En 1991 se produce un hecho
transcendental en la historia del cine mundial y del iraní en particular: la
película de un desconocido Abbas Kiarostami, Y la vida continúa, gana
el premio Rossellini en el festival de Cannes. Igual que sucedió con el cine
japonés cuando Kurosawa presentó al mundo su obra Rashomon (1950), con el italiano cuando
el propio Rossellini unos años antes sorprendió con Roma, ciudad abierta
(1945), o con muchos otros países fuera de la esfera hollywoodense, Kiarostami hizo lo propio con su original cinta. A partir de Y la
vida continua el cine del país de los ayatolás comenzó a tenerse en
cuenta y directores de la talla de Makhmalbaf, Panahi o Majidi se incorporaron
al circuito cinematográfico como lo que eran, unos realizadores magníficos con
un cine moderno y realista que se nos antoja fundamental hoy en día.
En realidad la película de
Kiarostami era la segunda parte de una trilogía que había comenzado con ¿Dónde
está la casa de mi amigo? (Khane-ye doust kodjast?, 1987) y que finalizaría
con A
través de los olivos, la otra película de la que vamos a hablar. Por
tanto más que un “dos por uno”, nos referimos a un trío de cintas que
Kiarostami ideó a partir de su interés por la educación infantil. De hecho, venía de realizar un par de largometrajes muy críticos con el sistema educativo
de su país. Con la excusa del guión de ¿Dónde está la casa de mi amigo? –un
niño busca a un compañero de clase para devolverle el cuaderno y así evitar que
el maestro lo castigue–, Kiarostami filma la segunda de las cintas desde una
posición tan realista como curiosa:
En Y la vida continúa, un padre y su hijo atraviesan la zona castigada por el terremoto iraní de 1990 con el objetivo de localizar al actor (que no al personaje) protagonista de la película anterior. Es decir, Kiarostami mezcla ficción y realidad de forma perfectamente estudiada para rodar lo que le interesa: las pequeñas historias de los habitantes de la región que cuentan de la forma más natural posible cómo han sobrevivido a la catástrofe y cómo han perdido a familiares y amigos. Ellos, mientras tanto, siguen con sus vidas e intentan volver a la rutina que finalmente es lo que da la felicidad. El verismo de su proyecto se logra con una cámara ágil y con la colaboración de actores improvisados, no profesionales.
En cuanto a la historia en sí, el
director se fija en pequeños detalles como el hecho de la preocupación de la
gente por colocar una antena de televisión para ver el mundial de fútbol, por
regar las plantas en medio de la desolación o por descubrir que hay agua
corriente en una solitaria tubería. Son elementos que configuran una hermosa
película, minimalista, sin apenas trama, pero cuyo tema, el que el título
adelanta, es desarrollado con perfección y espontaneidad por igual.
Tres años más tarde de Y la
vida continúa, el realizador iraní se interna en el rodaje de dicha
cinta, pero lo hace con otra película como si fuera un documental, o el making of, cuando en realidad es una
suerte de experimento de cine dentro del cine, una vuelta de tuerca más en su
afán por filmar la realidad con ayuda de la ficción.
Así de sorprendente es A
través de los olivos que arranca con la presentación del propio
Kiarostami (no es él, es un actor, cosa que no oculta al público) en el lugar
del rodaje de Y la vida continúa, concretamente en la realización de la
secuencia que presenta a una pareja de recién casados que viven entre ruinas.
Los actores de esa escena son los
personajes de la nueva película: son dos jóvenes que apenas se conocen, que
sólo se relacionan en los ensayos y filmación de Y la vida continúa.
Hussein, que así se llama el que hace de flamante marido, quiere casarse con la
joven que interpreta a su mujer en la ficción (no olvidemos que “esa ficción”
era la realidad en la cinta anterior –me temo que me estoy liando, pero así es
el cine del maestro iraní–), pero ella no quiere saber nada de él debido a la
injerencia de su abuela que quiere un marido mejor para su nieta. La
insistencia de Hussein es el tema principal de la cinta. De nuevo una trama
minimalista porque la película no deja de ser otro experimento de Kiarostami
para “oír” lo que tienen que decir los personajes que van apareciendo en el
filme. De hecho, el realizador siempre decía que rodaba sin guión, que él no contaba
historias, lo que hacía era escucharlas.
Dentro de la obligada comparación que siempre hacemos en esta sección del blog, más que puntos en común entre ambas cintas, habría que hablar de cómo se complementan una y otra. No obstante, si nos abstraemos de la lógica que las une, podemos observar el estilo personal de rodar de Kiarostami: así, las secuencias dentro de automóviles son un sello característico de su cine, con diálogos entre los que conducen y los personajes de fuera (el espectador es el conductor y la película discurre en el exterior); también lo son los planos secuencias y las largas y estáticas tomas generales que cierran sus películas. Son escenas que fotografían caminos zigzagueantes y empinados, simples y sencillos encuadres muy adecuados para subrayar lo complicada y dura que es la vida.
Para terminar, quisiera
reproducir las palabras que dijo Martin Scorsese con respecto a su colega de
oriente medio: “Kiarostami representa el más alto nivel artístico en el cine”.
La contestación del realizador iraní fue ingeniosa: “Son palabras de admiración
que agradezco, pero que serían más apropiadas después de mi muerte”.
Kiarostami nos dejó el año
pasado, por tanto ya tenemos el permiso del director para alabar su cine.