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miércoles, 15 de julio de 2009

Gramática del Noise

Abstracción y virtualidad: ¿Qué tan abstracto resulta hoy el cyberespacio? A fines de 1995, con el mito de origen del Net Art fraguado por Vuk Cosic, la ilegibilidad se hizo (nuevamente) presente: bajo la piel electrónica de nuestros programas de interacción masiva se develaba que todo era ruido (visual, incluso mental).

Un mail “leído” por el software incorrecto se convertía inmediatamente en la pérdida de toda certeza (la información como residuo). La virtualidad se definía como una abstracción apenas encubierta. La abstracción como una lectura radical. O mejor: la radicalización extrema de toda lectura.

Net Art: El Net Art no sólo nació dando cuenta de esa fragilidad, sino que la exploró y la multiplicó. Durante un tiempo, experiencias como Jodi.org o absurd.org nos proyectaron en la certeza (y a su vez en la confianza) de la descomposición del código. La abstracción (un nuevo capítulo de la abstracción) como la desarticulación progresiva de los lenguajes que nos conectaban con el mundo.

La desaparición y lo invisible: Winfried Hassler: “¿Cómo asumir las cosas –la sociedad, yo, el arte, la vida misma y la muerte- en este mundo que tiende a la desaparición del signo?”.

Jean Pol: “Si los hilos de la Aldea hoy son invisibles –por satelitales e inalámbricos-, el arte será doblemente invisible y silenciosa en esa red”. Uno y otro citados por Héctor Libertella en El árbol de Saussure. Una utopía.

Semiótica trash: Justo cuando el signo se convierte en puro desecho. El último de los paraísos de la anarquía epistemológica: los usos imaginarios de la información inservible.

Abstracción (1): El triunfo cultural de la abstracción es una consecuencia directa de una crisis generalizada en los sistemas de representación. El arte moderno (sus certezas ópticas, la organización de los sonidos que lo definen, sus construcciones narrativas) se edificó, puso de manifiesto y ahondó en los beneficios de esta crisis. Worringer trazó sus direcciones, Cirlot teorizó su universalidad y consecuencias históricas. Para Kandinsky sólo fue el espíritu detentando otras frecuencias.


Abstracción (2): Para los artistas del movimiento concreto, la abstracción no era sino el grado terminal de la representación, justo ahí donde ésta se comenzaba a suicidarse.

Noise (1): O el arte por la seducción del ruido. Quienes detestan al noise reclaman la urgencia de nuevos sistemas de representación. No es que la experiencia de los sentidos organizó al mundo, sino que la cultura del mundo dogmatizó nuestros sentidos. Dubuffet nos enseñó que la cultura protege restringiendo. El noise es la perfección de la barbarie: el conocimiento de la lengua por la ininteligibilidad. La utopía comunicacional de una lengua perfectamente inentendible.


Abstraer: Su etimología proviene del latín “abstrahere”, derivada de “trahere”, traer, e implica en todos los casos “separar mentalmente”. La fractura se produce justo ahí, donde la división divorcia por completo dos continentes: el hundimiento de la vieja Atlántida de nuestros sentidos.

Realidad, virtualidad y pornografía: Lo real, como la pornografía, rara vez se manifiesta en la abstracción. En Second Life no existen espejos: en ningún mundo virtual (o metaverso) los espejos funcionan: nada reflejan. Sin embargo, los mundos virtuales son el reino de la representación.




Si la pornografía no es más que representación ¿cuáles son sus límites en un metaverso, donde absolutamente todo es representación? ¿Acaso la pornografía no exige que todo sea “visualmente legible”?

Noise (2): Alan Courtis, maestro del noise, realizó todo un disco con una guitarra eléctrica sin cuerdas. Un instrumento descompuesto e inútil proporcionando un paisaje sonoro sin precedentes.


El Art Virus o arte practicado con virus informáticos no debería jamás consumirse (efectivizarse) en el gesto ofensivo (un software alterando otro software) sino, por el contrario, proyectarse en los elementos ya irreversiblemente alterados (como la guitarra sin cuerdas de Courtis).

Instrumento y resultado establecen otro pacto: una distancia en la que se encuentran más a gusto. Una lengua inesperada.

Borde: La abstracción, la virtualidad, el ruido (noise) y la basura (trash) no son sino, como la muerte, los bodes de la experiencia tal cual (aún) la concebimos.


Mona Lisa Overdrive: “En los últimos siete u ocho años han pasado cosas raras ahí afuera, en los circuitos salvajes de la consola… Tronos y dominios… Sí, hay cosas ahí afuera. Fantasmas, voces. ¿Por qué no? Los océanos tenían sirenas y todas esas mierdas y nosotros teníamos un mar de silicio ¿lo entendés?

El cyberespacio no es más que una alucinación confeccionada acorde a lo que todos hemos acordado tener, pero todo el que se conecta sabe, sabe jodidamente bien, que es un universo completo”. (William Gibson, 1998).

miércoles, 10 de junio de 2009

Millones de canciones

Me encuentro descansando mi cerebro, sentado en un bar. Simplemente dejo que mis ojos se muevan, sin perseguir nada preciso.

Entonces pienso que todas las personas que aparecen en mi campo visual (son decenas y decenas, a esta hora de la tarde) tienen su soundtrack personal. No el que llevan en su iPod (que seguramente es música casual), sino un top 40 que define su sensibilidad, su memoria y le propone cierta forma a sus vidas.

Si, ya. Las 31 canciones de Nick Hornby (que como buen fan grabé todas juntas en un cd). También Cast K., la obra en la que el artista Fabio Kacero propone, como si de un minucioso colofón se tratase, los créditos de su vida (todas las personas que conoció, en un interminable work in progress). Cada nueva versión de su película posee un soundtrack diferente, esas canciones que ya no se separan de uno.

La sumatoria de todos esos transeúntes conformaría una colosal cacofonía, canciones sobre canciones sobre canciones. Un rompecabezas sonoro como Zaireeka, de Flaming Lips, pero totalmente desacompasado.
No me basta con el espectro de audio de la ciudad. Necesito eso que se sobreimprime, esos acordes que se eligen, que poco tienen de casual.

Nuestra escucha se parece cada vez más a esto. Un interminable y siempre desordenado Rasti en un iPod. El efecto de esa inacabable fragmentación no sólo repercute sobre nuestras neuronas y percepciones, sino sobre nuestra vida toda.
Navegando por la web doy por casualidad con el trailer de este emocionante videojuego, Rock Band: The Beatles (Machinima), que estará disponible este año. Más allá del juego en sí, y efecto indeleble de los Anthology mediante, me pregunto si todavía serán posibles mitologías tan contundentes y universales como la de los cuatro de Liverpool (cada escena un álbum, cada disco un manifiesto cultural). A propósito ¿no es notorio que hayan prolijamente ignorado al Sargento Pimienta?

Por supuesto que la dimensión Machinima conoce y lucra con las radiaciones de estas leyendas (obras maestras) cuyo soporte son los medios masivos, contratando escritores de series como Futurama, los Simpsons, Pinky y Cerebro y Daria. Pero ¿cómo relacionarnos con las partículas cada vez más multiexpandidas de la cultura que nos toca? ¿De qué modo nos conectamos con esas galaxias?

¿Realmente somos capaces de crear intensas mitologías en épocas del Long Tail descripto por Chris Anderson?
Tribus de sub-tribus, de sub-tribus, cada una con su espacio sonoro y su imaginario a cuestas.

Los blogs son como estos peatones que veo por la ventana. Tantos de ellos tienen su música. Paso por Pólvora en Chimangos y escucho a Los Babasónicos y su Vórtice Marxista. En Melpómene Mag, a las Chordettes y su Mr. Sandman, y como sucede que no cerré la pestaña anterior, los audios se superponen. El silencio vuelve con el Diario de un viaje a Misiones, sigue con Violet Robots, continúa con los siempre musicales y visionarios Un Faulduo, prosigue con Instantes de, va más allá con Chicks on comics y ya sabemos, se impone como una dimensión sonora como cualquier otra.

Ya en Artilunio y las canciones regresan, esta vez el cassette nos trae a The Cure, Out of This World.
Excepción hecha con las divinas dibujantes ¿será que las chicas web atesoran más sonidos?

En la intro a la nota central de la última Inrockuptibles, un reportaje de Diz y Delucchi a Thurston Moore, compositor, cantante y guitarrista de Sonic Youth, leemos:

“(…) No hay que tantear demasiado para intuir el dejo de desconfianza de aquel que alguna vez se dijo “fan”, pero hoy acumula cientos de discos en un iPod –por semana- y espeta frases como “siempre hacen lo mismo”, al referirse a lo último de Moore & cía y ese supuesto desinterés por lo “ya conocido”, algo cercano a la necedad que se mete en zonas donde la ignorancia lo abarca todo.

Así, la pregunta obligada: amigos, colegas, damas y caballeros ¿escuchan de verdad los discos?”.

Hace muchos años (muchos), en una de las páginas centrales de la revista Cerdos & Peces, Jorge Di Paola (Dipi) le decía a B.Ode Lescano:

Me parece que el mundo es así. Y que por un esfuerzo de imaginación o tozudez se extraen partes más o menos homogéneas y se las llama una novela, un cuadro…”.

¿Las canciones no son parte de lo más preciado de lo que extraemos del mundo? ¿Cómo nos llegan las canciones? ¿De qué modo?

Volviendo a los Beatles, una de las canciones que más me gustan del White Album es su epílogo, Good Night, simplemente porque tiene tanto de los domingos a la tarde de mi infancia.
Posiblemente sea una estupidez, pero no puedo dejar de emocionarme profundamente cada vez que la escucho.

Como la música de los Banana Split.

jueves, 16 de abril de 2009

Demoníaca

No estamos saturados: somos saturación.
Con Anla Courtis y otros amigos exploramos hace meses uno de los desiertos más extensos de Second Life. En una de los grandes depresiones de arena, los avatares acoplaban.

La cercanía de los cuerpos virtuales (esas representaciones gráficas antropomórficas) generaba estáticas de lo más intensas. Los mismos cuerpos distorsionaban.
Algo que a My Bloody Valentine, los hermanos Reid o a Sonic Youth les encantaría.

Uso esta imagen como ejemplo: el contexto satura en nosotros, tanto como nos fuimos convirtiendo en saturadores de contextos. Y el proceso está muy lejos de su fin. Si sigo insistiendo en la necesidad poetizar la infoxicación no es por otra razón que resulta cada vez más evidente que nuestros modos perceptivos son vehículos de la saturación.

Todo lo que llamamos (por facilidad, pereza o desconcierto) “estético” se encuentra saturado. Pensemos solamente en el conocimiento artístico.

Incluso en la época de las neovanguardias (esa franja que alertó a Peter Bürger) con cincuenta nombres propios construías un atendible panorama. Hoy podríamos multiplicar esta cifra por diez y seguiría sorprendiéndonos todo lo fabuloso que tenemos que excluir.

Cada vez existe menos decantación, poseemos menos herramientas para lograrla. La información no se concentra ni se sintetiza (no se compacta) sino que se expande indefinidamente. ¿Qué hacemos cuando navegamos en la web sino acumular, archivar y linkear?
La intensidad resulta cada vez más apolínea. El extraviarse cambia de signo.

Toda percepción implica un uso específico de información, algo que los conductistas estudiaron exhaustivamente. Así lo que llamamos belleza, por ejemplo, para ellos no es más que otro uso perceptual de la información.

Entonces -una vez más- ¿qué sucede cuando esa percepción se advierte infoxicada?

Hace casi treinta años, el implacable Gillo Dorfles alertaba sobre las tensiones entre lo que definía como temporalidad artística y temporalidad demoníaca (“peligrosas desviaciones cronoestéticas”.) Ya no un problema teológico-histórico, sino otra consecuencia material de la expansión del horror vacui.

“La posibilidad de ahondar en este tema me fue sugerida por una observación de Enrico Castelli: “el carácter apocalíptico del mundo actual surge de la pérdida inconsciente del intervalo, de un consumo sistemático de la disponibilidad, de una supuesta plenitud del tiempo que no es otra cosa que la tentación demoníaca.’ (…) Consumo de disponibilidad: las palabras mismas nos remiten al concepto de entropía, de una tendencia al desorden, de una muerte del sistema y de un consumo del tiempo disponible, que trae aparejado el advenimiento de un tiempo exhausto, imposible de restaurar.

Así, la pérdida del intervalo coincide con el incremento sistemático del consumo y la disminución de su disponibilidad ”.

Quantumología: aumentar la señal de entrada en un sistema hasta que no se produzca el incremento en su efecto. Vivimos en ese tope: Memory Almost Full.
Por esto, Dorfles (tanto antes de la irrupción de la web en nuestras vidas) observaba el crecimiento apocalíptico no ya en las dinámicas de las hordas bárbaras (la información de masas) sino en el creciente deseo de “una especie de temporalidad plena, no escandida por intervalos, que, si se prefiere, también podemos definir como tiempo demoníaco. El tiempo de Fausto, el trabajo baunásico”.

La última edición de la Bienal de San Pablo se centró en esto: ¿cómo crear un intervalo?

¿Cómo enfrentarnos a la imposible e ininterrumpida catarata de información? Ahora me pregunto ¿cómo reutilizar la saturación? ¿cómo asimilar la distorsión? (L. Lamborghini dixit). ¿de qué forma reecualizar el flujo fáustico?

La apuesta topográfica es clara: cuantos más mundos proliferan (altos, bajos, medios, insondables), mientras más salvajemente crece la disponibilidad ¿ganamos o perdemos visión?

Ahora pienso que este posteo debería haber comenzado con un epígrafe de Rilke, con ese precioso verso de sus Elegías de Duino

Porque lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible, justo lo que nosotros todavía podemos soportar (…)

sábado, 7 de febrero de 2009

Otro embarazo psicodélico

Si definimos la psicodelia como un estilo (incluso como un género), la encapsulamos definitivamente en el pasado. Nos convertimos en arqueólogos y visitantes de una visualidad y un estado percepción.
Ruinas humeantes, pero ruinas al fin.

Ahí está el museo, en todo su gran abanico: del gigantesco Victor Moscoso al psicovintage de Robbie, del pionero Wes Wilson a la cyberdelia nostálgica del Hotel Mars de Grateful Dead en Second Life, del minucioso Bob Schnepf al revisionismo fashion de The Psychedelic Shop, del siempre inspirado Jorge de la Vega al gang lisérgico El Tercer Hombre (luminoso antecedente de los Fraticórnicos), de los trips de Moebius a los titilantes The Dukes of Stratosphear, del efectivo arte de Hipgnosis hasta Austin Powers.

Da la impresión que el big bang no avanza, que gira una y otra vez sobre sí. Que como Alice Liddell atravesamos nuevamente el espejo, pero que una vez del otro lado nada cambia, todo permanece inmutable. Se desfragmenta en nuevos mix (psicodelia dark, digital, conceptual, geométrica, instalativa, folk, sectorizada, muralística, etc, etc, etc) pero en todos los casos permanece inalterable, devorando sus propios límites.

Singular destino para esa irrupción que se experimentó como el mayor redimensionamiento de la cultura rock de los sesentas. Y también de la contracultura: al fin el uso de alucinógenos se volvía pop, se convertía en moda, se diseminaba, se legalizaba culturalmente.

En el ensayo Rococodelia (última parte de Contagiosa paranoia) aposté por ampliar su tradición. ¿Por qué no husmear en los pliegues decimonónicos de los paraísos artificiales para, por efecto, poder dispararla mucho más allá de los autofágicos sesentas?
Pero el siglo XIX y el XX hasta los sesentas no son estrictamente psicodélicos.
La diferencia con los viajes químico-cerebrales del pasado es clave: se trata de una droga de laboratorio, como la Coca-Cola. Al igual que sucedió con ésta, sus efectos fueron disímiles, explotaron en una de sus aristas menos previstas. Hoffmann, creador del LSD, no imaginaba, ni mucho menos, esta alianza contracultural.

Al contrario que las drogas precedentes, el ácido lisérgico no posee una tradición ritual. O al menos es partícipe de un tipo de ritualidad mundana.

Insisto ¿por qué no concentrar el gesto en la experimentación lisérgica en todas sus posibilidades, más allá de un tuneo tan datado? Ya no un tipo particular de sonido o de visualidad (oscilar la frontera, como hacía Earl Reiback) sino todos sus nuevos efectos, vehiculizados en los soportes y tendencias más diversos?
Esta metástasis está en su génesis.
Muy pronto la psicodelia fue aliada del happening, se apoderó de las luces estroboscópicas, del sonido estéreo (y luego del cuadrafónico), como también incursionó en los environment como tecnología del ambiente.
¿El steampunk no tiene mucho de psicodelia oscura?
Cuando me refiero a extensiones actuales no tengo en mente sus links con las drogas de diseño de la Era Rave.

Rebobinemos nuevamente. La psicodelia más estricta nació como una tecnología química hippie, que se diseminó en un estado global contaminando zonas para nada contraculturales o pop. Pienso en los primeros Abuelos de la Nada psicodelizándo a Leopoldo Marechal, sin ir más lejos.
Ese es el verbo, psicodelizar.
Ahí donde las contraculturas se protegían en los códigos de su ghetto, la psicodelia logró expandir su contagio social.
La ingesta de drogas salía de su guarida marginal o secreta: atrás quedaban las memorias yonkis de Burroughs o las anécdotas sobre el exceso de cocaína de la era dorada del tango.
Timothy Leary se convertía en una celebridad.

Ahora bien ¿cómo psicodelizamos en épocas de I-Doser, de drogas limpias?
¿Qué sucede en tiempos de drogas programables?
¿Existirá algo así como una psicodelia anfibia?
Hace quince años, Simon Reynolds, investigando en ciertas síntesis en las estéticas musicales del momento, apostaba en la emergencia de un naciente Cyborg-rock, seguramente la primera definición de rock anfibio:

“Tal vez el área de desarrollo futuro verdaderamente provocativo no sea el “Caber Rock” sino el “Cyborg Rock”; no tanto la incorporación completa de la Metodología del Techno sino una especie de Interface entre la Ejecución en Tiempo Real y el uso de Procedimientos Digitales. Como señala Kevin Martín : “Incluso en la Era Digital, uno todavía tiene un cuerpo, que es la conexión entre Techno & el Animal, mezcla que resulta interesante.”

Lo cierto es que sigo escuchando a High Place. Quizá no es nuevo, pero sí refinado, oportuno.

viernes, 30 de enero de 2009

Rebosando sex appeal atemporal

La ideología reinante en el mundo del software (y del hardware) está más en sintonía con el arte moderno que con el contemporáneo: la atemporalidad resulta un estorbo.

Un artista como Mateo Amaral hoy se deja fascinar por el Telharmonium (o Dynamophone): los fracasos del pasado sirven para remixar la percepción del mundo. Sus animaciones tienen mucho de esa estética desplazada, de tecnología vetusta, interferida y de mal funcionamiento: ya no la lectura difusa sino una contemplación ruidosa. La tecnología (en tanto estética) como pura interferencia (Vuc Cosic no esperaba nada diferente en la recepción de su Net.Art).

Para generar su murmullo babélico, Cildo Meireles apiló decenas y decenas de radios de todas las épocas. La tecnología de plazo vencido (el trash hardware) se recicla artísticamente. Un ruido moderado. Lo ilegible (contaminado) bajo control.

Es el punto en el cual la eficacia del hi tech y la del arte contemporáneo difieren. Así el diseño vintage es pura superficie: no es más que tiempo estetizado. ¿El prerafaelismo no fue su precursor? El arte contemporáneo no desecha, sino que reformula el concepto de novedad y con él el de tiempo. Las batallas (los desbarajustes) se observan en la noción de clásico.

Deberíamos revisar otra vez las interrelaciones entre memoria, descolocamiento y ambiente. ¿Carlos Huffmann y Nicolás Mastracchio no propusieron viejo software (y hardware) para renovar una sensación? Ya no se trata de estar en la cresta de la ola, sino de encontrar los tesoros que permanecen sumergidos. También pienso en obras arcaizadas: Lo que el viento me trajo, de Villar Rojas (¿todo habrá empezado con esta dedicatoria?), en Rat-Line, de Minaverry. Max Gómez Canle enfatizó que los estilos del pasado no tienen por qué considerarse clausurados.

Para muchos los dos libros argentinos del año pasado fueron Peripecias de no, de Chitarroni, y la biografía de Osvaldo Lamborghini escrita por Strafacce: imaginarios de los setentas y los ochentas que reafirman que bucear todavía vale la pena.

Clásico es una tregua: un archivo desplazado. No ya lo atemporal, sino lo re-temporalizado (como el vintage, como el trash nostálgico). Clásico son datos backupeados que siguen siendo útiles a modo de referencia (se habla de software clásico). ¿Pero cuál es su disponibilidad? Hace unos días volví a ver un negocio que vendía (restauradas) heladeras Siam típicas, prontas a cumplir medio siglo. En el McDonals cercano a mi casa, la cajita feliz te permite elegir entre Tom & Jerry, los Jetsons y los Picapiedras. ¿Clásicos, atemporales, vintage?

Nos preguntamos una y otra vez si, frente al avance irrefrenable de la cultura software y sus expansiones web, los artistas deben revisar (y remixar) una y otra vez aquello que la velocidad y los criterios de eficacia de cada época postergan y abandonan, señalando esos usos que escapan a la industria. Como pide Brea, una posición crítica con un universo visual que pone en órbita todo tipo de imágenes rescatadas.

Insisto con el pulso propio. Con lo que dice Clay Shirky en este video que presenta Sebas en Esperando en vendaval. Tanto el usuario productor como el low tech coinciden en la urgencia de una imposición personal del tiempo.
El low tech es imprimir a la tecnología un tiempo propio. Y sobre todo sabe sostenerlo: esta es su dimensión política. La cultura arduina (que rebasa el hardware libre que le dio origen) también se instala en su pulso propio.

Ya no se trata sólo de tunear una superficie con un diseño antiguo (que un usuario consumidor cambiará mañana por otra y pasado por otra más), que es algo muy parecido a probarse, una detrás de otra, remeras con estampados oldies, sino por el contrario de entender cuál es su función cultural. La tecnología es una función cultural más: no está al principio ni al final, sino que se reditúa más y más como extensión y conexión.

La tecnología también se psicobanaliza por el diseño (gracias Diego por el término).

El arte a veces se empeña en entronizar ciertas subjetividades como espectáculos diferenciales. Como si fuera pura homeopatía de género: ahí donde singularidad se confunde con mayores desajustes cada vez más pronunciados. Sin embargo, tantas veces olvidamos que una subjetividad es, básicamente, una unidad de tiempo (y un efecto temporal).
Nosotros también somos tiempo. Y el tiempo pasa.

lunes, 20 de octubre de 2008

El mito es la utopía de una moda interminable

La diferencia insoslayable entre Hi Tech y Low Tech no es ni la inversión ni (menos aún) el diseño de producción. Es el uso y la concepción del tiempo. El abismo ideológico se testea justamente ahí.

El tiempo del Hi Tech es alienante. Es equivalente al calendario industrializado de los medios (producir tanto contenido en tanto tiempo), al de las cada vez más redundantes bienales y ferias de arte (ya sabés: si en ellas todavía tomamos contacto con propuestas necesarias, lo cierto es que lo hacemos en medio de otras tantas o más absolutamente descartables), al de una burocracia que necesita inventar ridículas novedades para expandir sus mercados.

El Low Tech (el mejor Low Tech) es el tiempo de tus sueños. De tu líbido más profunda. De tu obsesión indeclinable. Subsiste con réditos infinitamente menores.

Por esto, el arte que más nos conmueve, el que cambia nuestra cabeza y percepciones, así como la tecnología que finalmente se instala como nuestra extensión más potente, poseen sus propios calendarios que pocas veces coinciden con las agendas de la industria.
De la Gran Industria. Sí, sí, ni más ni menos: tecnología de autor.

Digámoslo de este modo: el Low Tech es una pequeña industria de tiempos diferenciales, que elabora sus creaciones en coordenadas cuyas pautas jamás resultan tan exteriores y condicionadas. Saber competir no significa aceptar los tiempos de los poderosos. Por el contrario, es deshacer una parte de ese tejido para desarrollar un taller que, ante todo, reconoce tu ritmo.

Es cierto que siempre (o casi siempre) los peces grandes terminan devorándose a los chicos.

Las grandes empresas siguen sumando Low Tech: es otra forma de agilizar su marcha. Pero siempre es otro anexo: ese apéndice oscilante.

Decía en un posteo anterior que el arte invariablemente barbariza a la tecnología: la obliga a hablar otra lengua. El Low Tech es el aliado perfecto en esa barbarización. Es una herejía dinámica.

Con los tiempos del pop sucede lo mismo. Camille Paglia o Greil Marcus no intentaron nunca amoldar las expresiones de una cultura rabiosamente actual a los arquetipos de una tradición con todos los tránsitos en su haber, sino diversamente detectar qué tienen en común una y otra. En qué se potencian. En este sentido los mitos de la cultura pop siempre hablaron otra lengua. Como dirían Deleuze y Guattari, una lengua menor.


Cuando se vuelve repertorio, cuando ingresa en la mitología (su sistema) el mito deja de serlo. Se vuelve clásico. Y el clasismo posee límites, por algo lo “clásico” tiene que reinventarse constantemente. El mito no. Puede desplazárselo, pero jamás limitárselo. El mito es siempre viral: encuentra el modo de contagiar. Esto lo define. Lo clásico sólo sabe resistir en su espacio. Mientras lo clásico corre el riesgo de transformarse en spam, el mito se conduce como un virus: jamás lo percibimos del mismo modo.

Cuando el viernes pasado terminamos de charlar con Fernando García en el ciclo Mecánica Popular, se acercaron a la mesa a saludarnos Alfredo Rosso y Pipo Lernoud. Pueden imaginárselo: bajo muchos ropajes y acumulaciones, sigo siendo exactamente el mismo que durante su adolescencia empapeló su pieza con las páginas de la revista Expreso Imaginario. Lo cierto es que ahí estábamos, en otra época, en la Fundación Telefónica. Fue entonces cuando Pipo dijo esa frase letal: “La ópera Tontos, de la Pesada, fue el primer Second Life”.

Mientras cenábamos, un rato más tarde, Fernando me preguntó: “¿tenés idea de lo que habrá querido decir?” y de inmediato me propuso: “Por favor, escribamos sobre eso.” El desafío sigue en pie.
En este posteo no hablaré de Tontos, que es uno de mis vinilos top five. Más bien bocetaré algo parecido a una introducción. Me referiré al mito de La Pesada. No, no. De Billy Bond.

La Pesada del Rock no es ni será jamás del todo un clásico. Un clásico funciona en una cronología. Es histórico. Define lo que se quiere escuchar de una época. Es un relato que puede asirse. Se pueden ensayar sus límites con precisión. La Pesada en cambio, es un mito. Es más: todavía estamos tratando de definir esa experiencia sin ponernos de acuerdo.

Billy Bond comenzó su carrera inventando su personaje. Y en este gesto fue más allá de Dylan.

Porque al fin de cuentas éste último ancló el origen de su identidad (aunque, por cierto, luego se encargara de expandirla) a un poeta: Dylan Thomas. Sí, Dylan siempre fue “pop alto”. Mientras que Billy Bond, desde sus primeros singles anteriores a la Pesada, se fraguó un mito “bajo”. Giuliano Canterini era nada más, ni nada menos, que Bond.

Si, Bond. Si ese otro mito conocido como James Bond ya linkeaba con el célebre Sir Thomas Bond, ya entonces Billy estaba linkeado al futuro: a la otra Bond Street. No la del Picadilly: sino a la avenida Santa Fe. Lo gracioso es que no existe, ni allá ni aquí ninguna Bond Street. Ninguna calle con ese nombre. Incluso hay Bond Street por fuera de su geografía. Billy Bond se aprovecha de esa indefinición, de esta calle inventada.

Y es que Billy Bond es una máscara. Una plataforma. Un avatar.
Es ese personaje que se sobreagrega a Canterini. (No dejen de hacer click acá, acá, acá y acá).

En la charla de Mecánica Popular alguien del público preguntó por qué tantos usuarios de Second Life creaban identidades ficticias en el metaverso en vez de hacerlo en el mundo unplugged. De este lado del espejo.
Es cierto, el metaverso es un espacio-instrumento muy flexible para este tipo de mutaciones. Pero ¿y los discos?. Las grabaciones y las cubiertas fueron un canal hecho a medida para la viralidad de los mitos.
Por eso es que mientras muchas bandas y solistas del pasado se convierten en spam, la Pesada sigue siendo un virus de información.

Por ejemplo ¿dónde empieza la pesada? Discos como La Biblia (de Vox Dei) por el Ensamble Musical de Buenos Aires, o bien Buenos Aires Blues ¿son o no son La Pesada? ¿O el disco con Jorgelina Aranda? La Pesada antes que nada, fue un modo de hacer las cosas: filosofía Low Tech muchísimo antes de que comenzáramos a utilizar el término.

Sí, sí. Continuará, claro.

Addenda: no dejen de clickear acá. Y acá.

Addenda 2: otros links Bond acá y acá.

viernes, 29 de agosto de 2008

Un Détournement de otro détournement

Ya sabemos: existe un pop alto y un pop bajo. Puede resultar curioso, pero la cultura pop suele replicar un modelo de lectura política que se impuso progresivamente durante casi un siglo: lo bajo en la cultura, al fin de cuentas, no es sino un invento de los inventores de lo alto. Una discriminación: “no sólo no consumimos esto, sino que lo consideramos nocivo”.

El pop, en cambio, actúa como un Pac-Man: usa y reproduce tanto lo alto como lo bajo y en cualquier orden. Si David Bowie en su álbum Hunky Dory (1971) invocaba a Andy Warhol, en Reality (2003), su último disco en estudio hasta la fecha, canta a Pablo Picasso.

El pop jamás eligió ocupar lo bajo, topología que por otra parte deberíamos definir mejor. Bajo también es sinónimo de peligroso, de tóxico.

Un détournement, repitámoslo, es un recurso, una estrategia. Literalmente un desvío semántico: un desfasaje entre la procedencia de una imagen y el texto que se le adjunta. Una distorsión crítica. Debord ideó este procedimiento hace más de medio siglo, exactamente en coincidencia a la primera gran difusión del concepto de “cultura pop”,

si tomamos como punto de partida las discusiones que Richard Hamilton, Eduardo Paolozzi, Lawrence Alloway y Reyner Banham mantuvieron en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres (ICA) a partir de 1952. La Internacional Situacionista, derivada de la Internacional Letrista, fue creada en 1957.

Una de las mayores materias de base de los détournement fueron, precisamente, las imágenes pop, cuya arqueología se remonta a muchas décadas antes.

Siguiendo otro esquema, más cercano al propuesto hace algunos años por Tabarovsky, me gustaría pensar en un pop de derecha y otro de izquierda que no daría sino cuenta –al igual que primer diagrama- de sistemas de comunicación bien diferenciales.

Debord veía al rock y a la cultura pop de la misma forma que los marxismos tradicionales: como mercancía capitalista.

La paranoia de los miembros de la Escuela de Frankfurt y de las neovanguardias de primera hora aseguraban que se trataba de una rebeldía programada. Una nueva tecnología de consumo.

Si pienso en álbumes como Artaud (1973), de Luis Alberto Spinetta, o Lorca (1970), de Tim Buckley ¿qué clase de apropiación realizan de los celebrísimos poetas? Por no referirme a los poemas musicalizados por la cada vez más mediática Carla Bruni en su último disco (podemos multiplicar los ejemplos en segundos). ¿Qué hubiera sido de Lou Reed sin Delmore Schwartz? A propósito ¿Stanley Kubrick fue un cineasta pop de qué clase?

A todo esto, la cultura pop y su epifenómeno, la cultura rock, no hicieron más que poner en órbita una mitología que se expandió en todas direcciones. Ya hace casi veinte años Pablo Schanton insistía en que la cultura rock es tan perversa como polimorfa: todo lo devora, todo lo recicla, todo lo reutiliza de las formas más extravagantes.

La cultura pop no fue nunca nada muy diferente que un ininterrumpido détournement y Malcom McLaren no hizo más que ponerlo en evidencia: el punk inglés, como ensayó extensamente Greil Marcus, tuvo sus raíces en el situacionismo y utilizó como arma aquello que Debord consideraba su enemigo.

Lo vimos en uno de los Anthology, los Beatles diseñaron algo muy parecido a un clip cuando decidieron ya no salir de gira, luego de 1966. Tenían muy en claro que su imagen debía seguir copando los televisores. No bastaba con la música en las radios. Sus ininterrumpidos cambios de look debían invadir las retinas de fans y no fans. McLaren lo entendió perfectamente: “La mayor influencia del punk no fue en el sonido sino en la idea visual de la música.
Eso es lo que las compañías grabadoras nunca entendieron. La idea visual de la música es tan importante como el sonido mismo. Recién ahora la gente puede mirar atrás y darse cuenta de lo importante que era que Elvis se tiñera el pelo de negro azabache.

El look de los Sex Pistols determinó el impacto del punk tanto como su sonido.” ¿Y Gorillaz?

Ahora bien, el hipermasivo copy-paste y la reutilización de las imágenes que millones de blogs realizan cada hora en cada posteo, ese “compartir información a partir del tuneo”, las multiplicaciones virales ¿no son prácticas tan hijas de las proliferaciones de la cultura pop como del détournement pervertido? Como decía Pola Oloixarac en este posteo, uno de los encantos del pop es que “cualquiera puede hacerlo”. Exactamente lo mismo que tantos le siguen reprochando a la blogósfera.

La web y sus imaginarios, en gran parte no sólo provienen de la cultura psicodélica, tal como lo señaló tantas veces Timothy Leary, sino que su “utopía de prueba”, sus estilos comunicacionales tienen muchísimos puntos de contacto con los intercambios y contagios de la cultura pop, tanto que muy a menudo resultan indiferenciados.

Por otra parte, como vengo señalando en muchos posteos, las producciones artísticas de los últimos treinta años tienen más en común y se nutren con más frecuencia y en mayor medida de estéticas del pop (insisto, no hay más que (h)ojear un ArtNow y detenerse en obras de Matthew Barney, Mariko Mori, Jeff Koons, Damien Hirsh o Paul McCarthy, sólo por referirme a unos pocos megastars.

Por último, no quiero concluir estas líneas sin mini-homenajear a tres artistas argentinos de los sesentas que entendieron el poliformismo del fenómeno rock desde sus orígenes: me refiero a Oscar Bony, David Lamelas y ese mutante impresionante que es Carlos Cutaia.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Full Low Tech: somos todos punkitectos

Arquitectura del desorden 1.0

Me divierte mucho esto, que en definitiva es, ni más ni menos, una triple perversión conceptual: de las nociones habituales de arquitectura, de lo que entendemos culturalmente por punk y del término Punkitectura, o sea, la investigación –hasta el momento informal- que está llevando adelante Juan Pablo Negro. Y del conjunto de lo obtenido en relación a las políticas del Low Tech.
O mejor, enunciémoslo de este modo: este es el primero de varios posteos (no necesariamente sucesivos) en los que indagaré sobre la constelación formada en la interacción de cada una de estos conceptos.
Nos dice Mieke Bal: “Los conceptos son herramientas de la intersubjetividad: facilitan la conversación, apoyándose en un lenguaje común. Por lo general se les considera la representación abstracta de un objeto. Pero como sucede con todas las representaciones, en sí mismos no son ni simples ni suficientes. Los conceptos distorsionan, desestabilizan y deforman el objeto.
Ya apunté algunas notas sobre la distorsión. Agrego algo más: tiendo a pensar la distorsión ya no como un error, sino como un efecto que agrega otra información. Cuando una guitarra distorsiona al aplicársele un pedal, el sonido amplificado adquiere otro cuerpo (la información inicial resulta modificada por esta afectación).
Distorsionar implica, en la más habitual expansión de sus sentidos, desequilibrar, deformar. Pues comenzaré por merodear no sólo a la arquitectura del desorden, sino más específicamente al desorden que estoy interesado en inocular en el concepto más habitual de arquitectura.
Pero no conforme con aplicarle una pedalera de efectos al concepto más lato de arquitectura, necesito además revisar y llevar más lejos los resultados y secuelas de una pequeña investigación acerca del término punk, para finalmente confrontar estas instancias de prueba con el glosario de lo que venimos apuntando sobre Low Tech, esto es, la escotilla por la que nos escapamos del imperio omnipresente del diseño; porque Low Tech no es solamente una utilización política del diseño, sino más exactamente otra concepción estratégica desde la cual replantear sus significados más expandidos.
Por ejemplo político es Beck cuando utiliza, dentro de la gran industria, tácticas Low Tech para los videos de The Information.

Ya lo sabemos: diseño es una de las categorías (condición social y cultural) más invasivas, ya que todo lo existente (incluso lo que señalamos como natural) está diseñado: digo esto pensando el diseño (polémicamente) como una estética de la recepción, en el abuso de encontrarle una definición formal acabada a cualquier objeto existente (el horror que Gombrowicz advertía en la Forma, tema sobredeterminante en toda su obra pero especialmente en su último opus: Cosmos).

Frente a lo que provisoriamente denominé “diseño demorado”, es decir, atrasar o en su extremo negar las interrogaciones que la dimensión diseño disemina (como cuando Diana Aisenberg declara “prefiero el diseño no diseñado”), encontramos otra alternativa al proponer una taxonomía diferente frente al consumo de las formas, incluso a sabiendas que todos los empleos ya están industrializados: hoy no sólo reciclamos lo que el Hi Tech desecha, sino que nos alimentamos diariamente de plataformas que ya fueron concebidas en una fuerte noción de Low Tech. Como dijo Monic Hellerpienso en todas las películas y música que escuchamos y vemos en Low Fi: mp3, mpeg, todo You Tube lo vemos en Low Fi, a partir de compresiones con problemas en el pixelado”.
Por supuesto, el camino será reapropiarse, multiplicar y redireccionar esta absorción. En todos los órdenes.
Nunca olvidamos que la imagen del Punk es puro diseño: ¿qué hubiera sido de la determinante visualidad del punk sin Vivienne Westwood, Malcom McLaren y “Sex” o “Seditionaries”, nombres que fue adoptando la boutique del 430 de King’s Road? ¿Seditionaries no fue básicamente una usina de redireccionar la basura cultural? ¿No sólo una elección por lo bajo sino también una filosofía práctica de lo bajo?
Por otra parte, cuando Charles Shaar Murray calificó a The Clash como “el tipo de banda que debería regresar inmediatamente al garaje, y de ser posible con el motor del vehículo en marcha”, no sólo estaba provocando una reacción que se materializó en el inolvidable “Garageland” (tema que cierra el primer disco del grupo) sino que además terminó por oficializar el origen de una tradición en un locus preciso: el garaje como base de operaciones.

Continuará.

miércoles, 18 de julio de 2007

Einfühlung: el ruido del disparador

Una conexión-enlace que resulta inesperada: navegar es eso, un hallazgo impensado. Siempre sucedió: movías el dial y sintonizabas una canción que modificaba tu percepción del instante y cambiaba tu día. Hoy googleamos en la búsqueda de un dato y terminamos absorbiendo tantísima información que abre puertas paralelas, imprevisibles. Así como una etimología remite el sentido que teníamos de una palabra hacia territorios rarísimos, así los buscadores de Internet funcionan como las magdalenas proustianas: nos injertan recuerdos ajenos, nos abren a una temible proliferación. Incluso en sus minimalismos más consecuentes, el arte contemporáneo (todo el arte contemporáneo) funciona por acumulación, está multi-linkeado aunque no accionemos todos esos enlaces.
A Alfredo Prior le gusta recordar que “en una tela en blanco ya existen implícitas (y potenciales) todas las operaciones de la historia del arte”. Pero en este caso, el artista es alguien que devela: quita velos, desnuda, se pierde en la geología. Detrás de una imagen o sonido hay otra y después otra. Para un espectador moderno esto era un horror: había que ser original a toda costa y el pasado era un peso insoportable. Para un espectador contemporáneo la acumulación es ganancia: la obra se enriquece con todo lo que convoca. Su potencia hace rato que no está en la novedad, sino en sus evocaciones interminables.
Pero existe una diferencia capital entre “develar”, encontrar los núcleos escondidos y conectar sorpresivamente.
Para esclarecer esta diferencia, introduciré una palabra-clave: disparador. Guy Hocquenghem & René Scherer: “El disparador significa el inicio de una nueva experiencia, distinta. Ese sentimiento tan particular de comunicación sensible e íntima que puede provocar en nosotros otra persona, cosa o situación y que se denomina entropatía (Einfühlung en alemán).
(...) ¿Qué es el “momento” estético? En Cambridge, en un seminario sobre estética, Wittgenstein explica en lenguaje cotidiano las expresiones de ese impacto, a mitad de camino entre el recuerdo y el descubrimiento, propio de la sensibilidad moderna. A este instante lo llama “el disparador". “¿Qué es lo que me recuerda esto?” En un trozo musical puede haber un tema que, al escucharlo, me hace pensar “me recuerda una frase, pero ¿cuál?”. Distintas cosas me vienen a la mente, pero sólo una es el disparador”.
La historia del arte bucea en su propio pasado, en su archivo, en los datos que investigadores de distintas generaciones fueron almacenando. Convengamos que en lo intro de esta disciplina es muy raro que Prilidiano Pueyrredón linkee con una banda como El Otro Yo. Bueno, en las praxis del arte contemporáneo esto sería perfectamente posible, porque está repleta de disparadores (conectores de alta velocidad).
Walter Benjamín: “El Einfühlung se produce gracias a un disparador, una especie de embrague instantáneo.” El disparador no es la asociación libre, aunque algunos afirmen que sus bases se hunden en el azar objetivo.
El disparador es un instrumento clave a la hora de ingresar a una obra contemporánea (toda obra nace en un conjunto de heterogeneidades interconectadas): de Mathew Barney a Michel Gondry y Mónica Heller, de Félix González-Torres a Radiohead y Doris, de Mona Hatoum a Chris Ware y Adrián Villar Rojas, de Henrik Plenge Jakobsen a David Foster Wallace y Liniers, de Beck a Jason Rhoades y Damián Tabarovsky.
Hocquenghem & Scherer, nuevamente: “El disparador es el sentimiento moderno que se vivencia a sí mismo bajo la forma de un acontecimiento irremediablemente exterior e íntimo por su ruido. Término corriente, el disparador es comparable al nombre propio en el sentido de contener en sí su propia experiencia, fuera de todo significado, de todo referente preciso.”
Irremediablemente exterior e íntimo por su ruido”: captar el ruido de ese acontecimiento vivenciado, internalizarlo, esculpirlo, manipularlo: el disparador no es sino un fino colector de los más precisos ruidos.