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lunes, 27 de junio de 2011

JOHNNY O'CLOCK (Robert Rossen, 1947)

Husmeando en la extensa lista de películas negras —en las de calidad— es habitual toparse con Robert Rossen, ya sea en su faceta de guionista como en la de director. Un cineasta acosado, tocado, y casi hundido en el mejor momento de su carrera por el triste comité de actividades antinorteamericanas, que se lanzó a la realización con la atractiva cinta que hoy comentamos.



En Johnny O’clock (Dick Powell) todo gira alrededor del protagonista. Johnny es el gerente de un tramposo casino, a sueldo de un gangster. Como sucediera con otro famoso Johnny, el de Gilda (Johnny Farrell, interpretado por Glenn Ford), todo se desarrolla bajo su punto de vista y, como en el filme de Charles Vidor, la relación con la querida del jefe sólo puede acarrearle problemas. Hasta la trama se contagia de su apellido, O’clock: aquí el tiempo y los relojes tienen su importancia, sobre todo aquellos que se regalan con dedicatoria y pueden dejar en evidencia un adulterio o una conspiración. Servirán para precipitar el drama; y los disparos.

Paralelamente, el asesinato de una joven que trabaja en el local y la desaparición de su novio, un policía corrupto, se adelantan a la acción. Johnny quiere dejarlo estar, pero otra mujer —y ya es la tercera, pero la más guapa: Evelyn Keyes— se empeña en averiguar qué le ha pasado a su hermana. También un policía (Lee J. Cobb esta vez del lado bueno de la ley aunque dudemos de ello, estamos en el cine negro no lo olvidemos), aguarda a que el caso se resuelva solo. Espera a que los implicados diriman sus diferencias y mientras tanto se limita a molestar metiendo las narices para olisquear los turbios asuntos que allí se cuecen. Y es que como en el mejor film noir nadie es totalmente bueno, ni totalmente malo. Nada de maniqueísmos. Hasta el jefe gangster tiene su lado amable cuando descubrimos lo colado que está por su mujer, la femme fatale de la película.


La mujer fatal, la dama negra…, nos gustan los personajes estereotipados. Y los actores que han nacido para encarnarlos. El gangster bien podía haber sido el habitual Raymond Burr de estas cintas de serie B, pero Thomas Gómez no desentona en absoluto, da la talla (una XXXL) y convence. Qué decir de Dick Powell, un actor que se reinventó a sí mismo pasando desde jovencitos enamoradizos, en musicales primitivos, hasta personajes cínicos, pero vulnerables como los de Johnny O’clock. Creemos que dio lo mejor de sí en este tipo de registros que ya no abandonaría; navegando entre perdedores y ganadores falsos, con la conciencia tan manchada como impoluta era su presencia exterior.

Y nos gustan que esos personajes se vean a medias: nos encantan los claroscuros herederos del expresionismo. Es curioso como Rossen emplea las luces y sombras para resolver planos donde se barajan situaciones intimas y no conspiraciones. El director prefiere ser más estilizado con el conflicto amoroso que con la trama principal del crimen. Se esfuerza para que la luz de un mechero ilumine los rostros que se aman. Un plano, un momento mágico, que por sí solo da razón de ser a toda una película.


Ver Ficha de Johnny O’clock

No he encontrado el trailer, pero sí este fragmento en versión original. (atentos al minuto 2:50)


domingo, 1 de marzo de 2009

CINE FÓRUM: HISTORIA DE UN DETECTIVE (Murder, My Sweet de Edward Dmytryk, 1944)

Hoy proyectamos en nuestra sala privada una cinta que nos atrae especialmente por varios motivos: por pertenecer al género negro, el responsable de nuestra cinefilia empedernida; y por contar, al frente del reparto, con un actor que siempre hemos admirado, capaz de cantar y bailar en una película como Vampiresas de 1933 o de encarnar a uno de los detectives más obscuros, extraídos directamente de la literatura hard boiled.



Cuando la RKO "fichó" a Dick Powell para hacer una serie de comedias y musicales (en los que, insisto, el actor se hallaba encasillado desde los años treinta) no se imaginaban que la estrella iba a cambiar drásticamente de registro para unirse a los Humphrey Bogart, Edward G. Robinson o John Garfield en la edad de oro del cine negro. Esta transformación no fue casual: Powell exigió una cláusula en su contrato que le permitiera actuar en dramas, lo que le llevó directamente al papel de Philip Marlowe, basado en la novela "Farewell, My Lovely" de Raymond Chandler.

La cinta, finalmente se tituló Murder, My Sweet, para evitar la confusión a un espectador que podía creer que se encontraba ante un título afín a Desfile de Candilejas o a La Calle 42. Aterrado por el casting el director, Edward Dmytryk, siguió adelante con la película, con el beneplácito de Raymond Chandler que sí creía en Powell.

Lo cierto es que el actor resultó un convincente Marlowe, uno de los tres mejores en interpretar el papel. Quitando el experimento subjetivo de Robert Montgomery en La Dama del Lago (Lady in the Lake, 1947), y algunos menos afortunados, los otros destacables fueron Humphrey Bogart, en la obra maestra de Hawks El Sueño Eterno (The Big Sleep, 1946); y Elliot Gould en la singular El Largo adiós de Robert Altman (The Long Goodbye, 1973), donde la trama rozaba la parodia, los actores parecían improvisar y los diálogos anunciaban el cine de Quentin Tarantino, casi dos décadas antes.

La sensación de parecer que siempre estaba a punto de ser golpeado o convaleciente de alguna pelea, más la angustia que Chandler siempre le quiso dar a su personaje, encajaba muy bien con el físico más débil de Powell -pero la mente despierta- frente a unos oponentes tan amenazantes como Otto Kruger, con aspecto de Nazi, (La Segunda Guerra Mundial aún no había finalizado y los "malos" que mejor funcionaban de cara a la taquilla eran los de aspecto germano) y el gigantón Mike Mazurki.


Como en otras películas basadas en la obra de Chandler, los diálogos presidían un tratamiento del guión muy entretenido gracias a que el protagonista se enfrentaba a dos casos distintos; dos historias en apariencia diferentes que se solapaban y encontraban al final de camino. El relato en off, dentro de un larguísimo flashback, las ironías de Marlowe, la confusión de la trama, la rubia fatal (Claire Trevor) y la fotografía tenebrosa redondeaban uno de los mejores film noir de la época. Uno de los responsables de que Nino Frank (periodista francés) bautizara el género con dicho adjetivo.


La secuencia que vamos a tratar de analizar es la del arranque, la que viene justo a continuación de los créditos. Son algo más de dos minutos del más puro cine negro. Una maravilla para el aficionado y una oportunidad para ver, en muy poco metraje, casi todos los elementos que caracterizaron esta forma tan reconocible de hacer cine.




La secuencia arranca con el clásico interrogatorio; la cámara se desplaza desde el reflejo de la luz del flexo hasta un plano medio donde se pueden ver a policías y acusado alrededor de una mesa desnuda. La estudiada puesta en escena muestra a unos personajes parcialmente dibujados debido a la oscuridad reinante en la sala. El realizador aprovecha cualquier foco de luz proveniente del exterior, o de la llama de una cerilla, para resaltar siluetas, iluminar rostros y, en general, darle prioridad a la estilización por delante incluso de la acción. La propia trama demuestra lo formalista que era este tipo de cine, ya que la poca luz –y el flexo acusador- no deberían ser necesarios en un interrogatorio donde el imputado tiene los ojos vendados.

La confusión del diálogo, que no tiene todavía ningún sentido para el espectador, y el relato en off de Marlowe son imprescindibles para asegurar la pertenencia de la película al género. Lo que viene a continuación es una presentación del ambiente que va a rodear a toda la cinta y que sintetiza perfectamente el estado de ánimo del detective e incluso del espectador en aquellos años de Guerra Mundial. La ciudad que Marlowe describe no puede ser más amenazante: siempre de noche, con una atmósfera irreal donde las luces de neon le dan un aspecto casi fantasmal, y donde los automóviles circulan en contrapicado rozando el objetivo.

Pero lo mejor es el final. En el despacho de Marlowe, el relato del detective -“el silencio de muerte tiene algo que no es real”- coincide con la intermitencia de los anuncios de la calle. Los mismos que provocarán el reflejo discontinuo en la ventana de una figura espectral. Una visión que se hará realidad cuando el detective se gire sobre su asiento.

Fantástico ¿no?




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