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sábado, 15 de noviembre de 2025

Kjell Askildsen : «Ajedrez»

 




El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por qué vivir tampoco tiene nada por qué morir.

Tal vez sea ese el motivo.

Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez.

-Sigues vivo -dijo, aunque él era mayor que yo.

Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua.

-La vida es dura -dijo-, no hay quién la aguante.

Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas. Yo solo he escrito unas pocas, que además son breves. A él se le considera un escritor bastante bueno, aunque un poco obsceno. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.

Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en sus nalgas fofas. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez.

-Eso lleva mucho tiempo -dijo-, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes.

Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas.

-No lleva más de una hora -dije.

-La partida sí -contestó-, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo.

No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije:

-De modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya.

-Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida.

Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir.

-Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos -dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar.

-No ha sido mi intención herirte -dijo.

-¿Herirme? -contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara-. Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito.

Me puse de pie y le solté un discurso:

-Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo.

Y añadí, un poco vagamente, lo confieso:

-Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez.

Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo:

-Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante.

Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.

Al fin y al cabo éramos hermanos.

sábado, 1 de noviembre de 2025

"El vecino palestino " de Eliah Germani

 

 


El rabino estuvo de acuerdo en cambiar la mezuzá Goldberg se había decidido a vivir con Daniela, en el departamento de ella, el mismo que ocupaba con su exmarido, y si bien no se trataba exactamente de una mudanza, la necesaria renovación de la vivienda tenía que incluir la mezuzá. Para Goldberg no podía ser kosher la mezuzá de su predecesor, así que cambiarla era un acto ineludible de purificación. Deseando marcar la diferencia, adquirió una más ornamentada, que se notara más, y quiso fijarla a la manera sefardí, en posición vertical, y no inclinada hacia adentro como la anterior. Durante la ceremonia familiar de instalación, se reunieron en el pasillo no muy amplio del cuarto piso, Daniela, Goldberg y sus cuatro hijos, encabezados por el rabino, los hombres provistos de kipá, en una ceremonia inequívocamente judía. En el preciso momento en que el rabino explicaba la mezuzá, como escudo espiritual de la casa y de sus moradores, apareció el vecino de enfrente, desde el ascensor contiguo, Fady Samur, un árabe joven, de origen palestino. Les saludó de lejos, entre sorprendido y curioso, con un ademán no desprovisto de amabilidad. Dirigió una sonrisa cómplice a Daniela y continuó el breve trayecto hasta su puerta, sin poner atención a las palabras del rabino.

            Antes de vivir con Daniela, Goldberg ya cumplía un par de años como soltero de segunda mano. Su matrimonio había sido complicado, pero le parecía aún más tóxica la experiencia conyugal de Daniela. Su primera mujer era decoradora de interiores y, debido a su trabajo, tenía un buen conocimiento del Feng Shui, cuyos preceptos practicaba antes que nada en casa, y de manera bastante ortodoxa, lo cual a Goldberg no pocas veces le fastidiaba. Pero ahora, con el tiempo y la distancia, se daba cuenta de cómo lo había permeado esa filosofía, al punto de encontrarla bastante razonable, escuchando incluso la voz de su exesposa cada vez que visitaba una nueva casa. Desde el primer día sintió que el departamento de Daniela era un terreno contaminado, invadido por una mala vibra que era necesario expurgar. Cuando por fin decidieron mudarse juntos, ambos estuvieron de acuerdo en llevar a cabo una renovación radical.

Un encuentro casual con Fady Samur en el ascensor permitió a Daniela presentarse a los dos hombres. Así que eres palestino, dijo Goldberg. No sé si Dios o el diablo nos junta: yo soy judío. Bueno, por suerte somos humanos, ironizó Samur, además de chilenos, pero lo que más importa, somos vecinos, lo digo porque no hubo buena onda con el fulano anterior. ¿Y por qué crees que estamos limpiando el departamento?, dijo Goldberg. Hacemos una limpieza energética. Energías limpias, como diría un ingeniero. Ya pintamos las paredes y renovamos los muebles. Entre paréntesis, nos disculpamos por el ruido. No hay problema, dijo Samur, Daniela ya me lo había advertido, y también me habló de ti, creo que eres una buena elección para ella, de seguro mejor que el otro tipo, intuyo que seremos buenos vecinos.




Cuando Goldberg llegaba a casa, tocaba la mezuzá y se besaba la mano susurrando: “Dios me acompaña en mi entrada y en mi salida”.  Pasado el umbral, lo acogía el recibidor, luminoso antesala del living, donde la suave curva de los muebles lo invitaba al descanso ya la meditación. Las paredes, vestidas de colores claros, tamizaban armoniosas la luz de los ventanales, como un manto protector contra el ruido y la disarmonía exterior. El verde ficus del rincón, que habían plantado con Daniela, replicaba vigoroso la sana energía que ambos cultivaban. Juntos barrieron el jametz de la vida pasada, eliminaron las alfombras y rasparon las malas huellas del piso, pintaron de nuevo cada habitación, adquirieron muebles de madera clara y dieron otra luz a la cocina. Daniela renovó todas sus cosas, desde la ropa íntima hasta el colchón matrimonial, cambió la cama, las toallas y las cortinas. Goldberg, en la pared donde antes colgaba la Ketubá, dispuso un cuadrito prolijamente decorado, con la palabra hebrea “Anajnu”, que significa “Nosotros”, obra de su propia mano.

Un día por la tarde, al regresar, Goldberg pisó algo raro al salir del ascensor. Se detuvo para ver de qué se trataba y descubrió los restos pisoteados de la mezuzá. Supo enseguida que había sido vandalizada. El marco donde estaba atornillada se veía roto y astillado, delatando la violencia de la profanación. Un escalofrío de mil años lo estremeció, la persecución ancestral golpeaba en su remota puerta chilena. Pero ¿quién más sabía de la mezuzá? En un impulso visceral, se pegó al timbre del palestino. Samur apareció extrañado, portaba unos audífonos. A sus espaldas, una muda pantalla exhibía una orquesta sinfónica. Goldberg agarró por el brazo a Samur y lo llevó hasta su puerta violentada, mostrándole acusar el caos de la mezuzá. Samur, incrédulo, se quitó los audífonos. ¡Es horrible!, dijo. Goldberg le espetó que un ataque de ese tipo no era otra cosa que antisemitismo. ¿No pensarás que tengo algo que ver en esto?, protestó Samur. ¿Por qué habrías de romper tu símbolo judío? Debes saber que soy astrónomo y como tal, incluso bromeaba con tu puerta, imaginaba que habías puesto un timbre al cielo.

Confundido, tratando de disculparse, Goldberg le ofreció un café a Samur, quien accedió aliviado. Comentó que nunca había ocurrido algo así en el edificio, ni siquiera en tiempos del escandaloso vecino anterior, que tenía puros enemigos. A Goldberg le agradó el comentario sobre su antecesor, sintió que le daba un respiro. Samur observó a su alrededor complacido, han hecho una buena renovación, dijo, se ve muy acogedor, se respira un aire diferente. Goldberg ignoraba que Samur conocía de antes el departamento y se sentía como un advenedizo Este atentado es puro antisemitismo, dijo Samur, quien hace algo así, no lo hace por amor a los palestinos, lo hace por odio a Israel, por odio a los judíos, aquí en Chile, a 13.000 kilómetros de distancia, es una pura estupidez, algo que no ayuda a nadie, que solo extiende el conflicto. Como astronomo, toda la vida me ha conmovido la infinitud del Universo y, sencillamente, no puedo entender que en este planeta mínimo nos malgastemos la vida destruyéndonos. ¿Sabes qué es lo opuesto al odio? Es precisamente aquella dimensión donde tendríamos que movernos. No apagaremos el fuego con más fuego, no tendremos resultados distintos si repetimos siempre lo mismo.

A la llegada de Daniela, Samur ya se había ido. Durante la cena, más que la conmoción de Goldberg, la abrumó el malentendido con el vecino. La avergonzaba la hostilidad de su exmarido contra “el turco”, y ahora Goldberg, con su metida de pata, repetía de nuevo la injusticia. Quiso hacerle saber cosas que él ignoraba: Fady Samur fue su ángel guardián en los malos tiempos, él llamó a los carabineros cuando su marido la golpeaba, él le dio refugio en ese período crítico, él le dio fuerzas para salir adelante. ¿Y entonces, por qué no siguieron juntos?, inquirió celoso Goldberg. Cómo se te ocurre, dijo Daniela, yo no podía más, solo quería desaparecer, estaba fundida. Pero en circunstancias normales, insistió Goldberg, ¿no habría sido distinto? Te equivocas, ¿no sabes acaso que Fady es gay? No se le nota, dijo Goldberg. Incluso lo encuentro parecido a tu hermano. Sí, en verdad se parecen, dijo Daniela. Es el parentesco semita, ironizó Goldberg, se nota que somos primos. ¿Y si no fueras gay te habrías enamorado de él? Daniela respondió con un gesto de impaciencia. Pero Goldberg no se rindió. ¿Te resultaba complicado que él no fuera judío? Nunca lo pensé y jamás me importaría, respondió desafiante Daniela. Y por mi parte, deberías entender que no te da ventaja ser judío si te comportas como un niño.

Después de un largo baño caliente, Daniela se durmió rendida, de espaldas a Goldberg. A él le costó conciliar el sueño. Con la luz apagada, se quedó leyendo en su celular: Rabbi Kliger menciona tres categorías generales: tesis, antítesis y síntesis. Las dos primeras son limitadas por definición, ya que los opuestos se niegan mutuamente, pero el tercer camino, el intermedio, es infinito, pues incluye ambos opuestos y no está limitado por ninguno de ellos

Cuando por fin se quedó dormido, Goldberg soñó con Fady Samur. Soñó que viajaban juntos por el mundo, dos emisarios, un palestino y un judío, ambos profetas de las energías limpias. Ellos sí hacían las cosas de manera diferente. Eran los magos de la buena vibra.

 fuente : https://jewishlatinamerica.com/2025/10/15/eliah-germani-medico-y-cuentista-judio-chileno-chilean-jewish-physician-el-vecino-palestino-the-palestinian-neighbor-un-cuento-a-shortstory/


martes, 28 de octubre de 2025

" Cómo hacemos la guerra " de Keret, Etgar Un cuento del libro : Los siete años de abundancia




Cómo hacemos la guerra

 

Ayer llamé a la gente de la compañía telefónica para gritarles. El día antes, mi amigo me contó que había llamado y les había gritado un poco, amenazándolos con cambiar de proveedor. Y ellos inmediatamente le bajaron el precio 50 shékels al mes. «¿Te lo puedes creer? —me dijo mi amigo entusiasmado—. Hablas con ellos cinco minutos cabreado y te ahorras 600 shékels al año.» La operadora del servicio de Atención al Cliente se llamaba Tali. Escuchó en silencio todas mis quejas y amenazas y, cuando terminé, me dijo con una voz ronca y profunda: —Señor, ¿no le da vergüenza? Estamos en guerra. A la gente la están matando. Están cayendo misiles en Haifa y Tiberíades, y ¿en lo único que piensa usted es en sus 50 shékels? Había algo en lo que dijo, algo que me hizo sentir ligeramente incómodo. Me disculpé enseguida y la noble Tali me perdonó al instante. Al fin y al cabo, en tiempos de guerra no se trata de guardarle rencor a uno de los tuyos. Esa tarde decidí probar la efectividad del argumento de Tali con un taxista cabezota que se negaba a llevarnos a mí y a mi hijo en su taxi, porque no había llevado conmigo la sillita para el coche. —¿No le da vergüenza? —dije, tratando de citar a Tali con la mayor precisión posible—. Estamos en guerra. A la gente la están matando. Están cayendo misiles en Haifa y Tiberíades, y ¿en lo único que piensa usted es en la silla para el coche? El argumento también funcionó en este caso y el conductor, avergonzado, se disculpó rápidamente y me indicó que me montara. Cuando llegamos a la autopista, en parte a mí, en parte a sí mismo, dijo: «Esta guerra es de verdad, ¿eh?». Y después de dar un largo suspiro, añadió nostálgicamente: «Justo como en los viejos tiempos». Ahora ese «Justo como en los viejos tiempos» sigue resonando en mi cabeza y, de repente, veo todo el conflicto con el Líbano bajo una luz completamente distinta. Echando la vista atrás, intentando recrear mis conversaciones con amigos preocupados por esta guerra con el Líbano, por los misiles iraníes, por las maquinaciones sirias y la suposición de que el líder de Hezbollah, Sheik Hassan Nasrallah, tiene la capacidad de atacar cualquier lugar del país, incluso Tel Aviv, me doy cuenta de que había un pequeño resplandor en los ojos de casi todos, una especie de respiro de alivio inconsciente. Y no, no es que nosotros, los israelíes, anhelemos la guerra, la muerte o el dolor, pero sí anhelamos esos «viejos tiempos» de los que hablaba el taxista. Anhelamos una guerra de verdad que reemplace todos esos agotadores años de Intifada, cuando nada era blanco ni negro, solo gris; cuando no nos enfrentábamos a ejércitos, sino a jóvenes resueltos cargando cinturones de explosivos; años en los que el aura del valor dejó de existir, reemplazada por largas colas de gente que esperaba en nuestros puestos de control, mujeres a punto de dar a luz y ancianos luchando por resistir el sofocante calor. De pronto, la primera salva de misiles nos devolvió esa sensación familiar de guerra contra un enemigo despiadado que ataca nuestras fronteras, un enemigo realmente feroz, no uno que lucha por su libertad y autodeterminación, no del tipo que nos hace tartamudear y nos sume en la confusión. Volvemos a estar seguros de la pertinencia de nuestra causa y regresamos a la velocidad de la luz al seno del patriotismo que casi habíamos abandonado. De nuevo, somos un pequeño país rodeado de enemigos, luchando por nuestras vidas; no un país fuerte, invasor, obligado a luchar diariamente contra la población civil. Así que, ¿es de extrañar que todos nos sintamos secretamente un poco aliviados? Dadnos Irán, dadnos un pellizco de Siria, dadnos un poco de Sheik Nasrallah y los devoraremos de un bocado. Al fin y al cabo, no somos mejores que los demás resolviendo ambigüedades morales. Pero siempre hemos sabido cómo ganar una guerra


sábado, 27 de septiembre de 2025

Extracto °De repente en lo profundo del bosque" Libro de Amos Oz





 Era un pez pequeño, un pececillo, como de medio dedo de largo, y tenía escamas de plata, delicadas aletas de encaje y branquias transparentes y temblorosas. Un ojo de pez redondo y abierto de par en par los miró a los dos un momento como si estuviese insinuando a Maya y a Mati que todos nosotros, todos los seres vivos de este planeta, personas y animales, aves, reptiles y peces, somos en realidad muy parecidos, a pesar de las muchas diferencias que hay entre nosotros: casi todos tenemos ojos para ver formas, movimientos y colores, y casi todos oímos sonidos y ecos, o al menos sentimos los cambios de luz y oscuridad a través de nuestra piel. Y todos percibimos y clasificamos sin cesar olores, sabores y sensaciones. 

Y no sólo eso: todos nosotros sin excepción nos asustamos en algún momento, e incluso nos embarga el pánico, y a veces todos estamos cansados, o hambrientos, y hay cosas que a todos y cada uno de nosotros nos atraen y cosas que nos repelen y nos provocan inquietud y repugnancia. Además, todos nosotros sin excepción somos muy vulnerables. Y todos, personas, reptiles, insectos y peces, dormimos, nos despertamos y volvemos a dormirnos y a despertarnos, todos nos esforzamos por estar a gusto, ni con mucho calor ni con mucho frío, todos sin excepción intentamos casi siempre cuidarnos y protegernos de todo aquello que corta, muerde o pica. Para todos nosotros es muy fácil aplastar. Y todos, pájaros y gusanos, gatos, niños y lobos, intentamos estar lo más precavidos posible ante el dolor y el peligro, y a pesar de todo nos arriesgamos muchas veces al salir una y otra vez a buscar comida, diversión y también aventuras, sensaciones, poder y placer.


- Hasta el punto -dijo Maya después de pensar un rato sobre eso-, hasta el punto de que puede decirse que todos sin excepción estamos en el mismo barco: no sólo todos los niños, no sólo todo el pueblo, no sólo todos los seres humanos, sino también todos los seres vivos. Todos nosotros. Y aún no estoy segura de cuál es la respuesta correcta a la pregunta ¿las plantas son también parientes lejanos nuestros?

sábado, 13 de septiembre de 2025

Juan Jose Saer( Serodino1935 - Paris 2005)

 




Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo.

Por alguna razón -muerte, olvido, fuga precipitada, embargo- el diario había quedado ahi, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez.
Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio.
El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora, y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, el la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario.
El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido -un diario, o lo que fuese-, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia.
En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata desimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidads a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas.
Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar.
El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida.
O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía mas inalcanzable que el arrabal del universo.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Extracto del libro : " Veinticuatro horas en la vida de una mujer" de Stefan Zweig

 


Y digo con gran atención, la que mi difunto esposo me había enseñado en cierta ocasión en la que, cansada de mirar, me quejé de que me aburría viendo siempre las mismas caras: mujeres ancianas y marchitas que permanecían sentadas allí durante horas en sus sillones, antes de que se atrevieran a apostar una ficha; astutos profesionales y las cocottes de la mesa de juego, toda esa sociedad cuestionable y avejentada que, ya sabe, es significativamente menos pintoresca y romántica de lo que siempre se describe en novelas miserables, como si fuera la fleur d’élégance y de la aristocracia de Europa. Y que conste que hace veinte años el casino era infinitamente más atractivo de lo que lo es hoy en día; en aquel entonces todavía rodaba el dinero en efectivo, el dinero tangible y visible, en billetes crujientes, en napoleones de oro, o en insolentes monedas de cinco francos, mientras hoy en el pomposo sancta sanctorum del juego, recientemente construido según la última moda, un público burgués de Viajes Cook pulveriza en vano aburridas fichas de juego carentes de todo carácter. Pero ya entonces encontraba muy poca atracción en esta monotonía de rostros indiferentes hasta que mi esposo, cuya pasión privada era la quiromancia, la  interpretación de las manos, me mostró una forma muy especial de observar aquel entorno, de hecho mucho más interesante, mucho más excitante y tenso que el desordenado y mero ir de mesa en mesa, a saber: no mirar nunca a la cara, sino solo el cuadrado de la mesa y allí, a su vez, solo observar las manos de la gente, ver su peculiar comportamiento. No sé si usted ha tenido la oportunidad de observar con sus propios ojos esos tapetes verdes, ese verde cuadrilátero en cuyo centro la bola va tropezando como un borracho de número en número y, dentro de los campos delimitados por cuadrados, caen girando, como si fuera una siembra, trozos de papel o redondas piezas de plata y oro, que a continuación el rastrillo del croupier con un crujido estridente como el de una guadaña o bien los recoge o bien los agavilla para el ganador. Desde este posicionamiento de perspectiva, lo único que cambia son las manos, las numerosas manos que, pálidas y siempre en movimiento, están expectantes en torno a la mesa verde, asomando desde las cuevas cambiantes de una manga, cada una de las cuales es un animal depredador al acecho, cada una diferente en forma y color: algunas limpias y otras enjaezadas con anillos y cadenas que tintinean; algunas peludas como de animales salvajes y otras húmedas y torcidas como anguilas, pero todas vibrantes y presas de una inmensa impaciencia. Siempre, de manera instintiva me venía a la mente la imagen de una pista de carreras, en la que, al comienzo, los excitados caballos son dominados a duras penas para que no salgan disparados antes de tiempo: de igual manera tiemblan, se agitan y piafan esas manos. A través de esas manos, por la forma cómo esperan, cómo agarran y flaquean se puede reconocer a cualquiera: al codicioso por el agarrotamiento; al derrochador por la soltura; al calculador por la calma; el desesperado por la muñeca temblorosa. Cientos de caracteres se manifiestan de inmediato a través del gesto de cómo agarran el dinero, ya sea que alguien se desmorone o se doble nerviosamente o que, agotado, con las palmas cansadas, las pose mientras la ruleta está circulando. En el juego, el hombre se manifiesta a sí mismo con una docena de palabras, lo sé, pero le digo que sus propias manos le traicionan aún más claramente durante el juego. Debido a que todos o casi todos los jugadores que están apostando pronto han aprendido a domeñar sus rostros, por encima del cuello de su camisa usan la fría máscara de la impasibilidad, fuerzan el gesto alrededor de la boca, y dominan su excitación apretando los dientes, mientras con sus ojos niegan la evidente inquietud, suavizan los músculos del rostro que se abren en una indiferencia artificial, elegantemente estilizada. Pero, debido a que precisamente toda su atención se concentra espasmódicamente en dominar su rostro como la parte más visible de su ser, se olvidan de sus manos y no se dan cuenta de que hay personas que adivinan a través de ellas todo lo que, arriba, sus labios, rizados por una sonrisa, y sus miradas, aposta impasibles, quieren esconder. Pero sus manos manifiestan de una manera descarada su más profunda intimidad. Porque inevitablemente llega un momento en el que todos esos dedos, a duras penas dominados, aparentemente dormidos, se arrancan de su noble indiferencia. En el segundo ardiente en que la bola de la ruleta cae en la pequeña casilla y se canta el número ganador, en ese preciso segundo cada una de esas cien o quinientas manos hace de manera instintiva un movimiento personalísimo, individual que responde a un instinto primigenio. Y si estás acostumbrado a observar ese estadio en el que son las manos las que compiten, tal y como mi esposo me enseñó esta especie de hobby, el estallido, siempre diferente e inesperado, de temperamentos es más emocionante que el teatro o los conciertos. No puedo enumerarle en absoluto cuántas variedades de manos hay: las hay de bestias salvajes, con dedos peludos y torcidos que atrapan el dinero como una araña; las hay nerviosas, temblorosas, con uñas pálidas que apenas se atreven a tocarlo; las hay nobles y bajas, brutales y tímidas, astutas, y otras que parecen vacilar, pero cada una actúa de manera diferente, pues cada uno de estos pares de manos expresa una vida particular, a excepción de los cuatro o cinco de los croupiers. Las de estos son máquinas perfectas que, en comparación con las otras, vivas hasta el extremo, funcionan con una precisión objetiva y profesional, y actúan con una total indiferencia como si se tratara de cajas registradoras que se cierran con su sonido metálico. Pero incluso estas manos sobrias impresionan tanto más profundamente gracias al contraste con sus hermanas, que están apasionadamente avizor. Podría decirse que es como si estuvieran con diferente uniforme, como agentes de policía en medio de una enardecida revuelta popular que crece. A esto se añade el incentivo personal que supone el que a los pocos días uno ha podido familiarizarse con las múltiples costumbres y pasiones de las manos individuales. Después de unos días ya había trabado conocimiento con algunas de ellas y, como si fueran personas, las dividí en simpatizantes y hostiles; algunas me repugnaban tanto por su picardía y codicia que siempre apartaba la mirada de ellas como si de una indecencia se tratara. Pero cada nueva mano en la mesa era una experiencia y una curiosidad para mí: a menudo me olvidaba de observar la cara, que, arriba, sujeta al cuello, permanecía impasible como una fría máscara social puesta encima de la camisa del smoking o una brillante pechera

viernes, 29 de agosto de 2025

Parrafo de " La gesta del marrano" de Marcos Aguinis

 



—Todos los mártires cristianos fueron delincuentes para los paganos —señala Francisco.
—Eran paganos —replica el jesuita—: no podían conocer la verdad.
—Los protestantes son herejes y por lo tanto delincuentes para los católicos, de la misma forma que a la inversa. Todos los herejes que persigue la Inquisición creen en Cristo y juran por la cruz, sin embargo.
—La herejía nació para socavar a la Iglesia y la Iglesia fue creada por Nuestro Señor sobre la persona de Pedro. La inversa no tiene sentido.
—Así hablan los católicos. Pero las guerras de religión demuestran que este argumento no rige al otro lado de la frontera. ¿Por qué unos quieren imponerse a los otros? ¿No confían en la fuerza de la verdad? ¿Siempre deben recurrir a la fuerza del asesinato? ¿La luz necesita el apoyo de las tinieblas?

Hernández se pone de pie. No lo enoja la respuesta de Francisco, sino su propia incapacidad de mantener el diálogo en un carril que le permita meterse bajo su piel. Ocurre lo que pretendía evitar: un enfrentamiento. De esta forma reproduce las estériles controversias y estimula la obstinación del descarriado. Se sienta, bebe otro sorbo de agua, seca la boca con el dorso de la mano y dice que advierte en Francisco una naturaleza muy sensible.

Por lo tanto, desea que reflexionen juntos sobre el maravilloso sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo para salvar a la humanidad y la maravillosa eucaristía que lo renueva por todos los tiempos y espacios. Este sacrificio sin par ha eliminado definitivamente el sacrificio de seres humanos (que los indígenas de este continente venían practicando) y también el de animales (que se cumplía de acuerdo a la ley de Moisés). ¿Cómo un espíritu tan delicado no va a reconocer y apreciar este extraordinario avance?

Hernández le muestra con ansiedad creciente que así como una fruta está primero verde y después madura, o el día amanece con rayos tibios y después brinda la luz plena, así la revelación ha seguido dos etapas: el Antiguo Testamento anuncia y prepara al Nuevo como el alba al mediodía.

Francisco medita. También desea mantener la conversación en un clima cordial, pero es torpe como el jesuita. Responde que, en efecto, ha escuchado en otras oportunidades —también en sermones— marcar diferencias con los antiguos hebreos y con los salvajes. Cristo no admite más sacrificios humanos porque Él se sacrificó en el lugar de todos. Calla dos segundos y articula una parrafada brutalmente irónica.

—Pero si bien los cristianos no comen a un hombre como los caníbales —le clava la mirada—, lo desgarran con suplicios mientras está lleno de vida y en muchos casos lo asan lentamente en la hoguera; sus restos mortales son arrojados a los perros. Este horror se comete y repite en nombre de la piedad, la verdad y el amor divino, ¿no es cierto? Hay una gran diferencia con el salvaje —enfatiza—, porque éste mata primero a su víctima y recién después la come...

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Ambos hombres se miran en la tenue luz del pabilo: los ojos brillan. El sacerdote no ha sido explícito, pero insinúa evitar la ejecución. Le está ofreciendo la vida a cambio de modificar su creencia. En su fibra íntima, a este bondadoso calificador del Santo Oficio no le importa que él siga viviendo —piensa Francisco— sino que modifique su fe. Le ofrece la vida como un soborno. El silencio, la quietud y la tensa expectativa magnetizan el estrecho calabozo. Comienza a doler el frío húmedo. Hernández recoge una manta abollada a los pies del lecho y la extiende sobre la espalda de Francisco, luego se aprieta la capucha de su hábito en torno al cuello. Francisco se estremece con el gesto paternal; sólo puede retribuirle con su franqueza hiriente. Farfulla, en un tono de gratitud, un reproche:

—Es violencia moral exigir el cambio de fe. Un hombre es más alto que otro, más inteligente que otro, más sensible que otro, pero todos somos iguales en el derecho de pensar y creer. Si mis convicciones son un crimen contra Dios, sólo a Él corresponde juzgarlo. El Santo Oficio usurpa a Dios y comete atrocidades en su nombre. Para mantener su poder basado en el terror prefiere que yo finja un cambio de creencia —hace una larga pausa, después enarbola la flagrante contradicción—. El Evangelio dice «amarás a tu enemigo»... ¿Por qué no me aman? ¿Es más fácil amar a quienes se someten?

Andrés Hernández junta las manos.
—¡Por favor! —ruega—. ¡Apártese de su mal sueño! ¡Salga de la confusión! Cristo lo ama, retorne a sus brazos. Por favor...

—Cristo no es la Inquisición, sino lo opuesto. Yo estoy más cerca de Cristo que usted, padre.

A Hernández le saltan las lágrimas.
—¿Cómo va a estar cerca de Cristo si lo niega?

—Cristo humano conmueve: es la víctima, el cordero, el amor, la belleza. Cristo Dios en cambio, para mí, para quienes somos objeto de persecución e injusticia, es el emblema de un poder voraz que exige delatar hermanos, abandonar la familia, traicionar a los padres, quemar las propias ideas. Cristo humano pereció a manos de la misma máquina que pondrá fin a mis días. A esa máquina ustedes llaman Cristo Dios.

El jesuita se persigna, reza y pide que le sean perdonadas estas blasfemias. «No sabe lo que dice», parafrasea al Evangelio. Francisco también pide disculpas para formular otro pensamiento. Hernández endereza el torso y aleja el mentón, como si estuviese por recibir un puñetazo.

—¿No está relacionada mi condena a muerte —dice— con la poca confianza que ustedes depositan en su propia fe?

—Es absurdo... Por favor, por piedad, por el cielo... —implora el jesuita—. No se cierre a la luz, a la vida.

Francisco mantiene una calma sobrenatural y desmigaja sus ideas lentamente. Le repite que no combate a la Iglesia (ya dijo que ama al cristianismo porque ha desparramado la Sagrada Escritura y ha acercado millones de seres al Dios único). Combate por su libertad de conciencia. No tiene la culpa de que su libertad sea tomada como una impugnación.

Andrés Hernández se seca las mejillas y oprime el crucifijo con ambas manos.
—No quiero que lo lleven a la hoguera. Usted es mi hermano —exclama—. Le he escuchado decir de memoria las Bienaventuranzas con emoción cristiana. Su obstinación, aunque la atiza el diablo, implica coraje. Una persona como usted no debería morir.

Francisco levanta sus manos llagadas, calientes, y las apoya sobre las que oprimen el crucifijo.
—No soy yo —la ironía es triste— quien condena.

—Su testarudez lo condena.

—El Santo Oficio, padre, el Santo Oficio, y en nombre de la cruz, de la Iglesia y de Dios. En nombre de todos ellos. El Santo Oficio, ni siquiera para condenar a muerte, asume su responsabilidad. Pretende tener las manos limpias, hipócritamente, como Poncio Pilatos.

Hernández se arrodilla frente al reo, le oprime los hombros y lo sacude levemente.
—Se lo pido de rodillas. Me humillo para hacerlo despertar. ¿Qué más necesita para volver al redil?

Francisco cierra los párpados para frenar sus propias lágrimas. ¿Cómo hacerle entender que está más despierto que nunca? El sollozo se abre como un manantial avergonzado. Ambos han llegado al límite de sus fuerzas, pero sus pensamientos no logran confluir. Ambos sienten un desborde de cariño: admiran la respectiva perseverancia. Se despiden con un gesto que casi es un abrazo.

El resplandor del ventanuco se intensifica, testigo de un hecho inverosímil. Con los párpados enrojecidos, el jesuita Andrés Hernández informa al Tribunal sobre su fracaso y ruega misericordia por el reo. Mañozca insiste en que ese hombre ha perdido la razón, lo cual no modifica la sentencia: será quemado vivo en el próximo Auto de Fe.

martes, 5 de agosto de 2025

"La intrusa" de Pedro Orgambide

 


Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González —me dijo el Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

viernes, 14 de febrero de 2025

Ursula K. Le Guin: Los que se van de Omelas

 





Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de rostros graves, mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban. En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y la gente bailaba, toda la procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas por encima de la música y de los cantos. Todas las procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad, hacia la gran pradera llamada Verdecampo, donde chicos y chicas, desnudos bajo el sol, con los pies, las piernas y los ágiles brazos cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin freno. Sus crines estaban adornadas con lazos de color plateado, verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se mostraban muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte y al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas con su inmenso abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego blanco y oro bajo la luz del sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto los gallardetes que limitaban el terreno donde iba a desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios prados verdes podía oírse cómo la música serpenteaba por las calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más próxima, avanzando siempre, un agradable presente difundiéndose en el aire, que a veces reverberaba y se condensaba para estallar en un inmenso y alegre repicar de campanas.

¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?

Entiendan, no eran gentes simples, aunque fueran felices. Pero las palabras que expresan la alegría ya no suenan muy a menudo. Todas las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Una descripción tal tiende a afirmar mis presunciones. Una descripción tal tiende a hacer pensar en la próxima aparición del Rey, montado en un espléndido garañón y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en una litera de oro transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no había rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas eran poco numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa de Valores, ni publicidad, ni policía secreta, ni bombas atómicas. Y sin embargo, repito que no eran gentes simples, tranquilos campesinos, nobles salvajes, benévolos utopistas. No eran menos complicados que nosotros. Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Ésta es la traición del artista: su negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no pueden ganarles, únanse a ellos. Si eso duele, vuelvan a comenzar. Pero aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la violencia es perder todo lo demás. Y casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas palabras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños ingenuos y felices…, aunque, de hecho, sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes y apasionados, cuya vida no era en ningún sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una mejor descripción. Me gustaría poder convencerles. Omelas resuena en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano país… Quizá sería mejor forzarles a imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que seguramente no podré satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su tecnología? No había coches en sus calles ni helicópteros volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los habitantes de Omelas son gentes felices. La felicidad se funda en un justo discernimiento entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la segunda categoría —la de lo que no es ni necesario ni nocivo; la del confort, el lujo, la exuberancia, etcétera—, podían tener perfectamente calefacción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá no tuvieran nada de todo eso: es algo que no tiene la menor importancia. Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los habitantes de las ciudades vecinas llegaron a Omelas, durante los días que precedieron a la Fiesta, en pequeños trenes rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado del Campo. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas no les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas, caballos…, ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece útil añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, no nos dejemos arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen magníficos sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y dispuestos a copular con cualquiera, hombre o mujer, amante o extranjero, deseando la unión con la divinidad de la sangre, aunque ésta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no tener templos en Omelas…, al menos no templos materiales. Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, ofreciéndose como soplos divinos al apetito de los hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles unirse a las procesiones. Dejemos que los tambores resuenen por encima de las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la gloria del deseo, y que (y éste no es un extremo que haya que olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos rituales sean amados y educados por toda la comunidad. Una cosa que sé que no existe en Omelas es el crimen. ¿Pero podría ser de otro modo? Al principio pensaba que no existían las drogas, pero ésta es una actitud puritana. Para aquellos que lo desean, el insistente y difuso dulzor del drooz puede perfumar las calles de la ciudad, el drooz que primero aporta al cuerpo y a la mente una gran claridad y una increíble ligereza, y luego, tras algunas horas, una ensoñadora languidez, y finalmente maravillosas visiones del verdadero arcano y de los más grandes secretos del Universo, al tiempo que excita los placeres del sexo más allá de toda imaginación…, y no crea hábito. Para aquellos que tienen gustos más modestos, imagino que debe existir la cerveza. ¿Qué otra cosa puede hallarse en la radiante ciudad? El sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero, puesto que no tenemos clérigos, no tengamos tampoco soldados. La alegría que nace de una victoria carnicera no es una alegría sana; no le convendría aquí; está llena de horror y no posee ningún interés. Un placer generoso e ilimitado, un triunfo magnánimo experimentado no contra algún enemigo exterior, sino en comunión con lo más justo y más hermoso que hay en la mente de todos los hombres, y con el esplendor del verano dominando el mundo: eso es lo que hincha el corazón de los habitantes de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. Realmente, creo que no hay muchos que sientan la necesidad de tomar drooz.

La mayor parte de las procesiones han alcanzado ya Campoverde. Un maravilloso aroma a comida escapa de las tiendas rojas y azules tras los tenderetes. Los rostros de los niños están llenos de dulce. Unas migajas de un sabroso pastel permanecen prisioneras en la barba gris de un hombre de rostro placentero. Los chicos y las chicas han montado en sus caballos y van agrupándose cerca de la línea de salida de la carrera. Una vieja mujer, menuda, gorda y sonriente, distribuye flores de una gran capa, y la gente se las mete entre sus brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años permanece sentado al borde de la multitud, solo, tocando una flauta de madera. Las gentes se detienen a escucharle, le sonríen, pero no le dicen nada, ya que él no deja de tocar y ni siquiera les ve, sus ojos oscuros están perdidos en la suave y ondulante magia de la melodía.

De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta de madera.

Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una trompeta deja oír su vibrante sonido desde la tienda que se halla junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes acarician el cuello de su montura y murmuran palabras halagadoras: «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro…». Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea de partida. La multitud que bordea el campo de carreras da la impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el viento. La Fiesta del Verano acaba de comenzar.

¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta celebración, de esta ciudad, de esta alegría? ¿No? Entonces déjenme describirles algo más.

En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de Omelas, o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas mansiones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave, y no tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra en su interior por los intersticios de las planchas de otra ventana recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta. En un rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas duras, llenas de mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de un oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como suelen serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto tiene tres pasos de largo por dos de ancho: apenas una alacena o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado en este lugar. Puede que sea un niño o una niña. Parece tener unos seis años, pero de hecho tiene casi diez. Es un retrasado mental. Quizá naciera deficiente, o tal vez su imbecilidad sea debida al miedo, a la mala nutrición y a la falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los dedos de los pies o el sexo, y permanece sentado, acurrucado en el rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene miedo de las escobas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las escobas siguen estando allá; y la puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta permanece siempre cerrada, y nadie viene nunca, excepto algunas veces —el niño no tiene la menor noción del paso del tiempo—, algunas veces en que la puerta chirría horriblemente y se abre, y una persona, o varias personas, aparecen. Una de ellas entra a veces y golpea al niño para que se levante. Las demás no se le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con ojos de horror y de disgusto. La escudilla y la jarra son llenados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave, los ojos desaparecen. Las gentes que permanecen en la puerta no dicen nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en aquel cuarto y puede recordar la luz del sol y la voz de su madre, habla algunas veces. «Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!». Ellos no contestan nunca. Antes, por la noche, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente, «mhmm-haa, mhmm-haa», y habla menos cada vez. Está tan delgado que sus piernas son puros huesos y su vientre una enorme protuberancia; vive de medio bol de harina y manteca al día. Está desnudo. Sus muslos y sus posaderas no son más que una masa de infectas úlceras, y permanece constantemente sentado sobre sus propios excrementos.

Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la clemencia de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño.

Generalmente esto les es explicado a los niños cuando tienen entre ocho y doce años, cuando se hallan en edad de comprender; y la mayor parte de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque hay también adultos que acuden a menudo a verle, algunas veces de nuevo. No importa el modo cómo les haya sido explicado, esos jóvenes espectadores se muestran siempre impresionados y disgustados por lo que ven. Sienten el desaliento, al que siempre se habían creído superiores. Sienten la cólera, el ultraje, la impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera conducido a la luz del sol, fuera de aquel abominable lugar, si fuera lavado y alimentado y reconfortado, sería sin la menor duda una gran cosa; pero si se hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza y la alegría de Omelas serían destruidas a la siguiente hora. Ésas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y alegría de Omelas por esa simple y mínima mejora: rechazar la felicidad de miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno solo: sería dejar ingresar el crimen en la ciudad.

Las condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay que decirle una palabra amable al niño.

A menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o inundados de una contenida rabia, cuando han visto al niño y afrontado aquella terrible paradoja. Pueden irla asimilando durante semanas o incluso años. Pero con el tiempo empiezan a darse cuenta que, incluso si el niño fuera liberado, no obtendría gran cosa de su libertad: un pequeño y vago placer de calor y alimento, por supuesto, pero no mucho más. Es demasiado deficiente y estúpido como para conocer la menor alegría real. Ha vivido durante demasiado tiempo en el miedo para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres son demasiado salvajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente del esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no son tampoco libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandiosidad de su ciencia. Es a causa de este niño que son tan considerados con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable no estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que toca la flauta, no podría interpretar aquella gozosa música mientras los jóvenes y magníficos jinetes se alinean para la carrera, bajo el sol de la primera mañana del verano.

¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? Pero aún queda algo por decir, y esto es casi increíble.

A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al niño no regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; de hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un hombre o una mujer adulto permanece silencioso durante uno o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad de Omelas. Todos ellos se van solos, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar poblados, pasar entre casas de iluminadas ventanas, luego hundirse en las tinieblas de los campos. Solitario, cada uno de ellos va hacia el oeste o hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen. Abandonan Omelas, se sumergen en la oscuridad, y no vuelven nunca. Para la mayor parte de nosotros, el lugar hacia el cual se dirigen es aún más increíble que la ciudad de la felicidad. Me es imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin embargo, todos los que se van de Omelas parecen saber muy bien hacia dónde van.

FIN


Traducción: Domingo Santos – Sebastián Castro

sábado, 11 de enero de 2025

Extracto de "El asesinato del sábado por la mañana" de Batya Gur





“Cuando el timbre de la puerta sonó, exactamente a las cuatro en punto, Shaul, el agente de Investigación Criminal, y el inspector jefe Ohayon estaban listos. Dina Silver se presentó con un vestido rojo, el vestido con el que Michael la había visto la primera vez. Tenía el semblante pálido, y un mechón de pelo, con brillos negro azulados le caía sobre los ojos. Con un grácil ademán se lo apartó de la cara y preguntó sonriente si debía tumbarse en el diván. El psicoanalista señaló el sillón. Dina Silver tomó asiento y cruzó las piernas de lado, como una modelo de revista. Sus anchos tobillos conferían un aire levemente grotesco a esa pose. Michael volvió a reparar en las muñecas anchas, los dedos cortos, las uñas mordidas que, paradójicamente, le daban a sus manos un extraño aspecto predatorio en aquel momento. Al principio se produjo un silencio. La visitante rebulló en su asiento y después abrió la boca para decir algo y la cerró sin haberlo dicho. Desde su escondite, Michael sólo alcanzaba a ver la cara de Hildesheimer de perfil; oyó que le preguntaba a Dina Silver cómo se sentía, a lo que ella respondió: –Muy bien. Vuelvo a estar bastante bien –habló con voz queda y suave, pronunciando todas las sílabas claramente. –Hace poco quería hablar conmigo –dijo el anciano–. Creo que tenía algún 238 problema. Una vez más, Dina Silver se retiró el pelo de la frente, cruzó las piernas y, al fin, dijo: –Sí. En aquel momento lo tenía. Fue justo después de la muerte de la doctora Neidorf. Pero no lo he llamado porque después me puse enferma. Pensaba ponerme en contacto con usted al recuperarme, pero ahora ya no tengo tanta premura. Quería usted verme. ¿Hay alguna novedad? –¿Alguna novedad? –repitió el anciano. –Pensé que quizá había ocurrido algo y... –Dina Silver cambió de postura. Hildesheimer esperó pacientemente. Su visitante no se atrevía a preguntarle directamente qué quería y sólo su cuerpo delataba la tensión que sentía, sobre todo por la forma de mover las piernas, que volvió a descruzar y a cruzar una vez más–. Pensé –dijo con mayor firmeza– que era algo relacionado con mi presentación; que habrían estado comentándola. Que quería exponerme alguna crítica. –¿Por qué creía que la íbamos a criticar? ¿No quedó satisfecha con lo que escribió en la presentación? Dina Silver esbozó una sonrisa, un rictus que a Michael ya le resultaba familiar, y explicó: –No se trata de lo que yo piense o escriba. Ustedes tienen sus propias exigencias, y en eso mi opinión no cuenta nada. La mano del anciano se elevó en el aire y volvió a caer sobre el brazo del sillón mientras decía: –No. Quería verla para comentar su encuentro con la doctora Neidorf. –¿Qué encuentro? –preguntó Dina Silver, y apretó los puños. –En primer lugar el encuentro que tuvieron antes de que se marchara al extranjero, en el que se produjo la confrontación –dijo Hildesheimer como si estuviera refiriéndose a un hecho evidente e incuestionable, conocido para los dos. –¿Confrontación? –repitió Dina Silver como si no entendiera el significado de la palabra. Hildesheimer no dijo nada –¿Le habló de nuestra confrontación? –preguntó la psicoanalista, y sus manos resbalaron sobre el fino tejido de lana de su vestido. Hildesheimer continuó sin decir nada. –¿Qué le contó? –preguntó de nuevo, y el anciano persistió en su silencio. La pregunta se repitió dos veces más, y entre ambas, Dina Silver trató de buscar una postura más cómoda y las manos empezaron a temblarle. Alzó el tono de voz para replantear la pregunta–: ¿Se refiere a nuestra cita previa al viaje? Me dijo que era algo que quedaría entre nosotras, que no se lo iba a contar a nadie. Hildesheimer se mantuvo callado. –Bueno, es verdad que me criticó, pero sobre un asunto personal y muy 239 concreto, nada importante. Hildesheimer no se dirigió a ella por su nombre ni una sola vez, según advirtió Michael. Sin cambiar de postura, le espetó en tono gélido: –¿Qué es para usted un asunto personal? ¿Seducir a un paciente? ¿Considera que eso es un asunto personal? Dina Silver se puso rígida y su expresión se transformó; entornó los ojos y un gesto malicioso apareció en su rostro mientras decía: –Profesor Hildesheimer, me parece que la doctora Neidorf tenía un problema de contratransferencia. Estaba celosa de mí, creo yo. Hildesheimer guardó silencio. –Creo –prosiguió Dina Silver al ver que no le iba a responder– que entre nosotras había cierta rivalidad, competíamos por lograr que usted nos prestara atención. Soy muy consciente del papel provocador que yo desempeñaba..., lo comentábamos muchas veces..., la manipulaba para colocarla en una situación emocional determinada. Le di a entender que entre usted y yo había una relación especial, y creo que ése era el trasfondo de su necesidad de castigarme, que afloraba con harta frecuencia durante las sesiones. Michael se moría por ver la expresión de Hildesheimer, pero, por primera vez, el anciano giró la cabeza hacia un lado para mirar por la ventana. Michael veía su cabeza por detrás, tan calva como un huevo, y el cuello sobresaliendo por encima de su chaqueta oscura. Al cabo de un rato, desviando la vista de la ventana y volviéndose hacia Dina Silver para mirarla de frente, el anciano dijo: –Elisha Naveh murió anoche. La expresión maliciosa se desvaneció en un segundo. Dina Silver abrió mucho los ojos y los labios comenzaron a temblarle. Sin darle la oportunidad de decir nada, Hildesheimer continuó: –Murió por culpa suya. Usted podría haber evitado su muerte desempeñando su labor como es debido y renunciando a las gratificaciones inmediatas –Dina Silver inclinó la cabeza y rompió a llorar. Con un gesto mecánico, el anciano cogió de la repisa la caja de pañuelos de papel y la colocó sobre la mesita antes de decir–: Usted sabía que la doctora Neidorf estaba bien informada sobre el caso. La evidencia que tenía ha pasado a mis manos. Junto con una copia de la conferencia. Allí consta todo por escrito, el tercer párrafo se refiere exclusivamente a usted. –¡Pero si ni siquiera me menciona! –pronunció la frase en un alarido. Después guardó silencio y empalideció. Michael temió que se desmayara y que todo se echara a perder. Pero Dina Silver recobró el color mientras el anciano decía: –No quiero que me venga con evasivas. Aparte de la doctora Neidorf, la única persona que vio la conferencia fue quien acudió a verla el sábado por la mañana antes de la conferencia. La misma persona que la llamó temprano esa mañana y le 240 pidió que la recibiera por un asunto de vida o muerte, un asunto inaplazable. Conozco su estilo, no lo olvide. Y cuando la doctora Neidorf le dejó bien claro que no había marcha atrás, que su transgresión era imperdonable, la mató de un tiro... Sólo hay algo que no comprendo: ¿cómo no se le ocurrió, cuando la mató, cuando le quitó la llave de su casa, que antes de abrirle la puerta del Instituto, la doctora Neidorf me había llamado para decirme que estaba citada con usted? ¿Cómo no pensó en eso, después de haber pensado en todo lo demás: la pistola que robó dos semanas antes de usarla, las notas que se apresuró a sustraer de la casa aun antes de leer la conferencia? ¿Cómo no pensó en algo tan simple como una llamada telefónica? –¿Lo llamó antes de verme? –dijo Dina Silver con voz ahogada, y comenzó a ponerse de pie. Hildesheimer no cambió de postura. No movió ni un músculo mientras ella le decía: –No tiene ninguna prueba, sólo lo sabemos usted y yo. Tal vez tenga pruebas sobre lo de Elisha, no lo sé, pero nadie sabe que me cité con la doctora Neidorf, nadie me vio. Dina Silver estaba muy cerca del anciano, que se había quedado inmóvil en su asiento, cuando Michael entró en la habitación y dijo: –Se equivoca, señora Silver. Tenemos pruebas, y en abundancia. Entonces Dina Silver se lanzó sobre él, sobre Hildesheimer, y, como si se movieran solas, sus manos se cerraron sobre la garganta del anciano. Michael Ohayon hubo de emplearse a fondo para separar aquellos dedos de uñas mordidas de su presa”

–Y ahora –dijo Shaul después de verificar la grabación y de recoger el equipo– podemos ponernos a trabajar de verdad –tenía en las manos el liviano abrigo azul de Dina Silver y anunció en tono satisfecho que era de esa prenda de donde se había desprendido el hilo–. Creo –puntualizó, y, ajeno al alboroto que lo rodeaba, pues sus compañeros estaban restableciendo el orden en el dormitorio de los Hildesheimer, sacó de su maletín el sobre de plástico donde estaba el hilo y lo colocó sobre el abrigo. Hildesheimer estaba sentado en su sillón en la sala de consultas; la cabeza echada hacia atrás en un gesto de indecible fatiga, el semblante ceniciento. Michael se sentó frente a él, en ángulo de cuarenta y cinco grados, y encendió un cigarrillo. Sin saber por qué, ya fuera por la amargura de su triunfo, o por la tristeza que lo embargó al ver el rostro del anciano, o porque la fatiga le hizo perder en parte el dominio de sí mismo, entre todas las preguntas posibles, la que escapó de su boca fue: –Profesor Hildesheimer, ¿a qué se refería cuando dijo, a propósito de Giora  Biham, que los argentinos son diferentes?


lunes, 30 de diciembre de 2024

Gabriel Garcia Marquez " Cien años de soledad" extracto





" En la casa no faltaba qué comer. Al día siguiente de la muerte de Aureliano Segundo, uno de los amigos que habían llevado la corona con la inscripción irreverente le ofreció pagarle a Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A partir de entonces, un mandadero llevaba todos los miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban bien para una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las mandaba Petra Cotes, con la idea de que la caridad continuada era una forma de humillar a quien la había humillado. Sin embargo, el rencor se le disipó mucho más pronto de lo que ella misma esperaba, y entonces siguió mandando la comida por orgullo y finalmente por compasión. Varias veces, cuando le faltaron ánimos para vender billetitos y la gente perdió el interés por las rifas, se quedó ella sin comer para que comiera Fernanda, y no dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar su entierro.

Para  Santa Sofía de la Piedad la reducción de los habitantes de la casa debía haber sido el descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela. Sólo en una casa como aquélla era concebible que hubiera dormido siempre en un petate que tendía en el piso del granero, entre el estrépito nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie que una noche la despertó la pavorosa sensación de que alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una víbora se deslizaba por su vientre. Ella sabía que si se lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada mientras no se gritara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra, el cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa tuvo motivos para creer que era una sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa Sofía de la Piedad no pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenía la impresión de que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos de la compañía bananera parecía más un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de miseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres mudas que le quedaban.

-Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos.

Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea de su destino. Trató de precisar, sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con una prima hermana que vivía en Riohacha. No era una explicación verosímil. Desde la muerte de sus padres, no había tenido contacto con nadie en el pueblo, ni recibió cartas ni recados, ni se le oyó hablar de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro, porque ella estaba dispuesta a irse con lo único que tenía: un peso y veinticinco centavos.

Desde la ventana del cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido. Jamás se volvió a saber de ella.

Cuando se enteró de la fuga, Fernanda despotricó un día entero, mientras revisaba baúles, cómodas y armarios, cosa por cosa, para convencerse de que Santa Sofía de la Piedad no se había alzado con nada. Se quemó los dedos tratando de prender un fogón por primera vez en la vida, y tuvo que pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el café. Con el tiempo, fue él quien hizo los oficios de cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno servido, y sólo volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al extremo de quince sillas vacías. Aun en esas circunstancias, Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la suya, haciendo la limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales, tapizando las vigas, acolchonando las paredes. Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión de que la casa se estaba llenando de duendes. Era como si los objetos, sobre todo los de uso diario, hubieran desarrollado la facultad de cambiar de lugar por sus propios medios. A Fernanda se le iba el tiempo en buscar las tijeras que estaba segura de haber puesto en la cama y, después de revolverlo todo, las encontraba en una repisa de la cocina, donde creía no haber estado en cuatro días. De pronto no había un tenedor en la gaveta de los cubiertos, y encontraba seis en el altar y tres en el lavadero. Aquella caminadera de las cosas era más desesperante cuando se sentaba a escribir. El tintero que ponía a la derecha aparecía a la izquierda, la almohadilla del papel secante se le perdía, y la encontraba dos días después debajo de la almohada, y las páginas escritas a José Arcadio se le confundían con las de Amaranta Úrsula, y siempre andaba con la mortificación de haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió varias veces. En cierta ocasión perdió la pluma. Quince días después se la devolvió el cartero que la había encontrado en su bolsa, y andaba buscando al dueño de casa en casa. Al principio, ella creyó que eran cosas de los médicos invisibles, como la desaparición de los pesarios, y hasta empezó a escribirles una carta para suplicarles que la dejaran en paz, pero había tenido que interrumpirla para hacer algo, y cuando volvió al cuarto no sólo no encontró la carta empezada, sino que se olvidó del propósito de escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se dio a vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando de sorprenderlo en el momento en que los cambiara de lugar, pero muy pronto se convenció de que Aureliano no abandonaba el cuarto de Melquíades sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hombre de burlas. De modo que terminó por creer que eran travesuras de duendes, y optó por asegurar cada cosa en el sitio donde tenía que usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la cabecera de la cama. Amarró el plumero y la almohadilla del papel secante en la pata de la mesa, y pegó con goma el tintero en la tabla, a la derecha del lugar en que solía escribir. Los problemas no se resolvieron de un día para otro, pues a las pocas horas de costura ya la pita de las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los duendes la fueran disminuyendo. Le ocurría lo mismo con la pita de la pluma, y hasta con su propio brazo, que al poco tiempo de estar escribiendo no alcanzaba el tintero.

Ni Amaranta Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se enteraron jamás de esos insignificantes infortunios. Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era, justamente porque se sentía liberada de todo compromiso, como si la vida la hubiera arrastrado otra vez hasta el mundo de sus padres, donde no se sufría con los problemas diarios porque estaban resueltos de antemano en la imaginación."