Mostrando entradas con la etiqueta Cronicas Urbanas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cronicas Urbanas. Mostrar todas las entradas

lunes, 10 de octubre de 2011

Street Fighter: reivindicación de la locura barrial




Alguien dijo una vez que yo me fui del barrio, ¿Cuándo? Si siempre estoy llegando. Manuel volvió sin que lo invocaran, como un recuerdo perdido. Llegó con el paso cansado y una gran bolsa a cuestas. Manuel se sentó en un banco de la placita y se aferró al pucho como a una última esperanza. Manuel pita fuerte y habla solo.
Manuel tiene un oficio de lo más extravagante para los tiempos que corren: es vendedor ambulante de papel higiénico. Transita las calles del barrio ofreciendo su mercancía, aunque nadie sabe quiénes son sus clientes (las viejas de mi cuadra nunca le compraron un solo rollo, quizás por pudor, o bien porque la aspereza del papel barato resulta nociva para sus hemorroides). Se lo vio por primera vez varios años atrás, merodeando los únicos videos juegos de Villa Muñecas. Allí se pasaba tardes enteras fascinado con el traqueteo mecánico de los juegos de pelea, participando ocasionalmente de algún que otro combate memorable. Fue en ese ámbito donde aprendió el arte de imitar los sonidos del game. Desde entonces se lo conoció como Street Fighter.
A pesar de su locura singular y de su habilidad para reproducir sonidos (como lo hacía Trobiani en las películas nacionales o el negrito de Locademia de Policía), Street Fighter nunca logró el prestigio de otros locos tucumanos que, con menos arte, alcanzaron el parnaso de la irracionalidad local. Los que saben aseguran que, de haber trasladado su carisma a la zona céntrica, ya sería un mito.
El recuerdo es ineluctable. Unos parlantes afónicos escupen una cumbia rancia. La pesada bicicleta del achilatero se apropia de las calles casi desiertas. Mujeres de vientres abultados se bajan del colectivo cargadas de cosas, inician su procesión hacia el penal de Villa Urquiza. En la resaca de la siesta de domingo, Street Figther invade la monotonía del paisaje barrial. Se acerca con paso cansino hasta la plaza, donde los vagos fuman y relatan las peripecias de la noche anterior. Atraído por el humo del tabaco, pide tímidamente un cigarrillo a sabiendas de que deberá demostrar sus gracias para obtenerlo. Street Figther fuma con ganas y recita su amplio repertorio de imitaciones. El “aduquen” y el grito animal de “Blanca”, que acompaña de un gesto igualmente bestial, son los que mejores le salen. Las noticias de “Cronica” y las cortinas de “Canto y cuento”, las que más divierten al auditorio. Por un momento el domingo deja de ser absurdo.
En una ocasión, un amigo le regaló unas revistas pornográficas anacrónicas que habían pertenecido a su padre. Desde entonces, no lo volví a ver.Semanas atrás, Manuel regresó a un barrio distinto. Sólo la imagen de la virgen en su pequeña gruta lo esperaba para oír, sin pasión, su frenético monologo.










Nota del Editor: El texto pertenece a lo que fue la página www.cerraeloyo.com.ar . Fue escrito hace tiempo a manera de homenaje al amigo Manuel

martes, 23 de febrero de 2010

Yo vi al diablo en Ranchillos


Los hechos del domingo confirmaron el rumor popular: el diablo anda suelto en el carnaval de Ranchillos. Un vecino me lo dijo, lo escuchó de un amigo a quien le comentaron que, durante un almuerzo de Mirta Legrand, el chaqueño Palavecino había relatado el encuentro. La versión cuenta que el cantante vio a lucifer entre el público mientras hacía su show el año pasado. La anécdota incluía un dato no menor: el rey del averno le había vaticinado una catástrofe para estos carnavales. Después, otras narraciones similares repetirían la historia con detalles más o menos fascinantes. Curiosidad o devoción, lo cierto es que el domingo comprobé que el demonio carnavalea en Ranchillos.
El diablo andaba suelto. Lo vi cantar con el torso desnudo arriba del escenario, un fierro tatuado en la cintura, otro en las manos a manera de instrumento. Lo vi moverse como poseído y no había exorcismo que acabara con el éxtasis infernal de la música de su keytar. Lo supe yo y los pibes y las guachas que danzaban frenéticas en Ranchillos: durante poco más de media hora Pablo Lezcano fue el diablo.
El diablo andaba suelto, no había duda. Lo vi también junto a la morocha que arrastraba de los pelos a una rubia oxigenada entre una maraña de ratis impotentes. Lo vi en las embestidas sexuales del hombre gordo que arremetía contra una mujer prendida a su cuello. Lo sentí bailar a mi lado y bambolear dos pechos titánicos al ritmo de una cumbia. Lo vi disfrazado de mandingo con el rostro todo pintado de negro mientras hacía un pete en el baño. Lo vi como un Goliat culón disfrazado de mujer. Lo vi y se llamaba Pedro; luego Alvaro y tenía los ojos podridos, la lengua dispuesta, el apetito insaciable. Lo había ido a buscar y ahí estaba, esperándome en el espejo del baño de mi casa.

sábado, 9 de enero de 2010

La última lagrima


Lo que para el médico fue un signo inequívoco de incontinencia urinaria, para la Pocha no fue otra cosa que un merecido adiós. Esa noche la noticia le nubló la razón y le impidió pensar con claridad, sus viejos y estirados labios parecieron murmurar mil cosas sin hablar. Es que, de haber podido hablar, contarían mucho: esas noches en que su peligrosa insolencia estremecía a los camioneros que paraban en el Bajo a saciar sus apetencias, los bailes en que su aliento fatal derretía a fuego lento las braguetas de jóvenes pelilargos, el candor de ese gitano violín que la enamoró con la primera estocada. Lo cierto es que la Pocha bien sabe que esa noche, cuando se enteró por la radio que Sandro había muerto, le lloró el upite.

lunes, 26 de octubre de 2009

La senda del perdedor



El rumor barrial manifiesta que al hijo amanerado de Don “Rolo” Díaz le dicen “día lunes” porque es el más puto de los Díaz. Más allá del cuestionable ingenio de la ya gastada ocurrencia y de las preferencias sexuales del popular púber, el chascarrillo no está exento de certeza metafísica: El lunes es el peor día para empezar la semana. Si las semanas comenzaran por los martes o, mejor, miércoles, el mundo quizás sería un lugar mejor. Sin embargo, tan fastidiosa como inexorable, esa realidad se repite cíclicamente y no queda otra que ponerle el pecho a la situación y buscar placebos paliativos para soportar estoicamente esas fatídicas veinticuatro horas.
Uno de los recursos para vencer el síndrome de los lunes es la caminata céntrica y la visita a la librería, lugar donde ese extravagante placer intelectualoide que genera la literatura se conjuga con la lasciva presencia de la vendedora rubia y mocha. Más cortazariana que borgeana y más tarantinesca que almodovaresca, la dulce guardiana del templo del saber exhibe una belleza dotada de matices infernales (tiene esa mirada mefistofélica de Christabella, la hija del propio Satanás en el film El abogado del diablo). Ella es a quien encargo las obras que los moralistas de las letras califican de cuasi pornográficas; libros difíciles de encontrar y que siempre tienen que traer de alguna otra parte, lo cual me sirve como escusa para verla de nuevo semanas después. Tal vez no me equivoque si digo que he llegado a observarla con la misma devoción con que leo los relatos de Charles Bukowski. Esa mañana el libro me esperaba; la rubia naturalmente no. Un papel con mi nombre colocado debajo del título: "La senda del perdedor” me convertía en el poseedor de la novela que bien podría devenir en biografía.
Terminaba de contar el dinero para pagar el libro y dirigirle una última y libidinosa mirada a la blonda ensortijada (observación que me llevaría a corroborar que la exuberancia no es cualidad exclusiva de la bailarinas bailanteras), cuando recibo un mensaje de texto con una aciaga sentencia: la tengo más adentro que Toti Pasman. El Tano me estaba informando que me sacó veinte puntos en el Gran Dt y ahora sólo me queda chuparla y abonar los veinte pesos que le debo, tras dos fechas de derrotas. Revés que se sumaba al dinero dilapidado en una mala performance en el poker del domingo y a un par de apuestas abortadas con el pálido empate del clásico. Pagué el libro y asumí mi condición de derrotado. Christabella se había perdido de mi vista.
Tan irrefutable como el hecho de que el hijo de Don “Rolo” se la come es la certeza de que pasará otra semana y llegará otro puto lunes. Pagaré mis deudas de juego y renovaré las apuestas a la espera de una efímera racha ganadora que tal vez nunca llegue. Llenaré mis momentos de ocio creativo con la lectura de la nueva novela, mientras algún infame lector de novelas policiales (si es que lee) se hundirá frenético en las carnes blanquecinas de la vendedora rubia y mocha.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Crónica de una noche sin recuerdo

El diablo era muy diablo diría Charly más tarde. El violento vomito rojizo que salpicó el blanco de los azulejos era quizás la baba de un lucifer trasnochado, eso o un coágulo de vino y carne. El último estertor arrojó mi cadáver al piso de la escena del crimen: el baño teñido de escarlata. Con el correr de los minutos, el silencio y el hedor se harían tan insoportables como el frío. Luego, el amor maternal se encargaría de depositar el cuerpo en la cama; el sueño de aplacar al demonio. La primera oración siempre es la más difícil de encontrar en la nebulosa.
Me desperté mirando el fondo del balde, la boca rancia, los pelos pegoteados a la cara. La culpa y la desesperación fueron dando forma a una sola certeza: no era ahí donde debía estar. Corrí hasta la casa del poeta; él estaba en armonía consigo, con el mundo, con el porrón que tenía en la mano. Las putas terminaban de vestirse. Las otras líneas surgen abruptas, desordenadas, mientras las sienes tiemblan.
La lujuria era ya un recuerdo ajeno. Un círculo de chamanes discurren reunidos alrededor de la fogata. Charly habla de dioses y demonios, el resto escucha o simplemente calla. Aldo busca en sus bolsillos una bala que termine con el discurso. Los duendes que martillan mis neuronas intentan reconstruir al menos una escena: Una rubia y una morocha que bailan despojadas de ropas y pudores. Nico parece un mendigo alucinado, un místico pop. Ha sobrevivido al acto iniciático; yo aún no lo se. La última oración es la más fácil de encontrar sobre la lápida.
Apoyo la frente en la fría pared del baño del poeta mientras espero la llegada del vomito como a una profecía. Sería el fin o el comienzo de una nueva muerte. Pero el baño del poeta no es cualquier baño, las paredes hablan el idioma de los poetas malditos, de los filósofos budistas; de los literatos sin bidet. Quizás ahora soy más Bukowski, más Miller que nunca; o simplemente otro borracho perdido en una noche sin recuerdos. En la pared del baño del poeta Miles Davis me habla: “No teman a los errores. No existe ninguno”.

jueves, 23 de julio de 2009

Mi amigo el usamico

El bar de la calle San Martín es un oasis en el vertiginoso caos de la City. Afuera, la multitud anónima camina y piensa rápido; su destino atado al designio de las pizarras electrónicas, a la voracidad impositiva, al arbitrio indescifrable de un mercado cada vez más impredecible. Adentro, el café acompaña la especulación de los tahúres que elucubran negocios millonarios, fórmulas milagrosas para solucionar los eternos problemas del país, el pesimismo de quienes filosofan acerca del apocalíptico devenir nacional. El dinero moviliza los espíritus que han terminado por confundir valor con precio.
Una mesa al fondo del café es su improvisada oficina. Allí, resguardado del ritmo anárquico de la city, quienes lo buscan terminan por encontrarlo. Con el correr de la mañana comienza el desfile de infortunados: jugados, apretados, ahogados y asfixiados acuden a solicitar su amparo. El timbero que busca una nueva ilusión para salir de perdedor, el comerciante que cree que tiene la idea que lo sacará finalmente a flote, el inversionista a quien se le presenta el negocio de su vida, el deudor que quiere conservar los dedos de su mano. Esos que hoy lo convierten en redentor, en un mes no dudan en transformarlo en hijo de puta cuando descubren que los placebos financieros no fueron la solución a sus problemas. Pero ya es tarde; sus dineros, sus casas, sus autos, sus almas le pertenecen.
Se hace llamar financista para darle status a su oficio; pero le dicen usurero, prestamista, usamico, cachimotero y otras yerbas. Este benefactor de los desamparados hace un tiempo aprendió la regla de oro del capitalismo financiero: sólo la guita genera más guita. Desde entonces posee un prolífico criadero de billetes. Se sabe un mal necesario pero no es él quién busca clientes, son ellos quienes requieren sus servicios. No vende drogas, no roba, no mata, no estafa. Su conciencia está limpia y hasta se anima a predecir la debacle moral del país. Invita el cortado a quién se sienta en su mesa, revuelve el pocillo con gesto adusto y analiza los determinantes socioeconómicos del subdesarrollo vietnamita: “Ellos son pobres, pero honrados. Eso les enseñó la guerra. Acá ya no hay más vueltas que darle, este país no da para más hermano, créeme no da para más”

lunes, 6 de julio de 2009

Descenso Santo: elogio a la mediocridad

El domingo presencié in situ los últimos cuarenta y cinco minutos del Santo en primera división. Quizás el mejor calificativo que se me ocurre para el espectáculo es el de mediocre: Ni bueno, ni malo; como una meseta árida sin contrastes; como el limbo en el que flotan las almas entre el cielo y el infierno; sin tristezas ni alegrías exageradas; un partido sazonado con el sabor a nada característico de las siestas dominicales. Todo parecía definido de antemano, jugado, juzgado; sensación de película repetida en canal diez, de mate cocido y bollo, de sopa de arroz. No había suspenso ni sorpresa posible.
No hubo lágrimas en la Ciudadela. Al muerto ya lo habían velado hace rato y muy pocos creían en la resurrección; los más optimistas se ocupaban en imaginar una reencarnación próxima. El presente era esa tediosa espera que separa lo que fue de lo que será. Una llaga dolorosa en el tiempo. Lo amargo no fue la derrota, sino la mediocridad con que se dirimió el asunto: el final careció de esa dignidad épica característica de los pleitos trascendentales (véase el relato acerca de la definición del campeonato en El Corcho). Como en la tragedia griega, el destino ya estaba escrito y los espectadores sólo acudieron para ver cómo sucedería aquello que sabían que sucedería. La hinchada alentó, pero el aliento sonó a los estertores de un agonizante. Esta vez no hubo insultos ni amenazas, los jugadores se retiraron acompañados por un tibio aplauso. Tibieza de domingo soleado de invierno. Después del partido, nadie se atreve a callar al silencio. En la Ciudadela la siesta se adueña del barrio, más nostálgica que nunca.

martes, 5 de mayo de 2009

Cortate el pelo cabezón


El mismísimo Sigmund Freud aseguró que los primeros cortes de pelo suponen un rito iniciático, un acto trascendental en la vida de todo sujeto que aprende a ser formal y cortés al aceptar ese absurdo patrón social que lo marcará a lo largo de toda su existencia.
Mis primeras reminiscencias de una peluquería se remontan a los tiempos en que mi viejo me llevaba a Pocho; un coiffeur que combinaba un peinado afro, frondosos bigotes, sonrisa carismática y camisas cuyos extraordinarios colores emulaban los sueños de un interno del Borda. A pesar del sobrenombre, su look se asemejaba más al estilo del popular cantante tropical conocido como Alcides que al del autor de “El hijo de Cuca”. Eran fines de los ochenta y aquel íntimo vínculo que se establece entre estilista y estilizado marchaba bien, mi exigua edad y la falta de una visión crítica del mundo en el joven Pollo lo exoneraban de las atrocidades a las que sometía a mi entonces blonda cabellera. Pero llegó el día en que, en unas de esas sesiones de mutilación capilar, mi progenitor- un ser caracterizado por cierto innato fundamentalismo-emitió un juicio intempestivo y vehemente:
- Todos los peluqueros son putos.
A lo que el estilista respondió con marcada desaprobación:
- Eso no es cierto, no todos. Yo no soy puto che.
Mi padre pareció meditar un momento- cosa extraña en su impulsiva y apasionada genética- y luego espetó:
- Tenés razón, no todos son putos. Algunos son re-putos.
Esa fue la última vez que Pocho me cortó el pelo.
Años más tarde, mi tío Cacho, en aquellos tiempos empleado del ya extinto Banco Municipal, me llevó por primera vez a “Salón Apolo”; una peluquería céntrica que quedaba por la Mendoza, a la vuelta de “Rucafé”. Recuerdo que frecuentaban ese lugar ejecutivos, hombres de negocios y otros sujetos de oficios desconocidos que vestían pulcramente de saco y corbata. Mi intromisión en ese ámbito me distanciaría de manera radical de mis congéneres: Mientras sus compañeros de colegio se cortaban en “La Calesita”, Pollo esperaba su turno en aquella peluquería de “gente grande” haciendo sonar el hielo de su vaso de Mirinda manzana como si fuera un whisky en las rocas. Aunque ignorado, él se sentía diferente, más importante. Sin embargo, bastó que creciera un poco para que no volviéramos por ahí con mi tío. Yo había entrado en eso que llaman pubertad y él había cambiado su condición de empleado bancario a la de empleado municipal al fundirse el banco.
Se sucedieron los años y mientras mi cabellera se volvía cada vez más oscura fue aprendiendo a sobrevivir al devenir de mis incursiones en las distintas peluquerías barriales. Fueron tiempos de improvisados estilistas, avezados en la técnica del “medio americano”; muchos de los cuales compartían aquellas artes con otras actividades más mundanas. Como el caso paradigmático de Pepe, un peluquero que, además de ostentar el título de coiffeur, se desempeñaba como sodero. Era evidente que las tijeras no eran lo suyo, tras sus infames amputaciones capilares solía mirarme como diciendo: “tómatelo con soda, chango. Te va a volver a crecer”. Fue entonces cuando comprobé la implacable veracidad de aquel saber popular que reza: “Más peligroso que sodero con navaja”.
Tiempo después, con la adolescencia, sobrevino en mí cierto instinto de rebeldía que me impulsaba a dejarme el cabello largo, pero esas aspiraciones revolucionarias no coincidían con la conservadora doctrina paterna. A cada intento de insurrección capilar, mi padre- que además de fundamentalista es pragmático y capitalista- respondía con amenazas de realizar él mismo la tarea (acto que efectivamente ejecutó en algunas oportunidades demostrando, por cierto, no mucha destreza), o bien ofreciendo alguna importante suma de dinero a cambio de que me cortara el pelo. Esas fueron mis primeras claudicaciones revolucionarias en manos del capital. Después de todo, es sabido que “por la plata se corta el Pollo”.
Todas aquellas traumáticas experiencias anteriormente mencionadas me dotaron de una singular erudición en lo que respecta a la labor peluqueril, sabiduría que, tras intensivas elucubraciones teóricas, me permitió establecer una clasificación que reduce a sólo tres especies la basta fauna de la que participan peluqueros, estilistas y coiffeurs. En consecuencia, de acuerdo con mis divagaciones, existen sólo tres tipos de peluqueros:

- Están aquellos peluqueros que –a causa de algún tipo de alteración de sus facultades psicomotrices o por alguna especie de absurda obsesión- realizan el mismo corte a todos sus clientes. De manera que hubo épocas en que las poblaciones de barrios enteros padecieron la pandemia del estilo “Carlitos Balá” (a los afectados se los conoce como “Balas”), o como sucedió a comienzos de los noventa con la abominable expansión del “Nacional B” (en muchos casos sus portadores fueron encarcelados por su semejanza con el “Chipi” Barijo).

- La segunda categoría es un derivado de la anterior e incluye a todos los estilistas que proceden a repetir el mismo corte ad infinitum, pero con la particularidad de que no se trata necesariamente de la reproducción de un estilo popular o de moda, sino que es la copia fiel del look que ellos mismos portan sobre sus cráneos. ¿Quién no ha advertido que, una vez terminado el trabajo del peluquero, al observar el espejo, este les devuelve la imagen del peinado de su coiffeur clonado en sus cabezas? Se trata de casos que manifiestan el egocentrismo exacerbado del estilista que se caga en el principio de autodeterminación de los sujetos.

- Por último, encontramos a aquellos coiffeurs que, dotados de una versatilidad y una visión artística de la cual los anteriores carecen, dejan fluir su intuición y cortan el pelo según los dictámenes que reciben de las musas de turno. Efectivamente, no importa que uno se pase media hora explicando como es que quiere que luzca su cabellera, ellos actúan bajo el éxtasis de la inspiración celestial y, aun cuando nos escuchen con afectada atención, nada podrá detener el libre albedrío de sus manos forjando la escultura capilar. En consecuencia, cortan como se les canta las pelotas.

Ahora, Pollo ha dejado atrás todos esos padecimientos y se esfuerza por evitar las peluquerías casi tanto como las iglesias. En consecuencia, mi proceder actual es netamente pragmático: trato de cortarme el pelo lo menos posible y en caso de verme obligado a hacerlo actúo siguiendo los siguientes criterios: Elijo aquellas peluquerías en donde las chicas encargadas del lavado de cabeza estén buenas, o bien busco un lugar en donde el peluquero proponga una conversación variada sobre temas de interés general como fútbol, minas, fiestas, autos, inversiones en la bolsa, etc (nada peor que un estilista que se pone a hablar del clima como si en lugar de cortar el pelo estuviese manejando un taxi). De esa manera trato de sobrevivir al poder de aquellos que tienen en sus manos el futuro de nuestro pelo. A veces, hasta me voy casi conforme con el corte.

domingo, 26 de abril de 2009

Anécdota de poker


“El hombre arriesga su propia vida cada vez que elige, y eso lo hace libre". Quizás la frase visceral que inmortalizó Héctor Alterio en Caballos salvajes pasó por su mente milésimas de segundo antes de decidirse; tal vez no, pero lo absolvía de toda culpa.
Hizo ruido con las fichas y las contó por última vez, hundió su mirada en los ojos callados que lo esperaban del otro lado y mandó el All in. Se produjo un silencio asfixiante seguido de exclamaciones y arengas vehementes de parte de quienes, a esa altura, apenas eran actores de reparto. No hubo respuesta, sólo el asentimiento tácito de las torres de fichas colocadas en el centro de la mesa con un gesto lacónico. Dieron vueltas sus cartas develando aquellos porcentajes de probabilidades que luego el azar confirmaría o negaría. Esperaban, ya nada más podían hacer. Un tiempo espeso y abominable acompañó la sentencia del naipe sobre el vidrio: La reina de picas y la escalera color fueron lapidarias.
Antes de asumir el resultado, miró su mano derrotada y pensó que, con un par doble y a una carta del full, su decisión había sido acertada; que esta vez no había errado; que la timba, una vez más, había hecho lo suyo; pero eso ya era una anécdota.

Nota del Editor: La foto es de Juanjo, anfitrión de nuestras largas reuniones de poker; la escalera color pertenece a Nacho; la desazón aquella noche fue toda para Gonzáles; las vaquitas siguen siendo ajenas.

martes, 17 de marzo de 2009

Domingo, turf y Gardel


Es domingo y afuera el día carga con la nostalgia de un tango cantado por Gardel. Las calles esperan olvidadas de autos y seres mientras la llovizna pegajosa se adhiere a las cosas. Nada permanece ajeno a esa soledad húmeda. Adentro, la resaca y la sobremesa del almuerzo familiar preceden al desesperado intento por exorcizar el domingo con una tarde de turf.
El anhelo de encontrar un placebo a las horas lentas se concentra en la posibilidad de sacarse la foto con el caballo vencedor o en un par de boletos ganadores. Atrás quedan los recuerdos de jornadas festejadas con champagne y cabaret. Ahora las pretensiones son mucho más modestas, basta con salir de perdedor.
La mano ansiosa agita el café y la mirada se pierde en el fondo del pocillo como esperando encontrar ahí la trifecta de la cuarta carrera o un ganador en Palermo. Alrededor, los parroquianos estudian los programas y comienzan a garabatear extrañas ecuaciones en los márgenes: como en la escuela, los burreros hacen los deberes. Por su parte, como dueños de la formula de la piedra filosofal, los profetas se acercan en silencio a vaticinar fijas infalibles. Todo sigue el lánguido compás del domingo.
A medida que pasan las carreras el futuro se presenta cada vez menos promisorio: El “Tano” no puede romper la racha de frustraciones y amaga el mangazo, pero el azar lo condena a seguir timbeando por sus propios medios: Ricardiño por los palos en San Isidro le provee los billetes para jugar dos o tres carreras más (“se vuelve del aca”, como diría el amigo Pescadito). Todavía uno alberga las esperanzas que infunde el saber popular: “Todos tienen cuatro patas”
Es cosa de un minuto y monedas nada más: uno enrolla el programa y empieza a dar fustazos al aire cuando lo ve entreverado con los que pican en punta, parece que llega, que si el jockey lo apura va a estar definiendo el pleito. Pero no, de pronto, como quien no quiere la cosa; afloja la marcha y aquel caballo que viene corriendo desde atrás, ese que ningún osado se atrevió a incluir en la trifecta por falta de pergaminos, el que aparentaba tener menos patas que los demás, se hace con la carrera.
Cosa de un minuto y chirola, nada más, eso es lo que dura la definición existencial del domingo. Para colmo, la lluvia y la voz del zorzal criollo que se cuela por los altoparlantes del hipódromo no ayudan a mitigar la tristeza. Recuerdo haber escuchado hace años a esa misma voz cantando “Por una cabeza” desde esa especie de megáfono chillón con la que están dotados algunos carros verduleros, entonces pensé que esa era la mejor forma de escuchar a Gardel; como vocalizando desde ultratumba. De ahí quizás que el saber popular no esté tan errado después de todo: los póstumos como Gardel, Rodrigo, Gilda o Walter Olmos cantan cada día mejor.
Basta de carreras, se acabó la timba. Otro fracaso rotundo en el intento por abjurar al domingo. Aunque duela, el lunes habrá que enfrentarse de nuevo a la vida, quizás, trabajar el doble para recuperar lo perdido. Habrá que dejar pasar los días hasta el fin de semana y esperar agazapado a que llegue el domingo; después será sólo cuestión de sobrevivirlo.

lunes, 2 de marzo de 2009

Ranchada


Hace rato que las horas se perdieron en el Colmenar. Como si se tratase de alguna fantástica invención borgeana, un día sin fin se repite ad infinitum en el suburbio provinciano. Los personajes de esta historia se olvidaron del tiempo, sólo las escasas variaciones en el repertorio musical son signos dudosos de una suerte de pesado devenir: de los ritmos cumbieros a los folclóricos, de las guarachas al paso doble, de las baladas románticas a los tangos nostalgiosos y así siguiendo. Todo parece indicar que en una vivienda proletaria del pasaje Martín fierro el cumpleaños devino asado, el asado beberaje, el beberaje ranchada.
Nadie sabe a ciencia cierta cuando fue que la cosa comenzó a pintar para no terminar nunca; quizás cuando, sin que ninguno lo advirtiera, el patio se fue poblando de aparecidos, o cuando se apearon los perdidos que se sintieron llamados por los ecos musicales que se propagaban varias cuadras a la redonda. Lo cierto es que aquellos que allí se encontraron por premeditada causalidad o azarosa casualidad, familiares y ajenos, compartían cierta apetencia de placeres mundanos, una ansiosa ambición de alcoholes y sustancias, de bailes y goce sexual: los más sedientos comenzaron a ofrendar sus sueldos en procura de bebidas, otros a empeñar en el almacén de la esquina lo más valioso que llevaran consigo– un reloj ostentoso, un crucifijo que le fuera regalado en su bautismo, un par de zapatillas extravagantes -; los ávidos de mujeres fueron a buscar a ciertas amigas fiesteras que, según anunciaban, danzaban desnudas después del tercer o cuarto trago.
El evento se presentaba a los sentidos como un estrafalario carnaval, el inconsciente espectáculo de unos grotescos personajes que Sarmiento no hubiese dudado en calificar de bárbaros: un enano que trabaja como portero de un burdel de mala fama; un anciano lumpen que, chapaleando en sus propias heces, cantaba tangos en un rincón con el rostro afectado de tristeza; un rengo que, según se comenta en el barrio, hubiese superado al mismo Maradona por sus dotes futbolísticas de no haberse dejado una de sus piernas en las vías del tren tras una borrachera; mujeres ventrudas ostentando improvisados tatuajes con los nombres de sus hombres recluidos en el penal de Villa Urquiza; pendencieros a los que se atribuye una que otra muerte; ladrones adolescentes que gozan de cierta celebridad; entre otros miembros de esa fauna suburbana.
Con el correr invisible de las horas, unos se abrazan en un juramento de amistad o amor eterno; otros riñen con excesiva pasión por un antagonismo futbolístico. Aquellos se han perdido en el laberinto de pasillos procurando encontrar al minotauro de los placebos. Los más endurecidos son ya estatuas bebientes entregados al sol impío que se filtra por la parra, gesticulan sin hablar y muerden sin comer. Mientras, en una húmeda habitación del fondo, el puto del barrio, generoso en felaciones, hace gala de su celebre promiscuidad.
Nadie sabe a ciencia cierta cuando es que la ranchada comienza a terminar; alguna violenta intervención policial; unos tiros al aire y una bala perdida que termina con la vida de un niño en el caserío cercano; o tal vez una reyerta resuelta con el tajo abierto por un tramontina oxidado, muy distinto de los facones brillantes con que los compadritos borgeanos defendían su honor en actos de heroísmo épico. Muy diferente de cualquier ficción imaginada por ese tal Borges cuya pluma padeció una eterna antipatía a lo real.

jueves, 5 de febrero de 2009

Carnaval toda la vida

Néstor esboza unos acordes disonantes y una tropa de adolescentes grita histéricamente, sin embargo, la multitud está en otra, ajena a lo que pasa en el escenario: los niños corretean lanzando espumas y pinturas; dos mujeres se revuelcan apasionadamente en el barro; cuatro travestis colosales mueven sus excesivas carnes con salvaje frenesí; una pareja se estruja intentando hacer el amor con las ropas puestas. Todos ocultos bajo los colores que tiñen sus cuerpos. Todos hechizados por la euforia del carnaval.
El domingo a la tarde, en plena resaca, me despertó el llamado de mi amigo Martín: “¿y? Vamos”. No hacía falta aclarar que la cita era a Ranchillos, no era posible tampoco pensar en la posibilidad de desertar. La realidad se presentó a mi cerebro abrupta e irrefutable: comenzaba la temporada de carnaval.
Según un teórico ruso llamado Mijail Bajtin el carnaval es una actividad ritual que pretende desjerarquizar las estructuras sociales. Es el tiempo y el lugar del pueblo, el espacio que le permite al bufón transformarse en Rey para luego volver a ocupar su lugar marginal en la sociedad de clases. Salvando las distancias, esta liturgia también se repite cíclicamente en Ranchillos. Mientras las diferencias económicas, sociales, ideológicas y raciales tienden a homogenizarse bajo las pinturas que cubren los cuerpos, un animador desaforado grita desde el escenario consignas que marcan la necesidad de rebelarse a las instituciones: “Levanten las manos los que no se van a casar nunca”, “Las palmas de los que mañana no van a laburar”. Es entonces donde el carnaval cobra sentido, en aquel que se gasta todo su jornal en alcohol y se olvida de que al otro día volverá a trabajar diez, once horas por un sueldo magro que apenas le alcanza para alimentar a su familia. Es ese el acto revolucionario del carnaval, perder la noción de las jerarquías en el fragor del baile y las libaciones etílicas; poder parafrasear al poeta y decir: “yo gozo mejor que el dueño”.
A riesgo de ser considerado más peronista que Perón, reconozco que, con el correr de los años, los carnavales de Ranchillos se han convertido para mí en un evento necesario, como si se tratase de un acto de liberación largamente esperado. Sin embargo, hay otros que fomentan el miedo a lo popular desde el prejuicio, acentúan las diferencias y rehúsan a priori cualquier contacto con “la negrada”, como si huyeran de la peste. Pero creo que no le temen a la terrible sombra de Facundo como Sarmiento, sino que sienten temor de dejarse seducir por la barbarie, a que les termine gustando la pintura, la espuma, los ritmos latinos y el carnaval; temor a dejar de pensarse como diferente para comenzar a pensarse desde la igualdad.
Tal vez algún día el carnaval llegue y no se vaya nunca, entonces no harán falta ni reyes ni bufones. Ese día me encontrará seguramente brindando en Ranchillos.
http://video.aol.com/video-detail/cartelera-carnaval-al-rojo-vivo-2009-ranchillos-tucuman/2181296449