Odiseo se enjuga una lágrima al ver cómo su fiel perro Argos le reconoce después de veinte años, aun sin fuerzas para salir a su encuentro. En esa imagen se condensa toda la grandeza de la gesta homérica, los terribles trabajos impuestos por Poseidón al laertida que arrebató la vista a su hijo Polifemo en unos mares repletos de monstruos y gigantes que fueron devorando uno a uno a sus divinos compañeros hasta dejarle solo, asido a un mástil a merced de las olas del Ponto color de vino. Solos Argos y él frente a frente, el can tumbado en el estiércol, casi ciego y lleno de pulgas, y Odiseo transformado en un anciano mendigo cubierto de andrajos. Allí estaba la vieja Ítaca, a pesar de los voraces pretendientes. Eubeo le fue fiel, Argos movió levemente la cola y dejó caer las orejas. El viaje había merecido la pena.
Síntomas de arbitrariedad en el sistema de atención a la dependencia en
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