Cuando mi hijo Pablo, entonces de 17 años, estaba de intercambio estudiantil en los EE.UU, fue testigo de un suceso que lo dejó muy marcado y de paso a mí. No lo he olvidado jamás.
Un compañero suyo del colegio, había llegado ese verano de regreso de unos trabajos voluntarios en la India con personas muy pobres. Recordaba que uno de los niños que atendían sólo tenía para jugar una bolita (canica) la que cuidaba con especial atención pues era su tesoro. No todos tenían algo así para pavonearse.
Era impactante, para el que lo contaba, comprobar que se puede ser feliz con tan poco, pero lo que sencillamente lo desarmó, fue que cuando estaba listo para regresar a su país, en su despedida, el chico le regaló su bien más preciado, su bolita preciosa, sin pararse a calcular que era TODO lo que poseía.
Pablo dice que, mientras lo contaba, ese muchacho lloraba sin tapujos delante de su curso, en el país de la abundancia. Podemos decir como el filósofo: ¡Cuántas cosas que NO necesito!