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domingo, 26 de julio de 2020

EL TERROR DE ROMA de Alberto MORAVIA

Tenía tantas ganas de un par de zapatos nuevos que a menudo soñaba con ellos, durante aquel verano, en el sótano del inmueble cuyo portero me alquilaba un catre a cien liras por noche. No es que anduviera precisamente descalzo, pero los zapatos que llevaba me los habían dado los americanos, zapatos bajos y livianos; ya no tenían casi tacón ahora y uno estaba roto por el dedo meñique y el otro se había ensanchado y se me salía del pie, parecía una chancleta. Vendiendo algunas cosas en el mercado negro, llevando paquetes y haciendo recados lograba, bien que mal, quitarme el hambre, pero nunca conseguía ahorrar el dinero necesario para los zapatos, unos miles de liras. Estos zapatos se habían convertido en una obsesión, un punto negro suspendido en el espacio que me seguía a donde quiera que fuese. Me parecía que, sin los zapatos nuevos, no podría continuar viviendo, y a veces, por la desesperación de no tener zapatos, pensaba hasta en matarme. Cuando caminaba por las calles no hacía más que mirar a los pies de los transeúntes; o bien me detenía ante los escaparates de las zapaterías, y me quedaba allí, pasmado, contemplando los zapatos, comparando sus precios, formas y colores, y eligiendo mentalmente el par que a mí me vendría bien. En el sótano donde dormía había conocido a un tal Lorusso, otro refugiado como yo, un muchacho rubio de pelo rizoso, fornido, más bajo que yo; y me di cuenta de que lo envidiaba sólo porque, no sé muy bien cómo, había logrado procurarse un par de zapatos muy buenos, altos, con cordones, de cuero muy grueso, con protectores de hierro y dobles suelas, de esos que llevaban los oficiales aliados. Estos zapatos le estaban muy grandes a Lorusso, y en efecto, todas la mañanas, les metía periódicos para que no se le saliesen del pie. A mí, en cambio, que era más alto que él, me sentaban como un guante. Yo sabía que Lorusso tenía también un deseo: quería comprarse un pífano, que sabía tocar porque antes de venir a Roma había estado en la montaña, con los pastores. Decía que así, bajo, rubio, con sus ojos azules, con una cazadora y los pantalones aliados metidos en los zapatos aliados, y con el pífano en los labios, era capaz de recorrer los restaurantes ganando mucho dinero al tocar, precisamente con el pífano, ciertas tonadas pastoriles y otras pocas que había aprendido cuando trabajaba de mandadero con los americanos. Pero el pífano costaba caro, como los zapatos o quizás más, y Lorusso, que desempeñaba un poco todos los oficios, como yo, no tenía dinero para comprárselo. También él pensaba a menudo en el pífano, como yo en los zapatos; y, sin decírnoslo, nos habíamos puesto de acuerdo: primero yo le hablaba de los zapatos y luego él me hablaba del pífano. Pero no eran más que palabras, y no lográbamos procurarnos ni el pífano ni los zapatos.
Por último tomamos una decisión, de común acuerdo; realmente fui yo el que lo pensé, pero Lorusso lo aprobó inmediatamente, como si no hubiera pensado en otra cosa en toda su vida. Iríamos a cualquier lugar solitario, frecuentado por los enamorados, por ejemplo a Villa Borghese, y daríamos un golpe con una de esas parejas que se apartan para estrecharse y besuquearse más a gusto Descubrí entonces, con sorpresa, que Lorusso era sanguinario, cosa que no hubiera creído nunca a juzgar por su aspecto de pastorcillo inocente. Empezó en seguida a decir con entusiasmo que él se sentía capaz de liquidar a la mujer y al hombre; y repetía esa frase, “liquidar”, que había oído quién sabe dónde, con regusto, como si ya estuviera viendo el instante en que los liquidaría de verdad. En cierto momento, incluso, como para demostrarme la manera en que se las arreglaría, se lanzó sobre mí y me aferró por el cuello, fingiendo que me daba muchos golpes en la cabeza con una llave inglesa de hierro macizo.
—Les daré así... y luego así..., y así... Hasta que los liquide a los dos.
Ahora bien, yo soy muy nervioso, porque me quedé un día y una noche en una bodega, bajo las ruinas de mi casa, en el pueblo, por causa de un bombardeo, y desde aquella época tengo una cara que a cada momento me salta con un tic, y basta cualquier nadería para sacarme de mis casillas. Así, con un empujón, lancé a Lorusso contra el muro del sótano y le dije:
—Las manos quietas... Si me vuelves a tocar, palabra de honor que cojo esta llave y te liquido de verdad.
Luego me recobré, y añadí:
—¿Ves cómo eres un ignorante?... No entiendes nada, eres un buey... ¿No sabes que las parejas que hacen el amor al aire libre lo hacen a escondidas?... De no ser así, lo harían en sus casas... De forma que si les quitas el dinero no te denuncian, porque tienen miedo de que el marido o la madre se enteren de que hacían el amor... Pero si los liquidas, los periódicos hablan de ello, todos se enteran y al final los polis te pescan... En cambio, hay que fingir que somos dos agentes de paisano: las manos arriba, os estáis besando, ¿no sabéis que está prohibido? Estáis en contravención... Y, con la excusa de la contravención, les quitamos el dinero y nos marchamos.
Lorusso, que es realmente estúpido, me miraba con la boca abierta, con sus ojos redondos y azules, como de porcelana, bajo los cabellos que le nacen en medio de la frente. Por último, dijo:
—Sí, pero... el muerto al hoyo, y el vivo al bollo.
o dijo así, sin expresión, como cuando decía “los liquido”, como un papagallo; quién sabe dónde habría oído el refrán. Le contesté:
—No seas ignorante... Haz lo que te digo y cierra la boca.
Esta vez ya no protestó y quedamos de acuerdo para dar el golpe.
El día fijado, por la noche, fuimos a Villa Borghese, Lorusso se había metido en la cazadora la llave inglesa y yo tenía en el bolsillo una pistola alemana que me habían dado para vender, pero no había encontrado aún a nadie que la quisiera. Por precaución la había descargado, pensando que, o el golpe tenía éxito en seguida, o bien, si había que disparar, más valía renunciar a él. Cogimos la avenida, a lo largo del paseo de caballos, y allí cada banco tenía su pareja, pero había faroles y muchos transeúntes, como en las calles. De esta avenida pasamos a la que lleva al Pincio, que es uno de los lugares más oscuros de Villa Borghese y las parejas lo prefieren también porque está muy cerca de la Plaza del Popolo. En el Pincio estaba verdaderamente oscuro, a causa de los árboles, y también había pocos faroles: las parejas de los bancos eran incontables. Incluso había dos en cada banco, y cada una se despachaba a sus anchas, besándose y abrazándose, sin avergonzarse de que la otra, que hacía lo mismo, la viera. Ahora a Lorusso se le habían pasado las ganas de liquidar a la gente, porque él era así y cambiaba de idea fácilmente; y al ver a todas aquellas parejas que se besaban comenzó a suspirar, con los ojos brillantes y la cara llena de envidia, y luego dijo:
—Yo también soy joven, y cuando veo a todos estos enamorados que se besan, te digo la verdad, si no estuviera en Roma sino en el campo, le metería miedo al hombre para que se fuera y a la muchacha le diría: ven, hermosa... ven, que no te haré daño..., ea, hermosa, ven con tu Tommasino.
Caminaba por el centro de la avenida, separado de mí, y se volvía a mirar a las parejas de una manera que daba vergüenza, lamiéndose los labios con la lengua roja y gruesa exactamente igual que un buey; y quería, a toda costa, que yo también mirase a las parejas y observase cómo los hombres metían las manos bajo los vestidos de las mujeres, y cómo las mujeres se apretaban contra —¡Mira que eres imbécil!... ¿Quieres o no el pífano?
—Ahora lo que querría verdaderamente es una chica..., una cualquiera, aquélla, por ejemplo —respondió, volviéndose a mirar a uno de los bancos.
—Entonces —le dije— no debías haber cogido la llave inglesa ni venir conmigo.
—Casi, casi, pienso que habría hecho mejor.
Decía eso porque era ligero y cambiaba de opinión a cada momento. Al recorrer el Pincio había visto un poco de pierna femenina desnuda, algún beso, algún achuchón, y esto le había bastado para morirse de ganas de hacer el amor. Pero yo, en cambio, no me distraigo fácilmente, y cuando quiero una cosa ha de ser ésa, y no otra. Quería, pues, los zapatos y estaba decidido a procurármelos aquella misma noche, a cualquier precio.
Recorrimos durante un rato el Pincio, de avenida en avenida, de banco en banco, a lo largo de todos esos bustos de mármol blanco alineados en fila a la sombra de los árboles. No acabábamos de encontrar el lugar apropiado, porque siempre temíamos que las otras parejas, tan próximas, nos vieran; y Lorusso, como de costumbre, empezaba a distraerse de nuevo. Ahora ya no pensaba en el amor, sino, no sé por qué, en los bustos de mármol.
—¿De quién son todas estas estatuas? —preguntó de pronto—. ¿Se puede saber quién son?
—Ves como eres un ignorante... —le contesté—, son todas de grandes hombres... Como son grandes hombres, les han hecho la estatua y la han puesto aquí.
Él se acercó a una de las estatuas, la miró y dijo:
—Pero ésta es una mujer.
—Se ve que también ella fue grande —le contesté.
No parecía muy convencido, y al final preguntó:
—De modo que, si yo fuera un gran hombre, me harían también una estatua.
—Claro..., pero tú no serás nunca un gran hombre.
—¿Quién te lo ha dicho?... Supongamos que me convierta en el terror de Roma..., liquido a mucha gente, los periódicos hablan de mí, nadie me encuentra... Entonces, me harían también a mí la estatua.
Me eché a reír, aunque sin muchas ganas, porque sabía de dónde le había venido la idea de convertirse en el terror de Roma; habíamos estado, días atrás, viendo una película que se llamaba, precisamente: “El terror de Chicago”; y le contesté:
—No se llega a ser un gran hombre liquidando a la gente... ¡Qué ignorante eres...! Esos son grandes hombres que no liquidaban a nadie.
—¿Y qué hacían?
—Bueno, escribían libros.
Él, ante estas palabras, se quedó a disgusto, porque era casi analfabeto. Y al final, dijo:
—La verdad es que me gustaría tener una estatua..., me gustaría, sí... Así la gente se acordaría de mí.
—Eres un verdadero cretino —le dije— y me avergüenzo de ti... Pero es inútil que te lo explique, total, sería trabajo perdido.
Bueno, dimos alguna otra vuelta y luego fuimos a la terraza del Pincio. Había algunos coches y la gente había bajado de ellos para admirar el panorama de Roma. También nosotros nos asomamos; se veía toda Roma, como una torta negra quemada, con muchas grietas de luz, y cada grieta era una calle. No había luna pero sí claridad, y le enseñé a Lorusso el perfil de la cúpula de San Pedro, negro contra el cielo estrellado. Él dijo:
—Figúrate, si yo fuera el terror de Roma... toda esa gente, en todas esas casas, no haría más que pensar en mí y ocuparse de mí, y yo —aquí hizo un gesto con la mano como si hubiera querido amenazar a Roma—, yo saldría todas las noches y liquidaría a alguien, y ninguno me encontraría.
—Eres realmente bobo —le contesté— y no deberías ir nunca al cine... En América tienen metralletas, máquinas y están organizados... Es gente que trabaja en serio... Y tú, ¿quién eres?... Un pastor de ovejas que come requesón, con una llave inglesa metida en la cazadora.
Se calló, amoscado, y por último, dijo:
—Bonito el panorama, no es preciso decirlo, muy bonito..., pero, en resumen, ya he entendido que esta noche no se hace nada y nos vamos a la cama.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Quiero decir que se te han pasado las ganas y que tienes miedo.
Hacía siempre así: se distraía, pensaba en otra cosa y luego me echaba a mí la culpa, acusándome de ser cobarde. Le contesté:
—Ven, cretino... Te demostraré que no tengo miedo.
Cogimos una avenida muy oscura, a lo largo del parapeto que da sobre la calle del Muro Torto. También aquí había bancos y parejas a montones, pero, por uno u otro motivo, comprendía que era imposible y le hacía señas de proseguir a Lorusso. En cierto momento vimos a dos, en un lugar muy oscuro y solitario; y yo casi me decidía, pero entonces pasaron dos guardias a caballo y aquellos dos, por temor a que los vieran, se fueron. Así, siempre siguiendo el parapeto, llegamos a la parte del Pincio que da al puente del Muro Torto. Allí hay un pabellón rodeado por un seto de laureles, reforzado con un alambre espinoso. Pero, hacia un lado, hay una puertecita de madera que está siempre abierta. Conocía el pabellón porque había dormido allí algunas noches que no tenía ni siquiera dinero para pagar el catre del portero. Es una especie de invernadero, con cristales hacia el lado del puente, y dentro se guardan útiles de jardinería, macetas y muchos de los bustos de mármol, a los que los chiquillos le han roto la nariz o la cabeza, para repararlos. Nos acercamos al parapeto, Lorusso se sentó en él y encendió un cigarrillo. Estaba en equilibrio sobre el parapeto, fumando con aire petulante, y en aquel momento sentí tanta antipatía hacia él que pensé seriamente en darle un empujón y arrojarlo abajo. Daría un salto de cincuenta metros y se aplastaría como un huevo contra la acera del Muro Torto; yo, entonces, correría hasta abajo y le quitaría sus magníficos zapatos, que me apetecían tanto. Me dio mucha rabia pensar esto, porque advertí que, por un momento, me había hecho la ilusión de sentir tanto antipatía por Lorusso que habría sido capaz de matarlo, cuando, en realidad, el verdadero motivo seguían siendo los malditos zapatos y me daba igual Lorusso u otro cualquiera, con tal de que tuviera los zapatos. Pero quizás lo habría tirado verdaderamente abajo, porque estaba cansado de dar vueltas y él me atacaba los nervios, si no hubieran pasado junto a nosotros, de pronto, dos sombras enlazadas, casi rozándonos: una pareja. Pasaron exactamente ante mí, él más bajo que ella, pero en la oscuridad no pude ver sus caras. Ante la puerta, me pareció que la mujer se resistía y oí que él murmuraba:
—Entremos aquí.
—Pero está oscuro —respondió ella.
—¿Qué te importa? —dijo él.
En resumen, al final ella cedió y abrieron la puerta, entraron y desaparecieron en el recinto.
Entonces me volví hacia Lorusso y le dije:
—Justo lo que necesitábamos... Se han metido en el invernadero para estar tranquilos... Nosotros, ahora, nos presentamos como dos agentes de paisano... Fingimos que les ponemos una multa y les quitamos el dinero.
Lorusso tiró su cigarrillo, saltó del parapeto y me dijo:
—Sí, pero yo quiero la chica.
Me quedé de piedra y le pregunté:
—¿Qué dices?
—Que yo quiero la chica... ¿no lo entiendes?... En resumen, que me la quiero tirar.
Comprendí entonces y dije:
—Pero, ¿estás loco?... Los agentes de paisano no tocan a las mujeres...
—¿Y a mí qué me importa?
Tenía una voz curiosa, como estrangulada, y aunque no le veía la cara comprendí por su voz que hablaba en serio. Respondí, resuelto:
—En tal caso, no hacemos nada.
—¿Por qué?
—Porque no..., conmigo no se toca a las mujeres.
—¿Y si yo quiero hacerlo?
—Empezaría a bofetadas contigo, como hay Dios que lo hago.
Estábamos allí, junto al parapeto, nariz contra nariz, disputando. Él dijo:
—Eres un cobarde.
—Y tú un cretino —respondí, secamente.
Entonces él, rabioso por aquellas ganas de mujer que yo le impedía desahogar, dijo de pronto:
—Está bien, no tocaré a la chica... pero al hombre lo liquido.
—Pero, ¿por qué? Eres un cretino... ¿por qué?
—Sin más, o la chica, o el hombre.
Entre tanto pasaba el tiempo, yo temblaba porque una ocasión como aquella no iba a volver, y por fin le dije:
—Está bien... si es necesario... Pero quiero decir que sólo lo harás si hago un gesto así —y me pasé la mano por la frente.
Quién sabe por qué, quizás porque era muy estúpido, Lorusso aceptó de inmediato y respondió que estaba de acuerdo. Le hice repetir la promesa de no moverse si no hacía yo la señal, y luego empujamos la puerta y entramos también en el recinto. Hacia un lado, contra el parapeto, estaba el pequeño tranvía que, durante el día, tirado por un burrito, lleva de paseo a los niños por los senderos del Pincio. En el rincón, entre el parapeto y la puerta, había un farol que extendía su luz, a través del recinto y de los cristales, hasta dentro del invernadero. Se veían, en el invernadero, muchas macetas alineadas en orden, según los tamaños, y, detrás de, las macetas, varios bustos de mármol, puestos en el suelo, muy grotescos, tan blancos e inmóviles, como personas que sólo salieran del suelo con el pecho. Durante un momento no vi a la pareja, luego adiviné que estaba al fondo del invernadero, fuera de la luz del farol. Era un rincón oscuro, pero la muchacha estaba en parte dentro del haz del farol, y comprendí que era ella por la mano blanca que dejaba colgar, inerte, durante el beso, sobre el fondo oscuro del traje. Entonces empujé la puerta, diciendo:
—¿Quién hay ahí?... ¿Qué hacen aquí?
Inmediatamente el hombre se adelantó con decisión, mientras la mujer se quedaba en el rincón, quizás con la esperanza de no ser vista. Era un joven bajo, con cabeza muy gruesa y casi sin cuello, una cara hinchada, ojos saltones y labios prominentes. Seguro de sí mismo, lo ví en seguida, y antipático. Mecánicamente bajé los ojos hacia sus pies y le miré los zapatos; vi que eran nuevos, de los que me gustan, tipo americano, con suelas de caucho y costuras a lo mocasín. No parecía asustado y ello me atacaba los nervios, por lo cual la cara me saltaba más que nunca en el tic. Él preguntó:
—Y ustedes, ¿quiénes son?
—Policía —respondí—. ¿No saben que está prohibido besarse en los lugares públicos? Han incurrido en contravención... Y usted, señorita, adelántese... Es inútil que intente esconderse.
Ella obedeció y vino a ponerse al lado de su amigo. Era, como ya dije, más alta que él, delgada, menuda de cintura, con una falda negra acampanada que le llegaba hasta media pierna. Era muy graciosa, con una carita de Virgen, cabellos negros y largos y ojos negros y grandes; parecía muy seria, casi sin pintar, hasta el punto de que si no la hubiera visto besarse con él no la habría creído capaz.
—¿No sabe, señorita, que está prohibido besarse en los lugares públicos? —le dije para dar seriedad a mi papel de agente—. Y, además, usted, una señorita tan distinguida, debería avergonzarse... besarse aquí, a oscuras, en los jardines, como una prostituta cualquiera.
La señorita hizo un ademán de protesta, pero él la detuvo con un gesto, y luego, dirigiéndose a mí, con arrogancia:
—De manera que estoy en contravención, ¿eh?... Entonces, enséñenme sus papeles...
—¿Qué papeles?
—Los documentos de identidad que prueban que son realmente dos agentes.
Se me ocurrió que quizás fuera de la policía; no me habría sorprendido, dada mi mala suerte. Dije, sin embargo, con violencia:
—Menos charla... Están en contravención y tienen que pagar.
—Pagar, ¿qué? —hablaba con facilidad, como un abogado, y se veía que no tenía miedo—. ¡Qué clase de agentes son!... Agentes, ustedes, con esas caras... Él con esa cazadora y tú con esos zapatos... Ah, se ve que me toman por tonto.
Al oirme recordar los zapatos, que, efectivamente, rotos y deformados como estaban, no podían ser los de un agente, me acometió una especie de furia. Saqué del impermeable la pistola y se la apreté fuertemente contra la barriga, diciendo:
—Está bien, no somos agentes... Pero tú ya puedes ir soltando los cuartos y no me vengas con historias...
Lorusso, hasta entonces, se había quedado a mi lado sin decir palabra, boquiabierto, como un estúpido que era. Pero cuando vio que había dejado de hacer la comedia se despertó él también.
—¿Has entendido? —dijo, poniendo su llave inglesa bajo la nariz del hombre—. Suelta los cuartos si no quieres que te dé con esto en la cabeza.
Esta intervención me irritó todavía más que los modales soberbios del hombre. La muchacha, al ver aquel utensilio de hierro, lanzó un pequeño chillido, y yo le dije, con amabilidad, porque cuando quiero sé ser amable:
—Señorita, no le haga caso... Es bobo... Esté tranquila, no se les hará ningún daño... Retírese a aquel rincón de allá y déjenos actuar... Y tú, quita ese hierro del medio. —Luego le dije al hombre: —Vamos, dese prisa.
Es preciso decir que el joven, aunque muy antipático, era valiente; incluso ahora, que yo le tenía la pistola hundida en la barriga, no demostraba ningún miedo. Se echó simplemente la mano al pecho y sacó la cartera:
—Ahí tienen la cartera.
Yo la palpé, metiéndomela en el bolsillo, y comprendí por el tacto que no contenía mucho dinero.
—Y ahora, dame el reloj.
Él se quitó el reloj de la muñeca y me lo dio:
—Ahí va el reloj.
Era un reloj de poco valor, de acero.
—Dame ahora la pluma.
Se quitó la pluma del bolsillo:
—Ahí está la pluma.
La pluma era magnífica: americana, con el plumín encerrado dentro del mango, aerodinámica. No se me ocurría nada más que pedirle. Nada, salvo aquellos hermosos zapatos nuevos que me habían llamado la atención desde el principio. Él dijo, con ironía:
—¿Quiere algo más?
—Sí, quítate los zapatos —dije yo, sin vacilar.
Esta vez protestó:
—Los zapatos, no.
Y yo, entonces, no pude contenerme. Hacía un rato, desde el primer momento, que experimentaba la tentación de darle una bofetada en aquella cara firme y antipática; y quería ver el efecto que le hacía a él y a mí mismo. De forma que le dije:
—Vamos, quítate los zapatos... No hagas el tonto —y con la mano libre le di un bofetón, un poco de través.
Se puso muy rojo, y luego blanco, y vi acercarse el momento en que me saltaría encima. Pero, por suerte, la muchacha le gritó, desde su rincón:
—Sí, Gino, dales todo lo que quieran.
Y él se mordió los labios hasta hacerse sangre, mirándome fijamente, y luego dijo:
—Está bien —inclinando la cabeza.
Se bajó y empezó a desatarse los zapatos. Se quitó uno después de otro y, antes de dármelos, los examinó un momento con expresión de pesar: también le gustaban a él. Sin zapatos era muy bajo, más bajo incluso que Lorusso, y comprendí por qué se había comprado un par de zapatos con la suela tan gruesa. Entonces ocurrió el error. Él, en calcetines, me preguntaba:
—¿Qué quieres ahora?... ¿También la camisa?
Y yo, con los zapatos en la mano, iba a responderle que ya bastaba, cuando algo me rozó la frente.
Era una arañita que había caído hasta el final de su hilo desde el techo del invernadero. Me llevé la mano a la frente para quitármela, y Lorusso, como un verdadero bruto, creyendo que le había hecho la señal, levantó inmediatamente la llave inglesa y asestó un gran golpe en la parte posterior de la cabeza del hombre. Yo mismo sentí el golpe, fuerte y sordo, como si hubiera dado sobre un ladrillo. Y en seguida el otro se me cayó encima, casi abrazándome, como un borracho; y luego se deslizó al suelo, con el rostro hacia atrás y unos ojos revueltos en los que sólo se veía el blanco. En seguida la muchacha lanzó un agudo chillido y se precipitó desde su rincón sobre él, que estaba tendido en el suelo, inmóvil, llamándolo por su nombre. Para comprender todo lo imbécil que es Lorusso basta con decir que, en medio de la confusión, alzó de nuevo la llave inglesa sobre la cabeza de la muchacha arrodillada, interrogándome con la mirada sobre si debía gastarle la misma broma que a su amigo. Yo le grité:
—Pero, ¿estás loco? Larguémonos.
Y, así, nos escapamos. Tan pronto estuvimos de nuevo en la avenida le dije a Lorusso:
—Ahora anda despacio, como si paseases... Ya has hecho bastantes tonterías por hoy.
Él disminuyó su marcha y yo, mientras caminábamos, me metí los zapatos en el impermeable, uno en cada bolsillo.
Mientras caminábamos le dije a Lorusso:
—Y luego no quieres que te diga que eres un cretino... ¿Cómo se te pasó por la cabeza darle ese golpe?
Él me miró y contestó:
—Tú me has hecho la señal.
—Pero, ¿qué señal?... Era una araña que me rozaba la frente.
—Y ¿cómo podía saberlo yo?... Me has hecho la señal.
En ese momento estaba tan furioso con él que lo habría estrangulado. Dije, con rabia:
—Eres verdaderamente un cretino... Ahora, lo habrás matado.
Él, entonces, como si lo hubiera calumniado, protestó:
—No, le he dado con el revés... donde no hay punta... Si hubiera querido matarlo le habría dado con la punta.
No dije nada, la rabia me roía y la cara se me saltaba con el tic hasta el punto de que me tuve que llevar la mano a la mejilla para que se estuviera quieta. Él continuó:
—¿Has visto que chica tan guapa?... Casi, casi, se lo decía: vamos, hermosa, ven, hermosa... A lo mejor, venía... He hecho mal al no intentarlo. 
Caminaba satisfecho, pavoneándose, y continuaba diciendo todo lo que le habría gustado hacerle a la muchacha y cómo lo habría hecho; hasta que yo le dije:
—Oye, cierra esa maldita boca y quédate tranquilo.. Si no, no respondo de mí.
Se calló y, en silencio, pasamos el piazzale Flaminio, el Lungotevere, el puente, y llegamos a la Plaza de la Libertà. Allí hay unos bancos, a la sombra de los árboles, y no había nadie, incluso había un poco de niebla que venía del Tíber. Le dije:
—Sentémonos aquí un momento... Así vemos lo que hemos sacado... Y, además, quiero probarme los zapatos.
Nos sentamos en el banco y, como primera medida, abrí la cartera; me encontré con que sólo tenía dos mil liras y nos las repartimos. Luego dije a Lorusso:
—No te mereces nada... pero yo soy justo... Te doy la cartera y el reloj... Yo me quedo con los zapatos y la pluma... ¿Está bien?
—No, no está bien —protestó de inmediato—. ¿Qué modales son éstos? ¿Dónde está la mitad?
En resumen, discutimos un buen rato y al final convenimos en que yo me quedaría con los zapatos y él se llevaría la cartera, la pluma y el reloj. Sin embargo, le dije:
—¿Para qué quieres la pluma?... Si ni siquiera sabes escribir tu nombre.
—Para que te enteres, sé leer y escribir, llegué hasta tercero elemental... Y, además, una pluma como ésta me la comprarán en la Plaza Colonna.
Yo había cedido porque no veía la hora de tirar los zapatos viejos y además estaba cansado de discutir, y de los nervios me había dado incluso dolor de estómago. Me quité, pues, los zapatos y me probé los nuevos. Pero descubrí con desilusión que me estaban pequeños; y ya se sabe que todo tiene remedio, menos unos zapatos pequeños. Entonces le dije a Lorusso:
—Mira, los zapatos me están pequeños... En cambio, son justamente tu pie... Cambiémoslos... Tú me das los tuyos, que te están grandes, y yo te doy éstos, que son más bonitos y están más nuevos que los tuyos.
Esta vez lanzó un largo silbido, como de desprecio, y contestó:
—Pobrecito... seré cretino, como dices, pero no hasta ese punto.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que es hora de irse a la cama.
Miró pomposamente el reloj del joven y añadió:
—Mi reloj tiene las once y media, ¿y el tuvo?
No dije nada, volví a meter los zapatos en los bolsillos del impermeable y lo seguí.
Tomamos el tranvía y todo el tiempo yo me consumía por la injusticia de mi suerte, y pensaba en lo cretino que era Lorusso y en lo que yo debía hacer para conseguir sus zapatos a cambio de los míos. Cuando descendimos del tranvía, en nuestro barrio, comencé otra vez a discutir con él e incluso, en vista de que las razones no valían para nada, le supliqué.
—Lorusso... para mí esos zapatos son la vida. Sin zapatos ya no puedo vivir... Si no quieres hacerlo para darme gusto, hazlo, al menos, por amor de Dios.
Nos encontrábamos en una calle desierta, allá arriba, hacia San Giovanni. Él se detuvo bajo una farola y comenzó a dar vueltas a su pie hacia todos los lados, vanidosamente, para hacerme rabiar.
—Son bonitos mis zapatos, ¿eh?... ¿Te apetecen?... Pues ya puedes ponerte como te pongas... total, no te los voy a dar.
Luego empezó a canturrear: “Ya puedes llorar, no los has tenido y no los tendrás”. En resumidas cuentas, me jorobaba. Me mordí los labios y puedo jurar que si hubiera tenido balas en la pistola lo habría matado, no sólo por los zapatos, sino también porque ya no lo podía aguantar. Así, llegamos al sótano donde dormíamos. Llamamos a la ventana del semisótano; el portero, gruñendo como de costumbre, vino a abrirnos; y bajamos al sótano. Allí había cinco catres en fila, en los tres primeros dormían el portero y dos de sus hijos, jóvenes como nosotros; en los dos últimos, Lorusso y yo. El portero se hizo pagar por adelantado, después apagó la luz y se fue a la cama y nosotros, a oscuras, buscamos los catres y nos acostamos. Pero una vez que estuve bajo aquella mantita liviana volví a pensar en los zapatos y, por último, tomé una decisión. Lorusso dormía vestido, pero yo sabía que los zapatos se los quitaba y los dejaba en el suelo, entre los dos catres. Me levantaría a oscuras, me pondría sus zapatos, dejándole los míos, y luego me iría, fingiendo dirigirme al retrete, que estaba fuera, a la entrada del sótano. Pensé que me convenía hacerlo así porque también podía darse la casualidad de que Lorusso hubiera matado realmente a aquel hombre en el invernadero y era mejor que no me quedara con él. Lorusso no sabía mi apellido, sólo conocía mi nombre, y así, si lo detenían, no habría podido decir nada. Dicho y hecho, me levanto, pongo los pies en el suelo, me inclino muy despacio, me meto los zapatos de Lorusso. Estaba a punto de atarlos cuando sentí que me daban un violento golpe: por fortuna me moví y el golpe me rozó la oreja y me alcanzó en el hombro. Era Lorusso que, a oscuras, me había dado con aquella maldita llave inglesa. Yo, por el dolor, esta vez casi perdí la cabeza, me levanté y le di un puñetazo a ciegas. Él me agarró por el pecho, intentando darme otra vez con la llave, y rodamos juntos por el suelo. Con aquel alboroto se despertaron el portero y sus hijos y encendieron la luz. Yo gritaba: —“¡Asesino!”, y Lorusso, por su parte, gritaba: —“¡Ladrón!”, y los otros también gritaban y trataban de separarnos. Luego Lorusso le dio un golpe con la llave al portero, que era un hombretón al que cualquier nadería bastaba para ponerlo furioso, y el portero cogió una silla y trató de golpear en la cabeza a Lorusso. Entonces Lorusso se plantó en el fondo del sótano, contra la pared, y agitando la llave comenzó a aullar:
—¡Adelante, si tenéis riñones! Os liquidaré a todos... Soy el terror de Roma —como un loco, con el rostro escarlata, los ojos fuera de las órbitas.
En ese momento yo cometí la imprudencia de gritar, tan fuera de mí estaba:
—¡Cuidado! Hace poco que ha matado a un hombre... es un asesino.
Para decirlo pronto: mientras nosotros intentábamos inmovilizar a Lorusso, que aullaba y se debatía como un poseído, uno de los hijos del portero fue a llamar a los agentes; y un poco por mí, otro poco por Lorusso, se enteraron del asunto del invernadero y nos detuvieron a los dos.
En la comisaría donde nos llevaron bastó un telefonazo y en seguida nos dijeron que éramos los dos que habían dado el golpe de Villa Borghese. Yo dije que había sido Lorusso y él, esta vez, quizá por los palos que le habían dado, no resolló. El comisario dijo:
—Muy bien... ¡Sois dos tipos estupendos!... Robo a mano armada e intento de homicidio.
Para comprender lo inconsciente que es Lorusso basta con saber que, tras un momento, como recuperándose, preguntó:
—¿Qué día es mañana?
—Viernes —le respondieron.
Y él, frotándose las manos, dijo:
—¡Uy, qué bien, mañana hay sopa de judías en Regina Coeli!
Así me enteré de que también era perjuro, pues siempre me había jurado que nunca lo habían metido en la cárcel. Luego miré mis pies, vi que me había quedado con los zapatos de Lorusso y pensé que, después de todo, había obtenido lo que deseaba.

lunes, 4 de diciembre de 2017

DEJAR A MATILDE de Alberto MORAVIA

Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.
La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:
-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.
Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono.
Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:
-¿Cómo estás?
-Estoy bien -contesté, duro.
-Perdóname por anoche…, pero no pude, de verdad.
-No importa -le dije-, así que adiós… Nos veremos mañana… Te diré una cosa…
-¿Qué cosa?
-Una importante.
-¿Una cosa buena?
-Según… Para mí sí.
-¿Y para mí?
Dije tras un momento de reflexión:
-Claro, también para ti.
-¿Y qué cosa es?
-Te la diré mañana.
-No, dímela hoy.
-No me mates…
-Está bien… ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?
Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:
-Está bien, dentro de media hora paso a buscarte.
Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo”, y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna:
-¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?
Contesté huraño:
-Vamos, monta.
Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.
Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de su casa: “Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos”. Entre tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco del asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído con una voz alegre y tierna:
-¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.
Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé: “Sigue, sigue… Ya es demasiado tarde”.
Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.
-Voy a desnudarme detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires.
Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su voz cariñosa:
-Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.
Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:
-¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?
Y yo contesté espontáneamente:
-Pienso en lo que tengo que decirte.
-Pues dilo.
Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:
-Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.
Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció:
-Me duermo. ¡No me molestes!
Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.
Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:
Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.
Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer”. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:
-Y ahora comemos.
Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo:
-Bueno, dime ahora esa cosa.
Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó:
-No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?
-No -respondí.
-¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto?
-No.
-Entonces, ¿que nos casaremos pronto?
-No.
-Estas son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada.
-No, tengo que decirte que…
Pero ella, tapándome la boca con la mano:
-Chitón, si quieres que te dé un beso.
¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.
Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:
-Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.
Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: “Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:
-Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.
La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo:
-Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.
Pero ella no se levantó en seguida y dijo:
-¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.
Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.
Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:
-Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.
Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé:
-Pero, ¿por qué?
Y ella, con una buena carcajada:
-He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.
Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.
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