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PATXI IRURZUN

 


El protagonista de este diario es un viejo rockero. Una antigua estrella del Rock Radikal Vasco que ha perdido todo su fulgor. El cantante de un grupo llamado Los Tampones, cuya canción más popular se titulaba «Estamos contra las reglas» y que protagonizaron un sonado escándalo nacional cuando aparecieron tocándola en un conocido programa de televisión. 

La única manera de superar el duelo y la apatía será integrarse en un grupo de guerrilla ortográfica que se dedica a corregir los rótulos y carteles de Jamerdana, su ciudad; y la única forma de que sus hijos dejen de verlo como a un marciano, y viceversa, reunir a Los Tampones para un concierto excepcional y benéfico a favor del instituto de los mellizos, que se cae a cachos. 

«Patxi Irurzun ha escrito la novela del Rock Radikal Vasco, y lo ha hecho como quien no quiere la cosa, con una gran historia pequeña, que es la historia de todos nosotros.» MIREN LACALLE 

«Si la literatura fuera un circo (en cierto modo lo es), estoy completamente seguro de que Patxi sería el tragasables.» KUTXI ROMERO  

(Patxi Irurzun, Tratado de hortografía, Pamiela Argitaletxea, 2020) 

PATXI IRURZUN




EL VÉRTIGO DE SPIDERMAN

Al Spiderman de la Avenida Constitución el traje de hombre-araña, que se ha comprado en los chinos, le tira de la sisa, se le mete por la raja del culo, le marca varias lorzas en la barriga… Es ridículo y hasta da un poco de grima, pero, a la vez, esos son sus superpoderes…

FRAY SPRAY

Dicen que la fe mueve montañas, y yo digo una mierda, que Dios y usted, señor arzobispo, me perdonen, pero nadie mejor que yo sabe que las montañas las mueven las excavadoras, y los concejales, y los constructores, y los pufos y chanchullos que unos y otros amañan en esas cuevas de ladrones que se hacen llamar ayuntamientos…

PEAJE

A veces, cuando vuelvo de dejar a los niños en la escuela y luce el sol, pienso que ha habido una catástrofe nuclear, unos días, y otros que estoy en Salou o en Benidorm en un mes de temporada baja. Los bloques de apartamentos baratos, los árboles desnudos, las tiendas cerradas… Pero después, al final de ese desierto de calles peatonales, no aparece el horizonte luminoso del mar o un gran hongo naranja de humo radioactivo, sino polígonos industriales, descampados con esqueletos de nuevas VPO, el skyline de piedra de la vieja ciudad; la vieja ciudad, de la que nos echaron; la vieja ciudad donde quienes viven tiene apellidos viejos y largos y respetables, apellidos de toda la vida que no se mezclan con los Chumbé, Bulgakov, Benjeloun que se leen en nuestros buzones…




(Patxi Irurzun, La tristeza de las tiendas de pelucas, Pamiela, 2013)

RAÚL NÚÑEZ SEGÚN PATXI IRURZUN

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Descubrir sus novelas (Sinatra, La rubia del bar, A solas con Betti Boop) para mí fue uno de los mejores momentos como lector. Fue en una etapa de formación, de tránsito de novelas juveniles, de aventuras (Jack London, Mark Twain...), hacia un mundo que empezaba a descubrir y que desconocía que tuviera un reflejo en la literatura. Creo que una de las novelas se subtitulaba "Novela urbana" (Sinatra, creo recordar), y eso era muy elocuente porque aparecían escenarios que hasta entonces yo no había encontrado en los libros: bares, la calle, los barrios marginales, y toda la fauna humana que los habitaban (perdedores, alcohólicos, prostitutas...). Creo que todo eso fue poco después de descubrir a Bukowski, además, Raúl Núñez vino a sumar a lo que aportaba Bukowski un humor más esperpéntico, más cercano a la tradición de literatura en castellano. Era como un cruce entre Hank y Eduardo Mendoza.
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Creo que Raúl Nuñez ha tenido una influencia evidente en la literatura underground, sobre todo, y que no ha calado demasiado por arriba, en la de los autores más conocidos se ha mantenido en los márgenes, que es donde le habría gustado a él, creo yo. Para mí fue un auténtico lujo, algo muy emotivo y que no me podía creer, que en Hankover, la antología que hice con Vicente Muñoz, David González nos consiguiera los derechos de un cuento de Raúl.

PATXI IRURZUN

LA VIDA PRIVADA DE ADOLF HITLER
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Aquella mañana, mientras en Auswichtz volvía a caer una fina lluvia de cenizas, Adolf Hitler amaneció de buen humor. La noche anterior había conciliado el sueño con una nueva mezcla de píldoras -estricnina y belladona- del doctor Morell y no hubo desvelos, no apareció Geli, su amante sobrina, con la cabeza reducida a un cuajarón de sangre, ni su estómago malherido exprimió con sus retorcijones el recuerdo del hambre, en la pensión de Viena, cuando era joven.
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Durante el desayuno, cuando Eva Braum le sirvió el acostumbrado segundo tazón, pudo ver en su bigotito rectangular, serpenteando como trémulos gusanos, varias gotas de leche. En momentos así Eva se sentía parte de la historia, pues sólo ella conocía detalles íntimos como ése, o los violentos arrebatos en la alcoba, cuando su pito, ¡Heil Hitler!, se negaba a alzarse. Su nombre permanecería siempre unido al de Adolf Hitler porque debía sepultar en un búnker el secreto de sus miserias domésticas. Aunque a veces él parecía mostrar más cariño por la perra Blondi, que aquella mañana excepcionalmente se había tumbado a sus pies y a la cual el führer introducía una y otra vez el dedo índice en la vagina.
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Tras el desayuno Hitler se reunió con su Reichmariscal, Goering.
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-Tengo que enseñarte algo, Hermann- le dijo, y se dirigieron a la sala de los cuadros, donde había colgado un nuevo lienzo en el que aparecían tres mujeres rubias y desnudas, voluptuosamente ociosas. Hitler se regodeó observando cómo Goering enrojecía de rabia. Quizás Hermann se paseara vestido en sedas blancas, coronado con la cornamenta de un alce por su palacio campestre entre las obras de arte que sus hombres saqueaban de los principales museos de Europa, pero el Führer continuaba siendo él.
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-Maravilloso- hubo de reconocer el Reichmariscal.
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Hitler se pasmó una vez más al admirar la palidez marmórea de la piel de las muchachas e imaginó que posaba sus manos sobre ella y que al retirarlas se dibujaba una huella encarnada, como las marcas sanguinolentas del látigo cuando azotaba las compactas nalgas de Geli... Repentinamente se sintió incómodo, como si Goering profanara su altar o pudiera descubrir las pequeñas gotitas amarillentas de semen sobre el lienzo, con las cuales ofrendaba el recuerdo de su sobrina algunas noches de, cada vez más esforzado, frenesí pajillero.
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-Déjame solo, Hermann- le pidió.
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Estuvo en la sala hasta la hora de comer. Himmler le telefoneó cuando daba cuenta de su ensalada, plagándola de bichitos muertos con sus cifras de deportados, eliminados...
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-Estúpido- pensó. Desconfiaba de su eficacia y su sumisión casi tanto como de la arrogancia de Goering. Incluso creía que había sido Himmler quien hiciera correr aquellos rumores sobre el pasado incestuoso de su familia o sobre las salpicaduras de sangre hebrea en sus venas y creía que, llegado el caso, sería capaz de enviarle a él, al mismísimo Führer, a la cámara de gas.
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Afortunadamente, a media tarde le visitó Joseph Goebbels, su fiel ministro de propaganda. Vieron varias películas de Mickey Mouse. Joseph se descalzó y reposó sus pies doloridos sobre una butaca. Hitler se fijó en el muñón del derecho como el impúdico puño de un bolchevique y sintió una solidaridad entre aquella tara y su único testículo. Le agradaban esos momentos de intimidad, de dos solos y a oscuras, compartiendo sus risas hasta tal punto que cuando Joseph se despidió ("Tengo que irme, Magda ha preparado pavo esta noche") sintió una leve repugnancia, no sabía si por el pavo y sus prejuicios vegetarianos o por Magda, a la que envidiaba en secreto.
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Consultó el reloj: las 8, la hora en que recibía a Morell. Salió al pasillo. Todo estaba en silencio. La Cancillería parecía un navío abandonado y a la deriva. Por un momento, le sacudió una tiritona y las sombras fantasmales de Geli y de su amante judío, con su descomunal pene haciéndole el amor se proyectaron en aquel pasillo espectral. Corrió aterrorizado hasta la sala-botiquín y al entrar la presencia de Morell fue como una angélica aparición, aunque el aspecto de éste, descuidadamente gordo y sucio, se asemejara en realidad al de un ángel caído y revolcado en miasmas.
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Hitler, sin embargo, lo necesitaba, así que se remangó la camisa y se tumbó en la camilla. Su voluntad se concentró en la aguja. La morfina había convertido a un curandero, a un charlatán de feria en el médico de confianza del führer. Poco a poco, oleadas como la eyaculación lenta de mil querubines, le mecieron dulcemente hasta el final arcoirisado de aquel día, de nuevo en casa, con el trabajo cumplido y la narcótica ilusión de que quería a Eva Braun, la cual le servía la cena, mientras la fiel Blondi tendía su vagina a sus pies; incapaz de imaginar que un día probaría con la perra el mismo veneno con el que él se suicidaría, y que el fúnebre regalo de bodas para la abnegada Eva sería el mismo que hiciera tiempo atrás a Geli, su sobrina, la única mujer, el único ser humano por el que sintió algo remotamente parecido al amor: la pistola con la que ella se voló los sesos.
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(Patzi Irurzun, La polla más grande del mundo y otros cuentos, Tenerife, Baile del Sol, 2007. También en BORRASKA. Ciberfanzine de literatura subterránea. Número 10)