Colombia
A nadie, y mucho menos a los lectores de esta revista, habría que recordarles que asumir la profesión médica es dedicarse a una ocupación increíblemente absorbente. La realidad se hace evidente desde el momento en que se ingresa a la escuela de Medicina sin haber salido aún de la adolescencia o, si acaso, estrenando esos primeros años de adultez. Ese proceso de “maduración”, si lo podemos llamar así, es muchas veces traumático. Estudiar Medicina implica renunciar a gran parte de la vida familiar y social, y a dedicar el escaso y valioso tiempo libre a estudiar o, en el mejor de los casos, a recuperar el sueño perdido.Las cosas no mejoran en el año de internado, que es quizás el momento culminante del maltrato y el matoneo que por años ha acompañado la formación de un médico. Luego, solo si se es afortunado, se accede a la especialización, y a la presión por aprender y practicar se añaden las afugias económicas. Los otros compañeros de cohorte llevan ya vidas independientes y tienen (o están buscando) puestos con una remuneración que justifique todos los años de esfuerzo. El reloj del tiempo es inclemente, se van acercando los 30 años y aún no tenemos acumulados pagos a un fondo de pensiones, pero los años del retiro se ven tan lejanos que otras prioridades son las que encabezan la lista de preocupaciones.Para las mujeres, que hoy son la mayoría en las facultades de Medicina, en particular para aquellas que tienen en mente la opción de una vida familiar tradicional, aquella de criar hijos y de echarse a cuestas la mayor parte de las labores del hogar, la situación es todavía más complicada. No en vano ellas acceden menos que sus pares masculinos a las posiciones de liderazgo, esas que involucran la toma de decisiones en los altos niveles. Encontrar una pareja solidaria que asuma de manera equitativa la difícil tarea de la crianza de los hijos no es fácil en esta nuestra cultura machista.
No one, least of all the readers of this journal, should be reminded that entering the medical profession is an incredibly absorbing occupation. The reality becomes evident from the moment one enters medical school without having yet emerged from adolescence or, if anything, from the first years of adulthood. This “maturation” process, if we can call it that, is often traumatic. Studying medicine implies giving up a large part of one's family and social life, and dedicating scarce and valuable free time to study or, in the best of cases, to catch up on lost sleep.Things do not improve during the internship year, which is perhaps the culminating moment of the mistreatment and bullying that for years has accompanied the training of a physician. Then, only if you are fortunate, you get access to specialization, and the pressure to learn and practice is compounded by financial hardship. The other cohort mates are already leading independent lives and have (or are looking for) positions with remuneration that justifies all the years of effort. The clock is ticking, we are approaching 30 and still have no accumulated pension fund payments, but the retirement years seem so far away that other priorities are at the top of the list of concerns.
For women, who today make up the majority in medical schools, particularly for those who have in mind the option of a traditional family life, that of raising children and taking on most of the household chores, the situation is even more complicated. It is not for nothing that they have less access than their male counterparts to leadership positions, those that involve decision-making at the highest levels. Finding a supportive partner who will assume equally the difficult task of raising children is not easy in this macho culture of ours.
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