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21 agosto 2009

William Maxwell

Vinieron como golondrinas
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Cap. 2, páginas 14 y 15
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-¿Qué estás haciendo? ¿Paños de cocina?
Bunny se fijó en que cuando su madre decía que no moviendo la cabeza, hacía un gesto muy curioso. Era como si estuviera quitándose de encima una idea que la molestara.
-Pues es verdad que parecen paños de cocina - contestó ella.
El interés que Bunny ponía en los asuntos de su madre era casi continuo. [...] Cuando su madre iba a Peoria de compras, le gustaba acompañarla para poder opinar sobre la ropa, aunque tuviera que pasar mucho tiempo fuera del probador. Pero tampoco estaban siempre de acuerdo. Lo del papel del comedor, por ejemplo. A Bunny le gustaba mucho el que había, sobre todo el borde, que era una colina con un castillo encima, el mismo repetido en cada metro de pared, y los tres mismos hidalgos vestidos de armadura que subían a caballo a cada uno de los castillos. Sin embargo, su madre lo había cambiado por un papel sin dibujo que no le daba nada en que pensar y que, en su opinión, habría quedado mucho mejor en la cocina, donde no importaría tanto.
Bunny esperó impacientemente mientras ella mordía el hilo y medía una hebra nueva, recién sacada del carrete.
-Pañales.
La palabra le despertó un leve torbellino de emoción por dentro. En actitud pensativa, fue y se sentó junto a su madre en el banco de la ventana. Desde allí veía el jardín que había entre su casa y la de los vecinos y la verja y el jardín de los Koenig, y un lado de la casa blanca de los Koenig. Los vecinos eran alemanes, aunque de eso no tenían la culpa, y su hija pequeña se llamaba Anna. En enero, Anna iba a cumplir un año. El señor Koenig se levantaba muy pronto por la mañana, para ayudar a hacer la colada antes de irse a trabajar. La lavadora hacía bom-bom, bom-bom, a las cinco de la mañana. A la hora del desayuno había una ristra de banderas blancas mecidas por el viento del otoño. No eran banderas, claro está: eran pañales, y eso era lo importante del asunto. Nadie se ponía a hacer pañales a no ser que fuera a nacer un niño.
[...] A Bunny le gustaba que su madre se agachara y le rozara suavemente la parte de arriba de la cabeza con la mejilla. Pero hubiera preferido que fuera en otro momento. Ahora le desconcertaba.
[...] -Verás... - dijo su madre mientras desplegaba una tela blanca, la doblaba y la ponía en el mismo montón que las otras - Lo que necesitamos es otra persona en la familia. Por lo menos una persona más.
-Yo creo que nos van muy bien las cosas tal y como están.
- Puede que sí, pero ese cuarto en el que tú duermes está claro que es demasiado...
La mano de ella se abrió y se quedó quieta.
[...]
-Lo que yo tenía pensado era un hermano pequeño, o una hermana. Eso daría igual, ¿verdad?. Así no armarás tanto barullo como cuando estás solo.
-No, supongo que no. ¿Pero eso quiere decir que...?
Su madre no se conformaba con tenerle a él, quería una niña pequeña.
Cuando ella se levantó y fue hacia la cocina, Bunny no la siguió. En vez de eso se quedó absolutamente quieto, viendo cómo se encogían las hojas amarillas; viendo cómo se balanceaba la araña desde el techo.

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Comentario: Bunny, de 8 años, Robert de 13 y el padre de ambos, James, no saben que están a punto de perder a Elizabeth, su madre y esposa, a quien alcanzará la "gripe española" en el mismo hospital en que nace su tercer hijo. Es entonces cuando se hace más vívida su presencia y lo que significaba en la vida de todos ellos. El libro está contado desde los puntos de vista de los tres hombres de la familia, desde su edad y perspectiva, pero no como una semblanza individual, sino en función de la relación entre cada uno de ellos y la mujer a la que los tres adoran, cada uno a su manera. De una forma sutil, ella está en cada paso que da toda su familia, presente en la actitud de todos. Sin grandes efectos dramáticos, a pesar del dramatismo de algunas circunstancias, la novela tiene una dimensión humana extraordinaria. De esas que te hacen volver a leerla para percibir cabalmente lo que significa, para los protagonistas, la pérdida de su madre y esposa.
William Maxwell, cuenta aquí, de alguna manera, la muerte de su madre, que también murió de gripe española cuando él contaba 10 años, durante la epidemia que llegó a Estados Unidos durante la I Guerra Mundial.
Maxwell, recién recuperado para los lectores en español (la edición que manejo es de 2006 y la anterior a ésta, es de 1964) merece una mayor atención, pero como tantas otras veces, no la recibe.
Enlace a este gran autor y editor entregado a autores mucho más considerados y que, sin embargo, se lo deben casi todo a él.
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20 julio 2009

Frank McCourt

El Profesor
1
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Ya llegan.

Y yo no estoy preparado.

¿Cómo iba a estarlo?

Soy un profesor nuevo, y estoy aprendiendo con la práctica.
El primer día de mi carrera profesional como enseñante estuvieron a punto de despedirme por haberme comido el bocadillo de un chico de secundaria. El segundo día estuvieron a punto de despedirme por haber mencionado la posibilidad de mantener relaciones amistosas con una oveja. Aparte de esto, en los cerca de treinta años que pasé en las aulas de secundaria de Nueva York no pasó nada extraordinario. Yo dudaba a menudo de si debía estar allí siquiera.
Al final me preguntaba cómo había aguantado tanto.
Estamos en marzo de 1958. Estoy sentado tras mi mesa en un aula vacía del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, en el distrito de Staten Island, de la ciudad de Nuevo York. Jugueteo con los instrumentos de mi nuevo oficio: cinco carpetas de papel fuerte, una para cada clase; un manojo de anillas de goma que se deshacen; un bloc de papel marrón, fabricado en tiempo de guerra y salpicado de motas de los ingredientes con que lo hicieron; un borrador de pizarra desgastado; un taco de fichas blancas que introduciré, por filas, en las ranuras de este archivador rojo descabalado pra que me ayuden a recordar los nombres de ciento sesenta y tantos chicos y chicas que se sentarán en filas todos los días, en cinco clases diferentes. En las fichas anotaré sus faltas de asistencia y sus retrasos, y haré pequeñas marcas cuando los chicos y las chicas hagan cosas malas. Me dicen que debo tener un bolígrafo rojo para las cosas malas, pero el centro no me ha proporcionado ninguno, y ahora tengo que pedir uno con un impreso o comprarlo en una tienda, porque le bolígrafo rojo para anotar las cosas malas es el arma más poderosa del profesor.
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Comentario: Frank McCourt ha muerto y he sentido una gran pena. A través de sus tres novelas, todas ellas autobiográficas, he llegado a sentir por este autor un profundo cariño. McCourt, pasó toda su vida adulta enseñando y, según su propias palabras, ese trabajo no le dejaba tiempo para frivolidades tales como escribir novelas. Sólo a los 66 años, ya jubilado, publicó la primera de ellas, "Las cenizas de Ángela" que le valió el Premio Pulitzer , la traducción inmediata a más de 30 idiomas, una película basada en la novela y una fama que nunca sospechó alcanzar. "Ángela y el Niño Jesús" es la última de sus obras y la única que, según creo, no es estrictamente autobiográfica, aunque estoy segura de que se habrá dejado en ella los mismos sentimientos que con tanta ternura nos mostró en las anteriores, a pesar de la dureza de los acontecimientos que en ellas relata y que no son, precisamente, lechos de rosas.
Os dejo un enlace para acercaros un poco más, aunque la única forma de entender completamente al hombre y su obra, es leerle, empezando por el principio: "Las cenizas de Ángela".
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28 abril 2009

Cormack McCarthy

La carretera
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Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras de agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro de una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.
Se levantó con la primera luz gris y dejó al chico durmiendo y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame. Debía ser el mes de octubre pero no estaba seguro. Hacía años que no usaba calendario. Irían hacia el sur. Aquí era imposible sobrevivir un invierno más.
Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los primáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. la suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algín indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo como la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.
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Comentario de contraportada: "En un mundo apocalíptico donde llueve ceniza, un hombre y un chico cruzan a pie el territorio norteamericano en dirección al sur. El hambre es mucho más que una preocupación diaria: es la medida de todas las cosas, y las bandas de caníbales asolan el país convertido en un yermo donde sólo la barbarie ha hechado raíces. El amor de un padre por su hijo es, sin embargo, la única luz de una tierra que ha perdido a sus dioses. Quizá el fuego de la civilización no se haya apagado para siempre."
Comentario personal: Varias veces había leído excelentes reseñas de este libro en el corto tiempo que lleva publicado aquí (enero 2009) y todas estaban acertadas. La salvedad es que, en algunas, se comentaba que el final de la novela no debería dejar resquicio a la esperanza y que dejarlo, estropeaba, de alguna manera, esta estupenda obra. Con la pura lógica en la mano, debería ser así, pero a mí me ha gustado que no todo se hunda en la ceniza. Ya a lo largo del libro, tremendo, hay algún atisbo de que así será, o a mí me lo pareció, porque sí que quería que se encendiera un resquicio de luz al final del túnel. De todas formas es un resquicio tan mínimo que no hay muchos motivos para alegrarse demasiado. No os pongáis a leerla si estáis muy deprimidos, ni cuando haya amenazas de meteoritos, o misiles a la vista :)
Por lo demás, he disfrutado mucho. El ritmo que imprime McCarthy a sus obras no es de los más fáciles, pero ésta es una obra de poco más de 200 páginas. Se lee sin levantar la vista.

01 abril 2009

Anaïs Nin

Diarios. Tomo VI, de 1955 a 1966
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Otoño de 1962
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Oliver Evans vino a dar clases en el San Fernando State College. Como mi casa es difícil de encontrar, quedamos citados en el supermercado. Un extraño encuentro. No tiene amigos aquí así que empecé a presentarle a gente, a Christopher Isherwood y otros.
Está realizando un estudio sobre Carson McCullers. Después de que saliera su ensayo sobre mí en The Prairie Schooner, le preguntaron sí quería hacer un estudio sobre mi obra. Él aceptó la propuesta.
Es un cocinero refinado y diestro, y sus cenas eran todo un banquete.
Pero tuvo dificultades a la hora de fusionar a la gente académica con sus amigos los escritores. En una de sus veladas todos los profesores se sentaron en hilera en un sofá, y los escritores en otro sofá (Christopher Isherwood, Don Bachardy, Gavin Lambert, etc.) Había una barrera cómica, casi visible. No les impresionó su larga amistad con Tennessee Williams.
Oliver era un gastrónomo a la hora de cocinar. El día antes de una cena importante, encontró caracoles en el mercado. Habían viajado desde Noruega sobre hielo; no estaban muertos, sino congelados. Le aconsejaron que se los llevara a casa, los dejara en un poco de agua, y le dijeron que al día siguiente estarían descongelados y vivos, a punto de cocinar. Oliver siguió las instrucciones. Los colocó con un poco de agua en el fregadero de su cocina y se fue a la cama. A la mañana siguiente se encontró con que los caracoles no sólo se habían descongelado y estaban vivos, ¡sino que además corrían por todas partes (a paso de caracol) ! Habían salido del fregadero, se habían subido a las cortinas, a las ventanas, por encima de la nevera, de la cocina, por el linóleo, por las baldosas, la tostadora, las cazuelas y los platos. A la luz del sol tenían un aspecto iridiscente, festivo. Al ver cómo se divertían, no tuvo valor para cocinarlos. Yo pensé que un hombre tan compasivo podría escribir un estudio lleno de sensibilidad sobre mi trabajo. Y desde aquel momento, me fié de él.
Vino a menudo con su magnetófono. Me opuse un poco a la idea de que yo hiciera mi propia interpretación de House of Incest. A mí me parecía que debía hacerla él. Gide siempre repetía que la interpretación pertenece a los demás.
Se tardó mucho tiempo. Oliver tiene que dar clases, tiene que terminar el libro sobre Carson. En una ocasión me llevé toda una lista de preguntas para hacerle a Carson McCullers por teléfono desde Nueva York. Estaba en algún lugar del campo. Tenía la voz lastimera y parecía muy sola; me pidió que fuera a verla, pero me fue imposible entonces y luego, cuando murió, me dolió no haber ido. Siempre recordaré lo mucho que me impresionó Reflejos en un Ojo Dorado en la década de los cuarenta. Entonces no tenía más que veintiocho años. A pesar de la visible influencia de D. H. Lawrence, era un libro obsesionante.
Había algo más en Oliver que me hacía esperar una gran comprensión respecto a mí; era poeta. Escribió un libro encantador sobre Nueva Orleans. Había convivido con escritores y no era ostensiblemente académico.
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Comentario: Para aquellos que no conozcáis a esta escritora, os recomiendo leer antes la reseña biográfica en este enlace de la Wiki: http://es.wikipedia.org/wiki/Anais_Nin
La suya fue una vida turbulenta y, en cierto modo, escandalosa. Y lo de "en cierto modo" lo digo porque siempre hay un tiempo y un lugar para la inocencia, que podemos perder por muchas circunstancias de las que no tenemos la culpa; no hemos originado el pecado; sólo nos hemos abandonado a él, o nos hemos dejado arrastrar por él. Lo que tienen estos Diarios de maravilloso, es que cada página nos cuenta una historia y en este tomo, cuando ya Anaïs estaba instalada en otra forma de vida, no hay apenas nada de aquel torbellino en el que cabalgó tanto tiempo y el relato de sus vivencias se convierte en una delicia. Aún hay otro tomo posterior, que nunca he conseguido y vale decir, que su obra póstuma "Delta de Venus" es también una de las novelas más descarnadamente erótico-pornográficas que nunca haya leído de un escritor de renombre universal.
Los Diarios de Anaïs Nin, son un modelo a seguir para aquellos que desean tener una fuente de recuerdos de los que echar mano para escribir otras historias. Ella empezó a los 11 años, así que nunca le debió faltar material :)
La dejo en la etiqueta Norteamérica, porque allí fue donde empezó su carrera literaria, pero nació en París.

13 marzo 2009

Philip Roth

El lamento de Portnoy
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Estaba tan profundamente incrustada en mi consciencia que parece como si durante mi primer año de escuela yo hubiera creído que cada una de mis maestras era mi madre disfrazada. Tan pronto como sonaba la última campanada, yo corría hacia casa, preguntándome mientras tanto, si podría llegar a nuestro apartamento antes de que ella hubiera conseguido transformarse en ella misma. Invariablemente, ella estaba ya en la cocina para cuando yo llegaba, preparándome la leche y las pastas. Sin embargo, en vez de hacerme renunciar a mis ilusiones, el portento no hacía sino intensificar mi respeto hacia sus poderes. Y, de todos modos, siempre experimentaba una sensación de alivio al no haberla sorprendido en el lapso existente entre sus dos encarnaciones, aunque la verdad es que nunca dejaba de intentarlo; yo sabía que mi padre y mi hermana ignoraban la verdadera naturaleza de mi madre, y la carga de traición que yo imaginaba caería sobre mí si alguna vez llegaba a sorprenderla desprevenida era más de lo que yo deseaba soportar a la edad de cinco años. Creo que incluso temía acabar divisándola penetrar volando por la ventana de la alcoba o emerger, miembro a miembro, de un invisible estado y vestida con su delantal.
Desde luego, cuando ella me pedía que le hablara de como me había ido en el kindergarten, yo lo hacía escrupulosamente y con todo detalle. No pretendía comprender todas las implicaciones de su ubicuidad, pero era indiscutible que tenía algo que ver con el deseo de averigüar la clase de chiquillo que yo era cuando creía que ella no estaba cerca. Una consecuencia de ésta fantasía, que sobrevivió (en esta particular forma) hasta llegar yo al primer grado, fue que, viendo que no tenía opción, me volví sincero.
Ah, y brillante. De mi pálida y gruesa hermana mayor, mi madre decía (en presencia de Hannah, desde luego: también ella tenía como norma la sinceridad): "La niña no es ningún genio, pero tampoco vamos a pedir cosas imposibles, Dios la bendiga, trabaja de firme, se aplica todo lo que puede, así que todo lo que consiga está bien." De mí, el heredero de su larga nariz egipcia y de su parlanchina boca, decía mi madre, con su característica modestia: "¿Este bonditt? Ni siquiera necesita abrir un libro. Destaca en todo. ¡Albert Einstein II !"
¿Y cómo se tomaba mi padre todo esto? Bebía, no whisky como un goy, desde luego, sino aceite mineral y leche de magnesia y mascaba "Ex-Lax", y comía "All-Bran" por la mañana y por la noche; y engullía frutas secas pasadas por el almirez. Sufría -¡sufría!- estreñimiento. La ubicuidad de ella y el estreñimiento de él, mi madre penetrando por la ventana de la alcoba, mi padre leyendo el periódico vespertino con un supositorio recién puesto..., éstas, doctor, son las primeras impresiones que tengo de mis padres, de sus atributos y de sus secretos.
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Comentario: Una visita al psquiatra comienza de esta manera, sigue por los delirantes caminos de los recuerdos de la vida de Portnoy y se convierte en una lúcida, irónica e hilarante visión de las costumbres y psicología judías, al tiempo que se desmorona el "sueño americano" tal y cómo se había entendido por muchos inmigrantes. Roth, ha recibido muchísimos y prestigiosos galardones por su obra y está considerado como el escritor vivo más importante de Norteamérica, junto a Thomas Pynchon, Don DeLillo, y Cormac McCarthy. Así de restringida es la lista en la que se incluye su nombre. Cómo podéis ver en el enlace que os adjunto, varias de sus novelas se han llevado al cine, la última de ellas dirigida por Isabel Coixet, el año pasado.
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02 diciembre 2008

Sam Savage

Firmin
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Fragmento del capítulo 1
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Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba a escribirla, tendría una primera frase excelente: algo lírico: como "Lolita , luz de mi vida, fuego de mis entrañas", de Nabokov; y, si no me salía nada lírico, algo arrollador, como "Todas las familias felices se asemejan, pero cada familia desdichada es desdichada a su manera", de León Tolstói. La gente recuerda estas palabras incluso cuando ya ha olvidado todo lo demás que hay en el libro. En lo tocante a frases de apertura, la mejor, a mi modo de ver, es el comienzo de El buen soldado, de Ford Madox Ford: "Este es el relato más triste que nunca he oído". Docenas de veces lo habré leído, y sigue dejándome patidifuso. Ford Madox Ford era uno de los Grandes.
En toda una vida de esfuerzos por escribir, con nada he luchado más varonilmente -sí, esa es la palabra -que con las aperturas. Siempre me ha parecido que si esa parte salía bien el resto seguiría de modo automático. Concebía la primera frase como una especie de útero semántico repleto de atareados embriones de páginas sin escribir, resplandecientes pepitas de ingenio, ansiosas de nacer. De ese gran recipiente fluiría, por así decirlo, el relato completo. ¡Qué desilusión! Ocurrió exactamente lo contrario. Y no es porque escaseen las buenas frases de arranque. Deléitese usted en ésta, por ejemplo: "Cuando sonó el teléfono, a las tres de la madrugada, Morris Monk supo antes de levantar el aparato que la llamada era de una dama, y algo más: que decir damas es decir problemas" O ésta: "Poco antes de que lo descuartizaran los sádicos soldados de Gamel, el coronel Benchley tuvo un vislumbre de la blanca casita de campo del Shropshire, con la señora Benchley a la puerta y los niños" O ésta: "París, Londres, Djbuti, todo le parecía irreal ahora, sentado entre las ruinas de otra cena más de Acción de Gracias, con su madre, su padre y el idiota de Charles" ¿Quién puede permanecer insensible ante unas frases así? Tan preñadas están de significado, tan, oso decirlo, tan a punto de reventar de significado, que es como si las hincharan capítulos enteros sin escribir que llevan dentro: sin escribir aunque ya presentes.
Pero, ay, en realidad no eran más que burbujas, falsas ilusiones todas ellas.Cada una de esas frases maravillosas, repletas de promesas, era como una caja envuelta para regalo en manos de un niño anhelante, una caja que nada contiene, sino piedrecillas y trozos de basura, a pesar del ruido tan seductor que hace al agitarla. ¡El niño piensa que son caramelos! Yo pensaba que eran literatura. Todas esas frases -y otras muchas, también -resultaron no ser trampolines de lanzamiento hacia la gran novela sin escribir, sino barreras insuperables. Comprende usted, eran demasiado buenas. Nunca logré situarme a su altura. Hay escritores que nunca logran igualar su primera novela. Yo nunca pude igualar mi primera frase. Y mírenme ahora. Miren de qué modo he empezado esto, mi obra final, mi opus magna: "Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba..."
Ya se percata usted del problema. Irremediable. Que lo borren.
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Comentario: Disfruté muchísimo leyendo esta novela, protagonizada por una rata enamorada de la literatura y las aventuras que le toca vivir. Mejor os transcribo lo que dice la contraportada del libro, con la que estoy completamente de acuerdo, para que os hagáis una idea.
Contraportada: Nacido en el sótano de una librería en el Boston de los años 60, Firmin aprende a leer devorando las páginas de un libro. Pero una rata culta es una rata solitaria. Marginado por su familia, busca la amistad de su héroe, el librero, y de un escritor fracasado. A medida que Firmin perfecciona un hambre insaciable por los libros, su emoción y sus miedos se vuelven humanos. Original, brillante y llena de alegorías, Firmin derrocha humor y tristeza, encanto y añoranza por un mundo que entiende el poder redentor de la literatura, un mundo que se desvanece dejando atrás a una rata con un alma creativa, una amistad excepcional y una librería desordenada.
El autor: (nota de contratapa) Sam Savage es Doctor en Filosofía por la U. de Yale, donde fue profesor. Tambien ha sido mecánico de bicicletas, carpintero, pescador y tipógrafo. Firmin es su primera novela. Fue publicada por una pequeña editorial de Minneápolis, fuera de los grandes circuitos editoriales. Sin embargo, ha crecido gracias a la recomendación de los lectores, tiene 5 estrellas en Amazon.com. y es, entre otras menciones, el libro destacado de la Asociación Americana de Libreros.

19 noviembre 2008

Alice Walker

El Color Púrpura
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Primera carta
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No se lo cuentes a nadie más que a Dios.
A tu mamá podría matarla.

Querido Dios:
Tengo catorce años. He sido siempre buena. Se me ocurre que, a lo mejor, podrías hacerme alguna señal que me aclare lo que me está pasando.
La otra primavera, poco después de nacer Lucious, los oía trajinar. Él le tiraba del brazo y ella decía: Aún es pronto, Fonso. Aún no estoy bien. Él la dejaba en paz, pero a la otra semana, vuelta a tirarle del brazo. Y ella decía: No puedo. ¿Es que no ves que estoy medio muerta? Y todas esas criaturas.
Ella se había ido a Macon, a que la vira la hermana doctora, y me dejó al cuidado de los pequeños. Él no me dijo ni una palabra amable. Sólo: Eso que tu mamá no quiere hacer vas a hacerlo tú. Y me puso en la cadera la cosa esa y empezó a moverla y me agarró los pechos y me metía la cosa por abajo y, cuando yo grité, él me apretó el cuello y me dijo: Calla y empieza a acostumbrarte.
Pero no me he acostumbrado. Y ahora me pongo mala cada vez que tengo que guisar. Mi mamá anda preocupada y no hace más que mirarme, pero ya está más contenta porque él la deja tranquila. Pero está demasiado enferma y me parece que no durará mucho.
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Segunda carta
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Querido Dios:
Mi mamá ha muerto. Murió gritando y maldiciendo. Me gritaba a mí. Me maldecía a mí. Estoy preñada. Me muevo con lentitud. Antes no vuelvo del pozo, el agua ya se ha calentado. Antes no preparo la bandeja, la comida ya se ha enfriado. Antes no arreglo a los niños para ir al colegio, ya es la hora del almuerzo. Él no decía nada. Estaba sentado al lado de la cama. Le cogía la mano y lloraba y repetía: No me dejes, no te vayas.
Cuando lo del primero, ella me preguntó: ¿De quién es? Yo le dije que de Dios. No conozco otro hombre y no supe qué decir. Cuando empezó a dolerme y a movérseme dentro del vientre y me salió de dentro aquella criatura que se mordía el puño, me quedé pasmada.
Nadie vino a vernos.
Ella estaba peor cada día.
Un día me preguntó: ¿Dónde está?
Yo le dije: Dios se lo ha llevado.
Pero se lo había llevado él. Se lo llevó mientras yo dormía. Y lo mató en el bosque. Y matará a este otro, si puede.
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Comentario: La realidad estremecedora de esta novela queda definida desde el principio. Celie, es tan esclava de su familia como sus antepasados de sus amos. Ella parece haber venido al mundo sólo para cubrir las necesidades, cualesquiera sean, de los demás. Su padre, su madre, su esposo, sus hijastros... Pero Celie encontrará la fuerza suficiente para seguir adelante y se fortalecerá, por encima de la opresión y la injusticia, buscando la solidaridad entre las que, como ella, son menospreciadas y humilladas de muy diversas formas.

La autora: Alice Walker fue la primera mujer negra a quien se otorgó el Premio Pulitzer y fue por esta novela, en el año 1983. Al año siguiente fue llevada al cine por Steven Spielberg.

Mucho mejor que yo: http://es.wikipedia.org/wiki/Alice_Walker

26 septiembre 2008

Dorothy Parker

Soldados de la República
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Cuento corto. Fragmento.
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Aquella tarde de domingo estábamos sentados con la muchacha sueca en el gran café de Valencia. Tomábamos vermut en gruesas copas, y en cada una de ellas había un cubito de hielo grisáceo lleno de agujeros. El camarero se sentía tan orgulloso de aquel hielo que apenas soportaba dejar las copas sobre la mesa y separarse de él para siempre. Siguió con sus tareas -por toda la sala la gente daba palmas y silbaba para llamarle la atención -, pero se volvió a mirar por encima del hombro.
Fuera estaba oscuro, la oscuridad veloz y nueva que de un salto y sin sombras se impone al día, pero como en las calles no había luces, parecía tan profunda y antigua como la medianoche. Por eso te asombrabas de que todos los críos siguieran levantados. En el café había críos por todas partes, críos serios sin solemnidad, que observaban el ambiente que les rodeaba con tolerante interés.
En la mesa contigua a la nuestra, había uno notablemente pequeño, tendría quizá seis meses. Su padre, un hombrecito con un uniforme grande que lo hacía caído de hombros, lo sostenía con cuidado sobre las rodillas. El crío no hacía nada; sin embargo, el padre y su joven y delgada mujer, cuyo vientre volvía a estar hinchado bajo el vestido raído, lo contemplaban sumidos en una especie de éxtasis de admiración, mientras en la mesa se les enfriaba el café. El crío iba endomingado, todo de blanco; sus ropitas llevaban remiendos tan delicados que la tela hubiera pasado por entera si la blancura de los zurcidos no hubiera variado de tono. Lucía en el pelo un lazo azul de cinta nueva, atado con absoluto equilibrio entre las lazadas y los extremos. La cinta de nada servía, no había pelo suficiente que precisara sujeción. El lazo era un mero adorno, un toque de gracia calculada.
¡Por el amor de Dios, basta ya!, me dije. Está bien, el crío lleva un trozo de cinta azul en el pelo. Está bien; su madre dejó de comer para que el crío estuviera guapo cuando su padre regresara a casa de permiso. ¡Está bien! Es asunto de ella, y tú nada tienes que ver. Está bien, ¿por qué tienes que echarte a llorar?
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Comentario: Augusto Monterroso, para su "Antología del cuento triste" , escogió un relato de Dorothy Parker y, en ese libro, fue donde pude leerla por primera vez. Luego vino el intentar encontrar algo más. La semana pasada conseguí su obra completa que, en lo que a relatos y algunos apuntes se refiere, se limita a 615 páginas de puro placer lector. Me ha sabido a poquísimo. La ha publicado Editorial Lumen; la edición que tengo es la segunda y data de 2006. En el enlace de pie de página, encontraréis más sobre esta mujer (fallecida en 1967) capaz de llorar, y hacer llorar, con cuatro líneas sobre un lazo azul.
Este relato que solo tiene 4 páginas más, te lleva directamente a la tragedia de la guerra, a la soledad y la angustia en las trincheras, al sacrificio de la población civil, al heroísmo diario y silencioso, al intenso drama de las pequeñas cosas y de las grandes carencias. Y hasta hay tiempo para algún toque de humor.
La autora: http://es.wikipedia.org/wiki/Dorothy_Parker

27 marzo 2008

Anne Tyler

Propios y Extraños
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Capítulo I
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A las ocho de la noche el aeropuerto de Baltimore estaba casi desierto. Los anchos y grises pasillos estaban vacíos, los quioscos estaban a oscuras y las cafeterías, cerradas. La mayoría de las puertas de embarque no tenía más vuelos programados; las pantallas de información estaban apagadas, y las hileras de sillas de plástico, desocupadas, ofrecían un aspecto fantasmal.
Pero se oía un lejano zumbido, un murmullo nervioso, al fondo de la sala de embarque D. Una niña, sobreexcitada, jugaba a girar sobre sí misma hasta marearse en medio del pasillo, y entonces apareció un adulto que la levantó en brazos y se la llevó- la niña no paraba de reír y retorcerse- a la zona de descanso. Y una mujer con un vestido amarillo, que al parecer llegaba tarde, corrió hacia la puerta de embarque con un ramo de rosas en los brazos.
Si te acercabas un poco más y doblabas la esquina que formaba el pasillo, te encontrabas ante lo que parecía ser una gigantesca fiesta con motivo del nacimiento de un niño. Toda la zona de descanso del vuelo procedente de San Francisco estaba abarrotado de gente que llevaba regalos envueltos con papel rosa o azul, o que sujetaba racimos de globos plateados con inscripciones que rezaban ¡ES UNA NIÑA! y de los que colgaban espirales de cinta rosa.
Un hombre agarraba el asa de mimbre de un moisés, y una mujer montaba guardia junto a una sillita de paseo con tantos adornos metálicos y tan llena de palancas que parecía capaz de participar en la carrera de Indinapólis. Al menos media docena de personas empuñaba cámaras de video, y otras muchas llevaban cámaras fotográficas colgadas al cuello. Una mujer hablaba con los labios pegados a una grabadora, con tono apremiante y confidencial. El hombre que estaba a su lado cargaba con un asiento infantil de coche tapizado de velvetón.
MAMÁ, rezaba la chapa que llevaba la mujer en la solapa, una de esas chapas plastificadas como las que se ven en los años de elecciones. Y la del hombre rezaba PAPÁ.
[...]
Y no sólo estaban MAMÁ y PAPÁ; también estaban la ABUELA y ABUELO, repetidos; dos juegos completos.
[..]
Una pausa. Una especie de momento de concentración.
Una mujer asiática elegantemente vestida salió por la puerta con un bebé en brazos. El bebé debía de tener cinco o seis meses, y ya podía mantener la espalda erguida. Tenía las mejillas regordetas y una asombrosa mata de pelo negro y liso, cortado muy recto a la altura de las orejas y con flequillo, y llevaba un pelele rosa. "¡Oh", exclamaron todos, incluso los extraños [...]
La futura mamá extendió ambos brazos y dejó que la grabadora colgara del extremo de su correa. Pero la mujer asiática se paró en seco con un aire autoritario que la protegía de cualquier aproximación. Se irguió y preguntó:
-¿Donaldson?
-Sí, Donaldson. Somos nosotros- contestó el futuro papá con voz temblorosa. Había conseguido librarse del asiento del coche (se lo había pasado a alguien sin mirar a quién), pero seguía detrás de su mujer y tenía una mano posada en su hombro, como si necesitara apoyo.
-Felicidades -dijo la asiática-. Esta es Jin -Ho.
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Comentario: A pesar de que aquí sólo aparece una de ellas, esta es una historia de dos familias que, en el mismo día y hora, reciben en adopción a sus hijas coreanas. Mientras la familia americana que hemos visto explaya su contento y su emoción, haciendo partícipes a todos sus miembros, la otra familia, los Yazdan, son solo tres; padre, madre y abuela. Y no hacen ningún ruido. Lo que no significa que no estén igualmente deseosos de recibir a su hija. El libro pone en contraste dos formas de vida. De un lado, los Donaldson, americanos hasta la médula; de otro, los Yazdan, inmigrantes iraníes. De similar nivel cultural y económico pero con las diferencias propias de su situación logran, a pesar de las reticencias y de los múltiples choques, ser tan familia entre ellos como sus familias de sangre. Esto es un resumen que no dice apenas nada de las múltiples facetas y lecturas que tiene el libro. Sería una novela más, si no fuera por el inmenso talento conque Tyler pone ante nosotros toda una batería de situaciones que nos introducen en la complejidad de las relaciones entre personas de diferentes culturas. Aunque parezca que las raíces de cada cual, hayan quedado atrás, no es cierto y muchas veces la negación es una afirmación en nuestros principios. Y eso, auqnue ni siquiera hayamos vivido nunca en el lugar del que procedemos.
La autora: Nació en Minneapolis en 1941. Es Licenciada en Literatura. Desde la publicación de "El Turista Accidental", en 1986, que ganó el Premio de la Crítica Estadounidense su éxito no ha cesado. Dos años más tarde se alzó con el Premio Pulitzer por "Ejercicios Respiratorios". Ha escrito también "Cuando éramos mayores" y "El matrimonio amateur", entre otras muchas obras. Es miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras. Con todo merecimiento, a mi parecer.

22 octubre 2007

Judy Budnitz

Cisterna
*
(fragmento final)
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Al cabo de unos días mi padre telefoneó, su voz sonaba tensa.
Tu madre ha hablado hoy con la clínica donde le hicieron la mamografía, dijo, pero no quiere decirme nada. Lleva todo el día en su cuarto, llorando. Ha estado una hora al teléfono hablando con tu hermana. Supongo que los médicos han encontrado algo, pero ya te avisaré cuando sepamos algo seguro.
Vale.
Colgué y telefonée a Mich.
Hola, dijo. Me dio la impresión de que casi se atraganta con uno de sus bolis.
Mich, dije, es tuyo ¿verdad?
Suspiró y dijo:
Es ridículo, pero pensé que le estaba haciendo un favor, pensé que le ahorraba un montón de preocupaciones.
Entraste en su lugar ¿verdad?
¿Sabes? Está más preocupada que si fuera ella la que tiene un bulto en el pecho. Siente como si fuera su bulto, como si estuviera reservado para ella y me lo hubiera pasado de algún modo.
Eso es una tontería, dije. Sentí que hablaba conmigo misma.
Aunque, ¿sabes qué?, si fuera posible, lo haría, dijo Mich. Quiero decir que si hubiera alguna forma mágica de sacarle un bulto del pecho y ponérmelo yo, lo haría sin dudar.
Ojalá pudiera hacerlo yo por ti.
Sí, podríamos compartirlo entre todas.
Un postre y tres tenedores.
Y más tarde, mientras permanecía sentada a solas en el suelo de mi piso, empecé a perder la pista de dónde acababa yo y dónde empezaba la gente, y me acordé de mí, sentada en una sala blanca con el pecho aplastado entre las mandíbulas de una máquina zumbona, y palpé en busca del bulto que yo creía mío y a veces pensaba que era de mi madre e imaginé las mamografías como paisajes lunares. Luego ya no recordaba quien tenía el bulto, parecía que todas lo tuviéramos, era de mi madre, de mi hermana y mío, y luego volvió a sonar el teléfono y lo cogí y oí a mi padre llamarme como hacía a veces: Leah-Lisa-Mich.
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Breve resumen, por una vez: Mich y Lisa son hermanas y estudian lejos de casa. Se turnan cada año para ir a ver sus padres en la fiesta de Acción de Gracias. Su madre, Leah, no quiere hacerse la mamografía que le han ordenado los médicos y el primer año, la acompaña Lisa a la clínica. Leah, se las arregla para desaparecer y Lisa, cansada de oír cómo llaman a su madre, entra y se hace la mamografía como si ella fuera Leah. El año siguiente, es Mich quien cubre a su madre, con el resultado que refleja el final que os transcribo.
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Mi comentario: Nunca había oído hablar de Judy Budnitz. El relato, que es una preciosidad, está escrito en ese estilo tan propio de los norteamericanos que llegan después de Raymond Carver. En 17 páginas de letra pequeña, Judy Budnitz, te pasea por la vida de su familia, de las relaciones sentimentales de ella misma y de su hermana, por sus estudios, por sus decepciones y sus esperanzas y por todo lo que significa la comprensión del miedo y el amor necesario para hacerle frente. Y la desesperación de la madre que teme haber sido la causante del cáncer de su hija por haber permitido que ocupara su puesto en la sala de radiología. El título, un tanto extraño, tiene que ver con una maniobra de distracción que hace la madre en la clínica, asegurando que hay un pez rojo y enorme en la cisterna del lavabo de señoras.
El libro: Encontré el volumen que contiene este y otros cuentos muy interesantes por pura casualidad. Se titula "Lo mejor de McSweeney´s II", por lo que deduzco que debe haber un número I. Es, según la breve nota de contraportada, una recopilación de los mejores cuentos publicados en una revista "de culto" llamada Mc Sweeney, s. Tengo que decir que ha sido una sorpresa fantástica, porque se aleja un poco de los caminos trillados y aborda temas de todo tipo en sus cuentos y artículos, todos muy buenos y muy diversos; desde la ciencia ficción hasta las guerras del desierto americanas. Os dejo el único enlace que he encontrado a la revista de culto de referencia. En inglés y opción al italiano en la Wiki.
*

20 julio 2007

Tracy Chevalier




La joven de la perla
....................


Capítulo I. (fragmento)
.
1.664



Mi madre no me avisó de que iban a venir. Luego me dijo que no quería que se me notara nerviosa. Me sorprendió, porque creía que me conocía bien. Los desconocidos siempre pensaban que era una persona tranquila. No me echaba a llorar como una niña pequeña. Sólo mi madre advertía la tensión en mi mandíbula, mis ojos aún más abiertos de lo que ya de por sí solía tenerlos.
Estaba picando las verduras en la cocina cuando oí voces en la puerta de la casa —una voz de mujer, brillante como latón bruñido, y otra de hombre, apagada y oscura como la madera de la mesa en la que estaba trabajando—. Eran un tipo de voces que raramente oíamos en nuestra casa. Imaginé espesas alfombras al oírlas, y libros y perlas y pieles.
Me alegré de haber fregado con un cuidado especial los escalones de la entrada.
Oí la voz de mi madre —un puchero hirviendo, un cántaro— aproximándose desde la sala. Venían hacia la cocina. Aparté los puerros que estaba cortando, dejé el cuchillo sobre la mesa, me limpié las manos en el delantal y apreté los labios para suavizarlos.
Mi madre apareció en el umbral, sus ojos dos señales de atención. Tras ella, la mujer tuvo que agacharse de lo alta que era, más alta que el hombre que la seguía.
En mi familia éramos todos bajos, incluso mi padre y mi hermano.
Parecía que la mujer venía de luchar contra un vendaval, aunque no soplaba ni la más leve brisa aquel día. Del sombrero torcido se le escapaban unos ricitos rubios que le caían sobre la frente, como abejas a las que en repetidas ocasiones hizo ademán de espantar. El cuello del vestido, además de descolocado, estaba falto de plancha y apresto. Se retiró por debajo de los hombros el manto gris, y vi que bajo el vestido azul marino una criatura crecía en su vientre. Como para final de año o antes.
Tenía la cara ovalada, como una bandeja, luminosa en unos momentos y apagada en otros. Sus ojos eran dos botones castaño claro, un color que yo apenas había visto unido al pelo rubio. Hizo como si me observara detenidamente, pero fue incapaz de fijar la atención en mí; su mirada saltaba de un rincón a otro de la habitación.
—Así que ésta es la muchacha —dijo bruscamente.
—Sí, ésta es mi hija, Griet —respondió mi madre. Yo incliné respetuosamente la cabeza, a modo de saludo.
—No parece muy grande. ¿Será lo bastante fuerte?
Cuando la mujer se volvió a mirar al hombre, rozó con el manto el mango del cuchillo con el que yo había estado cortando las verduras, que cayó y se puso a girar por el suelo.
La mujer dio un grito.
—Catharina —dijo el hombre con voz pausada. Pronunció su nombre como sí tuviera canela en la boca. La mujer se calló y trató de calmarse.
Yo me adelanté a recoger el cuchillo y, limpiando la hoja en el delantal, lo dejé sobre la mesa. Al caer, el cuchillo había movido un trozo de zanahoria. Lo devolví a su montón.
El hombre me miraba con sus ojos grises como el mar. Tenía una cara larga, angulosa, con una expresión imperturbable, en contraste con la de su mujer, que era tornadiza como la llama de una vela. No tenía ni barba ni bigote, y eso me gustaba, porque le daba un aspecto limpio. Llevaba una capa negra sobre los hombros, una camisa blanca y una fina gorguera de encaje. El sombrero ocultaba unos cabellos del color rojo de los ladrillos mojados por la lluvia.
—¿Qué estabas haciendo, Griet? —me preguntó.
Me sorprendió la pregunta, pero supe ocultar mi sorpresa.
—Picando las verduras para la sopa, señor.
Siempre colocaba las verduras formando un círculo en el que cada verdura ocupaba un segmento, como si fueran las porciones de una tarta. Había cinco: col roja, cebolla, puerro, zanahoria y nabo. Utilizaba la hoja del cuchillo para dar forma a cada porción y en el centro del círculo ponía una rodaja de zanahoria.
El hombre dio un golpecito en la mesa con un dedo.
—¿Están puestas en el orden en el que se echan a la sopa? —sugirió, estudiando el círculo.
—No, señor —dije dubitativa. No sabía explicar por qué había colocado así las verduras. Sencillamente las ponía como consideraba que debían ir, pero estaba demasiado asustada para decirle tal cosa a aquel caballero.
—Veo que has separado las blancas —dijo, señalando los nabos y las cebollas—. Y el naranja y el morado tampoco van juntos. ¿Por qué? —cogió un trocito de col roja y una rodaja de zanahoria y los agitó entre sus manos, como si fueran dados.
Yo miré a mi madre, que movió la cabeza en un leve gesto de asentimiento.
—Los colores se pelean cuando los pones juntos, señor.
Arqueó las cejas, como si no hubiera esperado esa respuesta.
—¿Y pasas mucho tiempo disponiendo las verduras antes de hacer la sopa?
—Oh, no, señor —contesté confusa. No quería que pensara que era una remolona.Por el rabillo del ojo percibí algo que se movía. Mi hermana, Agnes, estaba espiando junto a la puerta y había meneado la cabeza al oír mi respuesta. Yo no solía mentir. Bajé la vista.

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Comentario personal: Antes que nada, despejar algunas dudas sobre el nombre del autor de esta maravillosa pintura. Puede inducir a error el hecho de que pueda escribirse de tantas formas . Para eso os dejo un enlace y así no tecleo tanto.
Este es uno de los pocos casos en que una película complementa de manera perfecta, en mi opinión, una buena novela. Lo hace a través de una recreación perfecta de la época y sus personajes. O puede que ya no me sea posible separarlas porque lectura y película se sucedieron en pocos días. Tracy Chevalier escribió el guión para el film y así se conservó la peculiar atmósfera del libro, uno de los que más he disfrutado en los dos últimos años.
La autora: Nació en Washington, en 1966. Es autora de otros libros de éxito, aunque yo no he leído nada más que éste (no me fiaba de los títulos). "La Virgen Azul "y "La dama y el Unicornio" las he visto en escaparates. No sé si habrá otras. Chevalier, hizo un máster de escritura creativa en Inglaterra cuando se propuso escribir en serio. Se casó allí y creo que vive en Londres. Y no sé mucho más, salvo que su padre ha fallecido recientemente; en éste mes, me parece.

11 julio 2007

Carl Sagan

Miles de Millones
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(fragmento cap. I)
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Hay quienes... creen que el número de [granos] de arena es in­finito...
Otros, aun sin considerarlo infinito,
piensan que todavía no se ha mencionado un número
lo bastante grande [...].
Pero voy a tratar de mostrarte [números que] superen
no sólo el de una masa de arena equivalente a la Tierra [...]
sino el de una masa igual en magnitud al Universo.
Arquímedes ( 287-212 adC). El arenario

.
Jamás lo he dicho. De verdad. Bueno, una vez afirmé que quizás haya 100.000 millones de galaxias y 10.000 trillones de estrellas. Resulta difícil hablar sobre el cosmos sin emplear números grandes.
Es cierto que pronuncié muchas veces la frase «miles de millones» en la popularísima serie televisiva Cosmos, pero jamás dije «miles y miles de millones»; por una razón: resul­ta harto impreciso. ¿Cuántos millares de millones son «miles y miles de millones»? ¿Unos pocos? ¿Veinte? ¿Cien? «Miles y miles de millones» es una expresión muy vaga. Cuando adap­té y actualicé la serie me entretuve en comprobarlo, y tengo la certeza de que nunca he dicho tal cosa.
Quien sí lo dijo fue Johnny Carson, en cuyo programa he aparecido cerca de treinta veces en todos estos años. Se disfrazaba con una chaqueta de pana, un jersey de cuello alto y un remedo de fregona a modo de peluca. Había creado una tosca imitación de mi persona, una especie de Doppelgänger* que hablaba de «miles y miles de millones» en la televisión a altas horas de la noche.
La verdad es que me molestaba un poco que una mala re­producción de mí mismo fuese por ahí, diciendo cosas que a la mañana siguiente me atribuirían amigos y compañeros (pese al disfraz, Carson –un competente astrónomo aficio­nado– a menudo hacía que mi imitación hablase en térmi­nos verdaderamente científicos).
Por sorprendente que parezca, lo de «miles y miles de millones» cuajó. A la gente le gustó cómo sonaba. Aun ahora me paran en la calle, cuando viajo en un avión o en una fiesta y me preguntan, no sin cierta timidez, si no me importaría repetir la dichosa frase.
–Pues mire, la verdad es que nunca dije tal cosa –res­pondo.
–No importa –insisten–. Dígalo de todas maneras.
Me han contado que Sherlock Holmes jamás contestó: «Elemental, mi querido Watson» (al menos en las obras de Arthur Conan Doyle), que James Cagney nunca exclamó: «Tú, sucia rata», y que Humphrey Bogart no dijo: «Tócala otra vez, Sam»; pero poco importa, porque estos apócrifos han arraigado firmemente en la cultura popular.
Todavía se pone en mi boca esta expresión tontorrona en las revistas de informática («Como diría Carl Sagan, hacen falta miles y miles de millones de bits»), en la sección de eco­nomía de los periódicos, cuando se habla de lo que ganan los deportistas profesionales y cosas por el estilo.
Durante un tiempo tuve una reticencia pueril a pronunciar o escribir esa expresión por mucho que me lo pidieran, pero ya la he superado, así que, para que conste, ahí va:
«Miles y miles de millones.»
.
*En el antiguo folclore germano, el doble fantasmal de alguien. Cuando se encontraban la persona original y su contrafigura, era signo seguro de la muerte inminente de la primera. (N. del T.)

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Comentario personal: Ya sé a quien le va a gustar que traiga a Sagan hasta aquí. ¿O me equivoco, Frac?. El hombre de las estrellas; el que nos mantenía clavados en el sofá viajando con él por las galaxias; el que nos abrió puertas al cielo. Al menos, hizo eso con los que desconocíamos casi todo y apenas podíamos distinguir la Osa Mayor en el cielo nocturno. Os dejo aquí un enlace a Wikipedia, mucho más extenso que lo que yo pudiera, o supiera, deciros de su vida y obra.
Si alguna vez se encuentra vida inteligente en el Cosmos, será por obra y gracia de este hombre estelar.

09 julio 2007

Helene Hanff

84, Charing Cross Road
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(Las dos primeras cartas)
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14 East 95th St.
New York City
5 octubre 1949

Marks & Co.
84, Charing Cross Road
Londres, W.C. 2
Inglaterra
...
Señores:
Su anuncio publicado en la Saturday Review of Literatu­re dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión «libreros anticuarios» me asusta un poco. Porque asocio «antiguo» a «caro». Digamos que soy una escrito­ra pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes & Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares.
Les adjunto una lista de mis necesidades más apremiantes. Si disponen ustedes de ejemplares limpios de segunda mano de algunos de los libros de esa lista, y a un precio que no rebase los 5 dólares por unidad, ¿tendrán la amabilidad de considerar la presente como un pedido en firme y enviár­melos?
Dándoles de antemano las gracias, les saluda
Helene Hanff
(Srta.) Helene Hanff

....



MARKS & CO.,Libreros84, Charing Cross RoadLondres, W.C. 2
25 octubre 1949
Srta. Helene Hanff
14 East 95th Street
New York 28, New York.
U.S.A.
...

Distinguida señora:
En respuesta a su carta del 5 de octubre, me complace decirle que hemos conseguido satisfacer las dos terceras partes del problema. Los tres ensayos de Hazlitt que usted quiere se incluyen en la edición de Nonesuch Press de sus Ensayos escogidos, y el de Stevenson se encuentra en Virgi­nibus Puerisque. Le enviamos por paquete postal sendos ejemplares de ambos en excelente estado, confiando en que le llegarán perfectamente en su momento y la complacerán. Encontrará incluida nuestra factura en el envío.
Más difícil va a ser encontrar los ensayos de Leigh Hunt, pero trataremos de hallar algún volumen atractivo que los in­cluya todos. No tenemos la Biblia latina que usted nos describe, pero sí un Nuevo Testamento en latín y un Nuevo Testamento en griego: se trata de dos ediciones modernas co­rrientes, encuadernadas en tela. ¿Podrían ser de su gusto?
Queda a su disposición,
FPD
p/o MARKS & CO.
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Comentario personal: En otras ocasiones hemos hablado ya de éste emocionante libro y de la magnífica película que de él se hizo. Para aquellos de nosotros (en este blog, todos) que amamos la literatura con pasión, ver reflejado ese mismo sentimiento en una historia así, es un regalo al que no se le puede poner precio.
Nos sentimos plenamente identificados con los protagonistas, envidiamos sus conocimientos, sentimos ese tacto de los libros en las manos y, con un suspiro de satisfacción, nos sentamos a leerlos, no sin antes acariciarlos largamente, sonriendo de felicidad.
La autora: Helen Haff nació en 1916 en Filadelfia y murió en 1997; ignoro dónde. Este libro es la única obra memorable que escribió, aunque justifica toda una carrera literaria. En 1949 leyó, en el New York Times, un anuncio de la librería Marks&CO, especializada en libros antiguos en Londres. Empezó una correspondencia, que se prolongó muchos años en el tiempo. Cuando en 1969 Helen recibió una carta de la librería informándole de la muerte de Frank, su corresponsal directo, la escritora decidió abrir la caja donde guardaba su correspondencia y reproducirla en un libro que en los años 60 se convirtió en un gran éxito editorial. No estoy segura de si la escribió, en principio, como una obra de teatro. Me parece posible, ya que esa era su otra gran pasión. La película se estrenó en España con el título "La carta final"

01 abril 2007

Ernest Hemingway

El viejo y el mar
*
Capitulo I (frag.)
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Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el mismo color del mar y eran alegres e invictos.
-Santiago -le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote -Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.
-No -dijo el viejo -. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
-Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
-Lo recuerdo -dijo el viejo. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.
-Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerle.
-Lo sé -dijo el viejo -.Es completamente normal.
-Papá no tiene mucha fe.
-No. Pero nosotros sí, ¿verdad?

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Así comienza una de las novelas más famosas del siglo XX. Hemingway, con una carrera periodística y literaria bien conocida, nació en 1899 y se suicidó en 1961. Fue galardonado con el Nobel de Literatura en 1954. Corresponsal de guerra, ejerció como tal en España, durante el enfrentamiento civil de 1936-1939.
Hemingway está incluído en la lista de escritores estadounidenses de la llamada "generación perdida" que, desencantados y críticos con el panorama literario y político de su país después de la I Guerra Mundial, se exiliaron a Europa, donde realizaron la mayor parte de su obra literaria. Seis de ellos destacan poderosamente: Scott Fitzgerald, Dos Passos, Faulkner, H. Miller, Steinbeck y el propio Hemingway. El término "generación perdida" fue acuñado por Gertrude Stein que fue también todo un personaje.

28 diciembre 2006

J. D. Salinger

El hombre que ríe
*
Cuento (fragmento)
*

En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.
Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.
El resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.
Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente amalgamadas.
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Jerome David Salinger, es famoso por su "Guardián entre el centeno"
La infancia y la primera adolescencia, es territorio de este escritor que está entre mis preferidos.
Un día perfecto para el pez plátano, Franny y Zooey, Teddy, En el bote, y muchos otros relatos, transcurren en el mundo privado de los niños, a caballo entre la inocencia y la inquietud; la confianza y el miedo.

24 diciembre 2006

Carson McCullers

Reflejos en un ojo dorado
*
Capítulo I (fragmento)
*
Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir algunas cosas, pero se repiten una y otra vez. El mismo plano de un campamento contribuye a dar una impresión de monotonía. Cuarteles enormes de cemento, filas de casitas cuidadas e idénticas de los oficiales, el gimnasio, la capilla, el campo de golf, las piscinas; todo está proyectado ciñéndose a un patrón más bien rígido. Pero quizás sean las causas principales del tedio de un puesto militar el aislamiento y un exceso de ocio y seguridad, ya que si un hombre entra en el ejército sólo se espera de él que siga los talones que le preceden.
Y a veces pasan también en una guarnición ciertas cosas que no deben volver a ocurrir. Hay en el sur un fuerte donde, hace pocos años, se cometió un asesinato. Los participantes en esta tragedia fueron: dos oficiales, un soldado, dos mujeres, un filipino y un caballo.
El soldado de este lance se llamaba Ellgee Williams. Se le veía a menudo al caer la tarde, sentado, solo, en uno de los bancos que bordeaban el paseo de los cuarteles. Era un lugar agradable, con dos largas hileras de arces jóvenes que cubrían el césped y el paseo de sombras frescas, delicadas, movidas por el viento.
En primavera, las hojas de los árboles eran de un verde luminoso que, al llegar los meses de calor, tomaban un matiz oscuro, sosegado. Al final del otoño eran de un oro encendido. Allí solía sentarse el soldado Wiliams, esperando la llamada al rancho de la tarde. Era un soldado joven y silencioso, y en el cuartel no tenía amigos ni enemigos. A su cara redonda y curtida por el sol asomaba cierto aire de vigilante inocencia. Sus labios eran llenos y rojos, y los mechones de su pelo caían castaños y lacios sobre su frente. En sus ojos, que tenían una singular mezcla de tonos castaños y ambarinos, había una expresión muda que suele encontrarse en los ojos de los animales.

16 diciembre 2006

O. Henry

Cartas a su hija Margaret
*
Toledo (Ohio), 1 de Octubre de 1900
*
Querida Margaret:
Recibí tu muy amable y larga carta hace muchos días. Celebro mucho tener noticias tuyas y siento infinitamente saber que te han hecho tanto daño en un dedo. No te culpo por ello, porque no ibas a adivinar que ese malvado perro iba a darte un mordisco. Confío en que te cures pronto y te quede el dedo bien.
Estoy aprendiendo a tocar la mandolina. Tenemos que procurarte una guitarra y así tocaremos muchos duetos juntos cuando yo vuelva a casa, que seguramente será para el verano próximo, y puede que antes.
..........
Me escribes la carta más bonita que puede escribir una niña pequeña (y una mayor también). Tus cartas son tan claras como si estuvieran en letra de imprenta. La próxima vez que me escribas dime si tu escuela está lejos y si vas sola o no.
Ando muy ocupado escribiendo para periódicos y revistas de todo el país, así que nunca tengo tiempo para ir casa, pero procuraré hacerlo el invierno que viene. Si no, iré con toda certeza en verano y entonces tendrás alguien en quien mandar y con quien salir de paseo.
Escríbeme siempre que tengas tiempo, porque siempre estoy esperando carta tuya y me alegro mucho cuando la recibo. Cuando vayas por la calle ten mucho cuidado de no ofrecer golosinas a perros que no conozcas y de no acariciar la cabeza de los lagartos, y de no dar la mano a los gatos que no te hayan sido presentados, y de no tocar los hocicos de los caballos de los tranvías eléctricos.
Espero que estés bien y se te cure el dedo pronto, sabes que te quiere como siempre,
Papá
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Mi querida Margaret:
Aquí hace tiempo de verano, y las abejas están en flor, y las flores cantan, y los pájaros elaboran miel, y no hemos comenzado la temporada de pesca. Pero sólo falta un mes para julio, y entonces pescaremos, quiérase o no. Creo que debieras escribirme contándome esa inundación que hubo en Pittsburgh hace poco, y diciéndome si llegó hasta donde vives, o no. No hablas nada de la Pascua, ni de los huevos de conejito, aunque supongo que ahora ya sabrás que los huevos nacen de las plantas y no los ponen los conejos.
Me agradaría tener noticias tuyas más a menudo. Hace más de un mes que no me escribes. Escríbeme pronto y dime como estás, y cuando os dan las vacaciones, porque todos queremos tenerlas en julio para divertirnos.
A fines de semana te mandaré algo que te gustará. ¿A que no adivinas lo que es?
Con todo cariño,
Papá
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No suficientemente conocido y apreciado por estas latitudes y en esta época, O. Henry es, sin embargo, referencia obligada para los que amamos los cuentos breves, en los que fue un maestro. El "final a lo O.Henry" es sinónimo de "final sorpresa", de una última línea que da la vuelta a todo el relato, o que lo cierra de una forma sorpresiva. Y su correspondencia, sin llegar a la irónica desfachatez de la de Groucho Marx, es un prodigio de cómica y tierna inteligencia.
Algo más, parafraseando a Fractal para cual :)

14 diciembre 2006

Frank McCourt

Lo es
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Prólogo
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Es tu sueño que se cumple.
Eso es lo que solía decir mi madre cuando éramos niños en Irlanda, y se hacía realidad algún sueño que habíamos tenido. El que yo tenía una y otra vez era que entraba en un barco en la bahía de Nueva York, impresionado por los rascacielos que tenía delante. Yo se lo contaba a mis hermanos y ellos me tenían envidia por haber pasado una noche en América, hasta que ellos empezaron a asegurar que habían tenido también el mismo sueño. Sabían que era una manera segura de atraer la atención, aunque yo discutía con ellos, les decía que yo era el mayor, que aquel sueño era mío y que más les valía dejarlo en paz si no querían acabar mal.
Ellos me decían que yo no tenía derecho a quedarme aquel sueño para mí solo, que cualquiera podía soñar con América en lo más oscuro de la noche y que yo no podía impedirlo de ningún modo. Yo les decía que sí podía impedírselo. No les dejaría dormir en toda la noche, ellos no soñarían nada en absoluto. Michael solo tenía seis años y ya se reía al imaginarme a mí saltando de uno a otro para intentar impedir sus sueños con los rascacielos de Nueva York.
Malachy decía que yo no podía hacer nada para evitar sus sueños, pues él había nacido en Brooklyn y podía soñar con América toda la noche y hasta bien entrado el día si quería. Yo recurrí a mi madre. Le dije que no era justo el modo en que toda la familia invadía mis sueños y ella me dijo:
-Arrah, por el amor de Dios, tómate el té y márchate a la escuela y deja de fastidiarnos con tus sueños.
Mi hermano Alphie sólo tenía dos años y estaba aprendiendo palabras y se puso a dar golpes con una cuchara en la mesa y a cantar: "Fatidiarnos sueños, fatidiarnos sueños", hasta que todo el mundo se echó a reír y yo supe que podía compartir con él mis sueños en cualquier momento, así que ¿por qué no con Michael, por qué no con Malachy?

Frank McCourt

Las Cenizas de Ángela
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Capítulo I (fragmento)
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Mi padre y mi madre debieron haberse quedado en Nueva York, donde se conocieron, donde se casaron y donde nací yo. En vez de ello, volvieron a Irlanda cuando yo tenía cuatro años, mi hermano Malachy tres, los gemelos Oliver y Eugene, apenas uno, y mi hermana Margaret ya estaba muerta y enterrada.
Cuando recuerdo mi infancia me pregunto cómo pude sobrevivir siquiera. Fue, naturalmente, una infancia desgraciada, se entiende: las infancias felices no merecen que les prestemos atención. La infancia desgraciada irlandesa es peor que la infancia desgraciada corriente, y la infancia desgraciada irlandesa católica es peor todavía.
En todas partes hay gente que presume y que se lamenta de las penalidades de sus primeros años, pero nada puede compararse con la versión irlandesa: la pobreza; el padre vago, locuaz y alcohólico; la madre, piadosa y derrotada, que gime junto al fuego; los sacerdotes, pomposos; los maestros de escuela, despóticos; los ingleses y las cosas tan terribles que nos hicieron durante ochocientos largos años.
Sobre todo... estábamos mojados.
A lo lejos, en el Océano Atlántico, se juntaban grandes cortinas de lluvia que subían poco a poco por el río Shannon y se asentaban para siempre en Limerick. La lluvía humedecía la ciudad desde la festividad de la Circuncisión hasta la Nochevieja. Producía una cacofonía de toses secas, de ronquidos bronquíticos, de estertores asmáticos, de ahogos tísicos. Convertía las narices en fuentes, los pulmones en esponjas llenas de bacterias. Inspiraba remedios a discrección: para aliviar el catarro se cocían cebollas en leche ennegrecida con pimienta; para la congestión se preparaba una pasta con harina hervida y ortigas, se envolvía en un trapo y se aplicaba, humeante, al pecho.

08 diciembre 2006

Edgar Allan Poe

Berenice
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Cuento
(fragmento)
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Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la morada paterna. Pero crecimos de forma distinta. Yo, enfermizo y amortajado en mi melancolía. Ella, ágil, graciosa y desbordante de energía. Para ella, los vagabundeos por la colina. Para mí, los estudios del claustro. Yo, viviendo en mi propio corazón y dedicándome, en cuerpo y alma, a la más intensa y más penosa meditación. Ella, errando despreocupada a través de la vida, sin pensar en las sombras de su camino o en la fuga silenciosa de las horas de negro plumaje.
¡Berenice! Yo invoco su nombre -¡Berenice! - y las ruinas de grises de mi memoria se yerguen en mil recuerdos tumultuosos. ¡Ah, su imagen está ahí, viva ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su gozo! ¡Oh, magnífica y sin embargo fantástica belleza! ¡Oh, silfa entre las florestas del Arnheim! ¡Oh, náyade entre sus fuentes!
Y luego -y luego todo es misterio y terror, una historia que no quiere ser contada -, un mal, un mal fatal se abatió sobre su constitución como el simún. E incluso, mientras yo la contemplaba, el espíritu de la metamorfosis pasaba sobre ella y le quitaba, penetrando su espíritu, sus costumbres, su carácter, y, de la forma más sutil y más terrible perturbando incluso su identidad.
Ay, el destructor iba y venía, pero la víctima, la verdadera Berenice, ¿en qué se había convertido?
Yo no la conocía ya o, al menos, no la reconocía como Berenice.