Blog personal y casi tan íntimo como una enfermedad venérea pensado también para liberar al pueblo cubano, aunque sea del aburrimiento. Contribuyentes: Enrisco (autor de “Obras encogidas” y “El Comandante ya tiene quien le escriba”), su alter ego, la joven promesa de más de cincuenta años, Enrique Del Risco. Espacio para compartir cosas, mías y ajenas, aunque prefiero que sean ajenas. Quedan invitados a hacer sus contribuciones, y si son en efectivo, pues mejor.
miércoles, 10 de septiembre de 2025
jueves, 24 de julio de 2025
De luces y túneles: explicación de un libro*
El túnel al final de la luz: Los años cubanos de la perestroika es pura arqueología de la memoria. Recuerdos desenterrados para explicar un momento de la evolución cubana y evitar que confundamos los huesos del cuello de una jirafa con los de una serpiente. No intenta ser un libro reflexivo sobre un fenómeno que apenas se reconoce como tal, aunque el mero acto de recordar constituya una reflexión en sí misma. La intención primaria de El túnel al final de la luz es señalar la existencia de ese momento que la desmemoria propia o los esfuerzos ajenos casi han conseguido borrar. El momento en que, tras un breve pestañazo del poder totalitario, el arte y la sociedad cubanas pudieron exhibir sus potencialidades. Ya vendrán otros a sacar sus propias conclusiones.
En la elaboración de este libro descubrí que uno de los momentos más luminosos en la historia cultural cubana apenas era recordado por muchos de sus protagonistas. O peor aún, lo confundían con los años que lo sucedieron, esa debacle que hoy se conoce como Periodo Especial. En la mente de muchos, la llegada de Gorbachov a La Habana en abril de 1989 convive con esos camiones ensamblados a la buena de Dios como transporte urbano que circulaban por las calles apocalípticas de los 90 con el sobrenombre de camellos. Y tiene su lógica. La cotidianidad ocupa demasiada atención como para estar conscientes del periodo en que un futuro historiador la enmarque. Por otra parte, la brevísima extensión de este periodo (no más de cuatro años) no contribuye a hacerle un espacio distintivo en la memoria de cada cual. No obstante, si se observa la cronología que acompaña a este libro, la fundación de grupos teatrales y humorísticos, de compañías de baile, la inauguración de exposiciones que terminaron en escándalo y censura, las intervenciones callejeras, el estreno de películas perturbadoramente críticas y la celebración de debates públicos ocurrieron a una escala desconocida hasta entonces y nunca vuelta a repetir.
Sin embargo, no debería a sorprender la falta de autoconciencia de aquel proceso. Al hablar de los 80 cubanos, los estudiosos apenas se detienen en las artes visuales cuando, como se verá en las páginas que siguen, ese súbito despertar trajo cambios permanentes en todos los ámbitos de la creación. Que luego ese impulso pareciera desaparecer con la catástrofe que llaman Periodo Especial no le quita significación ni importancia. Sí noté, a medida que recababa testimonios, que para muchos las reformas soviéticas eran, si acaso, mero ruido de fondo, que poco incidieron en lo que hicieron en aquellos días. Porque para sentir la necesidad de expresarse, de revolverse contra el estado de cosas existente, no era necesario acudir a las páginas de Novedades de Moscú o de Sputnik. Todos concuerdan, en cambio, en que tanto la perestroika como la ambigua respuesta del régimen cubano en la forma del llamado "Proceso de rectificación de errores y tendencias negativas" sirvieron para crear las condiciones que nos permitieron expresarnos con una libertad que antes ni siquiera sospechábamos. Que lo hiciéramos principalmente a través del vago lenguaje del arte en lugar del más diáfano de la política sirve para hacerse una idea de los límites más bien estrechos de lo que podía ser dicho entonces.
No obstante, la poca autoconciencia de este proceso no se debe solo a la naturaleza tramposa del acto de recordar. No debemos subvalorar la manipulación consciente de la memoria colectiva por parte del castrismo. Una vez que desde el poder se identificaran las reformas en Europa del Este como "actividad enemiga", le resultaría contraproducente relacionar los efectos de la perestroika en Cuba con el momento de mayor libertad creativa en la ya larga existencia del totalitarismo cubano. En el discurso oficial a la perestroika se le asocia con el "desmerengamiento" del bloque soviético y el hambre cubana posterior, sin detenerse en el detalle de cuánto dependió el precario bienestar castrista de las subvenciones soviéticas y cuán poco le importaron al régimen las penurias subsiguientes en comparación con su supervivencia.
Perdonen que insista: los espacios de relativa autonomía aparecidos en la sociedad cubana a partir de los 90 no se deben ni a la natural evolución del sistema —como propugna el discurso oficial—, ni siquiera a ciertas medidas de emergencia, como afirman ciertos críticos. De hecho, la crisis de los 90 fue la coartada perfecta para reducir o eliminar instituciones y proyectos conflictivos en nombre de la política de austeridad redoblada que se impuso. Más allá de medidas estrictamente económicas adoptadas por el régimen —como la despenalización del dólar en 1993 o la reapertura del mercado libre campesino al año siguiente—, lo que continuó animando los proyectos más creativos y audaces de los 90 fue el impulso y las posibilidades abiertas en la década anterior. Ni las artes visuales, el teatro, la música, la danza, el humor o la literatura, aunque inmersos en una dinámica de mera subsistencia, pudieron ser devueltos al manso sosiego —desde la perspectiva del régimen— anterior a la "perestrunka".
Puesto a organizar el material de este libro deseché el orden cronológico, impracticable en periodo de tiempo tan reducido. También el narrativo —introducción, nudo y desenlace de la "perestrunka", por ejemplo— porque muchos de los relatos reunidos mezclan esas tres fases al mismo tiempo. De ahí que optara por agrupar las contribuciones en atención de las principales manifestaciones artísticas, los espacios sociales (la universidad, la iglesia, la calle) o los puntos de vista. Esto último me ha permitido presentar visiones tanto de extranjeros en Cuba como de cubanos en el bloque comunista.
En la sección "La lógica del aparato" se ofrecen atisbos de la mentalidad de un poder que, si bien contuvo levemente su habitual impulso represivo, nunca relajó su vigilancia sobre los elementos más díscolos de la sociedad. Una ausencia notable que lamento por razones ajenas a mi voluntad es la de testimonios de los fundadores del movimiento disidente. Por otro lado, sin querer convertir el libro en una colección de ensayos, incluyo al final los textos de Rafael Almanza, Habey Hechavarría y Jorge Brioso que, desde visiones muy distintas, repiensan la "perestrunka".
Se encontrará el lector a autores ubicados en manifestaciones diferentes a aquellas por las que son mejor conocidos y es que, más que su biografía, he considerado el tema central sobre el que giran sus textos. Para los que por los temas abordados cabrían en más de un sitio creé la sección "En el aire", que busca resumir la atmósfera social y personal de aquellos días. El túnel al final de la luz es, después de todo, un libro de acceso múltiple, donde ningún texto es necesario para entender los otros. Tampoco este prólogo. No obstante, todos ellos se entrelazan de las maneras más sutiles e insospechadas.
Mi tesis al concebir El túnel al final de la luz —con la que no necesariamente concuerdan los autores convocados— es que este movimiento se derivó, como otros, de una falla del sistema: como en el bienio 1959-1960, cuando el régimen recién se implantaba y no podía controlar todas las fuerzas e impulsos que había desatado; como en los años 1967-1968 en el que un enfriamiento en las relaciones con la URSS permitió una tímida aproximación a Occidente; o incluso en el bienio 2015-2016, durante el breve romance americano propiciado por la política de Obama. En cada una de esas instancias se produjeron tímidas primaveras o deshielos —según la metáfora climática que se prefirió—, inducidos por coyunturas ajenas a la voluntad expresa del poder imperante en la Isla, que luego fueron clausurados de manera explícita y tajante por Fidel Castro: en 1961 con las "Palabras a los intelectuales"; en 1968 con el apoyo de este a la invasión de Checoslovaquia y la condena de la primavera de Praga (y para rematar el discurso de clausura del Primer Congreso de Educación y Cultura en 1971); en 1991 con los famosos discursos sobre el "desmerengamiento soviético"; y tras la visita de Obama a Cuba con un artículo socarronamente titulado "El hermano Obama". Eso no ha impedido a los ideólogos oficiales y a no pocos estudiosos foráneos tomar las excepciones como regla y convertir la historia cultural de la Revolución cubana en un océano de tolerancia interrumpido por coyunturales islotes represivos.
Con El túnel al final de la luz no pretendo, como los manuales marxistas con los que nos enseñaban Historia del Arte, que el arte y la cultura sean meros subproductos de la economía y la política. Apenas me resigno a reconocer que un orden totalitario como el de Cuba termina consiguiendo que la realidad sea modelada en buena medida por la capacidad de control de este y de una manera torcida se termine confirmando lo estipulado por el manual (marxista) de instrucciones.
Antes hablé de la escultura de John Lennon en La Habana como monumento a la habilidad de un funcionario. Pero aquel Lennon de bronce, sentado distendidamente en el banco de un parque de El Vedado como si su música y su melena nunca hubieran sido perseguidas en ese mismo barrio, puede verse también como un monumento a todo lo que el totalitarismo cubano acosó para luego hacerlo parte de su fachada liberal. Ya se achacarán las persecuciones a algún funcionario intermedio que terminó sus días en Miami.
La Revolución o el castrismo, como quiera llamársele, ha durado lo suficiente como para ir reciclando sus víctimas de entonces en partidarios, reales o simbólicos. En parte por su naturaleza voraz y sus digestiones lentas. En parte porque la revuelta de los 80 ni se propuso ni intentó disputar el poder político vigente ni pretendió contrariarlo en exceso. Fue su mera presencia lo que el régimen cubano vio como un peligro existencial. Por eso lo desarticuló cuando apenas empezaba a tener conciencia de sí mismo en proyectos como Paideia.
El túnel al final de la luz trata de articular en un solo fenómeno otros muchos que, aun transcurriendo en el mismo tiempo y espacio y compartiendo origen, experiencias y destinos comunes, nunca llegaron a hacerse la típica foto de conjunto. Sirva este volumen como primera gran foto colectiva de un movimiento que, a pesar de su escasa conciencia de sí mismo, regeneró totalmente la vida cultural cubana y consiguió al menos que el totalitarismo local fuera en lo adelante algo menos opresivo, menos total. Y como conjuro contra los que son, junto al miedo y la estupidez, los mejores aliados de toda opresión: la desmemoria, la dispersión y el silencio.
*Publicado en Diario de Cuba
sábado, 8 de marzo de 2025
El totalitarismo como musa
En su libro Los orígenes del totalitarismo Hannah Arendt dividía a la humanidad entre quienes “creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin)” y “aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas”. Dicho de otro modo: entre los que piensan que el totalitarismo es una de las tantas ficciones de la Guerra Fría (basada en hechos reales, pero ficción al fin) y los que han sentido su presión en las costillas o el cuello. La musa política, del español José María Herrera (Bokeh, 2025), libro de ensayos sobre totalitarismos y ficciones, viene a resultar un asalto en toda regla sobre esa barrera que separa la experiencia humana. De ahí que para quienes sabemos que las tiranías absolutas no son cuestión imaginaria La musa política se haga sentir como un abrazo inesperado.
Hannah Arendt, al trazar la frontera entre omnipotencia e impotencia, no se detuvo a considerar la incomprensión de Occidente hacia el poder totalitario, asunto esencialmente exótico. Han sido necesarias ficciones como las de George Orwell para ver en el totalitarismo una posibilidad latente urbi et orbi con independencia de las distinciones culturales o históricas. En especial cuando, según Ortega y Gasset, “la masa en rebeldía ha perdido toda capacidad de religión y de conocimiento” y la política se encarga de vaciar “al hombre de soledad e intimidad”. Al elegir la política –en su variante más autoritaria– como musa de las novelas que estudia, Herrera no ignora los escrúpulos que existen sobre ese apareamiento: de primar lo político sobre lo literario siempre se corre el peligro de descender a la propaganda o la pedagogía. Un peligro que Herrera intenta conjurar al inicio de su libro advirtiendo que “cuando un novelista aborda en sus novelas temas de carácter político, siempre va más allá de la política y lo político”.
En La musa política, José María Herrera indaga cómo la novela contemporánea ha enfrentado –puede tomarse este verbo en sentido bélico, pero sin exagerar– la política como absoluto. De Giorgio Bassani le interesa su descripción del desamparo social de los judíos italianos tras el ascenso del fascismo; de Ismail Kadaré y Milan Kundera, sus estrategias literarias para aprehender al totalitarismo comunista, desde la fantasía hasta el humor; de Leonardo Sciascia, el concienzudo coraje para diseccionar la mafia en medio de una sociedad entre acobardada y cómplice –coraje no muy distinto al que necesitó Philip Roth para desertar de sus obligaciones literarias como miembro y representante de la comunidad judía–; de Salman Rushdie, la imaginación irreverente atrapada entre dos fuegos, el del fanatismo islamista y el del buenismo occidental; de Peter Esterházy, su cuestionable capacidad para superar la traición póstuma de su padre –el mismo que le había servido como modelo a su literatura y su vida–, al descubrir que este había sido informante de la policía secreta húngara durante años; de David Foster Wallace, la defensa del hastío frente a la tiranía del entretenimiento. En el caso de las novelas, de Coetzee y Richard Powers, Herrera explora cómo la humanidad ocupa el puesto de verdugo, ya sea de los animales –en el caso del Nobel sudafricano– o de la naturaleza en las novelas ecologistas de Powers. Si entendemos, como Kant, que la dignidad del hombre consiste en no ser utilizado por ningún hombre como medio sino ser tratado como fin, La musa política es un libro sobre la dignidad del hombre y de todo lo que lo rodea. Una dignidad descrita y defendida con las armas de la ficción.
No se esperaría tanto interés por estos asuntos en alguien que escriba desde la Europa del Oeste, donde el totalitarismo apenas se asoma en la sección internacional, ajena, de los periódicos. Intuyo La musa política como reacción al imperio de la corrección política. Como respuesta a la extendida noción de que “el corazón está más capacitado para juzgar éticamente las acciones humanas que la razón”. Ese triunfo del sentimentalismo político, que Kundera denunciaba como kitsch medio siglo atrás, parece servirle a la mente perspicaz de Herrera como adelanto de la experiencia totalitaria. Eso y la ubicua pérdida del sentido del humor –y hasta del ridículo– que hace imposible distinguir entre una novela y un manifiesto, o que permite a cualquier influencer exigir la cancelación de obras con la misma firmeza con que el ayatola Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie. Cierto que la diferencia entre una muerte virtual y otra una más bien literal no es poca cosa. Sin embargo, al autor de La musa política la ineptitud de los ayatolas digitales para captar las sutilezas de la literatura le resulta tanto o más preocupantes que la del ayatola original. Porque cuando Occidente reniega de sus libertades renuncia a lo mejor de sí mismo. Y no basta el consuelo de que tales circunstancias ayudan a algunos a entender mejor los horrores del totalitarismo cuando vuelven la realidad menos habitable para todos.
Más que las relaciones entre política y novela, lo que le interesa a Herrera es la política que aspira a abarcar toda la vida humana y la capacidad de la novela para abarcar tanta desmesura. De un lado, está la certeza de que lo más cerca que han estado los humanos de alcanzar el mal absoluto se ubica en el entregarse al “afán de doblegar la realidad a las ideas”. “Sabemos que el mal existe”, nos instruye Herrera, “y que este es fruto del esfuerzo por organizar las cosas de forma que nada, ni siquiera las conciencias, quede fuera de su organización”. Y claro, con regímenes tan pretenciosos como los totalitarios es inevitable que su cotidianidad se vea convertida en un carnaval de simulaciones. Nada como un sistema tan monstruoso como ridículo para poner a prueba la vocación de la novela por la ambigüedad, la sutileza y el humor. Y las obras de las que Herrera da cuenta han entregado testimonio cabal del absurdo totalitario y su impacto en la vida de los individuos.
Herrera a veces se contradice, como cuando atribuye el esfuerzo por “abolir la libertad” y el “desdén hacia la persona singular” a un “deseo que no parece europeo sino asiático”, pero al mismo tiempo reconoce que la historia del comunismo “con independencia de la variedad de pueblos donde se haya implantado, es de una inquietante uniformidad”. Sospecho que el motivo de su inquietud es la intuición, confirmada en los últimos tiempos, de que ninguna sociedad está exenta de tentaciones totalitarias del signo que sean. Y que ceder o no a ellas depende menos de la naturaleza de determinado pueblo que de coyunturas históricas impredecibles. Al fin y al cabo, “[e]l principio de la superioridad de las ideas frente a la realidad” que guía a los totalitarismos le sirve lo mismo a un fundamentalista religioso, a un nostálgico de épocas pasadas, que a un creyente en la infalibilidad del progreso.
Herrera reconoce el horror de la política como absoluto al punto de afirmar que “el verdadero y último fin del sistema totalitario es destruir los lazos familiares, personales y sociales de los individuos de modo que la sociedad quede tan atomizada que no quepa resistencia al poder instituido”. Sin embargo, visto así, no se entiende cómo las utopías totalitarias han resultado tan tentadoras a seres de cualquier latitud, sin necesariamente mediar algún tipo de psicopatía. Su atractivo o su demoledora eficacia no se explica solo por la alevosa maldad de sus partidarios. Si algo han demostrado tales regímenes es que la perversión de sus ideales, más que consciente y malintencionada, es ineludible y fatal. Cuando un partido o líder se cree lo bastante iluminado como para adaptar la realidad a sus ideas empieza violentando el sentido común y termina queriendo trasmutar la naturaleza humana. Las disquisiciones del Che Guevara sobre la creación del hombre nuevo y sus metáforas de injertos de perales en olmos son una buena ilustración del voluntarismo que ve la naturaleza humana al principio como obstáculo y luego como enemigo.
Lo anterior no impide que las observaciones que aparecen en La musa política sobre el ejercicio total del poder resulten iluminadoras. Como cuando Herrera afirma –destilando la obra de Bassani– que “el fascismo logró el respaldo de la ciudadanía no defendiendo los intereses de una parte, sino explotando la mediocridad del conjunto”. Eso invita a suponer que cada ideología que reclama “sumisión a cambio de franquear la puerta de otro mundo mejor” encubre y estimula alguna bajeza de preferencia. La del fascismo, al hablar de la superioridad y pureza nacionales, sería el egoísmo puro y duro, mientras que los llamados comunistas a la igualdad apelarían más bien a la envidia.
Sin que sea el centro de su análisis, La musa política hace una brillante caracterización del funcionamiento y las consecuencias de las políticas totalitarias. “Devastar moral y psíquicamente a la persona en nombre de la historia ha sido uno de los mayores logros del comunismo”, advierte Herrera en su estudio sobre el húngaro Esterházy. Y en su ensayo sobre las novelas de Kadaré explica que una de las peculiaridades de tales regímenes es que “los hechos quedan disueltos en el discurso ideológico, y este se endurece de tal modo que a la larga resulta impermeable a la realidad”: todo es “interpretado desde un marco previo que se identifica con lo verdadero” y el máximo líder y sus decisiones quedan “por encima de los hechos”.
No obstante, la mayor virtud de este libro está en su defensa inequívoca del valor de la literatura en estos días. Herrera desecha las insistentes actas de defunción de la novela para exaltar su imprescindible poderío. En esto continúa la ruta trazada por Kundera en sus sucesivos libros de ensayos sobre “el arte de la novela”. “El alma moderna”, declara Herrera, “es incomprensible sin la historia de la novela. A ella debemos […] si acaso más que a la filosofía, la ciencia y la religión”. Debo aclarar que la novela que el ensayista tiene en mente no es una que se proponga “satisfacer las exigencias formales de unos cuantos exquisitos”: frente al elitismo literario, Herrera prefiere novelas que impidan que lector común se vea “aplastado por verdades establecidas” y lo ayuden a “tomar distancia de la realidad sin prescindir de ella”.
En defensa de la ficción novelística, Herrera se arma con un arsenal de citas de escritores afines: Susan Sontag: los escritores “son emblemas de la persistencia (y la necesidad) de una visión individual”; Leonardo Sciascia: “Nada de sí mismos ni del mundo entienden la generalidad de los hombres si la literatura no se lo explica” o “La literatura es la forma más absoluta que puede asumir la verdad”; Jorge Luis Borges: la novela policiaca “está salvando el orden en una época de desorden”; Kundera: la novela “es un territorio donde nadie posee la verdad, pero en el que todos tienen derecho a ser comprendidos”.
La musa política no se conforma con argumentos conocidos, sino que ofrece otros ajustados a esta época de acoso político, moral y tecnológico. Lo que a primera vista parece una reconstrucción de las relaciones entre el poder y la novela resulta a la larga una exaltación del poder de la novela. De esta destaca, frente a las certezas indiscutibles, “su carácter hipotético, nunca pontificial o inequívoco”; su condición de antídoto “contra la falsedad y la impostura”; su defensa de la conciencia individual en circunstancias en que los seres humanos son tratados “como entes sin sustancia”. “Ser novelista”, insiste Herrera, “excluye toda identificación con una ideología, una moral, una religión” porque “supeditar los derechos de la ficción a las ideas […] es un error, o mejor, un contrasentido, pues quien crea desde sí mismo, en el sentido moderno de la palabra, tarde o temprano acaba cuestionando los valores vigentes”. Sin pretender fundar un sistema de valores nuevos, vale añadir.
La defensa que hace La musa política de la importancia de la ficción novelesca resulta oportuna, y con oportuna quiero decir valiente: es de sospechar que no sea un libro bien recibido por los herederos de los intelectuales comprometidos de antaño, ahora “especializados en los discursos identitarios, la corrección política y otros sucedáneos de la revolución bajos en calorías”. Esos que juzgan el trabajo del artista imponiéndoles “el lugar común sentimental”, en lugar de establecer la profundidad y el detalle con que se sumergen en la experiencia humana. Si al principio aludí a la división de la humanidad establecida por Arendt, Herrera recoge una clasificación más actualizada y funcional propuesta por Salman Rushdie: la que existe “entre quienes poseen sentido del humor y los que no”. O, en términos de Christopher Hitchens, entre la “mente irónica” y la “mente literal”, porque alguien con sentido del humor, más que por su inclinación a reír y hacer reír, se distingue por la capacidad de tomar distancia incluso de sus convicciones más íntimas. El humor, ingrediente definitorio de la novela moderna, servirá tanto de antídoto del fanatismo como de contrapeso “a la prepotencia de las ideas y la razón” y “a la confianza ciega en el progreso”.
Sin hacerse ilusiones excesivas, José María Herrera hace una defensa de la novela al final de La musa política con el mismo coraje discreto que atraviesa todo su libro: “La ficción literaria carece de poder para cambiar el mundo, pero posee en cambio el poder de iluminar el alma y la sensibilidad de las personas y, por tanto, hacer posible ese cambio”. El coraje, en fin, que se requiere para hablar sin miedo al ridículo de almas y de luz en tiempos tan oscuros y ruines como estos.
martes, 26 de noviembre de 2024
Prólogo monstruoso
Aquí les comparto el prólogo de El patrón del bien: homenaje a Armando Alvarez que escribí como introducción a decenas de testimonios sobre las virtudes y hazañas de nuestro amigo común:
Prólogo monstruoso
Los que hacen el bien lo hacen a lo grande; en cuanto han
experimentado esa satisfacción, ya tienen bastante y no piensan en fastidiarse
y seguir todas las consecuencias; pero los aficionados a hacer el mal ponen más
diligencia, lo persiguen hasta el final, nunca se toman una tregua, porque
tienen ese gusanillo que los roe.
Alessandro Manzoni
Por Enrique Del Risco
Este es el libro más sencillo del mundo. Se trata de
homenajear a quien todos los que lo conocemos le debemos algún favor. Favores
de los que te cambian la vida empezando por el más elemental que es el de
conocerlo. Se podría decir que es el libro de una pandilla de abusadores de la
bondad de un buen hombre, pero no es cierto, porque todavía nadie ha encontrado
el fondo de la bondad de Armando Álvarez que parece ser infinita. Y porque
Armando es bastante más que su bondad sin fondo. Armandito es un ser con unas
ganas de vivir y de divertirse casi tan grandes como la de servir al prójimo y
ahí es donde muchos se confunden. ¿Es que se puede hacer las dos cosas a la
vez? Ya lo sabemos porque Armandito es un ejemplo viviente de ello, no porque
tengamos idea de cómo lo logra. De dónde sale esa energía para practicar la
decencia y la generosidad a una escala inhumana y al mismo tiempo para evitar
la santurronería y el engreimiento tomando como pedestal sus virtudes o el
agradecimiento del prójimo.
Por lo que conozco a Armandito me llevo la idea de que él
no practica sus virtudes para ser mejor que nadie sino simplemente para
sentirse bien: se trata de alguien que extrañamente ha conectado su muy humano
sentido del placer al del deber. Y lo hace tanto con la gente que conoce como
con perfectos desconocidos que a los minutos de encontrárselo empiezan a
entender de que se trata de alguien fuera de lo común, con una generosidad tan
increíble que te hace pensar que está a punto de secuestrarte, de extraerte tus
órganos para venderlos en E-bay o devenderle tu carne a una fonda del barrio,
lo cual explica que ciertos restaurantes sigan siendo tan baratos. Luego de
esos minutos o semanas de dudas sobre las verdaderas intenciones de Armandito,
dudas que él no tiene prisa por despejar, vámonos dando cuenta poco a poco de
la grandísima suerte que tenemos de habérnoslo encontrado, de que su presencia
bendiga el sitio en que vivimos o cualquier lugar por donde pase.
Convengamos en que cualquiera que sea el origen de tan
extraño personaje, Armandito ejerce su bondad y su maldad con la misma
naturalidad con que se toma una cerveza con un amigo. Solo que aunque su bondad
es auténtica sus maldades son falsas, pero se divierte muchísimo armándolas
durante días, semanas y hasta años. Armandito es mañoso y eficaz como un
villano de películas pero sus esfuerzos están encaminados a beneficiar a
alguien cuando no se trata de reírse a costa de él. Y a veces hasta consigue
hacer las dos cosas al mismo tiempo. De ahí el título de este libro. Su
explicación de alguna manera la sugiere la cita de Alessandro Manzoni con que
encabezo este prólogo. Y es que el bien generalmente se ejerce con distracción,
inconstancia y ciertos melindres mientras el mal, alimentado por el egoísmo y
las bajas pasiones suele actuar sin escrúpulos, hasta las últimas
consecuencias. Sin embargo, Armandito ejerce el bien con la constancia y el
empuje con que un Pablo Escobar se empeñaba en expandir su imperio solo que la
única ganancia que a Armandito le reportan sus acciones es el agradecimiento y
el respeto ajenos y la satisfacción propia.
Armandito es un tipo más complicado de lo que parece. Si
no, díganmelo a mí que lo he hecho protagonista de un cuento y de la cuarta
parte de una novela de más de cuatrocientas páginas y siento que todavía no he
empezado a dar una imagen auténtica de quién es él. El problema de meter a todo
Armandito en un libro de ficción es que resultaría un personaje demasiado
increíble. Hay entonces que cortarlo por partes e irlo distribuyendo por todos
lados como cuando se trata de un cadáver demasiado grande del que queremos
deshacernos del modo más discreto posible. Esto me recuerda la que, según
Armandito, es la perfecta definición de amistad. Un amigo es alguien a quien te
le apareces en la casa con la ropa ensangrentada diciéndole que acabas de matar
a alguien y te pregunta: “¿Dónde están las palas para enterrar al muerto?”.
Solo que Armandito no es así. Cuando te le apareces en la casa con la ropa
llena de sangre ya tiene las palas listas y conoce el sitio perfecto para
enterrar el cadáver sin levantar sospechas.
Armandito vive en una realidad aparte que sin embargo le
funciona bastante bien. A poco tiempo de haberlo conocido lo invité a comer a
la casa. Recuerdo hasta que era una receta de pescado en salas verde con la que
estaba experimentando. Apenas terminábamos la comida y le entró una llamada al
teléfono. Cuando terminó de contestar me preguntó si podía acompañarlo a una
gestión. Hablo de un sábado, tarde en la noche. Dije que sí, por supuesto y me
llevó en su camioneta hasta la zona más oscura del parqueo de un mall para
encontrarse con unos chinos. Tras un breve intercambio en inglés, Armandito le
pasó un sobre con dinero a uno de sus interlocutores y a continuación me vi
cargando cajas desde el vehículo de los chinos al de Armandito. Cuando nos
sentamos de nuevo en el carro y Armandito se disponía a arrancar le pregunté:
“Monstruo, solo por curiosidad, ¿por qué es por lo que vamos a caer presos?”.
No es que imaginara que Armandito anduviera en algo ilegal pero sí quería
hacerle notar lo raro que todo ese trasiego le podía resultar a alguien que no
fuera de la estirpe de Pablo Escobar. O de Armandito. (Aquella historia se pone
más interesante a partir de ese punto porque lo que Armandito acababa de
comprar eran mil unidades de un aparato que supuestamente servía para recibir
llamadas y detectar su origen pero no para contestarlas. Algo así como el
eslabón perdido en la evolución que va desde el bíper hasta el teléfono
celular, un aparato que los meses siguientes demostraron que no tenían ningún
futuro. Armandito los había comprado a cinco dólares la unidad y esperaba
venderlos por veinte. Ganancia redonda en caso de que hubiera podido realizar
la venta, pero lo cierto es que, pese a su capacidad de convicción y su
insistencia, los comercios minoristas no querían aquellos aparatos ni
regalados. Deshacerse de las cajas que contenían aquellos aparatos tampoco fue
fácil. Primero intentó dejarlas en uno de esos barrios donde te roban el jamón
del sándwich mientras te lo estás comiendo. En efecto al poco rato las cajas
desaparecieron pero, para sorpresa de Armandito, volvieron a dejárselas donde
mismo las había puesto: ¡Ni los delincuentes del barrio sabían qué hacer con
aquellos aparatos con los que Armandito había pensado hacer un gran negocio!)
Lo que quiero establecer con esta historia: Armandito El Monstruo no vive en la
misma realidad que tú y que yo. Eso sí, no deja de visitar la nuestra para
asegurarse de hacernos la vida un poco más fácil.
Vivir fuera de la realidad donde habitamos el resto de
los mortales le viene a Armandito prácticamente desde nacimiento. Al poco
tiempo de venir al mundo su padre Armando, capitán rebelde antibatistiano, cayó
en prisión por conspirar contra la nueva dictadura que acababa de surgir en la
isla, la de Fidel Castro. Los primeros años de Armandito transcurrieron
acompañando a su madre a visitar a su padre preso en el Presidio Modelo de la
Isla de Pinos. Tan mal encontró Hilda a su esposo en la prisión que, convencida
de que le quedaba poco tiempo de vida, se alojó cerca del presidio para esperar
a que se produjera un desenlace que creía inminente. Así fue hasta que Hilda,
al descubrir que su hijo pequeño había convertido a sus soldaditos en presos y
guardias se dio cuenta que tenía que sacar al muchacho de un entorno que podía
terminar traumatizándolo.
Ser profesor de Armandito debió haber sido una tortura.
Para eso me atengo a sus propias anécdotas y las de sus amigos de aquellos
años. Avispado e hiperkinético Armandito en clase debió haber sido una versión
desaforada de Pepito el de los cuentos. Un día una de sus bromas exasperó al
profesor hasta hacerlo maldecir la madre de todos los presentes. Fue entonces
que Armandito se paró y le dijo: “Con mi madre no se meta que está bajo
tierra”. “Lo siento, no sabía que tu madre murió” intentó disculparse el pobre
profesor antes de que Armandito le aclarara. “No, mi madre no está muerta. Ella
trabaja en las minas de Matahambre”. Y era cierto que Hilda, su madre, había
nacido en el pueblo aledaño a las minas, pero nunca se había metido en una de
ellas.
Esa tromba humana fue lo que encontró el viejo y severo
Armando al salir de prisión. No debió haber sido fácil para alguien que había
sobrevivido al presidio político anticastrista tener que sobrevivir a un hijo
tan rebelde como él mismo, pero bastante más ocurrente. Un muchacho que cuando
sus profesores, frustrados por sus bromas y carácter indómito, lo mandaron a
buscar a sus padres contrató al primer borrachito que se encontró en la esquina
para hacer su papel de padre en la reunión con el director. No fue hasta tiempo
después que el propio director descubrió que el verdadero padre de su alumno no
era el borracho que había ido a verlo sino un señor que trabajaba en la
barbería vecina.
De alguna manera aquel terremoto con brazos, piernas y
cerebro agilísimo se graduó de educación media e ingresó en la universidad.
Pero no sería por demasiado tiempo. Transcurría el año del señor 1980 y
tratándose de Cuba fue el año en que la embajada de Perú en La Habana fue
invadida por más de diez mil personas deseosas de escapar del país. La
conmoción que este evento causó en el régimen fue tal que este, aparte de la
infame campaña de acoso y vejaciones que desencadenó contra los que intentaban
escapar, promovió el mayor éxodo masivo que había conocido la isla hasta
entonces a través del puerto de Mariel. En medio de aquella conmoción el 2 de
mayo de ese año, preocupados por definir su situación ante los nuevos
acontecimientos, unos setecientos expresos políticos se reunieron frente a la
entonces Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana. Fue entonces que
agentes de las tropas especiales cubanas vestidos de civil agredieron con palos
y cabillas a los ahí reunidos, un ataque que, recogido en cámaras de diversos
periodistas luego ha aparecido en diversas películas como muestra de violencia extrema
(ahí está en las imágenes iniciales de The Experiment de 2010). ¿Dónde
estaba nuestro aguerrido protagonista en esos terribles momentos? Fiel a su
naturaleza osada y pícara Armandito había envuelto por la retaguardia a un
enemigo superior en número y armamento con un movimiento en pinzas que el
mismísimo Napoleón hubiera envidiado y a continuación los acribilló por la
retaguardia a pedradas y botellazos. Luego de aquella hazaña a Armandito no le
quedaba mucho por hacer en Cuba excepto competir con su padre en años de
prisión. Comprensiblemente decidió emigrar a Estados Unidos a donde llegó como
un marielito más aunque fiel a su costumbre excéntrica sus pies nunca pisaron
los muelles del puerto de Mariel.
Una vez en la república independiente de Nueva Jersey las
calles del condado de Hudson supieron de las buenas artes de uno de los hijos
más ilustres de Arroyo Naranjo. Fue allí donde Armandito descubrió su talento
para los negocios no siempre felices, pero invariablemente osados. Pero ni
siquiera esta vocación lo distrajo de sus obligaciones patrióticas o asuntos
parecidos. Como cuando se hizo un llamado a realizar una misión de
internacionalismo antiñángara en la hermana república de Nicaragua, para aquel entonces
en manos más o menos de los mismos que ahora. Armandito se ofreció junto a un
grupo de compatriotas para combatir en Nicaragua, el nuevo escenario del
imperialismo castrista en aquel entonces. A medida que iban pasando los días y
los niveles de exigencia y compromiso iban aumentando los voluntarios abandonaban
el grupo inicial hasta que a la hora de entrar en combate —es un decir— los
voluntarios que quedaban podían contarse con una mano y sobraban varios dedos.
El asunto es que entre los que persistieron estaba Armandito y, aunque nunca
entró en combate real —aunque corrió riesgos de variada especie—, ya eso nos
dice de la persistencia de nuestro personaje a la hora honrar su palabra.
Esa lealtad a sí mismo, a sus amigos y a desconocidos con
los que se compromete con un simple estrechón de manos ha marcado la vida de
Armando Álvarez desde siempre. No importa lo poco prometedor o directamente
peligroso que pueda parecer un empeño para que Armandito lo acometa hasta las
últimas consecuencias. (Sus aventuras como administrador de un supermercado en
el peor barrio de Baltimore da para una serie de Netflix: si vendiera los
derechos va y recupera todo el dinero que perdió en esa ocasión). En el Norte
revuelto y brutal que nos soporta Armandito ha tenido un hijo, seguramente
sembró unos cuántos árboles y ha protagonizado hazañas que darían para escribir
unos cuántos libros de los cuáles El patrón del bien sería apenas un punto
de partida. Acá cuidó de sus padres Armando e Hilda mientras vivieron y sigue honrando
su memoria. Pero la acción y la fama de Armandito no se limita al condado de
Hudson: se extiende a la Florida donde creció su hijo y tiene innumerables
amigos, a Centroamérica donde desarrolló todo tipo de labores y cultivó
amistades para toda la vida. Porque si de algo es incapaz Armandito es dejar
indiferente a alguien que lo conozca. Pero su impacto mayor sin dudas ha sido
en nuestra comunidad, donde tenemos el privilegio de verlo desenvolverse cada
día cuando no se embarca en uno de esos viajes repentinos a lugares previsibles
o esos que se inventa como si estuviera pasando un curso de geografía
acelerada. Ha sido acá, a orillas del Hudson donde hemos disfrutado el
privilegio de tener a alguien que nos respalda, nos guía y nos orienta sin
esfuerzo enseñándonos de paso que cumplir ciertos deberes con respecto a los
demás no es sacrificio sino el más perfecto de los placeres. Armandito es sin
proponérselo —porque algo así para que funcione debe ser no admite
premeditación— un maestro zen a la cubana. A golpe de ejemplo nos enseña, sin
que parezca que lo esté haciendo, a querernos mejor entre nosotros y a que la
palabra comunidad tenga un sentido más cabal y profundo. Si hemos aprendido a
ser más unidos y solidarios entre nosotros eso se debe en buena medida a la
generosidad y el ejemplo de Armando Álvarez.
Hay otra razón por la que este libro haya sido tan fácil
de componer. Y no solo porque es una idea concebida por quien más cercana se
encuentra a él, su compañera Isabel Milanés que junto a su inseparable amiga…
imaginó el libro y se ha encargado de hacerlo realidad. Isabel ha sido quien,
con su sentido de la organización y un tesón envidiables, ha acarreado a los
múltiples autores de este libro a que ofrezcan el fiel testimonio de la
personalidad de su protagonista. Tiene Isabel otro mérito tremendo y es que con
su la profunda complicidad que uno ve en las parejas de muchos años ha enseñado
a alguien que parece saberlo todo, alguien tan generoso como desconfiado, a
entregarse de una manera que no le había conocido hasta ahora.
Puede que El patrón del bien no sea recibido por
su protagonista con el mismo entusiasmo con que hemos acometido su escritura.
En este libro Armandito no aparece escudado en la ficción. Aquí, como diría el
propio homenajeado, “le hemos cantado jugada”. Hemos desnudado su bondad,
desvelado el mecanismo minucioso con que funciona su generosidad, hemos sido
indiscretos con un accionar que siempre ha evitado las exhibiciones,
convencido, como todo hombre verdaderamente bueno, que el exhibicionismo es el
enemigo más perverso del bien. Deseamos por eso que Armandito nos perdone todo
el exceso de entusiasmo en que hemos incurrido mientras describíamos los actos
y virtudes de alguien a quien usualmente le estamos agradecidos de maneras más
discretas. Todo esto no es más que una manera de desearle —y agradecer— que
Armandito siga siendo Armandito por muchos años más.
jueves, 21 de noviembre de 2024
El patrón del bien: homenaje a Armando Alvarez
martes, 12 de noviembre de 2024
Cultura, comida y poder
En contextos políticos cerrados, la alimentación puede ser un arma de propaganda y control, mientras que, «desde abajo», es un sitio simbólico de adaptación y resistencia.
Conseguir alimentos, elaborarlos y comerlos son acciones repetidas y centrales en la vida de cada ser humano.
En espacios autoritarios, sumidos en crisis y desigualdad, donde el desinterés gubernamental es evidente, la comida más que una mera necesidad se vuelve fuente de incertidumbre, ansiedad y frustración.
El presente libro parte de la idea entre Food Monitor Program y la editorial Hypermedia de debatir las intersecciones entre cultura y poder que ofrece la idea de la comida en Cuba.
Para ello, se compilan doce conversaciones con artistas, escritores, intelectuales, e historiadores, que tienen como elemento en común pensar a Cuba. Son cubanos que de una manera u otra han referido la comida en sus obras, y el espacio que esta ocupa en la (de)construcción de la nación.
martes, 30 de abril de 2024
Tres escritores de Miami, tres libros
| Presentación en NYU el pasado 26 de abril. De izquierda a derecha: Alfredo Triff, Rosie Inguanzo, Ernesto G y Enrique Del Risco |
¿Cómo explicar y darle sentido a esta súbita invasión literaria mayamense al corazón de Nueva York más allá de la amistad?”, me preguntaba alguien el otro día. O puede ser que ese alguien fuera mi propia conciencia, tan impertinente.
Como si la amistad de por sí —y más siendo una amistad que pasa por la literatura— no acarreara un montón de afinidades que la ortopédica división en géneros literarios no consigue alienar.
Procedamos entonces a repasar un libro de crónicas, otro de ensayos y un poemario como la expresión de seres afines, por más que luego los destierren a extremos distantes de la librería, ese lugar que parece condenado a la extinción. Examinemos estos libros pues, bajo la categoría de “Producción espiritual del exilio cubano en Miami” o la menos académica de “gente que se quiere entre sí”.
El Premio Nobel de Literatura y máximo exponente de la antropología de los campos de concentración, Alexandr Solzhenitsyn, en algún rincón de su Archipiélago Gulag, intenta explicar la producción literaria universal a partir de la división básica de la sociedad entre capas superiores e inferiores, y el mundo que estas se proponen describir.
Según Solzhenitsyn, de esta división y de los mundos que tratan de representar, emergen cuatro esferas principales.
Primera esfera: los superiores describen (representan, teorizan) a los superiores, es decir, a sí mismos, a los de su mundo. Segunda esfera: los superiores representan, teorizan, a los inferiores, a sus hermanos menores. Tercera esfera: los inferiores representan a los superiores. Cuarta esfera: los inferiores a los inferiores, a sí mismos.
De acuerdo con esta tesis, cada una de las esferas tendría su talón de Aquiles: a los superiores que se describen a sí mismos, si bien les sobra cultura y preparación, los limita la vida acomodada y satisfecha que viven o “la incapacidad de comprender realmente” a los más desfavorecidos. De igual manera, estos últimos tienen la desventaja de la falta de preparación, de oportunidades y hasta de tiempo, cuando se trata de representarse a sí mismos, y el lastre de la envidia y el rencor cuando se trata de representar a las castas superiores.
Solzhenitsyn decía esto a propósito de las nuevas oportunidades literarias que ofrecía la existencia de una supuesta sociedad sin clases como la soviética: la democrática represión contra toda la sociedad hacía que, aquellos con la preparación y los intereses que podrían identificarse con las clases superiores, se vieran, en los campos de concentración estalinistas, forzados a sufrir una experiencia que en cualquier otra sociedad estaría destinada únicamente a las clases más bajas.
En el caso cubano, la vida miserable de la casi totalidad de la sociedad debería hacernos entender cualquier experiencia humana, empezando por las de los más menesterosos. Nuestra paupérrima vida cubana de hambre y apagones, de indigencia moral, legal y textil, de internados cuasi carcelarios y ruralismo forzado, de robos, falsificaciones y fugas innumerables, debería acercarnos lo mismo al peón agrícola que al preso; al espalda-mojada y a la prostituta que al mendigo o el ladrón en su desnuda humanidad.
Pero sabemos que no es así.
Cuando la vida nos da una oportunidad, reaccionamos como cualquier otro ser humano: tratamos de aprovecharnos al máximo de ella sin mirar atrás y, si lo hacemos, es para observar con asombro y altanería a esos seres que nos resultan tan ajenos.
Libros como Crónicas de La Pequeña Habana son una notoria excepción a esta costumbre, una alternativa generosa a nuestro insistente egoísmo.
Lo primero que se puede notar en el libro de Ernesto G es su parentesco con dos clásicos de la literatura cubana exiliada: Boarding Home de Guillermo Rosales y el Curso para estafadores de Eddy Campa.
En el retrato que hace Ernesto G de ese antiguo campo de batalla en vías de gentrificación que es La Pequeña Habana, encontramos prácticamente los mismos personajes de Rosales y Campa, solo que envejecidos, acusando el desgaste que produce el tiempo y esa derrota interminable que es la historia del exilio cubano y de Cuba entera.
La diferencia fundamental entre el libro de Ernesto G y los que lo precedieron —además del tiempo transcurrido— es que ha sido escrito desde afuera. En un acto de honestidad literaria, Ernesto G no trata de imitar la indigente interioridad del desclasado.
La Pequeña Habana es para Ernesto G un coto al que va a cazar historias antes que estas se extingan junto al mundo en que surgieron. Lo que convierte a estas crónicas en otro pequeño clásico cubano es la sensibilidad con que Ernesto G observa a su objeto de estudio, la profunda complicidad y ternura con que se acerca a quienes otros usarían como pretexto para sentirse superiores.
Esa sensibilidad ante el dolor ajeno, pero más aún, hacia el saber ajeno, la sabiduría del que ha sufrido incontables derrotas, es la manera que ha encontrado Ernesto G de comprender a seres que solemos ver como parte del mobiliario urbano y comunicarnos la humanidad que nos une.
En pocos libros como en Crónicas de La Pequeña Habana las palabras “cubano” y “humano” se acercan tanto, más allá de la rima consonante.
En cuanto al libro ¿Por qué el pueblo cubano (aún) apoya el castrismo? de Alfredo Triff lo primero que debe notarse es su título tramposo.
Si algo lo salva de una demanda por publicidad engañosa es que el libro ofrece mucho más de lo que anuncia su título, y no menos.
Esta vez no se trata de analizar un hábitat urbano específico con las subespecies que produce, sino de estudiar fenómenos que afectan por un lado a Estados Unidos y por otro a Cuba. O, dicho en términos cubanos, al universo.
En realidad, el libro se divide en dos partes casi idénticas en número de páginas. “La invasión de los woke” se titula la primera, como si se tratara de un nuevo capítulo de la Guerra de las galaxias, cuando en realidad nos habla de algo mucho más peligroso: allí Triff analiza la aparición de una secta neopuritana que, bajo la benevolente consigna de la justicia social, vuelve a dividir el mundo en opresores y oprimidos. Pero esta vez, en lugar de las clases sociales centrales al marxismo, la división opera en base a la raza, el género y cualquier otra condición involuntaria.
Una secta de cruzados de la justicia social que le parecerían extremistas de izquierda al mismísimo Mao Zedong. Una secta que, en vez de dedicarse a destruir nuestro planeta como cualquier invasión galáctica, se conforma con achicharrarnos las neuronas.
“Castrismo nuestro de cada día” se titula la segunda sección del libro, en posible referencia al pan que se produce en la Isla, casi tan repulsivo como el propio castrismo.
Además de intentar explicar la persistencia del poder castrista, su modus operandi y la lógica que hay tras su concienzuda vocación destructiva, Triff nos da claves esenciales sobre su funcionamiento.
Una de ellas es la igualación en el punto más bajo de la sociedad, el más infortunado. Un magnífico ejemplo de esto es el antológico ensayo “La ruralización (castrista) de La Habana”, que nos explica cómo la sistemática destrucción de La Habana, por medio del abandono y la obstrucción de toda iniciativa privada de reparación, obedece a una lógica de culpabilidad y castigo.
Según Triff, para el castrismo inicial “El ‘lujo’ citadino (lo que otros llamarían simplemente arquitectura y urbanismo coherentes) es el reflejo de una debilidad moral”. Eso explica por qué cuando el castrismo trata de crear su propia versión del lujo, el resultado sea tan feo: así al menos no podrá acusársele de inmoral.
El de Triff es un libro pendenciero, nacido para la polémica. Al autor le interesa más detectar los síntomas de las diferentes enfermedades que diagnostica antes que recetar una cura. Más que las respuestas que buscan sus ensayos, son las preguntas que plantea lo que le otorga su carácter inquietante y vital.
¿Cuáles son los peligros que entraña querer convertir —como insiste el wokismo— los derechos humanos en privilegios? ¿Cuáles los de presentar la libertad de expresión como un peligro para la diversidad? ¿Por qué los woke son incapaces de detectar en nuestro siglo, y hasta en su propia actitud, aquellas mismas perversiones que con tanto furor abominan en el pasado? O, hablando de genética contranatura, ¿cómo llega a ser woke un cubano?
Por su parte, las Baladas crueles de Rosie Inguanzo, en lugar de ocuparse del universo como hace su compañero de viaje Alfredo Triff, no se ocupan más que de sí misma y de sus alrededores. Ni falta que hace.
Rosie Inguanzo viene a desnudarse ante nosotros, verso a verso, y ya no es posible mirar para otro sitio. Rosie no tiene que hablar del mundo para hacer suyas todas sus desdichas. Su cuerpo y su espíritu lo contienen todo.
Desde los primeros versos de Baladas crueles, escuchamos el memorial de agravios contra la familia, el Estado y la biología:
Soy una niña de Henry Darger y tengo genitales masculinos
soy una niña monstruo
una niña esclava en la isla-cárcel y en la casa de los
gritos y de los golpes
soy una pequeña niña con un pequeño pene
Aquí no hay propaganda engañosa. Baladas crueles es un título justo, ajustado a su contenido, quiero decir. Solo que la crueldad de la que se habla desde la portada, ha sido ejercida contra el yo de la poeta, incluso antes de nacer:
Tengo los pulmones débiles
me faltó gestación porque mi madre-monstruo quiso
abortarme
hizo fuerzas y pujaba
en la isla-cárcel fue castigada con la agricultura
En el departamento de horrores, Rosie Inguanzo compite, desde el arranque, con Solzhenitsyn. Sin ser victimista. No es la queja interminable del que sufre su dolor, sino el grito de quien entiende al verdugo. Sin perdonarlo.
De quien entiende que la vida es una infinita cadena de violencias que ejercemos sobre el más débil, los que hemos sido débiles, en cuanto conseguimos algo de poder.
El niño que es maltratado por el profesor de piano, de adulto golpeará a sus hijos mientras tararea tangos. El asesino (metafórico o real) de la amiga que “había sido violado en la cárcel castrista / siendo adolescente / luego tiene una causa pendiente con la vida / esto lo hace altamente peligroso”.
“Esas cosas no se hablan”, dicen todas nuestras madres en nuestras cabezas, como lo dice la madre de la poeta en la suya.
Pero Rosie tiene otros planes. A la crueldad no se la derrota con el silencio, su mejor aliado. A la crueldad se la arrastra por la oreja y se la planta bajo el farol de la poesía, para que la conozcan en su retorcida lógica. En vez de disimular bajo metáforas o ingeniosidades, Rosie ha decidido llevar el dolor por fuera y de paso recordarnos, como el cronista del Gulag, que toda creación es hija declarada o bastarda de algún agravio profundo y sin cura.
lunes, 28 de agosto de 2023
Deja vu o, como decía un catcher de los yankees, todo pasa de nuevo
Por Francisco García González
Les hago corto el cuento largo.
Nuestra hambre en La Habana, Editorial Plataforma, Barcelona, 2022, más que memoria o recuento es pura arqueología social. Su autor, Enrique del Risco, escarba en las ruinas de un pasado que hubiese quedado en categoría de mal recuerdo, si no fuese por su actualidad en la fecha que escribo esta reseña, doce de agosto de 2023. El Hambre en Cuba aún no ha alcanzado el estatus de memoria, vergüenza pasada. Todos desean marcharse. Dejarlo atrás. En cada puerta parece leerse: Hambre, esta es tu casa.
La revolución, su más alta dirección, es decir, el finado Comandante en Jefe, siempre fue ─sus sucesores aún lo son─ pródigo en denominaciones eufemísticas. Razón que explica, a nivel nominal, por qué al desastre ocasionado tras el colapso de la Unión Soviética y el cese de la emisión de subsidios, a lo que no era ni mejor ni único ni finito en términos de fecha de caducidad, el Primer Nominalista lo nombró Periodo Especial en tiempos de paz.
El Periodo Especial, o Perpetuidad Insufrible, ha sido un continuo en el acontecer de la isla en los últimos treinta y tres años.
En estas condiciones se dibuja el panorama que enmarca la realidad cubana a partir de los tempranos noventa. Panorama en que aparece el Hambre en dimensión inédita. Una escasez, o falta de que llevar a la mesa, tan fresca y robusta, razones por la que todavía hoy el periodo de marras es vulgar cotidianidad.
Pero no hay que adentrarse en las causas de ese estado de cosas que aún perviven e impiden que el entrañable Hambre no pretenda abandonar unas coordenadas en las cuales le ha ido de maravillas.
Comienza el PE y como por arte de magia, un truco digno de David Copperfield pero de autoría local atribuido exclusivamente a ya saben quién, se esfuman el pollo, la leche, los cárnicos, el pescado y un frondoso etcétera. El truco del Primer Mago es tan bueno que en lugar de comida aparece la polineuritis, si bien su intento de achacar la nueva calamidad a la CIA no tiene el mismo éxito que su acto de magia. Pero, querido lector, no se desanime la historia sigue.
Se volatiliza la jama… ─durante el machadato había harina de maíz y boniato, recuerdan los más ancianos─ y, no aparece Pánfilo, no: aparecen los escritores. No vienen racionados. Los hay por montones. Los poetas se dan como la verdolaga más profusa. (La verdolaga por cierto se sirve en el restaurante del Jardín Botánico como una suerte de tomate o pepino de repuesto, con la diferencia, aseguran los nuevos chefs adjuntos al Noticiero Nacional de Televisión, supera a estos hasta en vitamina Ñ, descubierta en los años noventa por José Luis Cortés.) Los vates eran una plaga más resistente que las cucarachas. Sin comida y después de la catástrofe que fuera, aún los bardos cantarían.
Y en el caso de los narradores, sin llegar a ser hemorragia imparable, también los hay a montones. A un crítico, mitad académico mitad asere del barrio de Buena Vista, se le ocurre bautizarlos con el mote de novísimos. Los últimos serán los primero, los inflama el citado asere. Y en la larga fila Enrique del Risco es uno de ellos.
Exacto a lo que sucede con la carne de cerdo y el pescado en la mesa familiar, las editoriales pasan de ser “las más lentas de Occidente cristiano”, a desparecer por completo. Poetas y narradores no se amilanan. La actividad editorial se reduce a la mínima expresión y florece la “industria” del plaquete, que venía a ser a las ediciones lo que el picadillo de soya y la masa cárnica al cerdo o al pollo. Ambos exuberantes, plaquete y el picadillo de soya, en vitamina Ñ. El plaquete, no el novísimo picadillo, consistía en una serie de hojas sueltas o presilladas en la que muchísimos de estos autores dan a conocer sus primeros trabajos.
Ahora bien, la pregunta se cae por su propio peso. ¿De qué escriben estos escritores emergentes?
Una serie de temas inéditos irrumpen en el panorama de la literatura cubana. Balseros, jineteras, homosexuales, soldados internacionalistas, sida, mucha hambre y mucho sexo. Y de repente sucede algo también inédito.
Ha cambiado la mesa del cubano, se ha extinguido el transporte y ha hecho su debut la polineuritis, ha cambiado la vida para siempre, ha cambiado la literatura. Lo único que permanece inalterable es el periodismo al servicio del gobierno. Da lo mismo el soporte que sea en papel, radial o televisivo. El triunfalismo alcanza cotas jamás vistas anteriormente: Se puede subir escaleras sin cansarse y librarse del viejo truco del elevador. Ambulancias de tracción animal, último grito de la modernidad durante la Guerra franco-prusiana de 1870. Lo importante es el cepillado, no la pasta dentífrica. La Habana y Ámsterdam, ciudades de ciclistas. La brecha entre periodismo oficial y realidad aumenta como nunca antes. La abismal distancia es cubierta por la ficción. Los novísimos, sin ser su designio, ocupan el rol de cronistas de los tiempos que corren. Si usted desea saber qué sucedía en Cuba en aquellos años, no vaya al Granma ni consulte ningún otro periódico archivado. Las voces de los novísimos acallan el triunfalismo de la prensa oficial.
EDR es uno de ellos: “Letras en las paredes”, “Posépica”, Pérdida y recuperación de la inocencia. Aún se leen, no sólo como brillantes relatos, sino en tanto ejemplos magníficos de crónicas sobre aquellos duros años. Genealogías, a diferentes niveles, de Nuestra hambre en La Habana.
Retomar el Periodo Especial como argumento era demasiado arriesgado. Recordarnos más hambre en medio del Hambre sería placentero sólo para masoquistas. Revisitar la realidad de los noventa a la manera en que EDR lo asume posee algunas ventajas que lo exoneran de la mera letanía repetitiva. El autor de Siempre nos quedará Madrid se decanta otra vez por el género autobiográfico y testimonial. Y en esta ocasión lo hace desde el humor. Por supuesto, el novísimo narrador ha madurado, cada página de Nuestra hambre… es testigo de una vivacidad y rotundez estilística que nos hace perdonarle a su autor el dolor intrínseco de lo que nos obliga a recordar.
Aunque Nuestra hambre… está escrito desde la experiencia personal es válido reconocer que también lo es de toda la nación. En definitiva el Hambre impulsada por su artífice principal (hablo de quien tú sabes) es única e indivisible, adquiere tanto dimensiones míticas (la pizza de preservativos y el bistec de colcha de trapear el suelo) como reales (el picadillo de cáscara de toronja y de plátanos).
El hecho de abarcar a todo un país desde el epicentro habanero nos lleva directo a esas zonas temáticas tan caras a la literatura de los novísimos que decíamos: balseros, jineteras que pululan en la órbita turística, gente hambreada y sedienta de sexo en calidad de sucedáneo alimenticio… Pero, ojo, estos temas vistos desde la distancia y la madurez de un narrador sobrado en recursos tienen la levedad y la desfachatez artística que jamás tuvieron.
Es precisamente esa desvergüenza la que nos permite leer Nuestra hambre… como una novela picaresca. Que habita muy cerca de esa obra maestra de la picaresca cubana que es El color del verano. La diferencia entre ambas es precisamente la involución del pícaro. En Arenas los pícaros desean ser libres. En EDR los pícaros solo desean comer. Y ante la gran frustración ambos acuden al mismo paliativo: el sexo.
La picaresca nacional como estrategia de supervivencia se extiende a lo largo y ancho de la isla. El suceso del Maleconazo es recreado por EDR de manera tangencial. Mas, nos queda claro que la picaresca, esa estrategia de salida de emergencia, sustituye a la alternativa de una sublevación masiva de ciudadanos en contra del sistema que los hambrea sin piedad. En este sentido, y también a lo largo y ancho de la isla, Nuestra hambre… puede leerse como un road book, un libro de carretera, género impulsado por Julio Cortázar con Los autonautas de la cosmopista, pero sin fotografías.
Carretera adentro EDR, acompañado de su Carol Dunlop, se aventura en plena Hambre por los territorios orientales de la ínsula. Las páginas dedicadas a este viaje, además de lo dicho, nos comunican una inesperada ternura expresada en el encuentro con personas a las que el Hambre y su creador (saben de quien les hablo) no han logrado segarles la generosidad, el amor y el desinterés.
Confieso mi gran resistencia a leer Nuestra hambre…
Bastaba con mis recuerdos y experiencia. Conocía muchos de los hechos que EDR recrearía en sus páginas. Sabía que volvería sobre la idea de que si eres joven puedes ser feliz donde quiera que estés. Que leería de cómo traer de vuelta al Bobo de Abela a pesar de la censura. Sabía que allí aguardarían amigos que aún hoy lo son.
Una noche abrí el libro…
Abrí el libro. Pensé. Nuestra hambre en La Habana haría las delicias de Salvador Redonet, el asere de Buena Vista. Otro artífice. Porque si quien tú sabes nos obsequió el Hambre y la etiqueta Periodo Especial, Salvador Redonet, repito, les puso el nombre. Novísimos. E hizo lo imposible por visibilizarlos en el panorama de la anquilosada literatura cubana. Algo infinitamente más noble que lo primero.
Pensando en retrospectiva en la obra de EDR. Después de varios volúmenes de relatos, premiados en su mayoría. Después de tantos y tantos ensayos. Después de haber publicado su premiada novela Turcos en la niebla. Creo que finalmente con Nuestra hambre en La Habana estamos en presencia de su libro más logrado desde cualquier punto de vista. Las novelas recrean universos cerrados en los cuales se resuelve o no la tensión entre lo verosímil y lo real, de ahí su éxito o no. De ahí el triunfo o no de lo literario. El secreto de ese éxito lo percibo en la fluidez. Y Nuestra hambre… es fluidez absoluta.
¿Y el Hambre? ¿Qué es lo que tiene que, como Los Van Van, sigue ahí? ¿Vitamina Ñ?
Sobra el Hambre. Pero ya no hay novísimos. Hay youtubers, periodistas independientes.
Quizás sobre la literatura.
Montreal, agosto de 2023