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jueves, 14 de octubre de 2010

Qué hago cuando no escribo

Escribir no es como tomarse el café de la tarde, no sucede de manera automática por mucho que uno se empeñe. Sí, ya sé eso de que “cuando me llegue la inspiración me pille trabajando” y que Isabel Allende se sienta frente a su escritorio a las ocho de la mañana, cada día. A mí nunca me han servido las fórmulas magistrales, yo soy más de hacer lo que me da la gana, la verdad, y tengo épocas en las que no escribo.

Normalmente sucede cuando hay algún cambio en mi vida: he acabado una novela, cambiamos de estación (me refiero a las cuatro estaciones, no al metro), me cambian el horario en el trabajo…

Ahí quería yo llegar. Llevar una familia, escribir y trabajar, son tres cosas que no se complementan muy bien. Debe ser porque las tres exigen alta dedicación y ninguna da un respiro. Ya sé que hay familias en las que los hijos, ya adolescentes, se desligan de sus madres y dejan de compartir con ellas cada pequeño suceso, gran problema o duda existencial. De momento, ese no es mi caso. También me han dicho que hay maridos que solo se relacionan con su esposa en la cama y cenando con los amigos, que nunca quieren hablar de sus cosas y que, bajo ninguna circunstancia (ya sea pistola en la sien o amenaza de visita de la suegra) preguntan qué tal tu día. Ese tampoco es mi caso.

Mi trabajo es absorbente, no me deja un respiro y hace funcionar mis neuronas a pleno rendimiento, así que cuando llego a casa estoy cansada y lo que más me apetece después de comer es repantigarme en el sofá con una taza de café. Ahí soy muy vulnerable y los míos, que lo saben, atacan. Una charla puede durar entre media y dos horas. Un paseo, toda la tarde. Con la cabeza llena de alumnos, planes individuales, cambios de matrícula y que quiero ir a dos conciertos este otoño, es difícil sentarse frente al ordenador y trasladarse a la trama de una novela.

A pesar de todo, la mayor parte del tiempo ocurre. Milagrosamente, ocurre. Pero hay épocas en las que la vida nos dice: ¡eh! que me voy, que me voy, que me estoy yendo. Y en esas épocas buscas la conversación en el sillón, las tardes de paseo cogidos de la mano (sí, aún nos cogemos de la mano ¿qué pasa?), una tarde de chicas, solas mi pequeña y yo de compras por el pueblo, ver videos de Linkin Park con el mayor y escucharle con su guitarra.

Durante esas épocas más intensas (que distracciones siempre las hay), no escribo nada. Me dedico a contemplar lo que me rodea y tomo conciencia de mí misma. Mi paso se ralentiza, veo las hojas de los árboles mecerse al viento y las nubes viajar sin detenerse. El mar huele diferente y la noche es más intensa. Los que me rodean tienen cosas que contarme y estoy ahí para escuchar. Observo. Vigilo.

Y entonces ocurre. Las ideas vienen de camino y se meten en mi cabeza. En forma de personajes, como en Peso cero cuando Mario se sentó en la cama de una habitación vacía y, hundido y sin esperanza, vomitó entre mis manos su profunda sensación de soledad. Entonces me doblego y vuelvo a mi rincón y, a ratos, solo somos yo y mis historias.

jueves, 23 de octubre de 2008

Camina

Es una palabra especial, dos de mis relatos comienzan con ella. Es una forma verbal, sí, no dije que no fuese a utilizarlas, después de todo también son palabras.

Acabo de salir de otro maldito cólico nefrítico, durante unos días he estado en casa intentado expulsar lo que quiera que sea que hace tanto daño. Le susurraba: camina, camina, pero definitivamente las piedras de riñón son sordas. Hoy he vuelto al trabajo y ha sido como si no me hubiese ido, excepto por la Ascen que realmente parecía alegrarse de verme, Francesc que disfruta metiéndose conmigo o Ismael que me ha dicho que soy la alegría de la huerta. Jaume ha tocado madera y Marga me ha dado una muy buena noticia del pequeño Nil.
Antes de eso he visto a Jordi, el fisio que trata de ponerme los abductores en tensión y amenaza con hacerme pupa mañana, “al menos una vez por semana, Antonia”. Resulta que es un forofo de la novela negra y me encanta escucharle hablar. Siempre me pasa, me encanta escuchar a la gente que habla con pasión de lo que sea, si es de libros mucho más. Allí estamos todos lisiados (yo no mucho), uno con la rodilla, otra con la pierna, aquél con el brazo y la que camina agarrándose a las dos paralelas. La Cola de Caballo y El Lago Negro me distendieron por ahí y el patearse tres ciudades, por muy Imperiales que sean, no ayudó mucho. ¿Me habrá mirado un tuerto? No, si yo no soy supersticiosa.

Estoy con mi novela (somos inseparables, la llevo siempre en la cabeza, como el pelo), Emma ha visto la tabla del siglo X y, finalmente, ha conseguido identificarla. Pobre Emma, ha tapado todos los espejos para no verla, a ella… Camina directa a su Eterno Retorno y creo que empieza a darse cuenta.

Acabé El molino del Floss, prometo dedicarle una entrada. George Elliot (seudónimo) no me ha llegado como Austen o Brönte, pero me ha gustado. Es siglo XIX, cómo no.

Palabra: camina

1. Que anda determinada distancia

Y la que más me gusta:

2. Que sigue su curso.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Zapato

Una de las cosas que mayor placer me produce es comprar zapatos. Tengo debilidad por ellos. Quizá tenga algo que ver que tengo unos pies bonitos, fríos, pero bonitos.

Desde niña, me atraían aquellos utensilios de una manera irresistible, por la calle, en los escaparates, debajo de la cama de mis hermanas. Soy la menor de cuatro hermanas y solía calzarme en sus zapatos, a escondidas, imaginando que mis pies encajaban a la perfección sobre aquellos tacones. Ellas fingían no darse cuenta.

Suelo mirar los pies de la gente, cuando asoman por las tiras de las sandalias, herméticos dentro del charol, atados con cordones o allá, abajo, al fondo de unas botas, los miro y no me importa a quién pertenecen. Los zapatos se mueven por el mundo a distancia de quien los lleva, desligándose de la realidad que fluye allí arriba donde todo tipo de ideas se mezclan.

En la oscuridad del cine, a salvo de las miradas de los demás, también los miro, no me importa el modelo de ropa que lleva la protagonista, pero no se me escapa su calzado. Me fascinan los zapatos en blanco y negro en los pies de Katherine Hepburn o Bette Davis.

Y no, no soy fetichista.


Palabra: zapato (del turco zabata)

1. m. Calzado que no pasa del tobillo, con la parte inferior de suela y lo demás de piel, fieltro, paño u otro tejido, más o menos escotado por el empeine.

viernes, 22 de agosto de 2008

Palabras


La carpeta donde guardo todo lo que escribo, mis novelas, mis cuentos, las entradas del blog..., en fin, todo lo que escribo, ya lo había dicho bien, pues esa carpeta se llama Palabras. No sé por qué le puse ese nombre, quizá porque es mi "palabra" favorita. Todo son palabras, lo que hago, lo que pienso, incluso lo que siento. Las palabras componen el mundo imaginario que me rodea, ese en el que nadie entra y en el que todos están. Así que he pensado que les debo algo, un pequeño, pequeño, muy pequeño homenaje: una etiqueta en mis entradas.

A mí me pasa una cosa muy rara. A veces he llegado a pensar si seré extraterrestre, o sea, de fuera del globo, directamente marciana. Parece que es muy raro eso de ir por la calle y no fijarse en la gente. Cuando digo gente me refiero a esos conciudadanos que pasean su palmito por las terrazas y paseos de nuestras queridas poblaciones y aledaños. Cuando alguien me dice
-¿has visto a esa?

Y le miro con cara de
-¿a quién?

Siento como si me hubiese olvidado del cumpleaños de mi hijo.

-Pero ¿cómo puedes ir así por el mundo?
me acusan,
-No te fijas en nada. ¿Pero de verdad no has visto a la pobre chica con el top barriguil y las mallas a reventar.

Yo, boba hasta la médula, me giro y deduzco que se refiere al ser humano que camina en dirección contraria a la mía y lleva de la mano una criatura, hija suya al parecer. Y sí, no niego que cuando reparo en su atuendo instada por mi acompañante de ese momento, no puedo evitar pensar lo estupenda que estaría con un vestido veraniego, pero acto seguido me digo: si ella está a gusto... Y me quedo tan pancha, oiga, lo cual parece irritar al “ojo avizor” que me acompaña. Supongo que el hecho de haber tenido que mirarme al espejo durante los últimos 43 años me ha servido de adiestramiento frente a esa "indiferencia" de la que me acusan algunos.

No es solo por eso que estoy convencida de haber caído aquí desde una lejana galaxia. Es que no solo no juzgo la ropa de mis congéneres (suponiendo que yo sea de este planeta ¿eh?) es que tampoco juzgo sus vidas, sus actos ni sus decisiones. Tengo la mala costumbre de creer que todo el mundo tiene derecho a equivocarse. Incluso a acertar lo que, parece ser, es aún peor.

Palabra: empatía.
1. f. Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos

Y yo que no creía en la casualidad, oiga...