Tengo un muy buen amigo, -lo somos desde niños-, que nunca ha leído un libro. Al margen de los libros escolares, quiero decir, o de los que ha tenido que leer para su especialización profesional. Recientemente vio tantas veces anunciada una novela histórica que rompiendo ese sacerdocio se fue a comprarla a una librería. El día que me lo contaba le pregunté qué le había parecido. “No sé”, -contestó riéndose-, “la dejé despues de ciento y pico páginas. La historia empezaba en la plaza del Obradoiro y por entonces todavía no habían salido de ella”. El cuarenta o cincuenta por ciento de la población que según algunas estadísticas está en el mismo caso que mi amigo jamás ha perdido el tiempo pensando cuales son los mejores libros que ha leído. Obviamente, son los mismos que los peores. Por el contrario, los que están en el lado opuesto de la estadística saben que al cabo de unas docenas o centenares de lecturas empieza a desarrollarse de manera natural ese gran enemigo de la prudencia: el gusto personal. Después de leer, no sé, muchos libros, el curioso lector, mal que le pese, se habrá formado una jerarquía estética que pronto se sentirá impulsado a contrastar con la de otros, intentando muy saludablemente dedicar cada vez más tiempo a las buenas lecturas y menos a las malas. Un poco más allá, algunos sentirán la curiosidad de averiguar en qué se parece ese, -llamémosle-, canon personal, al consenso colectivo de la sociedad en la que viven. Finalmente, unos pocos de esos lectores, investidos de algún tipo de autoridad, darán un último paso y sugerirán como canon colectivo el propio. Sí, después dirán que en realidad ellos no querían, que se lo pidieron otros... Da igual, sabemos que la tentación existe. Y ahí es donde empiezan a llover los palos. Proporcionales, como en el patio de Monipodio, a la intensidad de la ofensa, que viene a relacionarse con la osadía del canonista: por mostrar las propias lagunas intelectuales, un espanto ejecutado por la comunidad toda; por valorar unos autores por encima de otros, doce palos de mayor cuantía; por omitir con intención o sin ella ciertas obras o escritores, una clavazón de cuernos; por cometer un error clamoroso de principiante, una cuchillada de cincuenta escudos.
Hace unos días, intercambiando opiniones sobre el Canon occidental de Harold Bloom pensé que tenía que dedicar una entrada a Juan José López de Sedano, uno de los primeros que en nuestro país cruzó esa peligrosa linea. Como desde entonces no se me ha ocurrido nada mejor y ya me atormenta hoy la culpabilidad de no actualizar estas páginas, a continuación va la imagen de lo que hizo, que no tiene mal aspecto.
Hace unos días, intercambiando opiniones sobre el Canon occidental de Harold Bloom pensé que tenía que dedicar una entrada a Juan José López de Sedano, uno de los primeros que en nuestro país cruzó esa peligrosa linea. Como desde entonces no se me ha ocurrido nada mejor y ya me atormenta hoy la culpabilidad de no actualizar estas páginas, a continuación va la imagen de lo que hizo, que no tiene mal aspecto.