Roman Polanski y Sharon Tate: se habían casado en 1968 y ella estaba embarazada de ocho meses. Roman no se encontraba en casa esa noche, pero Sharon sí
Margot Robbie interpreta a Sharon Tate y ver su actuación, radiante y llena de felicidad, me trae a la mente la canción "Feelin' Groovy" de Simón y Garfunkel: la no violencia, el flower power, el amor libre, la vida en comunidad y en comunión con la naturaleza, todos esos sentimientos tan positivos como ingenuos que el hippismo defendía y llevaba a la práctica hasta sus últimas consecuencias. Siempre he sentido tristeza en las secuencias en las que Sharon Tate aparecía en "El baile de los vampiros" de Roman Polanski, película con la que se conocieron y su papel más destacado: nunca se sabrá hasta dónde habría llegado la carrera de esa chica de mirada melancólica y limpia. Sharon Tate, víctima y a la vez responsable de que su crimen tuviera un eco mundial: un suceso para la posteridad, un cadáver eterno.
Charles Manson mandó a sus acólitos a aquella dirección porque pensaba que aún vivía allí el productor Terry Melcher. Este, productor de éxitos de grupos como los Beach Boys, había rechazo apoyar la carrera musical de Charles Manson. Manson, compositor frustado, como Adolf Hitler fue un pintor sin éxito: cuidado con los artistas contrariados. Y si al dictador nazi le inspiraban las obras de Richard Wagner, el "White Album" de los Beatles y especialmente el tema "Helter Skelter" tendrían a partir de la fecha de autos una lúgubre leyenda negra: Lennon y McCartney susurrando, inopinadamente, mensajes apocalípticos al oído de oscuros lunáticos de tendencias mesiánicas. Tras su enjuiciamiento y condena Charles Manson se convirtió en encarnación del mal absoluto, mientras que sus seguidores, entre la alucinación por las drogas y el lavado de cerebro de su fanatismo, ocupan una escala menor de culpabilidad en la memoria colectiva a pesar de ser los ejecutores de los crímenes. Manson el diablo.
Quentin Tarantino, nacido en 1963, seguro que tuvo ocasión de percibir el momento sensacionalista en el que la Familia Manson sepultó a un país entero y parte del extranjero: el crimen del siglo. Su película se aprovecha del espectador "que sabe", que se espera lo peor detrás de cada secuencia, de cada puerta que da paso a una nueva penumbra, pero al igual que en "Malditos bastardos", el director de Tennesse construye a partir de los acontecimientos un what if... personal e inesperado. Además, la película sirve de retrato de una era, centrada la mirada en el ecosistema de la realización de cine y televisión de entonces, con series que tenían una repercusión y unos índices de audiencia que no tenían nada que envidiar a las grandes triunfadoras del panorama seriéfilo actual: millones de espectadores sentados en sus hogares delante del televisor a la hora prevista de la entrega semanal. Ese apartado brillante de la película, satírico y desprejuiciado, no resulta en absoluto secundario, sino que avala la propuesta de que los asesinatos de "La Familia" no sean más que una excusa colateral, o al menos un telón de fondo tan importante para el sentido de la película como las vivencias cotidianas del actor Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y el doble de acción Cliff Booth (Brad Pitt). Los dos factores de la trama forman una cinta estupenda, muy entretenida, con un guion excelente (otra vez) entre la comedia y el suspense, y las esperadas dosis de violencia que solo se desatan al modo tarantiniano al final del metraje, un coda de justicia en efigie tan burda como absurda, pero que resulta reconfortante: la venganza del cinéfilo.

domingo, enero 31, 2016

"Los odiosos ocho", de Quentin Tarantino

Poco a poco, película a película, se ha ido adentrando más y más Tarantino en los territorios del spaguetti western (aquel comienzo de "Malditos bastardos" o la trama ya situada en el cinematográficamente violento siglo XIX estadounidense para "Django desencadenado", si bien aquella parecía más un ejercicio de blaxploitation), hasta lograr en "Los odiosos ocho" un título que quiere ser propio del género, Ennio Morricone en la banda sonora incluido. Sin embargo en este spaguetti se le ha ido la mano con el tomate, algo que, para qué nos vamos a engañar, no supone una sorpresa. Nunca me han interesado los baños de sangre en el cine, fotogramas inundados de hemoglobina, y cuanto más "gore" se ponga Tarantino, menos me gustará su obra: recursos para impresionar al espectador que se me antojan excesivamente fáciles. El cuerpo humano convertido en un patético surtidor de líquido carmesí: quizás sea la forma realista de presentar los efectos de un disparo, nunca he presenciado un suceso semejante, pero supongo que se exagera: la prolongación o brevedad y la espectacularidad o sutileza del acto de morir en el cine, un cronómetro y una composición manipulados a capricho por exigencias del guión. La lírica de la muerte de aquellos western latinos dirigidos por Sergio Leone, se convierte, en manos de Quentin Tarantino, en un impulso grotesco.
Pero antes de disfrazar a Jennifer Jason Leigh (brillante actuación) de la Carrie que Brian de Palma convirtió en icono del cine de terror, la película es, fundamentalmente, una película hablada: otra marca de autor: miro el reloj cuando creo que la cosa se va a empezar a desmadrar, cuando parece que las ensaladas de tiros están a punto de salir de la cocina, y resulta que han pasado casi dos horas de las casi tres que dura la proyección: en el tiempo en el que cualquier otra película de acción ha concluido, empieza el baile de "Los odiosos ocho". Y ese empacho de diálogos es lo mejor que presenta este autor, este director de cine que sobre todo luce como guionista: la tensión que crece poco a poco, surgiendo de una verborrea incansable, trenzada en un escenario sin héroes: forajidos, cazadores de recompensas, criminales de guerra de ambos bandos: ocho farsantes luciendo artimañas para sobrevivir en un terreno inhóspito: la violencia inherente al ser humano sometido a una fuerza violenta aún mayor: dioses nórdicos ancestrales convocan al viento, al frío y a la nieve, tienden trampas y establecen encuentros fortuitos que concluyen en un holocausto habilitado para aplacar su ansia carnicera. Unas bromas para pasar la tarde, en fin.
Ocho odiosos, ocho, muchos de ellos sospechosos habituales del cine de Tarantino, como Samuel L. Jackson (no hubiera desentonado su candidatura en un ceremonia de los Oscar en la que, al aparecer, será tema dominante la ausencia de actores de color, y eso aunque el presentador sea Chris Rock...), Kurt Russell, Michael Madsen o Tim Roth. Roth parece que interpreta un papel hecho a la medida de Christoph Waltz, ultimo actor fetiche del cineasta de Knoxville, y al que se le echa de menos en esta cinta (de hecho tuve que fijarme varias veces en el flemático verdugo inglés Oswaldo Mobray, interpretado por Tim Roth, para asegurarme de que en realidad no era Waltz el que lo encarnaba). Ocho personajes para un Cluedo que se disputa en una solitaria casa de las montañas de Wyoming, una película del oeste pero también una de acción y de misterio, con sus puntos cómicos (cazador y presa como matrimonio mal avenido) y gran derroche de lenguaje racista: será para que Spike Lee, que ya se despachó largamente con la visión de la esclavitud desplegada en "Django desencadenado", siga adelante con su carrera de cascarrabias, afán para el que presenta buenas aptitudes, ya que esto del cine lo tiene bastante abandonado últimamente. Y la película también tiene vaho, eso sí, también mucho vaho.

domingo, febrero 17, 2013

"Django desencadenado", de Quentin Tarantino

Hace unos meses escribí sobre "El hombre de los puños de hierro", película dirigida por RZA y presentada (marketing, marketing) por Quentin Tarantino. Debió presentarla y salir corriendo: el deseo de ser Tarantino, de crear una película que se le parezca y no lograrlo ni por asomo: el guión, claro, en primer lugar y sobre todo, ese documento que, bien trabajado, detalla todo lo que debe aparecer en el celuloide. Y los guiones de Tarantino son muy buenos en cuanto a que mezclan adecuadamente cine de entretenimiento (casi tres horas de proyección de "Django desencadenado" sin aburrir al personal: no está al alcance de cualquiera) con obras de propósitos más elevados, susceptibles de presentarse en Cannes, por ejemplo, sin el menor rubor.

La historia planteada en "Django desencadenado" es en realidad la misma de "El hombre de los puños de hierro": la venganza, el ajuste de cuentas después de padecer las más salvajes tropelías. Las circunstancias en las que se desarrolló el modelo económico de la esclavitud, la estructura de relaciones laborales más antigua y prolongada que ha experimentado el ser humano, tienen argumentos de sobra (cualquiera que viera en televisión "Raíces" y las penurias de Kunta Kinte -hace demasiadas décadas- tiene una idea certera del asunto) para que el ojo por ojo campe a sus anchas por los fotogramas y, aunque parezca que el viaje de Django, su odisea, tiene como meta recuperar a su amada, será el tinte sangriento el que domine sobre el romántico.

Propone Tarantino que la epopeya de Django (Jamie Foxx) sea alegoría de otra historia trágica, legendaría, el mito germánico de Sigfrido, cazador de dragones, personaje heroico dispuesto a superar pruebas sobrehumanas con tal de conseguir la mano de la valquiria Brunilda. Colocar a Django al nivel de capacidad guerrera de Sigfrido, e incluso superarlo: Django invencible, sin dolorosos talones de Aquiles o molestas hojas de tilo. Resulta que el esclavo liberado pasa del azadón al arma de fuego con una infalible habilidad mortal que no es fruto de ningún adiestramiento, sino que es un valor innato, señalado por los dioses: deus ex machina. Esa falta de argumentación de capacidades es un punto débil: las películas de Tarantino están repletas de asesinos expertos bien justificados: el señor Rubio (Michael Madsen) bailando con su cuchilla de afeitar, Jules (Samuel L. Jackson) recitando pasajes de la Biblia antes de apretar el gatillo, los complicados trámites de separación entre La Novia (Uma Thurman) y Bill (David Carradine), o, mi favorita, la terrorista cinéfila Shosanna Dreyfus (Mélanie Laurent) fulminando al III Reich en un cine de París: celuloide vengador. Con estos antecedentes, el desenlace de las aventuras de Django resulta algo pobre: las fantasmadas son un gran recurso para el cine de acción pero hay que elaborarlas a la perfección, deben resultar creíbles en su inverosimilitud. El final de "Django desencadenado" será lo peor de la cinta: infantil, chabacano, poco trabajado, un final que deja mal sabor de boca.

La película va de más a menos, para qué nos vamos a engañar, y empieza a disminuir cuando desaparece el genial personaje del doctor Schultz interpretado por el excelente actor Christoph Waltz (el coronel Hans Landa de "Malditos bastardos": Quentin Tarantino lo colocó de súbito en la cima). El pigmalión de Django es un carácter deslumbrante, desde que hace su aparición, y los fotogramas que comparte Waltz con Leonardo DiCaprio (Calvin Candie), Don Johnson (Big Daddy) o el casi irreconocible Samuel L. Jackson (Stephen, ese tío Tom en lo más peyorativo del término) son lo mejor de la película.

Cazadores de recompensas elegantes, negreros sádicos hasta la caricatura, luchadores mandingos y espartacos desencadenados, para un western nada crepuscular (¿"Silverado" de Lawrence Kasdan fue la última? Pocas películas "del oeste" modernas, que no sean remakes, huyen de la melancolía como telón de fondo), que se asoma a la estética del spaguetti western (cameo de Franco Nero incluido) y al Peckinpah más salvaje. O quizás a estas alturas Tarantino ya sólo se asoma a sí mismo.