2022 Batalla Cultural Arana

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¿Debe el cristiano

librar la batalla
cultural? ¿Cómo?
Juan Arana Cañedo-Argüelles *
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1. LA CULTURA ACTUAL COMO PERMANENTE CAMPO
DE BATALLA
A veces me pregunto por qué se ha vuelto tan enconado el mun-
do de la cultura. Es difícil conseguir ver una película, visitar una
exposición artística, leer un libro reciente o incluso escuchar una
canción sin que sean insultados tus principios éticos, políticos,
filosóficos o religiosos. Parece que eso del arte y la cultura com-
prometidos va definitivamente en serio, pero se diría que se trata
de un compromiso no tanto para defender la verdad o promover
el bien, sino para atacar sea como sea lo que el prójimo cree y
siente. Muchos entienden el compromiso como agresión, proba-
blemente porque han descubierto que siempre hay quien paga o
subvenciona para que se combata lo que contraría o estorba pla-
nes inconfesados. El compromiso por tanto lo es con la injuria: se
empieza denigrando las personas y las ideas y se acaba insultando
la inteligencia. Por eso es creciente el número de los que, asquea-
dos de la cultura supuestamente «seria» buscan afanosamente la
de evasión, aunque suponga escuchar mensajes tan edificantes
como el «ajerejé» o contemplar series de televisión que se recrean

* De la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid.

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mostrando una mesa de autopsias. Antaño se consideraba que la
«cultura de encargo» era un subproducto, pero hoy en día lo que
no es «cultura de encargo» lo es de idiotización o vómito.
¿Cuál es la causa profunda de esta situación? Sin duda hay mu-
chas y de muy variada índole. Se dijera que predomina la idea de
que «la mejor defensa es el ataque», aunque, más que la mejor,
resulta la más fácil: los que no saben cómo defender sus propios
ideales, se dedican a meterse con los de los demás. Así nos vamos
internando en una noche oscura donde todos los gatos son par-
dos y todas las opciones éticas indiferentes, incluidas las que a la
luz del día resultan impresentables.
Que haya violencia, desigualdad, injusticia o falsedad en el
mundo físico es algo a lo que por desgracia nos hemos ido acos-
tumbrando con el correr de los tiempos. Pero por lo menos antes
se quedaba un poco a resguardo el mundo de la creación artísti-
ca, la esfera de lo imaginario, para que las atribuladas mentes de
nuestros congéneres encontraran en ella fuerzas para seguir ade-
lante, inspiración, solaz, orientación, atmósfera para respirar...
Ahora en cambio las cosas han llegado a tal extremo que muchos
–y no precisamente los más retrógrados– prefieren sistemática-
mente leer libros escritos antes de 1900, pinturas realizadas antes
de 1950, películas rodadas antes de 1970... Lo perverso de la pre-
sente situación es que entre todos hemos soliviantado también
el mundo del espíritu, y uno se siente tan harto de las fantasías
que nos proponen, como de la dura lucha por la vida cotidiana.
Habrá quien piense que resulta preferible que nos dediquemos a
masacrar recíprocamente ilusiones o creencias antes que abrir-
nos unos a otros el cráneo, envenenar el aire o tronchar la vida. Lo
cual podría ser aceptable si la guerra cultural hubiera suplantado
a la guerra social, pero a la vista está que sólo ha servido para
aumentar la rapacidad y saña de la especie humana. Así que me
atrevería a sugerir que, si empezásemos por apaciguar el mundo
de la cultura, tal vez conseguiríamos avanzar un poco hacia la paz
en el mundo a secas.

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2. NO MÁS GUERRAS QUE LAS NECESARIAS
Puede parecer utópica la pretensión de traer algo de serenidad
a la cultura. Bastantes considerarán más accesible lograr que se
respete la propiedad privada o la vida (al menos de los adultos
sanos), que conseguir superar la frustración que suele acarrear
la lectura de una novela, la contemplación de una exposición ar-
tística, la escucha de una obra musical o el visionado de una obra
de teatro. Nadie negará, por otro lado, que los embates perpetra-
dos en el ámbito de la ficción resultan menos sangrientos que los
que afectan a lo físico, aunque tampoco debe olvidarse la frase de
Lenin: «contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la men-
tira». Por otro lado, si antipática es la violencia moral ejercida por
un artista o un intelectual, todavía resulta más odiosa reprimirla
mediante la violencia física. Ahora bien, cuando respondemos a
los ataques de palabra con contraataques dialécticos, casi nun-
ca conseguimos otra cosa que realimentar el círculo vicioso que
perpetúa el malestar en la cultura.
Sin embargo, hay un aspecto no suficientemente considera-
do que podría proporcionar algún alivio. Así como resulta con-
traproducente poner cortapisas a la libertad en el campo de la
cultura, considero que de dos siglos para acá tanto el arte como
el pensamiento están muy sobrevalorados, obviamente no en
sentido intrínseco (pues pocas cosas tienen en sí mismas más
importancia que los productos del genio), sino en sentido crema-
tístico. Con la obsesión por obtener el máximo beneficio, dema-
siados intelectuales y artistas han vendido su alma, es decir, se
han vendido a sí mismos, con lo que han prostituido la vertiente
más noble de la realidad humana. Así nos va. Tengo entendido
que todavía en tiempos de Haydn lo usual era que los músicos
comieran y se alojaran con el servicio. No es que me parezca bien
igualar las artes libres y las serviles, pero creo que quien se dedica
a ellas debería ser pagado de acuerdo con su dignidad intrínseca
y no como quien ofrece su mercancía en pública subasta. Aunque

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es bueno que se le mantenga por encima del nivel de la pobreza,
nunca debiera en cambio permitírsele un enriquecimiento abu-
sivo. Sepultar los creativos bajo una montaña de billetes equivale
a estragar su fecundidad. No parece que perjudique mucho a la
humanidad abonar millones de euros por las patadas de un Mes-
si, pero me escandaliza que alcancen precios estratosféricos las
obras de un artista o un escritor mientras aún está vivo. Que los
marchantes especulen todo lo que quieran con su legado póstu-
mo, pero que no cieguen las fuentes del arte ni las contaminen
engrosando sin tasa las cuentas corrientes de quienes lo crean.
Fue trágico que un van Gogh o un Modigliani apenas lograran
vender un solo cuadro mientras tuvieron el pincel en la mano,
pero sin duda hubiera malogrado el puesto que ocupan en la his-
toria un éxito comercial prematuro. Premios importantes, como
los Nobel, Cervantes o Príncipe de Asturias solo se dan a artistas
e intelectuales vivos. Yo los reservaría en exclusiva a los que ya
se han ido o por lo menos a los que ya no están en condiciones
de conseguir nada importante. Einstein pensaba que los puestos
de vigilantes nocturnos o farero debían atribuirse a los físicos
teóricos. De hecho, todos los descubrimientos importantes que
se le deben los hizo antes de conquistar la celebridad. Según su
biógrafo Abraham Païs, igual de bueno hubiera sido dedicar a la
pesca el resto de su existencia. Fuera así o no, lo cierto es su pro-
puesta era menos extravagante de lo que parece. Hasta Gabriel
García Márquez se quejaba que por culpa de los festejos e invi-
taciones que le habían acarreado su nobel, los libros que tenía
en el taller se estaban retrasando sine die. Malo es eso, pero aún
peor cuando el autor consagrado firma contratos especulativos
para seguir produciendo a un ritmo frenético.
En resumidas cuentas, defiendo que para efectuar un traba-
jo cultural valioso conviene que estén presentes cuatro factores
y ausente un quinto: Los ingredientes inexcusables son: genio,
laboriosidad, disponibilidad de tiempo y libertad para seguir la
propia inspiración. En cambio, está de más cualquier mediación

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ajena a la obra creativa. El compromiso debe reservarse de modo
exclusivo a los principios que hay tras cualquier realización in-
trínsecamente deseable, o sea, los que propone la doctrina clásica
de los trascendentales: verdad, bien y belleza. Todo lo demás, o
bien distrae y dispersa, o bien malogra. La griega de la Antigüe-
dad o la italiana del Renacimiento eran civilizaciones jóvenes y
pletóricas, rebosantes de fecundidad por todos los poros. Pudie-
ron permitirse el lujo de que sus artistas e intelectuales disiparan
parte de sus aptitudes en placeres efímeros, banderías políticas o
heterodoxias doctrinales. Pero hoy en día estamos tan escasos de
talentos verdaderamente originales que resulta letal desaprove-
charlos cubriéndolos de oropeles o, lo que es aún más grave, alis-
tándolos como mercenarios. Y la catástrofe es mayúscula cuando
otorgamos el título de sabios y genios oficiales a los astutos, los
plagiadores, los intrigantes y complacientes con el poder político,
económico o cultural. Los escenarios se pueblan de imitadores,
las tribunas de sofistas y los auditorios de papanatas. La cultura
únicamente aguanta el peso de la atención popular cuando se
ha vuelto clásica, de manera que podemos estar seguros de que
casi todo lo que ahora mismo ocupa el escenario de la cultura
aplaudida y reconocida irá a parar al basurero de la historia. Lo
cual no significa que el pensamiento, la literatura o el arte hayan
muerto, sino que, como los cristianos en época de persecuciones,
se han ido refugiando en catacumbas y habrá que esperar a un
tiempo venidero para descubrir quiénes fueron las grandes figu-
ras que vivieron y trabajaron a principios del siglo xxi al margen
del cotarro oficial. Por consiguiente, para disfrutar de la cultura
genuina es preferible acudir a los museos (a ser posible, a los que
todavía se han librado de ser renovados de acuerdo con los gustos
del momento) o ponerse atuendo de espeleólogo.

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3. EL CRISTIANO EN EL PRESENTE ESTADO
DE GUERRA CULTURAL
El siguiente punto de mi reflexión versa sobre las alternativas que
se le presentan a un cristiano que tenga inquietudes culturales
cuando se ve inmerso en el presente caos de ideas y formas. A la
incomodidad que procura una situación ya de por sí desconcer-
tante, hay que sumar la desubicación que como cristiano experi-
menta, por cuanto que nuestra época ha sucedido a otras en que
era dominante una cultura que asumía el marchamo cristiano
en alguna de sus versiones. Digo «alguna versión» no con ánimo
de minusvalorarla, sino para subrayar que ninguna civilización
es capaz de agotar las virtualidades que el cristianismo encierra,
puesto que todas las que pudieran ser alumbradas a lo largo del
tiempo y lo ancho del espacio serían insuficientes para expresar
adecuadamente la riqueza de la Trinidad. Por eso, el católico nos-
tálgico de la Edad Media o añorante del estado confesional habi-
do en un pasado reciente está en su derecho de preferir aquellos
tiempos a éste, pero se equivoca por completo cuando sucumbe
a la tentación de creer que fueron inmejorables.
Más enjundia tiene la posición de quien considera que, tris-
tezas aparte, el caldo de cultivo de las culturas o pseudoculturas
reinantes resulta particularmente corrosivo para educar en la fe.
Por supuesto que es legítimo ubicarse espiritualmente –ya que no
físicamente– en otros ambientes más del gusto de uno. Tampoco
conviene negar el derecho de los que dan la espalda a este mundo
y a cualquier otro, volviéndose anacoretas o encerrándose en un
monasterio para conseguir un trato más íntimo con Dios. Uno
de los aspectos que más aprecio de mi religión es el amplio cam-
po de posibilidades que abre para la realización de la identidad
cristiana. Pero poca duda cabe de que la vocación mayoritaria
dentro del cristianismo habrá de ser vivirlo en medio del mundo.
De lo contrario quedaría sin cumplir el mandato de Jesucristo:

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«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura»
(Mateo 28:19, Marcos 16:15). Este es el único punto de obligado
cumplimiento para la batalla cultural sostenida por un cristiano:
pelear con todos los medios legítimos (entre los que no figura
la violencia, la intolerancia ni el dogmatismo) para transmitir a
propios y extraños el mensaje del Maestro. Muy difícil y escasa-
mente cumplirá el encargo si no emplea los instrumentos que
brinda la cultura de todos los tiempos (también la del presente):
literatura, arte y pensamiento son herramientas necesarias tanto
para desarrollar el programa de vida cristiano, como para salir al
paso de los ataques que desde el comienzo y hasta el final de los
tiempos recibirá. Los primeros cristianos aportan en este sentido
un ejemplo impagable, puesto que les tocó vivir en una sociedad
aún más alejada de su ideal que la que vivimos nosotros. Y a fe
que agarraron el toro por los cuernos y no cejaron en su empeño
hasta que consiguieron prosperar en aquel clima adverso. Otros
tomaron el relevo y bregaron con lo que vino más tarde, y así hasta
el día de hoy.
No digo que sea condenable, pero sí muy errónea e ineficaz la
estrategia de crear burbujas de cristianismo en las que las familias
se aíslan del entorno para recrear no sé qué pasado o alumbrar
no sé qué república de santos. Sin contar con que el diablo sue-
le encontrar la forma de meterse dentro, es evidente que resulta
bien poco cristiana la actitud de privar al resto del mundo de la
luz y calor que puedan comunicar los que siguen a Cristo («no hay
que poner la luz bajo el celemín...»). Si quiere hacer bien las cosas,
el monje no se apartará del mundo porque lo odie, sino porque
le devora el fuego del amor divino. Y los que nos quedamos en
el siglo tampoco tenemos por qué renunciar a él. La vocación
cristiana no puede ser de invernadero; funciona mucho mejor a
la intemperie, donde no hay techos que limiten el crecimiento de
la buena semilla. Una anécdota reciente ejemplifica el modelo al
que me adhiero. En nuestro chat familiar una cuñada puso ayer
un spot con la canción Imagine de John Lennon, cuya estética

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admiro, pero cuyo mensaje deploro. Unos minutos más tarde, mi
hija hizo el siguiente comentario: «Yo no firmo por un mundo sin
cielo, sin religión y sin propiedad privada: eso no es una utopía, es
una distopía en mi opinión. Dicho con el mayor de los respetos a
John Lennon, cuya música adoro». Mientras lo leía pensaba para
mí: «No es una mala forma de dar la batalla de la cultura...».

4. LA BATALLA CULTURAL EN UNA SOCIEDAD


DESCRISTIANIZADA
El error más frecuente que cometemos los cristianos con respecto
a la batalla cultural es quedarnos en casa y no darla. Para ampa-
rar su miedo o su desgana, muchos endosan de pensamiento o
palabra la responsabilidad a «otros». En el catecismo que me en-
señaron de pequeño, había una pregunta un poco más peliaguda
que las otras. Nos encantaba la respuesta indicada: «Eso no me lo
preguntéis a mí, que soy ignorante. Doctores tiene la Santa Madre
Iglesia que os lo sabrán contestar». Es cierto que los cristianos
de a pie no tenemos por qué estar al cabo de la calle de todos
los vericuetos de la doctrina, pero los «doctores de la Iglesia» no
están presupuestados para defender la fe en las conversaciones
de café, la cola de la vacunación o la peluquería. Tampoco para
escribir versos, pintar acuarelas o subir a YouTube un video ca-
sero. Para eso estamos nosotros, los del montón. En cada medio,
en la enseñanza, en la publicidad, en la ciencia y en la literatura
de ensayo o evasión, hay una forma de hacerlo en cristiano, sin
que ello implique convertir infieles a cada minuto o catequizar
a diestro y siniestro. Pero el frente de la cultura debemos llevarlo
adelante entre todos, o iremos de mal en peor. Y casi lo más in-
deseable que puede ocurrir –que de hecho está ocurriendo– es
que carguemos al clero con toda la responsabilidad. Ya era malo
en tiempos pasados, cuando un exceso de clericalismo inundaba

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el campo de la cultura de subproductos detestables (no desde el
punto de vista religioso, desde luego, sino cultural). Por lo menos,
como entonces había un exceso de clérigos, todavía quedaban
suficientes para predicar la palabra, impartir sacramentos y lle-
var la cura de almas. Pero ese clericalismo ya es cosa del pasado,
aunque algunos elementos residuales se resistan a desaparecer. El
número de consagrados ha disminuido mucho y ya no da como
para que se pongan a escribir novelas, hacer de tertulianos o rodar
películas. Yo tengo que hacer un esfuerzo para no impacientarme
cada vez que un hermano en la fe exclama a propósito de cual-
quier anécdota coyuntural (a veces con tono indignado y todo):
«¿Por qué no se pronuncian al respecto el obispo, la conferencia
episcopal o el papa?». Nunca está de más la prudencia, pero lo
que a botepronto contestaría sería algo así como: «¿Acaso no sa-
bemos de sobra los cristianos la respuesta que nuestra religión da
a ese contencioso?». Bueno, lo cierto es que bastantes veces no
lo sabemos, a veces por culpa nuestra y a veces del clero. En todo
caso, la misión de los pastores no es explicar a los no cristianos
cuál es la mejor receta para solucionar los problemas que se van
presentando, sino conseguir que los fieles lo tengamos claro y
estemos motivados a obrar en consecuencia. Para eso están las
catequesis, las homilías, las charlas de formación y la cura de al-
mas. Cuando asuntos tales como el aborto o la eutanasia salen a
palestra pública, lo que debiera hacer la jerarquía eclesiástica no
es tanto preocuparse de escribir comunicados de prensa o salir
en los telediarios, como intensificar la instrucción de los fieles
para que estos sepan lo que hay que hacer y decir en las plazas
y en los medios, defendiendo las verdades de la fe y ejerciendo
su autonomía. Dar la cara ante los agnósticos, ateos, apóstatas
e indiferentes es responsabilidad compartida de todos los que
ejercemos el sacerdocio común, o sea: de toda la grey de la Iglesia.
Querer quitarse de en medio es el fallo habitual de casi todos
nosotros por defecto. Pero también hay otros que pecan por ex-
ceso: o bien sobreactúan convertidos en martillos de herejes y

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reparten mandobles a diestra y siniestra en un mundo que con-
sideran dejado de la mano de Dios, o bien se comportan como si
tuvieran una franquicia exclusiva de la Divina Providencia para
enderezar los torcidos rumbos de la historia. Lo cual, ocioso de-
cirlo, es un yerro particularmente peligroso. Nuestra religión en-
seña que las puertas del infierno no prevalecerán sobre la iglesia
de Pedro. Sabemos que al papa le asiste el Espíritu Santo para
mantener íntegro el depósito de la fe. Pero ningún miembro de
la comunidad creyente goza de prerrogativas especiales a la hora
de escribir endecasílabos, encadenar silogismos, grabar al agua-
fuerte o componer sonatas de piano. El que quiera vender los
productos de su ingenio presentándolos como única alternativa
posible para defender la religión cristiana, o se equivoca de me-
dio a medio, o comete el pecado de servirse de la Iglesia en lugar
de servirla a ella.
Cuando nuestras sociedades poseían una identidad cultural
cristiana (independientemente de hasta qué punto lo fueran o
no por dentro), no había mayor inconveniente en bautizar con
nombres de santos o de misterios de la fe asilos de ancianos, cole-
gios, hospitales, sociedades recreativas, partidos políticos y hasta
fábricas de rosquillas. Todo el mundo tenía claro que así se aludía
a un valor comúnmente aceptado. En modo alguno se pretendía
que el asilo, colegio, hospital, club de fútbol, político o golosina
de turno fuera la plasmación terrestre de lo divino. Se trataba de
esbozar un ideal, proclamar una advocación, no reivindicar una
realidad consumada y perfecta. Al menos en nuestro país esos
tiempos pasaron y la distinción ya no está tan clara. La cultura
oficial se ha vuelto intolerante con los que no están a la altura del
bien que invocan. El hecho en sí es bastante lamentable, porque
se diría que se prohíbe al ciudadano levantar la mirada del suelo.
Y también completamente injusto, como si poner una denomi-
nación piadosa en la fachada implicara el compromiso de ser tan
intachable como el patronazgo sobrenatural escogido. El caso es
que, gracias a que el anticristianismo antes latente se ha quitado

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la careta, podemos y debemos recuperar una característica que
en los primeros tiempos de la fe era manifiesta: la cruz es signo
de contradicción y Cristo, más que traer una paz bobalicona, trajo
una espada de fuego para reavivar los corazones. Por eso en la
batalla cultural el cristiano ha de estar atento ante todo a «lo que
hay detrás», y menos a los titulares. Ahora que los cristianos de
adscripción son minoría (siempre fue así con los que lo eran de
verdad) es más fácil ser coherente con el mandato de convertirse
en la sal de la tierra. La sal que se vuelve sosa no sirve para nada,
pero todavía es peor la que en vez de dar buen sabor lo da tóxico.
En adelante el cristiano habrá de pelear la batalla cultural en
varios frentes, precisamente porque vive en una sociedad que
era oficialmente cristiana y ahora se encuentra en avanzado es-
tado de secularización, perturbada además por movimientos que
promueven, más que un estado ajeno a las confesiones, uno que
sea enemigo de la nuestra. Yo no tengo la menor duda de que en
todos esos frentes el único que de verdad importa es el interno.
Las denominaciones de sabor religioso, antaño tan difundidas,
se han lexicalizado, esto es, han perdido su significación original,
vaciándose de resonancias piadosas. Por ello vivimos en socieda-
des que aún se nombran cristianas en muchos aspectos, pero que
ya no lo son. Un cristiano puede y debe proponerse recuperar las
connotaciones perdidas, pero no debiera emplearse a fondo con
el vocabulario. Hemos llegado a un punto en que una universidad
que se llama a sí misma «católica» no garantiza a quien estudie
en ella que vaya a recibir genuina formación cristiana. Esperar-
lo sería tan ingenuo como suponer limpia de toda mancha una
persona que se llame «Inmaculada». Es bonito descubrir gente
que pelea para que instituciones de titularidad confesional de
verdad la merezcan. También es bueno que alguien se esfuerce en
parecerse al santo patrono cuyo nombre porta. Pero a la hora de
matricular a mis hijos o elegir amistades deberé cuidar menos las
etiquetas y más los contenidos. Y en lugar de fundar colegios, par-
tidos o movimientos culturales donde ondeen banderas sagradas,

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me preocuparé de llevar el mensaje de salvación a todos los re-
covecos de mi vida y al prójimo que encuentre. Porque, a la vista
de la situación que padecemos, otra cosa sería correr el riesgo de
tomar el nombre de Dios en vano. Para un cristiano del siglo xxi la
distinción entre escuela oficialmente confesional y laica, o entre
cultura declaradamente cristiana y secular debería ir perdiendo
importancia: lo único por lo que merecerá la pena combatir será
para que la luz de Cristo llegue a todas ellas, con independencia
de quien las fundó y dio nombre.

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