A la guerra comercial, iniciada por Estados Unidos contra China, ha seguido la guerra tecnológica declarada
por el gobierno Trump, acompañada de hostiles gestos militares en los
mares chinos que revelan la agresividad, y la inquietud, de un país que
vaga sacudido por el miedo a perder para siempre el fulgor ya declinante
de su poder. La retórica trumpiana, compartida por buena parte
de los círculos del poder y del electorado más conservador, afirma que
si China se ha desarrollado, alcanzando la paridad económica con Estados
Unidos, ha sido gracias al esfuerzo norteamericano que ha comprado
muchos de los bienes que produce China. El orgullo estadounidense no
acepta que el desarrollo chino se debe al esfuerzo de su población y a
una planificación que ha cambiado por completo el rostro del país.
Cuando el gobierno norteamericano obligó a cerrar el consulado chino en
Houston, arguyó que era un foco de espionaje y de operaciones para robar
propiedad intelectual. Como es habitual, Washington no presentó ninguna
prueba de la veracidad de sus acusaciones. Pero esa es una cuestión
menor, que no oculta su crepuscular convicción: sólo robándole, ha
podido China alcanzar a Estados Unidos. Como era de esperar, Pekín
respondió, en virtud de la reciprocidad, con el cierre del Consulado
General estadounidense en Chengdu.