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sábado, 12 de septiembre de 2020

Formas breves

Por Daniel Link para Perfil

En la nueva temporada audiovisual, pongo todas mis fichas a Raised by Wolves, una historia de Aaron Guzikowski para la productora de Ridley Scott, que dirige los primeros dos episodios, y no tanto a Lovecraft Country, una serie que mezcla el thriller de terror con la protesta contra la discriminación racial, basada en la novela de Matt Ruff para la productora de J.J. Abrams.
Ambas producciones apuestan al relato largo en el que J.J. Abrams nos educó con Lost. Sin embargo, Lovecraft Country carece de la intensidad de su ilustrísima predecesora y tropieza una y otra vez con comentarios de sentido común. Raised by Wolves, por su lado, se lanza a una investigación futurista sobre la Mujer que seguramente cosechará las mismas animadversiones que Thelma y Louise.
Lo más intersante, sin embargo, pasa por otro lado. La narración audiovisual es muy dinámica y más allá de los modelos canónicos se producen cada tanto invenciones de larga proyección sintáctica. El “relato largo” (que después de Lost dio algunas pocas obras memorables: Fringe, Dexter, entre ellas) bien pronto encontró su propio límite tanto en la inteligencia de los guionistas (un bien escasísimo) como en las nuevas plataformas de distribución que, al fomentar el maratonismo, ponen en primer plano las inconsistencias e incoherencias narrativas (vista de corrido en Netflix Lost no tiene ninguna).
Consciente de los riesgos, la plataforma Quibi se lanzó en abril de 2020 a explorar la forma brevérrima. Cada uno de los episodios de las series que Quibi emite (pensadas para celulares) dura entre cuatro y ocho minutos.
Por supuesto, hay mucha porquería (El fugitivo es tan intolerable como las mediocridades de Netflix) pero también algunos aciertos. De las varias producciones, sobresale 50 States of Fright (Sam Raimi), que desarrolla cuentitos de terror en tres capítulos de cinco minutos cada uno. El primero de ellos, protagonizado por Rachel Brosnahan (la extraordinaria Midge Maisel) es una encantadora vuelta de tuerca de Madame Bovary.
Mucho más atractiva es Don't Look Deeper (dirigida por Catherine Hardwicke), un relato de 14 entregas que desarrolla un pensamiento sobre la identidad, la humanidad y la libre elección (el personaje central es un androide) que se cruza con las reinvindicaciones transgénero. “No mires más profundo” significa que todo es un efecto de superficies y de conciencia inmediata de si y de los otrs. Es la única de estas formas breves de la cual se esperan con ansias futuras “temporadas”.
En todo caso, el relato breve audiovisual supone desafíos narrativos hasta ahora desconocidos. No se trata, como se podría pensar a simple vista, de una película dividida en entregas sucesivas, porque cada capítulo debe presentar, al mismo tiempo que la estructura clásica tripartita (tres actos o introducción, nudo y desenlace), el final abierto hacia el próximo capítulo o la siguiente temporada.
Como todo relato, la forma breve requiere, para sostenerse, de aciertos de casting, ritmo narrativo y, sobre todo, manejo de la intriga. Pero, además, supone una particular intensidad de las escenas porque cada capítulo no contendrá más que dos o tres y una hipótesis conceptual al mismo tiempo sofisticada y sencilla, como para poder ser desarrollada en poco más de una hora.
Cuando están bien resueltas, las series brevérrimas producen un efecto paradójico: uno cree haber visto mucho más que una película breve fraccionada, porque la lógica de la “temporada completa” se impone incluso al tiempo.
¿Cuál es la necesidad de contar con estas entregas brevérrimas y a qué intervalos de vida se destinan? Tal vez a los viajes en subterráneo, a las salas de espera, esos momentos que, parece, necesitarían de algo para ser llenados de una cuota de olvido para no ponernos a pensar en los horrores del mundo.
Antes, ese papel era cubierto por un libro cualquiera, y bien podía tratarse de una novela larga. A nadie se le ocurrió, hasta la aparición del folletín al menos, que la forma del relato debía adaptarse al tiempo de lectura. Se podría seguir, pero nos falta la inteligencia de Ricardo Piglia para hacerlo.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Restos de Lost

A 10 años de su estreno, ¿en qué andan los actores de Lost?*

Es difícil sobrevivir a un éxito, pero ellos le pusieron empeño y -con menor o mayor suerte- intentan librarse de la "maldición de la isla"

*Nota perezosa que deja a la mitad (o más) del elenco afuera del rastreo. Intelligence (ya volveré sobre el punto) se banca.


miércoles, 20 de junio de 2012

Notas sobre Lost






































lunes, 7 de junio de 2010

Con cierto barroco

Haroldo de Campos propuso, alguna vez, en relación con la historiografía literaria del Brasil, la noción de "secuestro del barroco". La perspectiva iluminista habría, según su criterio, no sólo obliterado la comprensión del episodio más importante de la cultura latinoamericana, sino que habría tratado, incluso, de borrarlo de un plumazo: el barroco es el fantasma que se guarda en el armario. ¿Por qué?
No es éste el lugar para intentar contestar una pregunta semejante, pero pareciera que el Barroco, con su horror vacui y su obsesión por llenar los espacios con imágenes (delirantes, como toda imagen) es una estética que, más allá de sus fundamentos pedagógicos, lo único que enseña es el delirio y el goce.
No pocos fueron los dolores de cabeza que los doctores de la Iglesia (teólogos y papas) debieron enfrentar en relación con la profusa iconografía del dogma de Roma.
El Concilio de Trento (1545-1563), por poner sólo un ejemplo, terminó prohibiendo las representaciones de la Trinidad tricéfala y condenándola como herética, no tanto porque contradijera el Dogma (en si mismo delirante: "En el Verbo, Dios se ha expresado en plenitud y el objeto de esta revelación es la Trinidad de las Personas donde el misterio de Dios es inaccesible a la razón humana") de las tres personas divinas (la "horrenda sociedad trina", como le gustaba decir a Borges), sino porque los protestantes alemanes, contra quienes fue armado el Concilio, se burlaban del asunto denominando a la figura como "el cancerbero católico".







Algo de razón había en la prudencia de los conjurados de Trento, porque habría sido (es) imposible sostener un monoteísmo fundado en una concepción tan griega de las figuras divinas: mejor, consideraron, borrar toda evidencia de esa contradicción constitutiva del catolicismo. Y así, procedieron a quemar las obras en las cuales la Trinidad apareciera como unos trillizos más o menos ridículos. Por fortuna algunas se salvaron, para documentar el delirio:



Particularmente la escuela de Cusco, a donde las noticias llegaban tarde y eran objeto de malas interpretaciones, continuó ejerciendo su derecho a la representación tricéfala (es decir: a la disolución de las identidades en un juego de repeticiones infinitas, al vaciamiento de las figuras de toda especificidad y al mero juego combinatorio entre unas y otras unidades, vaciadas de toda capacidad representativa y postuladas como una pura potencia de desidentificación):


Foto: Sebastián Freire

Contra el sentido común que insiste en que "no es oro todo lo que reluce", el Barroco optó por la pura reverberación, los dorados brillos, los juegos de espejo, los "trampantojo" y los falsos relieves. Lo que consideramos más propio de nuestra cultura (el 3D, por ejemplo, las redes, laberintos y rizomas) fueron el invento más duradero de los artistas y teóricos del Barroco. Por eso la Ilustración (incluso su versión teológica), miró con alarma sus invenciones y trató de censurarlas.
Secuestrado el Barroco como potencia de goce y de transformación (de las cosas y las conciencias), sospechaban, el mundo habría de ser más habitable (es decir: más mensurable y más categorizable, más disciplinable).
Pero el Barroco persistió, ya como un ejercicio consciente, ya como una potencia irrefrenable, hasta nuestros días, adoptando las máscaras del Neobarroco, de la Simulación, del "Neobarroso" perlongueriano y de lo Queer, en fin: de lo disidente.
La reversibilidad de los universos y de las líneas temporales es, naturalmente, un asunto barroco. El desdoblamiento de las identidades, claro, es otro. La indecibilidad entre lo vivo y lo muerto, el sincretismo cultural (por ejemplo, una Última cena donde las viandas en la mesa son cuises y maracujás), los monstruos, la teología negativa, las islas ilocalizables en el espacio, la tensión insoluble entre el cielo y el infierno son, todos ellos, motivos barrocos.
No, definitivamente Lost no se perdió en sus propias aspiraciones y sus múltiples líneas argumentales (que siempre fueron, por otra parte, bien coherentes), sino que sencillamente las sometió a una lógica secuestrada (y por lo tanto, siempre mal comprendida), la lógica barroca, que es, por definición, antirealista, antidogmática y antiiluminista, que no le teme al delirio o al ridículo y que hace del exceso su vía regia de investigación.
La temporada sexta de Lost, excesiva, totalmente innecesaria en lo que se refiere a la diégesis (porque el relato ya había terminado), se vuelve imprescindible desde el punto de vista de afirmación de una estética y una teoría: la reduplicación de las identidades (que viene a decir sencillamente que nadie es algo, que ninguno está condenado de antemano a tener una sóla vida, es decir: que cualquiera de nosotros puede huir de su propia facticidad), la postulación de un mundo supraterrenal más o menos idéntico al mundo conocido (es decir: una repetición que distorsiona levemente), el fatal hundimiento de los saberes científicos en saberes geológicos, prehumanos, pueden verse como una coda explicativa (no sobre la historia, que siempre importó más bien poco, sino sobre el relato) tal vez demasiado machacona, pero necesaria en tiempos en los que, precisamente, el barroco había sido secuestrado.
Todas las hilachas, las contradicciones, las transformaciones psicológicas de los personajes (¡Ben, Ben, quoque tu!), el vértigo y los inverosímiles tapones en los agujeros ("tapones en los agujeros") no quieren decir sino que hay agujeros (mejor o peor tapados) y que it worked no es un enunciado operacional que deba aplicarse al universo representado sino, más propiamente, al del relato.
Bien leído, el final de Lost dice todo lo que importa: dice que el tiempo transcurrido en la isla es apenas una brizna de memoria colectiva (como desde el comienzo sospechábamos), un relato sostenido por un "pueblo" más o menos fluctuante; dice que la guerra en curso en la que estamos envueltos debe cesar, y dice que el Barroco es la única estética posible para el relato audiovisual del fin de los tiempos, porque es la única estética que lleva implícita una ética de la autodestitución subjetiva y el goce (al mismo tiempo).
Si alguien quiere, todavía, derramar alguna lágrima por Lost a espaldas de los teólogos y Papas de la narración, los enemigos de la imaginería y los resentidos del concepto, vean estas imágenes (que me llegan a través de uno de los más atentos comentadores del acontecimiento, Pedro Jorge Romero): todos somos esos freaks, todos somos cualquiera de esos freaks:




domingo, 30 de mayo de 2010

La isla barroca

Y Lost terminó por todo lo alto: con desmoronamientos de acantilados, religiones ecuménicas, reencuentros de personas muertas y enamoradas, disparates sin ton ni son, multiplicados según una lógica exponencial de la que no se tiene memoria en la historia de los relatos audiovisuales.
¡Explicaciones, explicaciones! Muchos esperaban las “explicaciones” que la serie había venido prolijamente escamoteando. El dilatado episodio final (dos horas y media) hizo lo que la serie mejor supo hacer siempre: diseñar escenas de intensidad sin igual (quien no haya lagrimeado ni una sola vez viéndolas, carece de sentimientos y de cualquier resto de humanidad) y abandonar la sutura entre unas y otras a una elipsis generalizada que Severo Sarduy (teórico de la elipsis-elipse barroca) habría celebrado con esa voz de ultratumba que lo caracterizaba (y tan adecuada al objeto de estos comentarios).

Y ya que estamos: Sarduy dedicó un libro entero a la política de la simulación, respecto de la cual Lost jugó durante sus seis temporadas: simuló teorías conspirativas, simuló fundamentos científicos, simuló (sobre todo) una cohesión narrativa que si funcionó bien fue por la astucia con la cual se manejaron las escenas sueltas, las elipsis narrativas y los presupuestos del relato: sí, Lost adhirió a la política del disimulo mimético e hizo de la mímesis audiovisual algo hasta ahora desconocido: no un dispositivo de representación, sino una máquina de conectar todo con todo, cualquier cosa con cualquier cosa. Agenciamientos desquiciados dominados siempre por la ironía exquisita de los diálogos, que ya repetían nuestras propias perplejidades o ya se burlaban de ellas mediante soluciones absolutamente insostenibles.
El costado más melancólico de una política semejante es la añoranza por las historias largas, la novela, los “grandes relatos” cuya crisis ya fue señalada varias veces (y que siempre fue entendida como correlativa de un cierta pérdida de referencia de la Historia y sus determinaciones). Lo heroico: haber sostenido contra viento y marea el deseo de relato y haber experimentado soluciones “postnarrativas” de alcance hoy insospechado.

(continuará...)

domingo, 7 de marzo de 2010

Filosofía barata

No se sabe bien cómo se llama la versión española del libro de Simeone Regazzoni (Barcelona, Duomo Ediciones, 2010, 136. págs, ISBN 978-84-92723-62-1). La tapa dice Perdidos y más chico La filosofía y todavía más chico Las claves de Lost. La portada reduce a la ambigüedad a Perdidos. La filosofía, con lo que podría pensarse que el libro tiene un doble título, como El género gauchesco. Tratado sobre la patria de Josefina Ludmer. El resultado, sin embargo, es bien diferente. Como sea, La filosofia di Lost (tal su título en italiano), dedicado "A Micaela, mi constante" (lo que ya dan ganas de sublevarse), es penoso. Parece querer justificar la adhesión al trascendentalismo derrideano en y por Lost, y parece querer justificar, con toda la culpa del caso, el gusto por el trash en el hecho de que "esta ficción que ha revolucionado la narración televisiva" "no tiene nada que envidiar a las llamadas obras de 'alta cultura' ". Lo segundo, Lost no lo necesita y lo primero, naturalmente, no lo autoriza, y es tan patente la "desviación" que no es raro que Regazzoni tenga que recurrir a los fragmentos de Deleuze sobre las islas, donde hay, por cierto, mucho más para decir de Lost que en las páginas de Derrida. Cosas de él (de Regazzoni), que ha creído que las audiencias de Lost necesitaban de una sabiduría (más bien rancia) para poder disfrutar de una serie que, desde el comienzo y hasta el último capítulo, ha demostrado que su único objetivo era transformar los desacreditados patrones de los géneros menores (la ciencia ficción, la novela de aventuras) en un suceso de masas.
Naturalmente, Regazzoni no debe de ignorar los incontables sitios de Internet que se dedican a la exégesis filosófica del acontecimiento audiovisual del siglo (incluido este blog), de modo que no es por audacia que su libro falla, sino precisamente por todo lo contrario: por la incapacidad de interrogar hasta las últimas consecuencias el modo en el que Lost interpela a sus audiencias (es decir, el modo en que se postula como un dispositivo de engaño). Lo "cult" de Lost, interesante como es, no deja de ser un condimento secundario de un melodrama bien urdido y, sobre todo, producido hasta la exageración milimétrica. No es, por lo tanto, el saber filosófico que Lost incorpora deliberadamente a su trama en lo que habría que detenerse sino precisamente en lo que Lost ignora sobre sí para poder sostener, ahora con justicia, una rigurosa postulación filosófica.
Creo que ni la televisión ni la filosofía, ni los adolescentes italianos ni los australianos necesitaban de este libro que es como esos viejos ejercicios escolares que, destinados a revitalizar una cierta pedagogía, utilizaban los discursos más preciados de los alumnos como "motivadores" (el análisis de letras de rock para introducir la poesía de Garcilaso, por ejemplo) y, así, terminaban aniquilando, al mismo tiempo, la pasión por el estímulo (el rock, Lost) y la misma disciplina (la poética, la filosofía).
No, Lost no es un ejemplo de discurrir filosófico y si lo fuera, habría que detenerse sobre todo en su (tal vez inadmisible) postulación de un universo dominado por la gnosis. Pero Regazzoni, que se apresuró a publicar estas notas de televidente, nada dice sobre el tema. Dejemos a Lost discurrir en paz hasta su final (lo está haciendo bien) y, mientras tanto, sigamos leyendo las últimas contribuciones filosóficas (L'amico de Giorgio Agamben, que me llega al mismo tiempo). Todo lo demás, es literatura.

jueves, 4 de febrero de 2010

¡Pum, para arriba!

Yo sostengo (y sostendré hasta la agonía) que Lost ha hecho algo que hasta ahora nadie había hecho en la historia de la televisión: apostarlo todo a una cierta moral de las formas.
Curiosamente, los televidentes parecen no darse cuenta de ese regalo magnífico que se les ha dado y siguen discutiendo la serie en términos de contenidos y coherencia argumental, como si la moral de las formas se agotara en la pobre correspondencia entre los gastadísimos códigos culturales con los que modelamos la realidad y lo que la serie vino a proponernos. ¿Qué vino a proponer Lost (ese artefacto postelevisivo)?
(1) Lost es novelesca. (2) Pero lo es en el sentido kafkiano, o joyceano, o becketiano o pynchoniano. (3) Es decir: Lost hace de la imposibilidad (de la novela, del relato) su tema.
Hay recalcitrantes que todavía se quejan del humo negro (¡el humor negro!), de las visiones, de las habladurías de los muertos, de los retorcimientos temporales...
Yo de lo único que me quejo es de la supervivencia de Jack, ese tarado previo, aunque entiendo que esa supervivencia es necesaria porque introduce en la trama al televidente promedio de Lost: el despistado, el que nunca entiende bien del todo las cosas pero lo intenta, el que querría que las cosas fueran de otro modo a como se le presentan ante los ojos, el que insiste en llevar las cosas a un cierto punto sin evaluar bien las consecuencias narrativas de ese arrastre completamente fuera de lugar. Jack es el mundo. Y Lost necesita del mundo.
La quinta temporada de Lost, que agotó la paciencia de los más fervorosos fanáticos, había puesto todo patas para arriba. Pero no por la repetición del "recurso barato" de los saltos temporales (que a esta altura del relato es evidente que no fueron introducidos para explicar absolutamente nada, lo que los salva del carácter de "mero recurso del ahogado" para transformarlos en índice de una recurrencia mucho más abstracta, y más peligrosa: el eterno retorno) sino por la precipitación hacia el punto incandescente de cierre (la explicación de Eloise Hawkins lo había anticipado todo).
Lost terminó la quinta temporada no en un momento de riesgo del relato sino en el momento en que el relato terminaba para siempre. Y como Lost hace lo que nunca antes fue hecho en la historia de la televisión, continúa después de haber terminado.
Repasemos lo que sabemos: en un acto desesperado de amor, Juliet apedrea una bomba de hidrógeno para hacer explotar un campo magnético de una potencia única en el planeta (la sola posibilidad de articular esta frase habría justificado la existencias de Lost).
El comienzo de la sexta temporada, incluido el resumen, que se llama El capítulo final (¿alguien alguna vez se detendrá a analizar los nombres?), insistió tres veces en esa escena decisiva. Tres veces se contó lo mismo, ¡se subrayó!, que Lost ya había terminado. Porque Juliet consigue hacer explotar la bomba de hidrógeno y el resultado es el previsible: la destrucción total y definitiva de la isla, de sus habitantes permanentes y sus ocasionales visitantes (¿alguien pensaba que podía ser de otro modo?). La imagen muestra la pata de cuatro dedos hundida en el fondo del mar.
¿Hace falta un letrero que aclare todavía más lo ya evidente?
Si hiciera falta más, allí están esos retratos pronunciados por una voz tan, tan extranjera: ¿no son las biografías que componen El capítulo final como epitafios de unos muertos más o menos queribles? ¿No vienen a decirnos esos resúmenes (a todas luces arbitrarios, incompletos, como escritos a las apuradas por parientes que no saben muy bien cómo resolver la situación) que de quienes se está hablando están ya muertos, y que el recuerdo ha comenzado a distorsionarlos?
Pero la narración (que es un puro deseo) continúa, más allá del relato. Se sobrevive a si misma, se sobrepone a (en) su propio goce. Y todo continúa, como si nada hubiera sucedido. ¡Como si nada hubiera sucedido! ¡Como si hubiera sucedido nada! Las naderías del relato, de las causas y los efectos, de las explicaciones siempre insatisfactorias para los buscadores de inconsistencias: esa nada fue lo que sucedió ante nuestros ojos, durante los últimos cinco años.
Por supuesto, los detractores de Lost hablan en nombre del realismo, la coherencia narrativa, la profundidad psicológica e, incluso, el deber del narrador: son la policía del discurso. Jamás levantaron sus dedos admonitorios en contra de los Simpson o en contra de las sempiternas resurrecciones de Kenny. Pero habiendo, no sé qué, ¿cuerpos?, parece que se ponen sus bonetes cardenalicios para salir a cazar brujas.
Lo que los detractores de Lost no quieren que se note es que los creadores de Lost hicieron de la agonía becketiana un suceso de masas, lo que los que se resisten al abrazo envenenado de Lost (mientras aceptan sin hesitación las caricias de House) temen, hasta el insomnio y la indignación, es la aceptación de la muerte (del relato, la novela) y al mismo tiempo, la supervivencia de la narración a esa interdicto (lógico) o imposibilidad (histórica).
Lost continúa después de la muerte. Y lo que sigue son como series nuevas (podrían hacerse mil, o mejor: mil y una). En Lost (1), Boone aparece ya con el look de vampiro perverso que otro relato le ha impuesto, en Lost (2), Sayid (¿Sayid?) vuelve de la muerte, en Lost (3), Ben es un pelele irremediable. Pero ninguna de esas partes por venir debe leerse como continuación de las cinco temporadas anteriores, sino como una coda, una interpretación posible (según la lógica de los mundos posibles y los posibles narrativos) de lo que ya ha sucedido: la destrucción, por amor, del mundo.
Seguiremos discutiendo si está bien o mal tal pormenor de la trama, si es sensata o peregrina la resolución de aquella situación ya casi olvidada. Lo mismo sucede en los velorios, cuando los deudos recuerdan a sus muertos y empiezan a contar anécdotas. Jack, que es la taradez del mundo, no en vano se quejará, en alguna de las mil y una versiones de Lost, de que le han perdido el cadáver y le han arruinado el servicio fúnebre ("Quería terminar con esto lo antes posible", dice). Y no en vano Locke (o la nada que se esconde en esa imagen) le contestará que la potencia es lo que importa: la pura potencia, y no los actos.

martes, 2 de febrero de 2010

Seems we made it

Acá, ¿el comienzo de 6x01?

Y esto que escribe Jack Shaffer es taaaan cierto, que no sirve para nada:
"when Lost's creators threw time travel into the mix, I became openly derisive of the show. Time travel is the single biggest swindle a writer can pull on his audience. Given the keys to the time-travelmobile, any writer can easily motor out of any dead end or sink hole. Lost's reliance on the device has been doubly irritating because up until its formal introduction in Season 5, I thought the show's creators were about to deploy some brilliant plot twist that would unite all the disparate mysteries. Instead, they turned a weird but satisfying show into a squirrelly, gimmicky one".


jueves, 16 de julio de 2009

miércoles, 15 de julio de 2009

El dedo gordo

Lost coquetea con la erudición como parte de su dispositivo narrativo. Tiene, en ése y otros muchos aspectos, un antecedente célebre: El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon. Como aquella novela insoportable (y, por eso mismo, monumental) moviliza todos los saberes para decir sencillamente que no sirven para nada, porque lo que siempre brilla (por delante o por detrás) es un conflicto primitivo entre lo ctónico y lo pneumático (entre la autoctonía, que nos devuelve siempre al barro del que alguna vez salimos, y la poiesis y su movimiento ascensional), se trate de Jacob y Esaú, como parece ser, o (más metafóricamente) de Osiris y su hermano Seth, figura de la fuerza bruta, de lo tumultuoso y de lo incontenible, patrón de las guerras, la tormenta y la violencia, fundador de los oasis en el desierto al que había sido condenado para siempre.
Todo lo que sucede en
Lost (la guerra, en primer lugar) se ordena en relación con ese conflicto primitivo entre lo que domina el cielo (Osiris, el avión de Oceanic) y las fuerzas de la tierra (campos magnéticos, pozos, subterráneos), que coinciden en el mismo dedo del pie que, en su momento, había llamado la atención de Bataille ("El dedo gordo"), de Freud, antes que él, y de Derrida, mucho después. Ese dedo que falta en la estatua de Tueris (o Sobek o Seth, importa poco) en cuyos sótanos vive y ¿muere? Jacob ("No sé que es más inquietante, que le falte el resto de la estatua o que tenga sólo cuatro dedos.", Sayid en "Live Together, Die Alone - Part 1"
).



Por supuesto, no es precisamente el dedo gordo el ausente en ese pie que sobrevivió a la catástrofe. Pero faltando un dedo, queda claro, lo que se ha perdido es lo que separa al hombre del animal: la máquina antropológica.
Así, Lost se postula como la narración del final de los tiempos y del más allá de la Historia, y se interroga cómo y por qué, habiendo ya perdido la humanidad sus rasgos y sus propiedades (habiendo desaparecido el "ser humano" como tal), la guerra, la violencia y la destrucción siguen existiendo. ¿En qué se funda esa supervivencia que ha perdido toda posibilidad de funcionar en relación con un "progreso" que, a todas luces, para los guionistas de la serie, ya ha cesado?
Como en El arco iris de gravedad, se parte también en Lost de vastas e improbables hipótesis científicas que, de pronto, conectan (de acuerdo con sistemas de agenciamientos un poco demenciales y que son capaces de impacientar a los seguidores más fieles) con mitologías olvidadas, divinidades insepultas y conflictos primitivos sobre los modos de aparición y de organización de lo viviente.
Por eso, Lost no ha escatimado ni uno solo de los motivos de interrogación de las formas-de-vida: las comunides utópicas (es decir, inoperantes), el buen salvaje, las conspiraciones, los modos de la reproducción, la isla desierta, la familia, las instituciones y las líneas de mando, los Estados "enemigos" del Imperio (Corea, Iraq), los órdenes aberrantes (desde los "seis grados de separación" hasta los números de Erdös), los enfrentamientos.
No sabemos cómo se resolverá la historia, pero lo que sí sabemos es que, narrativamente, en la guerra entre la autoctonía y la poiesis, triunfan el desorden y el tumulto, las tormentas temporales (prolepsis y analepsis), lo monstruoso y los laberintos, en los cuales el loophole barroco (rulo espacio-temporal) que finalmente encuentra el enemigo de Jacob es el mismo a través del cual se cuela la historia que llega hasta nosotros para decirnos que, aunque no haya Historia, horrenda paradoja, siempre habrá guerra.


martes, 7 de julio de 2009

Evil Twin

"It's not a soap opera until somebody's evil twin shows up"
Kate Austen




Isaac, hijo de Abraham, tenía cuarenta años cuando se casó con Rebeca, hija de Betuel el arameo, de Padan-aram, y hermana de Labán, el arameo (
Gén, 25).
Durante veinte años,
Jahvé les negó la bendición de descendencia hasta que finalmente, Rebeca concibió y en su vientre comenzaron a crecer los gemelos Jacob y Esaú. “¿Para qué seguir viviendo?”, se preguntaba Rebeca cuando comenzó a sentir que los hermanos se peleaban en su vientre. Consultado Jahvé, le contestó: “Dos naciones hay en tu vientre, y dos pueblos que estarán separados desde tus entrañas. Un pueblo será más fuerte que el otro, y el mayor servirá al menor” (Rom.).
Cuando se cumplió el tiempo de dar a luz, salió el primero, rojizo y todo velludo como cubierto con pieles. Lo llamaron Esaú. Después salió su hermano, con su mano asida al talón del primero, y lo llamaron Jacob.
Los niños crecieron. Isaac prefería a Esaú, porque comía de su caza, en la que se había vuelto experto. Jacob, tranquilo y más inclinado a los negocios, era el favorito de su madre.
Cierto día Jacob preparó un guiso de lentejas. Y cuando Esaú volvía del campo, hambriento y malhumorado porque no había cazado nada, dijo a Jacob: “invítame a comer, pues estoy muy cansado”. Y Jacob respondió: “Lo haré, si me vendes tu progenitura”. Esaú aceptó, diciendo: “De nada me serviría la progenitura si muriera”. Al cambiar su primogenitura por un plato de lentejas, Esaú renunció a servir como sacerdote en el altar familiar. Por eso la Biblia se refiera a él como “profano” e “irreligioso” (
Hebreos, 12). La segunda mala pasada que Jacob, el engañador, le hizo a su hermano gemelo le sirvió para robarle la bendición de su padre. Isaac mandó a Esaú a cazar venado al campo, para que le preparara su cena, luego de la cual habría de darle su bendición patriarcal.
Rebeca alertó a Jacob, su favorito y, como Isaac estaba ciego, conspiraron para engañarlo. Cocinaron cabritos de tal modo que parecieran venado, Jacob se vistió con las ropas de su hermano y cubrió sus manos y su cuello lampiño con las pieles de los cabritos. Isaac comió y bendijo al hijo que había suplantado a su preferido.

La primogenitura hizo de Jacob un líder espiritual y la bendición paterna ("Dios te dé del rocío del cielo y de lo más preciado de la tierra: trigo y vino en abundancia. Que los pueblos te sirvan, y las naciones se postren ante ti. Sé señor de tus hermanos, y póstrense ante ti los hijos de tu madre. Sean malditos los que te maldigan, y benditos los que te bendigan",
Gén, 27) lo volvió rico.
Esaú, dos veces traicionado por el mismo que lo había agarrado por los talones en el momento del parto, juró vengarse y planeó la muerte de su hermano.
Alertado por su madre, Jacob huyó a Mesopotamia. Más tarde, después de la lucha con el ángel, adoptó el nombre de Israel. Tuvo doce hijos (que fueron los fundadores de las doce tribus), dos con su esposa predilecta, Raquel: José (que fue preso en Egipto y luego nombrado gobernador de esas tierras) y Benjamin.

lunes, 6 de julio de 2009

El descarrilamiento

Richard Alpert, que ha recibido de Jacob la bonaventura (o no) de la eterna juventud, se resiste a creer que John Locke haya resucitado. Lo mismo le sucede al todavía infame pero muy desdibujado Benjamin Linus, y sus dudas, que no son equivalentes a las dudas de cualquier otra persona en el universo ficcional de Lost (e incluso fuera de él), deberían habernos puesto sobre aviso en cuanto a una restricción fundamental: la muerte, lo único real, es aquello con lo cual ni los más atrevidos guionistas de Hollywood se atreven a jugar.
En relación con esa restricción debería ordenarse todo lo que creíamos saber: Christian Shephard, el padre de Jack (cuyo mayor defecto fue haber engendrado un hijo tan idiota, traspié del cual intentó recuperarse a través del alcoholismo), está definitivamente muerto y sus apariciones post-mortem fueron otros casos de encarnación por parte de la misma fuerza o del mismo Dáimôn que se esconde ahora bajo la apariencia bonachona de John Locke. Por otro lado, cuando Jacob toca a Locke después de su caída libre a través de una ventana, no es que lo "resucite" (dado que esa opción es imposible), sino que, apenas, lo repara. No del todo, lo que en algún sentido pone en entredicho su bondad, sino lo suficiente como para que Locke se embarque en la mayor aventura de su vida. Juliet, si es que su sacrificio (que salva a la actriz y al personaje de una muerte tonta, encadenada) es, al mismo tiempo, su condena, no volverá del más allá (y si vuelve, es porque los vaivenes temporales previstos por la ciencia más experimental, más adolescente, más improbable, han hecho que no muera en verdad sino que retroceda). Y Mr. Eko, ay, jamás volverá a acompañar nuestros sueños y delirios.
No: de la muerte, nos dicen, no se vuelve. Inútil será invocar las mitologías que se quieran ("talita cumi", Lázaro Costa): la muerte es para los seres humanos ese límite de la conciencia, el anonadamiento definitivo. Y los que alguna vez volvieron fue porque no eran propiamente humanos y estaban, por lo tanto, eximidos de las leyes naturales.
¿Entonces, Jacob muere por mano de su némesis? Si muere, es porque no es una entidad divina (o sobrenatural), sino una extraña declinación de humanidad que puede dominar (se trata de la ciencia, antigua y moderna) el tiempo y la materia. Tal vez un mago. Si no muere, entonces Jacob es una potencia que ha sido expulsada de su dimensión de existencia (siendo tan rubio, resulta complicado asignarlo a las divinidades egipcias con las cuales, por mero domicilio, correspondería emparentarlo). Pero si Jacob no puede morir, no se entiende entonces (todavía) la estratagema de su némesis (cuya sustancia y cuya forma debe, por principio, ser la misma).
Abandonados a esos pensamientos nos dejó Lost hacia el final de la quinta temporada, durante la cual nuestra credulidad fue progresivamente bombardeada con tal cantidad de información que mejor sería olvidar, para empezar de nuevo.
Después de todo, si son dioses quienes han entablado una batalla a muerte (¿pero cómo? ¿y por qué?), todo lo demás carece de importancia porque se trata del movimiento de piezas en tableros cósmicos que no necesitan más que un par de mandamientos que salven todo del capricho argumental. La honda reflexión de Ben, "He changed the rules" parece ahora referirse no tanto a su enemigo, Charles Widmore, sino a uno de estos superjugadores de los que, de todos modos, él no podía saber nada (o, sabiéndolo todo, eligió seguir actuando como si nada hubiera sabido).
Saber, no saber. Morir, no morir. Ser, no ser. ¿No era ése el dilema? Si es más noble a la mente sufrir los hondazos y las flechas de una suerte ultrajante o tomar armas contra un mar de contrariedades y, combatiéndolas, acabar con ellas. Morir..., dormir; nada más; y pensar que con un sueño damos fin a la angustia y a los mil conflictos naturales que son la herencia de la carne: es un final para desear con devoción.
Morir, dormir; dormir, tal vez soñar. Sí, el problema es cuáles sueños serán, en ese letargo de la muerte, cuando nos hayamos arrojado al torbellino mortal, los que nos darán alcance. Es ese aspecto el que da tan larga vida al infortunio; pues, ¿quién soportaría los ultrajes y desdenes del tiempo, los agravios del opresor, las afrentas del soberbio, los pinchazos del amor desdeñado, la demora de la ley, las insolencias del poder y los desprecios que el mérito paciente recibe de la injuria, cuando uno mismo podría darse paz con un simple estilete?
¿Quién querría llevar cargas tales, gemir y sudar bajo el peso de una vida agobiante, si no fuera que el miedo al más allá de la muerte, la desconocida región de cuyos confines ningún viajero vuelve, desconcierta la voluntad y nos hace soportar las penas que tenemos en vez de lanzarnos a otras que desconocemos?
Así, la conciencia nos hace a todos cobardes y así el matiz innato de resolución se desmaya en el tinte pálido del pensamiento, y las empresas de gran aliento o importancia, por ese reparo, se descarrilan...


sábado, 4 de julio de 2009

Dioses de la guerra

Por Daniel Link para Perfil

Podemos aceptar por válida la proposición “Hay guerra”, porque la realidad (esa fuente de falsificaciones) no hace sino corroborarla día a día. Y aunque así no fuera, el “hay guerra” podría considerarse un presupuesto dogmático, de esos que fundan una analítica completa.
Es importante sostener ese presupuesto, si es que nos interesa preguntarnos cómo habremos de vivir juntos y qué clase de comunidades somos capaces de imaginar.

La guerra
es una máquina de dividir (y son, por lo tanto, falsas las invocaciones a la unidad que la guerra suele convocar). Allí donde haya, pues, una máquina divisoria (un principio de diferenciación y de clasificación), podría decirse, habrá guerra. Es imposible, naturalmente, pensar la guerra al margen de la historia.
Para nosotros, 1945 es una fecha decisiva. Ese año fueron descubiertos en Nag Hammadi (Egipto) trece códices de papiro forrados en cuero y enterrados en vasijas selladas que constituyen la mayor colección de textos gnósticos.

Para la gnosis, como se sabe, la batalla entre el bien y el mal (dos principios igualmente trascendentales, es decir: divinos) es lo que garantiza el equilibrio de cualquier sistema.
Todo esto se nos vuelve particularmente importante en estos días en que acaba de terminar la quinta temporada de Lost, un pormenorizado tratado sobre la guerra (que, dicho sea de paso, debe mucho a Thomas Pynchon).
En el final, lo hemos visto, la guerra entre el bien y el mal encarna en dos dioses gemelos. Sólo eso nos faltaba: un Clausewitz erótico.
El costado más
trash (es decir: el más verdadero) de nuestra cultura recupera la compleja tradición gnóstica para explicarnos qué es la guerra y cómo habremos de vivir una vez que aceptemos su carácter de movilización total.

martes, 17 de febrero de 2009

Cuenta regresiva

Ya desde el comienzo, con sus prolijas analepsis, Lost había indicado lo esencial de su política narrativa, organizada mediante flashes de presente y rememoraciones intercaladas. El método, convencional hasta la náusea, tuvo siempre en el cine la utilidad (nada menor) de evitar las largas peroratas explicativas.
Kate no tiene que contarle a nadie lo que le ha pasado (ni siquiera a nosotros) antes de naufragar en una isla incomprensible, porque la vemos en un
flashback (en realidad, en varios). Sí, Kate es presentada como una víctima de la cultura norteamericana, que ha insistido siempre en que el crimen, arma en mano, es la única manera de salir del infierno. Kate ha matado. Kate ha devenido Pepita la Pistolera (o lo que se quiera). Contra lo que algunos suponen, ese rasgo no la abandonará ya nunca y en la quinta temporada, cuando su presente es el de una madre soltera acomodada, ante la primera contrariedad saca un puñado de cash del lugar donde esconde los dólares de emergencia y una pistola cargada con la que no dudará en matar a quien se interponga en su camino. Kate es "capaz de tomar decisiones difíciles", y así se lo dice Sun, cuando la visita en Los Ángeles, en un diálogo que vuelve a recurrir al flashback, esta vez muy acotado, para evitar peroratas inútiles. "Pero... ¿quién te crees que soy?", había protestado Kate. Sabemos de qué estamos hablando, dice Sun. No te hagas la mosquita muerta, dice.
Las analepsis, además de funcionar en relación con una determinada economía narrativa, tienen en
Lost un valor teórico a propósito del relato y una función de shifter. En cuanto al relato, sirven para decir que toda historia está siempre horadada (incluso, que la Historia es lo agujereado) y que esos huecos de sentido son los que sostienen la intriga: ¿pero entonces...?, ¿será que....?, etc. El sentido no está en lo que se presenta sino en lo que es impresentable: el sentido es el trazo de una ausencia. Lost hace de lo no dicho una regla dorada y una política ciertamente exasperante. Creo que fue al final de la tercera temporada y sobre todo en la cuarta y en la quinta (la actual), cuando esos saltos temporales fueron incorporados a la diégesis.
El resultado es el mismo, sólo que ahora justificado
en un pormenor de la trama. No, no es el mismo: las dos primeras temporadas de Lost fueron extremadamente morosas (incluso, aburrían cuando la analepsis hacía foco en un personaje poco interesante). Después el ritmo comenzó a acelerarse porque las retrospecciones (y las prospecciones, de las que seguramente llegaremos a ver alguna, pero que todavía han estado ausentes) eran, ellas mismas, mucho más breves. El final de la tercera temporada es, en ese punto, decisivo, porque cambió la perspectiva temporal completa del relato (ojo: Lost es diferente de todas las demás series no sólo porque es de una inteligencia que abruma sino porque, además, no es episódica. Dexter, Héroes, la estúpida True Blood plantean ciclos narrativos largos, pero que se agotan en cada temporada. Nada que ver con Lost, que hace cinco años sostiene el mismo relato y los mismos enigmas). Como el silencio, lo impresentable y lo no dicho constituyen la política del sentido que Lost sostiene, sería ingenuo que esperáramos que un buen día Ben o Daniel (o Jacob) se sentaran a explicarnos que pasó. Lo que pasó, lo sabremos nosotros antes y mejor que los demás personajes, aunque lo sabremos imperfectamente, por aproximación y deducción.
¿Cuál es el presente del relato en
Lost? Hasta la próxima pirueta narrativa, coincide con el nuestro: tres años después del accidente, tal como se señala en los antes nunca usados cartelitos que incluye la quinta temporada ("tres años después", "tres años antes"). Hay una escena especialmente elaborada para marcar el hiato temporal: cuando Sayid asesina a los perseguidores de Hurley en el motel, los vecinos le toman al gordo una foto con sus celulares. Esa sencilla operación tecnológica habría sido imposible hace tres años. Otra serie, de la que no veo sino las publicidades, también optó por saltar hacia el futuro. Pero el mal tino de los guionistas de Desperate Housewifes, que decidieron avanzar cinco años, hace del relato (debería hacer, si hubiera coherencia) una ficción futurista: dentro de cinco años (porque hasta ahora, Desperate Housewifes transcurría en puro presente, en tiempo real). Los guionistas de Lost, por el contrario, se tomaron el trabajo de marcar el salto temporal mediante una escena que, de otro modo, habría resultado banal (insignificante). El presente de Lost, entonces, es el nuestro (en la isla y fuera de ella).
Las semanas posteriores al accidente (lo que constituía el presente narrativo hasta la tercera temporada) es ahora totalmente retrospectivo. Para aumentar todavía más el vértigo, los guionistas han hecho que la isla (en fin: el grupo de sobrevivientes) vaya y venga a través de los estratos temporales.
Y como si eso fuera todavía demasiado "transparente", los saltos se repiten según el personaje en el que se focalice. Los del quinto capítulo, que afectan a un náufrago en segundo grado (un dos veces náufrago), coinciden con los que ya habíamos visto en los capítulos previos desde la perspectiva de otros personajes: lo que se agregan son datos que permiten situar el momento (vemos a Rousseau, joven y todavía embarazada, cuando encalla en la isla con sus amigos).
En algún sentido, el random de los saltos temporales se revela un poco dañado porque siempre lleva a los personajes a tiempos significativos.
La retrospección del primer capítulo de esta temporada fue puramente enunciativa (no se deducía de ningún pormenor de la diégesis, al menos. de lo que hasta ahora hemos visto, pero todo puede cambiar). Las demás, sí. De modo que se produce un encastramiento entre dos formas de presentar las retrospecciones: algunas son puramente formales (narrativas), otras están justificadas en la historia (fatalmente, los personajes se encontrarán con ellos mismos en el pasado: Sawyer, en gloriosa escena, ve a Kate convertida en improvisada partera en el momento en que Aaron está naciendo, así como el personaje al que me referí recién se encuentra con Rousseau). En todo caso, se trata de presentar alguna información necesaria para que comprendamos qué es la isla, quiénes los que se la disputan, y para que podamos resolver tantos misterios (los números, el humo asesino, la sempiterna juventud de Richard Alpert, la ubicuidad de la casa de Jacob, la poderosa fuente de energía, las premoniciones de ciertos personajes: la "madre de Daniel", etc).

El relato es un espacio agujereado: esos agujeros, lo que nos falta saber (el saber como falta), es lo que ahora empieza a suceder (fragmentariamente, según la lógica del disco rayado) ante nuestros ojos. No hacen falta explicaciones. Lo que pasó, lo que pasará, lo que hubiera pasado, lo que habría de suceder nos será mostrado en las apenas treinta horas que faltan para que
Lost termine para siempre. Treinta, tic, horas, tac, son, tic, las, tac, que, tic, nos, tac, separan, tic, de la, tac, palabra, tic, "fin".

miércoles, 11 de febrero de 2009

Una teoría de la escena

Me gusta Lost, y me gusta tanto que me obliga a pensar qué me gusta de Lost. No me es fácil descubrirlo (porque pienso que debería ser tan obvio que las palabras se me escapan), y por eso tardo en contestar los reclamos que me hacen de que cumpla mis promesas y comente la quinta temporada de la serie.
Acá, unas primeras impresiones (escribo para mí, sobre lo que me conmueve de Lost).
En una entrevista reciente, el extraordinario actor que desempeña en Lost a Benjamin Linus (Michael Emerson, uno de los grandes aciertos en el casting de la serie), ha declarado que "Sinceramente, no me preocupan mucho las motivaciones o el trasfondo. Mucho más importante es que una escena cruja o cante. Actuar es más abstracto de lo que la gente (o los actores, concretamente) piensa".
El señalamiento es fundamental porque revela algo que no forma parte del repertorio de manías en las que se funda la masiva adhesión a Lost, pero que explica su grandeza: la intensidad y la densidad de cada una de las escenas y el modo en que cada de una de ellas funciona en una trama que de ya tan vasta es prácticamente irreproducible (y, por supuesto, imposible de ser recordada: inmemorial), cómo cruje o canta.
¿Cómo consigue Lost sostener la intensidad de las escenas que constituyen las unidades de un relato proliferante y fragmentario? ¿Qué hace que cada una de ellas cruja o cante y por qué las recordamos? La quinta temporada comenzó con dos capítulos en ese sentido admirables. Luego vino un capítulo mediocre que no hacía sino poner en claro lo que a algún despistado pudo habérsele escapado de los anteriores y un cuarto capítulo ("El principito") todavía más rico en sugerencias que los dos primeros.
Vayamos por partes: muy en contra de lo que pudiera parecer, el estilo narrativo de Lost es realista, es decir: el guión de Lost es capaz de experimentar con ciertas tensiones temporales y una cierta distancia entre el tiempo del relato y el tiempo de la narración, pero siempre dentro de los límites del realismo audiovisual (no me refiero a "lo que sucede", sino a la forma de presentarlo). No me detendré ahora sobre este punto, sobre el que volveré, pero lo que Lost propone es tan complejo como narración audiovisual que supone un conjunto de saberes narratológicos imprescindibles para delinear todas y cada una de las escenas.
Los guionistas de Lost saben que una trama es un conjunto de pormenores lacónicos. Saben también (como lo sabía Borges) que esos pormenores tienen larga proyección sintáctica y semántica. Podemos llamar pormenores lacónicos de larga proyección sintáctica a los que aparecen en escenas que relacionan unidades lejanas del relato y pormenores lacónicos de larga proyección semántica a los que sirven para otorgar espesor a los personajes y a la trama (sin que, muchas veces, se pueda diferenciar a unos de otros). Es Sylvia Molloy, la mejor analista de las ficciones borgeanas, quien propuso estas denominaciones (que no son sino formas de sabiduría narrativa) en Las letras de Borges.
Una vez establecido ese principio (una vez admitida esa regla), sólo se trata de actuar en consecuencia: todo lo que en Lost se haga y diga funciona como un pormenor de larga proyección (sintáctica o semántica) y son muy pocos los momentos que se apartan de esa ley de verosimilitud realista (por ejemplo, la aparición de Ana Lucía o su fantasma, que seguramente responde a razones de producción y no de relato).
El comienzo de la quinta temporada es un buen ejemplo (pero cualquier otra escena podría servir, porque precisamente todas las escenas de Lost funcionan como si fueran un comienzo "de película").
Son las 8.15 de la mañana y un bebé llora. La mujer que duerme se despierta, le dice al hombre "es tu turno" y sigue durmiendo. Los dos son orientales. El hombre se levanta, pone un disco (viejo) en el tocadiscos, mientras calienta el biberón para la hambrienta criatura que, en cuanto escucha la música, deja de llorar.
De inmediato sabemos que la persona que atiende las necesidades del bebé es un científico, y además un científico que ha condicionado el comportamiento de la criatura usando la música como catalizador (larga proyección semántica). Para nuestra sorpresa, el bebé no es oriental (larga proyección sintáctica: ¿quién es? Spoiler: probablemente se trate de esa pelirroja insoportable, Charlotte, que ha venido en la cuarta temporada a aniquilar a los que viven en la isla, nativos, náufragos, "otros" y lo que fueren, enviada por el atroz Charles Widmore).
La escena inmediatamente continúa para revelarnos el nombre del Dr., que es quien ha grabado todos los videos de orientación de las diferentes estaciones de la Iniciativa Dharma, pero con seudónimo. Ahora sabemos que se llama Pierre Chang, que es un experto en comportamientos (¿un psicólogo conductista?) y que su relación con la niña (admitamos que es la pelirroja) es tan experimental como la que sostiene con los integrantes y trabajadores de la Iniciativa.
Antes de que el Dr. Chang abandone la escena (es decir, antes de que se integre en otro escenario), el disco se raya: justo a la altura del surco que coincide con el final del ritual alimentario (el disco se ha rayado porque diariamente se levanta la púa de ese mismo lugar, lo que inevitablemente ha dejado una marca, etc.). La segunda y la tercera temporada también habían comenzado con un disco sonando: la escena es, además de todo lo que se quiera, un ritornello. Y el disco rayado es una metáfora del tiempo tal y como está funcionando en la isla (a los saltos) desde el final de la cuarta temporada.
Rápidamente, el Dr. Chang llega a una locación donde hay micrófonos, cámaras, un escenario montado... Es como si de pronto Lost hubiera decidido suspender el verosímil realista para revelar que todo es una ficción, que nada importa, mostrando sus propias condiciones de existencia. Pero no, el chiste dura apenas unas décimas de segundo y de inmediato comprendemos que lo están esperando para filmar un video de instrucción para la estación La Flecha (sin embargo, él usa un guardapolvos donde se ve el logo de la estación El Cisne: los golosos dicen que es un error de producción, pero no tiene por qué serlo).

Chang filmando el vídeo de orientación de la Flecha

En la mitad del rodaje, Chang es interrumpido. Le avisan que hay problemas en la estación La Orquídea. No hace falta decir más para situar la escena: se trata de los momentos fundacionales de la Iniciativa Dharma, cuando recién se habían instalado en la isla y las estaciones no estaban todavía terminadas.
Los obreros que trabajan en La Orquídea han roto seis brocas de taladro al intentar perforar una roca aparentemente impenetrable. El capataz ha tomado una imagen de ultrasonido que reveló una cámara detrás de la piedra. En el dibujo que vemos junto con Chang se ve la rueda mágica que Benjamin Linus hizo girar hacia el final de la cuarta temporada trastornándolo todo. Chang rechaza enfáticamente la sugerencia de volar la pared con dinamita: la estación La Orquídea ha sido construida lo más cerca posible de esa cámara, dice, donde hay encerrada una tal cantidad de energía como la que se necesita para manipular el tiempo, dice. Liberarla mediante una explosión, dice, tendría imprevisibles resultados (es decir: la destrucción del mundo, dice).
Estupefacto y creyendo que lo están cargando, el capataz, sin embargo, obedece. Luego se cruza con otro obrero y se burla de los dichos de Chang. Su interlocutor no es otro que Daniel Faraday, el físico-loco que aparentemente sabe todo lo que pasa, cómo y por qué, y no lo dice.

Se revela que Faraday es uno de los trabajadores de DHARMA

La escena se interrumpe allí (no han pasado ni cinco minutos de relato) y pasamos a otra cosa. Nada de lo que ha sucedido en ese intervalo temporal y entre esos personajes será retomado en los siguientes cuatro capítulos (y como tampoco tiene antecedentes narrativos, se lo puede contar sin revelar ningún "misterio"). En si mismo alcanzaría para alimentar a una horda de descifradores y comentadores de Lost. ¿Es que Daniel Farraday está allí por alguna manipulación del tiempo de la que ha sido capaz antes o después de llegar a la isla? ¿Es que, en verdad, el Daniel Farraday que conocemos es un impostor y en realidad formó parte de la Iniciativa Dharma desde el comienzo? Etc., etc., etc.
Lo más importante, sin embargo, es el papel de Chang como factotum (y no como mero animador de videos instructivos) de Dharma, su calculado poder, sus modales de dueño y su sabiduría para el control de las personas (algo sobre que Lost ha desarrollado capítulos completos).
Eso es una escena que cruje y canta, una escena gloriosa, pletórica de pormenores lacónicos (semánticos y sintácticos) que se proyectan hacia atrás y hacia adelante (porque el tiempo, en Lost, es totalmente reversible) y hacia la profundidad (el "alma") de los personajes (profundidad de la que los guionistas de Lost no ha renegado nunca) y en la que seguramente hay espacio para todas las identificaciones imaginarias. Además, como se ha visto, es una escena-shifter, que relaciona el enunciado con la enunciación y postula una teoría del relato como espacio agujereado (sobre lo que no conviene ahora detenerse).
Cada tanto veo capítulos viejos de Lost en el cable. Algunas veces me recuerdan fragmentos de la trama que había olvidado pero siempre, siempre, me regalan una escena intensa. El final de la tercera temporada, cuando un Jack desesperado (y conste que odio a Jack tanto como cualquier seguidor de Lost debe hacerlo) cita a Kate en las afueras de un aeropuerto es uno de los grandes momentos de Lost. El asesinato de Alex ante los ojos de quien la quiere como un padre es otro. Son muchas, naturalmente, las escenas "grandiosas" que Michael Emerson ha desempeñado:

LP: ¿Cuál fue tu reacción a la rueda congelada? Cuando Ben giró la rueda fue una experiencia emocionante; se podía sentir la tristeza en él, sabiendo que nunca volvería a la Isla. ¿Al interpretar esa escena evocaste emociones reales, para sentir verdadera tristeza?

ME: Jack Bender dijo que tuviera en mente que para Ben este momento sería el fin de la vida que había conocido. Añádele a eso la reciente pérdida de su hija y acabas teniendo una escena grandiosa. ¿A ti te pareció real?

A mí me pareció un disparate y, al mismo tiempo, "real": una suspensión de todas las barreras, la puesta en imágenes de un umbral insostenible. En ese sentido, nada puede ser más real que lo que cruje y canta.

domingo, 25 de enero de 2009

Y el mundo será Lost

Es comprensible que Lost haya "perdido" en los Estados Unidos la batalla del raiting en manos de Lie to Me. Después de todo, se trata una confrontación de dos modelos de psicología diferentes y sabemos qué poco afectos son los americanos a la teoría del fantasma, a la que Lost sigue con rigor freudiano. Lie to Me, por el contrario, no sólo sostiene la integridad total de la conciencia sino que postula que ésta es absolutamente observable a través de los micromovimientos faciales. En fin, cosas de gringos.
De todos modos
Lost está más allá de las mediciones de audiencias porque, como se sabe, el régimen de visibilidad (el nuevo régimen de visibilidad) que la serie instauró trasciende, por un lado, la audiencia "nacional" y, por el otro, prescinde de los ritmos impuestos por las cadenas televisivas: como en Buenos Aires, Londres y Moscú, es probable que, también en los Estados Unidos las personas decidan ver Lost en reuniones que no tienen por qué coincidir con los horarios oficiales de emisión de los capítulos.
De otro modo sería inexplicable la preferencia por esos seriales policíacos de cuarta categoría como Criminal Minds o (espanto de espantos) CSI: Nueva York, que era vieja incluso cuando empezó a emitirse y que hoy va pasando de canal de cable a canal de cable como si se tratara de un presente griego, además envenenado.
Por cierto, también es probable que Lost haya cansado a las audiencias menos cultivadas, integradas por porristas y jugadores de fútbol que nunca prestaron demasiada atención en las clases de ciencia y que no son capaces de reconocer un péndulo de Foucault a simple vista ni de imaginar su función en una trama pletórica de referencias culturales (más o menos gratuitas, es verdad, pero en esa gratuidad perversa reside parte del encanto de Lost: la cultura como potlatch).
La quinta temporada de Lost ha comenzado en un nivel de delirio diegético preocupante para sus fans, que ven con malos ojos cómo el sutil postulado de implicaciones narrativas se disuelve en una marea de enfrentamientos familiares. Dejemos por ahora el asunto (¿quién inventó la noción de "spoiler"?). Mejor será concentrarse en el registro enunciativo, que sigue siendo tan complejo (o tan embarullado, según se prefiera) como siempre.

martes, 20 de enero de 2009

Time goes back, so slowly....

Dharma Special Access (DSA) es una página web donde los reclutas Dharma del "Proyecto" pueden ver nueva información exclusiva de Lost. El sitio, Dharmaspecialaccess.com, fue establecido en noviembre de 2008 para sustituir al Proyecto de Reclutamiento de la Iniciativa Dharma . Está conducido por Damon Lindelof y Carlton Cuse en nombre de ABC, y tiene contenidos relacionados con LOST y con la Quinta Temporada. Los vídeos se publican en ABC.com dos días después. El sitio tiene el mismo esquema de colores que Dharmawantsyou.com, además de una cuenta atrás para que los vídeos se hagan públicos.


viernes, 17 de octubre de 2008

Spoiler

La señorita Pola ya cacareó antes de tiempo. Seré más cauto que ella y sólo diré que el "Tercer volumen" de Héroes se llama "Villanos" y es obvio deducir por qué: todos los buenos se vuelven malos (y viceversa), lo que en un principio desconcierta, pero después es divertido porque se deja leer allí una teoría de las identidades completamente vanguardista: "Y bueh, ¿por qué no?", habrán pensado los guionistas. Si después de todo, Balzac nunca seremos (y no podemos serlo). ¿Para qué conservar a esa vieja boba, la psicología, como resguardo de todos los dislates? El cuarto capítulo de Héroes, 3, en efecto, es el que marca la "avenida de sentido" de la temporada. En el quinto: más parientes (previsiblemente), porque el modelo sigue siendo la tragedia griega y la anagnórisis, la unidad narrativa privilegiada. ¿La chica rápida no es idéntica a Maitena? ¿Y qué pasó con la chica eléctrica? Ya va a volver. En reemplazo, otras miles de potencias (sí, el encanto de Héroes pasa por las potencias y los pectorales masculinos).
En cuanto a la tercera temporada de Dexter, hay que decir que nadie la esperaba. ¿Pero, cómo? ¿Seguirán con la idea de que, en fin, después de todo, que un loquito mate a gente ruin está bien? Parece que sí. En este caso, la trama principal queda decidida en el segundo capítulo (mucho coginche, pero muuuuucho), y sí: hay una nueva alianza. Igual más tarde o más temprano tendrán que matar al protagonista porque de otro modo todo se vuelve extremadamente turbio. Ya aceptamos el "fin de la historia", pero el fin de los aparatos de justicia nos retrotrae a un Talión que, claramente, no puede beneficiarnos.
Fringe, la serie nueva de "los creadores de Lost", es deliciosa por donde se la mire y merece un comentario separado. Baste señalar que combina lo mejor de X-Files con lo peor de Lost (tratándose de Lost, de todos modos, es bastante bueno). La protagonista (el personaje, la actriz) es todo un hallazgo y sin ella (sin su voz) tal vez el relato no se sostendría. ¿De qué va? Investigaciones paranormales y complots. La banda de sonido es la misma que la de Lost (no "parecida": los mismos acordes para las mismas situaciones: los mismos violines, la misma percusión. Un lujo). ¿Quiénes serán los malos? Salvo la protagonista, es obvio, todos y cualquiera. No esperen los mismos efectos que en el piloto en todos los capítulos: es para conformar a los telespectadores anales. Pero el guion está muy bien, como no podía ser de otro modo.