Quería sexo, salvaje, de ese que llega a doler. Me gusta y lo necesito. Intenté recomponerme de la guerra a muerte de mi cuerpo contra sus ganas, contra la bestia que a veces es cuando me ve con hambre. Es como un castigo divino, una larga penitencia pero le he rogado, suplicado, reclamado... todo para que me follase. Y sonrió como lo hace un canalla, como lo hace quien sabe que hará todo lo que le dé la gana, cuanto desee aun a fuerza de mi desesperación —eso sé que le pone—. Luego se carcajeó como lo haría un poseído. Besó mi coño, henchido del uso y del placer y, a continuación, un toque a mano abierta que me hizo protestar y saltar como un muelle. Un muelle chirriando por la humedad concentrada. El cierre de mis piernas no calmó la intensidad del gesto y menos, todavía, mi excitación y el fluido que discurría entre ellas. Su mirada se clavó en la mía como un arpón de veinte puntas y tomó mis labios, doloridos y encarnados, atrapándolos fuerte en su puño. Mi alarido fue esa mezcla entre un placer sublime y un dolor inmarcesible.
Se apartó, tirando de mí hasta colocarme a la altura de sus caderas. Rodillas al suelo, en un falso acto de contrición, ensalzando mi mirada a la suya, con su verga enfilada ante mi cara y mis manos, en oración, sosteniéndola para dedicarle los mayores goces, sometiéndola a mi antojo como puedo ser en un momento.
Era yo quien estaba atrapada con la cabeza entre sus piernas, sensible a su falo que desde ahí era más enorme, más grueso, más erecto y más potente, presentándose ante mis ojos, tentando en la búsqueda de un lugar en el que esconderse. Mi lengua se mostraba viperina y desvergonzada. Mi boca lo ansiaba y me hacía falta.
Empecé a acariciar, a lamer... esa parte suave, tibia, más blanda... esclava con mis labios. Mi boca se abría y se cerraba mientras su tallo enverado se adentraba en mí. Sus caderas empujaban hacia mi rostro. Parecía no medir la profundidad de sus embates pero calcula cada profanación, provocando en mí esa ansiedad que le gusta pero que desea que yo controle al no darme todo de golpe, sino poco a poco o sorprendiéndome, llenándome entera, incitándome esa sensación de ahogo con su carne invadiendo mi espacio, faltándome el aire por segundos, salivando en exceso...., atragantándome ávida, con su sexo encarcelado entre mis dientes. Mi boca parecía hacerse pequeña y en mis oídos repicaban sus gemidos. Podía intuir la expresión de su cara porque las lágrimas en mis ojos me impedían ver. Como si fueran últimos esfuerzos, arrastraba mis dientes por aquel músculo que ya goteaba, sintiendo suaves golpes de un lado a otro de mi boca, contra la cara interna de mis mejillas.
Era una tortura lenta, consensuada, predestinada a un placer supremo donde él nos erigíamos dueños.