Duermes… y yo a tu lado. Constantemente te observo: “¿Eres real?” me pregunto. Me he aprendido cada milímetro de tu rostro; y, en el limbo de la noche, incluso he memorizado hasta esa pequeña bolita escondida en tu oreja derecha. Te vuelvo a ver y aprendo a entender cada uno de tus movimientos. Duermes… y yo a tu lado. Me pregunto cuántas historias nos faltan por vivir, cuántos momentos. Tomo tu mano, en silencio, casi sin moverme… ¿Acaso te imaginas cuánto te quiero? Duermes… y yo a tu lado. Ojalá este instante fuera eterno.
Tiene poco tiempo que he empezado a ser empática de corazón, que he sentido tragedias ajenas como propias, que he orado en silencio por causas de terceros. Ayer pasó algo nunca antes visto en mi país: un adolescente acabó con la vida de muchos en un salón de clase. Las fotografías y video recorrieron el país, y lo que más me sorprendió fue el hecho de que algo tan horrible no hiciera mas que dividir las tantas y estériles opiniones; que si la educación, que si los valores, que si los juegos de video, que si la escuela, que si los padres, que si estaba bien que si estaba mal compartir las imágenes… Era como estar en el limbo y ver todo pasar, rápido, sin pausa alguna, una competencia sin fin por tener el análisis más certero, la razón sin peros. Ayer en la noche me fui a dormir y puse en mi cabeza la película completa… y pedí al cielo que diera resignación a los padres, a todos, incluso al del adolescente que cometió la atrocidad. Me imaginé el desasosiego, el vacío, no sólo de perder a un hijo de la peor manera, si no las dudas, las preguntas que jamás tendrán fin, “¿por qué?, ¿por qué mi hijo?”… un círculo que nunca cerrará, una herida eterna y dolorosa, imborrable. Me imaginé también a las familias de los adolescente muertos o heridos, que no sólo se hacen la misma pregunta del otro lado “¿por qué?, ¿por qué a mi hijo?”, si no que, encima, tienen que lidiar con ver ultrajado el rostro, un rostro que conocen desde que estaba en el vientre de ellos, inerte de sus hijos. Vilipendiado por gente desconocida, violentado por el simple placer del morbo, o, en casos extremos como lo llegué a ver, de la burla. Me imaginé su noche sin sueño, sus lágrimas contenidas, su desasosiego. Me imaginé caminando de un lado a otro, perdida, preguntándome “¿por qué? ¿Por qué?” Y pedí al cielo. Por todos ellos; los padres, los amigos, la familia, por nosotros, porque algo así, por más que lo tratemos de ocultar bajo el manto de la indiferencia e insensibilidad, se queda grabado y regresa como pesadilla. Hay muchas tragedias en este país, hemos perdido a muchos en diferentes frentes, pero hoy, 19 de enero del 2017, desperté llorando por ellos, por jóvenes que no van a poder ver la luz del día hoy, y cuyas familias probablemente tampoco en mucho tiempo.
Ayer fue la primera vez que escuché a un sacerdote al punto del llanto. Mientras despedía en misa a uno de sus amigos más queridos, la voz se le quebró, realmente transmitía el desconsuelo de saber que no podría ya platicar y tomar el café como lo hacía usualmente con su ser querido.
Tenía mucho tiempo sin ir a una misa en donde todos vistieran de negro, en la soledad de la banca observaba sus rostros y los volvía míos. No conocí al fallecido, pero quería estar presente, decirle a su hija que, aún con todos los pretextos imaginables para no ir a misa en un martes por la noche, en otra ciudad fuera de la mía, quise acompañarla, de lejos, sólo para poder compartirle un abrazo sincero.
Ayer, por primera vez en mi vida, no lloré en una misa de réquiem. Recuerdo en particular el del abuelo (que no conocí) de un buen amigo. Estaba en un país diferente al mío, todos en la misa tenían el mismo rostro de pérdida, pero ninguno lloraba, ni siquiera ante el lacrimoso violín. Y yo simplemente no podía contener mis lágrimas, no paraba de llorar, me encontraba impresentablemente afligida. Todavía lo recuerdo y lloro… y es que lloraba por la pérdida de un desconocido que sentía mío, porque en mi vida he tenido pérdidas y muertes, unas esperadas y otras súbitas… y sé que tras su partida queda un limbo que, aún años después, nunca logra llenarse con nada.
Sin embargo esta vez no lloré. Y debo agradecerlo a un poema de San Agustín que una de las hijas pronunció, sin lágrima alguna contenida en la garganta:
“La muerte no es nada. Yo sólo me he ido a la habitación de al lado. Yo soy yo, tú eres tú. Lo que éramos el uno para el otro, lo seguimos siendo.
Llámame por el nombre que me has llamado siempre, háblame como siempre lo has hecho. No lo hagas con un tono diferente, de manera solemne o triste. Sigue riéndote de lo que nos hacía reír juntos. Que se pronuncie mi nombre en casa como siempre lo ha sido, sin énfasis ninguno, sin rastro de sombra.
La vida es lo que es lo que siempre ha sido. El hilo no está cortado.
¿Por qué estaría yo fuera de tu mente, simplemente porque estoy fuera de tu vista?
Te espero…No estoy lejos, justo del otro lado del camino… ¿Ves?, todo va bien. Volverás a encontrar mi corazón. Volverás a encontrar mi ternura acentuada. Enjuga tus lágrimas y no llores si me amas.”
Ahí estaban, frente a mí, las palabras más certeras que he escuchado sobre la muerte. Y me consolaron, y me hicieron recordar que aunque está nuestro camino pavimentado con huesos de nuestros muertos, ellos nunca se han ido porque no los hemos olvidado.
Mi abuela, por ejemplo, me visita constantemente a través de los detalles más sutiles de la naturaleza… una mariposa, un colibrí… siempre libre, siempre presente.
Nuestros muertos nos dan vida y, muchas veces, nos imploran a través de un mensaje cifrado que no olvidemos que estamos en este mundo sólo de paso.
La muerte no es nada.
La vida lo es todo.
Nada queda después de decir adiós. Las promesas, los suspiros, los sueños, las fantasías…
Y es lo normal, es lo coherente, pero el corazón no entiende de coherencias ni de normalidades, no responde totalmente a lo que un grupo de neuronas le dictan desde un universo muy lejano, con la superioridad de estar en la cima de esa persona, viendo hacia abajo al maltrecho pecho.
No es tristeza, no es dolor, es un sentimiento que sólo los románticos portugueses pudieron inventar: es saudade.
Hasta ahora conocía la definición de saudade sólo de oídas, pero es un verbo vivo, con síntomas y sin diagnóstico.
El pecho oprimido por momentos, el suspiro que no termina de salir, las dos o tres lágrimas que a veces caen por la mejilla sin haberlas esperado. Una sensación de que en cualquier momento todo va a cambiar, pero en realidad todo permanece igual.
Y así es como debe de ser, no hay más qué decir, qué agregar. Los puntos finales se pusieron ya, por más que busque otros dos para volverlos suspensivos no hay manera, no la hay.
Y, sin embargo, aquí estoy, escribiendo sobre saudade, tratando de definir lo que llevo dentro para encontrarle coherencia, para no perder la razón, para intentar seguir viviendo. Como si no supiera que, al final, mis neuronas siempre vencen, siempre son las absolutas triunfadoras… las únicas triunfadoras.
Tal vez lo que nunca nadie cuenta sobre la saudade es que una vez que has sido infectado por ella, jamás vuelves a ser el mismo. Es una especie de tatuaje que se lleva en el alma, es un suspiro que nunca terminará de salir, un pecho oprimido justo antes de dormir… unas lágrimas que aparecerán mientras sonríes… es esa sensación de que en cualquier momento todo va a cambiar, pero nada nunca cambia…
…es la saudade, es el legado que me dejaste.
Todo está ahí, en mi cabeza, aunque parece salido de una película de terror, de espionaje, de misterio. Chicas asiáticas que piden mi ayuda, a pesar de que entran a mi casa sin que pueda hacer nada para evitarlo. La desesperación de esa casa junto a un lago en donde la vida parece perfecta, pero todo está lleno de secretos. Padres que lucen como fantasmas… que se escurren por las manos. Y al final de la vía, una casa enorme, llena de polvo, custodiada por un adusto señor mayor que parece saber todo lo que en realidad sucede… en medio, lo que sería el hall o el comedor está supervisado por un candelabro con sólo dos velas, cada una de ellas representa una generación completa del legado de esa familia. En silencio me pregunto si es que espera conservar este hogar para sus bisnietos… ¿los tabiques son suficientemente sólidos para hacerlo?
Luego, letras… tristes letras que me dejan impotente porque sé que yo, de alguna forma, las he escrito y las merezco. Aún así, no dejan de doler, no dejan de desgarrar el corazón y hacer que arrastre los pies, vagabunda, sin nada qué reclamar, sin nada qué decir y sin lugar a dónde volver.
Antes de despertar, viene a mi mente la mirada desesperada de la chica asiática que, sin ropa alguna, pedía que la ayudara al mismo tiempo que irrumpía en mi oasis personal. Una mirada que no creo poder olvidar nunca.
Mientras cierro los ojos en la cama, envuelto en estas cobijas, acaricio la almohada y respiro aún su perfume de caoba. Le pedí que pasara la noche a mi lado, pero rápidamente se acomodó el vestido y salió a través del marco de esta habitación, sin voltear atrás.
No suelo contabilizar mis encuentros sexuales, pero la tuve entre mis brazos 438 horas y 53 minutos. En ese tiempo alcancé a recorrer cada línea de su cuerpo y aprendí de cosmología gracias a sus lunares.
Nunca pronunciamos un te quiero. No había necesidad. Las cobijas hablaban por nosotros; lo que omitíamos, ellas lo cubrían. Debajo de ellas compusimos los mejores versos, reímos viéndonos a los ojos y lloramos las lágrimas más sinceras.
No me atreví a preguntar nada: no estaba dispuesto a exigir algo que yo mismo no pudiera contestar.
Arropado por esta cobija, la vi partir. Y me parece un trato justo, pues sé que compartimos juntos las mejores 438 horas y 53 minutos de nuestras vidas.
“No hable a la policía si quiere volver a ver vivo a su gato. Haga exactamente lo que le diremos en el próximo mensaje y nadie saldrá herido.”
Laura leía y releía la nota de rescate. En sus casi treinta años de vida nunca imaginó que Misifus podría ser la diferencia entre sonreír o llorar. Se lo había regalado su último exnovio después de disculparse por “ser él y no ella” el problema. Tiempo después, se enteró que el verdadero problema eran sus 24 kilos de diferencia con la guapa de su oficina.
No es que no estuviera acostumbrada a que la dejaran. Siempre sucedía. Los últimos ocho años de su vida había salido con más personas de las que podía recordar. Era una enamorada del amor, no se daba por vencida. Los que al parecer la daban por vencida era todos aquellos que no tenían el valor para seguir a su lado.
Tal vez era su look andrógino, su sobrepeso, o su odio exacerbado por la humanidad lo que la hacía pasar de ser la “rarita cool” a la “gorda amargada” (palabras de sus exnovios).
El último de ellos, sin embargo, siempre le dijo que era hermosa. Aunque cada que salían de su pequeño cuarto, en público, nunca tomaba su mano y sus ojos se perdían en las caderas de otras mujeres… de todas las mujeres excepto en las de ella.
Cuando llegó esa noche a su departamento y no encontró dentro de él a esa bola de pelos que la seguía de un lado a otro, sintió que su vida se desmoronaba. La relación con Misifus había sido la más larga de su existencia.
Después, al revisar detenidamente su correspondencia encontró una hoja con la letra más fea del mundo. Obediente, no llamó a la policía, pasaron 24 horas y la siguiente nota no llegaba, luego otras 24, y a pesar de que no llegaba ningún mensaje, ninguna llamada… ella juraba oír las pisadas y los lamentos de su gato a través de las lágrimas que corrían, desesperadas, por sus mejillas.
Laura jamás abandonó ese obscuro departamento hasta su muerte, creyendo, incluso el último día de su vida, que la nota, o su gato, llegarían.
Proyecto 642 things to write about.
“Tell a story that begins with a ransom note”.
Cuando acepté este trabajo todos en casa se alegraron y repitieron con una sonrisa muy ensayada “es el sueño de tu vida”. Yo dudé, si debo ser completamente honesto, porque sabía que Aurora difícilmente me esperaría.
No ha habido ni un sólo día que no despierte pensando en ella.
Después de desayunar, a las 8am como religiosamente lo hago, tomo algunas fotografías, las reviso, las elijo, me vuelvo a enamorar de este lugar tan apartado de todo, y vuelvo a añorar, inevitablemente, que Aurora estuviera aquí, a mi lado, reflejándose en mis ojos.
Después de esto, escribo un reporte general mientras tomo mi café y me entero de lo que pasa en el mundo. Entre líneas me pregunto si ella de vez en cuando, lee sobre mí.
Tras varias horas de letargo y de rutina, el trabajo oficialmente termina, aunque en realidad estoy de guardia las veinticuatro horas. Tomo leche, mido mi presión, trago una pastilla y me preparo para dormir. Aún me quedan ocho meses y seis días en este lugar y aunque, efectivamente, “es el sueño de mi vida”, esta nube gris sobre mi cabeza me recuerda constantemente que la he perdido.
Antes de cerrar, como siempre a las once treinta, los ojos, veo por la pequeña ventana un limbo lleno de estrellas y, muy al fondo, un defecto añil de donde provengo: el planeta Tierra.
Y me duermo imaginando que ella, del otro lado, levanta la vista al cielo y me recuerda.
(Proyecto “642 things to write about” –> “You are an astronaut. Describe your perfect day”)
Mi dueña regresó del trabajo con una mezcla de molestia y de risa. Le contó por teléfono a su mejor amiga cómo un idiota se había enamorado de mí y trató de tocarme en el metro.
Desde que nací así ha sido. Tiendo a despertar los bostezos o las perversiones más cruentas de la gente. Y no respeto géneros.
Hace algunos años me veía al espejo y no entendía nada; sí, me sentía atractiva, bonita, deseable, pero ¿tanta obsesión por verme, por sentirme, por transgredirme? No. No la entendía.
Luego fui creciendo y mi dueña, que casi siempre me guardaba en un clóset obscuro y sólo me usaba para ocasiones especiales, decidió hacer uso de mis servicios más seguido. Se sentía más madura, más libre, más segura, o tal vez una combinación de todo. Me confesó que estaba aburrida de usar pantalones, que el cuerpo sólo nos sirve una vez en la vida y que aquello que mañana añoraremos haber usado, de poco sirve que quede guardado en un rincón del pudor.
Así, vi cómo la polilla de mis hermanas desaparecía y cómo las pálidas piernas de mi dueña iban, poco a poco, cobrando color.
No voy a mentirles. Cuando salimos, especialmente ante los rayos del sol, siento que cada fibra de mi composición es deshilada por miradas extrañas, pero mi dueña no repara en ellas. Alza los hombros y sigue su camino.
De hecho tiene una filosofía que a veces comparte:
Las faldas están guardadas en un rincón porque sus dueñas temen usarlas. Es cierto que algunas así lo deciden, simplemente no les gustamos.
Pero hay muchas otras dueñas que crecieron con miedo o pudor o terror. El segundo caso es el que debería de desaparecer, pero faltan ganas, falta voluntad, falta dejar de pensar tanto y empezar a hacer lo que a uno le de la gana.
Entonces, en esta enorme ciudad de casi veinte millones de almas, recorremos los andares muy pocas de nosotras. Somos una especie de fraternidad. Nos guiñamos al encontrarnos, sonreímos al reconocernos, nos erguimos al coincidir.
Las miradas se han acostumbrado tanto al textil que cuando un poco más de piel asoma de entre nosotras, parece como si el mundo se detuviera, como si no hubiera otro par de piernas en el universo. Es una sensación poderosa, pero igualmente absurda.
Hoy, en el metro, un idiota cruzó esa línea entre la mirada estéril e inofensiva y la violación de mi privacidad. Con sus sucias yemas quiso sentir la suavidad de mi textura. Yo lo vi desde antes de que mi dueña se diera cuenta porque lo había hecho con otras dos compañeras mías.
Sus dueñas, sin embargo, recibieron la ofensa como algo merecido, como una especie de castigo; callaron ante el agresor y alcancé a ver cómo de sus labios salía un “jamás me vuelvo a poner una falda”.
Mis compañeras lloraron porque sabían que sus dueñas cumplirían su amenaza.
Yo temí. Temí mucho que el depredador provocara que mi dueña me guardara de nuevo en un rincón, a pesar de querer usarme, de querer lucirme. Sin embargo, al sentir apenas ese tibio roce, miró de frente al cuatrero y lo retó con la mirada. De su boca salieron frases que nunca antes le había escuchado, me defendió con uñas y dientes verbales. Toda la gente enmudeció. Mis compañeras aplaudieron, sus dueñas se apenaron (otra vez) por no haber tenido el valor de defenderlas y yo, me sentí la falda más orgullosa del mundo.
La amiga de mi dueña le aconsejó que tal vez lo prudente era guardarme en un rincón, de nuevo, pero ella se río y contestó que entonces sí, el depredador habría ganado.
Y esto, aprendí, querámoslo o no, busquémoslo o no es un juego. Lo que no tendría que ser un debate: lo es. Lo absurdo de temer al uso de una prenda por ser juzgada: lo es. Lo triste de ver sólo un par de piernas libres por cada centenar de mujeres: lo es.
Decidir usarme o no, por más tonto que suene es una especie de juego. Y aquí, al menos en este entorno, para ganar se requiere valor. Y mi dueña lo tiene.
¡Larga vida a mí, a mis hermanas y a nuestras primas, los vestidos!