Leyendas de Mi Tierra
Leyendas de Mi Tierra
Leyendas de Mi Tierra
En las tierras del norte gobernaba el noble Illampu, que mandaba sobre millones de
subditos; era famoso por sus riquezas y por sus ejércitos invencibles, tenía este
soberano un hijo muy joven, casi un niño, que era todo su orgullo. Se llamaba Astro
Rojo, por haber nacido bajo el símbolo de una roja estrella que precisamente apareció
el día de su nacimiento. Era de bella apostura y poseía muchas cualidades por lo que
era queridísimo de todos los pobladores del imperio. A pesar de su corta edad, había
capitaneado las huestes de su padre, habiendo logrado obtener gloriosos triunfos con
los que extendió los dominios de sus estados, especialmente por las inexplorables
regiones de Mapiri y de Caupolicán.
El otro rey, que dominaba en las tierras del sur, era Illimani, casi tan poderoso y rico
como su vecino. Sus ejércitos famosos por sus innumerables triunfos le habían hecho
dueño de los fértiles valles de los Yungas, de donde, como tributo, recibía
periódicamente inmensos cargamentos de cacao y de coca y una gran variedad de los
más sabrosos frutos. Illimani tenía también un hijo de igual edad que el de su vecino.
Se le llamaba Rayo de Oro, porque el día que vino al mundo apareció en el cénit una
linda estrellita dorada que fue acrecentando su tamaño a medida que el pequeño
príncipe también crecía. En lugar de aficiones guerreras, el pequeño príncipe sentía
una gran predilección por los negocios de estado. Desde pequeño consagró su talento
a aumentar con el trabajo y el comercio los tesoros de su padre y las riquezas de sus
estados. Era caritativo y su mayor placer consistía en socorrer a los pobres y consolar
a los desgraciados, por lo cual era idolatrado por su pueblo.
Ambos monarcas, también habían nacido bajo el augurio de sus respectivas estrellas,
que eran objeto de constante observación por parte de los adivinos imperiales.
Illampu estaba bajo la predestinación de una inmensa y brillante estrella de luz y muy
blanca que aparecía cada noche en el cénit de la capital, es decir exactamente sobre la
residencia del soberano. Cada nueva victoria de sus ejércitos o cada progreso de sus
estados eran también marcados por un aumento de esplendor y brillo de la estrella que
siempre acompañada de un bellísimo lucerito rojo, desde el nacimiento del príncipe
heredero, estaba en el firmamento.
Illimani, el soberano del sur, seguía también afanoso los progresos de su astro
predilecto de luz blanca y refulgente. El por su parte también notaba, satisfecho, que
su esplendor aumentaba en relación de la creciente prosperidad de su imperio. Al lado
de la blanca estrella de Illimani brillaba la linda estrellita dorada, símbolo del destino
de su hijo.
Así pasó mucho tiempo. Ambos estados, gobernados justicieramente por sus
respectivos soberanos, fueron progresando sin tropiezos ni conflictos. Mientras que en
el cielo, entre miles de estrellas, iban destacándose más y más los dos astros blancos
junto a sus pequeñas compañeras.
Durante la noche del día de la primera reunión los sabios observaron cuidadosamente
las dos estrellas a través de un carguero de llama que les servía a manera de raro
telescopio.
Cuando al día siguiente se presentaron los ancianos ante Illampu, le dijo uno de ellos:
Ilustre soberano, hemos observado atentamente la luz de las dos estrellas. Todavía
puedes estar orgulloso. Tu estrella tiene aún mayor brillo que la del sur; pero, cuídate
mucho, que la otra también va creciendo y, acaso no tarde en igualar a la tuya en
esplendor.
¡Y después, quizá la otra sea más bella que la mía! murmuró el sombrío
Illampu.
¡Pues, no será!
Mas, como su misma ira le impedía pensar con claridad, buscó el consejo de sus
servidores y les dijo:
Soberano monarca Illampu - habló otro de los yatiris -. Bien sabes que esa estrella no
es más que el reflejo y símbolo de la dicha y poder de un mortal afortunado, por lo
tanto creo que ella pueda apagarse destruyendo al hombre cuya vida ampara.
Y, mientras los ancianos se fueron alejando hacia sus hogares, el ambicioso Illampu,
paseando en su aposento, comenzó a madurar el terrible plan para destruir a su rival.
Era que Illampu, señor y rey de las tierras del Norte, había declarado guerra y
exterminio a Illimani, soberano de las tierras del Sur. Y, era también que éste,
henchido de vanidad y orgullo contestó altivamente a la declaratoria de su rival y
corrió a prepararse también para la lucha.
Al fin, hechos por ambas partes todos los preparativos bélicos, salieron los dos
ejércitos formidablemente armados, al mando de sus respectivos reyes.
El altanero, Illampu, a la cabeza de las tropas del Norte, esperaba con ansia el día de
la batalla, seguro de sentir su superioridad al empuje de su invencible ejército.
Illimani, capitaneando sus tropas, también abrigaba los mismos deseos.
Cuando llegó el día de la batalla, los dos ejércitos estaban acampados muy próximos y
habían tomado sus posiciones en una gran llanura que es-taba precisamente en el
límite de ambos estados.
El rey Illampu, más impaciente que su ene-migo, se apresuró a poner sus tropas en
línea de batalla y enseguida mandó el ataque. Ocupaban la vanguardia de su ejército
sus famosos flecheros que lanzaron sobre el campo contrario miles de flechas
envenenadas. El enemigo no tardó en contestar con las certeras piedras de sus
hondas. Poco después se generalizó el combate. Los soldados, como presas de un
extraño furor largo tiempo contenido, se lanzaron unos contra otros, dispuestos a
matar o a morir.
Mientras tanto, en la cámara real en monarca yacía rodeado de los yatiris que en vano
se esforzaban por mantener con sus remedies la vida que se iba lentamente del cuerpo
de su señor. Todos los sabios acabaron por declarar unánimemente el próximo fin del
soberano. Este, entre la congoja de su dolorosa agonía, llamó a su hijo y sucesor para
dejarle su última voluntad.
Astro Rojo, aunque niño todavía, desesperado por la pena, midió toda la gravedad del
momento. Al echarse llorando sobre su agonizante padre, le había dicho doloroso
reproche:
Pero cuando Illampu sintió aproximarse su última hora, llamó a los altos dignatarios
del imperio y ante ellos habló de esta manera:
Sí, sí padre. Lo juro. Juro ahogar en sangre y en mil horrores a ese pueblo. Le
juro sobre tu cuerpo.
Como si hubiera sido lo único que esperaba oír, el moribundo lanzó un ronco sonido de
su garganta y quedó inerte para siempre.
Mientras esto sucedía en el imperio del Norte, en la capital del imperio del Sur tenían
lugar parecidos acontecimientos.
Illimani, herido mortalmente, había reunido el Consejo del Imperio y ante él había
logrado arrancar a su hijo Rayo de Oro, el mismo juramento de odio y exterminio.
Vanas también habían sido ante el moribundo las sensatas reflexiones del príncipe
heredero. No parecía sino que aquellos dos rencorosos soberanos querían dejar a toda
costa a sus hijos y a sus pueblos encadenados a una terrible deuda de sangre y
destrucción.
UNA GUERRA COMO TANTAS OTRAS, EN QUE HOMBRES SÍN MUTUO RENCOR
DE MATAN POR DEFENDER UNA MENTIRA
Otra vez, los hombres, con criminal empeño, afilaban armas mortales y amontonaban
proyectiles homicidas. Otra vez también fueron olvidadas las verdaderas necesidades
del pueblo y de su porvenir para entregarse a porfía a la cruel empresa de sembrar de
ruinas la tierra y de llanto los hogares.
Y, como en anterior ocasión, hechos ya los preparativos, salió el ejército del Norte,
buscando al enemigo del Sur, y éste a su vez, en pos de sus rivales, todos dispuestos
a aniquilarse.
La gente de los dos ejércitos, era la carne de cañón de siempre. Los pobres soldados,
no se daban cuenta de que iban, ardorosos a derramar estérilmente su sangre en aras
de una gran mentira, y solamente por defender el orgullo de dos ambiciosos que ya ni
siquiera existían.
Los únicos que por su educación esmerada y, sobre todo, por la innata grandeza de
sus almas, se daban cuenta de todo eso, eran dos niños que dirigían los ejércitos;
pero, también encadenados por su juramento, no tenían más remedio que buscarse
mutuamente para luchar con saña.
En aquella misma llanura fronteriza, donde habían caído antaño los padres, ahora, los
dos jóvenes soberanos se aprestaron a la lucha sangrienta.
Amaneció el día de la batalla; pero ninguno de los jefes quería dar primero la señal de
ataque. Parecía que cada uno de ellos secretamente esperaba que fuera el otro el que
provocara la batalla.
Había el sol ascendido al cénit y, aun, los dos ejércitos impacientes por matarse,
esperaban con extrañeza la orden de sus reyes.
Al fin, no hubo más remedio que pelear. Al mismo tiempo las tropas se movilizaron y
comenzó el encuentro.
Apenas chocaron las avanzadas y cayeron los primeros heridos, el rencor y la cólera de
los hombres pareció despertar con extraordinaria ferocidad. Los lamentos de los
caídos y el olor a sangre humana emborracharon de furor hasta a los jefes. La lucha
no tenía piedad. Todos parecían fieras sedientas de sangre. Miles y miles de
guerreros habían ya caído. Los demás seguían matando y muriendo en su mismo sitio
sin dar nunca pie atrás. Tanta fue aquella furia infernal que al anochecer, de los
brillantes ejércitos no quedaban más que dos puñados de hombres heridos que
rodeaban a sus respectivos monarcas.
Sólo se dejó de pelear cuando la obscuridad de la noche impidió que los sobrevivientes
pudieran reconocerse para seguir hiriéndose.
Pero, en cuanto la tierra volvió a alumbrarse con la macilenta luz del alba, los dos
grupos dirigidos por sus imberbes capitanes, volvieron a afrontarse decididamente.
Esta vez ya Astro Rojo y Rayo de Oro no pudieron eludir el combate. De lo contrario
habrían sido tenidos por cobardes. Ambos se destacaron del grupo de sus súbditos y,
el uno con la flecha y el otro con la honda, tal como habían combatido sus padres, se
hirieron mortalmente al mismo tiempo.
Los dos pequeños, con el rostro aún candoroso de la niñez, palidecieron mortalmente;
pero en lugar de que por sus labios brotaran blasfemias de rencor, sólo pronunciaron
débilmente palabras de generoso y mutuo perdón. La deuda estaba pagada. Nada
quedaba ya que hacer para colmar todo el horror del juramento.
Al impulso de este mismo pensamiento, Rayo de Oro y Astro Rojo, ordenaron a sus
servidores que los aproximaran uno a otro. Cuando ambos niños se vieron cerca, se
extendieron los brazos desfallecientes y, en un abrazo sangriento inmensamente
sublime, sellaron la tragedia vivida por sus dos pueblos.
Cuentan que en ese momento sucedió algo extraordinario. Del seno de la tierra brotó
un formidable estruendo. Se abrió la corteza y del abismo negro brotó a la superficie
una inmensa figura de mujer. Era el genio de la tierra o sea la Pachamama. Su
majestuosa figura estaba aureolada de una luz suave que bajó del cielo aún estrellado
del amanecer, mostró a los mortales toda su esplendidez de diosa.
Vuestros padres, no contentos con haber causado tantos estragos, os han empujado a
vosotros por el camino de la guerra más criminal e injusta. Pero, yo castigaré su
orgullo. Mirad - y les mostró dos estrellas inmensas y blancas que comenzaron a
palidecer en el cielo. Eran las que simbolizaron el poder de sus padres.
Cuando Rayo de Oro y Astro Rojo levantaron sus ensangrentadas cabezas hacia el
cielo, vieron que ambas estrellas comenzaron a temblar como si las estuvieran
desprendiendo del firmamento. Un instante después se precipitaron vertiginosamente
sobre la tierra. Al caer ellas, sé oyó un terrible estallido. Las estrellas de Illampu e
Illimani, convertidas en masas inertes y opacas, sin más brillo que su blancura de
nieve, habían caído a tierra sobre sus respectivas capitales, incrustándose sobre las
rocas de los Andes, la una hacia el Norte, y la otra hacia el Sur.
Desapareció el genio de la tierra al mismo tiempo que el sol, a lo lejos, fue dorando
con su luz el cielo.
Murieron al mismo tiempo los dos jóvenes monarcas y, sus servidores, sin atreverse a
separar esos dos cuerpos cuyo abrazo la muerte había hecho más fuerte y estrecho,
resolvieron guardarlos allí mismo en una sola sepultura.
Desde la siguiente noche desaparecieron también para siempre las dos estrellitas roja
y oro para bajar a la tierra a cumplir su papel simbólico.
Pasó mucho tiempo sobre esas tierras desiertas, desoladas. El Illampu y el Illimani,
las dos más altas montañas seguían ostentando sus cumbres elevadas como pugnando
por continuar su vieja rivalidad. Pero, habían sido castigadas por el Genio de la Tierra
a llorar su culpa con el eterno deshielo de sus nieves. Hasta que a fuerza de llorar
derritiéndose, habían logrado enviar a través de serranías y llanuras las aguas de sus
cristalinos arroyos, hasta fecundizar con su frescura la tierra que guardaba la tumba de
los dos príncipes reconciliados. Al milagro de las aguas de esas montañas sobre la
legendaria tumba, brotó a tierra una verde y enmarañada planta que en sus ramas
retorcidas semeja muchos abrazos cordiales. Llegó la primavera y la verde planta se
cubrió de cálices de color rojo y guarda, los colores descendidos de las estrellas de
Astro Rojo y Rayo de Oro, que formaron una linda tricolor con el verde de las hojas.
Siglos después se formó, como lo había dicho la Pachamama, un nuevo pueblo que
tomó a esa flor y sus colores como símbolo y emblema.
Ese pueblo es, queridos lectorcitos, nuestra amada patria, y ese símbolo y ese
emblema no son otros que nuestra tricolor boliviana y la tradicional flor de la khantuta
que florece en las breñas de los Andes.
La lucha por la libertad había sido iniciada por nuestros mayores, sin más base que su
fervor patriótico, de tal modo que después de los primeros combates, los patriotas, sin
recursos de ninguna clase, abandonaron la campaña regular, disolvieron sus ejércitos y
se dispersaron por las montañas y los valles; pero, resueltos siempre a seguir
defendiendo, aunque fuera por grupos, la sagrada causa de la emancipación. Así se
inició la famosa "guerra de los guerrilleros", de que el ilustre escritor argentino,
General Bartolomé Mitre dijo, más o menos lo siguiente: "Cada valle, cada montaña,
cada desfiladero, cada aldea es una republiqueta independiente que tiene su jefe, su
bandera y sus campos de batalla".
Una de las más famosas fue la Republiqueta Larecaja, situada en las tierras del norte
del actual departamento de La Paz. Los defensores de esta Republiqueta, bajo las
órdenes del abnegado sacerdote Ildefonso de las Muñecas, tuvieron días de gloria;
pero, muerto el jefe y sus principales subalternos, los sobrevivientes, en su mayoría
indígenas fueron sojuzgados y cruelmente perseguidos y hostilizados por los realistas,
entre los cuales el que con mayor encarnizamiento los exterminaba era el jefe
peruano, entonces al servicio de los españoles Agustín Gamarra, más tarde enemigo
jurado de nuestra patria y que, como sabéis, pagó bien caro su odio a Bolivia en los
campos de Ingavi.
La situación de los indios exguerilleros de la región de Apolo era tan desesperante, que
al fin, uno de ellos, el más decidido, llamado José Pacha, reunió unas treinta familias
de indios y, después de abandonar el pueblo de Aten donde vivían, se fueron tierra
adentro a buscar un sitio seguro en lo más escondido de la selva virgen.
Después de varios días de camino, consiguieron llegar a una hondonada que ofrecía
completa seguridad a los fugitivos, por estar completamente oculta por enormes rocas
y tupido follaje.
Allí levantaron sus chozas los fugitivos con el firme propósito de vivir completamente
aislados del resto del mundo, pues sólo a ese precio podrían estar tranquilos sin sufrir
persecuciones. José Pacha fue proclamado como el jefe supremo de la colonia y dictó
las leyes que debían cumplir sus subordinados. Sobre todo procuró evitar, por todos
los medios posibles, el menor contacto con gentes de afuera, para lo cual, a la vez que
estableció una severísima vigilancia al cuidado de cuerpos de centinelas de día y por la
noche, amenazó con la pena de muerte al que siquiera intentara salir de la pequeña
población.
Con estas y otras medidas los habitantes de la nueva aldea vivieron completamente
felices, mientras la guerra de la independencia seguía ocasionando víctimas y ruinas
incontables en el Alto Perú. Nadie imaginaba que en medio de la tremenda lucha que
agitaba todo el continente, existiera allí, perdida entre las soledades y las selvas, un
lugar habitado por gente tranquila y apacible.
Pacha, como buen gobernante, se preocupó de dotar a su pueblo de los elementos más
indispensables para su comodidad. Sembró algodón para procurarse telas y vestidos;
cultivó maíz, trigo, y papas para el alimento, en fin, procuró cuanto pudo proporcionar
a su gente una vida sencilla pero confortable.
Lejos del rigor de la guerra y de los egoísmos y acechanzas de los pueblos grandes, el
poblacho fue prosperando cada día más; las familias se fueron multiplicando, hasta
parecer que se había formado una verdadera patria feliz.
Pacha, viejo ya, vivía satisfecho de su obra y, conociendo ya cual era el secreto de
tanta dicha, no cesaba de predicar que jamás se permitiera relación alguna con el
resto del mundo.
Una de las familias más felices del pueblito era la de Manuel Cito. Se componía de
éste, su mujer y una niña de trece años llamada Tiluca, muchacha soñadora y afecta a
imaginar proyectos raros y temerarios. Tenía, sobre todo, el defecto de ser
extremadamente curiosa. En lugar de dedicarse a sus inocentes juegos como los
demás niños de la aldea, su constante afán era de ir u ocultarse entre los matorrales o
detrás de las piedras, para escuchar desde allí la tertulia de los mayores.
Como resultado de este mal proceder, ella que nada sabía del resto del mundo y que
hasta entonces creía que la tierra se reducía a la hondonada que rodeaba el poblacho,
llegó a colegir que detrás del cerco de altas rocas y más allá del espeso bosque,
existían otras gentes y otras tierras.
Desde entonces se despertó en su inquieto espíritu el deseo de conocer por sí misma
todo aquello.
Cierto día en que, siguiendo su censurable costumbre, espiaba una tertulia, oyó contar
a unos viejos el gusto sabroso que da la sal a los alimentos. Ella que hasta entonces
no conocía tal substancia, que no habían podido procurarse en la aldea, sintió una
indecible ansia por probarla. Inquieta y traviesa como era, no tardó en proponerse lo
que a nadie se le había ocurrido. Muy secretamente preparó su plan de fuga.
Resuelta a todo, un día comenzó a obrar. Se cubrió todo el cuerpo con ramas hasta
semejar una especie de mata silvestre y luego, tendida en tierra, inmóvil, esperó la
noche. Al amparo de la oscuridad se fue arrastrando imperceptiblemente hacia la
salida. Más, a pesar de toda su sangre fría, se detuvo al ver que la guardia estaba en
su puesto cuidando atentamente el paso que ella apetecía. Desalentada la muchacha,
aunque tenaz en su empeño estuvo allí observando durante largo tiempo, hasta que
vino en su ayuda una casualidad.
Aquella noche los guardias estaban espiando el rastro de un inmenso jabalí que
merodeaba por las cercanías. Estando Tiluca en su escondite, el jabalí dejó oír sus
gruñidos desde la espesura. Los guardias avanzaron inmediatamente hacia ese lado;
de esto se aprovechó la atrevida muchacha que se deslizó cuidadosamente por entre
los peñascos del extremo opuesto de la salida.
Cuando se hubo alejado lo suficiente y se creyó fuera de peligro, dejó Tiluca su traje
de ramas y enderezándose echó a correr febrilmente a través de esas tierras
desconocidas, en pos del primer pueblo que encontrara a su paso. Caminó leguas y
leguas, hasta que el azar la llevó al pueblo de Aten, de donde precisamente habían
salido antaño de sus compañeros de aldea.
Entró a Aten por una de sus callejuelas y fue preguntando a los vecinos si tenían sal.
Una mujer que tenía una especie de tienda de provisiones, le contestó que sí y le
enseñó una gran cantidad de trozos de la codiciada substancia. Tiluca, en cuanto vio
la sal, lanzó una mirada placentera y codiciosa a la vez, por último, dio un salto y
tomando el trozo:
Sorprendida la mujer por semejante actitud, y aunque simpatizó con la rara muchacha,
le respondió que ella era pobre, y que vivía con el fruto de su pequeño comercio y que
sentía mucho no poder complacerla.
Como Tiluca no tenía dinero ni lo conocía, ni falta que hacía en la aldea, se quedó triste
sin saber qué hacer. De pronto se acordó que su padre le había colgado al cuello una
pepita de oro nativo, y, pensando que aquello podría tener algún valor, se la ofreció a
la dueña del negocio.
Esta, sin titubear, aceptó el cambio y entregó a Tiluca cuanta sal pudo llevarse
escondida entre su vestido.
Tiluca, satisfecha y alegre emprendió el regreso. Cuando llegó a los alrededores de su
aldea aún no había cerrado la noche, por lo cual se escondió en un pequeño bosque a
esperar queja obscuridad le proporcionara el momento propicio para introducirse en el
poblacho. En efecto, a eso de la medianoche, valiéndose de la misma astucia de la
salida, sé cubrió de yerbas y logró, arrastrándose como una serpiente, burlar la
vigilancia de los guardianes.
Cuando llegó a su casa, pudo convencerse, con gran contento, de que su ausencia no
había sido notada por sus padres. Tranquilizada ya, se preocupó de esconder
debidamente el fruto de sus afanes en un agujero hecho al pie de un árbol.
Desde entonces, la pequeña, cada noche iba a ese sitio y extraía cuidadosamente y en
secreto un trocito de sal para condimentar sus alimentos del día siguiente. Y para que
sus padres no lo supieran se lo anudaba en un extremo de su traje, cada vez que le
servían el alimento. Tiluca se alejaba de sus padres y disimuladamente sacaba un
poco de sal y la echaba en su plato.
Pronto notaron sus padres, y aún los vecinos, que Tiluca comía con un apetito
extraordinario, como jamás hasta entonces lo había hecho. Muchas veces la madre la
contemplaba asombrada y le preguntaba por qué saboreaba de tal manera esa insípida
sopa de maíz. La muchacha se enternecía y a punto estuvo en varias ocasiones de
comunicarle su secreto; pero la idea de confesar su fuga la detenía. Pues, sabía que
sus mismos padres, en cumplimiento de las severas leyes de Pacha, no dudarían en
acusarle públicamente.
Tiluca pasó así algunos meses, saboreando entre constantes zozobras su delicioso
condimento, hasta que un día vio, con inmensa pena, que extraía del agujero el último
trocito de sal.
EL VICIO FATAL
Entonces sucedió algo muy raro a la vista de los padres de la niña. Y era que la que
antes devoraba con tanto deleite su comida, ahora al primer bocado, se estremecía y
terminaba por arrojar repugnando el plato.
Este hecho fue inmediatamente puesto en conocimiento del severo Pacha. El
gobernador de la colonia que era hombre muy perspicaz, malició la culpa de Tiluca y
desde entonces se propuso estar sobre aviso.
Entretanto, continuaba la postración de la enferma, siendo inútil cuanta medicina le
dieron sus padres y parientes.
Una noche, Tiluca en su delirio soñó que volvía a salir del poblado en pos de sal. Tanto
le impresionó su sueño que despertó y pareció recobrar un tanto sus pérdidas fuerzas.
Era todavía de noche. Convencida de que sus padres dormían, tomó su ropa y se
arrastró dificultosamente hacia afuera, cruzó a gatas la única callejuela del poblado y
se dirigió a la salida.
Al amanecer, sin que aún los habitantes del poblado hubieran despertado. Pacha y sus
guardias procedieron a dar cumplimiento al suplicio. Al pie del mismo árbol en que la
desdichada había escondido antes su tesoro de sal fue cavada la fosa. Tiluca que ya
había perdido el conocimiento, fue sepultada en vida por sus inflexibles verdugos, tal
como lo mandaba la ley.
Por orden terminante de Pacha se guardó el más absoluto secreto sobre el suplicio, no
sólo para los padres de la víctima sino también para toda la población.
Cuando amaneció aquel día, los padres de Tiluca vieron con dolorosa sorpresa que el
lecho de su hija estaba vacío. Salieron en su busca por toda la aldea; pero nadie supo
darles la más leve noticia. Locos de pesar registraron todos los alrededores, pero con
igual resultado.
EL MILAGRO DE LA SAL
Pasaron los días, y el dolor de los padres era más intenso. Perdida toda esperanza
para los dos viejos, y en el desvarío que les causaba su dolor inconsolable, iban a
sentarse día y noche al pie del árbol favorito de la infortunada chiquilla y allí lloraban a
su hija perdida, costumbre que les hizo una triste manía.
Hasta que un día se produjo el milagro. El césped que sombreaba la base del árbol
comenzó a trasudar un líquido misterioso que, al evaporarse con el calor del sol, dejó
sobre la superficie una capa blanca cristalizada. Era sal pura.
Más, ocurrió que un día la milagrosa fuente de sal desapareció. Los habitantes
acostumbrados a la exquisitez que tan caro había costado a Tíluca, ya no pudieron
prescindir de la sal y pidieron al jefe salir de la aldea en pos de tan preciada
substancia.
El jefe les negó el permiso rotundamente, pero, los pobladores, desde los centinelas
hasta el último niño, abandonaron la aldea formando una larga caravana.
Llegaron al pueblo de Aten y allí supieron que en las tierras altoperuanas se había
desarrollado sucesos transcendentales. Los dominadores extranjeros habían sido
arrojados y las gentes americanas vivían ya libres, bajo el amparo de una nueva
patria.