Mostrando entradas con la etiqueta Cuento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cuento. Mostrar todas las entradas

martes, 8 de febrero de 2011

Un lugar donde nunca podré volver. Héctor D'Alessandro

Un lugar donde nunca podré volver. Héctor D'Alessandro

Fue a los cuatro años cuando perdí por primera y única vez en mi vida la conciencia. Me desmayé de un modo calamitoso, y sólo un día más tarde volví a ver el mundo exterior, y a tener noticias de mi, de la punta de mi nariz, de mi mano rascándome la cara, del sonido de mi respiración y de una nueva y suave manera de respirar, totalmente contraria a la ultima respiración del día anterior. Por algún motivo, a mi hermano, diez años mayor que yo y a cargo de mi persona por una noche mientras mis padres se alejaron dos calles hasta la casa de mis primos, se le dio por celebrar una suerte de bacanal del miedo. Apagó luces, se puso una sabana sobre la cabeza y encendió velas al mismo tiempo que emitia extraños sonidos guturales que se pretendían de ultratumba, y que ami me sumieron en un terror de tales dimensiones que se me cortó la respiración, cerré los ojos en medio de mis propios gritos con los que intentaba en vano ahuyentar mi propio pánico y finalmente me desmayé.
Esta inusual actuación precipitó a mi hermano de regreso a la realidad y lo hizo actuar con velocidad.
Y con tal grado de eficacia que, según contaban, media hora más tarde yo estaba en el hospital entubado en una "carpa de oxígeno" y además, como de regalo, con un diagnostico de "asma de origen nervioso"; lo de "nervioso" en este caso, aunque a mi me hacia imaginar un cable pelado del cual saltaban chispas, estaba emparentado con la palabra "susto".
A partir de aquella fecha mi madre pasó a tener un argumento aparentemente sólido para repartir cachetazos a diestra y siniestra. A mi hermano por haberme "casi matado" y a mi, alternativamente, según se lo permitiera cmprender a ella su propio cable pelado, se me castigaba por "hacer eso" ("dejar de respirar" de un modo que parecía voluntario) o bien se me exoneraba de la mayor parte de las tareas de la casa en las que podía colaborar, y de la repetitiva gimnasia en el colegio.
Durante aquellos años me visitaron (esta es la ridicula expresión que nuestro idioma aconseja en este caso, cuando en realidad la acción es inversa, era yo quien lo visitaba a él) diferentes medicos de la mutualista y unos y otros daban un buen pronóstico para el futuro; en algún momento se me iría aquella enfermedad. Esto no confortaba a mi madre y entonces buscaba algún medico privado, de preferencia caro, que pudiera tener otra solución. Me atendió uno que me hacia tomar capsulas disuletas en agua de sales de epsom; claro que el doctor ese que se llamaba Gil Ligner decía que era un medicament exclusivoy una fórmula que el preparaba en su casa. Para aportarle la necesaria mística metia las cápsulas en talco y todo esto junto dentro de un frasco de vidrio azul ("para preservar la fórmula de las radiaciones") y sugería noexponerla al sol. Esto era muy importante porque a medida que el paso del tiempo demostraba la inutilidad de aquel sistema el doctor aquel se ajustaba las lentes sobre su nariz hebrea, miraba a un lado, miraba a otro, miraba a mis padres, me miraba a mi, yo miraba al suelo presumiendo lo que venía: "¿No habrán expuesto este frasco el sol, verdad?"
Mi padre estaba conteste conmigo en el abierto caracter de descarada estafa del doctor Ligner; pero mi madre adoraba a las "eminencias médicas" y le gustaba mucho comentar a sus amigas y parientas que alguien de nuestra famialia "habias sido visitado por una eminencia médica". Mi madre era una señora a la que le gustaba aparentar y aunque para hacerlo tuvieramos que estar todos enfermos, había que cumplir con su mandato. Del mismo modo, y en otro frente, en algún momento de su vida se le metio en la cabeza que yo debia ir a misa cada domingo pero el fervor religioso no logró brotar en mi asmático cuerpo y ella no insistió demasiado en esto. Ella despues de todo, nunca iba a la misa, recibía eso si, la bendicion católica a domicilio, con la visita mensual de la virgen, algo por lo que pagaba. Estaba en buenas relaciones con la virgen y le ponia limosnas en la alcancía que esta tenia debajo de la virgen. Propinas que yo le sustraía a la virgen apenas mi madre salia a hacer los mandados por la mañana. Yo tenía por diferentes sitios de la casa escondites con dinero; era un niño que manejaba unas cantidades inusuales para su edad y no todo podía justificarlo. El de la virgen, desde luego no podía, algunas veces, incluso, luego de sustraerlo, volví a introducirlo en aquella especie de urna de madera porque si me lo llegaban a encontrar en casa me iba a ver realmente en un gran aprieto por no poder justificarlo.
En mi casa habia muchas cosas que no podían justificarse, por ejemplo, por las mañanas muchas veces íbamos juntos mi mama y yo a visitar a diferentes brujas, curanderas, santiguadoras y echadoras de cartas de la ciudad. Estas visitas no podiamos relvelarlas a mi papá ni a nadie en el barrio ni por supuesto yo en el colegio. Imaginen, mi papá nos hubiera dado en la cabeza con toda la bibliografía científica y el positivismo de su parte, en el barrio nos hubieran considerado gente muy vulgar y en mi colegio catolico era mentar al diablo. La conclusión para mi era evidente, tenía muy buenos motivos para extrosionar a mi madre. Ella generalmente me pagaba en regalos y salidas durante las cuales concurriamos a bares donde comía exquisitos manjares totalmente propicios para producir un ataque de asma y que sin embargo no me producían ningun ataque. Ni de asma ni de nervios ni de nada.
El caso es que me divertía visitar a aquellas señoras que atendían en su casa, y que a veces tenían un marido o algun pariente o algún niño con quien entretenerme además de presenciar las tiradas de cartas. Es que mi madre me obligaba a mirar atentamente a aquellas brujas para corroborarle con una suave patada por debajo de la mesa o con algun ligero apreton de manos si yo "descubría" que le estaban mintiendo. Me convertí en un experto descubriendo a aquellas señoras, un ligero tragar saliva previo a decirle a mi madre exactamente lo que quería oir, un evidente abrir muy grandes los ojos e inclinar la cabeza sobre mi madre como queriendola convencer de la veracidad de sus palabras cuando estaban desbarrando de un modo muy descarado. Todo eso lo aprendí y aprendí también la prudencia de no decirle a mi madre la verdad en caso de que la mentira fuera muy gruesa y pudiera desembocar en un estallido de furia por parte de ella. Yo recelaba de cualquier puerta cerrada a espaldas de la tarotista e imaginaba a mi madre trtanadola de mentirosa y negándose a pagar, a la mujer llamando a su hombre y acontinuación un titular de prensa que indicaba que un niño catolico de clase media en plena decadencia y su loca mamá aparecieron degollados en el arroyo miguelete, lanzados allí por una conocida pareja de estafadores que se valían de las cartas para ganarse la confianza de los incautos. (Me conocía el lenguaje periodistico a la perfeccion, tenía pocas cosas para leer en las consultas de brujas mientras esperaba en la sala de estar.) Mis esperas en las salas de estar de las brujas y en las peluquerías de señoras me granjearon un conocimiento del alma femenina que se activa son que yo quiera; yo sé cuándo un curuja de esas que sale en las revistas está vestida con muy mal gusto desde muy pequñito, aprendí eso antes de las complicadas normaitvas del off side en el fútbol; deporte que aprendí a jugar tras observar a mis compañeros de colegio durante decenas de jornadas y a continuación leer dos libros de Nilo J. Suburú donde pude entenderlo todo y luego atreverme a participar; juego que abandoné tras comprobar que yo jugaba para divertirme y mis compañeros para cabrearse.
Una de esas tarde de inopia total en que me dejó mi madre, fuera de la consulta de la bruja Matilde escuché la historia más maravillosa que escuche por aquellos años, y desde luego la que mas me influyó. Matilde era una señora gorda que atendía en la calle Obligado entre Rivera y Silvestre Blanco en la acera de los numeros impares. Aquella mujer era muy muy gorda, pero esto era habitual en las brujas que atendian a su clientela en el comedor o en la sala sentadas durante horas y horas a lo largo de muchos años, algunas incluso atendían desde la cama. Nunca olvidaré a Maruja, una señora brasileña con reuma deformante que se rascaba la espalda con una manito de plástico en la punta de un lapiz larguisimo. Esta atendía desde la cama y tenia un sobrino, Roberto, que parecía un gigoló y que te traía un té o algo para beber mientras estabas sentado allí en una butaca muy moderna frente a su cama, desde la cual hacía videncia y luego estando hecha polvo como estaba te echaba un santiguado; una especie de salutacion bendicion papal no muy activa en su caso y con la cual se suponía que te enviaba una buena onda de salud y bienestar. En esos momentos yo pensaba "que los muertos entierren a sus muertos" y me volvía de repente muy cristiano. En las salas de espera yo me pasaba horas sólo en algunos casos. Uno era si mi mamá quería comentar con la señora algo que yo no debía oir, otro era si de quien iba a hablar era de mi. Generalmente, mi mal comportamiento en el colegio y mis malas notas daban mucho trabajo a las cohortes espirituales y algún dinero a los monederos de aquellas señoras.
En las salsa de espera, además de leerme todas las revsitas que describian la vida de gente idiota como "Gente" y "Siete dias", por mandato de mi madre debía escuchar atentamente cualquier receta novedosa que escuchara contra el mal de ojo (un mal, según mi madre que padecíamos en mi familia a consecuencia de la acción de algún ser malgino integrante de las familia y que nunca logramos descubrir aunque mi madre pretendió toda su vida que entregara las horas de la mía a esa investigación; mal segun ella que nos tenía "estancados"), también debía escuchar atentamente si alguien hablaba de algún otro profesional del área que hubiera visitado con éxito para ir a visitarlo.
Así fue que un día, con once años de edad escuché a una señora que sonreía mostrando a su hijita, que estaba allí presente y decía que se había curado el asma yendo a una playa donde compró un pescado recien sacado y haciendo que la niña lo lanzara por encima de su hombro izquierdo con la mano derecha de nuevo al mar y luego tenía que cumplir con la condición de nunca más volver a esa playa. Era relativamente fácil y mi cerebro pareció por un momento ensancharse dentro de mi cráneo, mispulmones dentro de mi pecho y mis pies querían salir de ahi corriendo hacia aquella playa.
Decidí no decirle nada a mi madre; no sé qué me daba que si se lo decía me iba a sabotear dado que buena parte de su acitividad a brujas y médicos y buena parte de us tiempo entrgado a preocuparse de algo, estaba absorbido por mi asma. Era poco menos que un crimen familiar curarme.
Entonces lo hice solo y a escondidas, una tarde de verano en que ella hacía la siesta agarré ropa para bañarme en el mar; ropa vieja que pensaba dejar allí mismo para no volver mojado y que se notara que habia ido a la playa. Saqué dinero de una de mis muchas ajas fuertes disimuldas distribuidas por toda la casa y a las cuatro me escapé. Tomé un autobús que me llevó a una playa a una hora de distancia de casa. Algunas veces habian matado gente por allí, según la prensa pero bueno todo eso a mi no me amedrentaba.
Fui a aquel lugar y fui a ponerme al lado de un señor que estaba sentado sobre un bota de pintura invertido pescando y le pedí que me vendiera el primer pescado que sacara. Que lo necesitaba por un motivo de salud. Me miró, se partó el trozo de tabajo que le ensuciaba los labios y me dijo "ah, si es por salud" y moviendo su mano dentro de un balde me mostró que allío tenía algunos pescados, uno estaba vivo. Aunque era un poco grande se lo compré. Acto seguido me alejé lo más que pude de aquel hombre, me entró verguenza y un sentido del ridiculo inusuales en mi.
Miré al mar, miré a aquel pescado que me miraba con aquella mirada sion sentidose me cayó a la arena dos veces, empecé a caminar hacia la playa de espaldas porque de otro modo no iba a tirarlo en el mar sino en la arena. Cerré los ojos y sentí por un momento el calor atravesando mis pestañas de la luz azul y el aire salino de la tarde, tomé aire como nunca antes lo había hecho, pronuncie una carcajada algo extemporanea que me pareció de lo más adecuada para aquel raro ritual. y apretando aquel bicho lo lancé con ambas manos por encima de mi hombro izquierdo. Lo oi o creí oirlo caer en el agua; imaginé que se iba todo orondo y muy contento mar adentro.
Y comencé a alejarme con los ojos cerrados, solo dejaba que me entrara una tenue luz que me guiara hasta los médanos y luego hacia la calle y sentía la ansiedad propia del niño jugueton que era, la fuerza por un lado de la curiosidad por abrir los ojos y el mandato misterioso que me obligaba a no volver la vista y no volver a esa playa de por vida a cambio de la eficacia en el ritual. Cuando empecé a sentir las dunas bajo mis pies abrí los ojos para no tropezarme y me di cuenta que ya estaba llegando a la calle y levanté ambos brazos como si celebrara el haber metido un gol y corrí y corrí y corriendo llegué a la parada del ómnibus. Me habia dejado la ropa con la que pensaba bañarme pero la total seguridad interior de que me habia curado era superior a cualquier otro deseo. nada me importaba, ni que me castigaran al llegar a casa ni nada de nada.
Esa semana el radiologo al ver mis pulmones ante la máquina de rayos x exclamó: "¡este niño tiene los pulmones de un atleta olimpico, es hora de que se ponga a practicar natación!" Y con ese buen augurio nos fuimos a ver al médico de cabecera, quien decretó que yo a partir de ese momento era sano. Al salir aquella tarde de la mutua mi madre me compró un frankfurter y me permitió ponerle toda la mostaza que yo deseaba. Me miraba y en su cara había mucha felicidad; solo era una imaginación mía el hecho de que le viera un atisbo de sospecha, como cuando me miraba intentando descubrir qué nueva travesura había cometido. Me miraba como cuando sospechaba que yo guardaba un secreto, momento en que yo revoleba los ojos a un lado y otro y no la miraba a los ojos volviendome de alguna manera inconsciente al punto de que ni siquiera escuchaba sus preguntas. Ahora en cambio estaba plenamente consciente, si de este modo puede definirse el estar lleno de vitalidad y de energía y de contento; y si un punto habia de inconsciencia en mi cabecita era justamente eso: como una mota de polvo que se alejaba con la brisa en medio de la luz vespertina y que representaba en mi cerebro la cifra e imagen de aquel lugar el que nunca podré volver.

martes, 28 de julio de 2009

Ver lo que no se ve. Héctor D'Alessandro

Ver lo que no se ve. Héctor D’Alessandro

Desde muy niño me asombró la capacidad de las personas para ver lo que no se ve. Yo me había acostumbrado a dar rodeos inmediatos en torno a cualquier frase que un adulto soltara con extrema rapidez. Como si yo me dijera a mí mismo: “si lo dice rápido es que no lo piensa, ya no lo sabe, ahora no actúa esa persona sino el peculiar patrimonio de estupidez acumulativa que su tradición individual le haya permitido adocenar”. Ese instinto tan certero nunca me falló. Cuando alguien suelta una idiotez a gran velocidad significa que las palabras están hablando a través de él, no está generando nada, sólo basura.

Dentro de esa infinita cantidad de porquería mental están casi todos los dichos populares de todas las tradiciones poliimbéciles del planeta, casi todas las frases hechas y un buen conjunto de falsos pensamientos cuyo vaciedad queda demostrada por la recepción que cualquier adulto sano puede hacer de ellos: una vaga desolación y el silencio propio ante lo irremediable se apodera de la persona. El virus de la idiotez humana acaba de pasar por la estación circular del cerebro una vez más. Tiene parada en todas las estaciones.

De ese conjunto casi infinito me asombró sobremanera esa capacidad para ver lo que no hay que se haya presente en las personas extremadamente poseídas por la mente comunitaria y que no han tenido ninguna oportunidad de parir alguna vez una idea o algo que se le parezca. Decía, esa gente, “has visto a fulano (o mengana) siempre solo (o sola).” Y luego venía la pregunta sobre porqué no está con alguien; nunca nadie cogía por el camino en el que hubiera por ejemplo carteles indicadores que dijeran: “qué feliz se le ve, qué bien está consigo mismo”. Y si se decía algo de esto, inmediatamente agregaban (para cagarla) “si solo/a está tan bien, cuando esté con alguien será increíble”. O bien, “Has visto a tal, qué casa tiene”. “Sí, pero no tiene el coche que tiene perengano”. (Siempre aquello que falta.) “Has visto a fulanita, qué éxito ha tenido.” “Sí, pero no viaja a X”. (Siempre aquello que está ausente).

Yo no me engaño, todos estos que siempre han repetido todas estas bobaliconadas, hoy gobiernan el mundo, desde puestos de importancia y desde cada esquina desde la cual se monitorea el sentido común vigente. Estos, que ayer nomás decían esas cosas, son los mismos que creen en un montón de ideas indemostrables. Son los mismos que creen tener pensamientos propios, son los mismos que creen ver el aura, son los mismos que se preguntan porqué ese petróleo está en ese país de miserables y no en la gasolinera de mi esquina, con lo mona que es, son los mismos que creen tener la capacidad de modificar alguna cosa y los mismos que anhelan algo con una fuerza equivalente a la de un pedo y creen que eso les salvará. Gracias a ellos y su labor constante, ahora me percato, la idea general de dios es una idea negativa y chabacana, es el más elemental de los sentidos comunes y corrientes. Un pensamiento que siempre ha estado volcado a lo que no está, necesariamente va a crear un dios que está ausente, que no se puede ver y que en definitiva nunca se puede alcanzar. Dios, ahora lo veo claro, es el más grande pensamiento de escasez que se haya podido concebir. Es el nombre que se le ha dado a la ausencia total. Ese dios no me gusta, ese dios es suicida, el supremo anhelante de lo que no está aquí y ahora.

Ese Dios no escucha, no puede escuchar, porque lo que yo digo sucede aquí y ahora.

viernes, 20 de febrero de 2009

Parejas. Héctor D'Alessandro


Parejas. Héctor D’Alessandro
Para Carla Carissimi
Hace muchos años yo tenía una novia que siempre estaba pensando en casarse; dominada por su afán, no hacía más que decirme, una y otra vez, o darme a entender de mil maneras posibles, que deseaba un gesto mío, el gran gesto, que le pidiera casamiento. No lo voy a negar, me agobiaba su impulso, me aplastaba su impetuoso afán, y acababa aburriéndome con sus edulcoradas palabras.
Ella era una mujer fuerte, yo lo sabía.
Un día, cogiendo fuerzas de flaquezas, le propuse un ejercicio a la medida de nuestras energías.
Le dije:
“Mira, tú sabes cuánto me cuesta esto, entonces, vamos a hacer una cosa, si a ti te parece. Yo te voy a pedir casamiento. Pero necesito una semana para prepararme y que cuando llegue el momento, yo me lo crea, pero sobre todo, que cuando lo diga pueda creerlo y lo más importante, que una vez dicho me lo haya creído.
Ella, que era una mujer con capacidad para respirar a grandes alturas, aceptó el reto, e incluso se entusiasmó. Comenzó a prepararse con gran ilusión y seriedad, con una vibrante naturalidad. Le aportó al plan general unos matices extraordinarios e interesantes. Comprendió cabalmente el alcance de nuestro acto. No se trataba de realizar un ritual social vacío de contenido para luego ir corriendo a contárselo a los amigos y a la familia. Ay, me pidió, Ay, le pedí. Era un acto para nosotros que luego, convalidado por nuestra experiencia íntima, se repetiría para un público más amplio y merecedor. Propuso además, que luego del día de la pedida, analizáramos todo durante un período moderado y prudencial después del cual decidiríamos qué hacer en esa otra frontera de nuestra vida: la cara pública.
Llegado el día, cumplimos con todos los pasos del ritual, cenamos fuera, fuimos a una sala de baile de carácter muy romántico, melodioso e íntimo. Tomamos una copa y volvimos a casa, donde teníamos ya preparado todo y yo saqué los anillos, la única sorpresa que aún faltaba.
Recuerdo que me acerqué a ella y le dije “¿Quieres casarte conmigo?” Y recuerdo que estas palabras salieron de mi boca con enorme energía y naturalidad, con gran convicción, y algo dentro de mí se sintió claro y directo y seguro de lo que decía y de lo que hacía.
Ella me miró y se quedó muda, me estuvo observando largo rato. Extendió su mano y acarició mi frente ansiosa, me tiró un beso y me miró con una profundidad que me sacó de mí, me hizo trastabillar interiormente, me hizo temer y dudar. Entonces, un cierto personajillo que llevo dentro, que sale a relucir en estas ocasiones hizo aparición en escena y dijo:
“Antes de responder, quiero que sepas que si me dices que “Sí”… podré comprenderlo”.
La petulancia de este último comentario movió su mano, se la llevó a la boca, rompió la serenidad amorosa de la escena, el único tenso era yo, y la hizo reír. Esto me tranquilizó, después de todo ella siempre había dicho que quería un hombre que la hiciera reír.
Rió largo rato, se secó una lágrima que no comprendí y luego me acarició nuevamente y me acomodó un mechón de pelo rebelde.
Al fin, contestó:
“No, no quiero casarme. Pero hasta este preciso instante no lo había sabido.
En ese momento me sentí fatuo y tonto, y avergonzado. Por un instante alenté la ilusión de que fuera una broma pero no, no lo era.
La miré y pensé que estaba hermosa, dura, firme y hermosa diciendo “no”. Estaba, además, enorme, y cobré una repentina conciencia orgullosa de que realmente era una mujer que podía respirar a grandes alturas emocionales, que yo también lo era, de hecho estaba de rodillas ante una mujer gigante sintiéndome un grandullón ávido de cariño y de ternura. Pensé decirle que era la persona más extraordinaria que había conocido y que el acto, ese triple salto mortal que acabábamos de ejecutar, era el acto más intrépido que yo había realizado en toda mi vida y que indudablemente esto nos haría aún más fuertes, y nos dejaría preparados para recibir realmente a una persona adecuada en algún momento del futuro. Todo esto pensé decirle, y si se lo hubiera dicho habría estado fenomenal porque en realidad eso fue lo que sucedió, pero si no se lo dije fue sólo porque ella, una vez más, se me adelantó a pronunciar aquellas palabras.

domingo, 9 de noviembre de 2008

La rata. Héctor D’Alessandro



La rata. Héctor D’Alessandro
Para Toni Cuevas

1.
Me hubiera gustado que mi padre, durante la casi olvidada infancia, me hubiera dicho algo memorable, pero está visto que eso le está asegurado a seres de novela como el narrador de El gran Gatsby. Sin embargo, sí puedo asegurar que mi padre me dijo algo, menos glamoroso, menos aforístico, más emparentado con el sentido común. Algo así como “nunca te cases con una mujer sólo por su belleza”. Quizás llegó a decirme incluso que la belleza siempre exornada por una sonrisa es ante todo sospechosa. Puede que me haya dicho algo así, puede que yo mismo lo variara en mi imaginación a lo largo de todos estos años. Sea como sea, el resultado me gusta más que cualquier realidad pasada. Y he optado por quedarme siempre con lo que me gusta. Antes me indignaba si alguien me decía “eso no es así, eso es de este otro modo”. Primero, me entraban unas ganas acerbas de discutir. Luego, pasado un tiempo, no sé cuánto, una indiferencia bañada de desprecio se apoderaba de mí ante este tipo de frases y observaciones. Así, hasta que un día, ante una frase de esas que pretendía rebatir algo imposible y viendo como la otra persona afirmaba algo que a todas luces no había sucedido, me di cuenta de que en nada vale la pena discutir sobre si algo fue de un modo o de otro, los hechos tienden a oscilar de un modo perturbador y se convierten no sólo en un campo de lucha sino en muchos casos de una lucha inútil.
Quizás, entonces, mi padre me dijo que no depositara toda mi confianza en una belleza estereotipada, en una sonrisa bonita y sobre todo en una sonrisa fría y en un mirar duro que con el tiempo pueda volverse despiadado. Pero uno no se da cuenta de todas estas cosas cuando es joven y sólo pasado el tiempo y luego de atravesar las brasas y el fuego de la experiencia es que uno piensa, a veces, que aquello era exactamente lo que nuestro padre quería decirnos. Y hacer este descubrimiento parece importante, pero es lo último que parece importante, luego, al pensar con tranquilidad, uno se da cuenta de que el padre de uno era un tipo aprisionado como todos en las sucesivas cárceles del sentido común y jamás nos pudo decir algo con el alcance o la trascendencia que ahora le atribuimos. Quizás el tipo estaba pensando en algo de mucha menor importancia. Quizás simplemente había oído esa frase en el autobús y el tipo que la pronunció le pareció alguien importante y entonces él la repetía como el idiota o el gilipollas que jamás dejó de ser en el fondo.
El caso es, no lo negaré, que me casé con Anastasia porque estando con ella me pareció que iba a alcanzar todos mis objetivos en la vida (el primero: estar con Anastasia), me iba a volver progresivamente rico, alimentado y alentado por sus besos que cada mañana me enviarían a la selva urbana de la cual yo volvería a la noche saltando de liana en liana y de árbol en árbol con un abundante aprovisionamiento y además una chequera en blanco para que mi amor dilapidara como a ella más le gustara todas aquellas riquezas que su irradiación y mi fuerza crearían de modo natural al entrar en conjunción. (Sólo pensar esto, sentir las sensaciones que corrían por mis venas y mi piel mientras pasaban esas imágenes por mi mente, hacía que la polla se me pusiera como una morcilla y se agitara dentro del pantalón como un animal salvaje a punto de morder a una presa. Al llegar a casa sólo deseaba una cosa, sólo estaba obsesionado con una cosa. Y con el consecuente arrebato la tumbaba, piernas en alto y le desagarraba la ropa –que ya volvería a comprar– y desgarraba también su piel.) Yo pensaba que ella disfrutaba tanto como yo y trataba de encontrar en su rostro en su sonrisa en el brillo de su mirada, ese placer que imaginaba. Me costó mucho tiempo darme cuenta que Anastasia estaba como ausente, no sólo ausente de la escena que vivíamos, ausente de sí misma. Yo no sé si alguien ha visto lo que yo, pero yo he visto, locos, ancianos y moribundos y las tres categorías de personas, en un momento, tienen algo en común, ese algo común se conoce bajo la expresión “se ha ido”. Hay un momento en que al loco su locura lo enajena de la realidad circundante y lo vuelve extraño ante ella y no responde de ningún modo aceptable para los criterios de realidad que casi todos manejamos a diario. Hay un momento en que los ancianos, desgastados, entran en otra realidad y este pasaje se puede ver en su mirada vidriosa y a la vez vacía, una mirada envuelta en una bruma, una mirada que mira desde detrás de las cataratas pero que no se fija en ningún sitio concreto y entonces entendemos que probablemente la enfermedad los ha comenzado a ganar o sencillamente la muerte ha empezado su labor de zapa y comienza a llevárselo. Hay un momento en que los moribundos, si en un momento intensamente atentos a su dolor físico se transforman en la imagen de la sabiduría santa al rendirse al dolor emocional, luego, según los pensamientos que transiten por su cabeza destrozada por las tormentas del fin pueden perderse en una maraña confusa y antes de la lucidez final, cuando pronuncian las frases célebres, vagan con la mirada por un mundo intermedio de sonambulismo y ausencia.
Mi mujer, Anastasia, ya había entrado en esos mundos aunque pareciera una persona que gozaba de una buena vida.
Entonces me di cuenta cuánto la quería y cuán enamorado me había casado, porque no queriéndola ver en ese estado sufría por no hacerla sufrir recriminándola o pidiéndole meramente explicaciones o haciendo observaciones sutiles cuya inutilidad era manifiesta. Ella no se daba cuenta que estar vivo no era igual a lo que ella hacía.
Tras muchos intentos fue que cedí el paso a mi egoísmo o a lo que creía egoísmo y decidí que si ella estaba allí meramente para cumplir un rol, yo haría lo mismo y no sólo lo aprovecharía sino que además disfrutaría de ellos como un cerdo, en fin, como un animal, del tipo que fuere, oscuro o brillante, lúbrico, babeante, daba igual. La miraba y pensaba “Anastasia, cacho é carne, mamona exquisita, bulto carnoso, chocho, nacía pa darme satisfacción y na más”. Cuando pensaba estas cosas, ellas me miraba y siempre un momento antes de que me dijera “Ay, porfi, no me pongas esa cara de loco que me asustas”, yo detenía mi actividad mental y me lanzaba sobre ella, que profería acertados grititos muy acordes con la situación, unos chilliditos agudos y penetrantes como los de una rata y que me laceraban los oídos y al mismo tiempo me exaltaban. Al lanzarme encima de su cuerpo me sentía enorme y poderoso, recordaba un documental en el Serengueti (Kenia) donde mostraban el apareamiento de los leones, el macho encima de la hembra dándole y dándole mientras la retiene por la nuca con los poderosos dientes, en tres días de actividad constante le llega a echar unos ciento cincuenta polvos. Mas de una vez le mordí la nuca a Anastasia y esto la hacía retorcerse y mugir y berrear y chillar y comportarse como un animal y se giraba para mostrarme el brillo de sus ojos y le caía una baba por entre sus pequeños y afilados dientes que yo bebía como si se tratara de Ambrosía porque realmente era el único momento en que la sentía cercana y animal, flexible y lacia entre mis brazos.
El resto del tiempo, yo me cocía en mi vida inútil de hacer dinero y venir a casa a la noche a obtener mi ración de sexo y ella se destrozaba el alma y los pies en diversos paseos a las tiendas más caras de la ciudad para matar ese gusano horrible que crecía en su interior.
Si yo sacaba algún tema de conversación que pudiera resultar interesante, ella siempre me miraba como si yo fuera un extraño y ahora viniera con quién sabe qué cuentos.
Estas escenas me violentaban y yo tenía ganas de resolverlas con algún tipo de discusión un poco intensa, como se hacía en tiempo de mis padres, o como se hace en la empresa en que trabajo cuando se entra en las fases de resolución de conflictos de competencia, pero ella se escabullía, no sé si con un arte propiamente femenino o de otro tipo porque fue en esos días que realmente me día cuenta que yo no sólo no sabía nada acerca de las mujeres sino tampoco acerca de los hombres y puestos a ser exhaustivos tampoco sabía nada acerca de la vida. Mi vida había sido un largo paseo por la alguna de la ignorancia, un largo fraseo de lecciones recibidas y un no mirar más que para adelante, mirar para adelante si ni siquiera saber porqué y no preguntes.
Un día me dijo, saliendo de su estado hipnótico:
–A tí no te gusta la armonía.
Y luego de decirlo se fue al dormitorio, la miré y no pude concentrarme en su frase sino en el reborde inferior de sus preciosas y mantecosas nalgas bajo el picardías, me entró un deseo de llorar, una nostalgia de erotismo y mi respiración se volvió salvaje. Acababa de torearme y sabía hacerlo porque aunque fui para la habitación decidido a la discusión acabé ensartándola desde atrás que parecía ser lo que ella más deseaba en ese momento. Y dentro de ella me retorcí y jadeé y solté un moco de leche grande, gordo, espeso, fibroso, que parecía bajar de mis meninges. Luego me quedé tumbado mirando al techo mientras ella me hacía caricias en el pecho y rumiaba una canción en voz baja con una vocecita aguda y yo me sumergía en un sueño flotante y algodonoso.
En el sueño corría por una llanura (¿el Serengueti?) y era una especie de nutria o castor de zonas tórridas, olía todo intensamente, a sexo, a sangre y almizcle. Yo corría desesperado por enterrar mi clavo ardiente en una hendidura de agua donde bajar la temperatura. Los olores me orientaban en todo momento y al despertar continuaban allí en la habitación, me quise mover y el brazo se me había dormido debajo de Anastasia, ella estaba lacia y dormida, inamovible. Al escurrir mi brazo sentí en la boca el sabor animal que aún venía a mí desde el fondo del sueño. Mi boca se abrió en busca de oxígeno, carraspee un momento mientras me desperezaba y salió una lluvia de pelusas o pelos de Anastasia que, alojados en el fondo de mi garganta durante el forcejeo, ahora salían de mi boca y se esparcían por el aire de la estancia.

2.
No voy a negar que los años pasados de este modo me dolieran, claro que lo hicieron. Pero mi cobardía era superior y la labor de conformismo en que me sumergía por las noches pagaba de alguna manera el resto de la triste vida que, según yo, llevábamos.
Anastasia se volvió estúpida y obsesiva. Se preocupaba por cualquier tontería de un modo frenético y fanático. Que si la cal se estaba comiendo las tuberías y un día saltarían chorros de agua hirviendo del corazón de las paredes de nuestro infranqueable hogar. Que si un vecino la miraba con demasiada pasión y que quizás un día se volvería loco y la atacaría mortalmente. Que las líneas del estampado del edredón se cambiaban de sitio en cuanto ella se daba la vuelta y eran tan puñeteras, las líneas, que volvían a ponerse en su sitio en cuanto ella volvía a la posición inicial. Que dentro de las paredes se acumulaba el alimento de alimañas nocturnas que acabarían reventándolas por su propio peso y expansión. Que si había una explosión nuclear nuestra casa sería pasto de la destrucción y sólo sobrevivirían algunas alimañas, las serpientes y las ratas, que yaceríamos muertos, flotando en ríos de agua verde fluorescente y viscosa corroídos por un millón de dientecillos afilados.
Yo no sabía cómo hacer para llevarla al médico y que la vieran. Cuando al fin la convencí, fue riéndose a carcajadas, estuvo muy sensata durante la entrevista y le dijeron que tenía un poco de stress y le recetaron unas pastillas que ella se las tomó en tres sesiones durante las que viajó por mundos extraños que le dejaron la cara hinchada y los ojos apergaminados durante días. Me dijo que había sido un viaje malo y vulgar el de aquellas drogas y yo me acabé de convencer que no sólo el pasado se puede inventar si no el propio presente y que pasar por una persona “normal” es una de las tareas más fáciles que existen.
Fue durante esos dos días de viaje malo y vulgar que desvariando me dijo que era un don perfecto y que si creía que ella era una bruta y una asquerosa, no menos era yo y que sólo estaba con ella porque éramos iguales.
No entendí esas palabras, pero me afectaron.
Cuando ella volvió a ser la de siempre, no me atreví a preguntarle sobre esas frases. Me paralizaba un abismo, el insuperable temor a que me dejara desamparado en el desierto de desesperación de nuestro horrendo matrimonio socialmente exitoso.
Fue entonces que se volvió totalmente obsesiva con las ratas.
Había leído una malhadada noticia, según la cual nuestra ciudad estaba infestada de esos bichos. Comenzó entonces su crisis definitiva. Día y noche recelaba de cualquier ruido que oía donde fuera que se moviera y siempre andaba atisbando a un lado y otro sospechando de un acecho multitudinario dispuesto a desplomarse sobre su generoso cuerpo y devorarlo en un santiamén.
Yo también creí volverme loco, y el deseo de largarme y abandonarla a su suerte me hizo sentir fuerte, claro que de un modo negativo, como nunca antes en mi vida.
Hablábamos todo el día de las ratas, entre nosotros y con todos aquellos con quienes nos cruzábamos en le calle, en las fiestas, en los paseos, en mi trabajo. Llegué a saberlo todo sobre sus oscuras vidas subterráneas. Me sorprendió en poco tiempo lo familiarizado que llegué a estar con esos animales; a tal grado que comenzaron a caerme simpáticos. Si un día, por la noche, paseando por la ciudad, veía a alguna rata corriendo desde la alcantarilla hasta el container, me quedaba extasiado observándola en su trajinar preciso y veloz, claramente devorador.
Está claro que toda la información acerca de su enfermedad no calma al enfermo y todo el saber sobre ratas no hizo ceder ni un ápice su obsesión malsana. Yo pensaba y los médicos me aseguraban que era una suerte de empeoramiento agudo antes de la caída final, y yo no tenía porqué no creerles.
Por eso el día en que al volver a casa vi todo limpio, reluciente y arreglado, la comida preparada y a Anastasia sonriendo con un cariño relativamente humano pensé tal como me habían enseñado a pensar los doctores: esta es la falsa mejoría antes de la capitulación definitiva, ahora caerá en una locura sombría y tranquila de la cual nunca saldrá. No siento culpa en confesar que esto me tranquilizó y también me dio por penar que ahora podría disfrutar de su cuerpo a mis anchas como si de un cuerpo muerto se tratara y no sé porqué pero esto me excitó aún más.
Esa noche sus chillidos particularmente agudos, sus dientecillos clavados en mi cuello, las uñas desgarrándome la espalda me hicieron llorar como si me encontrara en una triste despedido, alguien abandona la isla de la razón y se va al lego del olvido y la enajenación.
Nunca había disfrutado tanto con ella.


3.
Al despertar de mi sueño, la boca taponada de pelos y pelusas (algunos locos se quedan calvos, la vida era injusta con Anastasia) me hizo toser y para hacerlo me puse de lado que era el mejor modo de arrancar de mi interior aquel mazacote capilar. Fue entonces que me di cuenta que aún estaba dormido y que estaba soñando. Anastasia se había convertido en una rata y me miraba desde el fondo brillante de sus ojos con cariño de rata y con la picardía de quien está gastando la mejor broma de su vida. Algo dentro de mi pensó en mi lugar, mi pensamiento era como una voz ajena oída en el cuarto de al lado. Era un pensamiento que decía: “No se trataba de la mejoría previa al descaecimiento definitivo sino del empeoramiento lúcido previo a la transformación”. Entonces fue que pensé que aquel sueño era magnífico y que al despertar lo anotaría porque nunca nadie podría haber soñado algo así. Entonces, Anastasia acercó a mi su boquita de rata y me dio un beso con aroma a almizcle, erótico y pinchudo, su bigotito me hizo cosquillas y yo cerré los ojos y acaricié su cuerpo tendido en la cama, tan calentito, tan abrigado y pensé que dado que se acercaba el invierno lo mejor era tener aquel vello mullidito y tibio y no una piel humana fría y entumecida. Me dejé ir y ella me besó todo el cuerpo y trabajó en mí con sus dientecitos minúsculos provocándome la dosis exacta de pavor y excitación simultáneas. Amé aquellos dientes. El intermitente terror a que poseída por el entusiasmo amputara de un mordisco mis órganos era un aliciente sexual de inusitadas posibilidades.
Al despertar al día siguiente, el cambio en mi era definitivo, al verla sentada frente al espejo maquillándose, al contemplar su espléndida espalda iridiscente bajo el tibio sol de otoño que nos visitaba, me di cuenta que no soñaba, que nada había sido un sueño, pero que para ella su nueva naturaleza no era evidente.
La llamé y se dio la vuelta con una rapidez vertiginosa y animada, y con la misma energía se lanzó a todo correr sobre la cama, dispuesta a retozar conmigo como una adolescente bajo el imperio del furor. Pensé que nuestro gasto de queso aumentaría y se me ocurrieron diferentes variedades de platos que le prepararía. Pensé incluso que daríamos vida a una nueva especie o cruza que sería resistente a un cataclismo de origen atómico. Y lo seguí pensando esa mañana cuando en el centro comercial de nuestro barrio todo el mundo se acercaba a saludarnos y felicitaban en nuestra pareja el nuevo, brillante y saludable aspecto de mi esposa. Pasee orgulloso con ella por las amplias avenidas de nuestro barrio y cada vez que su instinto tendía a arrebatarla a la vista de una alcantarilla, un bote de basura, algún animal amenazador, un container o algún agujero en la tierra, la arrastré con mis brazos a mi boca, a nuestros besos. Me di cuenta del alcance de pensamientos como que el cariño es capaz de todo y otros por el estilo, y esa tarde luego de hacer el amor, me quedé extasiado no sé cuanto tiempo acariciando su vello grisáceo y marrón, su boquita, sus ojitos vivaces, toqué su vientre calentito y al sentir un latido pensé que quizás ya comenzaban a venir a esta tierra amenazada las multitudes de hombres rata que pariríamos. Este pensamiento me hizo sentir feliz y satisfecho y por primera vez en mi vida sentí que estaba de acuerdo con todo y pensé tonterías varias y recordé que mi padre quizás me dijo o no me dijo que nunca me fiara de una mujer fría y solamente bella, una mujer pura sonrisa, y no me importó si esa frase era de él o no, o si era de un repartidor de periódicos que había acertado a pasar pronunciándola en las cercanías de mi padre, el caso es que sentí que la vida era infinita y más ahora que podía resistir a cualquier desaguisado nuclear. Fue entonces que pensé, mirando al atardecer más allá de los techos de pizarra de las casas de nuestros vecinos, que a veces tras una sonrisa fría se esconde una vida animal que será muy intensa cuando se le de la oportunidad de surgir, y tras pensar esto me sentí confuso porque, a pesar de sonar bien, carecía de significado para quien no conociera la historia de nuestro matrimonio. Tal vez, entonces, la tradición familiar, lo que mis hijos hagan en su día, no sea otra cosa que agregar -como lo hice yo- una frase nueva a otra anterior. Un pensamiento con significado pleno, para mí, que se suma a un pensamiento de significado dudoso procedente del pasado. Estas cosas pensé mientras sacaba los cacharros de cocina necesarios para preparar una “fondue” de queso, un alimento que se volvería esencial en la armonía de nuestro hogar.


, , , ,

sábado, 17 de mayo de 2008

El destino del planeta. Hector D'Alessandro.









El destino del planeta. Héctor D’Alessandro

Para Cecilia Paseyro

Recuerdo que un día mi padre –podría haber sido otro, pero fue él– me dijo “te voy a explicar el pensamiento mágico”. Una pregunta que yo le había hecho hacía unos días y que él había dejado para mejor momento, para cuando se le ocurriera algo.

Mi padre trabajaba como contable en la oficina de Koñaliris; para que me entiendan, la oficina del cuñado de Onassis que representaba los intereses de “Ari” en nuestro país. Esto significa, hablando en plata, y nunca mejor aplicada la metáfora, que mi padre estaba en íntimo contacto con aquellos para quienes la magia funcionaba de acuerdo a su propio deseo y finalidad. Unos hechiceros dotados de eficacia.

Cuando íbamos a reuniones o fiestas o celebraciones del calendario a casa de nuestros parientes de clase media, siempre resucitaba la conversación acerca del trabajo de mi padre y, sobre todo, a quiénes conocía y a quiénes no, qué lugares había frecuentado y en compañía de quién, el interés entusiasta habitual del que ve la jugada desde las gradas. Ellos pensaban que mi padre, al estar iniciado en el “coven” de los grandes magnates, conocería importantes secretos. Según decían mis tíos, con las camisas arremangadas, la botella de cerveza en una mano y la baraja en la otra, aquellos ricachones “movían la pelota” y “estaban detrás de lo que sucede en el mundo”. Y si no, decía siempre alguno, fíjense lo que pasó en la segunda guerra mundial. Gracias a que los bárbaros del norte siempre inventan alguna teoría política -fascismo, nazismo, comunismo- con la cual desarrollar la industria de la guerra, nosotros vamos haciendo caja y vivimos como los reyes auténticos del planeta. Pero claro, siempre tiene que haber alguien, como Onassis, que haga el juego sucio y baje realmente a las cloacas; alguien por ejemplo que represente al capital de este lado de acá y financie a los futuros enemigos y así va la rosca del mundo...

Y llegado a este punto, quien fuera que expusiera esta teoría, se quedaba mudo, abría los exaltados ojos, dirigía miradas de inteligencia a los circunstantes, sonreía para sí, se secaba el sudor de la frente y todos miraban a papá. A ver si éste decía algo como “miren, yo es que no puedo hablar, pero habiendo la confianza que hay aquí, les voy a decir que...”

Frases siempre esperadas, que papá nunca pronunció. Frases que evidentemente hubieran concitado el acuerdo general. Todos habrían dicho que por supuesto, que confiara en ellos, que eran una tumba, que los que dijera allí no saldría jamás de allí y otras frases por el estilo. Y sus promesas no se cumplirían porque si mi padre hubiera revelado alguna cosa, ellos, esa noche, preocupados por el destino del planeta como siempre estaban, seguro que no podrían dormir, y les dirían a sus cansadas esposas, mis tías, “Herminia, mi amor, no puedo dormir pero no te preocupes, es que esta noche me han dicho algo que afecta al futuro de nosotros...” Claro, si Herminia o Helena o Erika o Lola o Violeta o Dzhenia o Rachel o Esther o Blanca o Zara o Catalina o cualquiera de las otras tías que yo tenía, fuera una esposa joven y recién casada y escuchara esto, indudablemente se preocuparía, pero todas ellas, con el paso del tiempo, se habían convertido, acostumbradas como estaban a recibir sobre sus rosados y algodonosos cuerpos mullidos a sus aniñados esposos con dos copas de más, en una expertas en al arte de saber si la amenaza era real o imaginaria, y por lo general mis tíos se preocupaban por el destino del planeta más que por cualquier otro asunto de mayor calado cotidiano. Se desvelaban envueltos en sudores pensando en qué habría luego de un posible fin nuclear. En la vida futura no pensaba nadie, como me enteré yo que es habitual, al salir a recorrer mundo y conocer otros países, la religión nunca atrajo a aquellas personas profundamente materiales e idealistas. La vida futura estaba representada por el estado digestivo luego del postre con crema pastelera, crema chantilly o crema sambayón. Después, con todo aquel azúcar en la sangre, el fantasma de los misiles soviéticos o la posibilidad de una amenaza viral planetaria eran presencias imaginarias que les inducían sudoraciones y temores convulsos. Esto se aliviaba cuando Dzhenia o Blanca, conduciendo a su maridito al dormitorio a la hora de la siesta, le decía ven para aquí hombre de los terrores, dame tu misil, y hacían una gimnasia que yo imaginaba aunque no podía presenciar, que los dejaba serenos y relativamente contentos.

Luego volvían a las andadas cuando veían a mi padre, “¿tu no sabrás algunas cosa que nos estés ocultando?”

El caso es que cuando comprobaban una vez más que nada saldría de su boca, recomenzaban el ataque y el sitio de sus defensas intelectuales con una conversación constantemente referida al tema de su trabajo, su oficina y su jefe, su relación con el gran mundo de las finanzas y el trasiego de tremendos secretos políticos. Y en ese momento es que comenzaban a hacer suposiciones en voz alta, como anzuelos que le lanzaban al sonriente hombre que era mi padre.

“Claro, es que a determinados niveles... En determinados ambientes....”

Y así durante mucho, mucho rato. Hasta que al fin, como papá nada decía, ellos empezaban a intentar una explicación humana, barrial y serena de la situación de “aquellos grandes hombres llenos de secretos que hacen la historia” y decían cosas como “es lógico, después de todo el Koñaliris ese no deja de ser un tipo como tu o como yo, un tipo sencillo, y lo que hizo en realidad no es tan difícil, después de todo el colocó su capital así y asa y luego...”

Y así se pasaban horas, jugando a las cartas, sus esposas se reían de ellos hablando de quién sabe qué, porque a mí y al resto de mis primos nos echaban a todos y nos obligaban a jugar, mientras ellos, cada vez más borrachos, hacían conjeturas sobre cómo hizo el dinero este y aquel y sobre lo fácil que es lo que hizo tal y cual para forrarse como se forró; algo que ellos, cómodos, nunca hicieron ni harían en el futuro porque ya les iba bien como estaban y no se iban a romper los cuernos pensando nuevas posibilidades y la crema de sambayón además, hum y la pastelera, bueno, además, Esther, hum.

Y mi padre, recuerdo, que luego de evocarme toda esta situación con dos asépticas frases, me dijo y ¿sabes cuando ellos dicen que lo que hizo este o aquel es muy fácil y que ellos no lo hacen porque ahora no tienen ganas, pero que ellos si se lo propusieran de inmediato lo lograrían y todo eso? Bien, eso es lo que me preguntabas, eso es el pensamiento mágico, pensar que las palabras con las que me explico el éxito de los otros, siempre de los otros, o el dolor de los otros incluso, me van a explicar algo, pero además van a actuar para que a mí me pase o no me pase lo mismo, sin que yo haga nada; y eso es lo que hace la gente el noventa y nueve por ciento del tiempo.

Comparte, citando la fuente, todo aquello que te guste, recomienda estos contenidos, comunícate

Todos los derechos están protegidos mediante Safe Creative.

Excelencia creativa en Coaching para Escribir.

o al
2281 78 07 00 (de México)