21 agosto 2009
William Maxwell
20 julio 2009
Frank McCourt
28 abril 2009
Cormack McCarthy
01 abril 2009
Anaïs Nin
13 marzo 2009
Philip Roth
02 diciembre 2008
Sam Savage
19 noviembre 2008
Alice Walker
Comentario: La realidad estremecedora de esta novela queda definida desde el principio. Celie, es tan esclava de su familia como sus antepasados de sus amos. Ella parece haber venido al mundo sólo para cubrir las necesidades, cualesquiera sean, de los demás. Su padre, su madre, su esposo, sus hijastros... Pero Celie encontrará la fuerza suficiente para seguir adelante y se fortalecerá, por encima de la opresión y la injusticia, buscando la solidaridad entre las que, como ella, son menospreciadas y humilladas de muy diversas formas.
La autora: Alice Walker fue la primera mujer negra a quien se otorgó el Premio Pulitzer y fue por esta novela, en el año 1983. Al año siguiente fue llevada al cine por Steven Spielberg.
Mucho mejor que yo: http://es.wikipedia.org/wiki/Alice_Walker
26 septiembre 2008
Dorothy Parker
27 marzo 2008
Anne Tyler
22 octubre 2007
Judy Budnitz
20 julio 2007
Tracy Chevalier
Estaba picando las verduras en la cocina cuando oí voces en la puerta de la casa —una voz de mujer, brillante como latón bruñido, y otra de hombre, apagada y oscura como la madera de la mesa en la que estaba trabajando—. Eran un tipo de voces que raramente oíamos en nuestra casa. Imaginé espesas alfombras al oírlas, y libros y perlas y pieles.
Me alegré de haber fregado con un cuidado especial los escalones de la entrada.
Oí la voz de mi madre —un puchero hirviendo, un cántaro— aproximándose desde la sala. Venían hacia la cocina. Aparté los puerros que estaba cortando, dejé el cuchillo sobre la mesa, me limpié las manos en el delantal y apreté los labios para suavizarlos.
Mi madre apareció en el umbral, sus ojos dos señales de atención. Tras ella, la mujer tuvo que agacharse de lo alta que era, más alta que el hombre que la seguía.
En mi familia éramos todos bajos, incluso mi padre y mi hermano.
Parecía que la mujer venía de luchar contra un vendaval, aunque no soplaba ni la más leve brisa aquel día. Del sombrero torcido se le escapaban unos ricitos rubios que le caían sobre la frente, como abejas a las que en repetidas ocasiones hizo ademán de espantar. El cuello del vestido, además de descolocado, estaba falto de plancha y apresto. Se retiró por debajo de los hombros el manto gris, y vi que bajo el vestido azul marino una criatura crecía en su vientre. Como para final de año o antes.
Tenía la cara ovalada, como una bandeja, luminosa en unos momentos y apagada en otros. Sus ojos eran dos botones castaño claro, un color que yo apenas había visto unido al pelo rubio. Hizo como si me observara detenidamente, pero fue incapaz de fijar la atención en mí; su mirada saltaba de un rincón a otro de la habitación.
—Así que ésta es la muchacha —dijo bruscamente.
—Sí, ésta es mi hija, Griet —respondió mi madre. Yo incliné respetuosamente la cabeza, a modo de saludo.
—No parece muy grande. ¿Será lo bastante fuerte?
Cuando la mujer se volvió a mirar al hombre, rozó con el manto el mango del cuchillo con el que yo había estado cortando las verduras, que cayó y se puso a girar por el suelo.
La mujer dio un grito.
—Catharina —dijo el hombre con voz pausada. Pronunció su nombre como sí tuviera canela en la boca. La mujer se calló y trató de calmarse.
Yo me adelanté a recoger el cuchillo y, limpiando la hoja en el delantal, lo dejé sobre la mesa. Al caer, el cuchillo había movido un trozo de zanahoria. Lo devolví a su montón.
El hombre me miraba con sus ojos grises como el mar. Tenía una cara larga, angulosa, con una expresión imperturbable, en contraste con la de su mujer, que era tornadiza como la llama de una vela. No tenía ni barba ni bigote, y eso me gustaba, porque le daba un aspecto limpio. Llevaba una capa negra sobre los hombros, una camisa blanca y una fina gorguera de encaje. El sombrero ocultaba unos cabellos del color rojo de los ladrillos mojados por la lluvia.
—¿Qué estabas haciendo, Griet? —me preguntó.
Me sorprendió la pregunta, pero supe ocultar mi sorpresa.
—Picando las verduras para la sopa, señor.
Siempre colocaba las verduras formando un círculo en el que cada verdura ocupaba un segmento, como si fueran las porciones de una tarta. Había cinco: col roja, cebolla, puerro, zanahoria y nabo. Utilizaba la hoja del cuchillo para dar forma a cada porción y en el centro del círculo ponía una rodaja de zanahoria.
El hombre dio un golpecito en la mesa con un dedo.
—¿Están puestas en el orden en el que se echan a la sopa? —sugirió, estudiando el círculo.
—No, señor —dije dubitativa. No sabía explicar por qué había colocado así las verduras. Sencillamente las ponía como consideraba que debían ir, pero estaba demasiado asustada para decirle tal cosa a aquel caballero.
—Veo que has separado las blancas —dijo, señalando los nabos y las cebollas—. Y el naranja y el morado tampoco van juntos. ¿Por qué? —cogió un trocito de col roja y una rodaja de zanahoria y los agitó entre sus manos, como si fueran dados.
Yo miré a mi madre, que movió la cabeza en un leve gesto de asentimiento.
—Los colores se pelean cuando los pones juntos, señor.
Arqueó las cejas, como si no hubiera esperado esa respuesta.
—¿Y pasas mucho tiempo disponiendo las verduras antes de hacer la sopa?
—Oh, no, señor —contesté confusa. No quería que pensara que era una remolona.Por el rabillo del ojo percibí algo que se movía. Mi hermana, Agnes, estaba espiando junto a la puerta y había meneado la cabeza al oír mi respuesta. Yo no solía mentir. Bajé la vista.
11 julio 2007
Carl Sagan
Arquímedes ( 287-212 adC). El arenario
Jamás lo he dicho. De verdad. Bueno, una vez afirmé que quizás haya 100.000 millones de galaxias y 10.000 trillones de estrellas. Resulta difícil hablar sobre el cosmos sin emplear números grandes.
Es cierto que pronuncié muchas veces la frase «miles de millones» en la popularísima serie televisiva Cosmos, pero jamás dije «miles y miles de millones»; por una razón: resulta harto impreciso. ¿Cuántos millares de millones son «miles y miles de millones»? ¿Unos pocos? ¿Veinte? ¿Cien? «Miles y miles de millones» es una expresión muy vaga. Cuando adapté y actualicé la serie me entretuve en comprobarlo, y tengo la certeza de que nunca he dicho tal cosa.
Quien sí lo dijo fue Johnny Carson, en cuyo programa he aparecido cerca de treinta veces en todos estos años. Se disfrazaba con una chaqueta de pana, un jersey de cuello alto y un remedo de fregona a modo de peluca. Había creado una tosca imitación de mi persona, una especie de Doppelgänger* que hablaba de «miles y miles de millones» en la televisión a altas horas de la noche.
La verdad es que me molestaba un poco que una mala reproducción de mí mismo fuese por ahí, diciendo cosas que a la mañana siguiente me atribuirían amigos y compañeros (pese al disfraz, Carson –un competente astrónomo aficionado– a menudo hacía que mi imitación hablase en términos verdaderamente científicos).
Por sorprendente que parezca, lo de «miles y miles de millones» cuajó. A la gente le gustó cómo sonaba. Aun ahora me paran en la calle, cuando viajo en un avión o en una fiesta y me preguntan, no sin cierta timidez, si no me importaría repetir la dichosa frase.
–Pues mire, la verdad es que nunca dije tal cosa –respondo.
–No importa –insisten–. Dígalo de todas maneras.
Me han contado que Sherlock Holmes jamás contestó: «Elemental, mi querido Watson» (al menos en las obras de Arthur Conan Doyle), que James Cagney nunca exclamó: «Tú, sucia rata», y que Humphrey Bogart no dijo: «Tócala otra vez, Sam»; pero poco importa, porque estos apócrifos han arraigado firmemente en la cultura popular.
Todavía se pone en mi boca esta expresión tontorrona en las revistas de informática («Como diría Carl Sagan, hacen falta miles y miles de millones de bits»), en la sección de economía de los periódicos, cuando se habla de lo que ganan los deportistas profesionales y cosas por el estilo.
Durante un tiempo tuve una reticencia pueril a pronunciar o escribir esa expresión por mucho que me lo pidieran, pero ya la he superado, así que, para que conste, ahí va:
«Miles y miles de millones.»
*En el antiguo folclore germano, el doble fantasmal de alguien. Cuando se encontraban la persona original y su contrafigura, era signo seguro de la muerte inminente de la primera. (N. del T.)
09 julio 2007
Helene Hanff
New York City
5 octubre 1949
Marks & Co.
84, Charing Cross Road
Londres, W.C. 2
Inglaterra
Señores:
Su anuncio publicado en la Saturday Review of Literature dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión «libreros anticuarios» me asusta un poco. Porque asocio «antiguo» a «caro». Digamos que soy una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes & Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares.
Les adjunto una lista de mis necesidades más apremiantes. Si disponen ustedes de ejemplares limpios de segunda mano de algunos de los libros de esa lista, y a un precio que no rebase los 5 dólares por unidad, ¿tendrán la amabilidad de considerar la presente como un pedido en firme y enviármelos?
Dándoles de antemano las gracias, les saluda
Helene Hanff
(Srta.) Helene Hanff
....
MARKS & CO.,Libreros84, Charing Cross RoadLondres, W.C. 2
25 octubre 1949
Srta. Helene Hanff
14 East 95th Street
New York 28, New York.
U.S.A.
Distinguida señora:
En respuesta a su carta del 5 de octubre, me complace decirle que hemos conseguido satisfacer las dos terceras partes del problema. Los tres ensayos de Hazlitt que usted quiere se incluyen en la edición de Nonesuch Press de sus Ensayos escogidos, y el de Stevenson se encuentra en Virginibus Puerisque. Le enviamos por paquete postal sendos ejemplares de ambos en excelente estado, confiando en que le llegarán perfectamente en su momento y la complacerán. Encontrará incluida nuestra factura en el envío.
Más difícil va a ser encontrar los ensayos de Leigh Hunt, pero trataremos de hallar algún volumen atractivo que los incluya todos. No tenemos la Biblia latina que usted nos describe, pero sí un Nuevo Testamento en latín y un Nuevo Testamento en griego: se trata de dos ediciones modernas corrientes, encuadernadas en tela. ¿Podrían ser de su gusto?
Queda a su disposición,
FPD
p/o MARKS & CO.
01 abril 2007
Ernest Hemingway
*
Capitulo I (frag.)
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El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el mismo color del mar y eran alegres e invictos.
-Santiago -le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote -Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.
-No -dijo el viejo -. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
-Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
-Lo recuerdo -dijo el viejo. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.
-Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerle.
-Lo sé -dijo el viejo -.Es completamente normal.
-Papá no tiene mucha fe.
-No. Pero nosotros sí, ¿verdad?
Hemingway está incluído en la lista de escritores estadounidenses de la llamada "generación perdida" que, desencantados y críticos con el panorama literario y político de su país después de la I Guerra Mundial, se exiliaron a Europa, donde realizaron la mayor parte de su obra literaria. Seis de ellos destacan poderosamente: Scott Fitzgerald, Dos Passos, Faulkner, H. Miller, Steinbeck y el propio Hemingway. El término "generación perdida" fue acuñado por Gertrude Stein que fue también todo un personaje.
28 diciembre 2006
J. D. Salinger
Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.
El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.
24 diciembre 2006
Carson McCullers
16 diciembre 2006
O. Henry
14 diciembre 2006
Frank McCourt
*
Prólogo
*
Es tu sueño que se cumple.
Eso es lo que solía decir mi madre cuando éramos niños en Irlanda, y se hacía realidad algún sueño que habíamos tenido. El que yo tenía una y otra vez era que entraba en un barco en la bahía de Nueva York, impresionado por los rascacielos que tenía delante. Yo se lo contaba a mis hermanos y ellos me tenían envidia por haber pasado una noche en América, hasta que ellos empezaron a asegurar que habían tenido también el mismo sueño. Sabían que era una manera segura de atraer la atención, aunque yo discutía con ellos, les decía que yo era el mayor, que aquel sueño era mío y que más les valía dejarlo en paz si no querían acabar mal.
Ellos me decían que yo no tenía derecho a quedarme aquel sueño para mí solo, que cualquiera podía soñar con América en lo más oscuro de la noche y que yo no podía impedirlo de ningún modo. Yo les decía que sí podía impedírselo. No les dejaría dormir en toda la noche, ellos no soñarían nada en absoluto. Michael solo tenía seis años y ya se reía al imaginarme a mí saltando de uno a otro para intentar impedir sus sueños con los rascacielos de Nueva York.
Malachy decía que yo no podía hacer nada para evitar sus sueños, pues él había nacido en Brooklyn y podía soñar con América toda la noche y hasta bien entrado el día si quería. Yo recurrí a mi madre. Le dije que no era justo el modo en que toda la familia invadía mis sueños y ella me dijo:
-Arrah, por el amor de Dios, tómate el té y márchate a la escuela y deja de fastidiarnos con tus sueños.
Mi hermano Alphie sólo tenía dos años y estaba aprendiendo palabras y se puso a dar golpes con una cuchara en la mesa y a cantar: "Fatidiarnos sueños, fatidiarnos sueños", hasta que todo el mundo se echó a reír y yo supe que podía compartir con él mis sueños en cualquier momento, así que ¿por qué no con Michael, por qué no con Malachy?
Frank McCourt
08 diciembre 2006
Edgar Allan Poe
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Cuento (fragmento)
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