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jueves, 13 de junio de 2013

C’est fini

Sobre la extensión de la arena, de repente algo grita que Capri c'est fini. Que ERA LA CIUDAD DE NUESTRO PRIMER AMOR pero ahora ha terminado. TERMINADO.
Que terrible resulta de repente. Terrible. Cada vez dan ganas de llorar, de huir, de morir, porque Capri ha seguido la rotación de la tierra hacia el olvido del amor.

Yann Andréa Steiner (Marguerite Duras, 1992)

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Capri se acabó y con él sucumbió todo un mundo que, a retazos, vienen de vez en cuando a mi memoria. En esos momentos, como un arqueólogo submarino, buceo entre palabras que en algún instante escribí y que se guardan bajo el mar, mohosas y olvidadas. Allí, los contornos se redondean, las caras se desdibujan, los detalles desaparecen. En ocasiones saco algo a la superficie, lo restauro y lo dejo en una vitrina a dormir el sueño de los justos. Así, vuelve a tener una vida, nostálgica y contemplativa, aunque no sirva para nada más. La memoria tiene el don infinito del olvido, dejando imágenes y recuerdos extraños, que fueron vívidos en un momento y va desvaneciéndose como la luz del mediodía, cuyo esplendor va decreciendo hasta el ocaso.

Y este es el fin de algo que comenzó con vocación de FINAL. He querido dejarlo morir silenciosamente aunque sabía que merecía un final. No obstante, sólo es el punto y seguido de un viaje de búsqueda personal. Capri se acabó, sin duda, pero la vida tiene la ventaja sobre la nostalgia de que no te permite parar a pensar. Nunca he sido bueno en las despedidas. A lo mejor, reflexiono demasiado y me es imposible improvisar lo que quiero decir cuando se me agolpan las ideas. Por eso no me extenderé. Sólo una cosa más: muchas gracias a  todos lo que se pasaron por aquí, curiosearon, leyeron y comentaron, ellos me enriquecieron más que lo que pude hacerlo yo. Hoy sigo bien, la vida no me da tregua, trabajo, escribo, leo, pienso, como de costumbre. Quizás un día vuelva y siga alimentando un rincón como Capri, nunca se sabe. La luz al final de la Gruta Azul siempre está encendida.

martes, 14 de junio de 2011

Los laberintos

Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas.

El túnel (Ernesto Sabato, 1948)

Suponía que tenía que ser de día. Había perdido la noción del tiempo y las paredes del laberinto, altas, de hormigón y sin grietas, no dejaban ver la luz del sol. Pasado ya los momentos de angustia, de gritos infructuosos de ayuda, mi mente se enfrió y se esforzó en exclusiva en buscar la salida. Como no disponía del hilo de Ariadna, ni de las migas de pan de Pulgarcito. Utilicé la vieja estrategia para salir de un laberinto; seguir siempre la misma pared y tarde o temprano encuentras el final. Aún sin saber si este laberinto tenía salida, fue apoyando la mano a la pared que quedaba a mi derecha. Al principio a ritmo normal, pero conforme caminaba, mi cuerpo excitado me pedía ir más rápido. Casi sin aliento, no sé ni el tiempo que pasé doblando esquinas, sorteando recovecos y atravesando largos corredores. Aunque me sentía desfallecido, cuando vi un gran hueco al final del túnel invadido de luz, corrí con  lágrimas que rodaban, esquivas, por mi cara. Ahí estaba al fin… Respiré. El sol estaba en lo más alto. No me importaba que mis ojos quedaran cegados ante ese derroche de luz. Me sentí joven de nuevo. Justo ahí, había un pequeño césped con un banco de piedra en medio. Me senté para recuperar el aliento. Frente a él, tres puertas hechas de setos, cada una coronada con un dintel de piedra con unas palabras grabadas:

AL FINAL     ESTÁ     LA SALIDA

Así descubrí que ése no era el final de un laberinto, sino el principio de otro. Mi laberinto estaba dentro de otro más grande cuyas paredes eran vegetales. Lloré, pataleé, me lamenté, clamé al cielo por mi mala suerte… Desorientado, tomé de nuevo rumbo y me adentré en este gran laberinto. Ahora el sol que ansiaba me abrasaba la piel.

Los laberintos son símbolos muy potentes, utilizados en todas las épocas, para representar el enigma, la desorientación de la vida, los dilemas… El día 30 de abril nos dejó una mente lúcida y laberíntica del mundo de la literatura: Ernesto Sabato, uno de los mejores narradores argentinos del siglo XX. Por esas cosas de las casualidades, homenajeando a este gran escritor, hoy (y no cuando murió, por diferentes razones circunstanciales) escribo sobre laberintos y me doy cuenta de otra gran efeméride, también sobre el fallecimiento, también sobre otro grande de la literatura y también argentino. Hoy 14 de junio, hace 25 años de la muerte de Jorge Luis Borges. Dos nombres verdaderamente ilustres, aficionados ambos a los laberintos y que han escrito algunos de los textos en castellano más bellos de la Historia. Esto es mucho decir, soy consciente, pero creo que no me equivoco. Así que sirva desde aquí mi homenaje a Sabato y Borges, por lo que dejaron escrito y vivido; y por lo que fueron. Cualquiera de sus obras tienen la magia de lo que está escrito con inteligencia. Son laberintos en los que merece la pena entrar y perderse absolutamente.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Elizabeth Taylor

Cuando la gente dice “ella tiene todo”, tengo una respuesta: todavía no tengo mañana.

Elizabeth Taylor

Los ojos violetas se han cerrado hoy para siempre, ojos que llenaban una pantalla, cristalinos y penetrantes. Cleopatra echó la última mirada burlona y tomó el áspid, antes de recrearse en los recuerdos de toda una vida marcada a partes iguales por el lujo y la lucha. Fue gata en el tejado de zinc, mujercita malcriada, violenta alcohólica que no temía a Virginia Woolf, mujer marcada. Fue Liz, aunque no le gustaba. Tuvo un lugar en el sol, en Alejandría, en el papel couché y en todas las joyerías exclusivas de Beverly Hills a Nueva York. De niña, jugó a ser actriz como un prodigio, y cuando lo consiguió jugó a ser mujer enamorada. Su James Dean, su Monty Clift, su Rock Hudson, y cuando se cansó de eso, llegó su Marco Antonio, Richard Burton. Pero no descansó ahí, la pasión hay que regarla con diamantes y alcohol para ser digna de tal ilustre matrimonio. Peregrina Liz, protagonista de sueños, de luchas, de apoyo y buenas causas. Lengua mordaz, facciones de diosa, mujer indomable, robó el esplendor del Hollywood dorado para atesorarlo por siempre. Leyenda. Mito de un mundo que no existe ya, ni existió nunca.

Y de repente, el último verano. Descanse en paz. El cielo se llena de estrellas mientras la Tierra sigue fea y gris sin mujeres como Elizabeth Taylor.

jueves, 24 de febrero de 2011

Carta de una desconocida

Cuando leas esta carta, puede que haya muerto; tengo tanto que contarte y tan poco tiempo...

Carta de una desconocida (Max Ophüls, 1948)

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Aún recuerdo el día en que apareciste en mi vida. Era un día cualquiera, ni siquiera ocurrió nada extraordinario más. Hay dos fechas claves en la vida de una persona, el día en que naces y el día en que se despierta a la vida. Y aquél fue éste segundo. Comenzó con la llegada de un carro de mudanzas. Los operarios fueron sacando, uno tras otro, objetos maravillosos. Un arpa, unos candelabros de plata, cajas de libros, cartapacios llenos de libretos y partituras, copas de cristal envueltas en papel de periódico… Yo me paseaba admirada como si hubiera entrado en la cueva de los ladrones de Alí Babá. A pesar de que oía de fondo a mi madre llamarme, no había nada, ni nadie que pudiera hacerme reaccionar. En esos momentos, sentí un agudo dolor dentro del pecho. Como el pollito que sale del cascarón, mi corazón nacía en aquel preciso instante. Me enamoré de los libros, de la lámpara de tu despacho, del piano, del pesado cajón donde se podía leer: FRÁGIL, de todo lo que veía salir de aquel camión. Y entre el ir y venir de hombres y cajas, por fin te vi dirigiendo al resto. Como un director de orquesta, movías tus brazos y dabas instrucciones. Allí me vi, sucumbiendo a la dulce melodía. Mi destino quedó sellado a ella.

Carta de una desconocida (1922) es un precioso relato de Stefan Zweig, que hace tiempo que leí. Supongo que con una buena idea como la de este libro, hacer una película buena es más fácil. Y también puedo suponer que Max Ophüls era el director indicado para traspasar al cine un relato ambientado en la Viena de principios de siglo, aunque la película se hiciera en el Hollywood de 1948. Pero tener un texto excelente no es la panacea que puede salvar una película, especialmente cuando se tiene una historia que es un flashback continuo. Son necesarios actores solventes, una preciosa ambientación y todo el talento necesario para no convertir una historia de amor-obsesión en una cursilada mayúscula. Creo que Carta de una desconocida (1948) lo consigue con creces. Ver los ojos ansiosos de Lisa (Joan Fontaine) cuando Stefan (Louis Jourdan) la descubre espiándole bajo su casa, llorosos en su despedida del tren y decepcionados cuando se da cuenta de que nunca va a recordarla, son toda una muestra de interpretación. Con una película así, uno recuerda que el amor no siempre va a la misma velocidad en dos personas, y lo que para uno es un momento clave en su vida, para otro es pura y ordinaria monotonía. Porque no hay nunca una sola historia, ni siquiera dos, la tuya y la mía, sino millones, dependiendo de los ojos que la ven, del momento en que ocurre, del estado de ánimo, de la hora del día, de la música que suena o de cómo incide la luz. Quizá por eso nos sintamos tan inseguros cuando descubrimos que estamos enamorados… porque no depende de nosotros.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El príncipe

Aquellos príncipes nuestros que durante muchos años permanecieron en su principado, que no acusen, por haberlo después perdido, a la fortuna, sino a su cobardía: porque, no habiendo pensado nunca en tiempos de paz que podían cambiar las cosas […], cuando después vinieron los tiempos adversos, pensaron en huir y no en defenderse; y esperaron que los pueblos, fatigados con la insolencia del vencedor, les reclamaran.

El príncipe (Nicolás Maquiavelo, 1513)

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El viejo dictador se pasó por la biblioteca antes de ir a dormir. Cogió, con algo de desgana, un pequeño libro encuadernado en piel y se lo llevó al dormitorio. Lo dejó en la mesilla de noche y abrió la cama. Miró su cara arrugada en el espejo y se sintió cansado. Había sido un día muy duro. No se atrevió a encender el televisor. Los gritos de la gente enfadada aún retumbaban en su cabeza como para conciliar pronto el sueño. Por eso tomó el libro, que había leído muchas veces, para intentar buscar soluciones que le aclararan las ideas. No sabía qué había cambiado. Había seguido fielmente sus directrices: es preferible ser temido a ser amado, ser cruel a ser clemente. Había tomado las adulaciones con desconfianza y las negociaciones con astucia. Seguía creyendo que el pueblo se deja llevar bobaliconamente por las apariencias y no había tenido escrúpulos para infringir sigilosamente determinadas reglas siempre bajo los intereses del Estado. Un libro que había sido inspirado por Lorenzo el Magnífico o Fernando de Aragón no podía equivocarse. Por eso no entendía los gritos, ni las pancartas de la multitud. Claramente, este país no era la Italia del siglo XVI. Probablemente estaba demasiado viejo, como decía la oposición.

Cuando los dictadores se dan cuenta de que no entienden nada a su alrededor es que llevan demasiado tiempo apoltronados en el poder. Y en vano, utilizan al ejército, a la policía y a los medios de comunicación a su disposición para no darse cuenta de lo que el pueblo quiere. Cuando la gente sale a la calle y desafía a un régimen, no sólo vence al dictador (ocurra lo que ocurra después), sino que vence a su propio miedo, que es la principal fortaleza de una dictadura. Maquiavelo y otros autores políticos, ensimismados en analizar la esencia de la autoridad, olvidan el poder del descontento popular. Una variable, que por ser difícil de cuantificar, especialmente en dictaduras, se llega a olvidar y que es el motor de los cambios. Nadie, ni en el mundo árabe, ni en Occidente, tomaba muy en serio el descontento del pueblo de Túnez, de Egipto, de Yemen o de Jordania. Quizá por eso seguimos tan perplejos como el viejo dictador las manifestaciones…

Foto: Manifestaciones en la Plaza Tahrir de El Cairo (2011).

lunes, 17 de agosto de 2009

Woodstock

Woodstock fue un cúmulo de circunstancias donde todo lo que tenía que haber salido mal, salió bien.

David Fricke

Venía de la compra en coche. Se había aprovisionado para la visita de su hijo, su nuera y sus nietos. Se paró en un semáforo. Encendió la radio. My Generation de The Who. Y asintió satisfecha. Recordó la fecha en la que estaba. Cerró los ojos. En los últimos sones de la canción, el locutor dijo que la dedicaba a aquellos locos de la era de Acuario cuarenta años después. Se miró en el espejo retrovisor. Sus ojos habían perdido brillo, los rodeaban profundas arrugas. Pero cada vez que escuchaba esa canción se veía con veinte años, con su melena rubia decorada con flores y un vestido ancho que le gustaba mucho. Y recordaba, sin tener que mencionarlo la radio o la televisión, el barrizal de Woodstock, la gente apretada en los conciertos, la música, sus amigos. Pero sabía que poco quedaba de aquella chica cuarenta años más tarde, poco más que un recuerdo, como poco quedaba de aquel mundo inocente que aún creía en el cambio. El mundo que los jóvenes moverían hacia la paz, donde el amor sería la divisa. Ideas que ahora sonrojarían incluso a los niños y que aquella chica en su momento las convirtió en su credo. Y de repente, el coche de atrás la sacó de su recuerdo con un hosco claxon que le indicaba que el semáforo ya se había puesto. Paz y amor, pensó. Sonrió y siguió su camino a casa.

Este blog sesentófilo, melómano y amante de los lugares que fueron y desaparecieron, no podía pasar el cuarenta aniversario del festival de Woodstock, momento clave no sólo en la música de final del siglo XX sino en su historia en general. Porque Woodstock unió a toda una generación que creyó en utopías en las que ya nadie cree y porque el festival puso punto y final a una década prodigiosa. Transcurrió en una granja en Bethel (Estado de Nueva York) entre el 15 y el 18 de agosto de 1969 y congregó a medio millón de personas, cuando sólo se esperaban unos 60.000. Más allá de él, muchas cosas cambiaron, porque no hay nada duradero en este mundo, y los hippies de Woodstock se reconvirtieron y se diluyeron. Cuarenta años después se alzan algunas voces críticas diciendo que se ha creado un mito falso alrededor del festival. Puede ser, porque los que no vivimos un hecho histórico tendemos a exagerarlo. En cualquier caso, sea un hito o un simple concierto, la memoria de Woodstock permanecerá como el fin de la efímera era hippy en el mundo.

Vídeo: Actuación de The Who tocando My Generation en el festival de Woodstock de 1969.

viernes, 31 de julio de 2009

A sangre fría

Por Larsing circulaban varios asesinos u hombres que se jactaban de haber cometido asesinatos o de sus ganas de cometerlos; pero Dick llegó al convencimiento de que Perry era ese ejemplar único, el "asesino nato", absolutamente cuerdo pero sin conciencia y capaz de llevar a cabo, con o sin motivo, los mayores crímenes con la máxima sangre fría.


Dejaron el coche en el camino para no despertar sospechas y comenzaron a caminar por el polvoriento sendero hacia la casa. Silenciosa, aislada, como si hubiese caído del mismo cielo en aquel remoto lugar, la casa de los Clutter parecía perfecta. Después de días hablando y hablando, Dick y Perry apenas se dirigieron la palabra. Portaban una vieja escopeta que llevaba en casa de Dick toda la vida. Habían viajado más de 500 kilómetros para llegar a ese punto y nada, ni nadie, les haría retroceder. Sus dos siluetas recortadas en la noche pronto se acercaron al edificio. Había luces encendidas en su interior. No sabían ni cuantas personas, ni siquiera quienes eran. Les esperaba una caja fuerte repleta de dinero, que haría cambiar sus vidas, lejos, muy lejos, quizá en México. Una vez en la puerta, Dick y Perry se miraron. Sin testigos, susurró uno de ellos. Solamente dos palabras que desencadenaron una furia ciega y que se las llevó la fría brisa de la llanura de Kansas. Y no se volvió a oír nada en aquel lugar esa noche de noviembre. Al menos, nada que alguien escuchara. Sólo silencio y viento.

¿Son monstruos? ¿Son personas que pierden toda su condición humana y matan indiscriminadamente o simplemente queremos creer esto para no pensar que seres humanos como nosotros cometieron los peores crímenes? Enfermos mentales, ineducados, iracundos incontrolados, vidas difíciles o personificaciones del mal. Cada criminal lleva lo suyo y es difícil comprender motivos o móviles. Y es precisamente esto lo que Truman Capote se preguntó en A sangre fría (1966), novela-crónica sobre el asesinato de la familia Clutter el 14 de noviembre de 1959 en el pueblo de Holcomb, Kansas. El soberbio escritor pretendió escribir lo que sería un nuevo género literario, la novela de no ficción, traspasando al papel los hechos reales que rodearon dicho suceso. Quiso describir como ocurrió, cómo se encontraba el pueblo ante tan sanguinario delito y la fuga, captura y juicio de los asesinos, Dick Hickock y Perry Smith. Con la intención de robar una supuesta caja fuerte, entraron en la granja de los Clutter y masacraron a sangre fría al matrimonio, Herb y Bonnie, y a sus hijos, Nancy y Kenyon. La pretendida novedad de Capote no fue tanta, ya que existían precedentes de mezclar literatura y realidad. Sin embargo, los retratos psicológicos de los asesinos y la cadente sucesión de los hechos, convirtió A sangre fría en una obra cumbre no sólo de la literatura estadounidense sino también del periodismo escrito. Además de un éxitos de ventas.
Se supone que leer es sumergirse en vidas e historias ajenas, y esta novela consigue ese objetivo con creces, convirtiendo al lector en compañero codo con codo de los fugitivos, o tertulianos del bar del pueblo, comentando la investigación policial. Además el libro es un estupendo testimonio de la América profunda de los años 50, donde pequeñas comunidades rurales combaten los hechos que los disturban con religiosidad exacerbada y pena de muerte.

Imagen: Fotos policiales de Perry Smith y Dick Hickock (1960).

lunes, 29 de junio de 2009

El cuervo

Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño.

Edgar Allan Poe

En una noche cerrada, de lluvia tempestuosa, frío que cala hasta los huesos, de soledad y silencio, cualquier cosa puede suceder. Los ojos no pueden, no quieren quitar la vista de las letras impresas. Miras por la ventana y el fulgor de un rayo ilumina por un segundo la negrura del exterior. ¿Hay alguien ahí? La imaginación puede producir una mala pasada. Eres consciente. De repente, una ventana se abre furiosa y te sobresalta. El pulso se dispara y tratas de tranquilizarte. La cierras lentamente pugnado contra el viento. A través del cristal intentas distinguir algo. Algo más que el agua cayendo en torrente del cielo, algo más que las nubes que encapotan la noche. Un nuevo fulgor. Sobre el árbol que agita sus ramas en el jardín, un pájaro que se camufla con su negro plumaje mira la ventana, tranquilo, impertérrito, como si la tormenta no fuera con él. Apenas lo puedes ves, pero imaginas sus garras afiladas, sus ojos insensibles, su vuelo feroz. Te sientes observado. Por eso, aseguras que todo esté cerrado, aferrándote a la débil confianza de una habitación sin posibilidad de entrada. Ni salida. Y vuelves al sillón, recoges el libro e intentas concentrarte de nuevo. Pero no eres capaz. Lo cierras de golpe y tembloroso, acaricias las letras grabadas de la portada. Apenas tres: POE.

Creador de relatos en un tiempo en que se escribían largas novelas, pionero e iniciador del género de terror, este año se dedica a Edgar Allan Poe, conmemorándose el 200 aniversario de su nacimiento. Por eso tenía que hacerle un pequeño homenaje a su obra, en la que destacan cuentos como Los crímenes de la calle Morgue, El escarabajo de oro, La verdad sobre el caso del señor Valdemar, El corazón delator o poemas como Annabel Lee o El cuervo. Misteriosas y oscuras palabras como lo fue su malograda vida marcada por el sufrimiento, el alcohol y la locura. Contienen todas ellas los ingredientes básicos de lo que consideramos actualmente el misterio, el terror, el suspense, por lo que influyó no sólo en la literatura sino en otras artes como el cine. Hoy, dos siglos después, Poe continua vigente y el aniversario es, como en este tipo de efemérides, una excusa más para que volvamos a sus escritos originales. Nada mejor que las fuentes para darnos cuenta de su importancia y modernidad. Gracias a su creatividad, cosas y animales, en principio tan inocentes, como una carta, un pozo y un péndulo, un barril de amontillado o un gato negro se convirtieron en historias inquietantes. Si sois de fácil pesadilla, os advierto que no os adentréis en este mundo. Sólo lo diré una vez. Nunca más.

jueves, 18 de junio de 2009

La novia de Frankenstein

Nada vale tanto la pena de ser encontrado, como lo que jamás ha existido.

Pierre Teilhard de Chardin

Que tenga el pelo largo, largo y sedoso. El color da igual. Los ojos grandes, misteriosos, que digan algo. Una cara bonita, pero no de esas bellezas sosas que empalagan. Me gustan las caras con carácter. Que sea femenina también. Aunque si lo pienso, el físico no es tan importante. Recapitulando las mujeres que me han gustado, son todas muy diferentes entre sí. Recuerdo aquella bajita que me sorbía el seso en la universidad o la morena con la que acabé tan mal. No, el físico no me importa, dentro de unos límites, claro está. La personalidad es otra cosa. Es en lo que realmente me fijo. Que tenga genio, aunque no tanto como para que me anule. Que sepa lo que quiere. Odio a las indecisas. Que sea simpática, extrovertida, aunque en su justa medida. Que tenga conversación, que podamos hablar sobre todos los temas del mundo. Claro y para eso es necesario que tenga cultura. Lo ideal sería que tuviéramos gustos similares. Aunque puede llegar a ser tedioso. No quiero un clon. Pero tampoco una mujer totalmente opuesta a mí. Lo de que los contrarios se atraen está muy bien para la Física, pero no es útil en la vida real. Que me complemente. Una mujer con valores, que no sea superficial, aunque tampoco aburrida. Siempre es bueno un punto de frivolidad pero que no mate por unos zapatos de marca. Que me atraiga. Aunque la atracción tiene que ver con el físico. No se puede despreciar el físico tan a la ligera, porque es lo primero que entra por la vista. Y que me quiera, sólo eso.

Terminó de pensar y salió a la calle a buscar quien encajaba con este perfil.


Vídeo: Creación de la novia (Elsa Lanchester) en La novia de Frankenstein (James Whale, 1931).

viernes, 29 de mayo de 2009

Maurice

La vida nunca nos depara lo que queremos en el momento apropiado. Las aventuras ocurren, pero no puntualmente.

Maurice (Edward Morgan Forster, 1914)

Maurice no era ni más listo, ni más rico que la mayoría de los chicos de su colegio pero ingresó en Cambridge por tradición familiar. Ni su madre, ni él estaban especialmente emocionados con la idea pero a ninguno de los dos se le hubiera ocurrido contradecir esa imposición que ya duraba generaciones y que servía como homenaje a su padre ya fallecido. Por eso, el joven Maurice, que sólo conocía la plácida vida de un suburbio burgués de Londres, cuando llegó a Cambridge, quedó admirado. Clases de filosofía, griego, latín, charlas sobre religión, ciencias, música clásica, diálogos platónicos, una realidad nueva de la que era absolutamente ignorante. Pero no sólo las disciplinas académicas eran desconocidas para Maurice. Su principal preocupación en Cambridge fue el conocimiento del ser humano y de si mismo. Lo tomó como una meta personal. Pensó que si se camuflaba entre la masa, sería más sencilla la observación del resto, como el ornitólogo que se viste de verde para confundirse con el entorno. Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Era tan diferente como creía? ¿Existían personas como él? ¿Debería hacer algo para pasar desapercibido? Siempre pensó que él solo podría llegar a hallar algunas respuestas, pero se equivocaba. Se dio cuenta de su error en el mismo momento que conoció a Clive. Él era su compañero, su interlocutor, su amigo, su igual.

Maurice, como libro, llegó tarde. Finalizada en 1914 pero publicada en 1971, su autor, Edward Morgan Forster, la guardó en un cajón para ser mostrada al público tras su muerte. Pero el mundo inocente de comienzos del siglo XX no se parecía en nada al de los 70. Forster cuando lo escribió temía a la biempensante sociedad en la que vivía, una Inglaterra de férreos corsés victorianos donde cualquier salida de tono suponía la exclusión. Y aunque el mundo y su país cambiaron, el miedo del escritor persistió. Por eso, su defensa de la homosexualidad y la libertad cuando se publicó Maurice resultó obsoleta y un tanto ingenua. Pero si sacudimos un poco el polvo del libro, veremos que Forster no se equivocó al describir el despertar sexual de una persona que está perdida. Eso sirve tanto para un siglo como para otro. El Maurice de Forster luchaba por su sitio en el mundo, por su felicidad, no diferente a la del resto de personas. Clamaba por dejar de esconderse, de apartarse, quería entender porqué era como era y no de otra manera. Buscaba respuestas. Dilemas estos que acompañan y acompañarán a los seres humanos cualquiera que sea la moda, en 1914, en 1971 y en 2009. Vivimos para aprender, para aprendernos, sin instrucciones previas de ningún tipo y así, todos aquellos que respiramos, somos de una u otra forma, Maurice.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Después de Benedetti

La verdad es que
grietas
no faltan [...]

hay una sola grieta
decididamente profunda
y es la que media entre la maravilla del hombre
y los desmaravilladores

aún es posible saltar de uno a otro borde
pero cuidado
aquí estamos todos
ustedes y nosotros
para ahondarla

señoras y señores
a elegir
a elegir de qué lado
ponen el pie.

Grietas (Mario Benedetti, Quemar las naves, 1969)

Exilio en tu mirada burlona, cordialidad de paso. Extraño en países de acogida, incluso extraño en el Montevideo de tus recuerdos, paseabas Don Mario aprendiendo de cada átomo de vida que encontrabas por delante. Vida que afloraba aunque el mundo se rodeara de cadáveres y lápidas, porque la vida salía directamente de ti. Aprendiste desde joven que las palabras no deben guardar secretos, que son trazos simples, que tienen que llegar a todo el que quiera comprenderlas. Pero también conocías que en momentos esas palabras se mostraban insuficientes y así recurrías a la imaginación para crearlas. Escritor y poeta de la razón, no por vía de sesudas reflexiones sino por sencillos argumentos, de los que uno asiente sin tener nada más que decir. Hay miles de grietas en la Tierra, lo sé, Don Mario, tantas como almas si me apura. Pero de la única que importa, esa de la maravilla del ser humano, de la vida, de esa siempre estaré de su lado, aunque de reojo miremos lo profundo del abismo.

Estamos tan acostumbrados a calificar de genio al primero al que le suena la flauta, que cuando un auténtico genio se va, siempre tengo la sensación de que a nadie le importa. No lo digo porque no se hayan hecho eco de la muerte de Mario Benedetti, al contrario, he leído mucho y muy bueno sobre él estos días, sólo me pasa que cuando uno verdaderamente grande se va, se abre una grieta difícil de tapar. El consuelo son sus libros, sus palabras ordenadas una detrás de otra, que reflejan sabiduría, decisión, compromiso. Queda su voz pausada, las canciones con sus letras. Quedan sus poemas, su tregua, su primavera con una esquina rota, sus inventarios, sus andamios... puede parecer mucho, pero el hueco profundo que deja su pérdida hace que esa grieta sea inabarcable. Ésta se une al resto de grietas, surcos o hendiduras que decoran el mundo. El día 17 de mayo de 2009 el mundo se separó en dos mitades: antes y después de Benedetti.

lunes, 6 de abril de 2009

Sol ardiente de junio

Su traje es amarillo, un topacio que resiste todo intento de descripción, dominando todo lo que se le acerca con un esplendor que es casi imperial.


¿Es el sueño, la inconsciencia o quizá la muerte quien la busca? Debe ser el sueño reflejado bajo la luz del Mediterráneo, que acaricia las gasas, que enrojece la piel. El sueño plácido que descansa, que fortalece, que invita a vivir en un mundo de imágenes coloreadas. Benévolo, placentero, sencillo sueño, donde dejamos de ser quienes somos para ser quienes queremos ser. Cuando el sueño nos rodea con amorosos brazos, olvidamos el cuerpo, porque no es importante y nos sumergimos en las aguas del mar. Allá abajo, un mundo nuevo se descubre: delicados corales, caballitos intangibles, serenas algas movidas al vaivén de la marea, bancos de peces de plata, arena que pule la roca más dura. ¿Es el sueño la vida auténtica? ¿Dormimos para vivir, errantes, muertos en vida, perdidos en las grises sombras de la realidad? No lo sé y no quisiera saberlo, porque atrevidos sueños me atormentan las noches. Sueños que no viviré nunca, que me persiguen, pero que duran el tiempo justo para levantarme sudoroso y aliviado. Bellos, soleados pero igualmente peligrosos, me atrapan y me ahogan. Me avisan de mi pasajera vida. A veces no quiero soñar, consciente como soy de su tentador filo. La durmiente, sin embargo, lo tiene claro, como la decidida Penélope enfrentada a su destino. El eterno sueño es su vida, su hogar lo inconsciente y cuando la antipática muerte llegue, que la busque junto al mar, durmiendo bajo el sol ardiente de junio.

Sol ardiente de junio (1895) del pintor británico Frederic Leighton es uno de mis cuadros favoritos. Mil veces disfrutado en ilustraciones, nunca lo había visto en persona, porque se exhibe en el Museo de Arte de Ponce en Puerto Rico. Pero curioso como siempre, el destino me lo ha traído, ya que unas obras de remodelación en su museo le ha hecho recorrer mundo visitando paredes ajenas en que lucirse. Desde el 24 de febrero hasta el fin de mayo recala el Sol ardiente de junio en una sala del Museo del Prado de Madrid y estando cerca era un verdadero pecado no ir a hacerle una visita. Estos encuentros suelen ser comprometidos porque las expectativas suelen ser tan altas que la sombra de la decepción siempre planea sobre tu cabeza... Pero, todo fue sencillo y fácil, como los mejores placeres. Entré cauteloso para no perturbar el eterno sueño de mi anaranjada amiga y allí me quedé, absorto, recorriendo con la vista cada pliegue, cada muesca, cada detalle. Atrapado mucho más tiempo de lo que hubiera imaginado, callado, sonriendo, sintiendo como si el sol se hubiera colado por las ventanas del museo. Y más hubiera estado si no llega a despertarme de ese sueño una avalancha de estudiantes de excursión de fin de curso que gritaban su aburrimiento en la sala. Aún así, salí del Prado deslumbrado, con la imagen impagable del sol ardiente de junio grabada para siempre en mi memoria.

jueves, 12 de marzo de 2009

La ventana indiscreta

Nos hemos convertido en una raza de mirones. Lo que deberían hacer es salir de sus casas y mirarse hacia dentro para variar.



Día 1. Hace calor y encima tengo escayolada toda la pierna. Reposo y más reposo, y paciencia, me prescribió el médico. Y poca cosa más puedo hacer. Supongo que unas semanas sin trabajar pueden ayudarme a desconectar algo. Pero me aburro, no estoy acostumbrado a estar entre las cuatro paredes de este apartamento, que ahora se me antoja diminuto. Como estamos en plena ola de calor, las ventanas siempre están abiertas, como las de todos. Por ellas, veo todo el vecindario. Amas de casa haciendo sus faenas, chicos escuchando música, gente viendo la televisión. Rutina y rutina encerrada en sus casas. Y un par de tortolitos...

Día 2. El calor persiste. Después de un buen rato sin gran cosa que hacer, decido ver que hay de nuevo tras las ventanas de mis vecinos. La que ayer barría la casa, hoy hace la comida. Música alta en otro apartamento. Y el matrimonio de enfrente discute a gritos, aunque la atronadora potencia de la música ahoga sus palabras. Ella está metida en cama, igual que ayer. Debe estar enferma. Él llega al cuarto y comienza la trifulca. Ella ríe histérica, él golpea la cómoda del dormitorio. Se cruzan gestos y él sale dando un portazo como alma que lleva el diablo. Ella se lleva las manos a la cabeza en señal de dolor.

Día 3. La escena del matrimonio se repite con iguales consecuencias. Pasa algo en ese piso. Mientras alrededor, todo sigue igual. Duermo y como. Me aburro.

Día 4. ¿Dónde está ella? Ha desaparecido. Es extraño. ¿A dónde ha podido ir una mujer enferma? Quizá al hospital. Él se ve nervioso. Da vueltas por su casa, sin rumbo fijo. Y de repente, le veo envolver algo en papel de embalar. Parecen una sierra y un cuchillo grande, como de carnicero. No, no. No puede ser. Con ello hace un paquete que deja sobre la encimera de la cocina. Se marcha al salón. Apaga la luz pero sigue ahí. Veo el rojo incandescente de su cigarrillo. ¿Qué tipo de persona fuma a oscuras? Sólo un sospechoso.

Día 5. Su actividad se vuelve frenética. Ha traído cuerdas y está haciendo las maletas. Piensa dejar el piso porque lo ha empaquetado todo. Una vecina me ha chivado que su esposa se ha ido de viaje y que él se encontrará con ella más tarde debido a su trabajo. Bonita coartada. Sigue el trasiego. De repente coge un bolso de mujer. ¿Qué saca? Son joyas. Ninguna mujer se iría de viaje sin sus joyas. Se las guarda en el bolsillo del pantalón. No puedo llamar a la policía. No tengo pruebas.

Día 6. Habla por teléfono constantemente. Parece que alguien le espera. ¿Un cómplice quizá? Una empresa de transporte se ha llevado hoy un baúl grande de su casa. Voy a poner a prueba sus nervios con algo sencillo. Escribo una nota y la guardo en un sobre. Pido amablemente a una vecina que lo eche por debajo de su puerta. Cuando se da cuenta, abre el sobre y lee: ¿Qué has hecho con ella? Su cara se nubla en un instante. Mira hacia todos los lados sin saber quien se lo ha enviado. No puedo aguantar la excitación y casi tengo medio cuerpo fuera de mi ventana. No puedo perderme los detalles. Él se gira y me ve. Nuestras miradas se cruzan en un segundo eterno. Sale apresurado por la puerta. ¡Oh Dios mío! Creo que viene a mi casa...

Lo que se ve a través de una ventana puede ser espectacular. Arrasa con nuestra capacidad de discreción y activa toda nuestra curiosidad. Es como observar una obra de arte. Puede que la vida en sí de nuestros vecinos no sea demasiado interesante, pero el hecho de observar sin que lo sepa el que está siendo observado, es tremendamente atractivo. Dicen que sólo somos nosotros mismo en la soledad de nuestra casa, tal es el nivel de disfraz que usamos en nuestras relaciones con otras personas. Ver esa naturaleza real en la confianza de un hogar es el interés de espiar a través de una ventana. Desde que se estrenó La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), las ventanas se han ido multiplicando. Si queremos estar al día, ya no basta el visor de la cámara que usaba L. B. Jefferies (James Stewart), ni la inocente sagacidad de Lisa C. Fremont (Grace Kelly). Es mucha la curiosidad que saciar y millones de ventanas se muestran a nuestro alrededor. Todo un gran vecindario global en el que hay misterios, matices, miserias y alegrías, nacimientos y por supuesto, sangre y muerte. Ni siquiera basta una vida para conocer todos los detalles de lo que pasa tras una ventana. Por mi parte, sigo espiando por la mía en busca de algo interesante que me saque de la rutina.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Un hombre entre dos trópicos

Las estrellas brillan tan claras, serenas, remotas. No se burlan de mí precisamente, sino que me recuerdan a la fatalidad de todo. ¿Quién eres tú, muchacho, para hablar de la Tierra, de hacer volar las cosas en pedazos? Muchacho, nosotras hemos estado suspendidas aquí millones y billones de años.


Henry se pateó todo Nueva York en busca de un amigo, no porque se sintiera sólo sino porque necesitaba pasta. Daba igual quien fuese con tal de que aflojara el dinero sin que diera la tabarra mucho tiempo. Dejaría esta ciudad de mierda, se dijo, en cuanto reuniera el dinero suficiente como para sacarse un pasaje, sea en avión, en barco o en submarino. Cualquier cosa para salir de la pestilencia de Nueva York. Ni todas las fiestas, ni todas las mujeres del mundo con las piernas abiertas podrían convencerlo de lo contrario. Las luces iban encendiéndose poco a poco, dando a las cosas que alumbraban un halo mortecino. Se miró la cara en la luna de un escaparate y vio a la muerte posada sobre él como una polilla. Debo marcharse, o esta vida que apenas retengo por los pelos, me abandonará como si fuera un perro pulgoso. ¿Cuál es mi destino? Cualquiera, quizá me iré al trópico o a una isla del Mediterráneo. Quizá me interne en África y allí me pierda. Cualquier sitio es bueno con tal de huir. El mismo infierno no creo que sea peor.

Henry Miller era un hombre muy singular, inteligente, caótico, destructivo y autodestructivo, cínico, obsesivo e irracional. Muchos de estos calificativos podrían ser negativos en cualquier persona pero en Miller conformaban una personalidad diferente, atrayente y aborrecible a partes iguales. Tuvo miles de trabajo: profesor de piano, sepulturero, vendedor de enciclopedias, jefe de personal de la Western Union, peón de rancho... todos ellos realizados sin ninguna vocación y con un único objetivo: obtener dinero para vivir una vida bohemia y caradura que se le debía, según creía él mismo, por derecho propio.
Dos ciudades, como los dos Trópicos, marcaron su vida: Nueva York y París, como un doble binomio, odio y amor, un hogar aborrecido y un paraíso adorado. Trópico de Cáncer (1934) está dedicado a París. No cualquier París, sino esa ciudad objeto de fascinación de la colonia de escritores e intelectuales que el destino reunió allí. El París de los 30, que descubrió con su esposa June y que era un país de las maravillas poblado por animales tan exóticos como Anaïs Nin, Lawrence Durrell, Ernest Hemingway o Tristan Tzara. Trópico de Capricornio (1939) se sitúa en Nueva York durante los años 20. El joven Miller, pasando de un trabajo a otro, de una fiesta a otra y de una mujer a otra, ve como su vida también se transforma, amamantada por su propio veneno. No son libros típicamente autobiográficos, sino un vómito de pensamientos arrojados sin el menor filtro, escritos desde el instinto, desde el puro subconsciente, caóticos e inmorales pero tremendamente clarificadores, honestos y reales. Algo de lo que todo tenemos dentro y no nos atrevemos ni siquiera a pensar, pero que existe. Eso que nos da miedo reconocer y que nos afanamos por ocultar de cualquier mirada exterior. Algo, que si somos sinceros, reconoceremos y que corta cualquier racionalidad e inocencia como la línea de los trópicos corta la Tierra.

Imagen: Portada de Trópico de Capricornio (Panther Books, 1964)

miércoles, 22 de octubre de 2008

El crepúsculo de los dioses

Conozco su cara. Es usted Norma Desmond. Antes trabajaba en las películas. Era una de las grandes.
Yo soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas.


No necesitábamos diálogos, teníamos expresiones. El diálogo es un continuo bla bla bla que entorpece el carisma, la emoción... y se quedó mirando hacia el infinito con una pausa dramática. El guionista la miraba atónito, una mujer anclada en gasas, prisionera del salón gótico de aquel mastodonte de casa de Sunset Boulevard. Sólo cuando él desvió la mirada, por aburrimiento de esta situación, la gran diva volvió a la carga. Habló de sus admiradores, de las miles de cartas que aún recibía e incluso de aquel príncipe indio que se ahorcó, sólo por no obtener los favores de la actriz. Le contó sus alocados planes de regreso, necesitaba reconquistar a esos espectadores que no perdonaron su retirada la última vez. Me estaba hablando con una pasión desmedida que poco ocultaba su desesperación. Se recostó graciosamente en la chaise longue y pidió a su mayordomo champán frío y caviar. Había que celebrarlo. Siempre había preparado champán y caviar en la casa, probablemente era los únicos alimentos que se guardaban allí. No cabía en su cabeza que no se hiciera la Salomé que suponía su fulgurante reentré, que a nadie le interesara ni ella, ni su guión, más que como curiosas piezas de museo. Entrechocamos las copas y a voz en grito exclamó: ¡Por nosotros! Un escalofrío me recorrió el cuerpo, por ese brindis mi destino se unía macabramente al de Norma Desmond.

La decadencia es difícil de llevar. O al menos es lo que nos muestra El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950). La estrella que se apaga poco a poco, siendo inconsciente de su propia limitación, no quiere creer que el futuro le depara únicamente miseria y olvido. Un mundo que lanza rápidamente al estrellato a los incautos, consecuentemente, es la locura la única salida posible. Una locura trágica, que consiste en ansiar la vuelta del pasado, algo que las leyes de la Física hacen del todo imposible. Pero esa era también la grandeza de Norma Desmond (Gloria Swanson), creer que su sola presencia podría hacer capitular las leyes del universo. Aunque seamos totalmente ajenos a los delirios de grandeza de una actriz de cine mudo, todos conocemos Normas Desmonds. Tantas hay, como sus muchos retratos altivos en la mansión de Sunset Blvd, multitud de gente que se autoengaña, que se cree sus propias mentiras, que se da aires sin ser nada, que se hieren en batacazos no aceptados desde lo alto. El cacareado fin del capitalismo y su crisis de castillos de naipes, el declive del imperio americano, las numerosas edades de oro, los matrimonios perfectos, los negocios del siglo... todas son realidades que esconden su arrugada piel en tules y lentejuelas, clamando tiempos mejores. Bajan señorialmente la gran escalera preparados para un primer plano que no puede aguantar.


Vídeo-montaje con escenas de este clásico del cine.

lunes, 28 de julio de 2008

Barrio de Maravillas

La realidad es una hidra de cien cabezas o es, más simplemente, un cuerpo con innumerables puntos de vista.


Madrid 1914; Elena e Isabel leyeron en el periódico en grandes letras:

DECLARACIÓN DE GUERRA DE ALEMANIA A RUSIA. MOVILIZACIÓN GENERAL EN FRANCIA.

Tan grandes y asustados titulares que recorrían todo el barrio de boca en boca, exactamente igual como cuando hacía un par de años asesinaron a Canalejas en plena Puerta del Sol. Noticias que no entendían, pero con las que se transmutaban las caras de los que la recibían. Nada comparables a los requiebros de Luisito desde la farmacia en el chaflán de la calle San Andrés y San Vicente. Nada a las penas de la pobre Piedita, ni a los aires de gran señora de doña Laura. Eso eran noticias de verdad, de adultos, noticias de las que cambian el mundo. Aunque Elena sólo supo de su importancia cuando volvió a Madrid y ya no existía el barrio. Sí las calles, las casas, la farmacia pero no el Barrio de Maravillas donde vivió su adolescencia, plagada de pucheros, libros viejos y patios ruidosos. En ese momento, por lo bajinis, las vecinas en la pollería aún comentaban la última representación de gran María Guerrero.

Rosa Chacel sufrió el exilio, dejó Madrid en 1938 y no volvió definitivamente hasta 1974, donde residió hasta su muerte. El primer libro que publicó a su regreso fue Barrio de Maravillas (1976). Me imagino que el barrio de Malasaña en los 70 distaba mucho del de principios del siglo XX, pero no necesito pintarlo desde la realidad sino desde su recuerdo. Precioso homenaje a un mundo, un barrio y una España que se consumieron con los años y la Historia. No se dedicó Chacel a grandilocuencias, ni a hazañas, simplemente describió a precisas pinceladas la vida que disfrutó, llenas de serenos, hojalateros, míseras profesoras de piano, fisgonas vecinas, niñas pobres que vivían como ricas y fiestas de carnaval de papel de seda. Como las hacendosas costureras de su edificio, en pequeñas puntadas nos remata un barrio entero, barrio de un Madrid hoy dedicado a la postmodernidad, lejano y ajeno. Una novela que demuestra que no todo el exilio es olvido, que por una vez también quedaron maravillas.

Imágenes: Azulejos de la Farmacia Juanse, fundada en 1892, en pleno barrio de Malasaña.

viernes, 28 de marzo de 2008

Maestro Azcona

Qué estupidez esa del final feliz como garantía del taquillazo. ¿Lo tiene Romeo y Julieta?


El verdugo no quiere matar, él sólo quiere un piso con su señora, tranquilidad, pero los pisos están por las nubes. El abuelo quiere un cochecito para fardar con sus amigos. Un empresario catalán quiere contactos para hacer prosperar su negocio por eso va a una cacería aunque no sepa ni disparar un tiro. El marqués de Leguineche quiere recuperar la vida cortesana en su palacete de Madrid pero ya no hay corte aunque haya rey. La compañía de teatro quiere representar La corte del faraón sin problemas con la censura y el comisario pide una paella para el largo interrogatorio. Loli sólo quiere casarse con Leonardo a pesar del turismo y de la muerte de la madre de éste. ¡Vivan los novios! Hildegart Rodríguez quiere una sociedad igualitaria sin discriminación de género pero también quiere encontrar el amor. Carmela y Paulino, variedades a lo fino, sólo quieren aplausos para su espectáculo sean rojos o franquistas. Flor de Otoño quiere vivir sin que su pasado de chico bien sea una losa para su vida. Todos estos deseos de un país en blanco y negro estuvieron un día en la cabeza del guionista, luego plasmados en papel, en la boca de los actores después y de ahí a la cabeza de los espectadores.

Yo quiero que maestros como Rafael Azcona nunca dejen de existir y que las películas suplan la falta de presupuesto con ideas. Quiero que los verdugos no quieran matar y quiero que en los países aunque haya lo mínimo para comer, no deje de existir el humor. Maestro, espero que la muerte viniera a verle vestida de guardia civil subida en una barca y que la acompañara con una sonrisa.

jueves, 6 de marzo de 2008

Las dos Fridas

Yo no hubiera sabido -y creo que algún día lo sabrán todas las gentes-, a lo que puede llegar el heroísmo ante el dolor, la alegría a pesar del tormento, la ternura sin límite y el genio plástico en lo que tiene de más íntimo y directo, si no hubiera conocido a Frida Kahlo.



Las dos Fridas, el dolor y la creación. La Frida mexicana, la de la raíz, apegada a la tierra como una figurilla maya, la Frida tehuana, la esposa cariñosa adornada con cuentas de jade sin pulir. La Frida europea, mundial, mundana, la que posa en la portada del Vogue, la Frida surrealista, admirada por Picasso y Breton. La Frida comunista cenando con Henry Ford y Rockefeller, la que encabezaba a gritos la manifestación del Socorro Rojo. La Frida que anhela un hijo, la que ama a Diego, la independiente, la que sufre dolores que la imposibilitan. Las dos Fridas son miles, unidas por unas iguales arterias sangrantes, cogidas de la mano, inseparables, bajo un cielo azul y plomo. Es la misma y son distintas en una especie de misterio sin solución. La Frida que se pinta una y otra vez con la máscara puesta, que mira con ojos duros y el gesto serio. Esa Frida que esconde su debilidad, su salud, la que aún vive siendo niña en la Casa Azul de Coyoacán. La que pinta sandías Viva la vida a un paso de la propia muerte. Esa es ella, Frida Kahlo de Rivera, Frida sin apellidos, la gran ocultadora.

Os dejo un interesante video con imágenes de la Frida real, la que aún no se había convertido en un mito para la posteridad, con la estupenda canción de Café Tacuba "Esa noche".