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jueves, 15 de enero de 2015

¿QUIÉN TEME AL LOBO FEROZ?



"Sí, para todo niño, rico o pobre,
llega la hora de correr por un lugar oscuro;
y no hay palabra que describa el miedo de un niño,
ni oídos para oírla si existiera,
ni nadie que la entendiera si la oyese.
¡Salve Dios a los niños!
Todo lo soportan y todo lo superan."

La Noche del Cazador, James Agee.


Eran las 5:00 de la mañana en las callejuelas de Nueva York, y el sol estaba a punto de salir. No obstante, en un sucio apartamento del Bronx, la pequeña Mia, de sólo 10 años de edad, ya estaba despierta. De hecho, no había podido pegar ojo en toda la noche. El Lobo Feroz la había visitado una vez más aquella madrugada en su habitación, como en tantas otras ocasiones desde que tenía memoria.

El procedimiento siempre era el mismo, invariable, como una perversa rutina. Cuando llegaba la oscuridad de la noche su padre se deslizaba furtivamente hasta la cama de Mia, oculto entre las sombras, sin hacer ruido. Entonces se sentaba a su lado en silencio, junto al cabecero, y se inclinaba sobre el cuerpecito de su hija, que temblaba de miedo dentro de su pijama. La niña podía oler el aliento de su padre sobre su rostro mientras la observaba fijamente, un olor tremendamente peculiar, mezcla de alcohol, tabaco, sudor rancio y algo más... un elemento que la chiquilla no podía identificar. Aquel era el olor que más odiaba en el mundo, un hedor del que le resultaba imposible huir o cobijarse, tan intenso que creía poder perderse en él para siempre.

Entonces su progenitor comenzaba a rodearla con sus brazos y a susurrarle cosas al oído, tan bajito que apenas resultaba audible. "Shhsss, no te asustes, mi cielo. Todo saldrá bien. Tranquila, confía en mí. Eres la niñita favorita de papá, la mujer más importante de mi vida. Me haces sentir especial. No te muevas, no te resistas. Déjame demostrarte cuánto te quiero". Y a continuación llegaban los tocamientos ahí abajo, tremendamente dolorosos para Mia. La agonía era tan desgarradora para la niña que siempre terminaba llorando, a pesar de que se había prometido a sí misma numerosas veces que no iba a volver a hacerlo. Sus lamentos eran siempre silenciados por la zarpa peluda del depredador tapándole la boca. La respiración del hombre se aceleraba y agitaba hasta convertirse en un gruñido gutural, un gemido animalesco de placer que desembocaba inevitablemente en una explosión de humedad entre las bisoñas piernas de la cría. El Lobo había vuelto a devorar a su víctima favorita para cenar, como casi todas las noches.

"Papi quiere mucho a su nenita". Pero Mia sabía intuitivamente, como sólo pueden saber los niños, que aquello no era amor. A pesar de las palabras tiernas de su padre, sus actos lo desmentían. ¿Si aquello era amor, por qué siempre terminaba sintiéndose tan sucia, tan culpable? No, los empellones de su padre eran otra cosa mucho más primaria, más turbia e indudablemente más sórdida. No tenía nada que ver con el amor.

Inmediatamente después, llegaban las amenazas. "Sécate las lágrimas. Papi odia verte llorar. Pero si le cuentas algo de esto a mamá, te pegaré una paliza que no olvidarás mientras vivas, y luego le pegaré otra a ella. Te quedarás huérfana, y todo será por tu culpa. ¿Es eso lo que quieres? No, por supuesto que no. Lo que hacemos por las noches es nuestro pequeño secreto, tuyo y mío, y así debe permanecer. Un secreto de familia".

Así habían pasado largos meses de abusos, de tormentos y de indefensión. Criándose en una especie de Infierno en la Tierra, atrapada en una opresiva conspiración de silencio que le impedía pedir ayuda del exterior. Y el hambre del Lobo era infinita. Estaba lejos de verse saciada.

Por eso, a las 5:00 de la mañana de aquella madrugada, Mia decidió poner punto y final a su largo suplicio. Se levantó y, caminando descalza por el pasillo de su casa, alcanzó el cajón de la cómoda donde sabía que su padre guardaba la pistola. Acto seguido, se dirigió al dormitorio de sus padres sin decir una sola palabra. El Lobo dormía despreocupado, con la boca abierta, roncando ruidosamente. Mia le miró unos instantes, con calma, sin precipitación. Disparó a quemarropa un único disparo, una única explosión de pólvora. Una sola nota de rabia. Su madre despertó gritando, el blanco camisón empapado en la sangre de su marido, que había sido enviado de vuelta al oscuro averno del que una vez había escapado.

Por la mañana, cuando los agentes de los Servicios Sociales vinieron a llevarse a Mia, la mirada de la niña estaba absolutamente perdida. No volvería a hablar en el resto de días que le quedaban de existencia. Su cuerpo permanecía intacto, pero en el interior de su cabeza, su mente se había dado a la fuga para escapar del horror. Finalmente, y a pesar de estar muerto, el Lobo había ganado. La había devorado por completo. Le había arrebatado la infancia y la juventud inexorablemente.

"Nunca comprenderé cómo un padre puede hacerle algo semejante a su hija" comentó un agente social a su compañera. "Es algo que no me entra en la cabeza". "Yo ni siquiera lo intento, así que no te atormentes" respondió ella. "El comportamiento humano es un auténtico misterio, un callejón sin salida", le dijo.

lunes, 25 de noviembre de 2013

EL CORAZÓN DE LA NOCHE




Eran las 3 de la mañana cuando el teléfono comenzó a sonar… Lentamente, empezó a incorporarse sobre la almohada, estirando un brazo somnoliento hasta coger el auricular situado en la mesita de noche, junto al cenicero repleto de colillas. ¿Quién podía llamar a esas horas? Fuera quien fuese, más le valía tener una razón importante para despertarla de aquella manera. Todavía  bostezando y con los ojos llenos de sombras preguntó: ‘¿Diga?’ Durante unos breves segundos, el silencio fue la única respuesta que obtuvo. ‘¿Hola? ¿Quién llama?’- reiteró nerviosamente, con la boca llena de la saliva pastosa de quien acaba de despertar, todavía no recuperada de la resaca de la noche anterior. Entonces oyó un sonido débil al otro lado de la línea telefónica. Una respiración pesada, inconfundiblemente masculina. E inmediatamente lo supo, mientras un escalofrío de horror le recorría la espalda. Era él, no había duda. Después de tanto tiempo, por fin la había encontrado.

Con la celeridad de quien sabe que le va la vida en ello, saltó de la cama y se dirigió al armario en donde guardaba las maletas. No tenía un segundo que perder. Si la había telefoneado, eso significaba que había averiguado donde vivía. Mientras llenaba la maleta únicamente con lo imprescindible, sus ojos se llenaron de lágrimas, al tiempo que su mente se inundaba de recuerdos, retrocediendo varios años atrás, hasta la época en que había sido la prometida de uno de los gángsteres  más peligrosos del medio Oeste. Siempre había sido demasiado hermosa para su propio bien, le había reprochado su propia madre más de una vez en el pasado. Los hombres se volvían locos por su belleza. Al principio de su relación con Mike, se había sentido alagada por que el hombre más poderoso e influyente de la ciudad se fijase en ella, pudiendo haber tenido a cualquiera. Pero pronto descubriría que el amor de Mike era como una lujosa jaula de oro, hermoso pero asfixiante. Sus celos enfermizos le habían llevado a cargarse a cualquiera que osara posar sus ojos en ella más de medio segundo, al tiempo que se volvía cada vez más paranoico. Veía engaños e infidelidades donde no había nada, salvo miradas cómplices y la natural disposición femenina para el coqueteo. El amor de Mike amenazaba con aplastarla, con destruirla despiadadamente si permanecía a su lado mucho más tiempo. Tuvo que huir, más como necesidad vital que como manifestación legítima de su anhelo de libertad. Pero antes de eso lo delató a la policía. Tenía que encarcelarlo. No podía arriesgarse a que la persiguiera, cosa que sin duda haría, porque si la atrapaba no se atrevía siquiera a pensar en las consecuencias que su huída le acarrearía. Así pues, hizo un pacto con el fiscal. Le proporcionó datos, nombres, fechas y pruebas con pelos y señales de los delitos de Mike, a cambio de entrar en el programa de protección de testigos y un buen pedazo de su fortuna, obtenida por medio del crimen. Lo último que supo de él a través de la prensa es que fue condenado por un tribunal a pasar 20 años en la cárcel.

Cerró la maleta al tiempo que se enjugaba las lágrimas y amartillaba el revólver. Ahora estaba en libertad, y sin duda había utilizado los restos del poder y la influencia que aún le quedaban para localizarla, ansioso por vengarse. No existen los funcionarios insobornables. De hecho, podía estar vigilándola en ese preciso momento, aguardando en el exterior de la casa, agazapado entre las sombras, esperando el momento preciso para abalanzarse sobre ella como un cazador sobre su presa. Abrió la puerta de la calle e inspeccionó el porche, pistola en mano, incapaz de controlar el temblor de sus miembros. En el silencio de la madrugada la oscuridad parecía aún más amenazadora. Tuvo que hacer acopio de todo el valor que pudo reunir para recorrer los escasos 3 metros que la separaban del coche que la aguardaba, aparcado en la acera. Colocó la maleta en el asiento delantero y a continuación comprobó los asientos traseros (en las películas de terror el asesino siempre estaba escondido en los asientos traseros). Con un suspiro de alivio, guardó el revolver en el salpicadero y giró la llave de contacto, iniciando una loca huída hacia el corazón de la noche. Otra fuga sin rumbo, como la media docena de cambios de identidad que había protagonizado en los 20 años anteriores. Siempre cambiando de domicilio, siempre mirando hacia atrás asustada. Perseguida por su pasado y sus propios remordimientos, que tantas veces había intentado ahogar en alcohol sin éxito. El peso de la traición resultaba en ocasiones tan enorme que la perspectiva de la muerte parecía cada vez más dulce. Una liberación en justo pago por todo el mal que había causado en vida.

En el interior de la casa, el teléfono permanecía descolgado en la mesilla de noche. Del otro lado de la línea, una voz de hombre con fuerte acento extranjero pronunciaba las siguientes palabras: ‘Perdón, me parece que me he equivocado de número’.