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domingo, 14 de octubre de 2018

La Odisea y Git

Para mis trabajos de composición tipográfica y algunas de mis traducciones (sobre todo la de la Odisea) uso un software de control de versiones llamado Git. Es muy popular entre los programadores, pero para los que usamos texto plano en otros menesteres (en mi caso escribir, traducir o componer libros) puede resultar increíblemente útil —diría que hasta indispensable— además de que es muy sencillo de usar. ¿Qué hace Git, cuyo símbolo es un gato? Pues una cosa muy simple: sacar distintas instantáneas de una línea temporal. Podemos trabajar con varias líneas temporales paralelas o «ramas» simultáneamente, y fusionarlas cuando queramos. Cada instantánea contiene cualquier añadido, supresión, modificación, etc que se haya hecho a la versión anterior, de lo que Git nos informará detalladamente cada vez que le pidamos que compare dos o más textos. Las instantáneas las va almacenando Git en algo llamado «repositorio», que no es más que una carpeta donde se incluyen cuantos archivos y documentos queramos. De hecho, una instantánea concreta recoge el estado puntual en la línea de tiempo de nuestro repositorio, de todos sus archivos y subcarpetas. Cada vez que creamos una versión y la vemos digna del memorioso Git, cuyo símbolo es un gato, haremos entonces un «commit», que es como una miguita de pan en nuestro camino, y lo mandaremos al repositorio. Yo trabajo con un doble sistema de repositorios: uno local, para mis ordenadores de casa (e incluso el móvil) y otro remoto en el servicio gitlab.com, que a diferencia de github.com permite mantener repositorios privados sin coste alguno para los usuarios. Ambos repositorios, local y remoto, están siempre sincronizados. Es decir, que si termino un tramo de traducción, y quiero crear un «commit», abro la terminal y escribo:

git add .
git commit -m "Odiseo sigue con su parlamento y corrección de xx versos en Canto xx"
git push origin master 

El primer comando añade los cambios a la cabeza de la línea temporal. El segundo crea el «commit» con el nombre que se nos antoje (también podemos añadir comentarios y demás en cada «commit» o asignar etiquetas para «commits» especialmente memorables). El último comando envía el «commit» también al repositorio remoto («origin»), que está sincronizado en la rama principal o «master». Y así de sencillo y así sucesivamente siempre.

Bien. ¿Y por qué cuento todo esto? Pues porque necesitaba explicarlo antes para decir que hoy he revisado mi repositorio de la Odisea y resulta que ya he sobrepasado la homérica cifra de 3000 «commits». Nada despreciable, aunque muy lejos de los 783542 «commits» que tiene a fecha de hoy el núcleo Linux en sus sucesivas contribuciones y versiones. En cualquier caso, Homero no creo que precisara de Git. Él mismo era Git, cuyo símbolo es un gato.

martes, 9 de octubre de 2018

La Odisea y Org Mode

Notas y tareas

Mi traducción en curso de la Odisea de Homero (el primer hacker de la historia) no la realizo en Word ni en nada parecido (hace siglos que no uso un procesador de texto para escribir), sino en algo llamado Org Mode, que es un formato textual de etiquetado ligero, parecido a Markdown pero más potente y versátil. Fue creado en origen por el astrónomo holandés Carsten Dominik, y actualmente está mantenido por el proyecto GNU para el editor de texto Emacs. Dicho todo así, puede sonar a abstruso y demasiado técnico. Igual me sonaba a mí también hace no tanto tiempo, pero la verdad es que no creo que haya otra forma de decirlo. Si se explican los términos, de todas formas, encontraremos que son bastante consecuentes y nada peligrosos.

Veamos. Un formato de etiquetado no es más que una serie convencional de etiquetas o marcas que han de escribirse en distintas partes de un bloque de texto plano a fin de que una computadora las interprete y nos devuelva dicho texto con un determinado formato. Viene a ser como un código «pactado» entre el ser humano y la máquina. ¿Y lo de llamar ligero a ese etiquetado? Pues porque las etiquetas son extremadamente simples e inteligibles, y no contaminan el texto con código esotérico hasta el punto de que intentar leerlo pueda acarrearnos una embolia. Por supuesto, también hay etiquetados complejos y (siguiendo la jerga) «pesados», donde es indispensable un ojo entrenado que pueda discernir el código del propio contenido textual. Un ejemplo de estos etiquetados puede ser el lenguaje HTML de la web (quien haya visto el código fuente de una página web ya sabe a lo que me refiero), o el lenguaje TeX del sistema tipográfico del mismo nombre. No están pensados para leer plácidamente en una hamaca, sino para trabajar cual hormigas sobre un texto dado. Se comprenden en el sentido en que un músico comprende un pentagrama o un médico el resultado de una analítica, pero al común de los mortales le puede en justicia resultar chino.

Por contra, los etiquetados ligeros se mueven cerca del nivel más alto de la comprensión humana (en programación, cuanto más se baja de nivel, más nativo se hace el lenguaje a la máquina y más ajeno a nosotros), y su conjunto de etiquetas bien puede aprenderse en una tarde libre. De hecho, no hace falta ni ser un ingeniero informático ni nada parecido para escribir en Markdown o en Org Mode, ya que éstos han venido para hacerles (hacernos) la vida más fácil a todos aquellos que tengan que poner algo, lo que sea, por escrito1. ¿Por qué? Porque su sistema de marcas o etiquetas es esencialmente semántico; es decir, se dirige a la estructura lógica del contenido textual más que a la estructura física o (en último extremo) tipográfica. La separación necesaria de estás dos estructuras ha sido siempre lo más natural a la hora de escribir, hasta que un día llegaron el Word y los procesadores de texto y las mezclaron, imponiendo un sistema aberrante y, claro, antinatural. Quien se haya visto en ocasiones frustrado usando un Word, que sepa que los tiros casi siempre van por ahí. Muchos creen que Word es la evolución de la máquina de escribir, cuando lo que supone en el fondo es su negación absoluta. Pondré un ejemplo muy sencillo. En tipografía, una cursiva representa un énfasis. Pero si el énfasis ha de señalarse dentro de un texto que ya está en cursiva, entonces se opta por ponerlo en letra redonda. Como el Word obliga al usuario a ser escritor y tipógrafo al mismo tiempo, entonces el camarote de los Marx está servido. Para Markdown y Org Mode un énfasis siempre es un énfasis. ¿Cursivas, redondas, versalitas…? Ellos siempre nos contestarán, para nuestro alivio, «Mí no entender».

Cuando trabajamos de esta forma, en suma, contamos con un único texto estructurado para entregarlo en un montón de formatos físicos2. Sin ir más lejos, en mi traducción en curso de la Odisea necesito de vez en cuando contar con una salida «tipográfica» en un PDF de alta calidad donde los versos de cada canto estén numerados al margen en secuencia de cinco. El proceso se puede automatizar con un simple atajo de teclado de mi editor de texto favorito, que es Emacs. Por si a alguien le puede resultar útil, explico cómo hacerlo en este pequeño sitio web que tengo para almacenar y compartir (e incluso intentar comprender) mis notas sobre temas informáticos: https://maciaschain.gitlab.io/gnutas/orglatex.html

Notas:

1

En este texto intento explicar por qué prefiero Org Mode a Markdown.

2

Esta entrada del blog, por ejemplo, está escrita en origen mediante Org Mode. Para publicarla aquí, la he exportado a HTML.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Segalá

Traducir la Ilíada o la Odisea al español supone, queramos o no, entablar un diálogo inagotable con Luis Segalá y Estalella. Si traducir literatura es lo mismo que crear literatura en la lengua mal llamada «de llegada», entonces el gran helenista catalán no sólo hizo eso, sino también poner en marcha una tradición a la que no tendrá más remedio que adherirse todo traductor de Homero que se precie. No negaré que con don Luis acabaremos también sosteniendo muchos pulsos, pero no habrá tensión ni malos modos. Antes bien, serán contiendas amistosas, cordiales y, sobre todo, divertidas a la par que enriquecedoras. No podría ser de otra forma, si en aquellas versiones suyas, eternamente reeditadas por Austral, resonará siempre el eco de nuestras primeras lecturas adolescentes de Homero. En esa prosa torrencial que revive los viejos hexámetros. Muchas veces excesiva, sí, pero jamás enferma de artificio ni de la soez (por hueca) ampulosidad. Se ensancha con toda justicia porque ancho es el mar, y como él, puede darse a algún que otro capricho en brazos del azar y de las olas. Genuina la voz y auténtico el entusiasmo. Sólo así podemos hallar tantas alhajas, algunas dueñas de una belleza casi alucinatoria. Cómo no recordar, por ejemplo, ese «yelmo de tremolante penacho». Pero hay uno de esos diamantes que me fascina especialmente. En un pasaje de la Odisea, Proteo (u Homero: tanto da) le dice a Menelao sobre Egisto que iba (literalmente traducido) «maquinando cosas indignas». No es otro el significado del sintagma homérico ἀεικέα μερμηρίζων. Pero he aquí que Segalá se lanza a una de sus cabriolas de pura fe, y entonces Egisto lo que iba era «revolviendo en su ánimo indignas tramoyas». ¿No es hermoso de verdad? ¿No dan ganas de paladear cada palabra para después salir corriendo monte abajo entre alaridos de júbilo, agitando las manos y arrancándose a jirones la ropa?

Volviendo del mundo Homérico a este otro más plano y gris, quién sabe qué indignas tramoyas se estarán revolviendo también aquí ahora, y en qué ánimos o en qué cabezas. Mejor no averiguarlo y recrearse con los dones de esta preciosa tarde, prematuramente otoñal. Y releer bajo esa luz, si apetece, algún pasaje de don Luis.

domingo, 22 de julio de 2018

Breve elogio de Telémaco

Cuando leía la Odisea de adolescente, en aquella traducción de Luis Segalá, me aburrían tremendamente los cuatro primeros cantos, conjunto que tradicionalmente se ha venido llamando la Telemaquia, es decir, las aventuras (raquíticas) y trabajos (más bien pocos) de Telémaco. ¿A quién le iba a emocionar esa pequeña Odisea doméstica de un mozalbete con pocas luces y que, además, era el único en la historia que parecía no enterarse de nada? Recorriendo esos primeros cantos, daba la sensación de que todos los personajes, en alguna medida, algo sabían. O, por lo menos, estaban bastante satisfechos de su lugar en la trama. Telémaco, sin embargo, parecía ignorarlo todo, conducido como iba en un estado de tenaz, e incluso entusiasta aturdimiento. Yo, además, deseaba acción, las navegaciones de Odiseo, sus naufragios y sus sirenas. Un deseo que acaso compartían conmigo los eruditos escoliastas de Homero, los cuales consideraban ese preámbulo, ya desde tiempo antiguo, como un añadido espurio al poema homérico. Pero ahora, cada vez más y a la vuelta de los años, no me cabe ninguna duda de lo magistralmente que la Telemaquia se encaja en el conjunto: tanto y tan bien, que se me antoja el verdadero eje y motor de la Odisea. El tedio de la adolescencia va dejando paso a un sabor de nostalgia que, acaso, los escoliastas, en su perpetuo estado adolescente, jamás acertaron a catar. Puede que la magia y el ensalmo de Homero vayan operando en nosotros según una pauta de sucesivos efectos retardados: Homero siempre golpea dos veces. Pero lo que es cierto es que me voy identificando más y más con Telémaco, personaje tan singular que ha conseguido pasar desapercibido siempre a costa del prestigio de su ilustre padre. Mientras Odiseo se prodigaba en mil símbolos por la imaginación y los mares de Occidente, a la par que se iba diluyendo y atomizando, como un rastro de recuerdo en la espuma de las olas, Telémaco consiguió ir más lejos gracias a su sabia y poco ponderada discreción: logró ser a un tiempo personaje de la Odisea y lector —el primer lector, asombrado, extraviado, sonámbulo— de la Odisea. Y es que Telémaco, al cabo, somos todos. Nos une la misma cara embobada y los ojos como platos cuando con él contemplamos el largo mar que tiene color de vino, el color perfecto para emprender navegación, pues que es el rojizo color de los atardeceres y de las preguntas y de las despedidas.

domingo, 18 de septiembre de 2016

El fino humor de Homero

En la Odisea (Canto III), Telémaco desembarca en la arenosa Pilo buscando noticias de su padre. Le acompaña Méntor. Pero no es Méntor sino Atenea, que ha tomado la forma de aquél: algo muy propio del poema de las apariencias y las transfiguraciones. Pisístrato, hijo de Néstor, recibe a los forasteros, y le entrega una copa de vino al impostado Méntor para que haga las pertinentes libaciones a los dioses. Ignora que le está pidiendo a una diosa de reglamento que entone una plegaria para sí misma, cosa que (por otra parte) Atenea acepta con naturalidad. Pero así lo cuenta Homero, en mi propia traducción:

[...]

«Ruega ahora, oh extranjero, a Poseidón soberano,
pues por él es el festín que aquí os habéis encontrado.
Mas no bien que hayas libado y rogado como es justo,
entrégale a éste la copa del vino que sabe a miel,
y libe, que también ruega, pienso yo, a los inmortales,
y de los dioses los hombres todos son necesitados.
Pero como es el más joven y tendrá mi misma edad
a ti doy primero la copa de oro.»

Tal dijo, y puso en sus manos la copa de dulce vino
y se alegró Atenea de hombre tan justo y cabal,
pues que a ella le daba primero la copa de oro.
Y al punto hizo muchas súplicas a Poseidón soberano:

«Escúchame, Poseidón, que ciñes la Tierra, no niegues
a quienes te hacemos ruegos que se cumplan estas cosas.
Primero de todo a Néstor y a sus hijos tráeles fama.
Mas luego a estos otros dales agradable recompensa,
a todos los pilios, por tan grandiosa inmolación.
Y haz que Telémaco y yo nos vayamos con el logro
de lo que hasta aquí nos trajo en raudo y negro navío.»

Tal pronunció en su plegaria y ella misma la cumpliera...

(Homero, Odisea. Traducción: Juan Manuel Macías)