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lunes, 9 de enero de 2017

CINE FÓRUM: LAS MODELOS (Cover Girl de Charles Vidor, 1944)

El nombre de Charles Vidor y el de Rita Hayworth permanecerán unidos en la memoria cinéfila colectiva gracias a Gilda (1946), película legendaria donde las haya. Sin embargo, un par de años antes el director y la actriz ya habían trabajado juntos en un estupendo musical del que vamos a hablar a continuación:























Como ocurrió con la mayoría de estudios en plena contienda mundial, la Columbia también se apuntó a la serie de películas cuyo objetivo era el entretenimiento de la retaguardia, de los que se habían quedado en casa. Se trataba de musicales, comedias o cintas de aventuras donde el color era tan brillante como las estrellas que los protagonizaban.

La compañía de los hermanos Cohn lo tenía complicado para competir con los musicales de la Metro Goldwyn Mayer y con las cintas a todo color de la Fox (estudio que se destacó en el escapismo para tiempos de guerra); pero gracias a su política de cesión de profesionales (en este caso la Columbia consiguió que la Metro le cediera a Gene Kelly) logró algún que otro éxito en esta faceta, como el obtenido por Las modelos.

La película es un convencional musical backstage, pero con una original estructura debido a la doble historia que se cuenta, una en el presente y otra en el pasado; ambas con Rita Hayworth como protagonista, y ambas con el mismo tema: el de tener que elegir entre la fama —y el dinero que lleva consigo— o el amor. En realidad el argumento es una variante de la típica trama de “Ha nacido una estrella”, donde Gene Kelly es el modesto empresario enamorado de Rita, y ella es la cantante emergente a la que quiere contratar el tercero en discordia: un potentado del mundo del espectáculo.


No obstante, la propaganda bélica se deja sentir con fuerza. Así, en la película se habla de la escasez de alimentos y de la necesidad de “machacar” al régimen nazi; en el número final se aprovecha para publicitar la venta de bonos; e incluso el propio Gene Kelly hace de sí mismo en un momento determinado de la ficción cuando se une a un grupo de artistas cuyo objetivo es divertir a los soldados que combaten en el frente.

Aunque el realizador del filme, Charles Vidor, no era de los directores musicales de primer nivel (como Vincente Minnelli, Stanley Donen o el propio Kelly), los números de la película sí se encuentran a la altura de los grandes musicales. Destaca el famoso tema “Long ago and far away”, que canta Rita Hayworth, que fue nominado al Óscar, y que resultó todo un éxito en Estados Unidos y en el mundo entero, una canción que ha sido versionada en multitud de ocasiones. También son notables, por su originalidad, el número “Alter-ego dance”, donde Gene Kelly baila con su propio reflejo en un escaparate; y el simpático “Poor John”, donde la Rita del pasado se ríe de su prometido con una divertida canción y un no menos gracioso baile.



Todos esos números son una maravilla, no obstante, nuestro  preferido es “Make way for tomorrow”, interpretado por el trío formado por Kelly, Rita y Phil Silvers. Es el número que ahora vamos a analizar:



La secuencia comienza en el bar después de que el trío de amigos abran sus ostras como es costumbre y descubran que no hay perlas en ellas, “quizás mañana cambie la fortuna” dicen a una y comienzan a cantar y bailar dentro del local. En esta primera parte hay música diegética pues alguien les acompaña al piano, y se puede decir que la escena pertenece al género tradicional. Sin embargo el resto de la secuencia, la que tiene lugar en el exterior, tiene mucho de musical moderno. Hay que recordar que la transformación fundamental surgió ese mismo año con el estreno de la coetánea Cita en San Luís (Meet Me in St. Louis, Vincente Minnelli, 1944). En ese filme y en los que vinieron después los personajes que cantaban y bailaban ya no eran artistas, sino gente de la calle, y los números surgían de forma espontánea sin necesidad de formar parte de una revista o de una actuación ante el público.

La segunda parte de la secuencia tiene lugar cuando Gene, Rita y Phil cogen unos instrumentos de fortuna y salen al exterior para recrear diversas acciones como las de la marcha militar del 4 de julio o la de un bote de remos hundiéndose. La canción sugiere que no hay que ceder a la tristeza, que hay que levantarse ante cualquier contratiempo y seguir adelante. Por cierto un tema muy adecuado para la época (nótense los sacos terreros de la calle que subrayan que estamos en guerra). La coreografía representa esa idea con pequeñas subtramas que demuestran que se puede narrar con el baile. Sin duda otro signo de que el musical se estaba haciendo adulto.

La tercera y última parte arranca con el encuentro con el policía. Al parecer toda esta escena rodada en la calle fue dirigida por Gene Kelly y se compone de travellings encadenados, algunos bastantes largos. El número ha vuelto a cambiar y ahora los tres amigos interaccionan con otros personajes que van apareciendo sucesivamente: el policía, una pareja besándose en un portal, el lechero y un borracho. Los dos últimos incluso se integran en la acción y forman parte de la coreografía que continúa imitando diversos oficios o acciones, como la de montar a caballo o bailar una danza india, ahora ya totalmente disparatados, de hecho han dejado de cantar, ya solo suena la música sin letra y por tanto sin un tema al que dedicar el baile.   

El número que acabamos de ver fue compuesto por los prestigiosos Jerome Kern e Ira Gershwin y fue fotografiado por Rudolph Maté que obtuvo una nominación al Óscar; premio que finalmente se llevó la banda sonora de todo el filme.



lunes, 26 de septiembre de 2016

CINE FÓRUM: DOS O TRES COSAS QUE SÉ DE ELLA (2 ou 3 choses que je sais d'elle de Jean-Luc Godard, 1967)

Uno de los movimientos cinematográficos que más nos interesan y que no podía faltar en nuestra sección analítica es la Nouvelle Vague. No es la única vez que tratamos a un autor de dicho grupo (aquí se puede repasar la entrada sobre Claude Chabrol), aunque sí la primera en la que nos detenemos para hablar de la obra de quizás el director más polémico de la nueva ola francesa: Jean-Luc Godard.



El debate sobre el realizador, que lejos de haberse cerrado aún sigue dando que hablar, se mueve tanto por la sinceridad —o la falta de ella— y por la vigencia de su cine, como por el aspecto autocomplaciente y críptico que tanto irrita a algún sector de la crítica, el mismo que no duda en calificar a su obra como tendente a la boutade.

Aunque admitimos que gran parte del cine de Godard ha envejecido mal, sin embargo no dudamos de la intención rompedora del cineasta en sus primeros años, quizás la más radical y comprometida políticamente de su generación. Desde luego nadie podrá negar que Godard, junto a los Truffaut, Resnais, Rivette o Chabrol, tuvo en su haber el lograr darle frescura a un cine que se estaba agotando, y en sentar las bases del cine actual de calidad, un cine más ecléctico que mezcla la modernidad de autores como Godard con el clasicismo narrativo de siempre.



Dos o tres cosas que sé de ella es un buen ejemplo de aquellas primeras cintas de Godard donde primaba la descomposición del modelo institucional clásico impuesto por Hollywood. La no-trama de la cinta, el discurso de personajes/actores que mezclan realidad con ficción, el manejo arbitrario —no tanto— de cámara y encuadre, la susurrante voice over (la del propio Godard) y la intelectualidad de todo el conjunto configuran un modelo radicalmente opuesto a todo lo que se venía haciendo anteriormente.  

Sólo hay que fijarse en el arranque para darse cuenta de que algo estaba cambiando en el cine europeo: los primeros encuadres presentan a Marina Vlady, Godard habla de ella como la actriz que es, la describe con detalle y al final observa como gira la cabeza hacia un lado, pero "esa mirada no tiene importancia". Marina habla con el espectador y nombra a Bretch. A continuación el objetivo la sitúa en el lado contrario y ahora Godard la describe como Juliette, el personaje. La joven vuelve a mirar a otro lado, y Godard insiste en que ese movimiento no supone nada especial. En dos planos se resume perfectamente lo que Godard pretende: confundir realidad con ficción o, mejor dicho, desmontar lo poco de ficción que hay para que el espectador pueda reflexionar sobre lo que se dice, sobre las imágenes que ve, sin el artificio de dejarse llevar por la acción, por la “falsedad” del cine. La cita de Bretch no es gratuita.



A lo largo de la película la estructura clásica se difumina hasta desaparecer: así, un niño hace sus deberes, lee la redacción sobre el compañerismo, pero luego dispara a la cámara con una metralleta de juguete; Juliette lleva a su hijo a una guardería que en realidad es una casa de citas; Juliette engaña a su marido o se prostituye junto a su amiga, con la mayor de las indiferencias, una actividad más, como la de ir de compras o tomar un café; etc. Es decir, Godard destroza la narrativa acostumbrada basada en la presentación, el nudo y el desenlace y la sustituye por una agrupación premeditadamente inconexa de imágenes donde las ideas prevalecen sobre cualquier atisbo de argumento. Es una forma de diferenciar, de reivindicar, el nuevo cine revolucionario frente al clásico asociado a la burguesía. Todo es política en el cine de Godard.




Así plantea el filme en su conjunto, pero también en cada secuencia, como vamos a ver enseguida. En las escenas concebidas por Godard los personajes confunden diálogo con pensamientos, y la acción carece de continuidad y de relación con la dialéctica o con el discurso del narrador:



La secuencia que acabamos de ver sigue el mismo esquema que el resto de la película: Godard intercala planos generales de una ciudad, con escenas donde los personajes deambulan por el metraje sin ninguna razón aparente. La cinta, como se ha dicho, carece de estructura, desde luego nada que ver con la narrativa clásica de la que se aleja definitivamente tras un amago de argumento más o menos legible; algo que se puede resumir con el visionado de esta secuencia, que podría ser la primera o la última, o cualquiera de las escenas centrales, como si fuera una novela de Cortázar.

El arranque con las imágenes de unas obras públicas lo explica el propio director entre susurros y más adelante en boca de sus personajes (en la secuencia donde las dos amigas se prostituyen debaten acerca del significado de los elementos urbanos con respecto al observador que se relaciona con ellos).

A continuación, en la segunda parte de la secuencia, Juliette entra en un bar. Mientras camina habla para sí misma, y para nosotros, (dice que se considera indiferente ante la vida). Su discurso se confunde entre la realidad de la propia actriz y la ficción del personaje, ya sea en su relación con los demás o en pensamientos en alto. No sabemos a qué atenernos.

Sigue una parte más o menos normal: ella se sienta, saluda a su amiga e intercambian algunas palabras; luego, la cámara la acompaña cuando va a por tabaco. El espectador digamos que se “acomoda” con una escena que se desarrolla en condiciones habituales de narración. Es un espejismo. La cámara abandona a la actriz para pararse en una cliente de la barra. Godard quiebra por completo la narrativa cuando el personaje/actriz se vuelve hacia la cámara para contarnos su vida (¿la del personaje?, ¿la de la actriz?) que nada tiene que ver con Juliette, cuya voz en off oímos mientras pide el tabaco.

Se trata de que el espectador sienta que las imágenes son un artificio y reflexione sobre las ideas que aquí y allá va soltando el director. De nuevo el discurso bretchiano llevado a sus límites más extremos. La rotura de la narración no es gratuita, ahora hay que estar atentos.

En la última parte de la secuencia el realizador inserta un diálogo sin aparente importancia: vemos con dificultad a Juliette en contraluz —Godard insinúa que el personaje no es esencial, que cualquier cosa puede pasar, o no puede pasar nada…—, mientras Juliette se acerca a la maquina de música, se habla en off de los zapatos americanos, de que sirven para aplastar vietnamitas y sudamericanos; después Juliette habla con una pareja de las relaciones fallidas y de la guerra, todo como quien comenta la predicción meteorológica. Godard se sale con la suya.



martes, 24 de febrero de 2015

CINE FÓRUM: ACOSADOS (The Chase de Arthur Ripley, 1946)

Que el cine negro es nuestro género más querido, creo que es de sobra conocido por los asiduos al blog; también lo es que usemos secuencias de películas del ciclo norteamericano, como la que traemos hoy, para nuestra sección más analítica (esta es la tercera vez que colgamos en la red un fragmento de un largometraje negro con dicha intención, las otras se pueden ver aquí y aquí).



The Chase es una cinta tan atractiva como poco conocida, de un director prácticamente ignorado. Fue realizada por Arthur Ripley, un cineasta que antes de pasar a la dirección había trabajado con Frank Capra, cuando ambos eran guionistas en beneficio de Harry Langdon. De sus largometrajes, la mayoría olvidados, destaca el que nos atañe, su mejor obra con diferencia, toda una joya del noir.

El propio Ripley y Philip Yordan llevaron a la gran pantalla la novela de Cornell Woolrich, "The Black Path of Fear", uno de los muchos textos del escritor que fueron adaptados al cine. Woolrich resultó ser una fuente inagotable de ideas, de tramas oscuras con tintes psicológicos muy utilizadas en el ciclo negro. Sus historias eran ideales para el clima de posguerra, para el sentimiento de culpa de todo un país por la inauguración de la era atómica y para el regreso de los excombatientes cuyo destino era el paro y la marginación.

En Acosados, Chuck (Robert Cummings) es un veterano de la marina que consigue un trabajo de casualidad como chófer para el gánster Eddie Roman (Steve Cochran) y para su mujer, Lorna (Michele Morgan). Chuck pronto se dará cuenta de que Lorna vive una pesadilla y se prestará a ayudarla para que escape de su encierro y de su marido. Con el tema de la huida como eje central de la trama, la historia se adorna de un ambiente onírico donde el espectador no sabrá distinguir la realidad de los sueños. Los traumas de Chuck producidos en la guerra, y la amenaza latente del violento Eddie, serán los culpables de una atmósfera por momentos surrealista que encaja perfectamente con el noir más estilizado.

El filme se beneficia del universo ambiguo, casi fantástico, de Woolrich para presentar unos personajes que deambulan entre tugurios de La Habana y se aman con la desesperación del que se sabe perseguido sin posibilidad de escape. El ambiente de pesadilla que viven los protagonistas es el ideal para que Franz Planer (director de fotografía virtuoso, educado en el cine germano y colaborador, entre otros, de Murnau) experimente con las luces y las sombras; y para que Ripley consiga una bellísima película negra.

The Chase no sólo destaca por la forma, también es una cinta donde brillan de manera especial los actores, seguramente gracias a unos personajes muy bien dibujados: Robert Cummings es el intérprete ideal para dar vida a Chuck, un tipo inseguro, un enfermo mental que se debate entre la realidad y la fantasía. Un héroe frágil al que Hitchcock supo utilizar en varias de sus películas. Michele Morgan, por su parte, es nada menos que la gran dama del Realismo Poético francés —con Michele en escena, da la impresión de que vamos a ver a Jean Gabin asomarse por alguna esquina—, un movimiento que anticipa el ciclo norteamericano.


Si la pareja protagonista es de altura, los villanos son simplemente los ideales del género: Steve Cochran, un característico muy típico del noir, y Peter Lorre, también de sobra conocido, tan cínico e inquietante como siempre, recuerda lo que el cine negro le debe al expresionismo alemán.

Para terminar, sólo un detalle: lo curioso que es el automóvil que conduce Chuck. Una limusina cuyos pedales se pueden manejar por control remoto desde los asientos de atrás. Algo que habitualmente hace Eddie para poner a prueba al chófer de turno. Una metáfora que resume toda la película —el control del gánster sobre todo y sobre todos— y que será la causa del excelente final.


Sin más preámbulos vayamos a la secuencia elegida que no es otra que la del arranque de la película. Dura unos cinco minutos, el tiempo que tarda el director en presentar a los personajes:



La secuencia se divide en tres escenas, la presentación de Chuck, la de Gino y la de Eddie. Apenas hay diálogo como corresponde a un buen cineasta que es capaz de elegir las imágenes y las transiciones para que el espectador extraiga rápidas conclusiones sin necesidad de explicar nada con palabras.

La primera parte comienza, justo después de los créditos, con un plano detalle de un cocinero preparando unas hamburguesas, la cámara se aleja en un movimiento muy elegante para que podamos ver a Robert Cummings, hambriento, mirando desde la calle. Su aspecto, sin afeitar, con un traje ajado, el cuello de la camisa arrugado, nos dice que está sin blanca. Lo primero que hace es tomarse una pastilla, lo que indica que tampoco se encuentra bien de salud. Dentro de la primera escena (muy bien estructurada como un todo: con este inicio, un desarrollo dentro del restaurante y un desenlace final cuando Chuck va a pagar y ve la tarjeta de visita) hay un punto de giro que es el encuentro con una cartera repleta de dinero. De la cartera, el director pasa a los platos ya sucios después de una suculenta comida; perfecta transición con elipsis incluida. Igual que el encadenado entre el plano detalle de la tarjeta de visita y el número de la puerta del edificio donde vive Eddie.

La segunda parte comienza en la entrada de la mansión del gánster. Arthur Ripley eleva poco a poco la grúa para ver en picado a Chuck que se empequeñece ante la vivienda. Un plano que da sensación de inquietud, igual que los ojos a través de la mirilla de la puerta, como si se tratase de una película de terror. Aunque estamos a pleno día, las sombras de los árboles también aportan su granito de desasosiego. Pero donde se luce realmente el director de fotografía es dentro del chalé, con las sombras de las persianas distorsionando el plano. En esta segunda escena destaca la aparición en plano general de Peter Lorre. El realizador se vale de la intertextualidad, de lo conocido que es el actor por el público, para presentar a su personaje de siempre encendiendo un cigarrillo, en este caso al cínico, poco escrupuloso y amenazante Gino. El escueto diálogo entre Chuck, que titubea ante las preguntas del sicario, y Gino, lo resuelve el director con plano contra-plano; un combate ganado a los puntos por Peter Lorre.

La tercera parte, se desarrolla en el piso superior de la mansión donde Eddie se acaba de afeitar y le están haciendo la manicura. La escena no tiene desperdicio. Eddie es cortante con la peculiar barbero a la que intimida con sus reflexiones y con una mirada desafiante que no presagia nada bueno. Cuando la manicura le hace daño, la reacción de Eddie es tan violenta como esperábamos, y como esperaba la peluquera. La secuencia finaliza con las dos mujeres bajando una escalera enmarcada por dos esculturas cuyas sombras se proyectan en la pared; mientras, Chuck espera su turno para entrevistarse con Eddie. La presentación de los personajes ya está servida, ahora comienza la trama.

Ver Ficha de Acosados.


lunes, 1 de diciembre de 2014

CINE FÓRUM: LA MASCOTA DEL REGIMIENTO (Wee Willie Winkie de John Ford, 1937)

Nada menos que con John Ford volvemos a nuestra sección más analítica, pero lo hacemos esta vez con una de sus cintas menores, un proyecto de los llamados alimenticios que Ford hizo para la Fox, y en los que generalmente primaban los intereses comerciales para aprovechar el tirón de alguna estrella de moda (en este caso, Shirley Temple).


Se preguntarán por qué hemos elegido esta cinta cuando del mejor director que nunca haya existido hay un buen puñado de obras maestras dignas de estudiar. Lo hemos hecho precisamente por la admiración que profesamos hacía este genio del séptimo arte, y a su capacidad para conseguir hacer suya cualquier trama, por trivial que ésta sea. Así, en las manos de Ford, la historia de La mascota del regimiento, una película convencional de aventuras en la India con niña prodigio incluida, se convierte en una cinta de interés gracias a contar con algunos elementos muy reconocibles dentro de su cine.

El filme se basa en una novela de Rudyard Kipling y se adaptó a la gran pantalla para mayor lucimiento de Shirley Temple (en la historia original era un niño el protagonista): Priscilla (alias “Winkie”) y su madre viajan a la India para reunirse con el abuelo de la pequeña. Llegan en un difícil momento dadas las escaramuzas de los nativos en la región y el mal carácter del abuelo, a la sazón coronel del regimiento. Con estos mimbres, cualquier otro  habría explotado el ñoño conflicto que subyace en la trama entre la pequeña repipi, pero encantadora, y el estirado abuelo, el coronel ordanencista interpretado por C. Aubrey Smith, en su registro de siempre —en el cine patrio hay varios ejemplos, casi todos dentro de la saga de Marisol, véase Un rayo de luz (Luís Lucia, 1960)—. Ford, sin embargo, no va por ese camino (aunque lo roza por exigencias del guión), prefiere darle una mayor importancia a un personaje que en la historia original apenas lo tenía: el sargento MacDuff (Victor McLaglen).  Gracias a este giro de la historia, Ford puede dar rienda suelta a su particular visión del ejército, al contraste entre las distintas clases dentro de él, y al retrato de un personaje que le encanta, el del rudo soldado con gran corazón.


Con el nuevo enfoque, la relación entre la niña y el suboficial se convierte en el eje de la película. Mientras el sargento se encarga de enseñar a la pequeña la profesión de las armas, el director aprovecha la coyuntura para poner el énfasis en subrayar la camaradería dentro de la tropa y los valores tradicionales del ejército. Como en sus mejores películas, Ford deja espacio para la añoranza por la patria lejana. En este caso cambia la tierra irlandesa por la escocesa, pero la esencia es la misma. La banda sonora de Alfred Newman, con su fondo de gaitas, es la ideal para el propósito del cineasta.

Impecable en las escenas de acción, efectivo en el ritmo de la cinta y en la aventura, Ford se distingue, una vez más, por su capacidad de emocionar al público con las imágenes sin necesidad de muchas palabras. Un par de ejemplos ilustrarán esta cuestión:




La primera de las escenas es la visión que Ford tiene del despertar de este regimiento escocés. Es, prácticamente, una secuencia muda, una serie de gags que en poco menos de dos minutos nos ponen en situación.

El fragmento arranca con el toque de diana y con un travelling que recorre los pies de los soldados encadenados a sus fusiles. La presentación que Ford hace es original a la par que simbólica: los militares no pueden estar más unidos a las armas.

A continuación viene el aseo. El contraste entre unos hombres semidesnudos, con faldas, y su rudo comportamiento a la hora de lavarse y afeitarse, o de exigir a los criados que den el agua, es muy gracioso.

Luego podemos ver el divertido sketch en el que intentan despertar al sargento, primero con la gaita y luego con la trompeta, y que termina con el niño en el agua como si fuera un corto cómico del cine mudo. Precisamente, con la escena del baño involuntario del pequeño corneta, Ford propone otro contraste: el de clases dentro del ejército, lo hace con el ridículo comentario del oficial que pasa en ese momento por el exterior del barracón y ve al niño zambullirse en el tonel.

Pero lo mejor de todo es el final: el sargento, todavía dormido, se baña y se afeita en la especie de abrevadero que son los lavabos ante los incrédulos ojos de sus compañeros. Un acto del todo sorprendente que nos dice mucho acerca de la personalidad de MacDuff.

El sargento, al que da vida Victor McLaglen, es un viejo conocido por los aficionados al cine del realizador. Es el mismo que lidera La patrulla perdida; es también el sargento Mulcahy de Fort Apache, donde por cierto vuelve a compartir cartel con una ya crecidita Shirley Temple; es, asimismo, el sargento Quincannon en sus dos versiones, en la de La legión invencible y en la de Río Grande; y es, en fin, uno de los personajes más entrañables y más usados por John Ford en toda su carrera.




La segunda secuencia ya no tiene nada de graciosa: es la escena del entierro del suboficial y viene a certificar algo que ya sabemos, que Ford es tan bueno en las tomas cómicas como en las dramáticas.

Arranca con una imagen del arriado de la bandera a media asta mientras suenan las gaitas del regimiento en memoria del sargento. Ford utiliza durante toda la secuencia una cámara en contrapicado para resaltar las formaciones, los desfiles, los caballos en fila, pero también para poder ver el cielo. El director no tiene a su querido Monument Valley (que comenzará a utilizar con asiduidad en sus westerns a partir de La Diligencia, dos años más tarde), pero sí se vale de las nubes, de esos cielos que nadie como él ha sabido fotografiar para conseguir el efecto que desea: el de intensificar la emoción con el encuadre de un paisaje épico que resalte aún más la trascendencia del hecho que se está filmando, que lo sublime y lo enmarque.

Ford nos cuenta con sus propias palabras (en la serie de entrevistas que le hizo Peter Bogdanovich) cómo consiguió esta escena, sin duda la más emotiva de la película:

“Un día estaba muy nublado —había llovido—, pero con nubes bonitas, de esas que tienen un poco de luz. Normalmente habríamos cerrado, pero yo llevaba un estupendo cámara, Artie Miller, y dije:
—Tenemos que hacer algo con este tiempo, con estas nubes. Tenemos aquí a todo el mundo; ¡vamos a enterrar a Víctor!
Y Artie dijo:
—Es una idea estupenda. Vamos a abrir un poco el diafragma; nos dará un buen efecto.
Y así hicimos el funeral”

Y así lo hicieron. Con Arthur C. Miller (tres Óscar en su carrera como director de fotografía, entre ellos el de Qué verde era mi valle), pero también con Ford eligiendo esas bellas tomas y editándolas con un montaje paralelo donde Shirley Temple entra en el barracón vacío. Un plano muy adecuado, con una estilizada fotografía crepuscular de tono bajo que representa la soledad de la niña, donde las camas se encuentran tan alineadas como los soldados que rinden honores a la figura del militar caído en combate.


miércoles, 5 de febrero de 2014

CINE FÓRUM: JENNIE (Portrait of Jennie de William Dieterle, 1948)

Hoy traemos a nuestro cine club particular la pregunta del millón: ¿Puede el amor durar eternamente? O lo que es lo mismo: ¿Es el amor más poderoso que la propia muerte? El director, William Dieterle, y el productor, David O. Selznick —se nos antoja que más el segundo que el primero, ahora veremos—, responden a esta cuestión con una obra maestra:


La cinta narra cómo Eben, un pintor sin suerte (Joseph Cotten), se encuentra un día en el parque con Jennie, una niña muy particular (Jennifer Jones, regular caracterizada como jovencita, dada su edad). La pequeña viste como si perteneciera a otra época y se refiere a hechos acaecidos hace varias décadas como si estuvieran sucediendo en ese momento. Eben se queda prendado de Jennie y se pregunta si no ha sido todo una alucinación.

Jennie es en realidad una adaptación de la novela de Robert Nathan a cargo de hasta cuatro guionistas, siempre con la supervisión-intromisión de Selznick —el productor que no sabía o no quería delegar—, todo para conseguir un producto que sirviera de lucimiento a su descubrimiento personal, y a la sazón esposa, Jennifer Jones. La cinta es un melodrama fantástico que reflexiona acerca del amour fou, con un ambiente onírico, muy bien realizado desde la parte técnica e interpretado con el mismo tono melancólico por todo el reparto.

Al estilo de Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson de Henry Hathaway, 1935), Eben y Jennie se encuentran media docena de veces y se van enamorando siempre como en un sueño. El largometraje se estructura entorno a esos seis encuentros en donde vemos como Jennie va creciendo paulatinamente. Selznick, en un principio, consideró la opción de contratar a varias profesionales para que dieran vida al personaje principal en sus sucesivas etapas, pero finalmente desechó la idea por el riesgo que corría al depender de tantas actrices para la película. Suponemos que también tomó esa decisión para ahorrar un dinero que luego empleó en presentar a su mujer tan maravillosa como de hecho sale en pantalla, siempre como envuelta en una aureola, apareciendo y desapareciendo de forma mágica.

Para el papel de Eben, Selznick se decidió por Joseph Cotten (se llevó un premio en Venecia por su trabajo en el filme) que actúa casi con el mismo registro que en El Tercer Hombre. Eben se comporta como perdido, esperando que aparezca Jennie en el momento menos pensado, en el parque, detrás de un árbol, o en el portal de su casa. El personaje deambula por la historia sin saber qué pensar acerca de su extraña relación con una persona que parece existir sólo en su imaginación.


William Dieterle, suponemos que atado por corto por Selznick, rueda el drama romántico con un tono expresionista ayudado por la excelente fotografía de Joseph H. August, técnico nominado por su trabajo al Oscar y tristemente desaparecido antes de finalizar el filme. No era la primera vez que Dieterle se enfrentaba a una película rodeada de niebla y claroscuros, o a una cinta fantástica: Fog over Frisco (1934) o El Hombre que vendió su alma (All that money can buy, 1941), respectivamente, son algunos ejemplos dentro de una filmografía repleta de muy buenos largometrajes.

Para resumir, sólo decir que Portrait of Jennie es el típico producto made in David O. Selznick: la cuidada adaptación de un novelón, con muy buenos decorados, excelsa fotografía, música envolvente (primero de Bernard Herrmann, despedido por Selznick, pero dejando en la cinta el tema que canta Jennifer Jones; y después, a cargo de Dimitri Tiomkin, plagiando, según sus compañeros, temas de Claude Debussy) y un excelente reparto, con dos grandes damas de la actuación acompañando a Cotten y Jones: Ethel Barrymore y Lillian Gish.

Y ahora vayamos, como siempre, a hacer un esbozo de análisis de una de las escenas de la película. Estamos en la segunda mitad de la cinta y asistimos a uno de los seis encuentros entre Eben y Jennie:



La secuencia dura ocho minutos aproximadamente y se divide en dos partes: el encuentro nocturno y el posterior paseo por la ciudad, y la escena que transcurre en la buhardilla de Eben.

En la primera parte, Eben pasea por el parque y, mientras se pregunta si es víctima de una especie de encantamiento que supera el paso del tiempo, aparece Jennie de entre las sombras, a contraluz de una farola. El efecto es mágico y, si bien la cinta ganó el Oscar a los mejores efectos especiales, el plano de  la silueta de Jennie acercándose en la oscuridad parece que se debe más a la habilidad del director de fotografía que a otra cosa.

Eben y Jennie hablan con la melancolía que preside toda la película, con cierta ambigüedad en los diálogos, aludiendo al tiempo y al paisaje con tristeza, a veces como si la otra persona no estuviera presente, como si estuviesen hablando en sueños. A continuación pasean de madrugada por una ciudad que duerme, vacía, muy adecuada para el entorno onírico de la secuencia. La presencia del puente al final de esta parte de la escena es muy simbólica: Jennie comenta que nada separará a los amantes, mientras el viaducto se convierte en una metáfora al representar el enlace entre los dos mundos, el real y el del más allá; la misma conexión que mantiene unidos a Eben y a Jennie.  

La segunda parte transcurre en el estudio del pintor. Eben da los últimos retoques al cuadro mientras Jennie posa envuelta en la niebla. Ella se mantiene en un estado intermedio entre un mundo y otro, como si estuvera a punto de desvanecerse. La fotografía de nuevo es perfecta para reflejar esa sensación de alucinación, de ensueño. En especial cuando Jennie se duerme. Dieterle cambia del plano medio al primer plano y vemos como a Jennie se le van cerrando los ojos mientras habla del futuro, del destino. Y aquí viene lo mejor de la secuencia: Jennie permanece inmóvil, como congelada. Parece que se haya quedado así para la eternidad, como quedará en el cuadro que Eben está pintando, rodeada de una luz que difumina su figura. Sencillamente fantástico.

Eben la despierta de una especie de trance. ¿Dónde estamos?, pregunta ella cuando el espacio y el tiempo no parecen tener importancia en una relación que traspasa ambas dimensiones. Después, se acercan al cuadro ya terminado — insistimos en lo que representa una pintura con respecto al tiempo: un retrato perdura más allá de la vida del que lo pintó y de su modelo— y a continuación contemplan otros dibujos del pintor; algunos no presagian nada bueno, como se verá más tarde (es el elemento de suspense que guarda la película hasta la conclusión y que no vamos a desvelar).

La secuencia finaliza de la misma forma que comenzó, con la mágica desaparición de la protagonista. Esta vez Dieterle se vale del pañuelo que Jennie lleva a lo largo de la película y que viene a demostrar que la presencia de la mujer en la vida de Eben no ha sido un sueño. Jennie se lo coloca delante para desvanecerse como un fantasma ante la cámara en otro efecto que se debe más al montaje y a la fotografía que a cualquier otra técnica. De nuevo, sensacional.

Espero que les haya gustado.

Ver Ficha de Jennie.



Y muy pronto... CENIZAS PARA UN BLUES.

lunes, 23 de septiembre de 2013

CINE FÓRUM: EL PUENTE (Die Brücke de Bernhard Wicki, 1959)


Hoy dedicamos nuestro cine club a una cinta alemana muy relacionada con las nuevas olas que surgieron en Europa a finales de los cincuenta (ya hemos hablado aquí de la nouvelle vague y el free cinema). Una película que sigue la misma línea realista y de ruptura con el clasicismo que sus contemporáneas, pero que cuenta con el importante matiz de la coyuntura germana de la posguerra. Y es que el recuerdo del conflicto que asoló al mundo a causa del delirio de toda una nación era demasiado intenso como para no modular el nuevo cine alemán. El Puente es un buen ejemplo, acaso el mejor, de aquel movimiento cinematográfico.
 

 
Dirigida por Bernhard Wicki, un actor de la vieja escuela que realizó una decena de cintas y que sorprendió con esta obra maestra, El Puente se basa en la novela de Manfred Gregor para narrar la historia de la defensa de un viaducto a cargo de siete adolescentes:

Estamos en abril de 1945 y el ejército alemán se bate en retirada desde todos los frentes. En una aldea, que se ha mantenido en la retaguardia durante todo el conflicto, viven siete muchachos de dieciséis años que sueñan con gloriosas batallas, estudian los partes de guerra y juegan a los soldados en la ribera y en el viejo puente. Son jóvenes de diferente clase social, la mayoría con la familia destrozada por la pérdida del padre o su minusvalía, pero todos con la misma ilusión por combatir. Tanto es así que la llegada de la orden de movilización obligatoria para personas de su edad supone motivo de alegría. Alegría para ellos, pero desesperación para las madres y el maestro de la escuela; también para los militares que se encargan de la movilización, que ven como los reclutas que acuden a la llamada a filas son sólo niños.

Cuando, sin apenas instrucción, la compañía recibe la orden de partir hacia el frente, el capitán se apiada de los muchachos y ordena al sargento del pelotón que cuide de ellos y les asigne una misión sin importancia, lejos de la batalla: se trata de defender el puente del pueblo, el mismo lugar en el que llevan jugando desde que nacieron. Pero todo se tuerce cuando el sargento tiene un inesperado encuentro y cuando el movimiento de las fuerzas aliadas cambia de rumbo y se dispone a atravesar el pueblo…

 

La cinta, por tanto, se estructura en dos partes muy diferentes: en la primera, si bien se denuncia la corrupción nazi con el retrato del jefe del partido del pueblo, padre de uno de los muchachos, da la impresión —engañosa como se verá luego— de que Wicki se coloca al lado de los niños y de su punto de vista patriótico y nacionalista. En realidad es una metáfora de la propia Alemania al comienzo de la guerra (insistimos en que prácticamente están representados todos los estamentos: desde la clase alta, con el niño que quiere seguir la tradición militar, hasta la menos favorecida económicamente, pasando por familias disidentes o fieles al partido).

En la segunda parte, a partir de la incorporación a filas y desde que los niños ocupan su puesto en la defensa del puente, la cruda realidad se va apoderando de la cinta progresivamente. La actitud de los jóvenes al principio es la misma: el juego de la guerra, de la grandeza de la patria, en su puente de siempre. Pero a medida que distintas personas intentan cruzar el viaducto o les hacen una visita, la situación va cambiando y la cinta se posiciona claramente por el antimilitarismo. Hasta los rostros de los niños van evolucionando mientras se ven abocados al desastre. Como la propia Alemania, sus sueños de grandeza se tornan en pesadilla.

El Puente fue un impacto no sólo en su país sino en el mundo entero donde cosechó importantes premios (Globo de Oro, nominada al Óscar a la mejor película extranjera, premio en Valladolid, etc.). Su director, austríaco de nacimiento, golpeó con fuerza en la conciencia de sus compatriotas con este filme de denuncia.

 

Y vamos con la secuencia a analizar. Nos encontramos en la segunda parte de la película con los siete muchachos abandonados a su suerte: solos en el puente. Se hace de noche…


 

El fragmento seleccionado de la película dura poco más de cinco minutos y se puede dividir en tres escenas, cada una de ellas centrada en los personajes que visitan por la noche a los jóvenes centinelas:

En la primera escena, un vecino del pueblo viene a advertirles de lo peligroso que es permanecer en el puente. Es una persona de cierta edad que representa una actitud más reflexiva sobre lo que está pasando en el país, y que contrasta intencionadamente con la postura irresponsable de los muchachos. Éstos, envalentonados por sus flamantes uniformes y, sobre todo, por sus armas, se enfrentan a él, le apuntan con una pistola y provocan que huya. Se dan cuenta del poder que les confiere la fuerza —de nuevo queremos subrayar la acertada simbología del comienzo de la “aventura” nazi—, de la forma tan fácil que han solventado el problema. Aunque alguno de ellos ya se muestra preocupado, el incidente ha reforzado aún más su actitud y continúan pensando que todo es un juego, de hecho se ponen a reír, a hacer prácticas de tiro, a jugar con unos botes.

La segunda parte consigue alterar algo el punto de vista de los niños: un camión repleto de soldados huye del frente. Parecen aterrorizados. El sargento al mando ordena a los muchachos que les dejen pasar. Algo ocurre en el frente y los jóvenes militares comienzan a dudar.

En la tercera escena, el director insiste en la huída del ejército alemán. El grado de abstracción es mayor cuando ahora los niños parece que asistan como unos espectadores más al drama de los soldados que corren por sus vidas. Un oficial, que parece ajeno a la presencia de los muchachos, está desesperado por la avería de su sidecar. Maldice su situación y obliga a un camión de la cruz roja a pararse para subirse en él. En ese momento, con el vehículo detenido por otra avería, es cuando los heridos se dan cuenta de la presencia de los muchachos. Les tiran una tableta de chocolate “para que se la coman antes de morir”. Es esta parte la más dura de la secuencia. El director gestiona la escena alternando primeros planos de los heridos, la mayoría sangrando y horriblemente mutilados, con tomas cercanas de los niños, de sus rostros, con el terror deformando el gesto mientras se dan cuenta de la cruda realidad.

En toda la secuencia, los “visitantes” aparecen y desaparecen como fantasmas en la niebla. Wicki juega con ese efecto y también finaliza con él cuando en una toma general, deja a los siete jóvenes, solos en el puente, entre una bruma que no presagia nada bueno.

Si bien la película aún no ha entrado en la fase de combate, esta introducción bastaría por sí sola, sin necesidad de más secuencias explicitas de la batalla, para conseguir el efecto de denuncia deseado. Claro que esto no es más que el comienzo…


Ver Ficha de El Puente.



lunes, 24 de septiembre de 2012

CINE FÓRUM: EL DESFILE DEL AMOR (The Love Parade de Ernst Lubitsch, 1929)


Nuestros lectores más asiduos a la sección de cine club habrán notado que nos gusta traer, de vez en cuando, alguna secuencia para analizar procedente de aquellos pioneros del cine mudo que sentaron las bases de lo que llamamos cine moderno. Hoy, de nuevo, volvemos la vista atrás, en esta ocasión para fijarnos en una cinta que fue muy famosa en su día y que significó la primera incursión en el cine sonoro de un director al que admiramos: Ernst Lubitsch.























Somos conscientes que The Love Parade ha sufrido con el paso de los años una merma considerable y, vista hoy en día, su rudimentaria producción llama mucho la atención en sentido negativo. Sin embargo, en nuestro modesto proceso de análisis —en el que siempre procuramos descontar el tiempo—, y tras situarnos en aquella época en la que la llegada del sonoro fue todo un acontecimiento, podemos observar, con cierta objetividad —muy poca, dada nuestra simpatía por el director berlinés—, las bondades de esta película.

El argumento es muy simple, se basa en la opereta “El Príncipe Consorte”, de los dramaturgos Leon Xanrof y Jules Chancel: 

El conde Alfred Renard (el simpático Maurice Chevalier) es destituido de su cargo en Francia por su afición a poner los cuernos a todos lo maridos parisinos. De regreso a su país, al imaginario reino de Sylvania, es llamado a la corte para ser reprendido por la reina Louise (Jeanette MacDonald, debutando). Su Majestad cae rendida al encanto del subordinado y, tras un fugaz noviazgo, se casan. Pronto, Alfred se dará cuenta de que no es más que el príncipe consorte y que no pinta nada en palacio ni tampoco decide las cosas de la alcoba…


Es una trama ligera y agradable en la línea de otras operetas que Lubitsch filmó antes de la llegada del sonoro, en las que, por cierto, no se echan nada de menos las canciones (véase la excelente El Príncipe Estudiante, The Student Prince in Old Heidelberg, 1927). En El Desfile del Amor, los números musicales son demasiado estáticos (ahora veremos por qué), pero muy divertidos. Así, tenemos la despedida de París, “París, Stay the Same”, cantada por Chevalier, luego por su criado (Lupino Lane) y, por último… ¡por su perro! También destaca la canción que da título a la película, cantada por Chevalier y Jeanette MacDonald: “My Love Parade”; y el número de Lupino Lane y Lillian Roth, “Let’s be Common”, donde reivindican su condición de lacayos y donde los exagerados movimientos de Roth nos recuerdan algunos largometrajes de Lubitsch tan primitivos como graciosos, en especial LaMuñeca (Die Puppe) y La Princesa de las Ostras (Die Austernprinzessin), ambos de 1919.

El guión de El Desfile del Amor corrió a cargo de Ernst Vajda y supuso el inicio de una serie de películas parecidas, todas de éxito, con el mismo grupo de director, actores y guionista. La fama de Maurice Chevalier fue en aumento y se descubrió a Jeanette MacDonald que hizo lo mejor de su carrera junto al cantante galo. Desde luego, estaba mucho más picante y descarada a las órdenes de Lubitsch que más tarde, en su etapa de la Metro, en aquellos musicales en los que hizo pareja con el cursi de Nelson Eddy.


Pero la importancia de The Love Parade, bajo nuestro punto de vista, radica en la forma en la que Lubitsch se enfrentó al sonoro (ya hemos dicho que fue su primera película hablada).  Y es que, desde el año 1927 —El Cantor de Jazz (The Jazz Singer de Alan Crosland) tuvo la culpa— y hasta bien entrada la década de los treinta, la llegada del sonoro provocó que Hollywood se sumiera en una especie de oscura Edad Media. De repente, todo lo que se había avanzado en la producción de películas sufrió tal retroceso que el movimiento del objetivo, la puesta en escena e, incluso, la interpretación casi viajaron en el tiempo hasta los albores del cine silente: las cámaras se volvieron estáticas debido a que tenían que protegerse en enormes contenedores de cristal para que los rudimentarios micrófonos no grabaran el ruido de sus motores; los actores regresaron a los gestos exagerados porque los primeros sistemas de grabación exigían una vocalización extrema; y la puesta en escena se volvió excesivamente rígida, casi teatral, al tener que situarse los actores cerca de los dichosos micrófonos.

Lubitsch, en su afán para que The Love Parade escapara de ese retroceso, intentó manejar el sonido de la mejor forma posible. El director había llegado muy lejos en sus últimas películas mudas —El Abanico de Lady Windermere (Lady Windermere’s Fan, 1925), por ejemplo, es todo un prodigio de movimientos de cámara, angulaciones y planos secuencia— y no quería que la nueva tecnología arruinase todo lo que había logrado. Para ello, rodó buena parte de la película como si fuera muda y después incorporó la banda sonora, doblando algunos diálogos, algo que nos parece muy normal ahora, pero que entonces fue toda una revolución. Además, lejos de enemistarse con el sonido, lo tomo por aliado en secuencias como las de la noche nupcial cuando la salva de 300 cañonazos para celebrar el matrimonio real provoca que el flamante marido comience a dudar de si ha tomado la decisión correcta. También la escena del ladrido de la mascota, cantando al compás de la música, va en ese sentido, y la propia estructura de la película, con las canciones integradas en la historia, configurando un musical bastante adelantado a su tiempo.


Y ahora, sin más preámbulos, nos dirigimos a analizar la secuencia elegida. Se trata del arranque, justo después de los créditos. Estamos en París…

  

La secuencia es all singing y all talking, como las anunciaban entonces, pero es esencialmente muda. Rodada con muy pocos diálogos, está basada en primeros planos, planos detalle, en las miradas de los personajes y en el montaje, y muestra lo lejos que había llegado Lubitsch en el período silente y lo hábil que era narrando con las imágenes. El sonido está allí, pero no supone un impedimento para que el director de rienda suelta a su buen hacer.

La escena es en sí un corto, casi independiente al resto de la trama. Hay introducción, desarrollo y conclusión. Hasta existen dos puntos de giro que separan cada una de las fases. 

La secuencia comienza con un plano de situación, más bien con un “cuadro” de situación, una composición con lo más típico de la noche parisina, el Can-Can, la torre Eiffel, Le Moulin Rouge,… el champán. En el mismo sentido, a continuación, viene el primer número musical: “Ooh, La La” nos anuncia el género de la película y sigue con los tópicos, en especial el del champán. Es una simpática canción, con sorpresa final incluida, interpretada por Lupino Lane en un plano medio estático. La escena finaliza con una ligera panorámica del criado abandonando la habitación y cerrando la puerta.

El portazo da pie al inicio del siguiente encuadre, también con una puerta cerrada (aquí realmente es cuando comienza nuestra secuencia). Un plano general muy típico en el cine de Lubitsch, tan aficionado al vodevil y a dejar que el espectador imagine lo que sucede detrás de esa puerta (se oye una discusión, otro recurso sonoro). Del dormitorio sale Maurice Chevalier que se dirige al público en una pose brechtiana para anunciar que su pareja es muy celosa. Un plano detalle de una liga parece darle la razón a la enfadada mujer, sobre todo cuando Lubitsch enseña las piernas y comprobamos que a ella no le falta ninguna liga (más tarde repetirá plano cuando la reina enseñe las extremidades inferiores a un sorprendido gabinete ministerial). Con un montaje rápido y sin palabras vemos como la señorita se dispone a vengarse de Chevalier. Plano detalle de una pequeña pistola que saca del bolso y plano medio de los dos discutiendo de nuevo, en francés, hasta que viene el primer punto de giro: llega el marido (Chevalier nos hace de traductor mirando a la cámara por segunda vez).

De nuevo el plano de la puerta cerrada y el marido que accede a la habitación. Un corte a la mujer que se dispara cayendo al suelo, corte al marido y vuelta a ella ya en el suelo. Es un montaje rápido que hace que parezca que la cámara es la que se mueve. Lo que viene a continuación es el enfrentamiento entre marido y amante. Otra vez el montaje dinámico entre los dos y el plano detalle de la pistola. Lubitsch los reúne en el cuadro abandonando el juego del montaje. Es cuando suena una música no diegética, de suspense. Después de un ligero y elegante travelling en profundidad, el marido dispara. La escena parece haberse convertido de comedia en tragedia. Pero es tan solo una ilusión: el conde Renaud ni se inmuta. No había balas. Es el segundo punto de giro.

La conclusión es tan simpática como el resto: de la pareja amante-marido a la supuesta muerta que abre los ojos. El director deja a Chevalier solo y reúne al marido con su mujer. Una panorámica sigue a Alfred hasta un buró donde comprobamos (otro plano detalle) la cantidad de pistolas que hay en el cajón, tantas —se imagina el espectador— como veces se ha reproducido la escena.

Lubitsch finaliza la secuencia siguiendo con el mismo juego de montaje entre la cámara que filma a Chevalier y la que sigue al matrimonio; con intercambio de miradas entre ellos, y con algo de su repertorio de insinuaciones sexuales: el marido no consigue cerrar la cremallera del vestido de su mujer, pero el amante sí lo hace —y ella no puede disimular su agrado—. Es un ejemplo de lo que se ha llamado “El toque Lubitsch”: Ella va de un encuadre, el del marido, al otro, el del amante. Una vez que el amante le ha hecho “el favor”, regresa con su esposo.

La secuencia concluye con una panorámica que sigue al matrimonio mientras éste abandona la habitación. Un movimiento prácticamente igual que el del principio, cuando el criado salía del salón, y que provoca que la escena sea redonda.


Ver Ficha de El Desfile del Amor.


miércoles, 18 de abril de 2012

CINE FÓRUM: LA BELLA DE NUEVA YORK (The Belle of New York de Charles Walters, 1952)


No podíamos tardar más en llevar a nuestro cine club particular un musical de los años dorados de Hollywood. Nos hemos decidido por una cinta no demasiado conocida, aunque sí importante, de hecho es la película que posee, en proporción, mayor cantidad de números musicales, comparándola con todas las de la época.






















La Bella de Nueva York (no confundir con la divertida comedia de Wellman, La Reina de Nueva York) es el típico producto elaborado por la Metro Goldwyn Mayer cuando se encontraba en todo su apogeo. La cinta está producida por Arthur Freed dentro de su famosa fábrica de los sueños, la Freed Unit, y protagonizada por dos estrellas como Fred Astaire y Vera Ellen.

Astaire es Charlie, una especie de play boy mantenido por una tía millonaria que no termina de sentar la cabeza. Un día, paseando por el parque, conoce a Ángela (Vera Ellen), una activista del Ejército de Salvación de la que se enamora perdidamente. Él sabe que ha encontrado su media naranja porque se siente como si flotase en el aire; literalmente. El argumento es algo más original que el habitual de chico conoce a chica, se enamoran, se pelean y se reconcilian con boda incluida, por introducir un elemento muy gracioso: cada vez que sienten el amor se ponen a levitar. Eso da pie a números musicales tan divertidos como “Let a Little Love Come In”, con Astaire cantando y bailando en lo alto de un arco de triunfo.


Independientemente de la trama, que es lo de menos, la cinta es un disfrute continuo por la cantidad de propuestas musicales que ofrece. Charles Walters fue el encargado de llevarlas a la gran pantalla con la eficacia que luego veremos. El director estaba en su mejor momento creativo, justo después de firmar Desfile de Pascua (Easter Parade, 1948) o Vuelve a Mí (The Barkleys of Broadway, 1949) (la última película que hicieron juntos Fred Astaire y Ginger Rogers), y antes del gran éxito que fue Lily (1953); a partir de ahí su cine fue decayendo paulatinamente.

Además del número citado, destacan “Who Wants to Kiss The Bridegroom”, una despedida de solteros con la que arranca el filme, donde Astaire canta y baila con un montón de chicas en una habitación; “Oops”, que analizaremos más tarde; y los geniales “A Bride’s Wedding Day Song”, que bailan Astaire y Vera Ellen con la fotografía como excusa para pasar por las cuatro estaciones, y “I Wanna Be a Dancin’ Man”, el mejor de todos, con Astaire bailando sobre la arena, más bien deslizándose sobre ella, y haciendo que suene como si fueran las escobillas de una batería. Sin olvidar un solo de Vera Ellen, cambiándose de ropa, con un baile explosivo que recuerda su actuación en Un Día en Nueva York, (On The Town, de Gene Kelly y Stanley Donen, 1950) y aquel duelo antológico de piernas entre ella y Ann Miller.



Vamos con la secuencia a analizar: estamos en la mitad de la cinta, con Ángela a punto de caer rendida a los pies de Charlie, que por fin parece haber sentado la cabeza. Después de varios intentos fallidos, ha conseguido un puesto de conductor de tranvía…



La secuencia que acabamos de ver nos presenta el número “Oops”, donde Fred Astaire y Vera Ellen se mueven dentro y fuera de un tranvía decimonónico, paseando por las calles de Nueva York. La escena es un ejemplo de cortejo en toda regla, con todas sus fases. La ambientación es muy parecida a la de Cita en San Luis (Meet Me in St. Louis de Vincente Minnelli, 1944) e, incluso, en algún momento nos recuerda al número “The Trolley Song”, con Judy Garland haciendo de las suyas en otro tranvía. No nos extrañe, en aquella ocasión, quien estaba bajo las órdenes de Minnelli como coreógrafo era Charles Walters. 

La secuencia arranca con Charlie entonando una canción pegadiza que tiene como objetivo “cazar” a Ángela. Después de un plano medio y un contraplano de Vera Ellen, el director inicia una escena sin cortes con la pareja conduciendo el vehículo. Astaire canta e insiste un par de veces en sujetar a su presa entre las mismas riendas con las que conduce al caballo. Pero Ángela aún se resiste en esta fase y hasta llega a hacerse cargo de las correas en un momento determinado.

La situación cambia justo después de un corte a un plano picado: Astaire suelta las riendas y esa es la señal para que se inicie el baile de la pareja dentro del tranvía. La cámara de Walters sigue en travelling lateral a los actores hacia el final del vagón, para luego regresar al principio con un travelling precioso en profundidad. Un corte y las dos estrellas salen del tranvía.

En la tercera parte de la escena, en un encuadre general y después de un baile convencional, viene un plano secuencia muy divertido donde la pareja está a punto de colisionar continuamente, una referencia clara a los encuentros y desencuentros de ambos justo antes de que llegue el amor. El tono de la música se torna en cómico, acompañando el estilo, digamos slapstick, del baile. En un momento determinado, Vera Ellen comienza a dar saltos como si quisiera elevarse (es un anticipo a lo que se verá al final: Ángela ya se está enamorando). Tras otro corte, y después de que Charlie le haya regalado una flor (otra señal para cambiar) la pareja, que hasta ahora bailaba por separado, se une en un vals mientras sigue botando. La cámara los acompaña como si formara parte de la coreografía. Es el mejor movimiento del objetivo de toda la secuencia, los sigue hasta que se vuelven a subir al tranvía. Esta parte es un brillante ejemplo de cómo se puede narrar con un baile.

La cuarta y última fase se vuelve a desarrollar en el transporte público. Astaire y Vera Ellen bailan, pero lo hacen ¡encima del caballo! (seguramente un animal mecánico, pero muy bien disimulado). Lo que viene a continuación es un sube y baja del tranvía muy simpático: el travelling de ida y vuelta se repite varias veces hasta que llegan a la cochera. Allí finaliza nuestra secuencia con los dos ya conscientes de que se aman, o lo que es lo mismo, con los dos levitando.




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