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11 de julio de 2015

Reedición...

El globo se elevaba…



Había alcanzado ya la altura de un tercer piso, donde un hombre, asomado a la ventana, lo observaba con atención. Pensó en cuál sería la razón por la que aquel globo se elevaba hacia el cielo.
Mejor dicho, pensaba en cuál sería la otra razón por la que el globo se elevaba. Sabía que el globo se elevaba porque estaba lleno de Hidrógeno o Helio, pero esa no era la razón, ya que, aparte de eso, para que el globo se eleve tiene que estar suelto. Si estuviera sujeto a algo, no se elevaría. Y eso es lo que se preguntaba, porqué estaba suelto y se elevaba…

Miró hacia abajo. En tierra firme, en la acera, descubrió a un niño que, con cara bastante más disgustada que él, también observaba como el globo se elevaba. Era evidente que se le había escapado de sus manos, y el hombre de la ventana se preguntó porqué se le había escapado. Pregunta a la que lógicamente no encontró respuesta.

El niño lo sabía. Se lo había ofrecido a su padre, quien, con el brazo estirado en dirección a su hijo, miraba hacia otro lado, perdiendo de vista la cuerda que sujetaba el globo y que el niño, pensando que su padre lo tenía sujeto, había soltado antes de que su padre lo sujetara firmemente. Se preguntó porqué su padre había mirado para otro lado, sin encontrar una razón coherente. Lógico, era un niño…

El padre lo sabía. Había captado poderosamente su atención, una señora, o señorita vaya usted a saber, con una minifalda algo más corta de lo que la prudencia aconseja. A escasos cinco metros de la posición de nuestro embobado padre, la fémina se inclinaba hacia delante mostrando una total ausencia de ropa interior. Se preguntó porqué se agachaba tanto. Bueno, también se preguntó porqué no llevaba ropa interior, aunque la razón no le importó en absoluto. La razón de que no llevara ropa interior, quiero decir… Por supuesto, no encontró respuesta, y por supuesto… tampoco se lo preguntó.

La mujer sí que lo sabía. Me refiero a que sí sabía porqué se inclinaba hacia adelante, porque, seguramente, también sabía porqué no llevaba ropa interior. Pero eso no importa. Importa, pero no es relevante en esta historia. El caso es que la mujer sabía porqué se inclinaba. Hacía mucho tiempo que no veía un billete de cien euros, uno como el que acababa de ver tirado en el suelo delante de ella. Agenciarse con un billete de cien euros, es un noble motivo para olvidarse de las consecuencias de mostrar la total ausencia de ropa interior, y pensó, mirando a su alrededor, quien habría sido el mal afortunado que lo había extraviado.

Nadie, de los que se encontraban a su alrededor, parecía buscar nada. Solamente un niño que, al lado de un padre que la miraba atentamente, quizás demasiado atentamente, miraba hacia el cielo con cara de disgusto. Se preguntó porqué el niño miraba al cielo. Y también se preguntó porqué aquel hombre la miraba sin pestañear… sin llegar nunca a saberlo.


Pero el niño si lo sabía. Y el padre también lo sabía…


25 de abril de 2014

Atracción??

Un hombre entra en una cafetería. En un acto reflejo examina el interior de la misma guardando en su memoria todos los detalles que su mente le permite.  Dado que no es un ejemplar de mente brillante, los detalles que consigue procesar no son demasiados. Eso provoca que, no sólo esté a punto de caerse al no ver un escalón próximo a la puerta que acaba de cruzar, si no que algún metro más adelante, también se lleve por delante unas muletas que estaban apoyadas en una silla en posición diagonal. A pesar de todo, consigue llegar sin más contratiempos hasta el mostrador, donde permanece de pies porque no vio a tiempo la única banqueta libre…, que si vio una mujer que entró por la otra puerta existente del local…

La mujer también ha permanecido unos segundos plantada en la puerta tras cruzarla, y a pesar de tener aún puestas las gafas de sol, tarda apenas cinco segundos en sortear todos los obstáculos que se interponen entre ella y la única banqueta libre al lado del mostrador. Ni siquiera ha necesitado mirar a su espalda para saber a ciencia cierta cuantos clientes han seguido su trasero con la vista…, y sólo vuelve su cabeza para presenciar como aquel torpe se trastabillaba con la muleta apoyada en la silla en posición horizontal. Se sienta en la banqueta y pide un café mientras busca algo en el bolso. Le interrumpe la voz del hombre torpe pidiendo algo sin alcohol, y aunque en un principio no le presta demasiada atención, no puede evitar hacerlo al escuchar al camarero blasfemar por la falta de indecisión del cliente que no sabe qué bebida pedir, al mismo tiempo que le decía que él no era nadie para decidir qué debía beber un cliente…

El hombre está indeciso. Más aún con aquella espléndida mujer a escasos dos metros de su posición.  En tan sólo unos segundos, la mujer había conseguido que su mente no fuera capaz de decidir entre una cerveza sin alcohol o una Coca Cola, así que pensó: “de perdidos al río”… y pidió un Martini… Giró 90 grados y se situó de frente a la mujer que le había descentrado, intentando aparentar seguridad en sí mismo… sin conseguirlo, porque al girarse tropezó el vaso recién llenado, derramando su contenido sobre el mostrador… Más juramentos de boca del camarero y doble gasto para nuestro hombre.

Mientras añadía el azúcar al café, la mujer observa de reojo al hombre de su derecha que por fin se ha decidido por un Martini. Se percata de que se ha girado hacia ella y que ha tirado la bebida llegando a salpicar su rodilla desnuda. Coge una servilleta y la seca cuidadosamente mientras escucha un torpe y balbuceante “lo siento”. Ella levanta la vista y lo mira con una sonrisa indulgente. Se detiene a observarlo concienzudamente. Fija su vista en el entrecejo y la va bajando lentamente hasta llegar allá donde se unen las dos piernas. Vuelve a subir la vista pero a medio camino la vuelve a bajar, para detenerse en ese singular lugar dibujando su cara una expresión de asombro…

A duras penas el hombre intenta reponerse del espantoso ridículo que acaba de soportar al tropezar su copa. Intenta disculparse con la mujer de su izquierda, a quien ha salpicado la rodilla que tiene en medio de su interminable pierna. Comprueba aliviado que la mujer acepta sus disculpas mientras se seca con movimientos que simulan una caricia. El hombre pierde su mirada entre los pliegues de la corta falda, pero entre aquellos macizos muslos no corre el aire y el hermetismo es total. Levanta la mirada y se percata de que la mujer le está mirando su entrepierna. Poco a poco, la observadora va levantando la vista, y nuestro hombre se prepara para un inminente encuentro de sus miradas, pero al llegar los ojos de ella a su pecho, bruscamente vuelven a descender hasta la entrepierna… El ve cómo se dibuja en su cara un gesto de asombro y orgulloso espera a que le mire a los ojos. Tras unos segundos interminables, ella levanta la vista y… él no puede aguantar la mirada. Tímidamente baja su mirada… para descubrir que llevaba la bragueta abierta.


(Moraleja 1: El significado de una mirada es muy relativo… y variable, haciendo que cualquier parecido con la realidad sea pura coincidencia…).


Él intenta recomponerse como puede, en un acto reflejo y, cómo no, torpemente cierra la cremallera de su pantalón asegurándose de dejarlo todo en su sitio… Levantó la vista, tranquilizándose al ver la mirada complaciente que la mujer le dedicaba. Así y todo pensó: “tierra trágame”… Mientras tanto, ella pensaba: “me tragaría todo eso…”.

Siguieron dedicándose miradas, unas más furtivas que otras, mientras apuraban sus correspondientes bebidas, pero ninguno de los dos, cada uno por diferentes motivos, se atrevía a romper el hielo. Él porque pensaba que ya había hecho bastante el ridículo por aquel día. Ella porque no le parecía oportuno, sabe Dios porqué.

Pero poco a poco, dentro de cada uno de ellos iba creciendo una incontrolable ansiedad de hacer algo juntos. Fue ella quien se decidió antes a romper el hielo. Su mente buscaba las palabras idóneas que no pusieran más nervioso aún al torpe que tenía frente a ella. De repente una idea vino a su cabeza y, casi sin darse cuenta, la pronunció con un volumen lo suficientemente alto como para que él la oyera diciendo: “deberíamos echar el resto…”. Él la escuchó estupefacto y respondió: “me conformaría con echar uno…”.

Ni siquiera se dijeron sus nombres, pero una vez roto el hielo, ambos ganaron en confianza, él porque nunca la tuvo y ella porque no se sintió rechazada. Y ambos iniciaron esta conversación:

Ella- Aquí no podemos, esto es un lugar público.

Él- Tienes razón, ¿dónde lo hacemos?

Ella- En la misma calle… No tengo ganas de perder mi precioso tiempo buscando otro lugar más cómodo…
Él- De acuerdo, será un poco molesto, pero de acuerdo… ¡Camarero! Cóbreme las dos consumiciones…

Ella- A lo demás invito yo…

Tras pagar la cuenta, salieron a la calle y buscaron un lugar que les resguardara de la lluvia. Se cobijaron en un portalillo y, tras dedicarle ella una sonrisa, empezó a rebuscar en su bolso mientras decía: “creo que me queda uno”. Él ya no podía aguantar más la ansiedad, así que la ayudó a buscar aquello que necesitaban:

Él- Si no lo encuentras sé dónde podemos comprar más, así podremos echar más de uno.

Ella- Mírale a él qué espabilado… Y eso que te conformabas con uno.

Él- Bueno, si sólo se puede uno, pues uno, pero si hay posibilidad de más… ¿Para qué desaprovechar la ocasión?...

Ella- Tienes razón… Pero ¿porqué me habré comprado yo un bolso tan grande?... ¡Ah!... Aquí está…

Ansiosa ella también, lo tomó en sus manos y dirigiendo su boca hacia él… lo encendió con el mechero que tenía en el bolsillo… Aunque enseguida se dieron cuenta de que con uno no les iba a alcanzar…

(Moraleja 2: Nunca lleves sólo uno…, nunca se sabe con quién lo vas a tener que compartir…).





7 de marzo de 2012

No sabría decir...

A lo lejos se podía ver a un hombre caminando por el lado derecho de la calle.

La calle estaba oscura, aunque no sabría decir si estaba oscura porque era de noche, o si la oscuridad se debía a la falta de bombillas en las dos únicas farolas que había en dicha calle… A pesar de la falta de luz, se podía distinguir la silueta de aquel hombre gracias a su extraño abrigo blanco, aunque no sabría decir si era extraño porque era blanco o si era extraño porque no era oscuro…

También le delataba, el chapoteo que acompañaba, cada paso que daba sobre el suelo mojado por la lluvia, y a medida que se acercaba, se iba haciendo evidente que disfrutaba de su paseo, nocturno o sin farolas, y que parecía dispuesto a cumplir con deleite a pesar de estar empapado. Y aunque no sabría decir si estaba empapado porque llovía… o porque no llevaba paraguas, estaba claro que de haber tenido un paraguas también chapotearía al pisar el suelo, pero no podría llevar las dos manos en el bolsillo…

Por un momento, pensé que era Gene Kelly en “Cantando bajo la lluvia”, pero no, no lo era, porque aunque no estuviera bailando, su abrigo era blanco… y porque las farolas no tenían luz. Pero ajeno a la lluvia, seguía disfrutando de su paseo caminando despacio, con un ritmo lento. Un ritmo similar al que llevaría alguien que pasea por un museo mirando cuadros, sobre todo alguien a quien le gusta andar por los museos mirando cuadros, de lo contrario andaría más deprisa…

Y por más que lo observé, no sabría decir si caminaba despacio porque quería… o porque no podía andar más deprisa. Seguramente sería por el segundo motivo, pero no sabría decir si no podía andar más deprisa por alguna incapacidad física… o porque se lo impedía el peso de su extraño abrigo blanco empapado por la lluvia por no tener paraguas…, o por no haber querido salir de casa con su paraguas, para así poder llevar las dos manos en los bolsillos.

Sin embargo, aquel hombre llevaba las dos manos en el bolsillo, cosa que tampoco podría haber hecho, de tener que llevar un bastón para contrarrestar cualquier incapacidad física, que le impidiera caminar con normalidad, aunque no sabría decir si dicha falta de bastón era propiciada por su falta de cojera… o porque no tenía bastón.

A pesar de caminar despacio, poco antes de que al fin se cruzara conmigo, se cruzó con una farola. Más concretamente contra la farola…, cayendo al suelo, donde no pudo apoyar las manos por no llevar paraguas y llevarlas en el bolsillo. Aunque no sabría decir si chocó con la farola por culpa de la oscuridad o porque no veía lo suficiente, bien porque no llevaba gafas, por que no las tenía, o porque no las llevaba puestas para evitar que se le mojaran por culpa de la lluvia…

Cuando llegué a su altura, su cara tenía un brillo especial, aunque no sabría decir si era por el efecto de la lluvia, o si era el reflejo de la farola que se encendió de golpe, o mejor dicho, por el golpe contra la cabeza del hombre del extraño abrigo blanco empapado con las manos aún en los bolsillos…

Le tendí mi mano derecha para ayudarle a incorporarse y por fin sacó su mano del bolsillo cubierta con un guante de cuero negro. Se incorporó y me dio las gracias… aunque no sabría decir si lo hizo por educación, o porque de verdad estaba agradecido. Y pude apreciar cuando siguió andando, que era un hombre de pocas palabras. Aunque no sabría decir si era de pocas palabras porque no le gustaba hablar con desconocidos, o si era de pocas palabras porque no sabía mi idioma…





Moraleja: La vida tiene demasiadas incógnitas en su ecuación, como para intentar saber el resultado sin conocer el valor de cada incógnita.