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sábado, 26 de octubre de 2013

Arabia Felix


Hallarse uno cargado de obligaciones y sin remedio para socorrerlas hace buscar medios y remedios cómo salir de ellas. La necesidad enseña claros los más oscuros y desiertos caminos.

Capri terminó. Eso queda claro, pero los caminos son infinitos. Para todos aquellos que leyeron y pensaron con vistas al Capri finito os dejo una nueva recomendación:
 

Si a veces buscas perderte por una tierra desconocida, estarás contento de encontrar la Arabia Feliz.



jueves, 13 de junio de 2013

C’est fini

Sobre la extensión de la arena, de repente algo grita que Capri c'est fini. Que ERA LA CIUDAD DE NUESTRO PRIMER AMOR pero ahora ha terminado. TERMINADO.
Que terrible resulta de repente. Terrible. Cada vez dan ganas de llorar, de huir, de morir, porque Capri ha seguido la rotación de la tierra hacia el olvido del amor.

Yann Andréa Steiner (Marguerite Duras, 1992)

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Capri se acabó y con él sucumbió todo un mundo que, a retazos, vienen de vez en cuando a mi memoria. En esos momentos, como un arqueólogo submarino, buceo entre palabras que en algún instante escribí y que se guardan bajo el mar, mohosas y olvidadas. Allí, los contornos se redondean, las caras se desdibujan, los detalles desaparecen. En ocasiones saco algo a la superficie, lo restauro y lo dejo en una vitrina a dormir el sueño de los justos. Así, vuelve a tener una vida, nostálgica y contemplativa, aunque no sirva para nada más. La memoria tiene el don infinito del olvido, dejando imágenes y recuerdos extraños, que fueron vívidos en un momento y va desvaneciéndose como la luz del mediodía, cuyo esplendor va decreciendo hasta el ocaso.

Y este es el fin de algo que comenzó con vocación de FINAL. He querido dejarlo morir silenciosamente aunque sabía que merecía un final. No obstante, sólo es el punto y seguido de un viaje de búsqueda personal. Capri se acabó, sin duda, pero la vida tiene la ventaja sobre la nostalgia de que no te permite parar a pensar. Nunca he sido bueno en las despedidas. A lo mejor, reflexiono demasiado y me es imposible improvisar lo que quiero decir cuando se me agolpan las ideas. Por eso no me extenderé. Sólo una cosa más: muchas gracias a  todos lo que se pasaron por aquí, curiosearon, leyeron y comentaron, ellos me enriquecieron más que lo que pude hacerlo yo. Hoy sigo bien, la vida no me da tregua, trabajo, escribo, leo, pienso, como de costumbre. Quizás un día vuelva y siga alimentando un rincón como Capri, nunca se sabe. La luz al final de la Gruta Azul siempre está encendida.

martes, 14 de junio de 2011

Los laberintos

Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas.

El túnel (Ernesto Sabato, 1948)

Suponía que tenía que ser de día. Había perdido la noción del tiempo y las paredes del laberinto, altas, de hormigón y sin grietas, no dejaban ver la luz del sol. Pasado ya los momentos de angustia, de gritos infructuosos de ayuda, mi mente se enfrió y se esforzó en exclusiva en buscar la salida. Como no disponía del hilo de Ariadna, ni de las migas de pan de Pulgarcito. Utilicé la vieja estrategia para salir de un laberinto; seguir siempre la misma pared y tarde o temprano encuentras el final. Aún sin saber si este laberinto tenía salida, fue apoyando la mano a la pared que quedaba a mi derecha. Al principio a ritmo normal, pero conforme caminaba, mi cuerpo excitado me pedía ir más rápido. Casi sin aliento, no sé ni el tiempo que pasé doblando esquinas, sorteando recovecos y atravesando largos corredores. Aunque me sentía desfallecido, cuando vi un gran hueco al final del túnel invadido de luz, corrí con  lágrimas que rodaban, esquivas, por mi cara. Ahí estaba al fin… Respiré. El sol estaba en lo más alto. No me importaba que mis ojos quedaran cegados ante ese derroche de luz. Me sentí joven de nuevo. Justo ahí, había un pequeño césped con un banco de piedra en medio. Me senté para recuperar el aliento. Frente a él, tres puertas hechas de setos, cada una coronada con un dintel de piedra con unas palabras grabadas:

AL FINAL     ESTÁ     LA SALIDA

Así descubrí que ése no era el final de un laberinto, sino el principio de otro. Mi laberinto estaba dentro de otro más grande cuyas paredes eran vegetales. Lloré, pataleé, me lamenté, clamé al cielo por mi mala suerte… Desorientado, tomé de nuevo rumbo y me adentré en este gran laberinto. Ahora el sol que ansiaba me abrasaba la piel.

Los laberintos son símbolos muy potentes, utilizados en todas las épocas, para representar el enigma, la desorientación de la vida, los dilemas… El día 30 de abril nos dejó una mente lúcida y laberíntica del mundo de la literatura: Ernesto Sabato, uno de los mejores narradores argentinos del siglo XX. Por esas cosas de las casualidades, homenajeando a este gran escritor, hoy (y no cuando murió, por diferentes razones circunstanciales) escribo sobre laberintos y me doy cuenta de otra gran efeméride, también sobre el fallecimiento, también sobre otro grande de la literatura y también argentino. Hoy 14 de junio, hace 25 años de la muerte de Jorge Luis Borges. Dos nombres verdaderamente ilustres, aficionados ambos a los laberintos y que han escrito algunos de los textos en castellano más bellos de la Historia. Esto es mucho decir, soy consciente, pero creo que no me equivoco. Así que sirva desde aquí mi homenaje a Sabato y Borges, por lo que dejaron escrito y vivido; y por lo que fueron. Cualquiera de sus obras tienen la magia de lo que está escrito con inteligencia. Son laberintos en los que merece la pena entrar y perderse absolutamente.

viernes, 29 de abril de 2011

Interiores

Es una ironía; a pesar de que yo estoy preocupada por ti y tú me correspondes con desdén, me siento culpable. Creo que tú eres demasiado perfecta para vivir en este mundo. Todas esas habitaciones tan exquisitamente amuebladas, esos interiores tan cuidadosamente diseñados, todo tan controlado… No había lugar en ellos para los sentimientos humanos. No, no lo había.

Interiores (Woody Allen, 1978)

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Joey miraba el jarrón blanco de cerámica porosa que su madre le colocó en el aparador del salón. Pensó que era una imposición de su madre.

Una vez completada la decoración de la casa familiar, se había dedicado a comprar pequeños detalles para mejorar mi casa. Era un jarrón sencillo, quizá para poner margaritas. Según me dijo mamá, ninguna otra flor debía cubrir la belleza serena de la cerámica, ni las formas simples que tenía. Pero, bajo esa apariencia, sobre la madera, presidiendo el salón, se escondía el mandato firme de una madre, una mujer inteligente, dotada, culta y que quería lo mejor para sus hijas. Todo belleza, pero con un interior oscuro y autoritario, como el que había si mirabas por la boca del jarrón. Al igual que éste, mi madre podría lucir margaritas prendidas en su trenza, pero seguiría siendo mi madre, todopoderosa madre. Más allá del poder maternal de cualquier madre, la mía usaba mecanismos suaves, diplomacia blanda, buenas palabras y educación, pero imposición al fin y al cabo. No me molestaba realmente el jarrón, era bello. Mi madre tenía buen gusto. Si lo retiraba y lo colocara en otro lugar, sería lo primero que mamá observaría al entrar: “Hija, ¿dónde está el jarrón? Quedaba tan bien ahí… que es una pena que lo hayas quitado. Daba tanto juego con los muebles…” Y yo, por no escuchar nada más, lo volvería a poner en su sitio, con rabia, con un gesto frustrado de derrota por el indignante mando de quien me dio a luz.

En Interiores (1978), Woody Allen unifica dos de sus temas preferidos en su filmografía: psicoanálisis y Bergman. Más que nunca, esta película es un enorme homenaje construido en torno al gran cineasta sueco. No voy a incidir en las diferencias entre Ingmar Bergman y Woody Allen, porque son evidentes y este blog no pretende ser una enciclopedia. Pero es claro que en Interiores existe una admiración que sublima toda la película. Actores, diálogos, ambientación, todo es tan bergmaniano, aunque siempre pasado por el tamiz del director neoyorkino, lleno de ironía y situaciones inverosímiles. Una madre castrante y controladora a la que su marido, padre de la familia, decide abandonar después de muchos años de matrimonio. Tres hijas totalmente diferentes en su manera de ver el mundo, pero que tienen la característica común de la inconveniencia de esta separación. Y mucha intelectualidad y referencia a filósofos y escritores hasta en las conversaciones más triviales y caseras. El punto de normalidad lo pone la nueva novia del padre, Pearl, una divorciada madura, que llega a la familia como un terremoto. Los momentos culmen se producen en la boda del padre y Pearl. Todas las rencillas familiares estallan en la casa de la playa donde se celebra la ceremonia íntima. Junto a una noche tormentosa y un mar embravecido, luz nórdica, sobriedad y colores fríos, Bergman estaría profundamente halagado.


Vídeo: Renata (Diane Keaton) en su visita al psicoanalista.

domingo, 17 de abril de 2011

Séraphine Louis

Una obra grandiosa que ignora sus sublimes predecesores y por lo tanto no puede citarlos como testigos: los rosetones de las catedrales medievales y las tapicerías góticas.

Hojas, flores, ramas, rojo sangre. Sábanas mojadas tomando el sol junto al río, baldes llenos de agua con jabón, suelos de madera barridos. Velas encendidas con cera goteando. Pinceles sucios, aguarrás, pintura Ripolin de la droguería del pueblo, paletas, mejungues a medio secar, olor a barniz. La mirada de la Virgen es la única que te ve pintar. Voces. El apocalipsis. El fuego encendido para un té, las camisas planchadas y dobladas. Manzanas brillantes, hojarasca viva, flores que hablan, viento que susurra. La obra del Creador fundida en los lienzos. El barro, el líquen de un árbol, los trinos de los pájaros, la hierba. Las calles mojadas, los gritos, los ojos que te juzgan. Y más voces, y las rodillas peladas del frío y de fregar. Un pequeño trozo de carne y un vaso de vino peleón. Discretas ilusiones. Sencilla tú, Séraphine, como los arbustos, pero entrelazada y compleja como tus pinturas.

Séraphine Louis o Séraphine de Senlis (1864-1942) es una pintora francesa casi desconocida. Es representante de la pintura naïf de principios del siglo XX. Aunque esto es mucho decir para esta mujer de vida difícil e imaginación imparable. Huerfana con apenas un año, adolescencia en un convento, fue pastora y criada toda su vida. Pero tenía una pasión oculta: pintar. Fue descubierta por el marchante y coleccionista Wilhelm Uhde, cuando éste se refugió en Senlis en 1912, huyendo del caos de París. Por casualidad, Séraphine servía en la casa que alquiló Uhde, y también casualmente llegó a sus manos un pequeño bodegón de manzanas, que le asombró. Ahí comenzó la carrera pública de esta mujer, dentro del grupo de "primitivos modernos" o precursora del Art brut o arte marginal. El encuentro con Uhde despertó sus inquietudes artísticas, hasta entonces privadas y comenzó a pintar y a pintar hasta la demencia. Le expusieron y vendió algunas obras en París, una vez acabada la I Guerra Mundial, pero la Gran Depresión ahogó de nuevo esta fulgurante y breve carrera. El 25 de febrero de 1932, Séraphine, después de un altercado en Senlis, es ingresada en el asilo psiquiátrico de Clermont-de-L'Oise. Diágnóstico clínico: "Ideas delirantes con manía persecutoria, alucinaciones psicosensoriales y trastornos de la sensibilidad profunda." Nunca más pintó. Murió en la pobreza el 18 de diciembre de 1942. Fue enterrada en una fosa común.

Dije pintora casi desconocida, porque he visto una preciosa película biográfica de esta excepcional mujer (Séraphine, Martin Provost, 2008) y, como su mecenas, yo también la he descubierto ahora. Y aunque siempre me han parecido las naturalezas muertas un poco frías, no es el caso en la pintura de Séraphine Louis, llenas de color y de vida. Recomiendo la película y su obra. Y aprovecho, para, desde aquí, brindar este homenaje a los artistas autodidactas, que llenan con pasión cualquier vacío de educación formal. Bravo por ellos.


Imagen: Hojas (Séraphine Louis, 1928-1929) en la Colección Dina Vierny de París. Vídeo: Trailer de la película Séraphine (Martin Provost, 2008).

jueves, 24 de febrero de 2011

Carta de una desconocida

Cuando leas esta carta, puede que haya muerto; tengo tanto que contarte y tan poco tiempo...

Carta de una desconocida (Max Ophüls, 1948)

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Aún recuerdo el día en que apareciste en mi vida. Era un día cualquiera, ni siquiera ocurrió nada extraordinario más. Hay dos fechas claves en la vida de una persona, el día en que naces y el día en que se despierta a la vida. Y aquél fue éste segundo. Comenzó con la llegada de un carro de mudanzas. Los operarios fueron sacando, uno tras otro, objetos maravillosos. Un arpa, unos candelabros de plata, cajas de libros, cartapacios llenos de libretos y partituras, copas de cristal envueltas en papel de periódico… Yo me paseaba admirada como si hubiera entrado en la cueva de los ladrones de Alí Babá. A pesar de que oía de fondo a mi madre llamarme, no había nada, ni nadie que pudiera hacerme reaccionar. En esos momentos, sentí un agudo dolor dentro del pecho. Como el pollito que sale del cascarón, mi corazón nacía en aquel preciso instante. Me enamoré de los libros, de la lámpara de tu despacho, del piano, del pesado cajón donde se podía leer: FRÁGIL, de todo lo que veía salir de aquel camión. Y entre el ir y venir de hombres y cajas, por fin te vi dirigiendo al resto. Como un director de orquesta, movías tus brazos y dabas instrucciones. Allí me vi, sucumbiendo a la dulce melodía. Mi destino quedó sellado a ella.

Carta de una desconocida (1922) es un precioso relato de Stefan Zweig, que hace tiempo que leí. Supongo que con una buena idea como la de este libro, hacer una película buena es más fácil. Y también puedo suponer que Max Ophüls era el director indicado para traspasar al cine un relato ambientado en la Viena de principios de siglo, aunque la película se hiciera en el Hollywood de 1948. Pero tener un texto excelente no es la panacea que puede salvar una película, especialmente cuando se tiene una historia que es un flashback continuo. Son necesarios actores solventes, una preciosa ambientación y todo el talento necesario para no convertir una historia de amor-obsesión en una cursilada mayúscula. Creo que Carta de una desconocida (1948) lo consigue con creces. Ver los ojos ansiosos de Lisa (Joan Fontaine) cuando Stefan (Louis Jourdan) la descubre espiándole bajo su casa, llorosos en su despedida del tren y decepcionados cuando se da cuenta de que nunca va a recordarla, son toda una muestra de interpretación. Con una película así, uno recuerda que el amor no siempre va a la misma velocidad en dos personas, y lo que para uno es un momento clave en su vida, para otro es pura y ordinaria monotonía. Porque no hay nunca una sola historia, ni siquiera dos, la tuya y la mía, sino millones, dependiendo de los ojos que la ven, del momento en que ocurre, del estado de ánimo, de la hora del día, de la música que suena o de cómo incide la luz. Quizá por eso nos sintamos tan inseguros cuando descubrimos que estamos enamorados… porque no depende de nosotros.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El príncipe

Aquellos príncipes nuestros que durante muchos años permanecieron en su principado, que no acusen, por haberlo después perdido, a la fortuna, sino a su cobardía: porque, no habiendo pensado nunca en tiempos de paz que podían cambiar las cosas […], cuando después vinieron los tiempos adversos, pensaron en huir y no en defenderse; y esperaron que los pueblos, fatigados con la insolencia del vencedor, les reclamaran.

El príncipe (Nicolás Maquiavelo, 1513)

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El viejo dictador se pasó por la biblioteca antes de ir a dormir. Cogió, con algo de desgana, un pequeño libro encuadernado en piel y se lo llevó al dormitorio. Lo dejó en la mesilla de noche y abrió la cama. Miró su cara arrugada en el espejo y se sintió cansado. Había sido un día muy duro. No se atrevió a encender el televisor. Los gritos de la gente enfadada aún retumbaban en su cabeza como para conciliar pronto el sueño. Por eso tomó el libro, que había leído muchas veces, para intentar buscar soluciones que le aclararan las ideas. No sabía qué había cambiado. Había seguido fielmente sus directrices: es preferible ser temido a ser amado, ser cruel a ser clemente. Había tomado las adulaciones con desconfianza y las negociaciones con astucia. Seguía creyendo que el pueblo se deja llevar bobaliconamente por las apariencias y no había tenido escrúpulos para infringir sigilosamente determinadas reglas siempre bajo los intereses del Estado. Un libro que había sido inspirado por Lorenzo el Magnífico o Fernando de Aragón no podía equivocarse. Por eso no entendía los gritos, ni las pancartas de la multitud. Claramente, este país no era la Italia del siglo XVI. Probablemente estaba demasiado viejo, como decía la oposición.

Cuando los dictadores se dan cuenta de que no entienden nada a su alrededor es que llevan demasiado tiempo apoltronados en el poder. Y en vano, utilizan al ejército, a la policía y a los medios de comunicación a su disposición para no darse cuenta de lo que el pueblo quiere. Cuando la gente sale a la calle y desafía a un régimen, no sólo vence al dictador (ocurra lo que ocurra después), sino que vence a su propio miedo, que es la principal fortaleza de una dictadura. Maquiavelo y otros autores políticos, ensimismados en analizar la esencia de la autoridad, olvidan el poder del descontento popular. Una variable, que por ser difícil de cuantificar, especialmente en dictaduras, se llega a olvidar y que es el motor de los cambios. Nadie, ni en el mundo árabe, ni en Occidente, tomaba muy en serio el descontento del pueblo de Túnez, de Egipto, de Yemen o de Jordania. Quizá por eso seguimos tan perplejos como el viejo dictador las manifestaciones…

Foto: Manifestaciones en la Plaza Tahrir de El Cairo (2011).

jueves, 22 de octubre de 2009

Carol

¿Qué era querer a alguien, qué era exactamente el amor, y cuándo terminaba o no terminaba? Ésas eran las verdaderas preguntas y ¿quién podía responderlas?


Cuando salió de los grandes almacenes aún no sabía cómo se llamaba. Fue apresuradamente a la nota de pedido y la leyó varias veces: Carol... Rememoró ese nombre muchas veces en los días y las noches posteriores, aunque eso no lo sabía aún. Era alta, rubia, llevaba un abrigo de visón y la gente le abría paso, o al menos eso le pareció. Buscaba una muñeca para su hija. Podía ser cualquier persona que buscara una muñeca, porque estaba cerca la Navidad, pero Carol la miró como nunca nadie la había mirado. De esto también se di cuenta más tarde, cuando volvió a verla. Entonces descubrió que había retenido la imagen de Carol perfectamente en su memoria, sin el más mínimo error. ¿Era eso el amor?

En Carol (Patricia Highsmith, 1951) no hay asesinos, ni arribistas ambiciosos, ni planes despiadados como en el resto de novelas de la escritora, pero sí suspense e intriga, porque ¿qué mayor intriga hay en un amor incipiente? Y más si es un amor inesperado. ¿Se puede una persona enamorar de buenas a primeras de otra? ¿Y si es del mismo sexo? A estas preguntas intenta responder la novela. La historia comienza en unos grandes almacenes de Nueva York donde Therese Belivet trabaja eventualmente, mientras busca empleo como escenógrafa. Allí conoce a una cliente, Carol, una mujer recien divorciada, bella y sofisticada, por la que Therese sentirá una pasión incontrolable, mezcla de admiración y de extrañeza. Therese, a quien su novio no le aporta nada, decide indagar en ese sentimiento. Sin embargo, todo serán obstáculos, incluida su propia resistencia a sentir.

Patricia Highsmith publicó esta novela en 1951 bajo seudónimo, porque según explica la autora, no quería ser encasillada en esta historia como lo había sido con el género de suspense. Sin embargo, su edición de bolsillo fue un considerable éxito, vendió cerca de un millón de ejemplares y la escritora recibió grandes cantidades de cartas de agradecimiento. Más de treinta años después, en 1983, Patricia Highsmith reconocía la autoría de, quizás, la única novela de amor que había escrito.

domingo, 11 de octubre de 2009

El señor Chow

No miró hacia atrás. Era como si se hubiera subido en un tren muy largo rumbo a un futuro somnoliento, a través de la insondable noche.

2046
(Wong Kar-wai, 2004)

El señor Chow salió de la redacción con desgana. Caminó. Los pasos sobre el asfalto le retumbaban en la cabeza. Tenía la contradictoria sensación de querer llegar y no hacerlo a la habitación 2046 del hotel Oriental de Hong Kong. No era cualquier lugar. En 2046 se viven los recuerdos perdidos, nada cambia nunca en 2046. Y eso era lo que desesperadamente buscaba el señor Chow. Cuando se ha amado con tal intensidad, todas las mujeres son una, la amada, la buscada, Su Li-zhen, se decía una y otra vez. Y aunque salía y entraba de la habitación, asumía que estaba atrapado en ella, que sus paredes encerraban aquel enigma que una se le cruzó en la vida. Todo el camino, estuvo planeando una nueva historia para escribir, porque su editor le apremiaba. El señor Wang le saludó amistosamente en la puerta del hotel y le preguntó cómo le había ido el día. Contestó algo banal y se dirigió hacia la habitación. Acarició levemente la placa con el número y de nuevo se sintió perdido.

El señor Chow (Tony Leung) aparece en las tres películas (Days of being wild, In the mood for love y 2046) de la trilogía de Wong Kar-wai sobre el Hong Kong de los 60, pero es en los dos últimas donde es el protagonista. Periodista, novelista de tres al cuarto y sobre todo amante, el señor Chow deambula en un mundo rutinario plagado de recuerdos. Sufriente, con los ojos tristes, se da cuenta como su esposa se va distanciando cada vez más de él, siéndole infiel con el marido de su vecina. Es precisamente a ella, Su Li-zhen (Maggie Cheung), a quien entrega su amor. Surge entre ellos una relación de complicidad, reconfortando las mutuas heridas de la traición. Es algo puro, porque ni Chow, ni Su Li-zhen quieren ser como sus parejas. Pero el raudal de sentimientos es incontenible y el señor Chow decide marcharse a Singapur para olvidarla. Al cabo de los años, vuelve a Hong Kong, ha cambiado, vive una vida golfa y se prohíbe sentir amor. En la habitación 2046 del hotel Oriental, donde quedaba con Su Li-zhen, se instalará. El recuerdo de aquella mujer le obsesiona, todas son la misma, la única que amó.

No podría ponerle ni un sólo inconveniente a In the mood for love y 2046 (Wong Kar-wai, 2000 y 2004, resp.), absolutamente ninguno. En mi opinión son películas redondas, que cuanto más las veo, más me gustan y eso me pasa con muy pocas. La historia, la forma de narrarla, la estética, la delicadeza de sus imágenes, la música, las interpretaciones... en conjunto dos excelentes películas. Y podría pasarme horas analizando detalles, el secreto guardado en un agujero del templo de Angkor Wat, los sinuosos qipaos de las mujeres, la sensación de decadencia y de rutina... pero serían palabras ridículas con las que apenas alcanzaría a describirlos. Lo único útil que podría decir es que os dejarais encerrar en la habitación 2046 y lo comprobareis.

Vídeo: Imágenes de las dos películas con la pieza de Shigeru Umebayashi, Yumeji's theme de la banda sonora de In the mood for love.

martes, 15 de septiembre de 2009

Divino

¡Cuanto olvidamos! Creemos que el tiempo es siempre nuestro tiempo. O que el tiempo fue unos cuantos nombre célebres, que conocemos y a veces olvidamos también. Como si el mundo -antes de nosotros- hubiera estado vacío, sin nadie casi.


Eres divino, querido Max, escuchaba a menudo. No era insigne, ni eminente, pero sí divino. Aunque esto es lo que oía cuando estaba presente. A sus espaldas los comentarios eran muy a menudo crueles e hirientes, algo que a Max no le importaba. Estaba orgulloso de su mala prensa, de su supuesta vida disoluta, la cual era más aburrida de lo que todos pensaban. Pero eso le daba caché y acceso a los sitios más refinados y exclusivos de Madrid, saraos y cócteles de la gente guapa, recepciones de la nobleza y demás eventos. Asiduo del Palace, delicado, esnob e insoportablemente moderno, clamaba por el histórico aburrimiento y gravedad del país. El lujo y la frivolidad, sin embargo, se esfumaron de la Gran Vía, La Croisette de Cannes o la medina de Tánger. Se acabó la decadente belle époque, los locos veinte y llegaron los años duros. Con ese mundo ya en el olvido, murió el perverso Max Moliner.

Divino (Luis Antonio de Villena, 1994) tiene un gran mérito: se sumerge en un país, en un mundo, que no existe y que nunca jamás volverá y lo hace con valentía y con tino, describiendo como decayeron conceptos que ya no suenan a nadie, como decadentismo, esteticismo, art decó, cuplé, libertinaje o music hall. Como se pasó de la bonanza y la superficialidad de los años veinte al puritanismo y miseria de los cuarenta es el tema clave de Divino, a través de la vivencia de Max Moliner, escritor galante y mundano, encerrado en un mundo que no podía pervivir con la llegada de los fascismos, la Guerra Civil Española o la Segunda Guerra Mundial. Decora su vida con encuentros con personajes reales de aquel momento, como Dalí y Gala, Tórtola Valencia, Antonio de Hoyos y Vinent, Luis Escobar o Jean Cocteau. He leído que Villena se inspiró en Álvaro Retana para crear a su Max, personaje de vida interesantísima, pionero de la modernidad en un país que no estaba preparado para ello. El propio Luis Antonio de Villena, del que nunca había leído nada antes (salvo algún poema) parece un buscador profesional de vidas, intelectual atípico y perfecto asistente del mundillo literario. Esto, por supuesto, no es más que una suposición por mi parte, quizá no alejada de aquellas que recibía Max Moliner y que engordaban su leyenda negra. Probablemente igual de injusta. Aunque quizá fuese eso lo que me hizo leer este libro.

jueves, 10 de septiembre de 2009

A ciegas

No es una historia sobre Portugal o Canadá o Brasil, es una historia sobre la humanidad y la naturaleza humana, que debe generar muchas preguntas pero no dar ninguna respuesta.


Estoy ciego. No veo nada. Ha ocurrido de repente. Sin porqués, sin causas, casi sin notarlo. Inundado en una bruma blanca, que lo envuelve todo y que convirtió las formas de las cosas en blanco. Un blanco inmaculado, un blanco infinito. Y ese mero hecho, pequeño, como pequeños son mis ojos, fue la peor desgracia de la humanidad. No bolas de fuego caídas del cielo, ni grietas insondables en la tierra, sólo ojos ciegos, vacíos, estancos, sin comunicación. No damos valor a lo cotidiano, por insignificante y por cansino, por cercano, pero cuando lo perdemos asistimos a un reencuentro: el del nuestro yo con el mundo, el del conocimiento. Y tiramos del instinto más atrofiado. El que no usamos porque nosotros, los hombres, nos creemos una raza singular tocada por la mano de Dios. Pero basta lo más mínimo, la escasez de algo sencillo para que el mundo sucumba a la mayor y más contagiosa ceguera.

Un hombre (Yusuke Iseya) en un coche frente al semáforo de repente se queda sin vista. Tras la primera impresión acude a un oftalmólogo (Mark Ruffalo) que revisa sus ojos sin encontrar nada. Todo parece correcto. Pero al día siguiente el oftalmólogo queda también ciego y se inicia una particular epidemia muy contagiosa. Las instituciones públicas, al desconocer las causas que producen el contagio, deciden recluir a los ciegos como medida de cuarentena en un psiquiátrico abandonado. Pero todos no son ciegos, la mujer del oftalmólogo (Julianne Moore), sin saber porqué, ve y acompaña a su marido en el encierro. Ella será sus ojos en un primer momento y posteriormente los del resto. Cada vez son más los que llegan, sin noticias del mundo y sin las mínimas condiciones. Tienen que organizarse para vivir, pero no todo el mundo quiere acatarlo. Fuera, la situación no es mucho mejor. La epidemia se extiende y no hay forma de pararla.

No es fácil hacer la adaptación al cine de un libro. Son lenguajes diferentes. Pero si encima es un libro como Ensayo sobre la ceguera (José Saramago, 1995), además de difícil, es un reto. Por eso creo que la película A ciegas (Fernando Meirelles, 2008) no tuvo críticas entusiastas. Los que leyeron el libro inevitablemente compararon ambos y los que no, supusieron que una película no podría estar a la altura de ese libro, éxito de ventas y aclamado por la crítica. Y es que es una tarea monumental crear en imágenes el efecto de la ceguera. Pero esta ceguera es muy simbólica, representa lo desconocido, lo contagioso, lo inevitable, la gran pandemia que puede acabar con una maltrecha civilización. La enfermedad que despoja al ser humano precisamente su humanidad y que lo arrumba a su condición de animal que lucha por la supervivencia. Por eso es una película cruda, como lo es el libro y que se encarga de crear en el espectador la sensación de despojado, de lucha extrema. El problema de la película es quizá la falta de valentía a la hora de mostrar al público los rigores de ese mundo apocalíptico y que en la novela se cuentan detalladamente. Pero en cualquier caso, evitando comparaciones, A ciegas es una película interesante, en el fondo y en la forma, iluminada de todos los matices del gris, para no caer en el negro absoluto de la historia que cuenta. Y que termina con un sol cegador.

jueves, 27 de agosto de 2009

Cándido o el optimismo

Sólo por gusto, haced que cada pasajero os cuente su historia, y si hay uno que no haya maldecido su existencia, que no se haya dicho muchas veces a sí mismo que es el más desgraciado de los hombres, echadme al agua de cabeza.

El joven Cándido escuchaba atentamente al sabio Pangloss. Sus palabras tenían sentido: Estando todo hecho para un fin, todo lleva necesariamente hacia el fin mejor. En su interior, un optimismo vital brotaba. Vivía feliz en el castillo de Thunder-ten-tronck, en Westfalia, al amparo del barón. No podía existir un lugar más agraciado. Su corazón estaba lleno de amor hacia Cunegunda, la hija de su señor. No había razones para pensar que algo podía torcerse.
El viejo Cándido trabajaba en su huerto de Constantinopla. Era una labor dura pero satisfactoria. Cultivaba cidras y pistachos con los que se hacían deliciosos dulces. Parecía escuchar las palabras del sabio Pangloss que decían que el hombre no había nacido para el ocio. En su casa le esperaba Cunegunda, otrora doncella de encendidos colores y ahora mujer desdentada, calva y fea, aunque de sangre noble. Al acabar el día, fue recordando los muchos y crudos avatares de su vida: prisionero de los búlgaros, naufrago, superviviente del terremoto de Lisboa, azotado por la Inquisición, perseguido por los jesuitas guaraníes, invitado del señor de Eldorado, engañado por los holandeses de Surinam, timado en Francia y perdido en Venecia. Aunque finalmente encontró el sosiego en tierras turcas. Lo importante era, sin duda, el final.

El optimismo no tiene que ver con el mundo exterior. Podemos padecer sufrimientos, vivir guerras, hambrunas, injusticias, persecuciones pero nunca pensaremos que esa es la regla general. Ese optimismo elegido es interno, propio y decidido a creer que lo mejor está por llegar. Al menos esto es lo que pensaba Cándido (Voltaire, 1759) y por más desgracias que le acontecían, era animoso seguidor de la filosofía del optimismo de Pangloss, discípulo de Leibniz. Voltaire al final de su vida escribió este relato repleto de sátira y humor para condenar el optimismo iluso, el que cree que vivimos en el mejor de los mundos y que todo lo que ocurre tiene un final feliz. Un libro divertido, pero también un catálogo de los horrores que una persona podía vivir en el siglo XVIII. Reconforta, al menos, pensar que no vivimos en el peor de los mundos, tampoco en el mejor y que todo puede mejorar pero también empeorar. Las causas de todos los cambios son tan variadas que normalmente se escapan de nuestro conocimiento. No hay que vencerse al pesimismo, porque nos conduce a la amargura, pero tampoco dejarse seducir por el optimismo, salvo que queramos la vida del pobre Cándido.

viernes, 31 de julio de 2009

A sangre fría

Por Larsing circulaban varios asesinos u hombres que se jactaban de haber cometido asesinatos o de sus ganas de cometerlos; pero Dick llegó al convencimiento de que Perry era ese ejemplar único, el "asesino nato", absolutamente cuerdo pero sin conciencia y capaz de llevar a cabo, con o sin motivo, los mayores crímenes con la máxima sangre fría.


Dejaron el coche en el camino para no despertar sospechas y comenzaron a caminar por el polvoriento sendero hacia la casa. Silenciosa, aislada, como si hubiese caído del mismo cielo en aquel remoto lugar, la casa de los Clutter parecía perfecta. Después de días hablando y hablando, Dick y Perry apenas se dirigieron la palabra. Portaban una vieja escopeta que llevaba en casa de Dick toda la vida. Habían viajado más de 500 kilómetros para llegar a ese punto y nada, ni nadie, les haría retroceder. Sus dos siluetas recortadas en la noche pronto se acercaron al edificio. Había luces encendidas en su interior. No sabían ni cuantas personas, ni siquiera quienes eran. Les esperaba una caja fuerte repleta de dinero, que haría cambiar sus vidas, lejos, muy lejos, quizá en México. Una vez en la puerta, Dick y Perry se miraron. Sin testigos, susurró uno de ellos. Solamente dos palabras que desencadenaron una furia ciega y que se las llevó la fría brisa de la llanura de Kansas. Y no se volvió a oír nada en aquel lugar esa noche de noviembre. Al menos, nada que alguien escuchara. Sólo silencio y viento.

¿Son monstruos? ¿Son personas que pierden toda su condición humana y matan indiscriminadamente o simplemente queremos creer esto para no pensar que seres humanos como nosotros cometieron los peores crímenes? Enfermos mentales, ineducados, iracundos incontrolados, vidas difíciles o personificaciones del mal. Cada criminal lleva lo suyo y es difícil comprender motivos o móviles. Y es precisamente esto lo que Truman Capote se preguntó en A sangre fría (1966), novela-crónica sobre el asesinato de la familia Clutter el 14 de noviembre de 1959 en el pueblo de Holcomb, Kansas. El soberbio escritor pretendió escribir lo que sería un nuevo género literario, la novela de no ficción, traspasando al papel los hechos reales que rodearon dicho suceso. Quiso describir como ocurrió, cómo se encontraba el pueblo ante tan sanguinario delito y la fuga, captura y juicio de los asesinos, Dick Hickock y Perry Smith. Con la intención de robar una supuesta caja fuerte, entraron en la granja de los Clutter y masacraron a sangre fría al matrimonio, Herb y Bonnie, y a sus hijos, Nancy y Kenyon. La pretendida novedad de Capote no fue tanta, ya que existían precedentes de mezclar literatura y realidad. Sin embargo, los retratos psicológicos de los asesinos y la cadente sucesión de los hechos, convirtió A sangre fría en una obra cumbre no sólo de la literatura estadounidense sino también del periodismo escrito. Además de un éxitos de ventas.
Se supone que leer es sumergirse en vidas e historias ajenas, y esta novela consigue ese objetivo con creces, convirtiendo al lector en compañero codo con codo de los fugitivos, o tertulianos del bar del pueblo, comentando la investigación policial. Además el libro es un estupendo testimonio de la América profunda de los años 50, donde pequeñas comunidades rurales combaten los hechos que los disturban con religiosidad exacerbada y pena de muerte.

Imagen: Fotos policiales de Perry Smith y Dick Hickock (1960).

martes, 14 de julio de 2009

La mujer del teniente francés

Tendidos los ojos al Oeste
por encima del mar,
con mal viento y buen viento,
allí estaba ella siempre
incrustada en el paisaje;
sólo en el infinito descansaba su mirada,
nunca en otro lugar.
Parecía hechizada.


-¡Oh Dios, querida, hay una mujer en el espigón! Con este temporal podría caerse al mar. Tenemos que hacer algo.
-Tranquilo Charles, sólo es Tragedia, como todos la llaman en el pueblo. Siempre está ahí y nunca le ha pasado nada. No te preocupes.
-¿Tragedia?
-Sí, Tragedia, la mujer del teniente francés. Es lo menos grave que se dice de ella, porque se le llama en el pueblo de algunas maneras que una señorita no puede repetir. Siempre está esperando que vuelva ese hombre. ¡Qué horror! Se pone en evidencia.
Ni se lo pensó. Charles corrió por el espigón de Lyme Regis, a pesar de que Ernestina gritaba que volviera. No podía permitir que le pasara algo a aquella mujer. El mar bramaba furioso, incontrolable, sin embargo ella no se movía. Cuando llegó al final, estaba totalmente empapado y ella seguía inmóvil, enlutada y con la mirada escrutando el horizonte. Señorita, es peligroso que permanezca ahí, podría ocurrir una desgracia, le advirtió. Y giró la cabeza lentamente, con desgana y clavó sus ojos de esfinge en Charles. Sin decir nada pedía ayuda. Fue entonces cuando él se dio cuenta que no era ella quien estaba esperando, sino él, a que llegara ese momento.

La señorita Woodruff (Meryl Streep) aunque sabe que el teniente francés no volverá, pasa las horas mirando al mar esperando el milagro. Charles Smithson (Jeremy Irons) espera encontrar un fósil único con el que siempre será recordado. Ernestina (Lynsey Baxter) siempre pensó que se casaría con un caballero. Curiosamente la lenta espera y la feliz esperanza tienen la misma raíz. Pero la vida no es siempre como esperamos. Los caminos se entrecruzan, nuestros pasos se desvían porque en ocasiones preferimos el enmarañado bosque que el recto sendero, aun a riesgo de perdernos. Y de eso trata La mujer del teniente francés (Karel Reisz, 1981), de salir de la ruta marcada, de evitar que nos derriben, ya sea un mar embravecido o una estricta sociedad, de luchar contra viento y marea. Y aunque esté ambientada en la reprimida Inglaterra victoriana, sirve igualmente para cualquier época y lugar. Los corsés cambian de forma pero siguen existiendo. Con guión de Harold Pinter, basada en la magnífica novela de John Fowles, la película nos cuenta como Charles salva a Sarah de la locura y se embarca a sí mismo en un amor loco, inesperado, pero del que no puede escapar. Juntos se darán cuenta que los obstáculos en el amor no distancian sino que incrementar la pasión.

lunes, 29 de junio de 2009

El cuervo

Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño.

Edgar Allan Poe

En una noche cerrada, de lluvia tempestuosa, frío que cala hasta los huesos, de soledad y silencio, cualquier cosa puede suceder. Los ojos no pueden, no quieren quitar la vista de las letras impresas. Miras por la ventana y el fulgor de un rayo ilumina por un segundo la negrura del exterior. ¿Hay alguien ahí? La imaginación puede producir una mala pasada. Eres consciente. De repente, una ventana se abre furiosa y te sobresalta. El pulso se dispara y tratas de tranquilizarte. La cierras lentamente pugnado contra el viento. A través del cristal intentas distinguir algo. Algo más que el agua cayendo en torrente del cielo, algo más que las nubes que encapotan la noche. Un nuevo fulgor. Sobre el árbol que agita sus ramas en el jardín, un pájaro que se camufla con su negro plumaje mira la ventana, tranquilo, impertérrito, como si la tormenta no fuera con él. Apenas lo puedes ves, pero imaginas sus garras afiladas, sus ojos insensibles, su vuelo feroz. Te sientes observado. Por eso, aseguras que todo esté cerrado, aferrándote a la débil confianza de una habitación sin posibilidad de entrada. Ni salida. Y vuelves al sillón, recoges el libro e intentas concentrarte de nuevo. Pero no eres capaz. Lo cierras de golpe y tembloroso, acaricias las letras grabadas de la portada. Apenas tres: POE.

Creador de relatos en un tiempo en que se escribían largas novelas, pionero e iniciador del género de terror, este año se dedica a Edgar Allan Poe, conmemorándose el 200 aniversario de su nacimiento. Por eso tenía que hacerle un pequeño homenaje a su obra, en la que destacan cuentos como Los crímenes de la calle Morgue, El escarabajo de oro, La verdad sobre el caso del señor Valdemar, El corazón delator o poemas como Annabel Lee o El cuervo. Misteriosas y oscuras palabras como lo fue su malograda vida marcada por el sufrimiento, el alcohol y la locura. Contienen todas ellas los ingredientes básicos de lo que consideramos actualmente el misterio, el terror, el suspense, por lo que influyó no sólo en la literatura sino en otras artes como el cine. Hoy, dos siglos después, Poe continua vigente y el aniversario es, como en este tipo de efemérides, una excusa más para que volvamos a sus escritos originales. Nada mejor que las fuentes para darnos cuenta de su importancia y modernidad. Gracias a su creatividad, cosas y animales, en principio tan inocentes, como una carta, un pozo y un péndulo, un barril de amontillado o un gato negro se convirtieron en historias inquietantes. Si sois de fácil pesadilla, os advierto que no os adentréis en este mundo. Sólo lo diré una vez. Nunca más.

viernes, 29 de mayo de 2009

Maurice

La vida nunca nos depara lo que queremos en el momento apropiado. Las aventuras ocurren, pero no puntualmente.

Maurice (Edward Morgan Forster, 1914)

Maurice no era ni más listo, ni más rico que la mayoría de los chicos de su colegio pero ingresó en Cambridge por tradición familiar. Ni su madre, ni él estaban especialmente emocionados con la idea pero a ninguno de los dos se le hubiera ocurrido contradecir esa imposición que ya duraba generaciones y que servía como homenaje a su padre ya fallecido. Por eso, el joven Maurice, que sólo conocía la plácida vida de un suburbio burgués de Londres, cuando llegó a Cambridge, quedó admirado. Clases de filosofía, griego, latín, charlas sobre religión, ciencias, música clásica, diálogos platónicos, una realidad nueva de la que era absolutamente ignorante. Pero no sólo las disciplinas académicas eran desconocidas para Maurice. Su principal preocupación en Cambridge fue el conocimiento del ser humano y de si mismo. Lo tomó como una meta personal. Pensó que si se camuflaba entre la masa, sería más sencilla la observación del resto, como el ornitólogo que se viste de verde para confundirse con el entorno. Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Era tan diferente como creía? ¿Existían personas como él? ¿Debería hacer algo para pasar desapercibido? Siempre pensó que él solo podría llegar a hallar algunas respuestas, pero se equivocaba. Se dio cuenta de su error en el mismo momento que conoció a Clive. Él era su compañero, su interlocutor, su amigo, su igual.

Maurice, como libro, llegó tarde. Finalizada en 1914 pero publicada en 1971, su autor, Edward Morgan Forster, la guardó en un cajón para ser mostrada al público tras su muerte. Pero el mundo inocente de comienzos del siglo XX no se parecía en nada al de los 70. Forster cuando lo escribió temía a la biempensante sociedad en la que vivía, una Inglaterra de férreos corsés victorianos donde cualquier salida de tono suponía la exclusión. Y aunque el mundo y su país cambiaron, el miedo del escritor persistió. Por eso, su defensa de la homosexualidad y la libertad cuando se publicó Maurice resultó obsoleta y un tanto ingenua. Pero si sacudimos un poco el polvo del libro, veremos que Forster no se equivocó al describir el despertar sexual de una persona que está perdida. Eso sirve tanto para un siglo como para otro. El Maurice de Forster luchaba por su sitio en el mundo, por su felicidad, no diferente a la del resto de personas. Clamaba por dejar de esconderse, de apartarse, quería entender porqué era como era y no de otra manera. Buscaba respuestas. Dilemas estos que acompañan y acompañarán a los seres humanos cualquiera que sea la moda, en 1914, en 1971 y en 2009. Vivimos para aprender, para aprendernos, sin instrucciones previas de ningún tipo y así, todos aquellos que respiramos, somos de una u otra forma, Maurice.

martes, 5 de mayo de 2009

El sueño de Alexandria

Querida hija, nunca te cases por dinero, fama, poder o seguridad. Sigue siempre a tu corazón.
Tu padre, que te adora.

¿Pone todo eso en la medallita?


En Los Ángeles, durante los años 20, no había bandidos enmascarados, ni caravanas por el desierto. Ya no quedaban vaqueros del Viejo Oeste más que en las películas. Allí y entonces, no era habitual ver a un guerrero hindú, y menos que se tocara la ceja cuando estaba nervioso, ni cúpulas orientales que explotaban, ni hordas de ejércitos tenebrosos, ni derviches turcos, ni estanques de nenúfares. Sin embargo, todo eso existía en un hospital, dentro de la cabeza de una niña, Alexandria (Catinca Untaru). Con el brazo escayolado y pocas ganas de quedarse quieta en su cama, la pequeña conoce a Roy (Lee Pace), un especialista de escenas de acción de Hollywood también ingresado. Él le contará la historia de los cuatro hombres que se enfrentaron al Gobernador Odio. Alexandria pondrá su imaginación para recrearla.

Hay películas que pasan desapercibidas por el gran público y uno no sabe muy bien porqué. Éste es el caso de The Fall. El sueño de Alexandria (Tarsem Singh, 2006). ¿Por qué la taquilla está siempre copada de grandes superproducciones hechas en serie? me pregunto a veces y sin embargo películas como ésta quedan relegadas. Original, con unas imágenes fascinantes y una curiosa mezcla de realidad y ficción que en el cine da siempre mucho juego, The Fall aprovecha magistralmente los recursos de la fantasía. Usa los colores en beneficio de la historia: grandes brochazos de colores vivos para lo más imaginativo, blancos y negros brillantes para los recuerdos y sepias cálidos para la realidad. La preciosa música de Krishna Levy acompaña justamente a las escenas y la ambientación de vestuario y decorados es increíble.

Necesitamos cuentos, historias, necesitamos vivir otras vidas, sentir el sol ardiente del desierto y la brisa fría del mar aunque ni conozcamos el desierto, ni el mar. Quizás no es esencial, pero sí necesario. ¿Por qué rechazamos la imaginación en la edad adulta? Es curioso, parece que la imaginación sólo está destinada a la infancia, donde la fomentamos y avivamos en los niños. Pero traspasada una edad, la vamos dejando de lado, creyéndola impropia e incompatible con la madurez. No hay que ser insensatos, una roca es una roca, por más que la miremos, pero también puede ser un pedazo de meteorito del espacio exterior o provenir de una excavación arqueológica en el interior del Perú que cruzó el océano para posarse en nuestras manos. Todo es posible dentro de nosotros. No digo que la imaginación sea la panacea para alcanzar la ansiada felicidad, pero puede servir para teñir un poco el gris de nuestro alrededor, ese gris persistente e intenso que nos persigue e inunda continuamente.

miércoles, 15 de abril de 2009

Extramuros

En un instante ante el lecho de mi hermana, ante su rostro tan gastado y mezquino, debió de recordar qué tiempos eran aquellos que corrían a la vez ruines y recios, qué años de soledad para el alma y el cuerpo miserable.


Extramuros se oía la campana del convento, que aún sin salir el sol, levantaba a las hermanas. En el claustro, un silencioso barullo de hábitos conducía a la capilla para el primer rezo. Monjas pálidas y huesudas por los muchos sufrimientos que Dios Nuestro Señor les había mandado en aquellos aciagos días. En la capilla, caras somnolientas prestaban poca atención a las oraciones. Allí faltaban algunas, carne de enfermería, cosa normal traída por el hambre, la debilidad y la peste. Pero esa mañana, una ausencia turbaba a una de las hermanas, que no podía esconder su nerviosismo. Ella, su compañera del alma, no la flanqueaba como solía. Pensó en la noche, rezó por sus pecados y por su flaqueza de ánimo por haber sido convencida a llevar a cabo ese plan descabellado. Nada podía negarle a ella, eso lo sabía y confiaba que Él, ser de eterna misericordia, perdonara sus impulsos y no fuera condenada a la eternidad. Las sienes le latían descontroladamente. Cuando el oficio acabó, corrió presurosa a la celda de su hermana. Allí la encontró con los ojos entreabiertos, floja de fuerzas, con un brazo colgando de su humilde catre. De la palma de su mano, un reguero de sangre manaba formando un pequeño charco en el suelo de piedra. Su grito de impresión rompió el silencio de la casa y acudió casi toda la comunidad con la priora a la cabeza. Ésta sentenció: Son las llagas de Nuestro Señor Jesucristo. Éste fue el comienzo de su propia desgracia.

Extramuros (1978) es una estupenda novela del escritor español Jesús Fernández Santos, que fue galardonada con el Premio Nacional de Narrativa. El libro fue adaptado al cine por Miguel Picazo en 1985 interpretando a sus protagonistas Carmen Maura y Mercedes Sampietro. Ambientada en la España de final del reinado de Felipe II, cuenta la historia de dos monjas en un convento azotado por el hambre y la sequía. Viven tal situación de penuria, viendo morir a muchas de sus compañeras, que idean una manera de llamar la atención mediante unos falsos estigmas en una de ellas. La repercusión es tal, que comienzan a llegar al convento una legión de peregrinos y la fama de santidad de la religiosa recorre los secos parajes del reino hasta la corte. A pesar del escepticismo de la priora, que ve peligrar su cargo, comienza a prosperar el convento. Incluso, el duque benefactor de la casa compromete mejoras con la condición de que su hija profese allí. Pero los caprichos de dama cortesana hacen que ésta pronto se enfrente con la santa. Esta rivalidad llegará a los oídos del Tribunal del Santo Oficio.

Extramuros no sólo está fantásticamente bien escrita, con el lenguaje propio de su época, haciendo que sea a la vez realista y lírica, sino que toca temas profundamente actuales: el amor entre las dos monjas, unidas por el miedo al pecado, la situación de hambruna del país donde los pícaros sobreviven y la lucha de poder entre los egos de la santa, la priora y la huéspeda bajo los ojos represores de la Inquisición. Es impresionante el retrato del amor enfermizo y dependiente que hace de la monja narradora, que no sólo ayuda a la santa a crear sus falsos estigmas, sino que mantiene el secreto a pesar del miedo al castigo divino. Es un amor a prueba de todo, que no se tambalea ni cuando la fama de su amada la hace más fría y distante y que la convierte en un ser sin alma cuyos ojos sólo ven por los ojos de la otra. Ni toda una sociedad encerrada en la religión y la superstición, quemada por el mismo sol que agrieta los campos, impedirá que el amor más sacrificado se escape libre, extramuros.

Imagen: Ruinas del convento de San Agustín Extramuros en Madrigal de las Altas Torres (Ávila).

lunes, 6 de abril de 2009

Sol ardiente de junio

Su traje es amarillo, un topacio que resiste todo intento de descripción, dominando todo lo que se le acerca con un esplendor que es casi imperial.


¿Es el sueño, la inconsciencia o quizá la muerte quien la busca? Debe ser el sueño reflejado bajo la luz del Mediterráneo, que acaricia las gasas, que enrojece la piel. El sueño plácido que descansa, que fortalece, que invita a vivir en un mundo de imágenes coloreadas. Benévolo, placentero, sencillo sueño, donde dejamos de ser quienes somos para ser quienes queremos ser. Cuando el sueño nos rodea con amorosos brazos, olvidamos el cuerpo, porque no es importante y nos sumergimos en las aguas del mar. Allá abajo, un mundo nuevo se descubre: delicados corales, caballitos intangibles, serenas algas movidas al vaivén de la marea, bancos de peces de plata, arena que pule la roca más dura. ¿Es el sueño la vida auténtica? ¿Dormimos para vivir, errantes, muertos en vida, perdidos en las grises sombras de la realidad? No lo sé y no quisiera saberlo, porque atrevidos sueños me atormentan las noches. Sueños que no viviré nunca, que me persiguen, pero que duran el tiempo justo para levantarme sudoroso y aliviado. Bellos, soleados pero igualmente peligrosos, me atrapan y me ahogan. Me avisan de mi pasajera vida. A veces no quiero soñar, consciente como soy de su tentador filo. La durmiente, sin embargo, lo tiene claro, como la decidida Penélope enfrentada a su destino. El eterno sueño es su vida, su hogar lo inconsciente y cuando la antipática muerte llegue, que la busque junto al mar, durmiendo bajo el sol ardiente de junio.

Sol ardiente de junio (1895) del pintor británico Frederic Leighton es uno de mis cuadros favoritos. Mil veces disfrutado en ilustraciones, nunca lo había visto en persona, porque se exhibe en el Museo de Arte de Ponce en Puerto Rico. Pero curioso como siempre, el destino me lo ha traído, ya que unas obras de remodelación en su museo le ha hecho recorrer mundo visitando paredes ajenas en que lucirse. Desde el 24 de febrero hasta el fin de mayo recala el Sol ardiente de junio en una sala del Museo del Prado de Madrid y estando cerca era un verdadero pecado no ir a hacerle una visita. Estos encuentros suelen ser comprometidos porque las expectativas suelen ser tan altas que la sombra de la decepción siempre planea sobre tu cabeza... Pero, todo fue sencillo y fácil, como los mejores placeres. Entré cauteloso para no perturbar el eterno sueño de mi anaranjada amiga y allí me quedé, absorto, recorriendo con la vista cada pliegue, cada muesca, cada detalle. Atrapado mucho más tiempo de lo que hubiera imaginado, callado, sonriendo, sintiendo como si el sol se hubiera colado por las ventanas del museo. Y más hubiera estado si no llega a despertarme de ese sueño una avalancha de estudiantes de excursión de fin de curso que gritaban su aburrimiento en la sala. Aún así, salí del Prado deslumbrado, con la imagen impagable del sol ardiente de junio grabada para siempre en mi memoria.

jueves, 12 de marzo de 2009

La ventana indiscreta

Nos hemos convertido en una raza de mirones. Lo que deberían hacer es salir de sus casas y mirarse hacia dentro para variar.



Día 1. Hace calor y encima tengo escayolada toda la pierna. Reposo y más reposo, y paciencia, me prescribió el médico. Y poca cosa más puedo hacer. Supongo que unas semanas sin trabajar pueden ayudarme a desconectar algo. Pero me aburro, no estoy acostumbrado a estar entre las cuatro paredes de este apartamento, que ahora se me antoja diminuto. Como estamos en plena ola de calor, las ventanas siempre están abiertas, como las de todos. Por ellas, veo todo el vecindario. Amas de casa haciendo sus faenas, chicos escuchando música, gente viendo la televisión. Rutina y rutina encerrada en sus casas. Y un par de tortolitos...

Día 2. El calor persiste. Después de un buen rato sin gran cosa que hacer, decido ver que hay de nuevo tras las ventanas de mis vecinos. La que ayer barría la casa, hoy hace la comida. Música alta en otro apartamento. Y el matrimonio de enfrente discute a gritos, aunque la atronadora potencia de la música ahoga sus palabras. Ella está metida en cama, igual que ayer. Debe estar enferma. Él llega al cuarto y comienza la trifulca. Ella ríe histérica, él golpea la cómoda del dormitorio. Se cruzan gestos y él sale dando un portazo como alma que lleva el diablo. Ella se lleva las manos a la cabeza en señal de dolor.

Día 3. La escena del matrimonio se repite con iguales consecuencias. Pasa algo en ese piso. Mientras alrededor, todo sigue igual. Duermo y como. Me aburro.

Día 4. ¿Dónde está ella? Ha desaparecido. Es extraño. ¿A dónde ha podido ir una mujer enferma? Quizá al hospital. Él se ve nervioso. Da vueltas por su casa, sin rumbo fijo. Y de repente, le veo envolver algo en papel de embalar. Parecen una sierra y un cuchillo grande, como de carnicero. No, no. No puede ser. Con ello hace un paquete que deja sobre la encimera de la cocina. Se marcha al salón. Apaga la luz pero sigue ahí. Veo el rojo incandescente de su cigarrillo. ¿Qué tipo de persona fuma a oscuras? Sólo un sospechoso.

Día 5. Su actividad se vuelve frenética. Ha traído cuerdas y está haciendo las maletas. Piensa dejar el piso porque lo ha empaquetado todo. Una vecina me ha chivado que su esposa se ha ido de viaje y que él se encontrará con ella más tarde debido a su trabajo. Bonita coartada. Sigue el trasiego. De repente coge un bolso de mujer. ¿Qué saca? Son joyas. Ninguna mujer se iría de viaje sin sus joyas. Se las guarda en el bolsillo del pantalón. No puedo llamar a la policía. No tengo pruebas.

Día 6. Habla por teléfono constantemente. Parece que alguien le espera. ¿Un cómplice quizá? Una empresa de transporte se ha llevado hoy un baúl grande de su casa. Voy a poner a prueba sus nervios con algo sencillo. Escribo una nota y la guardo en un sobre. Pido amablemente a una vecina que lo eche por debajo de su puerta. Cuando se da cuenta, abre el sobre y lee: ¿Qué has hecho con ella? Su cara se nubla en un instante. Mira hacia todos los lados sin saber quien se lo ha enviado. No puedo aguantar la excitación y casi tengo medio cuerpo fuera de mi ventana. No puedo perderme los detalles. Él se gira y me ve. Nuestras miradas se cruzan en un segundo eterno. Sale apresurado por la puerta. ¡Oh Dios mío! Creo que viene a mi casa...

Lo que se ve a través de una ventana puede ser espectacular. Arrasa con nuestra capacidad de discreción y activa toda nuestra curiosidad. Es como observar una obra de arte. Puede que la vida en sí de nuestros vecinos no sea demasiado interesante, pero el hecho de observar sin que lo sepa el que está siendo observado, es tremendamente atractivo. Dicen que sólo somos nosotros mismo en la soledad de nuestra casa, tal es el nivel de disfraz que usamos en nuestras relaciones con otras personas. Ver esa naturaleza real en la confianza de un hogar es el interés de espiar a través de una ventana. Desde que se estrenó La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), las ventanas se han ido multiplicando. Si queremos estar al día, ya no basta el visor de la cámara que usaba L. B. Jefferies (James Stewart), ni la inocente sagacidad de Lisa C. Fremont (Grace Kelly). Es mucha la curiosidad que saciar y millones de ventanas se muestran a nuestro alrededor. Todo un gran vecindario global en el que hay misterios, matices, miserias y alegrías, nacimientos y por supuesto, sangre y muerte. Ni siquiera basta una vida para conocer todos los detalles de lo que pasa tras una ventana. Por mi parte, sigo espiando por la mía en busca de algo interesante que me saque de la rutina.