El caos que se desataba en la vida organizada de un hombre tímido a causa de la irrupción de una joven de vida alegre, generalmente implicada en algún turbio asunto, era muy típico de las comedias alocadas o screwball comedies. Howard Hawks fue el director que más se prodigó en tales historias: La fiera de mi niña (Bringing up Baby, 1938), obra cumbre del género, o Bola de fuego (Ball of Fire, 1941), son claros ejemplos de una fórmula que despertó la taquilla para sorpresa de las productoras.
Gracias a un guion excelente de Preston Sturges, en Las tres noches de Eva se dan prácticamente todos los supuestos afines a la screwball. El libreto arranca en una jungla tropical, en algún lugar de Sudamérica, con Charles Pike (Henry Fonda) de despedida después de una larga estancia en la selva. Charles es un multimillonario dueño de una fábrica de soda y además es un estudioso de las serpientes. Cuando embarca en un trasatlántico de lujo, ya de vuelta a su país, todas las mujeres solteras quieren cazarlo. Una de ellas es Jean (Barbara Stanwyck) que junto a su padre, el “coronel” Harrington (Charles Coburn), forman una pareja de estafadores cuyo objetivo es desvalijar a Charles...
El director tomó como base la historia “Two Bad Hats” de Monckton Hoffe y la convirtió en una parodia de Adán y Eva desde los créditos animados hasta el final. La serpiente que guarda Charles en su camarote no hace nada más que escaparse y es la excusa perfecta de Jean (luego se llamará Eva por si había alguna duda) para refugiarse en los brazos del cándido Charles. El fruto prohibido que es una devastadora Barbara Stanwyck no deja en paz al personaje interpretado por Henry Fonda y lo hipnotiza con su perfume y sus encantos. En la larga escena donde ella le acaricia el cabello, la más sensual de la película, Fonda parece a punto de derretirse.
La actuación de Bárbara, y la química con Fonda, en Las
tres noches de Eva resultaron tan bien en pantalla que repitieron en Me
perteneces (You Belong to Me, Wesley Ruggles, 1941) donde
perseguidor y perseguido se intercambiaban los papeles, si bien Fonda insistía
en su rol de joven multimillonario al que todas las mujeres quieren cazar. Ese
mismo año, en la citada Bola de fuego, Bárbara volvía a triunfar
con el registro de mujer ligera que pone patas arriba la vida de un inocente
literato. La víctima era Gary Cooper, pero se parecía mucho al Henry Fonda de Las
tres noches de Eva.
Sturges procedía de Broadway como tantos otros escritores que se pasaron al cine cuando éste comenzó a hablar. Sus comedias para la gran pantalla eran o adaptaciones de obras de teatro suyas, o ideas originales, pero siempre con un punto de crítica social (más de un punto en muchas ocasiones). Aunque el tono de sátira y el estilo realista de sus cintas era toda una innovación en aquellos años, Sturges no renunciaba a elementos tradicionales de las películas de humor de toda la vida, las que él había visto en los cines desde joven. De hecho, le encantaba el slapstick y sabía cómo introducirlo en sus largometrajes para provocar las carcajadas del público sin que pareciera anticuado.
En Las tres noches de Eva, Charles no hace más que tropezarse con todo lo que se encuentra a su paso, hechizado por la presencia de Jean/Eva. En cualquier caso, lo mejor del largometraje es la acidez y sutileza de los ingeniosos diálogos. Frases que se reparten tanto los protagonistas como los secundarios, con especial mención a Charles Coburn, un brillante actor de comedia. “Es tan rico que le sale el dinero por las orejas”, “pues aquí estoy yo para recogerlo”, le dice el “coronel” a su hija; o “has tardado mucho para volver con el mismo vestido”, comenta el timador cuando ve que Jean vuelve del camarote con Charles ya en el bote.
Las mejores escenas también
son aquellas en las que Coburn tiene una presencia destacada, como la partida
de cartas en la que intenta desvalijar al pardillo de Charles, pero su hija no
le deja, cambiándole la mano continuamente. Otra secuencia notable es la del
arranque, con Henry Fonda vestido de blanco en el comedor del “Reina de Brasil”,
que no es otra cosa que una jungla llena de serpientes en forma de mujeres
casaderas. Fonda lee un ejemplar de “¿Son las serpientes necesarias?” (un guiño
a “¿Es el sexo necesario?”, el best seller de James Turber y E.B. White
que a su vez parodiaba los manuales de sexo de la época) bajo la atenta mirada
de todas las féminas del barco que se le insinúan de las más variadas formas.
Mientras eso sucede, Barbara Stanwyck observa a su víctima a través del espejo
de su polvera. La escena reproduce una secuencia de cine dentro del cine que la
propia Stanwyck se encarga de doblar para el público.
La cinta de Sturges resultó ser la primera de su trilogía
de obras maestras. Las otras dos fueron:
Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travel, 1941),
con Joel McCrea y Verónica Lake, y Un marido rico (Palm Beach
Story, 1942), de nuevo con McCrea, pero en esta ocasión con Claudette
Corbett de desenfrenada pareja. Tres largometrajes inolvidables en una filmografía
escasa de tan solo doce películas si no contamos los innumerables guiones que
escribió en la década de los treinta, colaborando con directores como Leisen o
Hawks. Solo cuando se cansó de que otros dirigiesen —estropeasen— sus libretos,
fue cuando se pasó a la dirección. No fue el único: cineastas como Billy Wilder
o John Huston siguieron su ejemplo y dejaron la máquina de escribir por la
batuta de realizador, con los brillantes resultados que todos conocemos.