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lunes, 17 de julio de 2023

El Nobel de los cubanos (revisado)


Dudo que al morir Milan Kundera haya dejado orfandad mayor que entre los cubanos de mi generación. Al menos entre aquellos que desde mediados de los ochenta se tomaban el trabajo de leerse sus libros forrados con las páginas del periódico Granma o de cualquier revista soviética para encubrir tamaña herejía. Los que traficábamos aquellos libros como si de una droga dura e ilegal se tratara.

Sospecho que la muerte del escritor, una muerte que a nadie sorprendió a sus 94 años, no ha causado tanto desasosiego, tanto regreso a sus viejas frases entre checos y franceses, sus compatriotas de origen o elección. Los primeros, porque hace rato le pasaron página al totalitarismo que Kundera diseccionó tan bien y porque en realidad el escritor nunca se esforzó por hacerse querer por sus compatriotas.

Hoy en Praga no existen huellas notorias del paso de Kundera por la ciudad donde nació su fama. Es llamativo el contraste con Kafka, Hrabal y Hasek, a los que poco falta para que les consagren un parque temático, si es que toda la ciudad de alguna manera no lo es: desde el museo y los monumentos a Kafka, a las dos cervecerías que ofician como altares a Hrabal ―El tigre dorado, su favorita y Una soledad demasiado ruidosa, nombrada por una de sus novelas―, a la cadena de restaurants dedicada al buen soldado Sveik.

Los franceses, por su parte, reaccionaron con sobria melancolía ante la muerte de un exiliado ilustre. Podría conmoverlos que en las últimas décadas Kundera se empeñara en escribir en francés, pero difícilmente compartieran su exótico entusiasmo por desmontar un régimen demasiado lejano en el espacio y el tiempo. “Kundera, novelista existencial, ha muerto”, anuncia Le Monde como si se hubiera muerto la versión checa de Sartre y basta para saber que no lo entendieron como mis compañeros de generación en Cuba.

Para muchos de nosotros Kundera era algo íntimo. Más que escritor Famoso era casi un pariente. No se trata de una cuestión temperamental, la típica exuberancia del trópico saliendo a desfilar frente al féretro de un muerto famoso. Y es que, trabados como estamos en la página totalitaria a la que los checos le dieron vuelta hace más de tres décadas, Kundera nos ha seguido acompañando todos estos años, incluso a los que hace tiempo dejaron de leerlo.

Fue el checo quien, sin proponérselo, sin imaginárselo siquiera, se convirtió en tutor de nuestra educación política y sentimental. Sus novelas y cuentos no solo le daban sentido a nuestro difuso malestar hacia un régimen que se erigía en campeón de la misma libertad que nos negaba. El autor de La broma logró, con su meticulosa descripción de los avatares de almas individuales frente a la desoladora realidad totalitaria, que nos sintiéramos menos solos.

Porque, en lugar de entretenerse con la opresión externa o las precariedades económicas que abundan donde quiera que se impone el socialismo real, el checo prefirió concentrarse en el drama individual de ser responsable de uno mismo, incluidas las grandes y pequeñas traiciones que nos permitimos en medio de un sistema dedicado a poner a prueba nuestras menores debilidades. Kundera nos enseñó que el totalitarismo no era disculpa suficiente para dejar de pensarnos como individuos, con nuestros propios infiernos personales, más allá del gran infierno colectivo que nos abarcaba a todos. Y que de la interacción entre ambos infiernos  surgían tragedias que al mundo no construido bajo principios colectivistas le eran ajenos.

Ante esos dramas íntimos que desplegaba Kundera, Orwell nos parecía elemental. Y Solzhenitsyn irremediablemente lejano: con Kundera no teníamos que pasar por una versión local del Gulag para entenderlo. Tanto las diferencias culturales o idiosincráticas de checos y cubanos, o la circunstancia de que la cerveza fuera bastante más accesible en Praga que en La Habana, eran irrelevantes frente a ese infinito generador de conflictos absurdos y humillaciones que es el comunismo.

Daba igual que el primer secretario del partido se apellidara Husak o Castro, los efectos y reacciones que el sistema producía en nuestras vidas eran idénticos. Que Kundera fuera checo y no cubano, en lugar de distanciarnos nos servía para universalizar nuestra intimidad, nuestra vulgar tragedia de intentar ser decentes bajo una tiranía con buena prensa.

Pero, a pesar de tanta complicidad, Kundera no nos daba tregua como lectores. Siendo su blanco favorito la muy humana tendencia al autoengaño, la denunciaba como una de las principales fuentes de alimentación del mismo sistema que aborrecíamos. Mientras tratábamos de consolarnos pensando que el sistema en el ue habíamos creído desde niño tenia algo que salvar o que al menos al principio no parecía una mala idea el novelista checo nos dejó claro que el “sueño del paraíso, con todo lo bello que nos pudiera parecer, estaba viciado de raíz”.

Incluso en teoría el proyecto de construir el paraíso en la Tierra era pésimo porque razonaba Kundera una vez que ese sueño se hace realidad, es natural que le salgan opositores, resistentes o simples descreídos “y por esta razón los soberanos del paraíso deben construir un pequeño gulag a un lado del Edén. Con el correr de los años, el gulag va haciéndose mayor y más perfecto, mientras que el paraíso contiguo pasa a ser cada vez más pobre y pequeño”. Ya un viejo refrán nos alertaba que “de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”. Kundera lo actualizó hasta dejarlo así: “De las mejores intenciones erigidas en paraíso salen los peores infiernos”.

No obstante, Kundera no parecía ser especialmente masoquista o sádico. Junto al diagnóstico sin atenuantes nos recetaba el mejor antídoto al buenismo fanático: la risa. Una risa profunda, filosófica, que enfrentara al “delirio lírico colectivo” que pretende encontrarle respuestas a todo, explicaciones a todo, soluciones a todo.

Frente a la insoportable pesadez del comunismo, Kundera recomendaba levedad. Pero, en vez de limitar la gravedad totalitaria al Politburó soviético y sus sucursales, el novelista la convirtió en parte del conflicto milenario entre lo solemne y lo cómico. Así nuestra desgracia si no más ligera se hacía menos pasajera y desdeñable.

A la solemnidad, esa pobre máscara humana con que nos creemos dignos de lo sagrado, Kundera contraponía la risa de Dios aludida en el proverbio judío que advierte: “El hombre piensa y Dios ríe”. Si Dios ríe es porque entiende lo mucho que los hombres se alejan de la verdad mientras intentan llegar a ella. Y porque conoce el tremendo talento de los humanos para autoengañarse, “porque el hombre nunca es lo que cree ser”.

No satisfecho con recomendarnos el remedio de la risa, Kundera le añadía el del sexo. Para el checo, más que como gimnasia erótica, el sexo era “la más profunda y biológica” de las regiones de la vida humana que revelaba la esencia de las personas y resumía su situación en la vida. Risa y sexo: todo un programa político personal para resistir al comunismo, mientras no puedes derrotarlo ni escapar de él.

Además de los lectores, entre los escritores cubanos Kundera tuvo unos cuantos adeptos. No siempre para bien. El más vendido de los novelistas cubanos, Leonardo Padura, en alguna época trató de imitarlo. En su primera novela “seria”, La novela de mi vida, Padura copió el argumento de La broma: un antiguo expulsado de una universidad comunista busca vengarse años más tarde para descubrir que su venganza carece de sentido. El vengador frustrado descubre que al sistema, en su constante esfuerzo por sobrevivir, le resulta natural desentenderse de aquellos principios por los que antes destruyó carreras y vidas. 

Si el resultado novelístico en el caso del cubano resulta inferior no es solo por no alcanzar el nivel de penetración en la realidad totalitaria que logró el checo. Más que de talento se trataba de una cuestión de procedimiento: no se puede examinar a cabalidad un régimen con el que todavía se conservan ataduras sentimentales. O con el que existe un conflicto de intereses (y no hay conflicto que genere un interés mayor que el de mantener el pellejo a salvo).

Yo mismo debo reconocer en mi obra la huella de Kundera: basta con repasar mis títulos para notar que hice uso abundante de un concepto kunderiano como el de “levedad”. Primero escribí junto a Francisco García González una Leve historia de Cuba y más tarde titulé mi tesis de doctorado Elogio de la levedad. Así de necesaria me parecía la idea de la levedad para contrarrestar tanta gravedad que se le había insuflado al relato nacional cubano. Del énfasis ensayístico de las novelas de Kundera checo supongo que extraje el esfuerzo por analizar y generalizar mis experiencias particulares en libros como Siempre nos quedará Madrid y Nuestra hambre en La Habana. Lo poco bueno que puede haber en mis intentos de teorizar la miseria castrista debe acreditársele a las enseñanzas de Kundera.  

No por gusto tantos cubanos le otorgábamos cada año el Nobel de Literatura al novelista checo. Mentalmente, por supuesto. No se nos ocurría ningún otro escritor vivo que hubiese hecho tanto por la literatura y por la humanidad. Al menos por esa parte de la humanidad que éramos nosotros mismos.

Cada octubre era una nueva oportunidad de abominar de la miopía de la Academia sueca, o de su mezquindad. Depende de la causa que atribuyéramos a su fracaso anual de concederle el premio a Kundera. Porque los únicos motivos que explicaban que aquella pandilla de suecos se equivocara tanto, año tras año, eran la envidia o la inquina política.

Exitoso y anticomunista no son precisamente condiciones que lo enaltecieran ante los ojos de la Academia, defectos que el novelista siquiera compensaba afiliándose a alguna especie minoritaria o en peligro de extinción. Tampoco lo ayudaba la claridad con que exponía sus ideas, una claridad que lo hacía parecer un populista de la literatura. Sobre todo, cuando se padece el vicio de asociar automáticamente lo oscuro a lo profundo.

Creo, sin embargo, que había motivos más esenciales en la insistente denegación del Nobel a Kundera. La obra y el pensamiento del autor de El libro de los amores ridículos eran justo la repulsa radical a la solemnidad que da sentido a la Academia sueca, a cualquier academia. Contra esa solemnidad, ese sentido de lo sagrado, había escrito y teorizado Kundera al punto de construir su Historia de la Novela en oposición a los que no saben reír, los agelastas.

Kundera llegó a asociar el surgimiento de la novela moderna a la crisis europea que trajo el Renacimiento para el sentido de lo sagrado y lo verdadero. Porque “es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y el consentimiento unánime de los demás, cuando el hombre se convierte en individuo” y “la novela es el paraíso imaginario de los individuos”.

Cierto que, en un amago de liberalidad, la Academia ha llegado a otorgarle el Nobel a un cantautor o hasta a varios escritores mediocres, pero difícilmente se lo dieran a quien de manera consciente y clara asociara la sacralidad de la literatura con la blasfemia de la risa. Sobre todo, si no se escondía para decir que toda broma es un sacrilegio y lo cómico “un ultraje al carácter sagrado de la vida”.

¿No rehusaron darle el Nobel a Mark Twain o a Borges? ¿Qué extraño tiene que se lo negaran a un enemigo de la seriedad más consciente y sistemático como Kundera?

Con los años, podíamos dejar de leer a Kundera. ¿Para qué, si ya lo que había escrito en sus primeros seis o siete libros era inmejorable e inolvidable? También porque, a partir de La lentitud (1995), se notaba un agotamiento del novelista.

Su escritura seguía tan precisa como antes y su mente clara, pero, tras la desaparición del comunismo como amenaza existencial para Europa, la fuente de su rabia esencial y de los pequeños grandes conflictos que animaban a sus personajes, parecía haberse secado.

Ahora el checo redirigía su escritura hacia la idiotez de la sociedad de masas occidental, en la que veía el mismo kitsch que inundaba el comunismo, aunque mucho más disperso y diluido, y ese detalle terminaba atenuando el sentido de urgencia y el dramatismo de sus libros.

Incluso así siempre era agradable volver a escuchar lo que tenía que decir uno de los intelectuales más sagaces, honestos y desprejuiciados que nos iban quedando, sobre todo cuando decidía retomar su viejo monólogo sobre “el arte de la novela”.

Ahora, cuando ya no le quedaba mucho por decirnos, ha decidido irse quizás sin saber que, al morir, entre tantas cosas que dejó, está este montón de huérfanos nacidos en una isla que nunca visitó.

Huérfanos agradecidos que, año tras año, le concedían su Nobel sentimental.

 

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Kundera sobre literatura, cultura y nación


Les presento el discurso que pronunciara el escritor checo Milan Kundera en el 4to Congreso de la Unión de Escritores de Checoslovaquia celebrado entre el 27 y el 29 de junio de 1967 que serviría de antecedente intelectual a la Primavera de Praga. No había encontrado una traducción al español. De ahí que decidiera cometer la atrocidad de pasar por el traductor automático de google una traducción de dicho discurso al inglés para luego revisarlo con toda la prisa que he podido. Mientras aparece una traducción mejor de alguien que tenga a mano el original checo que esto sirva como solución de emergencia a la difusión de un texto que merece ser mejor conocido.


¡Queridos amigos!

Cuando el comité central de la Unión estaba preparando este Congreso, decidió abandonar los discursos introductorios habituales, que siempre fueron extremadamente largos, autoritarios y aburridos, y en lugar de eso, dio a cada uno de ustedes una declaración escrita de sus puntos de vista sobre varios temas de actualidad de política cultural. Muchos de ustedes contribuyeron a esto a través de sus propias sugerencias, por ejemplo Laco Novomesky, Jaroslav Seifert, Juraj Spitzer, Kosik, Brabec, Chvatik, Stevcek y muchos otros. Se discutió en dos sesiones de nuestro propio comité central y su penúltima versión fue muy criticada en una reunión completa del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido. Por favor, no esperen nada teóricamente sofisticado. La idea es mucho más modesta, pero también mucho más ambiciosa, es decir, tratar de llegar a un acuerdo sobre una serie de puntos de vista elementales cuya aceptación general, creemos, ayudaría a un mayor crecimiento de nuestra literatura. No lo consideren, nuevamente, como un texto final, sino como un borrador para nuestra resolución final y como un documento de trabajo, por tanto, diseñado para incorporar todo el espíritu de la discusión que estamos a punto de tener. Falta una cosa en este borrador: una evaluación de la literatura producida durante el período pasado. La omisión es deliberada.

Todos recordamos muy bien esos congresos y, en particular, aquellas conferencias en las que un libro tras otro se alineaba como si fuera el Día del Juicio Final: algunos entonces fueron enviados al Paraíso y se perdieron de vista, mientras que otros fueron enviados al Infierno y todavía son leídos. Obviamente, los criterios que utilizamos en esos días eran erróneos, y quizás nuestras evaluaciones de hoy serían un poco más precisas. Pero ese no es el punto. El principio mismo de la evaluación institucional autorizada es, creo, básicamente poco sólido. Si alguna institución es capaz de tomar una decisión sensata, esto será gracias a su conciencia de sus propias limitaciones y su negativa a sustituir su propio juicio por el proceso libre de percepción de valores. Nuestra propia Unión para empezar, no desea desplazar ese proceso de apreciación literaria a largo plazo, que involucra a toda la gama de críticos y teóricos. No se siente la menor obligación de respaldar Impuh contra Orientace u Orientace contra Impuh, de apoyar a Jarmila Glazarova contra Bohumil Hrabal o viceversa. Nuestro comité central se da cuenta de que su trabajo es permitir que todos puedan expresar su opinión y mantener una discusión libre. Y sabe por amarga experiencia que es mucho más difícil proporcionar garantías de este tipo que emitir juicios rápidos sobre un proceso que, en términos de vida humana, es interminable.

Aún así, hay un juicio general sobre los escritos de los últimos cuatro años que probablemente se mantendrá bastante bien. Ha sido un período de expansión. Espero no tener que documentar este punto con una lista de títulos. Todos conocemos el resultado y cada uno de nosotros tiene sus propias preferencias. Lo principal es que aparecieron una variedad de obras, buenas obras en gran número, y que algunos campos como el cine (que en gran parte pertenece a la literatura y nos concierne por lo tanto) han florecido como nunca antes en la historia del país. Para la literatura checa y eslovaca, y probablemente para el arte checo, estos han sido los mejores años desde 1948: quizás desde 1938. Los mejores durante treinta años, entonces. Esta proporción, de cuatro a treinta, representa el lado sombrío de un veredicto que de otra manera sería gratificante y sugiero que sea algo para recordar como una nota al pie de página de todos nuestros pensamientos y preocupaciones. Viendo que estoy aquí arriba en la plataforma, tal vez permitirían que comparta con ustedes mis propios pensamientos, y pueden contar esto como mi contribución al debate. Solo hablaré sobre problemas checos, pero estoy seguro de que lo que digo se aplica también a los problemas eslovacos.

¡Queridos amigos! Ninguna nación ha estado en la tierra desde el principio de los tiempos y el concepto mismo de nación es bastante reciente. A pesar de eso, la mayoría de las naciones consideran que su propia existencia es un destino evidente conferido por Dios, o por la Naturaleza, desde tiempos inmemoriales. Las naciones tienden a pensar en sus culturas y sistemas políticos, incluso en sus fronteras, como el trabajo del hombre, pero ven su existencia nacional como un hecho trascendente, más allá de toda duda. La historia algo triste e intermitente de la nación checa, que ha pasado por la misma antesala de la muerte, nos da fuerzas para resistir tal ilusión. Porque nunca ha habido nada evidente sobre la existencia de la nación checa y uno de sus rasgos más distintivos, de hecho, ha sido la falta de evidencia de esa existencia. Esto surgió con mayor claridad a principios del siglo XIX cuando un puñado de intelectuales intentaron resucitar nuestro lenguaje medio olvidado y luego, una generación más tarde, también nuestro pueblo gente medio moribundo. La resurrección fue un acto deliberado y, como cada acto, implicó una elección entre los argumentos a favor y en contra. Los pensadores del resurgimiento checo, aunque se decidieron a favor, conocían bien los argumentos en contra.

Se dieron cuenta, como Matous Klacel señaló, que la germanización proporcionaría una vida más fácil para la población de Bohemia y mejores perspectivas de carrera para sus hijos. Sabían que pertenecer al grupo mayoritario brindaba más oportunidades para un trabajo intelectual más influyente, mientras que de usar el idioma checo, como admitió Klacel, "menos personas conocerían los esfuerzos de los estudiosos". Eran muy conscientes de las tribulaciones de las pequeñas naciones que, al decir de Kollar, "piensan a medias y sienten a medias", y cuya cultura es "generalmente mezquina y atrofiada, no completamente viva, sino que se aferra a la vida sin crecimiento ni florecimiento, simplemente vegetando y generando retoños, pero sin troncos resistentes “. Sobre esa conciencia de equilibrio que significa la pregunta '¿Ser o no ser? Y si es así, ¿por qué?’ fueron construidos los cimientos de la historia checa moderna. Cuando los hombres del Resurgimiento optaron por 'Ser', este fue un gran desafío para el futuro. Ahora le corresponde a la nación justificar esa elección en el curso de su propia historia. Fue bueno para la insignificancia básica de la vida checa que Hubert Gordon Schauer, en 1886, le echara en cara a la comunidad checa (pequeña, pero que ya se acurrucaba cómodamente en su propia mezquindad) sus impactantes preguntas. ¿No deberíamos haber contribuido más a la humanidad, preguntó, si hubiéramos aprovechado nuestras energías espirituales para crear la cultura de una gran nación, una cultura que ya está floreciendo en un plano mucho más alto que nuestra propia condición embrionaria? ¿Realmente valía la pena el restablecimiento de la nación? ¿Era el valor cultural de los checos lo suficientemente grande como para justificar su existencia como nación? Y además, ¿sería lo suficientemente bueno como para salvarlos de la desnacionalización en un futuro? El provincialismo checo, bastante contento de mantenerse vegetando, naturalmente consideró esta conversión de certezas en interrogaciones como un ataque a la nación, y en consecuencia marginó a Schauer. Sin embargo, cinco años después, el joven crítico Salda llamó a Schauer la figura más grande de su generación y describió el artículo en cuestión como un acto patriótico en el verdadero sentido de la palabra. No estaba equivocado. Schauer, después de todo, solo había señalado lo que los grandes del Renacimiento checo habían sabido desde siempre. "A menos que", escribió Palacky, "exaltemos el espíritu de nuestra propia nación a actividades más altas y nobles que las de nuestros vecinos, no conservaremos siquiera nuestras prerrogativas naturales". Y Neruda insistió en que "es nuestro deber ahora establecer a nuestra nación en un nivel de conciencia y educación igual al resto del mundo, pero no solo para ganar su reconocimiento sino para asegurar nuestra supervivencia como nación".

Los hombres del Renacimiento checo vieron la existencia de la nación como dependiente de esos valores culturales que la nación podría crear. Además, midieron estos valores, no en términos de su utilidad directa solo para la nación sino por los criterios, como se solía decir, de la humanidad universal. Querían pertenecer al mundo y a Europa. Y esto me recuerda algo bastante peculiar de la literatura checa, que ha dado lugar a un tipo de hombre muy raro en otras literaturas, a saber, el traductor como una personalidad literaria significativa, incluso dominante. Porque uno cae en cuenta que las figuras literarias más grandes del siglo anterior a la Batalla de la Montaña Blanca fueron todos traductores: Rehof Hruby de Jeleni, el primer traductor de Erasmus en cualquier lugar, Daniel Adam de Vele-slavin o Jan Blahoslav. La célebre traducción de Jungmann de Milton es una piedra angular del renacimiento checo. Nuestra producción de traducciones de idiomas extranjeros todavía se encuentra entre las mejores del mundo y los traductores en nuestro país tienen el estatus de personalidades literarias. Está claro por qué se asignó un papel tan importante a la traducción: fue la práctica de la traducción lo que permitió al checo moldearse y perfeccionarse como un idioma a la par de otros idiomas europeos y entrar en posesión de un vocabulario europeo. Además, fue en la forma de esas traducciones que los checos hicieron su propia contribución, en idioma checo, a la literatura europea y en que esta literatura adquirió sus propios lectores europeos en lengua checa.

Para aquellas naciones europeas que son parte central de la historia del continente, el contexto europeo resulta bastante natural. Pero la historia checa muestra una alternancia de períodos de vigilia con períodos de sueño, por lo que nos perdimos varias fases importantes en el desarrollo del espíritu europeo y en cada ocasión nos veíamos obligados a adquirirlo nuevamente de segunda mano y completarlo por nosotros mismos. Para los checos, nada era una posesión evidente: ni su idioma ni su estatus europeo. Su pertenencia a Europa fue un eterno dilema: se permitía que el checo degenerara en un mero dialecto europeo y la cultura checa en un mero folklore europeo, o se era una de las naciones de Europa con todo lo que eso implica. Solo la segunda variante puede garantizar la verdadera supervivencia.

Pero este fue un curso extraordinariamente difícil para una nación que durante todo el siglo XIX había dedicado la mayor parte de sus energías a poner piedras fundacionales, desde escuelas secundarias hasta la Enciclopedia. Sin embargo, a principios del siglo XX, y especialmente en el período de entreguerras, tuvo lugar un florecimiento cultural sin precedentes en la historia checa. En el breve espacio de veinte años, toda una constelación de genios se encargó de la creación de obras que elevaron la cultura checa, en toda su individualidad, hasta los estándares europeos por primera vez desde la edad de Comenio. Este gran período, tan corto e intenso que todavía despierta nostalgia en nuestros corazones, fue ante todo un período de adolescencia, por supuesto, más que de madurez. La escritura checa todavía era predominantemente lírica; todavía estaba tomando impulso y todo lo que necesitaba era tiempo, paz y ausencia de disturbios. Pero el crecimiento de una cultura tan joven fue interrumpido durante casi un cuarto de siglo, primero por la ocupación alemana y luego, casi de inmediato, por el estalinismo, aislándola del mundo exterior, cortando muchas de sus variadas tradiciones domésticas y degradándola al nivel de pura propaganda: esa fue la tragedia que una vez más relegó a la nación checa, y esta vez de manera permanente, a la periferia cultural de Europa.

Que en los últimos años la cultura checa haya dado un nuevo salto hacia adelante y hoy constituya el aspecto más exitoso de la actividad de la nación; que hayan aparecido muchas obras destacadas y que algunas ramas del arte, como el cine, estén alcanzando estándares más altos que nunca; todo eso califica como el evento nacional más importante del período pasado. Sin embargo, ¿la comunidad lo aprecia de alguna manera? ¿Se da cuenta de que ha llegado la oportunidad de continuar la gran adolescencia de nuestra literatura de entreguerras y que esta oportunidad puede no volver a aparecer jamás? ¿Se da cuenta la nación de que el destino de nuestra cultura es su propio destino? ¿La creencia de los Revivalistas es menos cierta hoy en día, que la existencia de la nación no puede garantizarse sin valores culturales sólidos? 
El papel nacional de la cultura ciertamente ha cambiado desde el Renacimiento checo del siglo XIX y hoy apenas estamos amenazados con la opresión nacional. Sin embargo, creo que la cultura no es menos esencial para nosotros como justificación y garantía de la nación. En la segunda mitad del siglo XX hemos visto abrirse grandes perspectivas de integración. El progreso humano se ha fusionado por primera vez en un único desarrollo mundial. Las formaciones nacionales pequeñas se combinan en formaciones más grandes. Los esfuerzos culturales internacionales se están concentrando y coordinando. Viajar se ha convertido en una actividad masiva. Con todo esto, la importancia de unos pocos idiomas mundiales, los más importantes, aumenta, y cuanto más internacional se vuelve cada parte de nuestras vidas, más restringido es el campo para los idiomas de las naciones pequeñas.

Estuve hablando recientemente con un belga de habla flamenca, un creador teatral, que se quejó de la amenaza de su lengua materna. La intelectualidad flamenca, dijo, se estaba volviendo bilingüe y daba preferencia al inglés como el camino hacia un contacto más directo con la vida académica extranjera. En tal situación, una nación pequeña solo puede proteger su idioma y su individualidad por la posición cultural de ese idioma, por la singularidad de los valores que ha creado y con los que el mundo la asocia. La cerveza Plzen, por supuesto, también es un "valor". El problema es que en el exterior se la bebe bajo el nombre alemán de Pilsner Urquell. Pilsner no es suficiente para justificar la afirmación de los checos de tener un idioma propio. Y el mundo del futuro, a medida que avanza la unificación, nos pedirá de manera despiadada, pero no sin razón, que presentemos nuestras cuentas y justifiquemos la existencia que elegimos para nosotros hace ciento cincuenta años, y nos preguntará por qué tomamos esa decisión. Es de suma importancia que toda nuestra comunidad nacional sea plenamente consciente de cuán vitalmente esenciales para nosotros son nuestra cultura y literatura.

La literatura checa, y esta es otra de sus características especiales, tiene muy poco de aristocrática: es una literatura plebeya estrechamente vinculada al gran público nacional. Esa es su fuerza y ​​su debilidad. Su fuerza, ya que le proporciona una base de apoyo firme donde su lengua encuentra un eco claro; su debilidad, porque aún no está emancipada del nivel de educación pública y la liberalidad mental que es altamente susceptible a cualquier muestra de filisteísmo popular. A veces temo que nuestra cultura actual pueda estar perdiendo ese estándar europeo que los humanistas y los Revivalistas checos tenían en mente. El mundo de la antigüedad grecorromana y el mundo del cristianismo, esos dos pilares del espíritu europeo que le dan su fuerza y ​​tensión, casi han desaparecido de la conciencia del joven checo educado, una pérdida irremediable. Porque hay una continuidad de hierro en el pensamiento europeo que resiste a cada revolución intelectual y ha creado su propio vocabulario, su propio fondo de metáforas, sus propios mitos y temas, sin los cuales los europeos cultos no pueden comunicarse. Leí recientemente un informe terrorífico que describe el conocimiento de la literatura mundial alcanzado por nuestros futuros maestros de checo. Odio haberme enterado de su poca familiaridad con la historia mundial.

El provincialismo no es solo una tendencia literaria. Es ante todo un problema que afecta toda la vida del país, comenzando por sus escuelas y sus periódicos. Hace poco vi la película Las margaritas que habla de dos chicas gloriosamente repulsivas, tan satisfechas con su propia mediocridad deliciosa que destrozan alegremente todo lo que trascienda su propio horizonte. Me pareció que lo que estaba viendo era una parábola muy actual con implicaciones de largo alcance, una parábola sobre el vandalismo. ¿Quiénes son los vándalos de hoy? No es un campesino analfabeto que, en un ataque de ira, incendia la mansión del hacendado odioso. Los vándalos que veo a mi alrededor en estos días son personas adineradas, educadas, satisfechas consigo mismas y que no guardan un rencor particular por algo. El vándalo de hoy es un hombre orgulloso de su mediocridad, muy a gusto consigo mismo y dispuesto a insistir en sus derechos democráticos. En su orgullo y su mediocridad se imagina que uno de sus privilegios inalienables es transformar el mundo a su propia imagen, y dado que las cosas más importantes en este mundo son las innumerables cosas que trascienden su visión, ajusta el mundo a su propia imagen, destruyéndolo. Un joven golpea la cabeza de una estatua en el parque porque la estatua lo insulta con su tamaño sobrehumano, y le da placer hacerlo porque cada acto de autoafirmación le da satisfacción como hombre. Las personas que viven exclusivamente en su propio presente inmediato, sin cultura ni conciencia de continuidad histórica, son muy capaces de convertir su país en un páramo sin historia, sin memoria, sin eco ni belleza.

El vandalismo de hoy asume más formas de las que la policía puede perseguir. Si los representantes legales del Estado o los funcionarios competentes, deciden que una estatua, un castillo, una iglesia o un tilo centenario son superfluos y ordenan su eliminación, es otra forma de vandalismo. Básicamente no hay diferencia entre la destrucción legal e ilegal, entre la destrucción y la prohibición. Un diputado checo solicitó recientemente en el Parlamento, en nombre de otros veintiún diputados, la prohibición de dos películas checas serias e inteligentes. Una de ellas, irónicamente, fue esa parábola de los vándalos, Las margaritas. Vituperó brutalmente ambas películas, mientras se jactaba insistentemente de que no las entendía. Lo contradictorio de tal actitud es solo superficial. Las dos obras constituían una ofensa esencial al trascender los horizontes humanos de sus jueces, al punto de que se sintieran insultados por ellas. (Aplausos.)

En una carta a Helvetius, Voltaire tiene la maravillosa frase: no estoy de acuerdo con lo que estás diciendo, pero lucharé hasta la muerte por tu derecho a decirlo. Esta es una forma de exponer el principio moral básico de la civilización moderna. Retroceder en la historia más allá de este principio es retroceder desde la Modernidad hacia la Edad Media. Toda supresión de opiniones, incluida la supresión forzada de opiniones equivocadas, es hostil a la verdad. Porque la verdad solo puede alcanzarse mediante un diálogo de opiniones libres que gocen de igualdad de derechos. Cualquier interferencia con la libertad de pensamiento y palabra, por discreto que sea el procedimiento y la terminología de tal censura, es un escándalo en este siglo, una cadena que enreda las extremidades de nuestra literatura nacional mientras trata de avanzar. 
Una cosa es seguramente indiscutible. Si nuestro arte ha florecido, es porque la libertad intelectual ha aumentado. El destino de la literatura checa depende vitalmente, justo ahora, del grado de libertad intelectual que existe. Tan pronto como uno menciona 'libertad', por supuesto, algunas personas parecen tener una reacción alérgica y objetan que la libertad debe tener sus límites en la literatura socialista. Porque, naturalmente, cada libertad tiene sus límites impuestos, por ejemplo, por el estado de los conocimientos contemporáneos, de la educación, del prejuicio, etc. ¡Pero ningún nuevo movimiento progresivo ha sido descrito nunca a partir de sus propias limitaciones! El renacimiento no se definió en términos de la ingenuidad de su racionalismo, que solo se hizo evidente después de un lapso de tiempo, sino en términos de su trascendencia racionalista de las limitaciones anteriores. El romanticismo se vio a sí mismo como un cruce de las fronteras establecidas por los cánones del clasicismo, gracias a los nuevos espacios ganados más allá de esas fronteras. Y la expresión "literatura socialista" no tendrá un significado positivo hasta que también implique una trascendencia liberadora de límites.

En nuestra sociedad se entiende como una virtud más importante proteger las fronteras que cruzarlas. Las consideraciones políticas y sociales más efímeras se utilizan para justificar todo tipo de restricciones a nuestra libertad intelectual. Pero las grandes políticas son políticas que establecen el interés de la época por encima del interés del momento. La calidad de la cultura checa es, para la nación checa, el interés de toda una época. Todo esto es más cierto en un momento en que la nación enfrenta oportunidades bastante excepcionales. En el siglo XIX vivimos al margen de la historia mundial. En este siglo vivimos en su mismo centro. Esto, sabemos, no es un lecho de rosas. Pero la tierra milagrosa del arte convierte el sufrimiento en oro. Incluso convierte la amarga experiencia del estalinismo en un activo paradójico e indispensable.

Odio escuchar que se equipare al estalinismo con el fascismo. El fascismo, basado en el antihumanismo indisimulado, provocó una situación moral bastante simple; dejó intactos los principios y virtudes humanos, porque se presentó como su antítesis. Pero el estalinismo era el heredero de un gran movimiento humano que, incluso en medio de la maldad estalinista, conservaba algunas de sus actitudes, pensamientos, lemas, lenguaje y sueños. Ver semejante movimiento degenerar frente a los ojos de uno en algo completamente opuesto y despojarse de toda virtud humana, verlo convertir el amor por la humanidad en crueldad hacia las personas, convertir el amor por la verdad en delaciones y cosas por el estilo, fue presenciar la increíble degradación de los valores y cualidades humanas básicas.

¿Qué es la historia? ¿Qué es el hombre en la historia? ¿Qué es realmente el hombre? Nadie podría dar la misma respuesta a ninguna de estas preguntas después de tales experiencias. Nadie será el mismo luego de atravesar este episodio de la historia. Y el estalinismo, por supuesto, no es el único problema. Todo el curso de la historia de nuestra nación, dividido entre la democracia, la esclavitud fascista, el estalinismo y el socialismo, y aún más complicado por su cuestión nacional única, presenta cada tema importante que ha convertido a nuestro siglo XX en lo que es. Esto nos permite, tal vez, hacernos más preguntas y crear mitos más significativos que las personas que no han sufrido tal anábasis. De ahí que, supongo, nuestra nación haya experimentado más que muchas otras en este siglo y, si su genio ha estado alerta, ahora sabrá más que las demás. Este mayor conocimiento podría probar que la trascendencia liberadora de los viejos límites, que el cruce de los límites de la sabiduría tradicional sobre el hombre y su destino podría conferirle a la cultura checa significado, madurez y grandeza. Hasta ahora, estas son solo perspectivas, posibilidades, aunque perfectamente realistas, como lo han demostrado muchos trabajos creados durante los últimos años.

Una vez más, sin embargo, debemos plantearnos la pregunta: ¿Nuestro público es consciente de estas posibilidades? ¿Sabe cuáles son sus propias posibilidades? ¿Sabe que la historia nunca ofrece esas oportunidades dos veces? ¿Sabe que perder esa oportunidad significa dejar escapar todo este siglo para nuestra nación checa? "Es de conocimiento general", escribió Palacky, "que fueron los escritores checos quienes, en lugar de dejar que la nación pereciera, la revivieron y le dieron nobles objetivos para lograr". Son los escritores checos los responsables de la existencia misma de la nación y siguen siéndolo hoy. Porque es del patrón de la literatura checa, de su grandeza o mezquindad, de su coraje o cobardía, de su provincialismo o su universalidad, de la que la respuesta a la pregunta existencial de la nación depende en gran medida, a saber: ¿Vale la pena su supervivencia? ¿Vale la pena la supervivencia de su idioma? Estas, las preguntas más fundamentales en las raíces de nuestra nación de los últimos días, todavía están esperando una respuesta definitiva. Todos los que, por su fanatismo, su vandalismo, su falta de cultura o liberalidad, frustran el nuevo florecimiento de nuestra cultura, amenazan también la vida misma de la nación.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Sobre el kitsch político (3 y final)

No es el kitsch totalitario privativo de sociedades igualmente totalitarias como parece sugerir Kundera. Y es que el kitsch, sobrepasada la fase ingenua de respuesta ante emociones primarias, cuando intenta cerrar el círculo del autoengaño complaciéndose eternamente consigo mismo es de por sí totalitario. Y es que la función de eliminar “de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable” hace del kitsch un instrumento totalitario por excelencia. No solo eliminando lo inaceptable, esos detalles vulgares que como la mierda invocada por Kundera nos recuerdan nuestra irredenta vulgaridad, sino convirtiendo en aceptable lo que no debería serlo. Donde el Che Guevara dice en un rapto de honestidad que el revolucionario debe ser una “efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar” el kitsch se encarga de transformarlo en algo así como “por amor se está hasta matando para por amor seguir trabajando”. Eso explica que el novelista austriaco Hermann Broch diga que “La esencia del Kitsch es la confusión de lo ético y lo estético, el kitsch no quiere producir lo ‘bueno’ sino lo ‘bello’” aunque también, como en el caso que veíamos antes, puede ser justo lo contrario. Si algo es bello –aunque sea en relación con canon kitsch- entonces será necesariamente bueno o al menos aceptable. Fundados en una concepción supuestamente materialista los totalitarismos comunistas a la larga terminaron apelando –ante la falta de resultados concretos- más a los sentimientos que a una visión objetiva y “materialista” de la realidad. De ahí la utilidad del kitsch porque “en el reino del kitsch impera la dictadura del corazón” más allá de toda la gente que hubo que fusilar por su propio bien.

Pero para que ocurra esta operación alquímica de convertir lo malo en bello y lo bello en bueno –o cualquier otro tipo de permutación- es necesaria una radical confusión de valores en primer lugar y en segundo una defensa extrema y masiva de esta confusión. Pero no es necesario un régimen totalitario para imponer el kitsch a todos los niveles de la vida. Basta con que se haya convertido, -incluso al margen de los sistemas políticos o como una suerte e contracultura- en religión. (En el fondo se trata de una imitación bastante fiel de otro kitsch, el del cristianismo, aunque con bastante menos que ofrecer a niveles trascendentales). Esa es la razón por la que el kitsch complejo requiere de tanta seriedad a su alrededor. No solo porque esté consciente de su débil artificialidad o porque no le baste tomarse en serio a sí mismo sino porque necesita el mayor consenso posible. Y su manera de adquirir consenso es siendo mucho más elástico de lo que era el comunismo del siglo XX. Esa variante de populismo que llaman socialismo del siglo XXI ha conseguido hacerse fuerte alimentándose de casi todas las variantes del kitsch que le salgan al paso: el kitsch igualitario, el kitsch nacionalista, el kitsch machista, el kitsch feminista, el kitsch populachero, el kitsch elitista, el kitsch racista y el multiculturalista. Cualquier cosa menos la crítica. Para que este autoengaño consensuado funcione debe acallarse cualquier observación sobre sus obvias falsedades. Es que el kitsch, con todo lo omnipresente que es y lo todopoderoso que parece, es muy sensible a cualquier señalamiento que haga notar sus excesos, sus inconsistencias, su falsa seriedad, su elemental desnudez. Ya lo ha advertido Kundera:

"todo lo que perturba al kitsch queda excluido de la vida: cualquier manifestación de individualismo (porque toda diferenciación es un escupitajo a la cara de la sonriente fraternidad), cualquier duda (porque el que empieza dudando de pequeñeces termina dudando de la vida como tal), la ironía (porque en el reino del kitsch hay que tomárselo todo en serio) y hasta la madre que abandona a su familia o el hombre que prefiere a los hombres y no a las mujeres y pone así en peligro la consigna sagrada  «amaos y multiplicaos»"

Si antes el kitsch latinoamericano era omnímodo y la progresía local gozaba de amplio prestigio la sólida alianza forjada entre estos para producir el neopopulismo los hace prácticamente indestructibles. Cualquier crítica que reciban ya no irá dirigida contra tal ideología o gobierno sino contra todo el pueblo, su cultura, sus valores más acendrados, la integridad patria, los derechos individuales de cada ciudadano y a favor de la reacción y del imperialismo norteamericano. Los intelectuales del continente han tomado nota y se cuidan mucho que la crítica pase de una cuestión de detalles. Nadie se atreve a señalar la densa cursilería que cubre al emperador por miedo a verse expulsado de un reino que ya lo ocupa casi todo.

Se está con la patria o con la muerte o los buitres o cualquier otra entidad fantasmagórica que decida agitar el kitsch todopoderoso. El fenómeno ha alcanzado tales proporciones que lo de menos es cuánta cursilería pueden producir o no los disidentes de ese caso perdido para la historia contemporánea que es la siempre fiel isla de Cuba. Bastante más preocupante son las escasas posibilidades de una recuperación inmediata de cierta racionalidad política y hasta cultural en el continente. Queda esperar que el sostenido soborno de la voluntad pública no la haya hecho renunciar de manera definitiva al sentido común, el único que puede garantizar evitarnos el facilismo del absurdo y la idiotez. Pero sin pretender, por supuesto, en convertirse en cruzada destinada a exterminar al kitsch en nuestras tierras, algo que sólo confirmaría al fin que no hemos entendido nada.

Coda española

El muy reciente desarrollo de la formación política Podemos de Pablo Iglesias hasta alcanzar el primer lugar en la intención de votos entre el electorado español bastaría para anular cualquier pretensión de autoctonía del kitsch político latinoamericano. No hace falta analizar ni su abigarrado y confuso programa político o ni siquiera acudir al fácil festín de las declaraciones políticas de sus principales dirigentes. Es suficiente con atender a sus gustos musicales. No hay que detenerse en “La Internacional” hurtada, como tantas otras cosas, a los antiguos comunistas. Pienso más bien en esos cantos del bando republicano durante la guerra civil, tan anacrónicos ahora. No es que aquellos himnos, entonados en medio de las trincheras bajo el fuego de la artillería enemiga tuvieran nada de kitsch. Pero que estos niñatos de Podemos entonen (es un decir) a coro y con el puño en alto canciones salpicadas de la metralla de los bombardeos de hace casi ochenta años es de un mal gusto apabullante con aquellos que se jugaban la vida en las trincheras en las afueras de Madrid o a orillas del Ebro. Que no les basten los himnos producidos en los estertores del franquismo o en plena transición, que se acojan a la furia de la última guerra española da una idea más clara de su falsedad que sus reclamos de pureza (nunca puesta a prueba) frente a la corrupta casta gobernante. Tanta alusión bélica nos habla a las claras no del ardor con que piensan entrar en la liza electoral sino de lo mucho que le van a pedir a cambio al resto de sus compatriotas empezando –como diría Ignatius Reilly, protagonista de “La conjura de los necios”- por su geometría y buen gusto.    

domingo, 16 de noviembre de 2014

Sobre el kitsch político

Hacia el final de la presentación de “Enriscopara presidente” en Nueva York hablábamos sobre lo que yo llamo lo castrismo sentimental que no es más que una variante nostálgica -pero por ello mismo persistente- de lo que Milan Kundera ha llamado el kitsch totalitario. El artista Geandy Pavón preguntó entonces si el anticastrismo no era también kitsch a lo que respondí que por supuesto, que no podía esperarse otra cosa de algo que se define así mismo a partir de otra cosa que es de por por sí profundamente kitsch como el castrismo. Fue una manera de reconocer algo bastante obvio desde el propio título de mi libro y es que “Enrisco para presidente” es también -con sus falsos programas políticos, sus estrafalarios diseños de una “Nueva Cuba”, sus clasificaciones de los diferentes tipos de anticastristas- aunque en menor medida una sátira contra el kitsch de la oposición. Y si digo “en menor medida” no es porque la oposición de por sí tenga menos predisposición al ridículo, a la cursilería que arrastra todo acto político, sino porque su carácter alterno, marginal incluso, lo hace menos opresivo. Igualar por tanto un kitsch con otro es un gesto además de injusto, pérfido, como lo puede ser otorgarle al asesino la misma compasión que extendemos hacia las víctimas. Dejemos que Kundera lo diga mejor:

“El kitsch es el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos. En una sociedad en la que existen conjuntamente diversas corrientes políticas y en la que sus influencias se limitan o se eliminan mutuamente, podemos escapar más o menos de la inquisición del kitsch; el individuo puede conservar sus peculiaridades y el artista crear obras inesperadas. Pero allí donde un solo movimiento político tiene todo el poder, nos encontramos de pronto en el imperio del kitsch totalitario”

Si se atiende a la definición básica que da Umberto Eco del kitsch como “comunicación que tiende a la provocación del efecto” se entiende por qué los políticos no podrían vivir sin este. La política, tal y como es entendida en estos tiempos, es el arte de la creación de efectos en las masas para moverlas en determinada dirección. Pero tampoco el resto de los seres humanos puede prescindir del kitsch. Hay circunstancias que requieren cierto abandono de las exigencias estéticas para poder ser disfrutadas confiando en los instintos más elementales y más auténticos de nuestra humanidad. Ya lo advirtió Fernando Pessoa: 

Las cartas de amor, si hay amor,/ tienen que ser/ ridículas./Pero, al fin y al cabo,/ sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor/ sí que son/ ridículas”.

Parafraseando a Pessoa podría decirse que toda acción política tiene que ser ridícula. ¿Cómo podría inducirse a un grupo a adoptar determinada actitud si no es a través de “intuiciones, imágenes, palabras, arquetipos, que en conjunto forman tal o cual kitsh político”? Y en ello el repertorio que compone el kitsch disidente cubano no es demasiado distinto de otras variantes de kitsch político. Su núcleo lo constituyen palabras tales como “democracia”, “libertad”, “pueblo”, “hermanos”, “esbirros”, “dictadura”, “tiranía”, “cadenas”, “torturas” que no necesariamente son falsas pero cuyo abuso van depreciando su sentido, falseándolo. 

Lo peor del kitsch no es la exageración original del mensaje o las impresiones que nos causa sino la fruición con que nos tratamos de convencer de que esa falsificación original es auténtica. La exageración pasa de la búsqueda pragmática de exaltación momentánea en pos de un objetivo concreto a un engaño o autoengaño permanente. Es el momento de la segunda lágrima de Kundera. Primero se llora ante la visión de unos niños corriendo alegres: “La primera lagrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped!”. En cambio “La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped!”. Esa falsificación de segunda mano que se regodea en la exageración original de los sentimientos es lo que convierte al kitsch en un círculo vicioso del que se hace casi imposible escapar. Como reconoce Pessoa en el famoso poema: “La verdad es que hoy mis recuerdos/ de esas cartas de amor/ sí que son/ ridículos”.

Negar al kitsch por completo es negar nuestra propia humanidad, aunque no sea en su mejor versión. Tan peligroso es regodearnos en nuestras debilidades como pretender  que podemos prescindir de ellas.

“Esa canción le emociona, pero Sabina no se toma su emoción en serio. Sabe muy bien que esa canción es una hermosa mentira. En el momento en que el kitsch es reconocido como mentira, se encuentra en un contexto de no-kitsch. Pierde su autoritario poder y se vuelve enternecedor, como cualquiera otra debilidad humana. Porque ninguno de nosotros es un superhombre como para poder escapar por completo al kitsch.  Por más  que lo despreciemos, el kitsch forma parte del sino del hombre”


Pretender no engañarnos en absoluto es el inicio de un engaño mucho mayor y más perverso. Más humanamente realizable, mucho más honesto, sería aspirar a engañarnos lo menos posible. Y un buen principio sería imponernos como principio elemental que por justa que nos parezca nuestra lucha y limpios nuestros ideales no nos está permitida cualquier exageración, cualquier violación de una idea más o menos básica de decoro. Que por mucho que nos enfrentemos a una feroz y sangrienta tiranía castrocomunista que se ensaña con nuestros heroicos y pacíficos hermanos de lucha el daño que le podemos infligir a esa misma idea de decoro puede ser permanente.

[continuará, cuando pueda]

lunes, 20 de octubre de 2008

El caso Kundera

El escritor Milan Kundera se ha convertido en los últimos días en “el caso Kundera”: un papelito contra un montón de libros. No era cualquier papel por lo que decía y por donde fue hallado -en los archivos de la Antigua policía secreta checa. Las delaciones –sobre todo si son por causas políticas- a los cubanos nos produce una reacción especialmente visceral. En parte porque es la base de un código profundo de nuestra psiquis anterior a casi cualquier otro que podemos violar pero no desconocer. Un código en el que el delator es más despreciable que el asesino. Por otra parte está la vigencia de la delación como sistema, como sospecha universal, como culpa colectiva. “Humbolt 7” o “Caso Padilla” son contraseñas del debate cubano sobre la traición que parece infinito y que en el futuro amenaza con multiplicarse hasta el infinito.
Algunas de las defensas que se han hecho en estos días de Kundera me han parecido cuando menos equivocas. Me resisto a considerar la delación como inevitable en un sistema totalitario aunque sólo sea por respeto por aquellos que se negaron a hacerlo en las peores circunstancias. Ahora mismo un amigo se defiende de no sé bien qué acusaciones y, conociéndolo, le creo, pero no dudo que alguna vez aparezca en un archivo un papelito incriminándolo por algo que no hizo. El sistema que compartimos alguna vez Kundera, mi amigo y yo es fecundo en fabricaciones y chapucerías de todo tipo, hechas por empleados que imaginamos como encarnaciones del diablo pero que en realidad tienen jefes, horarios y metas que cumplir y necesidad de inventarse casos o rellenar papeles conlo que sea para justificar medallas y ascensos. Lo que para ellos es rutina se puede convertir con el paso del tiempo en carga terrible para los afectados, infamias de las que nunca podran desprenderse del todo.
El caso Kundera me interesa ahora menos en sus implicaciones personales que en cuanto a esa zona en que se interceptan lo personal y lo literario. Aquí el papelito pesa –como en el mundo de la física- casi nada. Sobre todo si se compara con los libros de Kundera y esos libros parecen acusarlo del mismo modo que lo exoneran.
Finjamos que no nos importa la realidad de la acusación. Centrémonos en su índole literaria. O sea, contemplémola como posibilidad, como ficción. Dejemos de lado el fanatismo o el miedo, dos tentaciones que no encajan con ese personaje que creemos conocer a través de sus libros. Imposible imaginar una situación más kunderiana: un amigo se le acerca a nuestro personaje a contarle que su novia le ha pedido que esa noche no la visite en su cuarto en la universidad porque espera la visita de un ex novio. El ex novio -un ex recluta fugado del ejército que viene de Alemania- quiere impresionar a la chica con su nueva faceta de espía. Al amigo de Kundera lo devoran los celos y pide consejo de cómo impedir el encuentro. Kundera quien tan sólo tiene 21 años pero que impresiona a sus condiscípulos por su madurez le dirá que deje eso en sus manos. Kundera mismo había caído en desgracia no hacía mucho por otra delación –separado del partido pero no de la universidad- relativizará la decisión que acaba de tomar: si la delación contra él, (todavía creyente del socialismo aunque crítico de sus excesos ridículos), le parece injusta la denuncia de un espía consumado es totalmente válida y le permitirá además reclamar su puesto en el mundo de los justos y confiables (se sobreentiende que el partido) al que según cuenta su biografía regresará años más tarde. Y si eso sirve para ayudar a un amigo a reclamar a su novia pues no hay nada que objetar. “Justicia poética” se habrá dicho para darse ánimos. Alrededor de las 4 de la tarde de ese día va al puesto de la policía secreta convenientemente situado en el mismo barrio e informa de la visita del espía. El hecho de que la chica no se viera implicada en el juicio ni recibiera prisión permite incluso especular que Kundera pidió, como condición de su soplo, la inmunidad de la chica.
Pero con los años Kundera empieza a tener desconfianzas profundas hacia el comunismo no ya no ya en sus manifestaciones concretas sino como proyecto histórico. Un viaje a la Unión Soviética en 1955 lo disuade de que no hay mucho que esperar de la evolución futura de Checoslovaquia. De la cuna del comunismo ha regresado con la sospecha de que –según le confiesa a un amigo- “la revolución de Octubre es el crimen más grande del siglo XX”. Pero la conclusión no viene sola. Junto con ella se siente impelido a revisar su propio pasado. Su acto de justicia poética se ha convertido en la prosa de la traición. Y la traición será uno de los temas centrales de su primera novela, “La broma”. Si antes imaginábamos a Kundera escribiendo desde la posición de víctima ahora no nos será difícil imaginarlo también en la del verdugo. Eso explicará mejor uno de los sarcasmos principales de la novela. Ludvik, el protagonista espera vengarse de su antiguo victimario seduciendo a su esposa para descubrir que a este –que tiene una amante joven- no sólo le importa poco lo que Ludvik haga con su mujer sino que además se ha convertido en el típico profesor progresista y liberal a los que los estudiantes buscan como referencia al criticar al régimen. No es difícil suponer como modelo de esta ironía la situación en que se encontraría el ex espía si decidiese ir a buscar a su delator –en caso de que supiera de quién se trataba-: un Kundera convertido en parte de la avanzada de la crítica intelectual al comunismo checo. Así veríamos a Kundera multiplicado en todos sus personajes, no sólo en las víctimas.
Podríamos dar un paso más allá y asomarnos a “La insoportable levedar del ser”. Allí Kundera le hace escribir a su protagonista, Tomas, un artículo sobre los desmanes de los comunistas. Contempla la posibilidad de que estos se refugien en una justificación última: no conocían el alcance de su error, como los torturadores de Cristo no sabían lo que hacían. Ni eso los puede exonerar –escribe Tomas en su artículo- porque recordando el caso de Edipo -quien mató a su padre y fornicó a su madre sin saberlo- al enterarse del alcance de sus actos se arrancó los ojos. Esto, dicho por un antiguo delator, convengámoslo, suena a expiación radical o a cinismo sin límites. Faltaba todavía una pieza y es la declaración de un amigo de aquél a quien supuestamente Kundera había hecho el favor de denunciar al ex novio de su chica. Según este el novio celoso le había confesado que él había ido a la comisaría a presentar la denuncia en nombre de Kundera, a la sazón presidente de la residencia estudiantil. Todavía podría objetarse algún cabo suelto (aunque valdría preguntarse por qué ese testimonio exculpatorio ha sido mucho menos difundido que la denuncia contra el escritor) pero ese argumento parece al menos verosímil. De cualquier manera Kundera no puede eludir la responsabilidad de haber creado una ficción donde todo esto pudiera ser creíble al margen de la realidad que lo inspirara. De haber creado una ficción más densa y potente que esa pobre realidad que -para nuestro alivio sentimental- ahora parece revelarse.

domingo, 12 de octubre de 2008

Enemigo rumor

No sé por qué, a estas alturas uno debía estar en guardia ante cosas así pero lo cierto es que esta noticia me ha dejado paralizado: Milan Kundera delató a un condiscípulo suyo en la universidad que pasó 22 años en prisión. La noticia es vaga: se cita una revista checa pero no la fuente original de donde se sacó la información. Tampoco hay una explicación creíble a por qué el gobierno comunista nunca utilizó esa información contra el escritor. Casi se puede sentir el placer del redactor de la noticia en adelantar algo que dados los elementos que maneja parece más bien un chisme. Nada de eso es más importante para mí ahora mismo que la inquietud que me genera la sospecha de que la noticia pueda ser real. Después de todo no es un secreto que en términos literarios la autoridad moral es menos productiva que el remordimiento. No es que la noticia –en caso de que sea cierta- disminuya el valor de las novelas de Kundera pero saber que un amigo –porque en eso se convierte un escritor con cuyos textos se ha convivido durante años- resultó ser un delator, la negación de lo que has creído que era, resulta casi más triste que su muerte. Y es inevitable leer “La broma” de una manera distinta, como un acto de expiación ante una culpa insoportable, una burla macabra del autor hacia su propio pasado y una multiplicación hasta el infinito del terrible juego de las traiciones. Definitivamente “La broma” sale ganando en ironía.

jueves, 10 de enero de 2008

Aclaración

Jorge Ferrer, de “El Tono de la Voz” me solicita que le dé difusión a su comentario de hoy sobre una situación que le parece personalmente enojosa: en un sitio en Internet han tomado una “inocentada” o sea, una información explícitamente falsa publicada el pasado 28 de diciembre, “Día de los inocentes” y la han dado por cierta atribuyéndola a Jorge Ferrer, corresponsal en La Habana. Yo no sé si atribuir el incidente a una carencia de sentido del humor o a una propensión a falsear la realidad. Sí le diría a Jorge que no hay nada de qué preocuparse. Quien es puesto en entredicho no es Jorge Ferrer sino el consejo de redacción (si es que existe) de La Nueva Cuba (vaya nombrecito). Ferrer que viva, coma y duerma tranquilo, cualquiera con dos dedos de frente se dará cuenta enseguida quién es el falsario. O si lo prefiere que entre en pánico porque los agelastas (aquellos carentes de sentido del humor) poseen dos virtudes como para intimidar a cualquiera: son incansables y sobre todo, son muchísimos. Acá les pongo un fragmento de un conocido discurso de Milan Kundera dedicado (el fragmento) a los agelastas, la risa y el arte de la novela.

Existe un proverbio judío admirable: El hombre piensa, Dios ríe: Inpirado en esta sentencia imagino que un día Francois Rabelais escuchó la risa de Dios y que fue así como nació la idea de la primera gran novela europea. Me gusta pensar que el arte de la novela vino al mundo como el eco de la risa de Dios.
¿Pero por qué ríe Dios al contemplar al hombre que piensa? Porque el hombre piensa y la verdad se le escapa. Porque entre más piensa el hombre más se aleja el pensamiento de uno del pensamiento de otro hombre. En fin, porque el hombre no es jamás lo que piensa ser. En el comienzo de los tiempos modernos se revela esta situación fundamental del hombre salido de la Edad Media: Don Quijote piensa, Sancho piensa y no sólo se les escapa la verdad del mundo sino la verdad de su propio yo. Los primeros novelistas europeos vieron y comprendieron esta nueva situación del hombre y fundaron sobre el arte nuevo, el arte de la novela.

Francois Rabelais inventó muchos de los neologismos que entraron en la lengua francesa y en otras lenguas, sin embargo, una palabra fue olvidada y debemos lamentarlo. Es la palabra "agelasta", que viene del griego y que quiere decir: el que no ríe, el que no tiene sentido del humor. Rabelais detestaba a los agelastas. Les temía. Se quejaba de que los agelastas eran tan atroces con él que casi dejó de escribir para siempre. No existe paz posible entre el agelasta y el novelista.
Como jamás escucharon la risa de Dios, los agelastas están persuadidos de que la verdad es clara, que todos los hombres deben pensar igual y que ellos mismos son exactamente lo que creen ser. Sin embargo, precisamente cuando se pierde la certeza de la verdad y el consentimiento unánime de los otros uno se convierte en individuo. La novela es un paraíso imaginario para los individuos. Es el territorio donde nadie es poseedor de la verdad, ni Anna ni Karenin, sino donde todos tienen el derecho de ser comprendidos, tanto Anna como Karenin.