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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].
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domingo, 13 de febrero de 2011

Día 1988. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Cuentos 14_18

La cuarta alarma

El protagonista, que como se cuenta en la introducción de Fresán ha sacado el relato de un vergonzoso acto del autor, no se me hace simpático: toda la simpatía se me va hacia la esposa. Pero ello no quita que sea un personaje entero: expuesto, pero bien descrito.

En Treetops, Susan Cheever recuerda —a propósito del origen real de esta ficción—: «Después de que mi madre dejara su trabajo en el Briarcliff College consiguió otro en la Rocksland Country Day School, al otro lado del río Hudson, donde participó en la escenificación amateur de una obra de teatro. En la obra, mi madre hacía un personaje en una boda. Mi padre se vio obligado a asistir a la función bajo protesta. Y cuando durante la representación en el escenario, el actor/sacerdote preguntó si alguien conocía algún impedimento para que el matrimonio no se celebrara, mi padre se puso de pie entre el público y generó un gran escándalo al gritar que esa mujer, mi madre, no podía casarse porque ya estaba casada con él. Mi padre era un hombre muy famoso y conocido y todos celebraron su interrupción y nadie hablaba de otra cosa después del estreno.»


Miscelánea de personajes que no figurarán

En siete apartados, renuncia a los tipos de escritura que se le critica. Claro que al leerlos, el lector desea que no renuncie a ello.

«Zam, Blam, Pow. Aquí termina mi intento de practicar la ficción del ayer. Nadie la lee desde hace cuarenta años. Desapareció junto con la pintura de caballete, y por pintura de caballete uno se refiere a esos cuadros que solían ser exhibidos en un caballete», ironiza John Cheever al principio del experimental “The President of the Argentine”.»
Uno de los relatos más atípicos y extraños en el corpus de los cuentos de Cheever, puede ser leído como feroz respuesta a los críticos que no dejaban de señalar la atomización de tramas en sus novelas como forma de insalvable imperfección y también como una feroz parodia de la propia obra que anuncia intenciones estéticas que, claro, el escritor no pensaba cumplir ni cumplió.
[...]
Dijo el escritor John Irving: «Gracias al escritor John Irving, conozco mejor a sus personajes que a muchas personas de carne y hueso, y admiro la gracia y el afecto que transmite cuando escribe a sus criaturas.»

La muerte de Justina

«La muerte de Justina» es uno de los relatos más críticos y despiadados de John Cheever a la hora de condenar la sociedad de consumo y el american way of life. [...] Aquí aparece uno de los párrafos más citados para establecer un Credo Cheeveriano: «La novelística es arte y el arte es el triunfo sobre el caos (nada menos) y podemos alcanzar este propósito sólo gracias al más atento ejercicio de la selección, pero en un mundo que cambia más velozmente de lo que podemos percibir siempre existe el peligro de que se confunda nuestra capacidad de selección y que la visión que proponemos acabe en nada.»

El marido rural

«Dos de los escritores más conocidos por su falta de entusiasmo (y hasta el desprecio) por la obra de sus colegas —Truman Capote y Vladimir Nabokov— no dudaron en su momento a la hora de elogiar a Cheever. Así, ambos escritores coinciden y se encuentran en el nombre y en la elección de este relato misterioso y magnífico —una nueva variación sobre el Aria Cheever: un hombre atrapado por su entorno sin comprender cómo es que llegó allí en primer lugar— que para muchos constituye el mayor logro literario en toda la carrera de Cheever. Una micronovela de construcción milagrosa e inimitable cuyas sucesivas lecturas no hacen más que acrecentar su enigma indescifrable para lectores y, sobre todo, escritores que se acercan a este relato con la misma devoción temerosa que otros dedican a Chartres, Keops o Teotihuacán.
«John Cheever... muy bueno... muy buenos cuentos. ¿Cómo se llamaba aquél? ¿El marido rural?», susurró Capote.
Nabokov va todavía más lejos: solía incluir “El marido rural” en el programa de lecturas de sus clases [...] le dedica el siguiente párrafo: «La historia constituye en realidad una novela en miniatura bellamente narrada, de modo que la impresión inicial de demasiadas cosas sucediendo al mismo tiempo se ve finalmente redimida por la satisfactoria coherencia a la hora de ordenar sus interrelaciones temáticas».
[...]
En una entrevista de Robert Cromie, Cheever explica: «Hay un cuento mío llamado “el marido rural” que culmina algo así como diecisiete imágenes, incluyendo a un perro con un sombrero en su boca, creo, y un tren, y una estrella, y un gato con un vestido, y un hombre, y una mujer, y más. Todo eso al mismo tiempo, y es un efecto maravilloso. Es una de las cosas más excitantes que le puede suceder a uno, pienso. Recuerdo haberlo escrito y salir corriendo de la habitación gritando “¡Miren! ¡Miren!”».

Una visión del mundo

“Una visión del mundo” es, seguro, la mejor de muchas epifanías escritas por Cheever, uno de sus más grandes logros en la crítica de los ritos perversos de la vida moderna y su entorno, y una demostración de su técnica y su prosa [...] a la hora de sostener una trama compuesta íntegramente por sueños (Tengo sueños de una densidad que me gustaría trasladar a mis ficciones”, desea en sus Diarios) y percepciones del universo hasta construir una serie de plegaria donde la lluvia (el agua) vuelve a presentarse como agente redentor.
[...]
Aquí, más que en ninguna parte, se hace evidente el mandato que Cheever se impuso para su vida de escritor y que aparece con emocionante claridad en sus Diarios: «Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el placer de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar. [...] No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento —creo entreverlo en sueños—, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en la oficina de correos, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestro sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo».


John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.


jueves, 10 de febrero de 2011

Día 1988. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Cuentos 11_13

Si lo que digo de este relato pertenece a la introducción que de cada cuento hace Rodrigo Fresán, irá en cursiva; si es del propio cuento, en redondilla normal. Si es un comentario mío, irá al principio, en redondilla y sin sangría.


*****
El océano

Es difícil leerlo sin que la ira se vaya apoderando de uno. Ese final de olvido o memoria, de vida o muerte, te deja en un pozo.

Escrito como homenaje y forma de solidarizarse con su amigo Arthur Spear —quien acababa de perder su trabajo en la World Book Company—. “El océano” es uno de los mejores relatos de Cheever a la hora de tratar la falta de humanidad del mundo de los negocios y la caída libre de un ángel en desgracia, a la vez que funciona como una cruel radiografía de los momentos más oscuros de su matrimonio con Mary (“Mary Maldiposta” es una anotación recurrente en sus Diarios y por los días de la escritura de este relato) y su turbulenta relación con su hija Susan. Aquí, mejor que casi en ninguna parte, aparecen sus días de cafard y su perfil de bête noir y, como suele ocurrir en varios de sus cuentos, una epifanía final y acuática ofrece cierto consuelo, cierta posibilidad de redención.
De los Diarios: Mi hija dice que la mesa de nuestro comedor es un estanque lleno de tiburones. Me enojo. No soy un tiburón sino un delfín. Etc. Pero caemos en la banalidad de las situaciones familiares. Susie comete el error de no atreverse a no ser inventada por mí, reírse cuando no corresponde, decir cosas que no he escrito. ¿Significa que soy incapaz de amar o que solo puedo amarme a mí mismo?»

«[...] Mi padre era un hombre solitario, pero hay muchísimos hombres solitarios. Naturalmente, no lo dicen. ¿Quién dice la verdad? Uno se encuentra en la calle con un viejo amigo. Tiene un aspecto infernal. Uno siente miedo. El rostro gris, y se le cae el cabello y le tiemblan las manos. Y uno dice: “Charlie, Charlie, ¡qué bien se te ve!”. Y él contesta, y le tiembla todo el cuerpo: “En mi vida, jamás me sentí mejor”. Y después, cada uno sigue su camino».

*****
El nadador

Ciertamente, la película no le hizo favor alguno al relato. Cuando acabas de leerlo, con ese final que en cierta manera se asemeja al del relato anterior, te preguntas a ti mismo qué parte de tu oscuridad habrá resonado con la del personaje. El final, que copio, es grandioso, pero un poco spoiler para los que no gustan de conocerlo de antemano. En ese caso, la responsabilidad de no abstenerse pasa al lector. Anoto también algo que se encuentra en muchos de sus cuentos la atracción el uso de las interrogaciones en frases que se podrían haber expresado con afirmaciones y un matiz de posibilidad.

“El nadador” es, quizá, el relato más conocido de John Cheever.
Una extraña película dirigida por Frank Perry y protagonizada por Burt Lancaster (en una de las escenas, si se presta atención, puede observarse a John Cheever, cóctel en mano, junto a una de las piscinas) no le ha hecho ninguna justicia a este cuento aparentemente sencillo en su forma pero más que complejo en sus intenciones, [...] Es,, junto a “El marido rural”, el intento más exitoso del autor a la hora de trasladar motivos antiguos y mitológicos al territorio del suburbio, a la vez que está plagado de ecos de otros textos. [...] Pero también recuerda esas tramas que logran concentrar una vida entera en, apenas, un día o un instante, y lo que en principio parece una despiadada y realista fotografía comienza a revelarse como un paisaje que termina bordeando lo fantástico.
A la hora de referirse a “El nadador”, Cheever —quien escribía sus cuentos en dos o tres días— siempre insistió en las dificultades de su escritura. Dos meses de trabajo constante y “ciento cincuenta páginas de notas para quince páginas de cuento”. La idea original era una sencilla fábula alrededor del tema de Narciso. Pero, enseguida, le pareció absurdo limitar la trama a una simple variación contemporánea del mito. Así que permitió que el trágico Neddy Merril nadara libre «por un inmenso número de piscinas —¡treinta!— y algo comenzó a vivir. Frío y silencio. Comenzaba el invierno. A pesar de todo. Fue una experiencia terrible escribir ese cuento. Es decir, estoy orgulloso de haberlo hecho pero el resultado fue que no solo el Yo Narrador sino también el Yo John Cheever se convirtieron en parte de ese invierno. Tardé mucho tiempo. Tardé mucho tiempo en poder volver a escribir otro cuento.» [...] “El nadador”, está claro es el invierno del descontento de Cheever.

«El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.

*****
El mundo de las manzanas
El último párrafo, sobre la literatura, sacado de los Diarios, aunque muy conocido merece siempre la pena releerlo.

Considerado —con cierta justicia— el relato más representativo del último período de Cheever [...], “El mundo de las manzanas revisita temas típicos de la ficción de Cheever, pero en un contexto diferente. Aquí están, otra vez, la polaridad aparentemente irreconciliable entre carne y espíritu, la lucha entre la memoria y el olvido, los dos rostros de la naturaleza como fuerza primordial. Pero también se ofrece un manifiesto personal y una summa estética de toda una carrera luchando contra las limitaciones del lenguaje en la piel del expatriado Asa Bascomb —un poeta à las Robert Frost a la vez que transparente alter ego de Cheever— quien, por una rara vez, se decide a presentarnos a un animal literario puro (y no a un publicista o a un guionista de televisión) como protagonista y héroe. Como muchas de las historias de Cheever, ésta concluye con una suerte de epifanía bautismal del hombre para sólo así producir una transfiguración de todo lo que le rodea.
Una de las últimas anotaciones en sus Diarios dice: «Voy a escribir lo último que tengo que decir, y creo que lo hago pensando en el éxodo, En mi discurso del 27 diré que no poseemos más conciencia que la literatura que ; que su función como conciencia es informarnos de nuestra incapacidad de aprehender el horrendo peligro de la fuerza nuclear. La literatura ha sido la salvación de los condenados; la literatura, la literatura ha inspirado y guiado a los amantes, vencido a la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo».

John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.

martes, 8 de febrero de 2011

Día 1989. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Cuentos 7_10.

Si el relato pertenece a la introducción que de cada cuento hace Rodrigo Fresán, irá en cursiva; si es del propio cuento, en redondilla normal. Si es un comentario mío, irá al principio, en redondilla y sin sangría.

Las joyas de los Cabot

En el primero de los extractos del cuento, describe magistralmente la diferencia entre Nueva York y los pueblos, desde el punto de vista de los del pueblo. En el segundo, repite magisterio comparando, en el mismo pueblo, la acomodada zona occidental y la paupérrima zona oriental. La clasificación social con descripciones literarias pero certeras es uno de sus puntos fuertes.

Parte del genio de John Cheever reside en que no importa por dónde se mueven sus personajes, ellos siempre habitarán un mundo capaz de cualquier transfiguración, un lugar donde tanto lo demoníaco como lo angélico tienen sitio y cuyo mapa se las arregla —en su aparente caos dionisíaco y belleza apolínea— para recordar en todo momento el Olimpo de los antiguos griegos, donde las distancias que separaban a los hombres de los dioses eran, a menudo, insignificantes.
[...]
«”Las joyas de los Cabot” es mi cuento más ambicioso técnicamente en el sentido de que me preocupé de cambiar sunota y afinación no sólo en cada párrafo sino casi en cada oración, porque ese es el modo en que vivimos, el modo en que conversamos y el modo en que nos amamos los unos a los otros...», explicó unavez el autor en una entrevista.

Por supuesto están los Lowell descarriados, los Hallowel descarriados, los Eliot, los Cheever, los Codman y los English descarriados, pero hoy nos ocuparemos de los Cabot descarriados. Amos venía de la costa meridional, y tal vez nunca oyó hablar de la rama de la familia que habitaba la costa norte. Su padre había sido rematante, lo cual en esos tiempos significaba una mezcla de actor y traficante de caballos, y a veces estafador. Amos poseía bienes raíces, era el dueño de la ferretería y los servicios públicos, y uno de los directores del banco. Tenía una oficina en el edificio Cartwright, frente a la plaza. Su esposa provenía de Conecticut, un lugar que para nosotros era entonces un desierto lejano, en cuya frontera oriental se elevaba la ciudad de Nueva York. Nueva York estaba poblada por extranjeros premioso, inquietos y avaros que no tenían carácter suficiente para bañarse con agua fría a las seis de la mañana y vivir serenamente una vida de horrible estío.
[...]
Los niños se ahogan, mujeres bellas sufren mutilaciones en accidentes de automóvil, los cruceros de placer naufragan y los hombres mueren lentamente en las minas y los submarinos, pero el lector no descubrirá nada de eso en mis relatos. En el último capítulo la nave llega a puerto, los niños se salvan, rescatan a los marineros. ¿Se trata de una enfermedad de la gente refinada o de la convicción de que existen verdades morales discernibles? El señor X defecaba en el primer cajón del armario de su esposa. Es un hecho, pero afirmo que no es una verdad. Cuando describo a Saint Botolphs prefiero quedarme en la orilla occidental del río, donde las casas eran blancas y repicaban las campanas de la iglesia; pero después de pasar el puente uno encontraba la fábrica de vajilla de plata, los bloques de pisos (propiedad de la señora Cabot) y el hotel comercial. Con la marea baja se podía oler el gasoil que venía del pequeño puerto de Travertine. Los titulares del periódico hablaban de un cadáver descubierto en el baúl. En las calles las mujeres eran feas.

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El ángel del puente

En la introducción, Fresán traza las claves. Añado la “superficialidad débil” de esas enfermedades (qué simple, pero milagrosa, solución tienen; cuando la tienen). Es importa cómo se gradúan afectando a “todos”: de ahí que sea algo no individual, sino “sociopolítico”. También es muy interesante su repugnancia a la fealdad urbana. Desde Europa, incluso en las cuidadas importantes, espantan esos largos callejones laterales que solo parecen servir para persecuciones policiales: la costra de la mugre pegada al brillo.

Para los primeros años de la década de los setenta, John Cheever no solo tenía problemas de alcoholismo sino que era asaltado una y otra vez por fobias aparentemente irracionales. “El ángel del puente” es el mejor de una serie de relatos “enfermos” a la vez que una de sus más logradas parábolas psicológicas, y está basado en el miedo autobiográfico apenas disfrazado —en las páginas que siguen— de condena a la sociedad moderna norteamericana con sus autopistas, música funcional y la falta de elegancia de sus iniciativas inmobiliarias.

y tuve la impresión de que todos éramos personajes de una sórdida y amarga tragedia, llevando cargas insoportables sobre nuestras espaldas, y separados del resto de la humanidad a causa de nuestras desventuras.

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El brigadier y la viuda del golf

Los seres humanos que presenta en este relato de los suburbios, que ahora identificamos muy bien por la serie Mad Men, son verdaderos desechos: matrimonios absolutamente muertos que siguen para hundir la vida del otro, traiciones, egoísmo infantil. Pero no pasa por alto que son, precisamente esos, los que dan forma al gobierno del país, que es el que manda sobre la mitad del mundo. Como dice varias veces el brigadier, “¡Hay que bombardear Cuba! ¡Hay que bombardear Berlín!¡Arrojémosles unos cuantos cacharros nucleares y demostrémosles quién manda!”. Mandan personas así. Varias de las cuales tienen su estúpido refugio antinuclear, que incluye una biblioteca, en un mueble de nogal, seleccionada por un profesor de Columbia para que ofrezca serenidad y paz.

«No quisiera ser uno de esos escritores que todas las mañanas comienzan el día exclamando:
—¡Oh, Gogol, oh Chejov, oh Thackeray u Dickens! ¿Qué habrían hecho ustedes con un refugio antiaéreo adornado con cuatro patos de yeso, un bañadero para pájaros y tres gnomos de jardín de largas barbas y gorros rojos? —Como digo, no desearía empezar así el día, pero a menudo me pegunto qué habrían hecho los muertos. Pero el refugio es parte de mi paisaje tanto como las hayas y los castaños que crecen sobre el promontorio.»

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Las casas a orillas del mar

En el extracto del relato que pongo se revelan dos cosas: la banalidad de las situaciones que desembocan en desastres (el “grano de arena” al que se refirió con respecto a otro relato) y la capacidad de tratar la caída en media página de diálogo que describe sobre todo egoísmo y asuntos banales.


«Cheever era un hombre religioso. Y es esa creencia y ese sentimiento lo que a menudo hace que sus textos nos parezcan diferentes y más especiales que los de otros escritores de su tiempo», señaló Norman Mailer. Y el mismo Cheever jamás separó la literatura de Dios, considerando que se trataban de partes de una misma fuerza individual al declarar en una entrevista: «El atractivo que tiene para mí el sentido del pecado original es que se trata, creo, de una experiencia universal. Y la experiencia religiosa es, definitivamente, una de mis más legítimas preocupaciones, y me parece que debería serlo para cualquier adulto que alguna vez haya experimentado el amor [...]. La literatura es el único registro continuo y coherente de nuestra lucha para ser ilustres, un momento de aspiración, un vasto peregrinar. Una luz radiante, supongo, se origina con el fuego. Supongo que ése es también uno de los primeros recuerdos que puede tener cualquier hombre. En mi iglesia, la misa termina, claro, no con una plegaria, no con un amén. La misa termina con un acólito extinguiendo la llama de las velas... Luz, fuego, siempre han estado relacionados con la posibilidad de la grandeza del ser humano [...] Por lo que no me parece demasiado complicado ponerme de rodillas una vez por semana para agradecerle a Dios por la constante maravilla y la gloria de esta vida.

«... Sentía los efectos de la noche anterior, y me sentía dolorosamente depravado, culpable y sucio. Pensé que mejoraría si salía a nadar, y pregunté a mi esposa dónde estaban mis pantaloncitos.
—Están por aquí —dijo contrariada—. A cada momento tropiezo con ellos. Los dejaste húmedos sobre la alfombra del dormitorio y yo los colgué de la ducha.
—No están en la ducha —dije.
—Bien, están por aquí —dijo—. ¿Has buscado sobre la mesa del comedor?
—Mira, no sé por qué hablas de mis pantaloncitos como si se pasearan por la casa bebiendo whisky, pedorreando y contando cuentos verdes a los amigos. Sólo deseo encontrar un inocente par de pantaloncitos de baño. —Entonces estornudé y esperé que ella me dijese “salud” como hacía siempre, pero no dijo nada—. Y tampoco puede encontrar mis pañuelos —agregué.
—Límpiate la nariz con papel higiénico —dijo.
—No deseo limpiarme la nariz con papel higiénico —contesté. Seguramente alcé la voz, porque oí que la señora Whiteside llamaba a Mary-Lee y cerraba una ventana.
—Dios mío, cómo me aburres esta mañana —dijo mi esposa.
—Y tú me aburres desde hace seis años —repliqué.
Tomé un taxi que me llevó al aeropuerto y un avión de regreso a la ciudad. Llevábamos doce años casados u habíamos sido amantes dos años, lo cual sumaba un total de catorce, y no volví a verla nunca.»

John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.


lunes, 7 de febrero de 2011

Día 1990. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Los 6 primeros cuentos.

No pondré necesariamente algo de todos y cada uno de los cuentos. Salvo el nombre, como ayuda futura a la memoria. No es necesario decir de todos porque una vez puestos unos extractos de la relojería precisa de sus descripciones, o de los grandes principios o finales, no hay por qué repetirlos en los relatos siguientes. Por lógica, cada vez copiaré menos extractos. Si este pertenece a la introducción que de cada cuento hace Rodrigo Fresán, irá en cursiva; si es del propio cuento, en redondilla normal.

*****
Adiós hermano mío
... es, también, muestra representativa de uno de los grandes temas en el universo de Cheever: el amor fraterno como relación peligrosa —Caín y Abel revisitados una y otra vez— y la decadencia de una familia patricia.
[...]
... donde se consigue el tratamiento definitivo del problema, del sentimiento y de la obvia necesidad de exorcizar la figura de un hermano “oscuro”.
La figura del hermano en la ficción de Cheever no es otra que la de su hermano en la vida real, Fred Cheever, quien ... bien podría haber sido, durante un viaje de los hermanos a Alemania en 1931, el primer amante homosexual del escritor”.
[Cheever en sus Diarios tras el entierro del hermano] No echo de menos a mi hermano. Pienso que para él, como para mi madre, la muerte no tenía misterios. Solían decir que la vida era misteriosa y emocionante, pero la muerte no tenía la menor importancia. Un analista diría que si bien me despido sin dolor de mi hermano, durante el resto de mi vida buscaré en otros hombres el amor que él me brindaba `... Medio despierto recuerdo lo importante que mi hermano era para mí; era el centro de mi mundo, mi universo. Con él a mi lado nada podía hacerme daño.

[descripción del recibimiento a Lawrence, el hermano distinto a todos, en la casa de verano familiar] Ellas vestían sus mejores prendas y se adornaban con todas sus joyas, y le ofrecían una bienvenida extravagante; pero incluso entonces, cuando todos trataban de mostrarse muy afectuosos y en una situación en que esos esfuerzos son particularmente fáciles, advertí cierta tensión en la sala. Pensé en el asunto mientras ascendía la escalera llevando las pesadas maletas de Lawrence, y comprendí que nuestras antipatías están tan arraigadas como nuestras pasiones más dignas, y recordé que cierta vez, hacía de eso veinticinco años, cuando yo había golpeado a Lawrence en la cabeza con una piedra, él se había incorporado y había ido a quejarse directamente a nuestro padre.
[...]
[Un Grande Finale a lo Cheever: no estropea la lectura del cuento]
Oh, ¿qué puede hacerse con un hombre así? ¿Qué puede hacer uno? ¿Cómo disuadir a su ojo de modo que en una multitud no distinga la mejilla con acné, la mano deforme; cómo enseñarle a reaccionar ante la grandeza inestimable de la raza, y la dura belleza superficial de la vida; cómo llevar su mano para que palpe las verdades obstinadas ante las que el miedo y el error son impotentes? Esa mañana el mar apareció iridiscente y oscuro. Mi hermana y mi esposa —Helen y Diana— nadaban, y vi sus cabezas, negro y oro, en el agua oscura. Las vi salir y vi que estaban desnudas, desvergonzadas, bellas y plenas de gracia, y contemplé a las mujeres desnudas saliendo del mar.


El enorme receptor de radio
El enorme receptor de radio” —junto con “El nadador”— es el cuento de John Cheever que más suele figurar en antologías y, también, el más sujeto a múltiples representaciones y ensayos. No es casual, ya que se cuenta entre lo más representativo del autor—probablemente se trate de su mejor relato ciudadano antes de que el autor se mudara y mudara sus ficciones a los suburbios— a la vez que presenta un magistral tratamiento de uno de sus paisajes favoritos: la misteriosa vocación comunal del Mal.
“El enorme receptor de radio” es, además, uno de los muchos relatos tempranos de Cheever que tienen a un edificio de apartamentos —y las relaciones que dentro de él se dan—como territorio.

Jim e Irene Westcott eran la clase de personas que parecen responder a ese satisfactorio promedio de ingresos, conducta y respetabilidad indicado por los informes estadísticos en los boletines de exalumnos de las universidades. [tres líneas para que los imaginemos en su aspecto estadístico y social

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La cura
[este relato es el que de momento más me ha hecho cisco] De los Diarios: «Cuando la autodestrucción entra en el corazón, al principio parece un gran de arena. Es como una jaqueca, una indigestión leve, un dedo infectado; pero pierdes el tren de las ocho y veinte y llegas tarde para solicitar un aumento. El viejo amigo con quien vas a comer de repente agota tu paciencia y para mostrarte amable te tomas tres copas, pero el día ya ha perdido forma, sentido y significado. Para recuperar cierto propósito y belleza bebes demasiado en las fiestas y te propasas con la mujer de otro, acabas por hacer algo tonto y obsceno y a la mañana siguiente desearías estar muerto. Pero cuando tratas de repasar el camino que te ha conducido a este abismo, solo encuentras un grano de arena [...] Cuando leo “El enorme receptor de radio” pienso que uno de mis pecados es haber escrito demasiado; a veces les ha faltado pasión a mis motivaciones. “Adiós hermano mío” me parece demasiado circunspecto, mezquino. Me gusta “La cura”, pero es un estudio de la locura con una solución superficial; con todo, no voy a profundizar más en esa tormenta. ¿Qué está mal? ¿Dónde he fallado? No estoy lo suficientemente loco ni suficientemente cuerdo. Me parece que no tengo una concepción clara del mundo. ¿Puedo acusarme de falta de color, esa falta de claridad que respeto en otros? ¿Qué debo evitar? ¿Lo artificial, lo que carezca de vitalidad?»

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La geometría del amor
“La geometría del amor” —escrito durante una de las peores crisis alcohólicas de Cheever— funciona como doloroso mensaje apenas subliminal a su mujer, Mary Winternitz, a la vez que se destaca entre los relatos “fantásticos” del autor (“El ángel del puente”, “La cómoda” y “La profesora de música” son otros ejemplos de esta faceta) con su propuesta aparentemente absurda de aplicar las ventajas de la geometría euclidiana a las intermitencias proustianas del corazón.

... Estaba solo. Se sentía no tanto desgraciado como aturdido. No era que hubiese perdido el sentido de la realidad, sino que la realidad que él observaba había perdido su orden, su simetría. ¿Cómo podía aplicar la razón a la farsa del encuentro en Wollworth, y al mismo tiempo cómo podía soportar la sinrazón? Ya antes había apelado al sistema del olvido, pero no podía olvidar la voz aguda de Mathilda y el extraño escenario de la juguetería. Los malentendido teatrales con Mathilda eran usuales, y él solía enfrentarlos con buena voluntad, y trataba de descifrar la cadena de contingencias que habían desencadenado la escena.
[...]
... El factor más grave de la línea de Mathilda —el factor que amenazaba diferenciar su ángulo de los ángulos de Randy y Priscilla— era el hecho de que últimamente ella había tenido un amante ficticio.
Era una impostura usual en las esposas del parque Remsem, donde ellos vivían. Una o dos veces por semana Mathilda se vestía con sus mejores prendas, se ponía un poco de perfume francés y usaba el abrigo de piel, y después, hacia el final de la mañana, tomaba un tren que la llevaba a la ciudad.
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El ladrón de Shady Hill
No conforme con tener uno de los comienzos más célebres y más citados de John Cheever, “El ladrón de Shady Hill” es uno de sus relatos más famoso y, también, uno de sus favoritos [...] «mis cuentos preferidos son aquellos que fueron escritos en menos de una semana y, a menudo, compuestos en voz alta».

[el famoso principio] Me llamo Johnny Hake. Tengo treinta y seis años, y descalzo mido un metro setenta, desnudo peso setenta kilogramos, y por así decirlo ahora estoy desnudo y hablando a la oscuridad. Fui concebido en el Hotel Saint Regis, nací en el Hospital Presbiteriano, me crié en Sutton Place, fui bautizado y confirmado en San Bartolomeo, estuve con los Knickerbocker Grays, jugué al fútbol y al béisbol en Central Park, aprendí a actuar en el marco de los toldos de las casas de apartamentos del East Side, y conocí a mi esposa (Christina Lewis) en uno de esos grandes cotillones del Waldorf. Estuve cuatro años en la Marina, ahora tengo cuatro hijos, y vivo en una zona periférica llamada Shady Hill. Tenemos una bonita casa con jardín y un lugar exterior para asar carne, y las noches de verano, cuando me siento allí con los niños y miro la pechera del vestido de Christina que se inclina hacia adelante para salar la carne, o que simplemente contempla las luces del cielo, me emociono tanto como puede ser el caso con actividades más temerarias y peligrosas, y creo que a eso se refieren cuando hablan del sufrimiento y la dulzura de la vida.

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Una norteamericana culta

[sin extractos]


John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.

sábado, 5 de febrero de 2011

día 1991. Prólogo de Rodrigo Fresán a una antología de John Cheever

Trece años va a hacer que salió al mercado La geometría del amor, una antología seleccionada, prologada y anotada por Rodrigo Fresán. Y me ha tocado leerla ahora. Estos 18 relatos de unas 20 páginas, por lo visto su medida habitual. Más de 60 se han quedado fuera, pero aunque algunos, de los de dentro y de los de fuera, ya los haya leído, la “completa” de Cheever es uno de mis objetivos. Esta selección del mayor prologuista del Reino, es un buen empuje. Los siguientes extractos están copiados del prólogo.

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En referencia a Expelled, el primer relato que publicó, con 17 años, y que según Fresán marca la personalidad de “expulsado” de Cheever.

En su ensayo sobre Cheever para el Dictionary of Literary Biography, Robert A. Morace escribe: «Aunque Cheever se ha referido sucintamente a “Expelled” como “las reminiscencias de una cabeza dura”, su relato no suena quejoso ni amateur y, en más de un sentido, anticipa el estilo que desde entonces se ha convertido en la marca registrada de Cheever». Como bien precisa Morace, “Expelled” ya goza de una típica estructura episódica y cheeveriana, de una feliz propensión a lo epifánico, de la consideración de la Naturaleza como fuerza redentora de la falibilidad humana, del clásico conflicto entre lo que está bien visto y no desde la óptica de un confundido rebelde con causa, un ángel arrojado desde las alturas de su paraíso por todas las razones incorrectas o no. El joven Charles de “Expelled” es el antepasado directo de futuros expulsados como el marido rural, el nadador, el ladrón de Shady Hill. El joven Charles de “Expelled” es todos ellos cuando eran niños. [p. 9]

El mundo según Cheever —el mundo que se alza al otro lado de las puertas para siempre cerradas del Paraíso— es el mundo de hombres y mujeres urbanos y suburbanos. Un mundo donde puede vislumbrarse —a través del lente ambarino de un vaso con whisky hasta el filo de sus bordes— ¡el horror! ¡El horror! conradiano instalado bajo la superficie aparentemente tranquila de una piscina bajo la luz de la luna. Personajes siempre en fuga —ladrones, voyeurs, alcohólicos, adictos, habitantes de la noche como una inmensa habitación vacía— pero que de algún modo se las arreglan para mantener cierta extraña pureza y una rara forma de santidad. [p. 12]

(Sobre los cuentos, él mismo escribe) «Un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela. El cuento corto tiene en la vida, me parece a mí, una gran función. Es, también, en un sentido muy especial, un eficaz bálsamo para el dolor: en un telesilla que te lleva a la pista de esquí y que se queda atascado a mitad del camino, en un bote que se hunde, frente a un doctor que mira fijo tus radiografías... Pasamos el tiempo esperando una contraorden para nuestra muerte y cuando no tienes tiempo suficiente para una novela, bueno, ahí está el cuento corto. Estoy muy seguro de que en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela».

John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.