lunes, julio 14, 2025

Luis Chitarroni sobre La tierra yerma

Hace unas semanas buscando otros textos en la reciente publicación subida por AHIRA, El Ciudadano, que salió entre 1988 y 1989, me topé con esta lectura de Chitarroni de la traducción del poeta Girri de The Waste Land, de Eliot. 

Me gustó bastante. Por un lado, porque habla más sobre Eliot y sus lecturas y su importancia en la poesía moderna que sobre La tierra yerma de Girri (lo que me produjo algo de gracia); por otro lado, porque me parece un texto ágil, erudito y a la vez menos críptico que otros textos a los que Chitarroni nos tenía acostumbrados. 

Vaya pues este artículo perdido para quien quiera leerlo. ¡Salú!

El uso de la traducción 

Escribe Luis Chitarroni 

En su versión de La tierra yerma, de T. S. Eliot, Alberto Girri ha rescatado la unidad crucial del poema, ausente en otras ediciones 

Según el crítico Hugh Kenner, el punto de partida de La tierra yerma, aparte de From Ritual to Romance, de la antropóloga Jessie Weston, fue un libro que le enviaron a Eliot para reseñar en el Times Literary Supplement: The Poetry of John Dryden, de Mark Van Doren. De acuerdo con este preciso informe, que parece acentuar ya inútilmente el carácter de centón de La tierra yerma, el poema Annus Mirabilis de Dryden —que establece un paralelismo entre la Roma de Ovidio y la ciudad de Londres dos décadas después de la Restauración— proporciona tal vez el modelo inicial para esas ideas que Eliot tenía en la cabeza y que empieza a esbozar en 1921 en Lausana, “ese alicaído agujero entre montañas”. 
Pero la información ofrece un mínimo de interés. Con sólo atisbar Annus Mirabilis cualquier lector advierte algo que de todos modos habría advertido: de qué modo Eliot se valía de la tradición para encarar su trabajo poético, Annus Mirabilis está escrito con pulcras y conclusivas antífrasis en un inglés marcial y latinizante, rimado a partir del esquema abab (tan perdurable en los oídos ingleses gracias a la Elegy in a Country Churchyard de Gray), y perfecciona hasta el tedio la prudente analogía antedicha. De modo que su lectura sólo pudo ofrecer un débil impulso (aunque tal vez fuera el que Eliot necesitaba) para la ejecución de The Waste Land
Cuando calló su mención en las notas que acompañan al poema, Eliot debió prever con singular preciencia esa ventaja. En términos de traducción en la propia lengua, podríamos decir que la relación entre el modelo y la versión tal vez se inscriba en esa categoría de “calculado fracaso” de la que habla Steiner en Después de Babel. “El poema moderno —escribe Steiner— es por definición una contemplación activa de la imposibilidad total o casi total de un nacimiento ‘al ser’. La poesía del modernismo consiste en organizar los escombros: nos lleva a contemplar, a oír el poema que pudo haber sido, el poema que será cuando el mundo sea hecho de nuevo, si es que llega a serlo”. El modelo, por lo tanto, consigna una serie de direcciones que el traductor posterior conduce hacia desenlaces diferentes. Entre uno y otro, el vertiginoso desafuero de la versión coloca también los silencios distanciados que permiten habituarnos a la precedencia de una voz y al orden que, en rigor de esa precedencia, el eco impone. 
Hoy, el mundo y la literatura pueden parecernos imposibles sin el verso que designa a abril como el mes más cruel, pero acaso sólo se trate de una superstición creada por el gran arte. Del mismo modo que el talante de Eliot nos persuade cuando en su ensayo sobre Alighieri discute la validez de las aserciones rotundas en poesía —justificando “la sua voluntad de è nostra pace” (su voluntad es nuestra paz) de Dante y “Ripeness is all” (la madurez es todo) de Shakespeare, y descalificando “Beauty is truth, truth is beauty” (la belleza es verdad; la verdad, belleza) de Keats, su inscripción en un sistema clásico hace invulnerable la indiscreta voluntad asertiva que atribuye un adjetivo moral a una puntualidad calendaria. Eso, sin tener en cuenta la maledicencia de quienes hacen recaer sobre el poeta de St. Louis y su mentor de Idaho, el señor Pound, una campaña de proselitismo nefasta para la modernidad (alguien la definió, parafraseando a Shakespeare, como “a tale, told by und eliot, full of pound and fury, signifying nothing”), puede deberse a que el siglo, imperceptiblemente. se ha eliotizado. La importancia de La tierra yerma para el lector contemporáneo es fundamental, y su influencia en la poesía escrita en castellano, en poetas tan diferentes como el propio Girri, Basilio Uribe y Leónidas Lamborghini, por ejemplo, merece atención. 
Octavio Paz, cuyo conocimiento de la poesía angloamericana resulta siempre revelador, opina que no hay un solo Eliot: “A mí me interesa más el segundo Eliot que los otros. Porque hay tres Eliot: el primer Eliot, todavía muy influido por algunos simbolistas franceses, sobre todo por Laforgue; después viene el gran período, que culmina con The Waste Land; y después viene el tercer Eliot. que se vuelve hacia el anglicanismo en religión. Es ‘el que menos me interesa’”, ha dicho. Con cautela, creo que deberíamos disentir. El poeta que escribe en un francés frivolo “Mélange adultére de tour” no desmiente a la voz apodíctica y dispersa de La tierra yerma ni al sedentario compositor de los Cuatro cuartetos: lo completa. En Eliot, la calidad clásica aparece aboliendo casi al sujeto para consagrar a la obra en razón de un cumplimiento que tiene que ver tanto con la relación que el poeta entabla con los precursores (parecida a la que Borges ejemplifica en su ensayo sobre Kafka) como con esa condición que Eliot tanto valoraba: la impersonalidad. El esbelto volumen de sus poemas completos no tiene muchas más que doscientas páginas. Esa economía que en otros podría considerarse exigüidad, produce en su caso un esforzado valor sustantivo: concentración. 
La traducción de Alberto Girri de The Waste Land es un acontecimiento importante en este reino del desinterés que parece banalizarlo todo. El ajustado tono con que Girri ha trabajado apunta también a otorgar la significativa atención que se merece la unidad crucial del poema de Eliot. Puesto que Eliot descartó para su poema los dos elementos unificadores que podrían haberlo beneficiado superficialmente —contar un solo relato y encontrar una pauta métrica para todo el poema—, hay que considerar esta aclaración que Girri incluye en su nota introductoria: “La voz del poema es siempre, la del Rey Pescador, arquetipo de todos los personajes, cada cual confundiéndose con el que sigue, cada cual en el brete de una experiencia negativa comparable”. 
Las traducciones anteriores de The Waste Land (al menos las que conozco) no habían reparado en esa unidad. Son tres, de las cuales se han consultado sólo dos: la de Ángel Flores (La tierra baldía y otros poemas, Emecé, 1954) y la de Agustí Batrá (Antología de la poesía norteamericana, UNAM, Nuestros Clásicos, 1972). La tercera es de José Ma. Valverde para Alianza Editorial. Refiriéndose a estas o a otras, Girri ha dicho en un reportaje: “...acabo de terminar la versión con notas de The Waste Land, que en la Argentina no se había hecho sino parcialmente y en otros países de habla hispana, criminalmente”. Si bien ni la versión de Flores ni la de Batrá (vaya a saber uno qué ocurre con la de Valverde) pueden compararse con la suya, el adverbio final parece un poco exagerado. Algunos botones de muestra. Girri traduce con estricta literalidad y gusto el pasaje inicial de “A Game of Chess” (Una partida de ajedrez), encuentra en español algo así como una tesitura casi equivalente a la que le permite a Eliot intercalar sin incomodidad un verso de Shakespeare en el pasaje de Madame Sosostris (“Those are pearls that were his eyes” / “perlas son éstas que fueron sus ojos”). En “The Fire Sermon” (El sermón del fuego), donde Flores encuentra “perezosos empleados municipales” y Batrá “indolentes herederos de los potentados”, Girri opta por una modesta sensatez: “ociosos herederos de los directivos de la City” (“loitering heirs of city directors”). Esa ahogada virtud deja oír de verdad el poema de Eliot a los lectores argentinos, si bien se podría también, en aras de la contextualidad, insinuar un reproche a la elección de “yerma” por “waste”. Cierto que “yerma” es más exacta, pero “baldía” está indestructiblemente ligada a nuestra memoria, con su énfasis innecesario y su vocación de potrero. 

La tierra yerma (The Waste Land), de T. S. Eliot. Edición bilingüe, versión y notas de Alberto Girri. Buenos Aires, Fraterna, 1988. 72 páginas. 

Fuente: El Ciudadano, n. 20, 07/03/1989, Buenos Aires, p. 26.

miércoles, julio 09, 2025

Laiseca y Robin Wood, a Vietnam


Leo Robin Wood. Una vida de aventuras (biografía autorizada), de Diego Accorsi, Julio Neveleff y Leandro Paolini, publicada por El Ateneo en 2021 y actualmente en saldos. Entre las distintas anécdotas de vida que se cuentan sobre el guionista de Nippur de Lagash hay una que me llamó particularmente la atención por su similitud a una remanida de la vida del joven Laiseca. A mediados de los 60, Robin Wood intenta alistarse para participar en la guerra de Vietnam. Así lo cuentan los biógrafos en la página 72:


Al igual que Laiseca, los 60 para Wood fueron años de penurias económicas, de pensión y de pobreza. En ese contexto, a ambos, fascinados por la guerra y la historia antigua, se les ocurre enrolarse en Vietnam (y fracasan por supuesto). Así lo cuenta el propio Wood en la página 107:


Me resultó sorprendente la coincidencia y me reaviva la pregunta: ¿Qué significa, para estos autores, ser contemporáneos? No tengo una respuesta clara al respecto, sí esta anécdota coincidente y la certeza de que en algún lugar Lai y Wood se encontrarán para calzarse el fusil al hombro y recuperar la épica en el frente de batalla. ¡A Vietnam!



jueves, junio 26, 2025

Bernardo Kordon y sus relatos de viaje

Quienes siguen este blog a través de los años sabrán que soy, que somos profundamente kordonianos. Baste clickear en este link para ver los posteos dedicados a Don Bernardo Kordon (como escribió alguna vez Eduardo Romano: ¡No se olviden de Bernardo!). 

Hace unos años tuve la fortuna de cruzarme en el camino al gran editor de homo faber, una pequeña y apasionada editorial artesanal dedicada a textos de no ficción, crónicas de viajes y otras yerbas. Fue él quien me propuso que armáramos una antología de relatos de viaje firmados por Bernardo Kordon, una verdadera sorpresa en este páramo llamado literatura argentina.

Para esa edición, que se puede conseguir acá y en algunas ferias itinerantes, escribí el siguiente prólogo que espero que les guste. ¡Y a seguir exhumando a Kordon, un autor inolvidable!



Prólogo a Relatos de viaje, de Bernardo Kordon (homo faber, 2023)

No hay una biografía sobre Bernardo Kordon. Nadie la escribió, nadie la escribe, probablemente nadie la escribirá. Se podrían arriesgar algunas razones: el realismo perdió la partida en la competencia literaria; el comunismo de Kordon caducó así como su maoísmo; su obra se reeditó muy tímidamente en los últimos años. Así, Kordon quedó como un autor más de la vieja colección del Centro Editor de América Latina, un escritor anclado en los años 60, época en la que florecieron sus libros, sus viajes, sus relatos. Don Bernardo fue encasillado por la máquina cultural: es un correcto cuentista con dos o tres relatos memorables (“Los ojos de Celina” es voto cantado; tal vez “Alias Gardelito” también, por su adaptación cinematográfica). 

Sin embargo, cualquiera que se acerque a uno de sus libros y se tome el tiempo de leerlo, notará que Kordon era un narrador inquieto. Que si quedó encasillado por las trampas de la memoria literaria es más por olvido o vagancia que por lectura atenta y sincera. Que si pocos o pocas lo recuerdan es porque su obra espera, como un tesoro hundido en el fondo de los anaqueles, para volver a la carga, para abrir sus tapas, para reiniciar el viaje. Efectivamente: Bernardo Kordon fue un tripulante de la lengua, un hombre curioso que amó Buenos Aires y la Argentina pero también el mundo entero. 

Su viaje duró unos 87 años, su puerto de partida fue el año 1915 y el de llegada, 2002. Entre esos años, además de recorrer la Reina del Plata tras los rastros de crotos y marginales, de mucamas y mujeres bien, de chicos y comerciantes, de boxeadores y camioneros, Don Bernardo conoció Chile y Brasil, Polonia y Alemania, España y Francia, Mongolia y China. No por nada su amigo Pedro Orgambide acertaría al decir que Kordon practicó un “internacionalismo literario”. ¡Si hasta se casó con la chilena Marisa López! 

En una entrevista de 1982, Don Bernardo recordaba: 
De los altos de la casa de mi abuelo Isaac Piterbarg yo veía pasar los largos cargueros del Ferrocarril Oeste. Mi madre me contó que de pronto yo pronunciaba: ‘Pasó una mácara sola’. Eso me enloquecía: la máquina sola, deslizándose como en un sueño, sin el esfuerzo de arrastrar vagones. Esa locomotora con su penacho de humo excitaba mi imaginación, pensando en viajes y aventuras. Entonces no quería ser escritor, sino maquinista (Capítulo 138, CEAL, p. 241). 
Esa estampa de infancia condensa deseos de viaje y aventura que atravesarán la vida y la obra de Kordon. Además de la huella indeleble que Buenos Aires dejó en su escritura, en sus diálogos y en su mirada impresionista de la ciudad y sus márgenes, Don Bernardo armó sus valijas de forma reiterada para conocer otras realidades. De sus viajes a Brasil y su fascinación por la cultura afroamericana, saldrán sus libros Macumba (1939), Lampeão (1958) y Bairestop (1975) así como la serie de notas sobre el bandolerismo brasileño en la revista Leoplán. De sus visitas a Chile desde 1940, su exilio en 1969 y sus últimos días en 2002, le quedarán los relatos del “Tríptico chileno” y crónicas como “Detrás de la cordillera” y “Robinsón en Chile”, además de su admiración por Manuel Rojas, autor de Hijo de ladrón, y su amistad con Pablo Neruda quien prologará una reedición de 1961 de Vagabundo en Tombuctú. De su compromiso con el Partido Comunista y su visitas oficiales a la revolución cultural china, Kordon publicará en una veta político-social 600 millones y uno (1958), Reportaje a China (1964) y China o la revolución para siempre (1969) pero también intentará mapear la literatura y cultura china en El teatro tradicional chino (1950), Así escriben los chinos (1976) y Viaje nada secreto al país de los misterios (1984), entre otros. ¿Cuántas de estas obras que revelan al Kordon viajero, al trashumante literario, fueron releídas en los últimos años? ¿Y si Kordon no solo fue un tripulante de Buenos Aires sino también un aventurero del mundo? 

Esta antología titulada Relatos de viaje realiza un gesto con la obra de Bernardo Kordon: leer el viaje y la aventura, exhumar su mirada de cronista en distintos países y culturas. Ahora que la crónica como género ha cobrado una pátina de prestigio conferida por la academia y la mercadotecnia, ahora que viajar parece ser un deseo que atraviesa a varias generaciones ansiosas por conocer otras ciudades y hacer “nuevas experiencias”, ahora estos relatos kordonianos nos muestran que la literatura argentina tuvo grandes cultores de un género tan antiguo como las impresiones de Marco Polo y los textos del Inca Garcilaso de la Vega. No es moda, es arqueología: en el pasado está la novedad. 

El relato de viaje para Kordon fue la posibilidad de salir de Buenos Aires, ciudad que amó y escribió, para conocer a los otros, a quienes vivían, sentían y dialogaban del otro lado de las fronteras, en otros idiomas. En un relato con notas autobiográficas titulado “Aquí no pasa nada” (en Historias de sobrevivientes (1982)), Don Bernardo escribió: 
Cuando se acercaba el ‘40, Buenos Aires crecía con ganas. Seguía recibiendo gente de afuera y de adentro, y además creando sus mejores tangos. Resultaba curiosa esa humanidad que llenaba barcos y trenes y se postulaba como tripulante de esta Gran Metrópolis del Sud. Aquí estaba yo a la espera de los acontecimientos —que suponía también importantes— que por cierto ya se producían en España y en Europa. Pero ninguna novedad en esta ciudad del tango. La historia, igual que la gente, venía de afuera, como también ocurría con las ideas, los libros, la política, la guerra: nada de eso era nuestro, así lo creíamos. Por cierto éramos porteños, pertenecíamos a un puerto: desde allí veíamos los sucesos del mundo a través de las noticias y la gente que llegaba del otro lado del mar. La historia transcurría pues en otro países, protagonizada por otra gente. De eso se trataba: había que conocer a los otros. 
En estos relatos, Kordon se lanza a conocer a los otros. Desde las costumbres culinarias de China y otros países asiáticos en “El día que comí perro” hasta el regreso genealógico de Odesa a Buenos Aires en “Un rincón para vivir”, estos nueve textos trazan un itinerario kordoniano que nos conduce desde un extremo al otro del mundo. La selección fue realizada a partir de cuatro libros: el primero, publicado en 1956, Vagabundo en Tombuctú; otros dos de 1978, Adiós Pampa mía y Manía ambulatoria; y el último, una recopilación de 1986, Un taxi amarillo y negro en Pakistán. Cada relato fue anotado para una mejor comprensión. En cada viaje, Kordon dejó su rastro, su trazo, las palabras adecuadas para entrelazar percepción, idea y sentimiento. 

El viaje en la obra kordoniana tuvo varios significados: fue político e ideológico como lo mostraron sus crónicas sobre la revolución cultural maoísta y su compromiso comunista. Ser comunista era saberse inscripto en una red internacional, reconocer que un proyecto político y revolucionario no podía ser solo local, solo nacional, era preciso lanzar redes al resto de las naciones. 

Además, el viaje para Kordon fue cultural y social como lo muestran sus recorridos urbanos, con personajes que se ganan la calle y la vida, como "Fuimos a la ciudad", Un horizonte de cemento (1940), Reina del Plata (1946) o Alias Gardelito pero también en un relato incluido en esta antología como “El tren de los contrabandistas”. En este, Kordon viaja en el Ferrocarril de Arica a La Paz para recobrar una historia de contrabando, tensión y muerte a través de Bolivia. 

Viajar fue también un tránsito literario para Don Bernardo. Jorge Lafforgue lo recuerda lector de escritores itinerantes: Pierre Loti, Paul Morand, André Gide, Pierre Mac Orlan, Blaise Cendrars. Incluso Kordon llega a traducir y prologar para la editorial Legasa el mítico libro de Albert Londres, El camino de Buenos Aires. Esas lecturas impregnan los relatos aquí seleccionados. Se nota el gusto del autor trashumante por narrar el desplazamiento, el placer de comunicar las imágenes que se suceden del otro lado de la ventana, que se desplazan por las calles, rutas y campos, que lo asaltan en las paradas obligadas del viaje. 

El viaje fue, finalmente, vital y existencial. Un relato como “Función de cine en Auschwitz”, incluido en estas páginas, lo pone de relieve. Entrar en un campo de concentración es enfrentarse con el corazón oscuro del hombre, asumirse judío que habla español frente a una pantalla que muestra el lado siniestro del orden alemán, recordar una imagen vista en Chile y así acercar América y Europa con un hilo sutil bordado a través de ciudades muertas. 

Como escritor andariego, Kordon tuvo la capacidad de encontrar gauchos y gente del altiplano boliviano en Mongolia (“Los jinetes que conquistaron el mundo”) o un taxi de Almagro en Pakistán (“Un taxi amarillo y negro en Pakistán”). También usó una anécdota escatológica para plantear las diferencias esenciales del español (“Lección de idioma en Castilla La Vieja”) o partió de un café de París para recorrer gran parte de Latinoamérica a bordo de la memoria y la imaginación (“Vagabundo en Tombuctú”). Su mirada como viajero lo llevó del nombre más famoso de la literatura argentina a la estación de tren más entrañable de su infancia (“Estación Borges”) solamente para celebrar la aventura como motor de la existencia y olvidar las lecturas canónicas y canonizantes. 

Estos Relatos de viaje colocan a Kordon en un nuevo lugar: más allá del realismo de bolsillo, en paralelo a la literatura anclada de Buenos Aires, Don Bernardo desplegó su humor y su lucidez, su precisión y su imaginación, para trazar un mapa, para celebrar el viaje, para subirse en trenes, barcos y aviones para tender una comunidad sin fronteras. En un texto temprano, publicado en 1941 en la revista de izquierda Conducta, titulado “¡Salud brillantes locomotoras!”, Kordon transmitió su fascinación por el viaje, una pasión que atravesaría toda su vida y su obra: 
Y yo… Yo no he traicionado nunca al muchachito que soñaba mirando los rieles y los semáforos. He visto las máquinas verdosas de la Estrada de Ferro Sorocabana, que taladran el manicomio vegetal de la selva, Sao Paulo al oeste, y las del trasandino que mordiendo cremallera se empinan con desesperante lentitud. Y las pequeñas máquinas del Leopoldina Ralway que saliendo de Río de Janeiro suben al convoy vagón por vagón por las sierras de Petrópolis. Y las que aúllan por las rectas tendidas en las pampas. Y las que esperan la combinación en Tucumán, resoplando su potente asma de máquinas de montañas. Y dos enormes americanas de la Vía Férrea de Rio Grande do Sul que empujaban juntas un convoy de Santa María a Grossa, quemando leña, descendiendo árboles con la lluvia de sus chispas y matando cobras que buscan el contacto metálico de los rieles. Y las que se deslizan por los suaves paisajes chilenos. A tanto palpitante hierro con tripas de vapor prensado: ¡Salud, maravillosas y furiosas devoradoras, aún estoy con vosotras! 
En Kordon, Bernardo. Relatos de viaje, Quilmes, homo faber editorial, 2023, pp. 07-13.

domingo, junio 15, 2025

Laiseca recuerda al gordo Fox

Hace unos días, mientras avanzamos con los encuentros de lectura foxeanos, recordé un testimonio de Laiseca sobre el gordo Fox que aparece en medio de la obra Fogwill, una memoria coral, de Patricio Zunini. Aprovecho esa microexhumación para traer a la memoria virtual dos textos más en donde Lai evoca a su viejo amigos de la Manzana Loca y el deseo amoroso de destrucción. ¡Qué los disfruten!



En este país hubo un genio, pero genio sin joda, llamado Marcelo Fox. Era amigo mío. Tuvo una muerte prematura, murió muy joven. Lo atropelló un tren en Belgrano R: le cortó la cabeza. El funeral fue a cajón cerrado, por supuesto. (Aquello fue un aquelarre. No bien entré me recibió el padre: “Se murió por pelotudo, ¡por pelotudo!”. En vez de decir: “Hola, Laiseca, gracias por venir”, decía: “Se murió por pelotudo”. Lo cual posiblemente sea cierto, pero qué tiene que ver). Fox escribió una obra llamada Invitación a la masacre. Yo siempre dije que esa obra no tenía ningún talento: solamente genio. Como es lógico, no tuvo ningún éxito. Era demasiado genial, demasiado nueva, con cosas muy agresivas y terribles y a la gente eso no le gusta. Se asusta la gente. Pero era una obra genial de todas maneras. O justamente por eso. La novela se había perdido en el río de las cosas; yo tenía un original —lo sigo teniendo—, y le di una copia a Fogwill. Él no lo conocía, pero quedó enloquecido: “¡Esto hay que divulgarlo!”. Entonces sacamos fotocopias de Invitación a la masacre y se la pasamos a mucha gente para ver si lo editaban. ¿Quién tuvo la idea de las fotocopias? Seguramente Fogwill. 
En Zunini, Patricio. Fogwill, una memoria coral, Buenos Aires, Mansalva, 2014, pp. 88-89. 


Pero más allá de que Almotásim exista o no, lo cierto es que en Argentina me he topado varias veces con seres geniales o al borde del genio. Garantizo que nada queda de ellos. Otros se están quemando en este preciso momento. Hay un hombre llamado Pedro Lipcovich. Tenemos un pequeño libro de él, llamado El nombre verdadero. Fue publicado hace poco. Es una obra trascendente que no despertó el menor interés. Cuando se pierdan esos pocos ejemplares en el ruido de las cosas, la obra desaparecerá. Esperemos un milagro. 
Existió un muchacho que a los dieciséis años publicó Invitación a la masacre. Ahora está muerto y su libro perdido. Se llamaba Marcelo Fox. Cada tanto aparece un ejemplar de su obra en las llamadas librerías baratas o “de viejo”, esas con libros usados. Invitación a la masacre es una de las obras más originales que se hayan escrito en Argentina. Cruel, terrible, vigorosa, lúcida. Marcelo Fox sabía demasiado. 
A veces la letra de alguien se pierde en el rock, como le pasó a Federico Moura, el creador del conjunto Virus. Su obra, por provenir del rock, no será valorada jamás. Su letra está bajo un lacre mágico: uno de esos sellos que hacen que el castellano se transforme en chino básico. Se lee pero no se lee, se escucha pero no se escucha. Vale decir no se comprende. 

El artículo completo de Laiseca sobre el centro y la periferia publicado en 1992 se leé en revista Bache



Marcelo Fox carecía de todo talento. Sólo tenía genio. Únicamente genio. [...] Una vez un malvado me dijo de Invitación [a la masacre], despectivamente: "Ese libro terrible. Fox lo escribió porque era gordo". Vaya manera de juzgar una obra de arte y, sobre todo, de este calibre. Yo era muy amigo de Marcelo y se lo conté expresándole mi indignación. Para mi sorpresa Fox lanzó una de sus carcajadas de ogro: "¡Es cierto! ¡Es cierto! Lo escribí porque era gordo. ¿Y qué?". 
Cierto: y qué. De todas maneras esto nos obliga a pensar en algo nuevo: no es verdad que nuestra alma se adapte a Dios o a sus deseos. Más bien concebimos una imagen de Dios que se adapte a las posibilidades de nuestro cuerpo. \
En efecto: estoy harto de ser gordísimo. El fofo muñequito del cual todos se burlan. Soy un genio y nadie lo ve. Más bien "echan lacre a mi paso" (textual). 
Tenía razón. La grandeza y el novedosísimo sentido del humor de su obra sólo despertó rechazo, incomprensión y miedo. Arrojaron lacre a su paso. 
Fox tenía dieciocho años cuando escribió Invitación. A esa altura había leído más bibliotecas que yo a mis setenta. Anunció el Proceso mucho tiempo antes de que alguien sospechara tal posibilidad. El torturador de uno de sus cuentos tiene un discurso interno que jamás un procesista se atrevería a tener. Sería quedar demasiado desnudo, expuesto. 
Posteo en Facebook de la editorial Simurg el día 15 de julio de 2021.

jueves, junio 12, 2025

Wilcock, el precursor (Ricardo Strafacce)

Este artículo publicado por Ricardo Strafacce en la revista Mancilla fue una de las razones por las que me asomé a la obra de J. R. Wilcock. Creo incluso haberlo dejado asentado en estas razones para leer El caos. Me debía esta exhumación. ¡Ojalá les guste tanto como a mí! 

Wilcock, el precursor (Ricardo Strafacce)


I.

Curioso destino el de Juan Rodolfo Wilcock. De cenar varias veces por semana con Borges en la casa de Bioy Casares y codearse con la corte que rondaba a las hermanas Ocampo a partir a Italia, protagonizar una película de Pasolini, tomar la decisión de escribir en italiano (la lengua de su madre), hacerse novelista y, misteriosamente, convertirse en precursor de Aira y Lamborghini.

Era de algún modo borgeana la relación de Wilcock con el castellano. Según se cuenta en el magnífico dossier que Guillermo Osvaldo Piro, D. G. Helder y Ernesto Montequin publicaron en el n.° 35 del Diario de Poesía, hijo de padre inglés y madre italiana, Wilcock nació en Argentina pero recién aprendió el castellano alrededor de los seis años, cuando la familia se trasladó a Londres. No fue esa la única extravagancia de la que cuenta este dossier: ya en Buenos Aires, integrado al grupo áulico de la revista Sur, “asiste a tertulias literarias que interrumpe simulando ataques de epilepsia, provocando pequeños incendios de mobiliario, etc”. Singularmente paranoico — anotan Piro, D. G. Helder y Montequin—, temía ser envenenado, a tal punto que en una oportunidad concurrió a una cena de la SADE llevando su propia comida. En 1957 partió a Italia para ya no regresar.

Ya estaba en Italia cuando empezaron a publicarse en distintas revistas los relatos que posteriormente se integrarían en El caos, su primer libro de relatos (hasta entonces sólo había publicado poesía), escrito originalmente en castellano. El dato es importante porque una vez establecido en Italia escribió, en italiano, una obra extraordinaria. Además de libros inclasificables como Hechos inquietantes (1960), La sinagogade los iconoclastas (1972), El estereoscopio de los solitarios (1972) y El libro de los monstruos (1978), publicó cuatro novelas que aún hoy siguen sorprendiendo: Los dos indios alegres (1973), El templo etrusco (1973), El ingeniero (1975) y, en colaboración con Francesco Fantasía y ya póstumamente, La boda de Hitler y María Antonieta en el infierno (1985).

Toda esta obra era desconocida en castellano hasta entrada la década del 90, a excepción de la traducción de La sinagoga de los iconoclastas que Joaquín Jordá hizo para la editorial Anagrama en 1982. Ya en el fin de esa década y los primeros años de la del 2000, las excelentes traducciones que Ernesto Montequin y Guillermo Piro hicieron para Sudamericana permitieron que en la Argentina se conociera a un escritor al que casi nadie, hasta entonces, le había prestado atención. Wilcock se había ido del país como un poeta neoclásico que escribía en castellano. Cuarenta años después, la traducción de sus libros y su edición y difusión, nos lo devolvían como un vanguardista revulsivo, originalísimo, absolutamente genial. Un precursor, como se adelantó, de Lamborghini y de Aira.

De un texto de Borges provienen —como casi todo— estos apuntes. 

 

II.

“Si no me equivoco —leemos en ‘Kafka y sus precursores’—, las heterogéneas piezas que he enumerado (Zenon, Han Yu, Kierkegaard, Browning, Bloy, Dunsan) se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de estos textos está la idiosincrasia de Kafka, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. [...] Cada escritor crea a su precursor. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar la del futuro”.

En 1973 se publicó en Buenos Aires Sebregondi retrocede, de Osvaldo Lamborghini. El libro, en desmedro de la intensidad poética que lo recorría, llevaba incrustado un relato hiperrealista —“El niño proletario”— que había sido escrito en 1969 y oscureció al resto del volumen (claramente superior) y que después, con el paso de los años, se hizo lugar común y vulgata. De hecho, parece que hay alumnos que terminan la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires sin haber leído otro texto de Lamborghini que “El niño proletario”. Lo cual es llamativo, porque se trata del texto menos lamborghiniano que firmó Osvaldo Lamborghini. Pero no es tan grave: me dicen que en la Universidad pasan cosas peores.

Volviendo a “El niño proletario”, leamos un fragmento:

“Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.

“Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban. Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le tiró encima primero [...] Él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! Y prolongó el tajo natural [...] Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de la alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies [...] Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulos falanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el cuello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos sin todavía el prístino argénteo fin de muerte”.

La violencia contra un niño relatada sin escrúpulos, la violencia glacial y obscena detallada hasta la lujuria impactaron en aquel 1973 cuando Sebregondi retrocede se publicó (y, por lo que se ve, siguen impactando, al menos en la Universidad). Lo notable es que la cuestión distaba de ser nueva. Sin abundar en otros antecedentes, en junio de 1960 la revista Ficción había publicado el cuento “La fiesta de los enanos”, de Wilcock, que posteriormente se incluyó en El caos. Así como en el relato de Lamborghini tres niños burgueses torturaban y mataban a un niño proletario, en el de Wilcock dos enanos torturaban y mataban a un niño de estatura normal:

“El enano procedió a arrancarle el pijama y la camiseta, con la ayuda del cuchillo de caza; luego, para probar la temperatura, le trazó una raya sobre el pecho con el soldador, desde la garganta hasta el ombligo. Al oír el grito prolongado del muchacho, entró Alfio [...]. Apenas vio el soldador [...] trató de apoderarse del aparato eléctrico. Présule no quería dárselo; tanto insistió y tironeó sin embargo su compañero, que finalmente le concedió permiso para que también él hiciera un dibujo sobre el vientre de Raúl. Con una sonrisa angelical en los labios, Alfio trazó sobre la piel tersa y morena una carita provista de ojos, nariz, boca y orejas. Cuando terminó, el muchacho se había desmayado. [...] Présule tuvo que reanimarlo vertiéndole el frasco de cola líquida en la cara; luego le hizo beber un sorbo de la botella de aguarrás, para disolverle la cola que eventualmente le hubiera entrado en la boca. Atado de pies y manos, Raúl se sacudía espasmódicamente, mientras el otro enano, armado de un punzón, se esforzaba por extraerle el menisco de la rodilla derecha; aunque todos sus esfuerzos en ese sentido habrían sido vanos si Présule no lo hubiera ayudado con el cuchillo de caza. No sabiendo que hacer con el menisco ensangrentado, se lo metieron a Raúl en la boca, para que no gritara tanto”.

No nos interesa investigar si Lamborghini tuvo o no acceso a aquel ejemplar de la revista Ficción donde, en 1960, se publicó “La fiesta de los enanos”. Nos interesa pensar que podríamos verlo como un antecedente. O un precursor.

 

III.

Tampoco es importante indagar (aunque lo hemos hecho, con resultado negativo) si Aira había leído El templo etrusco, publicado en 1972, en italiano, cuando, en 1991, escribió La costurera y el viento (la edición en castellano de la novela de Wilcock es de 2004, de manera tal que en este caso no hay nada que indagar). Pero tal vez aporte algo recordar el camión en el que se abisma Delia en La costurera y el viento y compararlo con el aljibe que se encuentra en el patio de la zapatería de El templo etrusco.

Leemos en Aira:

“Tardó unos agonizantes segundos en comprender que al ponerse de pie había metido el cuerpo por dentro del volante [...] Se acordó de sacar los pies del asiento. Pero tuvo que volver a ponerlos en él, más aún: pararse sobre el asiento para acceder a los aposentos del camionero. Sabía [...] que la entrada estaba por encima del respaldo, y allí se asomó a mirar: Había un doble biombo horizontal que cortaba dos veces una luz dorada [...] Se metió, las piernas primero. Al descolgarse cayó más de lo que esperaba. Se deslizó por uno de esos biombos, que se inclinaba por estar pegado a la pared trasera de la cabina con bisagras. Se vio en ese dormitorio rutero del que tanto había oído hablar. Había dos camas muy cerca una de la otra, las dos sin hacer, el desorden y la suciedad eran indescriptibles: revistas de historietas, ropa, aves disecadas, cuchillos, zapatos... Una velita encendida sobre la cómoda alumbraba el tugurio. [...] Salió por una de las dos puertas, al azar, y atravesó un cuarto de trastos que no miró, rumbo a otra puerta, al otro lado de la cual había un saloncito con sillones de cuero. [...] El salón tenía cuatro puertas, una a cada lado. Todas estaban abiertas. Echó una mirada por la más oscura, que daba a un pasillo, y luego a la siguiente: una oficina, con un gran escritorio de tapa, donde se repetía el desorden y la suciedad del dormitorio. Se metió por ahí, salió por la puerta del otro lado y se encontró en un vestíbulo con sillas”.

Leemos en el precursor:

“El capataz miró a su alrededor: no había ninguna puerta o escotilla. Al salir de nuevo al patio, advirtió que en el centro había un aljibe. Apenas lo vio, Atanassim comprendió que la vía de acceso — siempre y cuando allí existiera un sótano debía de estar dentro de ese aljibe [...] La entrada debía de encontrarse en el fondo del pozo, o bien en uno de los lados. Sin pensarlo dos veces, se trepó al aljibe y comenzó a descender [...] De pronto Atanassim apoyó el pie sobre el ladrillo flojo, trastabilló y habría caído si no se hubiese aferrado a ciegas a una especie de manija oxidada que se dobló rechinando bajo el peso de su cuerpo Era la manija de una puertita de metal, escondida en la pared del pozo. Atanassim permaneció un instante suspendido en el vacío [...] Luego la puerta cedió y el capataz cayó de costado en la oscuridad total de un túnel abierto en la tosca del subsuelo. [...] Avanzó por el túnel, húmedo y sofocante, apenas iluminado por unos pocos rayos de luz tenue que se colaban a través de las hendijas de unas puertas de madera. Estas puertas, casi todas cerradas, se alineaban a intervalos regulares a la derecha del túnel y daban a otros tanto cuartitos todos iguales y todos al parecer vacíos.

“En cierto momento, sin embargo, el espeleólogo divisó en uno de esos cubículos a un viejo hundido en un sillón cubierto de telarañas. [...] Dos puertas más adelante, en otro cuartito, se toparon con una joven sentada delante de una mesita. La muchacha les hizo señas de que entraran. No era fea, o no lo habría sido si una enorme nariz ganchuda como el pico de un buitre no le hubiera alterado bastante la armonía de sus proporcionadas facciones”.

 

IV.

En el caso de Lamborghini, el antecedente común es más difuso, aunque seguramente hay muchos. En el caso de Aira parece inevitable pensar en la concepción de los espacios de Kafka, espacios siempre desplegables infinitamente, percepción que también puede rastrearse en Levrero.

Lo cual ya sería demasiado para estos meros apuntes. Baste, para terminar, repetir a Borges: Aira y Lamborghini no necesariamente se parecen (y en su frondosa correspondencia jamás mencionaron a Wilcock). Pero en algunos textos de uno y otro creo percibir la idiosincrasia del autor de “La fiesta de los enanos” y “El templo etrusco”. En cualquier caso, sobre Wilcock está escribiendo, o escribirá pronto, sin dudas con mejor erudición y concepto, Ernesto Montequin. Solo cabe esperar.

 

En Mancilla, n. 9, año 3, noviembre de 2014, Buenos Aires, pp. 74-77.




lunes, junio 09, 2025

Golosina Caníbal presenta... (tapas n.° 11 al 19)

Estas son las tapas de los números 11 al 19 de Golosina Caníbal presenta..., un fanzine analógico, impreso y finito que nació en 2020. Pueden ver las tapas de los primeros números y saber más sobre la publicación en este posteo anterior

Entre los números 11 y 19 me di el gusto de publicar: 


Un ensayo sobre Katherine Dreier y su viaje a Buenos Aires en 1919, escrito por Lucas Mertehikian (n.° 11);
 
"Las viudas de Cristo", estampas devotas y sensuales que escribió Ana Regina e ilustró Marina Conde De Boeck (n.° 12); 

una exhumación que rastrea el origen del epígrafe de Matando enanos a garrotazos, de Alberto Laiseca (n.° 13); 

una breve antología de relatos góticos de puño y letra de Héctor Lastra, autor de La boca de la ballena (n.° 14); 

un gran ensayo de Mariano Vespa sobre Fogwill como autor de los chistes Bazooka (n.° 15);

la traducción de un relato no recopilado de J. D. Salinger en manos de noescanon (n.° 16); 

un texto inolvidable de Ramón Alcalde sobre Los reportajes de Félix Chaneton, de Carlos Correas, ilustrado por Javier Fernández Paupy (n.° 17); 

la presentación de vida, obra y milagros de Rachilde, la reina francesa de los decadentes decimonónicos, realizada por Juan José Burzi (n.° 18); 

y una narración olvidada de Oscar del Barco y el consiguiente ensayo de Manuel Moyano Palacio sobre los 70 en Córdoba y el malditismo (n.° 19).
 

Si a algún internauta le interesa un ejemplar del fanzine, me pueden escribir a través de Instagram, Facebook (de X me fui por cansancio y nihilismo) o por el viejo y querido mail: golosinacanibalblog@gmail.com 

Gracias por el interés y la lectura.











domingo, junio 01, 2025

Ramón y la escritura inconclusa (León Rozitchner)

Durante años busqué este libro. Llegué al punto de sospechar que no existía, que había sido fraguado para pescar lectores incautos, que había sido una boutade de Charlie Feiling o un pillacuriosos de los últimos sobrevivientes de la generación Contorno. 

Para colmo, hace unos meses se me dio por hacer un Golosina Caníbal presenta... con el extraordinario ensayo que Ramón Alcalde publicó en la revista Sitio sobre la novela de Correas, Los reportajes de Félix Chaneton

Sin embargo, un día, como por arte de milagros, apareció Estudios críticos de poética y política. Si no me creen adjunto tapa (alguna circulaba en la web, y yo creí que era un vil anzuelo) y, todavía más importante, ¡el índice! (pueden chequearlo al final del posteo). 

Lo que exhumo es una semblanza, un recuerdo de Alcalde que con lucidez y prosa de amigo le dedica León Rozitchner en las primeras páginas del libro. ¡Que lo disfruten! ¡Y a seguir disfrutando de la erudición, la perspicacia y el don de la palabra de Alcalde!

 

Ramón y la escritura inconclusa (León Rozitchner) 

Ramón y la Palabra. Todavía lo imagino escribiendo —anhelo postergado— una gramática griega. Era un contemporáneo antiguo. Dialogaba con los hombres del pasado en latín y en griego, y en francés, alemán e inglés con los más cercanos. Traducía para sentir quizás la extraña alquimia de transmutar en lengua materna las palabras distantes. Quería, tal vez, al evocarlas, suscitar sus resonancias misteriosas: acercarse, pienso, a lo indecible para hacer aparecer su reflejo en el cristal mágico de las equivalencias sonoras, de las palabras que, ajenas, cobran vida en las propias. 

Tenía el tiempo de los artesanos morosos de otros tiempos, sostenido por una fidelidad empecinada y solitaria. Pensaba, cuando lo veía caviloso en la tarea, que trabajaba para reverdecer el lugar secreto donde el misterio de la creación del sentido —¿del mundo?— se le revelara: “lograr lo nuevo en lo repetido”. Quería alcanzar la resonancia de lo antiguo en el presente, habilitando un espacio que arrastraba los desvelos de la cultura clásica, en la cual, abandonados del mundo verdadero, también vivíamos desde esta geografía distante: para hacer habitable nuevamente un lugar de olvido. 

Pero algo más que esto: quería encontrar en esta geografía abandonada por los dioses la clave de una cultura cuyo planteo fundador perdimos. Primero había que escuchar las voces del pasado, en su lengua originaria, para alcanzar a develarla. Pero había siempre un más allá de las palabras que se entreabría desde ellas: como si hubiera que agotar su lógica secreta para descubrir el lugar donde el sentido originario se engendraba. No es extraño entonces que se interesara en comprender el “caso Schreber”, ventana abierta por entremedio de las lenguas sobre fulgurantes espacios imaginarios que sólo la ruptura loca abre, allí donde lo femenino y lo masculino se entrecruzan libremente: descubrir el misterio del engendramiento y de la mujer-madre, su lógica escondida que dijera por fin la Palabra verdadera, que fundiera las palabras habituales y gastadas e inaugurara una fidelidad nueva para lo indecible —ese indecible que sus poemas rozan. 

La palabra con-sagrada, la palabra sacra. Ramón místico. De allí nuestro respeto distante y —de algún modo— nuestro acercamiento devoto, como quien se aproxima a alguien que estuviera, artesano del misterio, tallando lo todavía incomunicable. Ramón tenía, a su manera, un camino — una verdad y una luz— pero secreto, que sabíamos era sólo para él, no para nosotros que elegimos —fuimos elegidos— para transitar otros. Ramón, el más lúcido, irradiaba ese efecto de quien está próximo a un saber más completo y más difícil, distinto del nuestro (más modesto y bárbaro, de algún modo bastardo y orillero), que él había comenzado en otra clave, inaccesibles para un judío como yo, y que se inició quizás en su sacerdocio frustrado y renegado en los claustros jesuitas de San Miguel —seguramente desde mucho antes. Ahora pienso: en clave definitivamente cristiana. 

Ramón era un santo irascible y tierno, sensual y puro, ascético y avaro consigo mismo casi siempre, colérico y arbitrario, alguien odiable y entrañablemente amado. Juro que a veces quise odiarlo como odiamos a quien nos cierra la entrada a su lugar secreto y más guardado, a su enigma inalcanzable, pero no podía. Nos entendíamos mucho a veces, en otras nada. Ramón incógnito. Sus miserias tenían un halo de justicia y de sagrado que las nuestras, ateas, no alcanzaban. Alguien, por suerte un amigo, que merece el respeto distante, y al mismo tiempo más secreto, más tierno y comprensivo. Ramón un altivo entre tanta cerviz gacha. Pero también Ramón el tierno. Ramón enseñándonos, casi adolescentes, melopeas en latín que cantábamos en grupo, para participamos en su propia lengua la emoción sagrada de los penitentes. Del penitente que había sido y que —creemos— seguía siendo. Esos cantos que trato de evocar y que se me confunden con otros que mi madre cuando niño me cantaba en otra lengua antigua. Gaudeamus igitur... entonábamos a coro, allá en las playas de Claromecó que él había descubierto, hace muchos años. 

¿Esperaba la palabra salvadora, la revelación que resolviera el enigma? ¿Querría escuchar de nuevo la resonancia de las palabras del alba, la inicial del idioma originario, desandando el camino de la Torre de Babel donde la lengua primera, la materna, se había perdido disuelta entre otras múltiples? ¿Encontrar quizá la clave de sus sueños en la clave de las lenguas? ¿La buscaba, acaso, en los meandros astutos que la retórica había trabajado para que sea dicha de la mejor manera, la más sabia? Para los que hablamos y escribimos de oído estamos aún en la inocencia, y como a inocentes nos escuchaba y nos leía Ramón con benevolencia. A su lado uno aparecía como un osado irresponsable, inconsciente y atrevido. Era un alterego: un Alter muy próximo y muy alto. Y pienso: todo lo que escribo y digo está de alguna manera signado por su mirada. Ramón persecutorio. Pero del bueno: interlocutor severo, el censor que pudiendo decir todo no se animaba a hacerlo hasta estar seguro de lo que diría sin halagamos o herimos. Por eso cuando nos confesaba, inesperadamente, el valor de algo que uno había escrito o hecho, era como si el Maestro en la Verdad nos respaldara: como si nos habilitara a seguir pensando o escribiendo. 

Entre sus manuscritos debía haber —y alguien habrá de encontrarlos— un libro repleto de poemas, una gramática griega inconclusa, una novela sobre sus ejercicios sacerdotales en San Miguel, un Nuevo (post)-Testamento, y una carta de amor nunca enviada. Una vida que hubiera requerido otra vida, como la eternidad que, cuando creyente, lo había tentado. 

Ramón es el intelectual atento y vivo, y al mismo tiempo actor y espectador sensible de su tiempo. Seminarista de los jesuitas en San Miguel, abandonó y se inscribió en la Facultad de Letras, rebelde y crítico de la Iglesia, un “culto” clásico en el ambiente de izquierda al que llega con todo su fervor casi adolescente, esa cierta candidez que traía junto a una comprensión astuta y respetuosa hacia la izquierda popular, barrial y callejera. Un greco-romano altivo en el suburbio cultural porteño. Calzaba alpargatas con una distinción que su sencillez acentuaba, con ese tinte monacal que siempre caracterizó su vida. Por eso era una fiesta verlo a veces, de saco y corbata, en traje azul de gala: verlo pasar, súbitamente, de Ramón “pobre” a Ramón “rico”. Profesor primero en la Universidad de Rosario, formábamos parte de Contorno con los Viñas. Enfrenta a Frondizi en la sede “intransigente” de la calle Riobamba, antes de que llegara a presidente, donde fuimos juntos a enrostrarle su “desvío”. Fue luego ministro de Educación en la Provincia de Santa Fe hasta que renuncia frustrado por la política radical. Fundador del Movimiento de Liberación Nacional (Malena para los amigos) entra en la militancia política de izquierda. Vive durante años, sin acceso a la universidad en los gobiernos militares, editando él solo, con su mujer, China Ludmer, reseñas bibliográficas de psicología y psicoanálisis por suscripción. Recuerdo la viñeta, viejo motivo simbólico: una antigua serpiente que se come a sí misma la cola. 

Y al final, lo más sorprendente: su cercanía callada y secreta con León Bloy, como si León Bloy fuera su propio y verdadero alterego, no ninguno de nosotros, sino ese otro que, saliendo de lo mismo en que él estaba, hubiera iniciado el camino de una reconciliación a la que Ramón apuntó siempre —y nosotros sin saber qué se preguntaba en sus silencios hechos de comprensión y de distancia enigmática y callada. Ramón absconditus, como el Dios que buscaba o del que huía, como él lo hubiera dicho de sí mismo. Ramón hablaba con nosotros hasta cierto punto —nos damos cuenta recién ahora pero dialogaba y hablaba de lo más doloroso, en secreto, con Bloy el profeta. 

¿Qué interrogaba Ramón desde su soledad, su desdicha y sus amores, gozo secreto y sufrimiento estoico, cuando escribe y se sigue preguntando desde el más desgarrado de los cristianos, desde León Bloy el converso, sobre el enigma de los judíos que se resistían a la solución cristiana? ¿Qué seguía elaborando desde su propia cifra que había quedado pendiente, él, el más encarnizado contra esa Iglesia católica que había desvirtuado una verdad que León Bloy elabora pensando en la tozudez judía, en la Palabra cuya encarnación niegan en Cristo? Quiero saberlo y lo interrogo nuevamente en ese texto, como un diálogo inconcluso que sin declinar sus premisas obscuras recién ahora creo que entiendo. Lo pienso y evoco escribiendo en los años de soledad, resistente del poder militar, él, que había vivido otras desolaciones y desengaños. Ramón tenía la entereza estoica de los empecinados que no se mueven de su sitio porque simplemente, pese a la amenaza, no les da la gana de moverse. 

Eso enigmático, quedó para mí sin respuesta, y es lo que al evocarlo cuando lo leo, o teniendo su foto frente a mí (esa que le tomé en 1983 cuando lo visité, de paso por Buenos Aires, luego que el Proceso militar y el exilio nos distanciara por ocho años). Si sus amigos y alumnos vuelven a editar sus trabajos es porque nos proponemos seguir interrogándonos sobre su permanencia indeleble en nosotros, y su enigma: quién es Ramón, el siempre vivo, cuya marca, como la de Caín —la Caína de su poema— nos sigue interrogando. Alguien, un compañero, un semejante, un amigo muerto con el cual seguimos, en silencio, dialogando.

 

En Alcalde, Ramón (1996). Estudios críticos de poética y política, Buenos Aires, Conjetural-Ediciones Sitio, pp. 11-16. 

 




 

 

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