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miércoles, 10 de febrero de 2021

Colección del cuento corto colombiano


Gustavo Guillermo Zamudio / Harold Kremer
COLECCIÓN 
DEL CUENTO CORTO COLOMBIANO

Se trata de la tercera antología del cuento corto colombiano publicada por la Universidad del Valle.

Índice de autores: Adalberto Agudelo Duque, Amparo Agudelo de Arango, Marco Tulio Aguilera Garramuño, José Rafael Aguirre Sepúlveda, Rubén Darío Álvarez, Saúl Álvarez Lara, Alejandro Alzate Méndez, Gabriel Jaime Alzate Ochoa, Hugo Hernán Aparicio Reyes, Pedro Juan Aparicio, Gustavo Arango, Pedro Walther Ararat Cortés, Luis Mario Araújo Becerra, Jotamario Arbeláez, Triunfo Arciniegas, Luis Felipe Ardila Rojas, César Jair Ariza Rojas, Pedro Badrán Padauí, Dora Isabel Berdugo Iriarte, Bibiana Bernal, John Better, Betuel Bonilla Rojas, Camila Bordamalo García, Juan Carlos Botero, Paul Brito, Nicolás Buenaventura Vidal, Roberto Burgos Cantor, Andrés Felipe Burgos Vallejo, Guillermo Bustamante Zamudio, Rómulo Bustos Aguirre, Jorge Cadavid, Andrés Caicedo, Cecilia Caicedo Jurado, Fernando Calero de la Pava, José Cardona López, José Ancízar Castaño Pérez, Carlos José Castillo, Jacqueline Castro, Juan Carlos Céspedes Acosta, Pedro Chang Barrero, Hoover Delgado, Cultura Desana, Lucía Donadío, Esteban Dublín, Jaime Echeverri, Julián A. Enriquez, Leonardo Ariel Escobar Barrios, Octavio Escobar Giraldo, Rafael Escobar De Andreis, Jonathan Alexander España Eraso, Germán Espinosa, Alberto Esquivel, Pedro Arturo Estrada Z., Luis Fayad, Henry Ficher, Jorge Franco Ramos, Jorge Eliécer Gaitán, Sergio Eduardo Gama Torres, Eduardo García Aguilar, Gabriel García Márquez, Jaime Ismael García Saucedo, Maribel García Morales, Rafael Garcia Zuluaga, Omar Alberto Garzón Chirivi, Diego Gil Parra, León Dario Gil Ramirez, Claudia lvonne Giraldo, José Eddier Gómez, Oswaldo Granda Paz, Isar Hasim Otazo, Fernando Herrera Gómez, Marcos Fabián Herrera Muñoz, Carlos Julio de la Hoz Collazos, Cultura Ijka, José Ignacio Izquierdo, Darío Jaramillo Agudelo, José Raúl Jaramillo Restrepo, Sebastián Jiménez Valencia, John Jairo Junieles, Fabio Jurado Valencia, Harold Kremer, Sergio Laignelet, Gustavo Laverde Sánchez, Jaime Lopera Gutiérrez, Fredy Yezzed López B., Andrés Rodolfo López Rodríguez, Orlando López Valencia, Víctor López Rache, Luis Fernando Macías, Gonzalo Márquez Cristo, José Martínez Sánchez, Enrique Medina Flórez, Guillermo J. Mejía, Manuel Mejía Vallejo, Orlando Mejía Rivera, Víctor Meneo Haeckermann, Mario Mendoza, Plinio Apuleyo Mendoza García, Juan Fernando Merino, Liliana Montes Barahona, Roberto Montes Mathieu, Pablo José Montoya Campuzano, Gustavo Moreno Montalvo, Juan Carlos Moyano, Álvaro Mutis, Andrés Fernando Nanclares Arango, Javier Navarro, Jairo Aníbal Niño, Omar Ortiz Forero, Alfonso Osario Carvajal, Gabriel Ernesto Osario Ariza, Nelson Osario Marín, Manuel Ospina Acosta, William Ospina, Germán A. Ossa E, Sandra Patricia Palacios, Carlos Orlando Pardo Rodríguez, Jaime Paredes Pardo, Felipe Paris, Rodrigo Parra Sandoval, Carlos Patiño Millán, Julio César Pérez Méndez, José Libardo Porras Vallejo, Eduardo Posada Hurtado, Amalia Lucía Posso Figueroa, Herbert Hernando Potes, Gustavo Quesada Vanegas, Carlos Arturo Ramirez Gómez, Clinton Ramirez C., Álvaro Ramos Quesedo, Gloria Rendón, Ángela Adriana Rengifo Correa, Nicanor Restrepo Santamaria, Mario Enrique Rey Perico, Carlos Flaminio Rivera Castellanos, Martha Cecilia Rivera, Juan Manuel Roca, Fernando Rodríguez, Johann Rodríguez Bravo, Luz Marina Rodríguez Romero, Roberto Rodríguez, Celso Román, Armando Romero, Fernando Romero Loaiza, VJ Romero, Evelio Rosero, Roberto Rubiano Vargas, Carolina Rueda, Harold Ruiz Paz, María Paz Ruiz Gil, Sneider Saavedra Rey, David Sánchez Juliao, Umberto Senegal, Eduardo Serrano Orejuela, Enrique Serrano, Lya Damaris Sierra González, Pablo John Silva y Martha Fajardo V., Carmen Cecilia Suárez, Nicolás Suescún, Javier Tafur González, Guido Leonardo Tamayo Sánchez, Gustavo Tatis Guerra, Lucy Fabiola Tello, Antonio Ungar, Hernando Urrutia Vásquez, Libardo Vargas Celemín, Guillermo Velásquez Forero, Jaime Alberto Vélez González, Rubén Vélez, Luis Vidales, Rodolfo Villa Valencia, Lucas Villegas M., Luis Bernardo Yepes Osorio, Jorge Zalamea, Flóbert Zapata Arias, Óscar Zapata Gutiérrez, José Zuleta Ortiz, Aymer Waldir Zuluaga Miranda, Henry Zuluaga.

Tercera antología del Cuento corto colombiano. Compiladores: Guillermo Bustamante Zamudio y Harold Kremer. Editorial Universidad del Valle. Colección Artes y Humanidades. Colección del Cuento corto colombiano. Cali, Colombia, 2016.


martes, 4 de junio de 2013

Evelio Rosero / Un hombre


Evelio Rosero
UN HOMBRE

Un hombre puso el siguiente aviso frente a la puerta de su casa: Se venden pobres. Otro hombre que pasaba se acercó a preguntar el precio. "Depende", dijo el primer hombre, "tendría usted que elegir qué pobre quiere". Entraron los dos hombres en la casa y no tardó en salir el comprador con un pobre bajo el brazo -sin explicarse aún para qué realmente necesitaba un pobre-. Al poco tiempo los demás hombres se enteraron de la noticia y no tardó en llenarse la casa de compradores. Cada quien salía con su respectivo pobre bajo el brazo. Algunos llevaban hasta tres y cinco pobres sobre las espaldas. Eran paquetes de pobres. Se anunciaban pobres en los periódicos. Se exportaban. Todo siguió así hasta que el primer hombre quedó sin más pobres para vender. El último pobre que se llevaron fue su mujer, aunque meses más tarde también él tendría que venderse como pobre. Entonces la competencia no se hizo esperar. Aparecieron empresas vendedoras de pobres, industrias productoras de pobres. Y eran pobres de todos los tamaños y colores. Hubo muchos concilios y guerras, exposiciones y discusiones que intentaron determinar el origen de tanto pobre. Se publicaron cientos de libros. Nadie habló de pobreza. Únicamente de pobres. Demasiado tarde. Se remataban pobres en África, en Pakistán, en los Estados Unidos, en la Argentina. No tardó el mundo entero en llenarse de pobres.



Evelio Rosero Diago
Cuento para matar un perro ( y otros cuentos)
Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1989, p. 60






sábado, 1 de junio de 2013

Evelio Rosero / Sia-Tsi


Evelio Rosero
SIA-TSI

-¿Cómo te llamas? -preguntaron a Sia-Tsi los guerreros del déspota Wu-nung.
Sia-Tsi, que vivía en el reino de Lu y era partícipe de la escuela de Mo, guardó (como era de esperarse) un respetuoso silencio.
-Cómo te llamas -repitieron impacientes los guerreros, pues buscaban al anciano maestro desde hacía nueve años para matarlo. Pero no lo conocían y entonces, cada vez que iniciaban otra redada, bebían cada uno once tazones de vino amarillo para darse ánimos, pues se aseguraba que Sia-Tsi era poseedor de todos los lenguajes y lograba fácilmente llamar en su ayuda a los animales o las aves, o podía muy bien mimetizarse entre los árboles y flores o convertir a sus enemigos en cuervos ingrávidos, con sólo invocar dos o tres palabras antiguas.
-Cómo te llamas -siguieron insistiendo los guerreros, ebrios, sacudiendo sus sables relucientes, de un metal casi vivo, sediento de humedecerse y oscurecerse. Lo cierto es que estaban muy alarmados y tensos, pues por fin todas las descripciones coincidían con aquel anciano que (como era obvio) tenía una barba gris que le cubría los pies, y unos ojos muy hondos y negros que sin duda no miraban hacia el cuerpo sino más allá, hacia más adentro.
Evidentemente él y sólo él debía ser Sia-Tsi. Aún así, volvieron a repetir a gritos la pregunta: "Cómo te llamas".
-Nunca he podido responder a esa pregunta -respondió el anciano maestro-. Hoy podría tener un nombre, y mañana otro, ayer pude llamarme Sia-Tsi, que es el que ustedes buscan, pero mañana podría llamarme Yi-Po, y hoy me parece que debo llamarme Chou, que es un nombre acorde con este viento que nos rodea.
La respuesta del anciano los desconcertó. Y los hirió, además, su mirada, entre irónica y piadosa, que no se congelaba ante la fría cercanía de los sables apuntándolo. Por fin los guerreros, temerosos de permitirle el tiempo necesario para pronunciar palabras antiguas, le dijeron:
-Te estás burlando de nosotros, inútil anciano, y de todas formas vamos a matarte, para que no continúes reflexionando insensateces.
El anciano no pudo, ante semejante afirmación, evitar reír.
Un tiempo después, sobre la hierba tibia y anaranjada, Sia-Tsi continuaba convencido de no saber quién era realmente el que moría.




Evelio Rosero Diago
Cuento para matar un perro ( y otros cuentos)
Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1989, pp. 66-67




miércoles, 29 de mayo de 2013

Evelio Rosero / Declaración de tres ancianas



Evelio Rosero
Declaración de tres ancianas

Ahí lo vimos, sentado, mirándose los pies un largo tiempo. No podíamos creer que ese hombre, con ese cuerpo tan flaco y tan débil que daba pena, fuera ese hombre, el perseguido. No podíamos creerlo. Tarde o temprano lo atraparán, pensamos. Con ese temblor en las piernas no podrá durar mucho tiempo pensamos.
Cuando pudo hablar nos pidió agua. “Ahí está” le dijimos. Ni siquiera se había dado cuenta que desde mucho antes le teníamos un pocillo a su lado. Bebió rápido, y el agua resbaló por su cuello, y mojó su pecho. Pidió más, y más le dimos. Siguió pidiendo agua y nosotras le seguimos dando. Le preguntamos que si él era el buscado ─aunque ya sabíamos que sí era─, y tuvo la cobardía de decirnos que no, que no era él,  que tan solo era un amigo del buscado, pero que eso casi era lo mismo. Entonces nos enfadamos. Nos decepcionaba escuchar que un hombre tan buscado y conocido como él empezara por negarse a sí mismo. “Sabemos quién es usted”, le dijimos, “nosotras lo sabemos". El hombre nos miró por primera vez, y por primera vez, en su mirada, notamos un rastro de lo que acaso fue su valentía: “Para qué preguntan, pues”, dijo. Sus ojos se iluminaron rápidos, como carbones cuando se soplan, pero volvieron a apagarse y caer otra vez hacia sus pies. Tenía los pies hinchados, rajados por este desierto de piedras y arena.
“Desde cuándo huye” preguntamos. “Para qué saberlo” dijo él. Y después dijo, con rabia: “Ya perdí la cuenta, ¿saben? A lo mejor, si fuéramos muchos, nosotros los perseguiríamos a ellos”. Y más tarde añadió: “Desde que no me gustó esta vida es que me están persiguiendo”.
Pasó la tarde y todas seguimos quietas, mirándolo en silencio; tenía la muerte en el cuello, pobre. Entonces escupió con fuerza y volvió a decir: “Lo aburrido de esto es huir a solas. Antes, por lo menos, huía con mis hombres. Nos protegíamos el sueño. Pero a todos ellos los fueron muriendo. Al último lo mataron esa vez cuando nos dormimos al mismo tiempo”.
No volvimos a decirle nada. Para qué decir algo. Empezó a dormir, sentado, sobre esa piedra. Nosotras lo acompañamos despiertas mientras dormía. Pero al día siguiente ya no lo vimos. Seguirá huyendo, pensamos. Eso fue lo que pensamos.

Evelio Rosero
Cuento para matar un perro (y otros cuentos)
Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1989, pp.40-41



domingo, 26 de mayo de 2013

Evelio Rosero / Por qué está triste tía Inés



Evelio Rosero Diago
Por qué está triste tía Inés

Usted me pregunta por qué estoy triste y yo quisiera responderle que estoy triste porque un día salimos caminando con él hasta la playa y él me dijo “Ya vuelvo” y sí volvió, realmente, pero después de veinte años ─cuando yo no lo esperaba─ y entonces él volvió a marcharse y desde entonces no he podido alejar la tristeza.
   Quisiera contarle que aquel día de la playa yo tenía puesto un camisón de seda comprado un día antes, para que él lo viera y me dijera todo lo que dicen ellos cuando una tiene puesto algo especialmente comprado para que ellos digan algo. Él no dijo nada, impaciente por entrar conmigo en la cabaña. Hizo lo que hizo y después salimos a la playa y me miró y me dijo: Ya vuelvo, y volvió, cierto, pero después de veinte años.
   Quisiera contarle eso, pero no puedo.


Evelio Rosero
Cuento para matar un perro (y otros cuentos)
Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1989, p.39



jueves, 23 de mayo de 2013

Evelio Rosero / Bajo la lluvia



Evelio Rosero
BAJO LA LLUVIA

Le preguntamos qué hacía ahí, flotando en la calle, bajo la lluvia, y él respondió que nada, que lo único que hizo fue saltar un poco, para evitar un charco, con la extraña suerte de que no volvió a caer. “Y aquí estoy, como pueden ver”, dijo. Tenía los ojos aguados, como alguien sorprendido por la emoción más inaudita, como alguien a punto de llorar silenciosamente. Su corbata colgaba ondulante, parecía lo único de él que pretendía continuar atándolo realmente a la tierra. Y, sin embargo, también él parecía aceptar su situación, porque reconoció, estupefacto: “Debo ser uno de los tantos casos raros que hoy existen en el mundo”. Nos contó que al principio fue agradable. “Esto es como los pájaros”, contó que había pensado, pero más tarde todo eso empezó a preocuparlo porque se elevó un metro y después dos más y de pronto comenzó a decirnos que sentía que otra vez iba a seguir elevándose, que lo ayudáramos. “¡Pronto, pronto!”, gritaba.
“Su situación es peligrosa”, reconoció alguien, “si sigue elevándose a ese ritmo un avión podría quitarle la vida”. “Sería lo mejor”, sonrieron dos mujeres, “a quién se le ocurre saltar un charco para no volver a caer”. “Esto hay que publicarlo”, pensaron otros, “de lo contrario nadie va a creerlo”.
“Qué podemos hacer”, le dijimos, “podríamos amarrarlo”.
“¡No, no!”, respondió él, esforzando la voz —porque ya se había elevado cuatro o cinco metros más, de un solo tirón—, “no quisiera hacer el ridículo, perdería mi puesto en el banco”. Se estuvo pensativo unos segundos.
“¿Entonces?”, le gritamos.
“Díganle a mi novia que hoy no pasaré por ella”, respondió él, más resignado que impaciente. Decir aquello fue como arrojar el último lastre de su vida. De un sacudón empezó a elevarse con la lentitud de un zepelín.
“Pero, dónde vive ella”, le preguntamos. Él nos gritaba una y otra vez, repitiendo la dirección. Distinguimos cómo gesticulaba, desesperado. Ninguno de nosotros alcanzó a escuchar dónde vivía su novia. Además, al verlo desaparecer, nos pareció que su destino tenía tal viso de sospechosa fantasía que ya a nadie realmente le importaba justificar su ausencia ante el mundo.


Evelio Rosero
Cuento para matar un perro (y otros cuentos)
Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1989, pp. 64-65





lunes, 20 de mayo de 2013

Evelio Rosero / Encierros




Evelio Rosero
ENCIERROS

No nos permitían entrar a saludarlo. Comía a escondidas. Mariela daba unos discretos golpecitos a la puerta y entonces él abría. No alcanzábamos a verlo. Sus manos largas y velludas recibían temblorosamente cada plato, después empujaban la puerta. La única vez que pudimos verlo por entero fue cuando Mariela confirmó que no acudía a recibir los platos. Muy tranquila buscó la llave de la puerta y acompañada por los vecinos del edificio entró a la habitación. Minutos más tarde lo retiraron, acostado, sostenido entre sus propias sábanas. Nosotros comprendimos que se estaba muriendo, su rostro tenía el color y la textura de la cera cuando se derrite, sus ojos entreabiertos no mostraban mucha luz; daba jadeos breves y angustiantes. Sin embargo, pareció buscarme con la mirada. Yo sentí que me buscaba, y era cierto: me guiñó un ojo antes de desaparecer con los vecinos. Esa misma tarde Mariela hizo la limpieza en aquel cuarto, nosotros la acompañamos. Oímos sonar diez veces el desagüe en el water diminuto, como de juguete, con Mariela inclinada sobre él, cubriéndose las narices. Nos atormentaba el olor a alcohol, reconcentrado, que se desprendía de las paredes húmedas. Cuando terminamos Mariela puso sus brazos en jarra y nos estuvo mirando mucho tiempo. Finalmente me dijo, como la cosa más simple: “Ahora tú dormirás en esta habitación”.
Tuve que trastear mi catre y mi pupitre. Desde entonces Mariela golpea mi puerta y yo me asomo a recibir los platos. Sé muy bien que a los demás no les permite hablarme, y eso es algo que yo lamento porque este encierro es desolado. El tiempo en el reloj de la pared es tan lento como un suave parpadeo. Desde la ventana pequeñísima puedo ver las tardes, casi siempre anaranjadas, donde el viento persiste entre las calles. Por el cielo, más allá de los altos edificios, pasan las palomas, y yo he escrito: Son un aire blanco, desapareciendo. Debo estar agonizando escribo, y la ventana devuelve mi rostro en el cristal, consumiéndose. Algún día no abriré la puerta, no podré hacerlo, y Mariela vendrá con los vecinos a sacarme entre las sábanas. Yo, entonces, miraré a cualquiera de ellos, y haré un guiño, un suave guiño, cómplice, feliz.

Evelio Rosero Diago
Cuento para matar un perro (y otros cuentos)
Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1989, pp.14-15




viernes, 17 de mayo de 2013

Evelio Rosero / Las gallinas y el eclipse



Evelio Rosero
LAS GALLINAS Y EL ECLIPSE

Estábamos eternas, recorriendo el mismo huerto y escarbando la misma tierra a la búsqueda de los gusanos de siempre, de idéntico sabor, cuando de pronto el cielo empezó a oscurecer y todas sentimos frío y nos dijimos “Qué extraño, algo le pasa al cielo” y nos vimos obligadas a subir al árbol, sin sueño, y por la fuerza de la costumbre tuvimos que cerrar los ojos y lo más sorprendente de todo es que no pasó mucho tiempo cuando Séneca el gallo empezó a cantar y entonces nosotras volvimos a bajar del árbol, contentas de que la noche fuera fugaz porque de todos modos no teníamos sueño.
Fuimos donde Séneca para pedirle explicación, solo que tampoco él sabía nada, de modo que no quedó más alternativa que ir donde la abuela, pretenciosa como siempre en su rincón, procurándose a duras penas el gusano suyo de cada día. “Qué ha sucedido” le preguntamos, y ella nos contempló maliciosa y luego dijo: “No es la primera vez que ocurre esto. Es muy sencillo. Ustedes saben, hay un gran pollo amarillo flotando allá arriba; cuando logra desenterrar un buen gusano se esconde detrás de mí, se lo come, y vuelve a salir”.
La explicación fue suficiente para que olvidáramos aquello y entonces continuáramos eternas, recorriendo el mismo huerto, como siempre, en círculos.

Evelio Rosero 
Cuento para matar un perro (y otros cuentos)
Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1989, p.38




martes, 14 de mayo de 2013

Evelio Rosero / La casa


Sin título
Cecilia Porras


Evelio Rosero
La casa

He aquí una casa loca, cuyas escaleras no conducen a nada. Uno abre la puerta y cree entrar y en realidad ha salido. Pero cuando uno cree salir sucede lo contrario: uno ha entrado. Y la mayoría de las veces uno no se explica a dónde ha llegado, o qué ha sido del cuerpo de uno en esta casa. Las ventanas tienen la peculiaridad de no mirar hacia afuera sino hacia adentro. Todos los muebles cuelgan a medio metro del techo principal. De manera que para llegar a ellos es necesaria la imposibilidad de volar, o un salto largo y elástico que le permita a uno aferrarse de una silla, por ejemplo, y luego escalarla y sentarse en ella, como en un peligroso columpio. Y lo peor ocurre cuando cada uno de los movimientos oscilantes de los muebles tiende a vencer el equilibrio de los ocupantes, de manera que muchos se han despedazado intentando resistir más de una hora sentados en el mismo sitio. Todos los muebles confabulan sus movimientos para desbaratar a sus ocupantes, y ya se sabe que los muebles flotantes procuran sobre todo que los cuerpos sean derrotados de cabeza; nadie ha podido saltar incólume. Siempre, en la caída, hay otro mueble oscilante que se las arregla para que el cuerpo en condena se estrelle de cabeza contra el suelo.

   A pesar de estas aparentes incomodidades, se escuchan, en la casa, cuando cae la noche, muchas voces y risas, y chocar de copas (y muebles). Nadie ve llegar a los invitados, y tampoco salir, y eso se debe seguramente a la otra originalidad de la puerta, que da la sensación de permitir entrar y salir al mismo tiempo, sin que verdaderamente se haya salido o entrado. Nadie sabe, además, quién es el dueño o quiénes habitan la casa permanentemente. Alguien nos cuenta que vive una pareja de niños. Otros aseguran que no son niños, sino enanos: de lo contrario no se justificarían las fiestas de siempre, escandalizadas por las exclamaciones más obscenas que sea posible imaginar. Hay quienes afirman que nadie vive en la casa, y que en caso contrario no serían niños y tampoco enanos sus habitantes, sino dos jorobadas dementes. Ni unos ni otros dicen la verdad. No han acabado de entender que todos son en realidad mis habitantes, que están dentro de mí como también yo estoy dentro de ellos, que yo soy algo vivo, y que a pesar de todas las vueltas que puedan dar por el mundo quizá nunca les sea posible abandonar mi tiranía para siempre, porque también yo estoy dentro de mí.


Evelio Rosero Diago
Cuento para matar un perro ( y otros cuentos)
Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1989, pp. 16-17








sábado, 11 de mayo de 2013

Evelio Rosero / Crónica de un viaje por Chile


Evelio Rosero
CRÓNICA DE UN VIAJE POR CHILE


En ese viaje por Chile tuve la ocurrencia de tocar la dulzaina. Íbamos tres en el camión, sentados sobre costales. Atardecía. Me oían Antonio y Ramiro, que bebían vino de una cantimplora. Nos conocimos en Cuzco, y decidimos continuar el viaje a la Argentina. En la cabina del camión conducía un hombre viejo, pero recio, en compañía de su mujer y su hijo. Nos detuvimos en un pueblo fantasma, en la mitad de las arenas, para buscar agua. Un corrillo de hombres y mujeres aguardaba. “¿Alguno de ustedes tiene una dulzaina?”, preguntaron.


Después de un silencio estupefacto, Antonio les dijo que no con la cabeza. Ramiro, sin embargo, no tuvo inconveniente en señalarme: “Éste lleva una dulzaina”.

Habló uno de los hombres. “Mire, compadre -explicó-, mi hija se muere, y se le ha ocurrido que quiere escuchar una dulzaina mientras muere. Le hemos cantado con guitarras, y ella es terca, ha dicho que quiere morir oyendo sonar una dulzaina. Aquí no tenemos dulzainas. Muchos compadres no saben qué bendita cosa es una dulzaina. Si usted quiere acompañarnos… usted toca la dulzaina, y ella escucha, y se muere, y usted sigue su viaje”.

Yo lo escuchaba atónito. Apenas pude entender de qué se trataba. Fuimos a casa de la agonizante. En vano intenté buscar una canción en la memoria. ¿Qué tocaría? Entramos por fin a una casa fría, vacía de muebles. Fue como si de pronto anocheciera.

Y vi a la hija. Una muchacha.

La descubrí acostada entre luces de cirios, olor de leña quemada, como si ya estuviera muerta. Pero sus ojos alumbraban, grandes, claros, místicos. Era la muchacha más bella de la vida, en mi camino, muriéndose. Era una gran sombra amarilla. Me resquebrajé por ella, cuando lloró. En mi mano la dulzaina tembló. Sus labios parecieron alentarme con una ancha sonrisa. Yo dudaba en soplar la dulzaina. Yo dudaba. ¿Qué canción? Comprendí de pronto que para tocar una dulzaina hace falta aspirar, y expirar.

“Un día soñé con usted”, me dijo la muerta. Sí, la muerta, con voz de muerta. Alguien me ofreció una copa de aguardiente. Bebí con sed, y después el aguardiente mojó la dulzaina. Elegí, entre aquella perdida pampa chilena, y sin saber por qué, una canción de los Beatles. Y sonó bien, porque ella sonrió, agradecida. Amante complacida. Sus ojos seguían absortos, contemplándome. No podía mirarla, de modo que cerré mis ojos, y seguí tocando, hasta que alguien puso una mano en mi hombro. Entonces vi que ella había cerrado los ojos. Me dijeron que ya no era necesario que tocara, la muerta había muerto, y sólo ella quería oír una dulzaina. Sólo ella.




miércoles, 8 de mayo de 2013

Evelio Rosero / Miedo


Ilustración de Ingrid Baars
Evelio Rosero
MIEDO
Una vez llamó a su casa, por teléfono, y se contestó él mismo. No pudo creerlo y colgó. Volvió a intentarlo y nuevamente volvió a escuchar su propia voz, respondiendo. Entonces tuvo el coraje de preguntar por él mismo y su propia voz le dijo que no siguiera insistiendo porque él mismo nunca más iba a volver. “Con quién hablo”, preguntó, por fin, y escuchó, anonadado, lo que nunca debió oír. ¿Qué escuchó? Nadie lo sabe, pero debió ser algo terrible porque él no pudo controlar la  carcajada creciente, asfixiándolo. Al día siguiente los periódicos no registraron la noticia, cosa lamentable si se tiene en cuenta que todo periodismo de verdad consiste en ir más allá de lo aparente, hacia la verdad total, y más si el hecho tiene que ver acaso con un problema de orden metafísico en la compañía de teléfonos. Usted mismo podría indagar la realidad de este suceso, exponiéndose –eso si, por su propio riesgo– a que todos los teléfonos se confabulen una tarde contra usted y lo silencien, definitivamente.

Evelio Rosero Diago
Cuento para matar un perro ( y otros cuentos)
Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1989, p. 11


Foto de Valeria Chorozidi
FEAR
by Evelio Rosero

Translated by Anne McLean



One time he called home and he himself answered the phone. He couldn’t believe it, and hung up. He tried again and again heard his own voice answer. Then he gathered the courage to ask for himself and his own voice told him not to keep insisting because he was never coming back. “Whom am I speaking with?” he asked, finally, and heard, dumbfounded, what he should never have heard. What did he hear? Nobody knows, but it must have been something terrible because he could not control the laughter rising in his throat, suffocating him. The next day the news wasn’t in the papers, a shame if you bear in mind that all true journalism consists in going beyond appearances, to total truth, and even more if it perhaps had to do with a metaphysical problem in the telephone company. You could inquire into the reality of this event, exposing yourself—it’s true, at your own risk—to the possibility that all the telephones might conspire against you one afternoon and silence you, definitively.