Durante años busqué este libro. Llegué al punto de sospechar que no existía, que había sido fraguado para pescar lectores incautos, que había sido una boutade de Charlie Feiling o un pillacuriosos de los últimos sobrevivientes de la generación Contorno.
Para colmo, hace unos meses se me dio por hacer un Golosina Caníbal presenta... con el extraordinario ensayo que Ramón Alcalde publicó en la revista Sitio sobre la novela de Correas, Los reportajes de Félix Chaneton.
Sin embargo, un día, como por arte de milagros, apareció Estudios críticos de poética y política. Si no me creen adjunto tapa (alguna circulaba en la web, y yo creí que era un vil anzuelo) y, todavía más importante, ¡el índice! (pueden chequearlo al final del posteo).
Lo que exhumo es una semblanza, un recuerdo de Alcalde que con lucidez y prosa de amigo le dedica León Rozitchner en las primeras páginas del libro. ¡Que lo disfruten! ¡Y a seguir disfrutando de la erudición, la perspicacia y el don de la palabra de Alcalde!
Ramón y la escritura inconclusa (León Rozitchner)
Ramón y la Palabra. Todavía lo imagino escribiendo —anhelo postergado— una gramática griega. Era un contemporáneo antiguo. Dialogaba con los hombres del pasado en latín y en griego, y en francés, alemán e inglés con los más cercanos. Traducía para sentir quizás la extraña alquimia de transmutar en lengua materna las palabras distantes. Quería, tal vez, al evocarlas, suscitar sus resonancias misteriosas: acercarse, pienso, a lo indecible para hacer aparecer su reflejo en el cristal mágico de las equivalencias sonoras, de las palabras que, ajenas, cobran vida en las propias.
Tenía el tiempo de los artesanos morosos de otros tiempos, sostenido por una fidelidad empecinada y solitaria. Pensaba, cuando lo veía caviloso en la tarea, que trabajaba para reverdecer el lugar secreto donde el misterio de la creación del sentido —¿del mundo?— se le revelara: “lograr lo nuevo en lo repetido”. Quería alcanzar la resonancia de lo antiguo en el presente, habilitando un espacio que arrastraba los desvelos de la cultura clásica, en la cual, abandonados del mundo verdadero, también vivíamos desde esta geografía distante: para hacer habitable nuevamente un lugar de olvido.
Pero algo más que esto: quería encontrar en esta geografía abandonada por los dioses la clave de una cultura cuyo planteo fundador perdimos. Primero había que escuchar las voces del pasado, en su lengua originaria, para alcanzar a develarla. Pero había siempre un más allá de las palabras que se entreabría desde ellas: como si hubiera que agotar su lógica secreta para descubrir el lugar donde el sentido originario se engendraba. No es extraño entonces que se interesara en comprender el “caso Schreber”, ventana abierta por entremedio de las lenguas sobre fulgurantes espacios imaginarios que sólo la ruptura loca abre, allí donde lo femenino y lo masculino se entrecruzan libremente: descubrir el misterio del engendramiento y de la mujer-madre, su lógica escondida que dijera por fin la Palabra verdadera, que fundiera las palabras habituales y gastadas e inaugurara una fidelidad nueva para lo indecible —ese indecible que sus poemas rozan.
La palabra con-sagrada, la palabra sacra. Ramón místico. De allí nuestro respeto distante y —de algún modo— nuestro acercamiento devoto, como quien se aproxima a alguien que estuviera, artesano del misterio, tallando lo todavía incomunicable. Ramón tenía, a su manera, un camino — una verdad y una luz— pero secreto, que sabíamos era sólo para él, no para nosotros que elegimos —fuimos elegidos— para transitar otros.
Ramón, el más lúcido, irradiaba ese efecto de quien está próximo a un saber más completo y más difícil, distinto del nuestro (más modesto y bárbaro, de algún modo bastardo y orillero), que él había comenzado en otra clave, inaccesibles para un judío como yo, y que se inició quizás en su sacerdocio frustrado y renegado en los claustros jesuitas de San Miguel —seguramente desde mucho antes. Ahora pienso: en clave definitivamente cristiana.
Ramón era un santo irascible y tierno, sensual y puro, ascético y avaro consigo mismo casi siempre, colérico y arbitrario, alguien odiable y entrañablemente amado. Juro que a veces quise odiarlo como odiamos a quien nos cierra la entrada a su lugar secreto y más guardado, a su enigma inalcanzable, pero no podía. Nos entendíamos mucho a veces, en otras nada. Ramón incógnito. Sus miserias tenían un halo de justicia y de sagrado que las nuestras, ateas, no alcanzaban. Alguien, por suerte un amigo, que merece el respeto distante, y al mismo tiempo más secreto, más tierno y comprensivo. Ramón un altivo entre tanta cerviz gacha. Pero también Ramón el tierno. Ramón enseñándonos, casi adolescentes, melopeas en latín que cantábamos en grupo, para participamos en su propia lengua la emoción sagrada de los penitentes. Del penitente que había sido y que —creemos— seguía siendo. Esos cantos que trato de evocar y que se me confunden con otros que mi madre cuando niño me cantaba en otra lengua antigua. Gaudeamus igitur... entonábamos a coro, allá en las playas de Claromecó que él había descubierto, hace muchos años.
¿Esperaba la palabra salvadora, la revelación que resolviera el enigma? ¿Querría escuchar de nuevo la resonancia de las palabras del alba, la inicial del idioma originario, desandando el camino de la Torre de Babel donde la lengua primera, la materna, se había perdido disuelta entre otras múltiples? ¿Encontrar quizá la clave de sus sueños en la clave de las lenguas? ¿La buscaba, acaso, en los meandros astutos que la retórica había trabajado para que sea dicha de la mejor manera, la más sabia? Para los que hablamos y escribimos de oído estamos aún en la inocencia, y como a inocentes nos escuchaba y nos leía Ramón con benevolencia. A su lado uno aparecía como un osado irresponsable, inconsciente y atrevido. Era un alterego: un Alter muy próximo y muy alto. Y pienso: todo lo que escribo y digo está de alguna manera signado por su mirada. Ramón persecutorio. Pero del bueno: interlocutor severo, el censor que pudiendo decir todo no se animaba a hacerlo hasta estar seguro de lo que diría sin halagamos o herimos. Por eso cuando nos confesaba, inesperadamente, el valor de algo que uno había escrito o hecho, era como si el Maestro en la Verdad nos respaldara: como si nos habilitara a seguir pensando o escribiendo.
Entre sus manuscritos debía haber —y alguien habrá de encontrarlos— un libro repleto de poemas, una gramática griega inconclusa, una novela sobre sus ejercicios sacerdotales en San Miguel, un Nuevo (post)-Testamento, y una carta de amor nunca enviada. Una vida que hubiera requerido otra vida, como la eternidad que, cuando creyente, lo había tentado.
Ramón es el intelectual atento y vivo, y al mismo tiempo actor y espectador sensible de su tiempo. Seminarista de los jesuitas en San Miguel, abandonó y se inscribió en la Facultad de Letras, rebelde y crítico de la Iglesia, un “culto” clásico en el ambiente de izquierda al que llega con todo su fervor casi adolescente, esa cierta candidez que traía junto a una comprensión astuta y respetuosa hacia la izquierda popular, barrial y callejera. Un greco-romano altivo en el suburbio cultural porteño. Calzaba alpargatas con una distinción que su sencillez acentuaba, con ese tinte monacal que siempre caracterizó su vida. Por eso era una fiesta verlo a veces, de saco y corbata, en traje azul de gala: verlo pasar, súbitamente, de Ramón “pobre” a Ramón “rico”. Profesor primero en la Universidad de Rosario, formábamos parte de Contorno con los Viñas. Enfrenta a Frondizi en la sede “intransigente” de la calle Riobamba, antes de que llegara a presidente, donde fuimos juntos a enrostrarle su “desvío”. Fue luego ministro de Educación en la Provincia de Santa Fe hasta que renuncia frustrado por la política radical. Fundador del Movimiento de Liberación Nacional (Malena para los amigos) entra en la militancia política de izquierda. Vive durante años, sin acceso a la universidad en los gobiernos militares, editando él solo, con su mujer, China Ludmer, reseñas bibliográficas de psicología y psicoanálisis por suscripción. Recuerdo la viñeta, viejo motivo simbólico: una antigua serpiente que se come a sí misma la cola.
Y al final, lo más sorprendente: su cercanía callada y secreta con León Bloy, como si León Bloy fuera su propio y verdadero alterego, no ninguno de nosotros, sino ese otro que, saliendo de lo mismo en que él estaba, hubiera iniciado el camino de una reconciliación a la que Ramón apuntó siempre —y nosotros sin saber qué se preguntaba en sus silencios hechos de comprensión y de distancia enigmática y callada. Ramón absconditus, como el Dios que buscaba o del que huía, como él lo hubiera dicho de sí mismo. Ramón hablaba con nosotros hasta cierto punto —nos damos cuenta recién ahora pero dialogaba y hablaba de lo más doloroso, en secreto, con Bloy el profeta.
¿Qué interrogaba Ramón desde su soledad, su desdicha y sus amores, gozo secreto y sufrimiento estoico, cuando escribe y se sigue preguntando desde el más desgarrado de los cristianos, desde León Bloy el converso, sobre el enigma de los judíos que se resistían a la solución cristiana? ¿Qué seguía elaborando desde su propia cifra que había quedado pendiente, él, el más encarnizado contra esa Iglesia católica que había desvirtuado una verdad que León Bloy elabora pensando en la tozudez judía, en la Palabra cuya encarnación niegan en Cristo? Quiero saberlo y lo interrogo nuevamente en ese texto, como un diálogo inconcluso que sin declinar sus premisas obscuras recién ahora creo que entiendo. Lo pienso y evoco escribiendo en los años de soledad, resistente del poder militar, él, que había vivido otras desolaciones y desengaños. Ramón tenía la entereza estoica de los empecinados que no se mueven de su sitio porque simplemente, pese a la amenaza, no les da la gana de moverse.
Eso enigmático, quedó para mí sin respuesta, y es lo que al evocarlo cuando lo leo, o teniendo su foto frente a mí (esa que le tomé en 1983 cuando lo visité, de paso por Buenos Aires, luego que el Proceso militar y el exilio nos distanciara por ocho años). Si sus amigos y alumnos vuelven a editar sus trabajos es porque nos proponemos seguir interrogándonos sobre su permanencia indeleble en nosotros, y su enigma: quién es Ramón, el siempre vivo, cuya marca, como la de Caín —la Caína de su poema— nos sigue interrogando. Alguien, un compañero, un semejante, un amigo muerto con el cual seguimos, en silencio, dialogando.
En Alcalde, Ramón (1996). Estudios críticos de poética y política, Buenos Aires, Conjetural-Ediciones Sitio, pp. 11-16.