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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].
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lunes, 10 de enero de 2011

día 1215. Amos Oz descubre su campo literario (última de la serie)

Amos estaba en el kibbutz, queriendo ser escritor, pero sus modelos vivían en lugares a los que él no tenía alcance. Todo escritor ha de encontrar su ámbito, y ese descubrimiento lo describe muy bien Amos en dos párrafos que pueden servirnos a todos (la búsqueda auténtica de cada uno.

*****

Para escribir como aquellos escritores viriles primero tenía que ir a Londres o a Milán. Pero ¿cómo? Los agricultores sencillos de los kibbutzim no se iban de repente a pasar temporadas en Londres o Milán para empaparse de inspiración creativa. Para tener la oportunidad de llegar a París o Roma primero debía ser famoso, es decir, debía escribir un libro célebre primero tenía que vivir en Londres o en Nuava York: un círculo vicioso.

[...]

El libro Winesburg, Ohio [de Sherwood Anderson] me hizo descubrir de pronto el mundo visto por Chéjov, aun antes de tener la ocasión de descubrir al propio Chéjov; se acabó el mundo visto por Dostoievski, Kafka y Knut Hamsun, y también por Hemingway y Yigal Mosenson. Se acabaron las mujeres misteriosas sobre los puentes y los hombres con las solapas levantadas envueltos en el humo de las tabernas. [...] Mientras que Sherwood Anderson me abrió los ojos para escribir lo que tenía a mi alrededor. Gracias a él comprendí de pronto que de que el mundo escrito no depende de Milán ni de Londres, sino que gira siempre alrededor de la mano que escribe en el lugar en el que escribe: donde tú estás, está el centro del universo.
En Hulda había una sala de consulta desierta detrás de la sala de los periódicos, en la planta baja del centro cultural a las afueras del kibbutz. En la sala de consulta abandonada elegí una mesa en un rincón. Allí abría cada tarde el cuaderno marrón del colegio donde ponía “Para todo” y “Cuarenta hojas”. Junto al cuaderno ponía un bolígrafo Globus, un lapicero con una goma en el extremo y una taza de plástico de color beige llena de agua tibia del grifo.
Era el centro del mundo.

Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Traducción de Raquel García Lozano. Ediciones Siruela, colección Debolsillo.

domingo, 9 de enero de 2011

día 1216. Amos Oz, el kibbutz y los palestinos



Este extracto es largo, pero vibrante. Merece la pena el esfuerzo de leerlo porque explica mucho. Fue una verdadera pena que la gente de los kibbutz, esos socialistas que incluso se separaban de sus hijos (los jóvenes vivían en barracones aparte, estudiaban y trabajaban, y solo se encontraban con sus padre en el trabajo o por la tarde, cuando los recibían para “merendar con ellos), que tenían ideas claras sobre el mundo, fueran borrados y aplastados por los ultraortodoxos y la derecha judía. Por eso pasó lo que pasó y pasa. Merece la pena el esfuerzo de leer estas dos páginas. Nunca había leído nada semejante, tan clarificador, sobre la posición de judíos no sionistas que están allí con un arma; aceptando incluso, con cabreo, las propias contradicciones. Como se ve al final.

*****
«Una noche de invierno tuve que hacer guardia con Efraim Avneri. [poco antes ha explicado que los alumnos del décimo curso participaban ya en la vigilancia nocturna.] Con botas, abrigados con viejos anoraks y gorros de lana que picaban, caminábamos por el barro a lo largo de la valla, por detrás de los almacenes y el establo. Un fuerte olor a cáscaras de naranja fermentada, que usaban para el ensilado, se mezclaba con otros olores campestres, estiércol de vaca, paja mojada, vapor corriente del corral, polvo de plumas del gallinero. Le pregunté a Efraim si, en la guerra de la Independencia o en los sucesos de los años treinta, había tenido ocasión de disparar y matar a alguno de esos asesinos.

No podía ver la cara de Efraim en la oscuridad, pero cierta ironía rebelde, cierta tristeza sarcástica y extraña había en su voz cuando me contestó, tras un breve silencio reflexivo:

--¿Asesinos? Pero ¿qué esperas de ellos? Desde su punto de vista, nosotros somos extraterrestres que hemos aterrizado aquí y hemos invadido su tierra, poco a poco hemos ido apoderándonos de ella y, mientras les asegurábamos que habíamos venido para ayudarles, para curarles la tiña y el tracoma, para liberarles del atraso y la ignorancia y del yugo de la opresión feudal, con artimañas nos íbamos quedando con su tierra pedazo a pedazo. Así pues, ¿qué pensabas? ¿Que nos iban a agradecer nuestra bondad? ¿Que iban a salir a recibirnos con tambores y máquinas fotográficas? ¿Que nos iban a entregar respetuosamente las llaves del país solo porque nuestros antepasados estuvieron aquí alguna vez? ¿Qué tiene de raro que se hayan alzado en armas contra nosotros? Y ahora que les hemos causado una derrota  aplastante y cientos de miles viven en campos de refugiados, ¿qué quieres?, ¿esperas tal vez que compartan nuestra alegría y nos deseen lo mejor?

Me quedé atónito. A pesar de que ya me había alejado mucho de la retórica del Jerut y de la familia Klausner [su apellido de nacimiento], aún no era más que dócil producto de la realidad sionista. Las palabras nocturnas de Efraim me espantaron e incluso me hicieron enfadar: por aquellos días un pensamiento de ese tipo se consideraba una traición. Estaba tan asombrado y asustado que repliqué a Efraim Avneri con una queja mordaz:

--Si es así, ¿por qué vas por aquí con un arma? ¿Por qué no te vas del país? ¿O coges el arma y te vas a luchar a su bando?

En la oscuridad oí su risa triste:

--¿A su bando? Pero en su bando no me quieren, en ninguna parte del mundo me quieren. Nadie en el mundo me quiere. Esa es la cuestión. Parece que en todos los países hay demasiados como yo. Solo por eso estoy aquí. Solo por eso llevo un arma, para que no me echen también de aquí. Pero no usaré la palabra «asesinos» para hablar de los árabes que han perdido sus pueblos. De ninguna manera, no usaré a la ligera esa palabra para referirme a ellos. Con respecto a los nazis, sí. Con respecto a Stalin, también. Y con respecto a todos los saqueadores de tierras ajenas.

--¿Pero no se deduce de tus palabras que nosotros aquí también somos saqueadores de tierras ajenas? ¿Qué pasa?, ¿es que no estábamos aquí hace dos mil años? ¿No nos expulsaron de aquí a la fuerza?

--Es muy sencillo –dijo Efraim--: si no es aquí, ¿dónde está la tierra del pueblo judío? ¿Debajo del mar? ¿En la luna? ¿O es que solo el pueblo judío, entre todos los pueblos del mundo, no se merece una pequeña patria?

--¿Y qué pasa porque se la hayamos quitado a ellos?

--Tal vez hayas olvidado que, casualmente, ellos intentaron matarnos a todos en el 48. En el 48 hubo una guerra terrible y ellos mismos fueron quienes plantearon la cuestión en términos de ellos o nosotros, y nosotros vencimos y les quitamos las tierras. ¡No hay que enorgullecerse de ello! Pero si ellos nos hubiesen vencido en el 48, habría que enorgullecerse mucho menos: no habrían dejado con vida ni a un solo judío. Y realmente en todo su territorio no vive un solo judío. Pero esta es la cuestión: como les quitamos lo que les quitamos en el 48, ahora ya tenemos. Y como ahora ya tenemos, no debemos quitarles más. Se acabó. Esta es toda la diferencia entre tu señor Beguin y yo: si algún día les quitamos más, ahora que ya tenemos, sería un pecado grave.

--¿Y si dentro de un momento aparecen aquí los fedayines?

--Si aparecen –suspiró Efraim--, tendremos que tirarnos aquí mismo al suelo, en el barro, y disparar. Y nos esforzaremos en disparar mejor que ellos y más deprisa que ellos. Pero no les dispararemos porque sean un pueblo de asesinos, sino por la sencilla razón de que también nosotros tenemos derecho a tener un país. No solo ellos. Y ahora, por tu culpa, me siento como Ben Gurión. Si me perdonas, me voy a ir un rato al establo a fumarme un cigarro en silencio y, mientras tanto, vigila bien. Vigila por los dos.»
*****

Una pequeña historia personal que me hace entender a Efraim. Tuve que hacer la mili, sin poder acogerme a prórrogas ni a ningún tipo de alivio, en uno de los 4 cuarteles de Acción Inmediata que había en el país. Faltaban años para la Marcha Verde, pero fue el año de la retrocesión de Sidi-Ifni a Marruecos. A las 9 de la noche se prohibió salir del cuartel bajo ningún concepto, tuvimos que armarnos para combate (casco y munición real) y meter algunas ropas en el saco, esperando así vestidos, sin dormir, a la madrugada, en que unos aviones nos trasladarían a un puerto desde el que iríamos a Sidi-Ifni, porque en aquel momento se pensaba en defender la ciudad combatiendo. Por suerte, el Gobierno de Franco no se sentía fuerte y, a pesar de toda la retórica de valentía e Imperio, a la hora de la verdad se echó atrás y en la madrugada decidió la cesión.

Durante esa larga noche, más de la mitad de la Compañía (unos 200) estaban acojonados; un porcentaje no muy pequeño estaban extasiados ante la aventura (críos de 20 años); un porcentaje reducido de los sensatos y el total de los rojos (por “casualidad”, todos los rojos de la provincia militar habíamos terminado en ese cuartel el más duro), estábamos cadavéricos. De haber sabido que “tal cosa” podía suceder, nos habríamos ido del país antes de aceptar la mili. ¿Qué pintábamos en una guerra entre los franquistas y los súbditos de un rey marroquí corrupto? Ni siquiera cabía la opción de “pasarse” al enemigo. Pero ya era demasiado tarde. Uno de ellos me preguntó (yo era soldado de ametralladoras de esas que se disparan desde el suelo) lo que haría en caso de que fuera necesario disparar. Le contesté que no iba a disparar a lo loco, pero que si venían a por nosotros, lo haría. Así que entiendo esa opción.

Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Traducción de Raquel García Lozano. Ediciones Siruela, colección Debolsillo.

sábado, 8 de enero de 2011

día 1217. La madre de Amos Oz le habla de las mujeres poco antes de morir


La madre se sintió animada, en una mejoría de su enfermedad que antecedería en cuatro o cinco días a su muerte, y quiso salir a la calle con su hijo para darle una sorpresa al padre en el trabajo e ir los tres a un restaurante. Mantuvieron esta conversación.

*****

«--Hay bastantes mujeres que se sienten atraídas por hombres déspotas. Como las mariposas por el fuego. Y hay mujeres que lo que más necesitan no es un héroe, ni siquiera un amante apasionado, sino sobre todo un amigo. Recuérdalo cuando crezcas: aléjate de las mujeres a quienes les gustan los déspotas, y entre las que buscan un hombre-amigo intenta encontrar, no a las que necesitan un amigo porque están algo vacías, sino a las que también desean llenarte. Y recuerda que la amistad entre un hombre y una mujer es algo mucho más valioso y extraordinario que el amor: de hecho el amor es algo bastante rudo e incluso grosero comparado con la amistad. La amistad incluye también una parte de delicadeza, de aceptación y generosidad, y un refinado sentido de la mesura.

[...]

--Algún día, cuando te cases y tengas familia, te pido por favor que no tomes como ejemplo la vida matrimonial de tu padre y mía.

[...]

Cogidos del brazo caminábamos mi madre y yo bajo la lluvia, pasamos ante el Talita Kumi y ante el edficicio Frumin, que era la sede temporal de la Keneset, y después a los pies del Bet Hamaalot. Fue a comienzos de la primera semana del mes de enero de 1952. Cuatro o cinco días antes de su muerte.»


Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Traducción de Raquel García Lozano. Ediciones Siruela, colección Debolsillo.

viernes, 7 de enero de 2011

dia 1218. El abuelo de Amos Oz y las mujeres

Cuando tenía 17 años se enamoró de una gran dama, amante del lujo y seducida por la alta sociedad, que era 8 o 9 años mayor y que además era su prima hermana. Dada la imposibilidad de separarlos, las dos madres (hermanas) decidieron que emigraran a Estados Unidos. El apasionado joven, se enamoró en el barco de otra mujer.

*****

«Pero a la abuela Shlomit, eso se decía en casa, ni se le pasó por la cabeza renunciar a él: le agarró del lóbulo de la oreja con fuerza y no lo soltó ni de día ni de noche hasta que salieron del despacho del rabino neoyorquino que los casó.»

*****

Vivieron en perfecta armonía hasta que ella murió, cuando él tenía 67 años y él inició sus veinte años de luna de miel. Desaparecía con una de ellas varios días y cuando le reprendían que no hubiera llamado por teléfono, decía que no lo había en la habitación. Pasó esos veinte años rodeado de mujeres.

*****

«Deseaba a todas las mujeres, a las guapas y a las que tenían una belleza que los demás hombres no sabían apreciar. “Las señoras”, algo así sentenció mi abuelo una vez, “son todas guapas. Todas sin excepción. Pero los hombres”, sonrió, “están ciegos. ¡Completamente ciegos! Solo se ven a sí mismos, ni siquiera a sí mismos. ¡Están ciegos!”

[...]

--Ha llegado el momento de que hablemos de las mujeres.
Y enseguida se explicó:
--Bueno, de la mujer en general.
(Yo tenía unos treinta y seis años, llevaba quince casado y era padre de dos hijas adolescentes.)
--Bueno, las mujeres siempre me han interesado. Siempre quiere decir siempre. Y no lo interpretes mal.

[...]

--Las mujeres –dijo el abuelo--, bueno, en algunos sentidos son exactamente igual que nosotros. Exactamente igual. Del todo. Pero en otros sentidos son completamente distintas. Muy, muy diferentes.

[...]

--¿Pero en qué sentido las mujeres son exactamente igual que nosotros y en qué sentido son muy, muy diferentes? Bueno, en eso –concluyó levantándose de su asiento--, en eso aún estoy trabajando.
Tenía noventa y tres años, y quizá siguió “trabajando” en esa cuestión hasta el fin de sus días. También yo sigo trabajando en ello.»

Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Traducción de Raquel García Lozano. Ediciones Siruela, colección Debolsillo.

jueves, 6 de enero de 2011

dia 1219. Amos Oz y su padre se despiden

Cuando terminas un libro impactante empieza una fase gozosa. Ya has empezado otro pero empiezas a repasar los párrafos subrayados, intentando sacarles la intención, el subtema específico. No solo eso, empiezas a leer hacia atrás para tener ese párrafo en el contexto: es decir, haces una relectura parcial pero intensa.

Varias veces, durante la lectura del libro, volví a este párrafo. Con catorce años y medio, la madre muerta y la comunicación con el padre cortada, Amos Oz, que todavía no se llamaba así, le gano la guerra al padre y se fue a un kibbutz, en principio para pasar las vacaciones de verano y ver si le gustaba. Pero cuando terminó el verano, se cambió de nombre y se quedó allí, en el kibbutz Hulda, desde el 54 hasta el 85. Para el padre fue un golpe duro, porque toda su esperanza de superar su fracaso personal como intelectual reconocido las tenía en su hijo. Además, políticamente los kibbutzkim eran los “rojos”, otro intento de sociedad socialista e iluminada.

Este párrafo me transmite una insoportable sensación del fracaso de un padre, sensación que por el azar no he tenido personalmente, pero que puedo vivir como si fuera mía, angustiarme y dolerme con ella porque precisamente eso es la literatura. Es otra de las caras del horror. Aunque siempre hay, en el fracaso de los otros, un destello del nuestro personal.

*****

«Mi padre se levantó una media hora antes que yo: cuando sonó mi despertador él ya me había preparado para el viaje, bien envueltos en papel de caña, dos gruesos bocadillos, [...] Al cortar el pan para hacer los bocadillos, se le fue la mano y se cortó el dedo con el cuchillo afilado y, como seguía sangrando, antes de despedirnos le curé la herida. En la puerta me dio un abrazo tímido y luego otro, enérgico, inclinó la cabeza y dijo:
 --Si de alguna forma últimamente te he herido, te pido perdón. Tampoco es fácil para mí.
Y de repente cambió de idea, se puso rápidamente una corbata y una chaqueta, y vino a acompañarme a la estación. Durante todo el tiempo, por las calles vacías de Jerusalén antes del alba, llevamos juntos, él y yo, el petate que contenía todas mis pertenencias. Mi padre se pasó todo el tiempo repitiendo sus bromas, sus viejos chistes y sus juegos de palabras. [...] Cuando subí al autobús de Haifa, mi padre subió detrás, discutió conmigo sobre dónde debía sentarme, volvió a despedirse y, por puro despiste, olvidó que no era un viaje de fin de semana a casa de una de mis tías en Tel Aviv y me deseó un buen fin de semana a pesar de que era lunes. Antes de bajar del autobús bromeó un rato con el conductor y le rogó que tuviese un especial cuidado conduciendo, pues en esa ocasión le había tocado llevar un gran tesoro. Después se fue corriendo a comprar el periódico, se quedó en el andén, me buscó con los ojos y le dijo adiós con tristeza al autobús equivocado.»


Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Traducción de Raquel García Lozano. Ediciones Siruela, colección Debolsillo.