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martes, 20 de mayo de 2008

Nuestro cónsul en Pekín. Héctor D’Alessandro

Nuestro cónsul en Pekín. Héctor D’Alessandro

A mí me gusta
muchísimo jugar; debo confesarlo. Con cuarenta años me gusta disfrazarme de bombero y correr por la casa con un extintor en las manos echándole espuma a la mujer con la que haré el amor.

Esta veta búdica de alegría e irresponsabilidad me permite mantener la cordura.

En todo caso es mi propio guión.

Tonto pero personal y, de algún modo, sabio.

Este ápice excéntrico no me impide tener mis sentimientos. El dolor ajeno me duele en mi corazón.

Hace muchos años que planeo retirarme y prometerme una vida sistemática, disciplinada, elevada.

Por una u otra razón que no me confieso postergo esa decisión.

Hace años, cuando comencé mi carrera diplomática, gastaba mucho dinero en llamadas a viejos amigos en otras partes del mundo.

Un día, leyendo una entrevista a Keith Richards, algo cambió profundamente en mí. Decía Keith, a quien por cierto conozco, es sumamente divertido, que él tenía amigos en todos los sitios donde llegaba y que quien no tenía amigos era, en realidad, un imbécil.

Yo soy orgulloso, a mí no me gusta ser considerado un imbécil; pero, sobre todo, no me gusta considerarme a mí mismo como un imbécil.

A partir de aquel momento algo cambió profundamente en mí; no sólo empecé a reconocer los síntomas indelebles de la amistad en mucha más gente sino que, además y para mi gran asombro, comencé a tomar conciencia de la innumerable cantidad de personas que había en mi vida pasada a quienes consideraba, de un modo asaz pedante, como "meros conocidos" y que, sin embargo, me profesaban un cariño y me habían obsequiado de modo desinteresado con unos sentimientos y unas experiencias compartidas que eran algo tan sencillo, escaso y, al mismo tiempo, abundante (cuando uno lo quiere ver) como la amistad.

Alberoni, con quien un tiempo tuve una relación epistolar, cuando yo estaba en Grecia, lo dice claramente: "el mundo está lleno de amigos" cuando uno levanta la vista.

Esta simple conciencia me ha hecho más vulnerable y rico al tiempo.

Un síntoma claro se manifiesta cuando me llaman por la noche. Algún despistado que no recuerda la diferencia horaria o, simplemente, un desesperado.

Las experiencias que me narran en la madrugada suelen desgarrarme el alma. Lo que sucede es que quien sufre se vuelve egoísta y antisocial. Sólo desea ser escuchado y no existe horario ni regla que no pueda quebrantar.

Siempre que llego a un nuevo lugar de destino procuro enterarme cuántos antros de ruido y desahogo hay, con esto me hago una idea de cuánto sufrimiento acumulado existe en esa población. Cuánto alcohol se consume y otros detalles similares contribuyen a orientarme en mi primera inspección.

Algunas noches en que estoy en vena irónica y que telefonea algún desesperado borracho con morriña, le corto de entrada su lastimosa confesión de medianoche:

"¿Cuántos bares por calle hay allí dónde estás?"

Y me contesten lo que sea, siempre finjo creer que son muchos y le respondo:

"No te preocupes. Estás siendo víctima de un efecto ambiental."

"¿Tú crees? Me preguntan, muy curiosos, olvidados momentáneamente de su pena."

"Sí, sí. Es más, deberías abandonar tu hogar ahora mismo e ir a ponerte a tono en el primer bar que encuentres. Algo de absorción del color local hará que se te pase todo."

Estas bromas no pueden ocultarme el hecho de que esa persona concreta está sufriendo. Unos creen tener un cáncer mortal. Otros creen que su mujer les abandonará de un momento a otro. Otros creen que hay una trama lejana que los va a destinar a sitios desagradables; probablemente en guerra. Otros simplemente, se acordaron de mi simpática persona en esta apacible noche. Otros creen que su padre o su madre, lejanos, han muerto o están graves y nadie quiere decirles nada. Otros creen haberse vuelto alcohólicos o impotentes. Y, unos pocos de todos estos, te llaman porque, realmente, les sucede alguna de estas cosas.

Soy suficientemente perspicaz para enterarme de inmediato cuándo el sufrimiento exquisito es verdadero.

En general, lo percibo por una opresión en el pecho que se me hace de inmediato y la escasez de palabras de ánimo que se me ocurren. Por regla, comienzo a hacer chistes estúpidos que no me acordaba siquiera que los sabía.

Esto me sucedió anoche con Gilbert, nuestro cónsul en Pekín. Somos amigos desde la época en que él era hippie y yo recién había dejado de serlo.

Su padre fue compañero de estudios del mío y, de algún modo, nos condenaron a ser como somos. Yo tenía y tengo tendencia a paternizar a Gilbert; por el simple hecho de ser mayor que él y haber llegado a los cuarenta años de edad. Su dolor tiendo a sentirlo de una manera más potente que el de cualquier otra persona. Por eso anoche no pude dormir.

Siempre hemos sido un poco locos y él era bastante más alcohólico que yo. El síndrome de Geoffrey Firmin; el síndrome del cónsul. El peregrino ecuménico que arrastra una insidiosa y siempre cambiante pena.

Esta parte romántica de la profesión siempre pareció amargar a Gilbert. Cada vez que llegaba a un nuevo destino en los últimos quince años telefoneaba para decirme que como la tierra de uno no hay que le gustaría estar conmigo ahora en el barrio Sur tomándose un vino tinto. A lo cual, invariablemente, le he respondido, con un tono de voz digno de la serie "Dallas", "Calma, Gilbert, los ricos también lloran. Posterga tu pena hasta el verano que viene y ya nos veremos".

Ahora mismo hace tres años que está en Pekín y parece haber llegado a un momento decisivo. A menos que la borrachera que tenía anoche fuese tan aguda que le hiciera desvariar de un modo dramático y convincente.

Se acerca a pasos agigantados, según su particular óptica de los hechos, a los cuarenta años y su mujer le ha dejado. Se largó con los niños.

Cuando me lo dijo le contesté "Estaría harta de chinos". Y pensé "ha pasado lo que tenía que pasar".

"Quizás se vaya por un tiempo a reflexionar", dije.

Y pensé "ahora es el momento de ella. Ahora será ella misma y le obligará a transformarse".

Pensando en su posible alcoholismo consular, le sugerí practicar Tai–chi pero no quería oír hablar de chinos. "Vete de putas." "Ya lo hice."

Y seguía igual.

Entonces me evadí en la imaginación, lo recordé joven y evadiendo cualquier ejercicio físico, cansándose pronto cuando nadábamos en la piscina y deseando irse de una buena vez al bar a tomarse un whisky, "Que es, decía, bueno para la circulación". Lo recordé saliendo del gimnasio con su pulcro traje azul y su corbata apretada que parecía mantenerle la columna recta, como estaqueado, el flequillo airoso cayéndole sobre el rostro. Su cuidado aspecto de seducción. Su mal humor cuando las chicas lo mandaban a paseo. Y la recordé a ella; la mujer deseada. Suavemente asiática y morena; inteligente y cauta, libre y maternal. Sirviéndome una taza de té en su casa de la playa. Preguntándome cosas imposibles.

Hubo un año muy duro. Yo estaba de vacaciones y Gilbert desesperaba por un destino, Clío le llevó, como a un niño, a una bruja umbandista que le dijo cosas sorprendentes y acertadas pero, lo más importante, es que le otorgó seguridad en su futuro y su destino.

Y lo que la bruja dijo se cumplió.

Así llegó hasta Pekín.

Clío y Gilbert desconfiaban, más él que ella y la umbandista, con sólo tocarle el pecho le dijo. "Tu viajarás mucho. Tienes la misma profesión de tu padre que vive muy lejos de aquí junto a una mujer que no posee el vientre que te parió."

A su madre le habían extraído el útero.

Ambos me miraron serios, apuntalando con sus miradas la certitud de la bruja.

Yo pensé y dije: "Macbecthiano".

Gilbert: "¡No te rías!".

Clío: "En medio de un drama también se puede reír".

Gilbert, aquella noche, se enfadó y se hundió, como un niño compungido, en su vaso de whisky .

Cuando se enfadaba parecía hacerlo para siempre y con todo el mundo.

Y anoche, el timbre de su voz delataba una pena infinita, compungida, agónica, una pena de amor dolorido, inconsolable. El Gilbert de muchos años atrás, malhumorado e infantil, renacía esta madrugada de entre las cenizas de los años y unos compromisos aparentemente tan bien estructurados.

Probablemente mañana o pasado me llame, cuerdo, sobrio y tonificado y me pida que olvide todo o quizás más vulnerable, me pida que hable con Clío, quizás el próximo verano nos volvamos a ver en el país, en la playa lejana de nuestra infancia.

De momento no llamo a nadie; tengo mis propias, divertidas taras con las que entretenerme mientras no me arriesgo a tomar una decisión que implique un cambio de aires.

Me prometo hojear mañana Macbeth una vez más; ese guión glorioso que sirve algunas noches para intentar comprender la estela de sentido de nuestro propio argumento misterioso. Al otro lado del planeta el hijo del hombre ("el hombre que vive con una mujer que no posee el vientre que lo parió") ha de tomar una decisión que me reservo con recato y pudicia, viejo conocedor de la aguda agonía que queda en el alma cuando cuelgas el teléfono y sólo queda silencio hueco y bip... bip y hueco silencio del Servicio Internacional.

lunes, 5 de mayo de 2008

I Ching, la mutación fecundadora. Por Héctor D’Alessandro

I Ching, la mutación fecundadora. Por Héctor D’Alessandro
(Este relato apareció publicado la primera vez por la Editorial KIER de Argentina, en su anuario de 1986.)

Los antiguos comentarios sobre el I Ching dan cuenta de la existencia de un primer emperador chino: el mítico Po–Shi, poseedor de atributos terrenos y celestiales, eventual autor de los ocho magníficos resúmenes trigráficos del universo y del armonioso simbolismo que representa, como serpientes que infinitamente se buscan la cola, el Ying y el Yang. Dícese que Po–Shi sólo logró esta síntesis tras observar lo alto y lo bajo, las bestias y los hombres, los territorios, la piel de su propio cuerpo y todas las cosas apartadas por las lejanías. Luego de contemplarlo todo, pudo ejecutar los ocho trigramas que representan los principales sucesos que se producen en el universo siempre en transformación y en el hombre, que es una parte sometida a las reglas del Todo.

El justo administrador

Hacia el año 1190 a. de C., en un atardecer primaveral –como un signo rutilante, como un fijo símbolo perenne– vemos a un niño que corre, enmarcado en el Jardín Azul, detrás de una mariposa temprana. Su porte es prematuramente caballeresco, su cara reviste la delicada solemnidad de un maestro. Ha sido educado por un padre empeñado amablemente en dar a la nación un hijo que sea un orgullo, y que desea que la vida de aquél sea honrosa y elevada.
Si–Peh –así se llama el niño– corre fascinado tras esa magia que vuela. No quiere darle caza, sólo apreciar sus evoluciones en el aire y dejarse arrastrar por el ansia feliz de la variada persecución. Llegado al confín del jardín, ve cómo la mariposa se pierde entre el profuso ramaje e, intentando hallarla con la mirada, se queda como extasiado, observando el curioso movimiento isócrono de las copas puntiagudas de los pinos y las nubes lejanas... Mira... Sus ojitos son dos pequeñas líneas, y su boca, signo de asombro, una circunferencia dirigida hacia lo alto.
Todas estas cosas observaba el pequeño Si–Peh, y otras más, de similares efectos. Así pasaba las horas en sus juegos, y siempre había motivos para dirigir la visión, respetuosa, hacia lo alto; si no era una mariposa, era un viento silbante entre los árboles o una cometa anaranjada que se debatía, loca, en los aires.
Si–Peh tuvo la suerte magnífica de que su padre lo guiara adecuadamente en su aprendizaje del mundo. Lo educaba con sabia delicadeza y con métodos estimulantes. El niño jamás se cansó de oír las frases bien medidas, pronunciadas por su padre. Este lo guió hacia los conocimientos, y, de todo lo conocido, algo le enseñó; pero, antes que cualquier otra cosa, se encargó de templar moderadamente su carácter y sus modales. Le enseñaba pintura, y el niño Si–Peh entregaba todas sus horas a la paciente diligencia de copiar las obras de los maestros con método y lúcido cálculo. El niño Si–Peh era perspicaz y no era fácil confundir sus sentidos entrenados. Además, como un pequeño sabio, analizaba y copiaba en largas telas los preceptos de los maestros. Poco antes del atardecer, meditaba sobre las sentencias y buscaba en ellas reglas que él mismo ya hubiera encontrado en su joven vida, en su corta existencia.
Cuando, ya en su juventud, con gran regocijo fue entregado al estudio del arte de gobernar, su mente se adelantaba a la de sus compañeros, haciendo las más extraordinarias comparaciones entre este arte y los otros, que él antes había estudiado. En todo veía curiosos paralelismos y se asombraba, luego de hallarlos, de que otras mentes no le hubieran precedido en la formulación de estos acercamientos y ligazones evidentes.
Cuando fue apto para el buen gobierno y cumplió estas tareas, fue justo y, en sus decisiones, nadie era a tal punto infalible. Todo lo preveía y sabía cuidarse muy bien de aquellas personas que buscaban beneficio y lucro personales y sólo le deseaban el mal. Así fue eludiendo con talento y diplomacia los peores escollos. Pero en 1150 a. de C., mientras Si–Peh administraba eficazmente la provincia de Tchou, Tchou–Shin, malicioso y perverso, se abatió despiadadamente sobre el Imperio. De pronto, todo se mostró hostil hacia Si–Peh, cuya persona apareció como netamente sediciosa. Al final, no le quedó otro recurso que la huida, pero en el año 1143 a. de C., fue detenido, por orden expresa del Emperador en la ciudad de Ngan–Yang. Si–Peh fue conducido a prisión y, en medio de sus horribles sufrimientos, quizás sospechó, atisbando a través de un ventanuco, al tejado, que su prisión no era mayor que la del pájaro bajo la bóveda celeste; no mayor que la de la oruga en su crisálida y la mariposa en el aire primaveral. Sintió como un axioma que aquella mariposa perseguida en la infancia, si bien perdida materialmente para siempre, se encontraba en algún lugar, ya fuera en espíritu, ya dentro de la neblinosa jaula de la memoria y la conciencia. Sintió, como un repentino destello que, en aquella mariposa perseguida tantos años antes, ya se encontraba, como una premonición, inscrita en sus alas multicolores, tornasoladas, su futura gobernación, su popularidad, también su prisión. Creyó (quiso creer) que, al invocar el espectro de la mariposa, de alguna manera le obsequiaba nueva vida al volátil insecto pretérito; de algún modo, allí estaba la mariposa, haciéndole compañía en la lúgubre celda. No pudo creer que aquel insecto que le entregó su luminosa belleza y la sorpresa de lo que vuela, ya no existiera, y quiso gozar de la creencia en lo indestructible, en lo que cambia para siempre existir, escondido bajo muchas formas.
Hallándose en la concepción mental de una mariposa, concibió, como quien va descubriendo una tela, una montaña, una roca, una lluvia entrevista en un jardín de la casa paterna, un paisaje que, metódicamente, pinta su mano niña bajo la mirada aprobadora y el consejo siempre bienvenido del padre.
En su recóndita memoria, hasta ahora no explorada lo suficiente, oye cómo su padre le decía: "Sin precipitación, hijo, pero con silencioso sentido de la constancia. Así debes accionar en el mundo, y tus pensamientos deben caer como gotas en el pozo, que enloquecen con la noche por su implacable y demoledora persistencia. Oír caer una cristalina y líquida gota con periódica insistencia turba a los hombres; pero no por su constante sonoridad, que puede parecer enloquecedora, sino por los silencios que son como residuos fértiles de sugerencias y secreto. No es lo clamoroso y aturdidor lo que confunde y doblega a los hombres sino lo sigiloso lleno de mensaje".
¿Qué significación y nueva luz cobraban aquellas palabras en el encierro?
Nada sabía del tiempo que estaría encarcelado, nada podía prever. En el largo tiempo del encarcelamiento agotó con presteza sus recuerdos y, entregado por completo al hombre que era y había sido, pudo repasar una y otra vez cada vieja memoria. Así, se vio una infinidad de veces entrando en el deliciosamente iluminado Jardín Azul tras la mariposa temprana.
Al igual que el mítico emperador Po–Shi, tuvo ocasión de mirar contemplativa y serenamente hacia todas partes y, más que todo, analizar su vida pasada y develar el secreto de porqué estaba aquí y cuál era el destino que le aguardaba. Recordó fugazmente los estudios realizados, en su adolescencia, del arte de la pintura; cómo aprendió, metódico, a pintar nubes y rocas, lagos y montañas, para luego, en el reposo solitario, profundizar con sinceridad en su propia alma y, en el momento de pintar, volcar en ello todo su ser. De ese modo procedió a analizar su vida pasada y sus funciones mundanas, volcando en ello, nueva alma, un espíritu develador. Cuando todo lo agotó (no, poco antes de haberlo agotado) percibió que nada de lo que había sucedido, era una imagen de caos ni arbitrariedad; aún estaba lejos en los siglos Schopenhauer, pero lo que Si–Peh percibió con lucidez sorprendida es que existe en las cosas cierta voluntad secreta que las empuja a su agotamiento y una misma voluntad escondida que incita al germen, a la fecundación, al renacer. Pensó, casi distraídamente, que nada de lo sucedido escapaba a la posible previsión y que sólo le sucedió aquello que él, íntimamente, había permitido. Esto era una ardua verdad, era una revolución mental, pues le venía a decir, como en un renuevo, que, una vez más, sólo dependía de sí mismo, que el molde de su vida futura ya estaba dentro de él y sólo bastaba extraerlo y encenderlo de vida.
Todas estas cosas comprendió; y, al mismo tiempo, descubrió nuevamente que todos esos procesos ocultos, estaban implícitos en el mundo, que su evidencia era gritona y que Po–Shi había sido (¡ahora se percataba!) muy sabio precisamente por haber legado a las generaciones de los hombres las ocho grafías necesarias para comprender la mecánica del Universo.
No sabía Si–Peh que, al entregarse a este estudio carcelario, estaba ya preconizando a otros hombres encerrados que develarían cosas importantes.
Al comienzo no le fue concedido el favor imperial para procurarse el material en el que escribiría, así que debió utilizar su memoria, y se ayudó, en momentos de flaqueza, con el ideograma del Ying y del Yang y los ocho trigramas alrededor que prolijamente trazó en una pared.
De ese modo, como un alquimista secreto, fue revelando para sí todas las permutaciones universales, haciendo los debidos comentarios para cada una de las sesenta y cuatro figuras que obtuvo como resultado. Recogió, para ello, todo lo que en su vida aprendió y tuvo ocasión de estudiar. Comparó sutilmente los movimientos y variaciones que ejecutan los hombres –casamientos, defunciones– y los procesos que se producen periódicamente en las gobernaciones y los principados, logró comprender la relación necesaria y sutil que existe entre las partes del cuerpo y las de una casa; entre las variables pieles de los tigres y los rostros de los hombres; entre la llegada de las lluvias y los múltiples partos de nuevos hijos; entre el brote de las semillas y la alegría del hombre...
Debió ser inmensamente dichoso, dichoso en una medida incomprensible para nosotros, en el momento en que, teniendo allí a su disposición ese microcosmos, entrevió con absoluta certeza cómo el emperador que lo obligaba al cautiverio, obraba relajada y airadamente, y, en su mente, preocupada por puerilidades mundanas y por las ambiciones más sucias e infames, jamás podría comprender ese prodigio: "eso" que Si–Peh comprendía. Si–Peh debió sentir compasión por los hombres, hasta por los más abyectos, como el actual emperador; y su semblante debió gozar de una brillante paz. Uno de los días del fructífero cautiverio debió reconocer en alguno de los múltiples ideogramas su vida futura, debió ver su pronta liberación y alejamiento del gobierno, de los actuales gobernantes, y todo debió entenderlo como cuando su padre explicaba cosas adecuadas a su mente niña, y todo debió aceptarlo, puesto que ahora sabía cómo se entraba, al igual que un huésped bienvenido, en la sagrada mansión del propio ser.
Quizás a eso se deba que luego de liberado, su vida se desenvolvió y disolvió como en un trámite de cotidianeidad; ya la había comprendido y no podía sorprenderle; por otra parte, su obra ya había sido ejecutada; su destino, cumplido en su mayor parte. Si él hubiera concebido este maravilloso verso, lo hubiera pronunciado con respeto y emoción:
"Lo demás es silencio."


Tan, duque de Tchou; reivindicación y madurez interpretadora.

Si–Peh, el hombre muerto, estaba más allá de cualquier gloria terrestre; a ello se debe que el título de Wu–Wang con que fue honrado por un hijo reivindicador, cuarenta años luego de su presidio, no le haga mella, no le quite ni le agregue gloria; él estaba mucho más allá y por encima de todo eso.
Pero, ¿cómo se llega a este punto? Y, ¿qué sucedió en esos cuarenta años?
Podemos suponer que Si–Peh lo previó, puesto que en su filosofía de la espera observadora lo reconoce a cada instante: "Los cielos y la tierra cumplen con sus cambios respectivos y las cuatro estaciones completan su revolución".
La superficie fluida de los hechos no expresa gran cosa, pero lo sucedido es esto: los abusos del emperador llegaron a tal punto que, al igual que nuevos brotes restallantes, la insurrección se inició y nada hubo que la detuviera; como si en todas las provincias al mismo tiempo estuvieran esperando desde tiempo atrás, la señal convenida; hordas ávidas tomaron los palacetes y un certero y veloz estiletazo hizo rodar la cabeza imperial; ahí, en ese mismo instante, comenzó la degollina.
Con la cabeza nominal, ensangrentada y en el suelo, la revolución concluyó; a partir de allí, comenzaron las luchas facinerosas, ávidas y bajamente soeces por el poder.
La paz, clamada a viva voz por los bandos rivales, llegó sólo en el momento en que, cortadas muchas cabezas, vengados muchos rencores, quedó sólo una cosa por venir; la íntegra destrucción de la ciudad. Esto se produjo en el 1127 a. de C. y Ngan–Yang quedó convertida en una masa ululante como un avispero, de gente llagada y malherida y casas aún humeantes entre montañas de cenizas y escombro. Luego, llegó la paz.
Con el victorioso duque hijo de Si–Peh en el mandato, se inició la dinastía Tchou. Al igual que todos los gobernantes, trató de reivindicar y apologetizar a sus allegados, a sus partidarios, y, en último término, a su propia familia. En esta ocasión debemos agradecerle al duque de Tchou su intención justiciera, pues no sólo demostró ser poseedor de notables aptitudes guerreras, una juvenil astucia y una viril inteligencia, también demostró ser un sabio de férrea voluntad y aplicado talento. Sin saberlo, ya estaba modelando en la China de 1100 a. de C., al futuro hombre de cinco siglos más tarde: el sabio al par que hombre público: Kron–Tsé, más conocido como Confucio. Ya mostraba, sin saberlo, un nuevo prototipo de hombre político vigoroso; el que toma las decisiones más velozmente, y aunque veloces: sabias.
Al duque debemos los comentarios de cada línea, su padre comentó cada imagen de seis líneas cada una; al duque de Tchou no le bastó, analizó con pasión mal contenida y con impresionante astucia tigresca las 384 líneas que componen los ideogramas del oráculo. Propuso, sin tener conocimiento de ello, una paradoja del infinito; la que continúa ramificándose hasta hoy en comentarios de comentarios de comentarios...

Krong–Tsé: los diez años finales

Más conocido como Confucio, se nos aparece como un hombre severo y solemne, entregado como cualquier común mortal al problema, planteamiento y disputa de los problemas de Estado: "La buena fortuna aguarda a quien no trata de reservar sus riquezas para los que se hallan dentro de su propio círculo, sino que busca el beneficio de todos los hombres".
Krong–Tsé era una persona que, ante un hecho injusto, se enojaba grandemente; contestaba, inclusive, con descarado cinismo a los interrogantes que se le hicieran y con quien más cruel se mostró fue con sus propios discípulos, pero por amor.
Cuenta una anécdota que, como todos los guías espirituales de la humanidad, era acompañado, admirado y emulado por unos pocos hombres; llegó a contar con un máximo de 64 alumnos y llegó a decir, a propósito de su semianonimato, en cierta ocasión: "¿Qué desean que haga para difundir El Método? ¿Que intervenga en competencias atléticas a fin de obtener fama y ser escuchado?"

Sin embargo, este hombre supo valerse de los cargos gubernamentales para influir directamente con sus enseñanzas en el sagrado pueblo chino, en la humanidad; o sea, para quienes verdaderamente habían sido concebidas. Fue un hombre que en su ser, supo combinar armónicamente al hombre externo, mundanal, con el hombre interior, reservado.
Los diez años que nos interesan en este registro ondulatorio de hombres que han hecho un alto en su vida para profundizar en lo que, por habitual, no vemos, son los diez últimos de su vida.
Los últimos diez años de vida de Krong–Tsé se acercan por similitud a esas curiosas y desperdigadas formaciones de ascético y brillante coral en medio del océano; por lo aislado del hecho, por lo lejano y extremadamente puro para nuestras mentes y por lo ensimismadamente onírico o digno de una soñadora mente infantil, es que esos diez años, dedicados al estudio del Oráculo, merecen mención alabadora y, a pesar de los esfuerzos, poco digna.
Considero que Krong–Tsé no se percató del paso del tiempo; pienso además que, en ningún instante su comprobada voluntad debió ceder a la facilidad del abandono. Puedo, casi, sentirlo palpitar dentro de mí, al soñar –al intentar soñar– cómo fueron esos diez intemporales años en que un hombre que no se sintió envejecer: "Mi Maestro es un hombre que estudia la doctrina sin descanso: que instruye a los otros sin cansarse nunca: que, absorbido por sus esfuerzos, descuida a menudo alimentarse; que por fin, embriagado por la música, olvida que la tristeza existe y ya no sabe que ha envejecido".
Intentó con la humildad del que nada sabe, develar los arcanos secretos de la alegría ecuménica, desatar esas fuerzas que yacen dormidas, para expulsar, como persona no deseada, a la impune tristeza que sofoca los hombres como un terrible silicio.
Supongo que tarde o temprano, toda persona adquiere una "estilo", ya sea de vida, de hablar, de comer, de escribir o de lo que sea. Supongo también, que, una vez aprendido ese estilo, éste deviene un tic; momento en que, inadvertidamente, nos vemos a nosotros mismos ejecutando tareas y pronunciando palabras que habrán de definirnos ante los otros, e incluso, ante nosotros mismos, reconociéndonos a cada instante frente a esa modalidad de espejo que es el otro ("ese gesto es mío; ese soy yo"). Me entrego a estas suposiciones porque deseo creer que en cierto momento archivado por siempre en la memoria universal, Krong–Tsé, bañado interiormente por un refulgente brillo de entrega y amor, debió reconocerse, como en una espiral prodigiosa que fuera mostrando contemporáneamente, al hombre que era y al que había sido (como en aquel cuadro en que vemos –puesto que el tiempo no existe, es invención aritficiosa de nuestra mente– al maestro Lao–Tsé a sus setenta y a sus siete años de edad, simultáneamente); debió comprender asimismo, al hombre que le restaba ser, que no difería de los otros que lo poblaban. Igual de sereno, pero no repentino sino por etapas, debió llegar ese momento de milagro en que, habiéndose asimilado a tal punto a los ritmos del Universo y a las mareas celestes que casi los sentía latir dentro de sí, supo, como una nueva comprobación de algo ya sabido, que iba a morir; y lo aceptó pues ya conocía su rostro y su medida y también sabía, sin tristeza, que todo había terminado.
"La viga maestra se rompe; un Sabio arriba a Su día. La ofrenda a los Cielos."
No debemos considerar sólo esos diez años; a la hora, del resumen, debemos tomar en consideración toda su vida; pero como sólo intento acercarme al espíritu del I Ching, no al Confuciano –no tan disímiles–, diré que, siguiendo la línea del duque Tan, Krong–Tsé también intento su exégesis del libro. Son variadas las versiones acerca de este momento estelar en que el anciano Krong–Tsé comenta a su manera las reveladoras líneas que desde tantas páginas atrás nos tienen atareados.
Dice una poética versión, que Krong–Tsé no escribía sus enseñanzas y que éstas fueron recogidas por escrito por los discípulos; otra dice que toda la obra confuciana fue escrita por un anciano de portentosa memoria casi medio siglo luego de la muerte del maestro.
Sea como fuere, sabemos que, acorde con el espíritu proclamado por el I Ching, Krong–Tsé no quiso a nadie a su alrededor en el momento de su muerte; sabía que un hombre meditativo en absoluta soledad interior, con la sola compañía del Libro –o sin ella–, no necesita intermediarios ante el Cielo, a la hora de su última verdad, de su último encuentro consigo mismo.
"Mi vida entera ha sido una ofrenda al Cielo. Una leyenda."
La vuelta se ha completado, él sabía de estas cosas implícitas en el Oráculo. Cuenta una leyenda que, al nacer Krong–Tsé, un unicornio pasó por su comarca; poco antes de morir aquél, volvió. El anciano Maestro comprendió la señal, supo de su propia muerte.
P.D.:
Hasta aquí, he procurado seguir cautelosamente el rastro ondulante dejado por los avatares del Libro; traté de no fallar. Debía elegir una modalidad (¡pueden ser tantas y tan variadas!). Creí en un modo y lo perseguí; en el momento de elegir, quedaban descartados otros. Espero no haber errado. Creí de buena fe que no era del todo erróneo acercarse a los hombres que han intentado develar esa filosofía al mismo tiempo secreta y pública, los cuales, como mojones, marcaron ciclos o comienzos de ciclo que el Oráculo por excelencia ha ido dejando en su sendero.
¡Quedan muchos hombres y hechos en el tintero! Aparece tan vasto el universo y lo que en él bulle, que resta ánimo a nuestras empresas humanas; aún así, intenté este fragmentario esbozo. Sabedor de que olvidé una muralla y varios maestros, y, sin disculparme por ello, formulo sin vanidad una disensión para el olvido: Borges, en su poema sobre el libro que estamos rastreando, incurre en un error, sugerido quizá por la vejez y el escepticismo; ni el I Ching indica una prisión ("ergástula oscura") ni el porvenir es "irrevocable como el rígido ayer"; aun en contra de nuestra triste costumbre latina de creernos aprisionados en el mundo, me inclino a pensar (más que a pensar, a creer) que el tiempo no cuenta, el pasado y el futuro no son menos imaginarios que el presente; y (no lo olvido), en ese mismo poema, Borges, más esperanzado, dice: "No te rindas". Ese hombre que nos pide que no claudiquemos es el mismo que, armonizante, dice: "Desconocemos los designios del Universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados".
Convencido de que todo disentimiento sobra y que, en realidad, se trata de un modo velado de complementar lo que desaprueba, agrego finalmente: En China, el arte, la escritura y la pintura no eran algo vanidosamente personal; nadie disputaría la autoría de unos antiguos versos, sería ridícula la pretensión de ejercer censura sobre una persona repentinamente arrebatada de inspiración admirativa ante la belleza de una tela e impedirle que escribiera (en esa tela), con hermosos caracteres, su propio comentario sobre la obra. Las obras chinas no poseían un "fin"; eran lo que hoy, los descubridores de última hora llaman "obra abierta". Quienes se creían aptos, estaban en su legítimo albedrío para agregar comentarios personales. Así lo hicieron el duque de Tchou, Krong–Tsé y luego sus discípulos; la magia es múltiple y es de todos; así agradaría al benévolo espíritu que yace en las páginas del Oráculo, así lo entendieron Jung, los Wilhelm y Borges. Quizás, en el fin de los tiempos, todos ellos formen o sea una misma indisoluble persona.
Escribí estas páginas convencido de su carácter de rastreo; pero, pienso que en el mismo rastreo está el intento fructífero y el premio; acechar con insistencia humilde hará capitular a la letra; ella, por sí sola, nos entregará su escondido fruto. El futuro ya está aquí; la amalgama es descifrable.

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