Suavemente, la niña apoyó su cabeza en el hombro de la madre. El movimiento del tren agitaba los asientos en un vaivén adormecedor. Sentadas una junto a la otra, enlazadas por la intimidad de los cuerpos, el conjunto era compacto. Una plenitud embobada.
Frente a ellas, un adolescente las miraba con rencor. Su odio no era suficiente para hacer una hendidura en aquella solidez. Madre y hermana compartían la mirada que se perdía más allá, atravesándolo sin verlo. Expulsado del paraíso, le tocaba a él llevar el estandarte del padre. Preservar su furor era necesario. La libertad, pura ganancia.
A su alrededor, la gente aprisionada recortaba la escena. La familia libraba su batalla y aún no había vencedores, ni vencidos.
Por la ventanilla aparecieron las primeras casas en el horizonte. Se avecinaba el próximo pueblo, la estación.
-Vamos- dijo la madre. La mujer y la niña se levantaron en un único movimiento. Ninguna desarmonía en la mutua servidumbre.
El adolescente no se movió. Ellas bajaron. La madre miró hacia atrás, esperando, mientras las puertas se cerraban y el tren comenzaba a moverse. Por primera vez, el hijo dolía en las facciones inmutables de aquella mujer.
Estirando las piernas el muchacho se acomodó en su asiento, mientras algo parecido a una sonrisa asomaba lentamente en su cara infantil.
Frente a ellas, un adolescente las miraba con rencor. Su odio no era suficiente para hacer una hendidura en aquella solidez. Madre y hermana compartían la mirada que se perdía más allá, atravesándolo sin verlo. Expulsado del paraíso, le tocaba a él llevar el estandarte del padre. Preservar su furor era necesario. La libertad, pura ganancia.
A su alrededor, la gente aprisionada recortaba la escena. La familia libraba su batalla y aún no había vencedores, ni vencidos.
Por la ventanilla aparecieron las primeras casas en el horizonte. Se avecinaba el próximo pueblo, la estación.
-Vamos- dijo la madre. La mujer y la niña se levantaron en un único movimiento. Ninguna desarmonía en la mutua servidumbre.
El adolescente no se movió. Ellas bajaron. La madre miró hacia atrás, esperando, mientras las puertas se cerraban y el tren comenzaba a moverse. Por primera vez, el hijo dolía en las facciones inmutables de aquella mujer.
Estirando las piernas el muchacho se acomodó en su asiento, mientras algo parecido a una sonrisa asomaba lentamente en su cara infantil.
Liliana Piñeiro.